"La Mirada De Una Mujer" - читать интересную книгу автора (Levy Marc)

II

7

Mary se apartó para dejarles entrar en la casa. Cuando se encontraron en el interior, Thomas se puso firme. Mary clavó la mirada en Philip.

– ¡Me he debido de perder algún capítulo, pero supongo que me harás un resumen de la historia!

Él tenía un nudo en la garganta que le impedía hablar. Simplemente le entregó el sobre que llevaba en la mano y, sin esperar, subió a cambiar a la niña. Mary los vio desaparecer en el pasillo y buscó un indicio de respuesta en el papel que acababa de abrir.


Querido Philip:

Si llegas a leer estas líneas, significará que era yo quien tenía razón. A causa de mi carácter, no supe decírtelo en el momento adecuado. Pero acabé haciéndote caso y acepté tener esta criatura, de la que no sé quién es el padre. No me juzgues. La vida aquí es muy diferente a todo lo que te puedas imaginar. Los días son tan duros que con frecuencia tengo necesidad de consolarme con hombres de paso. Para salvarme de la desolación, del abandono de mí misma, de este miedo a morir que me acosa, de esta desesperación idiota de estar sola, para recordarme a mí misma que todavía estaba viva, era necesario que de vez en cuando sintiese el calor de su existencia. Frecuentar la muerte de forma cotidiana significa vivir una profunda e invasora soledad, un contagio. Me había repetido a mí misma cien veces que no había que traer una nueva vida a este universo, pero cuando mi vientre comenzó a redondearse, te hice caso. Llevar a Lisa conmigo era como encontrar aire en el fondo del agua, una necesidad que se hizo vital. Como podrás comprobar, la naturaleza triunfó sobre mis razones. ¿Te acuerdas de la promesa que me hiciste en Newark, que «si sucedía algo» tú estarías siempre ahí? ¡Mi querido Philip, si lees estas líneas es que me ha sucedido algo irreversible! Te hice caso y acepté a Lisa con la certidumbre de que si yo no podía continuar, tú tomarías el relevo de mi propia vida. Perdóname por jugarte esta mala pasada. No conozco a Mary, pero por tus palabras sé que ella tendrá la generosidad de amarla. Lisa es una pequeña salvaje. Los primeros años de su vida no han sido muy agradables. Ofrécele el amor que yo ya no le puedo dar. Te la confío. Dile un día que su madre en otro tiempo fue, y seguirá siendo en tu memoria, así lo espero, tu cómplice. Pienso en vosotros. Te doy un beso, Philip. Me llevo conmigo los mejores recuerdos de mi vida, la mirada de Lisa y los días de nuestra adolescencia.

Susan

Mary arrugó el papel en un esfuerzo por encerrar en aquella bola el sentimiento de rechazo que se instalaba en su corazón. Contempló a su hijo que había conservado la posición de firme e intentó sonreírle: «¡Descansen!». Thomas dio media vuelta y rompió filas.

Estaba sentada a la mesa de la cocina. Sus ojos iban de la ventana a la carta que apretaba entre sus dedos. Philip bajó solo.

– He hecho que se bañara y luego ha querido acostarse. Han viajado toda la noche y no tiene apetito. Creo que no servirá de nada insistir. La he instalado en la habitación de invitados.

Ella permaneció en silencio. Él se levantó, abrió el frigorífico y se sirvió un zumo de naranja, buscando a través de estos gestos anodinos recuperar cierta compostura. Mary no decía nada y seguía a su marido con la mirada.

– No tenemos elección, no puedo entregarla a los servicios sociales. Creo que ya ha tenido su cupo de injusticia y de abandono.

– ¿Ha sido abandonada? -preguntó ella en tono sarcástico.

– Su madre murió y no tiene padre, ¿hay alguna diferencia?

– ¡Y supongo que te propones encargarte de hacer que exista una diferencia!

– ¡Contigo, Mary!

– ¿Por qué no? Paso las horas, los días, los fines de semana y las noches esperándote. He puesto un punto final a mi carrera de periodista para ocuparme de tu casa y tu hijo. En tu vida me he convertido en la perfecta mujer a la sombra. ¿Por qué no iba a continuar dedicándome a ello?

– ¿Crees que tu vida sólo está hecha de sacrificios?

– Ése no es el tema. Hasta el momento era yo quien había elegido esta vida. Pero lo que ahora haces es quitarme ese último privilegio.

– Únicamente me gustaría que compartiésemos esta aventura.

– ¿Ésa es tu definición de aventura? Desde hace dos años te suplico que vivas conmigo otra aventura: la de tener otro hijo. Y desde hace dos años me respondes que no es el momento adecuado, que no disponemos de medios. Dos largos años durante los cuales has ignorado totalmente mis sentimientos. Esta relación, que se supone que era la nuestra, con el tiempo se ha convertido exclusivamente en la tuya. Soy yo quien tiene que compartir tus horarios, tus necesidades, tus preocupaciones, tus obligaciones, tus humores. Y ahora también la hija de otra. ¡Y vaya otra!

Philip no respondió. Se retorcía las manos al tiempo que movía la cabeza sin apartar la mirada de su mujer. Los rasgos de Mary estaban crispados y las pequeñas arrugas que se le habían formado en los ojos -para gran desesperación de ella a juzgar por las largas horas que se pasaba ante el espejo intentando disimularlas- anunciaban la inminente aparición de lágrimas de ira. Incluso antes de que apareciesen, pasó el reverso de su mano por los párpados, como si quisiera evitar así que se le hinchasen los ojos y le saliesen ojeras, inútiles y perjudiciales.

– ¿Cómo sucedió?

– Murió en la montaña, durante un huracán…

– Me da lo mismo. No es eso lo que te pregunto, sino ¿cómo pudiste hacer esa promesa absurda? ¿A qué se debe que nunca me hablaras de ello? No será que no te he oído hablar veces de Susan por aquí, Susan por allá. Había días en que tenía la impresión de que al abrir el armario del cuarto de baño me iba a encontrar con ella.

Philip intentó mantener un tono tranquilo y reposado. La promesa se remontaba a una conversación de hacía diez años. Era una frase «dicha al azar», para tener razón en un debate estéril. Jamás había hablado de ello, porque lo había olvidado y nunca hubiese podido imaginar que una situación semejante se hiciese realidad. De igual modo que tampoco había imaginado que Susan acabaría teniendo un hijo. Además, en los últimos años sus cartas se habían espaciado, y Susan jamás había hecho la menor alusión a su hija. Pero lo que él menos había imaginado es que ella muriese.

– ¿Y qué se supone que tengo que decir ahora? -preguntó Mary.

– ¿A quién?

– A los demás, en la ciudad, a mis amigas.

– ¿Crees que ése es el fondo de la cuestión?

– Para mí es uno de los problemas que se me plantean. Puedes pasar por completo de nuestra vida social, pero yo he tardado cinco años en construirla, y no ha sido gracias a ti precisamente.

– Les dirás que si uno no tiene el corazón lo bastante grande para enfrentarse con este tipo de situaciones, es inútil ir a misa todos los domingos.

– ¡Pero no eres tú quien se va a ocupar de la niña! ¡Tú seguirás trabajando por las noches ahí arriba! ¡Es mi vida la que cambiará por completo!

– No más que si tuviéramos otro hijo.

– No otro hijo. ¡Maldita sea! ¡Nuestro hijo! -Se levantó de un salto-. ¡Yo también me voy a la cama! -gritó mientras subía por la escalera.

– ¡Pero si son las nueve de la mañana!

– ¿Y qué? Hoy es un día bastante anormal, ¿o no?

Al llegar al piso de arriba, caminó con paso firme, se detuvo en la mitad del pasillo, dio media vuelta, dubitativa, y se dirigió hacia la habitación donde Lisa dormía. Entreabrió la puerta sin hacer ruido.

La niña, que estaba tendida en la cama, se dio la vuelta y la miró sin decir palabra. Mary esbozó una sonrisa forzada y cerró la puerta. Luego entró en su habitación y se echó sobre la cama, la vista clavada en el techo mientras apretaba los puños con el fin de dominar su ira. Philip entró, se sentó a su lado y le cogió la mano.

– Lo siento mucho. No te puedes imaginar cuánto lo siento.

– No, no lo sientes. Jamás pudiste tener a la madre, y ahora tienes a la hija. Yo soy la que lo siente. Jamás quise ni a la una ni a la otra.

– No tienes derecho a decir esas cosas en un día como hoy.

– En un día como hoy no sé cómo no decir según qué cosas, Philip. Hace dos años que pones mala cara, que eludes el tema, que te estás distanciando de mí con mil y una excusas, siempre buenas porque son tuyas. Tu Susan te envía a su hija y todos los problemas se van a solucionar como por arte de magia. Sin embargo, olvidas un detalle: es una historia que procede de tu vida, no de la mía.

– Susan ha muerto, Mary, y yo no tengo nada que ver en eso. Tú puedes pasar totalmente de mi dolor, pero no de una niña. ¡Maldita sea! ¡No de una niña!

Mary se incorporó. Su voz, dominada por la rabia, temblaba cuando gritó: «¡A la mierda con tu Susan!».

Philip miró fijamente el alféizar de la ventana para evitar cruzarse con su mirada: «¡Pero mírame, maldita sea! Al menos ten el valor de mirarme a la cara!».

En la habitación, a la que llegaban sonidos confusos, Lisa se movió bajo el edredón y hundió la cabeza en la almohada. Apretaba su rostro con tanta fuerza que sus cabellos se confundían con la funda.

Los gritos eran menos perceptibles que los ruidos de algunas tormentas, pero el miedo que le inspiraban era el mismo. Le hubiese gustado dejar de respirar, pero sabía que eso era imposible. Todos los intentos de las dos semanas anteriores habían fracasado. Con un nudo en el estómago, se mordía la lengua cada vez con más fuerza, como su madre le había enseñado hacer: «Si sientes el gusto de la sangre en la boca, es que aún estás viva. Y cuando estés en peligro, sólo debes pensar en una cosa: en no abandonar, en no renunciar, en seguir con vida». El líquido tibio se deslizó por su garganta. Ella se concentró en esta sensación e intentó no pensar en nada más. Desde el fondo del pasillo continuaban llegando las exhortaciones de Philip, a veces entrecortadas por momentos de silencio. A cada erupción de cólera, ella hundía su rostro un poco más en la almohada, como si los ríos de palabras la fuesen a arrastrar. A cada efervescencia, cerraba un poco más los ojos, hasta el punto de que a veces veía estrellas en sus párpados.

Oyó un portazo en la habitación contigua y los pasos de un hombre que bajaba por la escalera.

Philip entró en el salón y se dejó caer en el sofá. Puso los codos sobre las rodillas y hundió la cabeza entre sus manos. Thomas esperó unos minutos antes de romper el silencio.

– ¿Jugamos una partida?

– Ahora no, pequeño.

– ¿Dónde están las chicas?

– Cada una en su habitación.

– ¿Estás triste?

No hubo ninguna respuesta. Sentado sobre la moqueta, el niño se encogió de hombros y volvió a su juego.

A veces el mundo de los adultos es muy extraño. Philip se sentó detrás de él y lo rodeó con sus brazos.

– Todo va a salir bien -dijo Philip con voz apagada y cogió uno de los mandos del juego-. ¿A qué quieres perder?

En la primera curva, el Lamborghini de Thomas sacó de la pista al Toyota de su padre.

Mary bajó al mediodía. Sin decir una palabra se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico y comenzó a preparar el almuerzo. Comieron los tres solos. Lisa al fin se había dormido. Thomas se decidió a hablar:

– ¿Se va a quedar en casa? No es normal que ella sea la mayor. ¡Yo estaba aquí antes!

Mary dejó caer la ensaladera que llevaba a la mesa y fulminó con la mirada a Philip, que no respondió a la pregunta de su hijo. Thomas, divertido, contempló la ensalada desparramada por el suelo al tiempo que mordía con fuerza su mazorca de maíz. Se dirigió a su madre:

– ¡Puede ser divertido! -añadió.

Philip se levantó para recoger los trozos de vidrio esparcidos por el suelo.

– ¿Qué puede ser divertido? -preguntó al niño.

– Yo quería tener un hermano o una hermana. Pero no quería que sus lloros me despertasen por la noche. ¡Y los pañales huelen mal! Además, ella es demasiado mayor para quitarme los juguetes. El color de su piel es bonito. En la escuela me tendrán envidia por…

– ¡Creo que hemos comprendido tu punto de vista! -añadió Mary sin dejarle terminar la frase.

La lluvia era ahora mucho más intensa y no dejaba entrever la posibilidad de salir a pasear. Sin decir nada, Mary preparó un sandwich.

Sobre una rebanada de pan, que untó con mahonesa, puso lechuga y luego una loncha de jamón; a continuación sustituyó el jamón por un trozo de pollo. Tras dudar otra vez, sustituyó el pollo por el jamón y colocó la otra rebanada de pan. Finalmente puso el sandwich en un plato y lo protegió con un papel de celofán antes de meterlo en el frigorífico.

– Si cuando la niña se despierta tiene hambre, hay un plato con algo de comer en el frigorífico -dijo.

– ¿Te vas? -preguntó Thomas.

– Voy a pasar la tarde en casa de mi amiga Joanne. Volveré a la hora de tu baño -contestó ella.

Subió a cambiarse. Al salir de casa dio un beso a su hijo mientras clavaba la mirada en Philip, que estaba en la escalera. El resto del día transcurrió como cualquier otro domingo de otoño: los largos minutos no se distinguían unos de otros, salvo por la cada vez más débil luz. Ella regresó hacia las cinco de la tarde y se ocupó de Thomas. Lisa aún dormía cuando se sentaron a la mesa para cenar.

Se tomó su tiempo en el cuarto de baño, esperando deliberadamente a que Philip estuviese acostado para entrar en el cuarto. Apagó la luz al entrar y se echó en el borde de la cama. Philip dejó pasar algunos minutos y rompió el silencio.

– ¿Le has contado todo a Joanne?

– Sí, he vaciado mi saco, si es eso lo que te interesa saber.

– ¿Y qué te ha dicho?

– ¿Qué quieres que me haya dicho? ¡Que es espantoso!

– Ésa es la palabra: espantoso.

– Se refería a lo que me pasa a mí, Philip. Ahora déjame dormir.

Philip había dejado encendida la luz del pasillo para que Lisa encontrara el camino al cuarto de baño si se despertaba. A las tres de la madrugada los ojos de la niña se abrieron como los de una lechuza. Escrutó la habitación sumida en la penumbra, intentando recordar dónde estaba. El árbol que se inclinaba contra la ventana sacudía frenéticamente sus ramas, pareciendo agitar unos brazos demasiado largos. Las copas de los árboles chocaban contra los cristales, como si quisieran desprenderse de las gruesas gotas de lluvia. La niña se levantó, salió al pasillo y bajó la escalera con pasos silenciosos. En la cocina abrió el frigorífico, sacó el plato, levantó por una esquina la hoja de celofán, olió el sandwich y lo volvió a colocar en la parrilla del frigorífico.

Cogió un paquete de pan, sacó una rebanada, tomó del frutero un plátano, que aplastó con el tenedor y mezcló con azúcar moreno, y a continuación untó cuidadosamente la mezcla sobre la rebanada de pan para devorarla con apetito voraz. Después colocó cada cosa en su sitio y, haciendo caso omiso del lavavajillas, fregó el plato y todo lo que había en el fregadero. Al salir, lanzó una última mirada a la cocina y, siempre a oscuras, volvió a su cama.

Pasaron ocho días en los que Mary sintió que en su vida se establecían las fronteras de un universo que no era el suyo. Puesto que cuando Lisa nació la habían inscrito en el consulado, su nacionalidad estadounidense no fue cuestionada. La carta de Susan, que contenía la entrega definitiva a Philip de la pequeña Lisa, nacida el 29 de enero de 1979, a las 8 horas y 10 minutos en el valle de Sula, Honduras, de la señorita Susan Jensen y de padre desconocido, había sido inscrita al término de una larga serie de molestas gestiones. A pesar de que los compañeros de Susan tuvieron la buena idea de autentificar el documento ante un notario de la embajada de Estados Unidos antes de acompañar a la niña a Nueva Jersey, Philip y Lisa pasaron el lunes visitando los dédalos de la administración. Tuvieron que recorrer pasillos y subir por la gran escalera de piedra blanca que conducía a una inmensa sala de paredes recubiertas de madera un poco parecida a las del palacio presidencial, del que Susan había hablado a su hija en alguna ocasión. Al principio Lisa había tenido un poco de miedo. ¿Acaso su madre no le decía que los palacios eran lugares peligrosos, llenos de militares y policías? Jamás la quiso llevar consigo cuando iba a estos sitios. Sin embargo, el presidente que vivía en este palacio no debía de ser un hombre muy importante, ya que sólo había dos soldados cerca de la entrada, donde te obligaban a dejar las bolsas, como en el aeropuerto. Para escapar del aburrimiento, la pequeña había contado las baldosas del suelo. Por lo menos había mil: quinientas marrones y quinientas blancas, aunque no había podido terminar de contarlas porque el hombre que estaba detrás del mostrador acababa de indicar a Philip la dirección que debía seguir, la de otra escalera con una alfombra roja y negra. Habían ido de una oficina a otra recogiendo papeles de colores diferentes para después hacer varias colas ante diversas ventanillas. «Era una gincana gigante, inventada exclusivamente para los mayores», salvo que, por la cara de aburrimiento que ponían los que estaban a cargo de la organización no parecía ser muy divertida. Cuando Philip entregaba el impreso correctamente rellenado, el hombre o la mujer que se hallaba sentado detrás del cristal ponía un sello sobre el papel y le entregaba un nuevo cuestionario, que también había que rellenar y luego entregar en otra ventanilla. De inmediato se adentraban en otro pasillo, a veces el mismo pero en sentido inverso, aquel que tenía treinta y una lámparas en el techo, dispuestas a razón de una cada diez baldosas blancas y negras del pavimento, el más largo y el más ancho, y subían por una escalera en busca de la persona que los enviaría a la nueva etapa. Philip la llevaba de la mano, pero Lisa se obstinaba en caminar a su lado o delante de él. Odiaba la idea de que la cogiesen de la mano; su madre nunca había hecho algo semejante. Cuando se hallaron de regreso en el coche, él tenía aspecto de estar satisfecho. Se marcharon llevando consigo una hoja de color rosado que provisionalmente lo convertía en su tutor legal. Deberían volver al cabo de seis meses para mantener una entrevista con un juez, que concedería la filiación adoptiva definitiva. Lisa se juró preguntar lo que significaban las palabras «tutor» y «filiación adoptiva», pero lo haría «más adelante, no ahora». En casa, Mary aún parecía sentirse contrariada. «Era porque no había ganado nada por lo que ponía esa cara. Pero eso no era justo, porque ella no les había acompañado y se había quedado en casa.»

El martes lo dedicaron a matricular a Lisa en la escuela. Ella no podía imaginar que hubiese escuelas tan grandes. Susan le había hablado de la universidad… La pequeña se preguntó si Philip no se equivocaba en relación a su edad. El gran patio estaba cubierto de un pavimento que se hundía un poco bajo los pies; en un ángulo había escaleras de todos los colores, columpios y dos toboganes, que miró con insistencia.

Una campana sonó mientras se dirigían al fondo del patio. El sonido no tenía nada que ver con el que ordenaba a la gente refugiarse cuando se aproximaba un huracán, se trataba de un débil tañido que intentaba impresionar haciendo más ruido del que en realidad podía hacer. Esfuerzo inútil: Lisa había oído campanas mucho más potentes. Cuando la campana del pueblo llamaba a misa o para que la gente se reuniese en la plaza, las vibraciones penetraban en su pecho y hacían tamborilear su corazón sin que ella supiese el porqué. A su madre, que la sermoneaba para que aprendiese a superar el miedo, le decía que lo que la hacía llorar era el polvo en suspensión que transportaba el aire. Cuando la campana enmudeció, una riada de niños se precipitó hacia fuera. Quizás ahora también hubiera algún peligro.

La planta baja del edificio estaba constituida por un patio interior donde los escolares se refugiaban los días de lluvia. En su país de origen, cuando llovía no siempre se podía ir a la escuela. Tomaron la escalera central. En la primera planta había un largo pasillo que conducía a las aulas, pobladas de pupitres idénticos. ¡Lisa se preguntó cómo habían hecho para conseguir tantos! Tuvo que esperar detrás de una puerta amarilla mientras Philip hablaba con la directora del centro en su despacho, la cual le sería presentada más tarde. Era una mujer grande, cuyos cabellos blancos estaban recogidos en forma de moño; su amplia sonrisa no lograba ocultar su autoridad. La mañana terminaba y abandonaron el lugar. Philip se detuvo delante de las rejas y se arrodilló a la altura de la niña.

– Lisa, tienes que contestar cuando la gente te hable. Prácticamente no he oído tu voz desde hace dos días.

La niña se encogió de hombros y hundió un poco más la cabeza en su cuello.

En el interior del MacDonald's al que Philip la llevó a comer, la pequeña se quedó fascinada con los anuncios publicitarios que estaban colgados encima de las cajas registradoras. Cuando se acercó al mostrador, él le preguntó qué quería. Pero ella se dio la vuelta, sin mostrar interés alguno por la comida; sólo el gran tobogán rojo que había en el exterior del edificio parecía atraer su atención. Philip insistió, pero Lisa guardó silencio, con la mirada perdida al otro lado de la ventana. Él se agachó y con el dedo movió la barbilla de la niña.

– Me gustaría que jugases, pero llueve.

– ¿Y qué? -preguntó ella.

– Quedarás empapada.

– En mi país llueve todo el tiempo y la lluvia es mucho más fuerte. Y si no fuésemos a hacer lo que nos gusta porque nos mojamos, nos moriríamos. No es así como la lluvia te mata, no has entendido nada. ¡Tú no la conoces! ¡Yo sí!

La cajera les pidió que se apartasen si no iban a pedir nada, puesto que los demás clientes se impacientaban. Lisa de nuevo había vuelto la cabeza y contemplaba el tobogán de la misma manera que un prisionero observa la línea de un horizonte imaginario más allá de los barrotes de su celda.

– Si me tirase por el tobogán quizá llegaría a mi país. Es como en los sueños. Estoy segura de que si deseo algo con fuerza puede llegar a pasar.

Philip pidió disculpas a la camarera y cogió la mano de Lisa. Salieron del local. Ahora la lluvia era más intensa y en el aparcamiento se formaban grandes charcos. Él caminó de forma intencionada sobre cada uno de ellos, dejando que los zapatos se hundiesen en el agua.

Al pie de la escalera, cogió a Lisa en sus brazos y la puso en el tercer escalón del tobogán.

– Supongo que sería ridículo que te dijese que tengas cuidado. Allí nunca te caías.

– ¡Sí!

Ella subió por los barrotes de uno en uno, sin prestar atención a las ráfagas de viento. Él la adivinó feliz, ignorante del instante futuro, como un animal que ha sido devuelto a su medio natural.

Al pie del gran tobogán rojo, de colores difuminados por la oscuridad del cielo, un hombre empapado mantenía los brazos abiertos para acoger a una niña que se lanzaba con los ojos fuertemente cerrados porque creía que así su sueño se haría realidad. Cada vez que se lanzaba, él la recogía, abrazándola, y la volvía a colocar en el tercer barrote de la escalera.

Ella hizo tres intentos. Luego se encogió de hombros y le dio la mano.

– ¡No funciona! Nos podemos ir.

– ¿Quieres comer algo?

Ella negó con la cabeza y lo llevó al coche. Al subir en el asiento trasero, le dijo al oído.

– ¡De todas maneras me ha gustado! La tormenta aún no había pasado.

Cuando llegaron a casa, Mary se hallaba sentada en el salón. Se levantó de un salto y se puso en medio de la escalera.

– No vais a ir a ninguna parte así, empapados como estáis. Hace sólo una semana que se limpiaron las moquetas. Quitaos los zapatos y la ropa, ahora bajo con unas toallas.

Philip se quitó la camisa y ayudó a Lisa a hacer lo mismo. Ella encontraba estúpido que hubiese moquetas si no se podía caminar sobre ellas. En su país todo era más práctico: el suelo era de madera y en él se podía hacer todo lo que una quisiera, porque se pasaba la bayeta y todo quedaba limpio de nuevo. Mary frotaba los cabellos de Philip, quien, a su vez, secaba los de Lisa. Les preguntó si habían pasado por un túnel de lavado y habían dejado las ventanillas abiertas. Luego les ordenó que subiesen a cambiarse. El mal tiempo les impidió salir y la niña pasó la tarde descubriendo la casa.

Ella había subido al despacho de Philip. Tras empujar la puerta y entrar, se había deslizado detrás de la gran mesa, desde donde espiaba a Philip, que se dedicaba a repasar el contorno de un dibujo. Luego se puso a examinar la habitación y sus ojos se detuvieron en la fotografía de Susan, que contempló largo rato. Jamás había visto a su madre tan joven y jamás había constatado el parecido que iba surgiendo entre ambas con el transcurso del tiempo.

– ¿Crees que un día seré más vieja que ella?

Philip levantó la cabeza de su dibujo.

– Ella tenía veinte años en esa foto. La tomé en el parque la víspera de su marcha. Yo era su mejor amigo, sabes. Cuando yo tenía tu edad le regalé la medalla que siempre llevaba colgada del cuello. La puedes ver si te acercas un poco más. Entre nosotros no había secretos.

Arrogante, Lisa clavó su mirada en él.

– ¿Sabías que yo había nacido?

Luego salió sin decir nada. Philip permaneció unos instantes con los ojos fijos en el vano de la puerta antes de dirigir la mirada hacia la pequeña caja que contenía las cartas de Susan. Puso la mano sobre la tapa, dudó un momento y renunció a abrirla.

Sonrió tristemente al retrato que estaba colocado en la estantería y reanudó su trabajo.

Lisa bajó al cuarto de baño y abrió el armario que contenía los productos de belleza de Mary. Cogió un frasco de perfume, apretó el pulverizador y aspiró el aroma de vetiver que se esparció en el aire. Hizo un gesto, dejó el frasco y salió del cuarto. La siguiente visita fue a la habitación de Thomas, que carecía de interés. La gran caja sólo contenía juguetes de niño. El fusil que estaba en la pared le dio escalofríos. ¿También aquí había soldados que podían venir a quemar casas y matar a sus habitantes? ¿Qué peligro existía en una ciudad donde las vallas no habían sido arrancadas y cuyas paredes no mostraban impactos de bala?

Mary acababa de preparar la cena y estaban sentados a la mesa de la cocina. Thomas, a quien habían servido el primero, trazaba surcos sobre el puré con el tenedor. Había colocado los guisantes en formación de convoy, que se dirigía a un garaje imaginario situado bajo la loncha de jamón. Uno de sus camiones verdes rodeaba metódicamente el pepinillo que sostenía la bóveda, la dificultad del ejercicio consistía en evitar el bosque de espinacas, lugar de todos los peligros. Sobre su servilleta de papel, Philip dibujaba con un carboncillo el rostro de Mary. Sobre la suya, Lisa esbozaba a un Philip dibujando.


El miércoles él se la llevó consigo a comprar al supermercado. Lisa jamás había visto algo semejante: en aquel lugar había más comida que la que nunca había en todo su pueblo.

Todas las salidas de la semana fueron pretextos para descubrir las originalidades de ese universo que su madre le describía como el «país de antes». Lisa, entusiasta, a veces celosa y amedrentada, se preguntaba cómo podría llevar un trozo de este mundo a los que se encontraban en su país, en aquellas calles llenas de polvo que ella tanto echaba de menos. Al irse a dormir evocaba imágenes que la reconfortaban: la callejuela de tierra que separaba su casa del hospicio que su madre hiciera construir o las miradas calurosas de los habitantes del pueblo, que siempre la saludaban cuando pasaba. El electricista, que jamás quería aceptar dinero de su madre, se llamaba Manuel. Recordaba la voz de la maestra que iba una vez por semana a darle clase en el almacén donde se guardaban los alimentos, la señora Casales; siempre llevaba consigo fotografías de unos animales increíbles. Se hundió en los brazos de Enrique, el transportista, al que todos conocían como el Hombre de la Carreta.

En su sueño oyó los cascos de su asno al golpear contra la tierra seca. Ella lo siguió hasta la granja. Atravesó los campos de colza, cuyos altos tallos amarillos la protegían del sol ardiente, y llegó a la iglesia; las puertas estaban entreabiertas desde que una lluvia deformara los marcos. Avanzó hacia el altar por el pasillo central mientras los habitantes del pueblo la miraban sonriendo. Al llegar a la primera fila, su madre la cogió y la abrazó. El perfume de su piel, en la que el sudor se mezclaba con el olor a jabón, penetró en su nariz. La luz bajó de intensidad, como si el día se pusiese con demasiada rapidez, y el cielo se oscureció de pronto. Nimbado por una claridad opalina, el asno entró en la iglesia majestuosamente y contempló el conjunto con aire confundido. La tormenta estalló de forma brutal y las paredes de la iglesia parecieron encogerse.

Se oyó el ruido sordo del agua que bajaba de la montaña. Los campesinos se arrodillaron, con las cabezas gachas, uniendo sus manos para suplicar aún con mayor fervor. Le costó darse la vuelta; era como si el peso del aire impidiese sus movimientos. Los dos batientes de madera reventaron hechos pedazos y el torrente penetró en la nave. El asno fue levantado del suelo, intentó desesperadamente mantener los ollares por encima de las aguas y lanzó un último relincho antes de ser tragado por el torbellino. Cuando ella abrió los ojos, Philip estaba a su lado y le cogía la mano. Acariciaba sus cabellos y le murmuraba aquellas dulces palabras con las que se intenta imponer silencio a los niños cuando sólo los gritos podrían liberarlos del miedo. Pero ¿qué adulto se acuerda de esos espantos?

Ella se sentó bruscamente en la cama y se pasó la mano para quitarse las gotas de sudor que perlaban su frente.

– ¿Por qué mamá no se ha venido conmigo? ¿Para qué sirven mis pesadillas si ella no se despierta también a mi lado?

Philip hizo ademán de abrazarla, pero la pequeña lo rechazó.

– Hace falta tiempo -dijo él-. Ya lo verás, sólo un poco de tiempo y todo irá mejor.

Él se quedó a su lado hasta que la niña se durmió. Al regresar a su habitación no encendió la luz para no despertar a Mary. Buscó la cama a tientas y se metió entre las sábanas.

– ¿Qué hacías?

– Basta, Mary.

– Pero ¿qué he dicho?

– ¡Nada, precisamente!


Aquel sábado se podía confundir con el anterior, la lluvia constante había vuelto a golpear los cristales de la casa. Philip se había encerrado en su despacho. En el salón, Thomas liquidaba extraterrestres en forma de media calabaza que descendían por la pantalla del televisor. Sentada en la cocina, Mary pasaba las páginas de una revista. Dirigió su mirada a la escalera, cuyos escalones desaparecían en la penumbra de la primera planta. A través de las puertas de corredera del salón adivinó la espalda de su hijo inclinado sobre el juego. Contempló a Lisa, que dibujaba delante de ella. Dirigiendo su cara hacia la ventana, Mary se sentía embargada por la tristeza del cielo en aquella tarde taciturna y silenciosa. Lisa levantó la cabeza y sorprendió el dolor que corría por las mejillas de la mujer. La escrutó así unos instantes y la cólera que le invadió deformó su rostro de niña. Saltó al instante de la silla en la que estaba sentada y se dirigió con paso firme hacia el frigorífico, que abrió con brusquedad para coger dos huevos, una botella de leche y cerrarlo al fin de un portazo. Tomó un bol en el que comenzó a batir la mezcla con una fuerza que sorprendió a Mary. La pequeña añadió, muy segura de sí misma, azúcar, harina y otros ingredientes, que fue cogiendo uno a uno de las estanterías.

– ¿Qué haces?

La niña miró a Mary directamente a los ojos, el labio inferior le temblaba.

– En mi país llueve, pero no son lluvias como aquí, sino verdaderas lluvias que caen sin parar durante días y días. Y la lluvia entre nosotros es tan fuerte que siempre acaba por encontrar la manera de colarse en el interior de las casas. La lluvia es inteligente, mamá me lo dijo. Tú no lo sabes, pero siempre quiere más y más.

La ira de la niña se incrementaba con cada palabra. Encendió el gas y puso una sartén en el fuego. Continuó lo que estaba haciendo, interrumpiéndose únicamente para lanzar un nuevo comentario.

– La lluvia intenta ir más allá. Si no tienes cuidado, acaba por alcanzar su objetivo. Se te cuela en la cabeza para ahogarte y, cuando lo ha logrado, escapa por los ojos para ir a ahogar a otra persona. Yo no miento. He visto la lluvia en tus ojos, te ha costado retenerla. Ya es demasiado tarde. La has dejado entrar. ¡Has perdido!

Mientras proseguía con su monólogo exaltado, vertió el espeso líquido y vio cómo se doraba en el fuego.

– Esa lluvia es peligrosa porque te arranca trozos de cerebro y acabas por renunciar, y es así como mueres. Yo sé que eso es verdad. En mi país vi a gente que moría porque se había rendido. Luego Enrique los transportaba en su carreta. Mamá, para protegernos de la lluvia, para impedir que nos hiciese daño, tenía un secreto…

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, con un gesto rápido hizo que la crep diese una vuelta en el aire. Dorada, la tortita giró sobre sí misma mientras se elevaba lentamente hasta quedar adherida al techo, justo encima de Lisa, que la señalaba con el dedo. Con el brazo tan tenso como la cuerda de un arco a punto de romperse, gritó a Mary:

– Es el secreto de mamá: hacía soles en el techo. Mira -dijo al tiempo que señalaba con todas sus fuerzas la crep adherida al techo-. ¡Pero mira! ¿Puedes ver ese sol?

Sin esperar la respuesta envió otra crep junto a la primera. Mary no sabía cómo reaccionar. Cada vez que volaba una tortita, la niña dirigía orgullosamente su índice al aire y gritaba:

– Ahora ves los soles. ¡Así que ya no tienes por qué llorar!

Atraído por el olor, Thomas asomó la punta de la nariz por la puerta. Se detuvo y contempló la escena. Vio a Lisa en primer lugar, que en su nerviosismo le hacía pensar en un personaje de cómic. Después observó a su madre. Decepcionado, no descubrió ninguna crep.

– ¿No me habéis dejado ninguna?

Lisa mojó con malicia su dedo en la pasta azucarada y se lo metió en la boca, haciéndolo girar. A continuación lanzó una mirada furtiva al techo.

– ¡Tendrás una en dos segundos! ¡No te muevas!

La tortita cayó sobre el hombro del niño, que se asustó. Miró el techo y soltó una carcajada, como si el mundo entero hubiese venido a hacerle cosquillas. Lisa sintió que la rabia que se había adueñado de ella remitía, dejó la sartén y sonrió. Le habría gustado dominar la risa que la iba embargado, pero no lo consiguió y las carcajadas de ambos niños resonaron en la habitación. Mary no tardó en sumarse a aquella risa loca. Philip entró en la cocina, y se encontró con un espectáculo de lo más inesperado. Sintió el aroma dulce que inundaba la habitación y también buscó a su alrededor.

– ¿Habéis hecho creps y no habéis dejado ninguna para mí?

– Sí, sí -dijo Mary con los ojos húmedos-. ¡No te muevas!

Pegada al frigorífico, Lisa reía a carcajadas. Thomas, jadeando, se había tirado al suelo.

La risa de Philip despertó la atención de Mary, cuyos ojos se dirigieron de su hijo a él, de él a Lisa, para luego recorrer el camino inverso. Contemplaba a los tres, espectadora de una complicidad tan súbita como endiablada y en la que ya no participaba en absoluto. Adquirió plena conciencia de la alegre melodía que se había adueñado de su casa y advirtió la ternura de la sonrisa que se había dibujado en los labios de Philip, el cual miraba a Lisa. La expresión de la niña era muy semejante a la de la mujer de la foto que estaba colocada sobre la repisa del despacho de su marido; salvo por el color oscuro de la piel, Lisa era el vivo retrato de su madre. En la mirada que se cruzó con Philip, Mary comprendió en un instante…

A su casa había llegado una niña que «para echar a la lluvia del fondo de los ojos» inventaba soles bajo el techo. Y eso no le gustaba. Pero ella llevaba en sí todas las razones y las sinrazones del alma de otra mujer que desde siempre acosaba las emociones prohibidas del hombre al que ella amaba.

Philip también la miró, y su sonrisa se transformó en ternura. Salió de la cocina, se dirigió al garaje y cogió una escalera plegable, que trajo bajo el brazo. La abrió y se subió a ella. Desde el último peldaño despegó una crep.

– ¿Me podrías pasar un plato? Todos no podemos comer aquí arriba. Sólo hay una escalera. No sé vosotros, pero yo comienzo a tener hambre.

La cena concluyó con intercambios cómplices entre un niño y su padre, e indiscretos entre Mary y Lisa.


Al terminar el episodio de Murphy Brown subieron a acostarse. En el pasillo que les conducía a sus respectivos cuartos de baño, Mary pidió a Lisa que se cepillara los dientes. Cuando estuviese en la cama, iría a arroparla. Siguió un momento de silencio y vio que Lisa no se había movido. A sus espaldas, escuchó cómo la niña preguntaba:

– ¿Qué significa arropar?

Mary se dio la vuelta e intentó disimular su turbación, pero su voz tembló:

– ¿Cómo que qué significa arropar?

Lisa se había puesto con los brazos enjarras.

– Sí. ¿Qué significa arropar?

– ¡Lisa, ya lo sabes! Te vendré a ver y te daré un beso antes de que te duermas.

– ¿Y por qué me ibas a dar un beso? Hoy no he hecho nada bueno.

Mary observó a la niña en su postura inmóvil. Su aplomo la hacía tan fuerte y frágil como aquellos animales pequeños que hinchan el cuerpo para intentar intimidar al predador. Se le acercó y la acompañó hasta el lavabo. Mientras la pequeña se cepillaba los dientes, Mary se sentó al borde de la bañera y examinó la cara de la niña en el espejo.

– No te cepilles demasiado fuerte. He notado que tus encías sangran durante la noche. Te llevaré al dentista.

– ¿Y para qué voy a ir al médico si no estoy enferma?

Lisa se secó cuidadosamente el borde de la boca y colocó la toalla sobre el radiador.

Mary le tendió la mano, pero la niña hizo caso omiso y salió del cuarto de baño. Mary la siguió al dormitorio y esperó a que se metiese bajo las sábanas para sentarse a su lado. Entonces le pasó la mano por el pelo, se inclinó sobre su frente y le dio un beso.

– Duerme. Pasado mañana comienzas el cole y tienes que estar en forma.

Lisa no respondió nada. Sin embargo, un buen rato después de que la puerta se cerrara aún permanecía con los ojos abiertos, escrutando la penumbra.


El primer curso escolar de Lisa comenzó desde el silencio de una adulta prisionera aún por mucho tiempo en el cuerpo de una niña. Nadie oía su voz, apenas sus profesores cuando le hacían alguna pregunta, lo cual no sucedía a menudo puesto que pocos se interesaban por ella, convencidos como estaban de que repetiría curso. En la casa tampoco hablaba mucho, respondía con movimientos de cabeza o algunos borborigmos que salían del fondo de su garganta. Le hubiese gustado ser más pequeña que las hormigas a las que alimentaba en el alféizar de la ventana. Pasaba noches enteras atrincherada en su habitación, donde en realidad no hacía más que una sola y única cosa: coleccionar imágenes de su vida «de antes», hasta formar una larga sarta de recuerdos, un filamento de esperanzas sobre el que se paseaba. De este universo, que era el suyo, escuchaba el crujir de las piedras bajo las ruedas del Jeep anunciando que Susan había vuelto. Surgía entonces de lo más profundo de su memoria aquel olor denso a tierra húmeda mezclada con agujas de pino. Luego, a veces, como por arte de magia, oía la voz de su madre a lo lejos, entre el rumor de los árboles.

Con frecuencia, durante la noche era la voz de Mary la que la devolvía a la realidad, a un mundo extranjero donde la única escapatoria que tenía era el reloj de pared, que a fuerza de desgranar minutos acabaría por hacer que los años pasaran.


Llegó la Navidad y los tejados adornados con guirnaldas se recortaban contra la noche. En el coche, de retorno de Nueva York, adonde había acompañado a Mary para hacer las últimas compras, Lisa no se resistió a exponer su punto de vista.

– Deberíamos enviar la mitad de esas bombillas que no sirven para nada a mi país, así habría luz en todas las habitaciones.

– Tu país -replicó Mary- es éste donde vivimos, en una pequeña calle de Montclair en la que todas las familias ya tienen luz. No hay nada malo en vivir bien. Deja de pensar todo el tiempo en todo lo que no hay allí y deja también de decir que tu país es aquél. Tú no eres hondureña. Que yo sepa eres estadounidense. Tu país es éste.

– ¡Cuando sea mayor, podré elegir mi nacionalidad!

– Hay gente que arriesga la vida para venir a vivir aquí. Deberías ser feliz.

– ¡Es porque ellos no tienen la posibilidad de elegir!


En el curso de los siguientes meses, Philip logró recomponer una familia. Su trabajo le dejaba cada vez menos tiempo libre y hacía malabarismos con los minutos que tenía disponibles para intentar crear momentos relajantes y divertidos. El viaje de Pascua a Disneyworld fue parte de sus tentativas en este sentido y, a pesar de las discusiones casi diarias entre Lisa y Mary, las vacaciones dejaron la huella de un primer buen recuerdo. Sin embargo, a medida que transcurrían las semanas le pareció que dos parejas vivían bajo el mismo techo. Lisa y él por un lado, y su esposa y su hijo por el otro.


A principios de aquel verano de 1989, Philip llevó a Lisa al otro extremo del estado de Nueva York. Al término de un largo y silencioso viaje, el vigilante de la entrada del campamento de pesca los acompañó hasta el pequeño bungalo. El hombre había dirigido algunos guiños cómplices a Lisa, que hizo como si no se enterara de nada. La otra orilla del lago era ya territorio canadiense. Llegada la noche, las luces de Toronto difundían un resplandor color naranja que se reflejaba en las nubes. Después de la cena se instalaron en el porche que daba a las aguas tranquilas. Lisa rompió el silencio:

– ¿Para qué sirve la niñez?

– ¿Por qué me haces esa pregunta?

– ¿Por qué los adultos responden siempre con otra pregunta cuando no saben qué contestar? ¡Me voy a la cama!

Ella se levantó; él la cogió por la mano y la obligó a sentarse de nuevo.

– ¡Porque eso permite ganar un poco de tiempo! ¡No creas que ésa es una pregunta fácil!

– ¡Y eso tampoco es una respuesta!

– Hay tantos tipos de infancia que resulta difícil dar una respuesta adecuada. Dame un poco de tiempo y aprovecha mientras tanto para darme tu definición.

– Soy yo quien ha hecho la pregunta -replicó ella.

– Yo pasé toda mi infancia con tu madre.

– Eso no es lo que te pregunto.

– Tú quieres que te hable de su infancia. Bien, ella no se sentía a gusto. Como les sucede a todos los niños a los que la vida hace crecer demasiado rápido. Al igual que tú, ella era rehén de su apariencia y de ese maldito reloj de arena cuyos granos no acababan de caer con suficiente rapidez. Pasaba el día de hoy esperando el de mañana, soñando con ser mayor.

– ¿Era desgraciada?

– Más bien impaciente. La impaciencia mata a la niñez.

– ¿Entonces?

– Entonces la niñez, puesto que ésa es tu pregunta, se convierte en un camino insoportablemente largo. Es lo que te ocurre a ti en este momento. ¿No es cierto?

– Entonces, ¿por qué no puede uno convertirse en adulto de golpe?

– Porque la niñez tiene sus virtudes. Sirve para que construyamos las bases de nuestros sueños y nuestras vidas. Es a los recuerdos de la infancia a los que acudirás el día de mañana para sacar tus fuerzas, aplacar tus cóleras, alimentar tus pasiones y, muy a menudo, hacer retroceder las fronteras de tus miedos y tus límites.

– No me gusta mi infancia.

– Lo sé, Lisa. Te prometo que haré todo lo posible para alegrarla, pero también habrá algunas reglas muy concretas.

A primera hora de la mañana estaban sentados en el extremo del pontón. Resuelto a mostrarse paciente, él le suplicó, cuando por cuarta vez ella se hizo un lío con el carrete de su caña de pescar, que al menos aparentase que se estaba divirtiendo. Le recordó que había sido ella quien había querido que fueran juntos a pescar. Ella hizo un chasquido seco con la lengua y estuvo a punto de decir una grosería. Dejó flotar el hilo en el agua y contempló las pequeñas olas que parecían converger en los pilones.

– ¡Háblame de allí! -dijo Philip.

– ¿Qué quieres que te diga?

– Explícame cómo vivías.

Ella dejó pasar un rato antes de responderle suavemente: «Con mamá». Después se sumió en el silencio. Philip se mordió el interior de la mejilla. Dejó la caña, fue a sentarse a su lado y la cogió por los hombros.

– Mi pregunta no tenía mala intención. Lo siento, Lisa.

– ¡Sí! ¡Lo que querías era que te hablase de ella! ¿Quieres saber si ella me hablada de ti? ¡Jamás! ¡Jamás me habló de ti!

– ¿Por qué eres tan mala?

– ¡Quiero volver a mi país! ¡No os quiero lo bastante!

– Danos un poco de tiempo, sólo un poco de tiempo…

– Mamá dice que el amor es instantáneo o no es.

– ¡Tu mamá estaba muy sola, con sus ideas instantáneas!

Al día siguiente ella pescó un pez tan grande que poco faltó para que cayese al agua. Nervioso, Philip la rodeó con sus brazos para asegurar la captura. Al término de una lucha encarnizada, un inmenso montón de algas fue arrastrado a la orilla. Philip lo contempló con gran pesar. Después percibió cómo los pómulos de Lisa se elevaban. El pontón no tardó en iluminarse con una de las virtudes de la infancia: una risa cantarína.

Ella tenía pesadillas. Entonces él la cogía entre su brazos y la mecía. Mientras calmaba sus noches, él pensaba en los recuerdos que poblarían su vida de adulta. Ciertas heridas de la infancia jamás cicatrizan: se olvidan el tiempo de dejarnos crecer, para después resurgir con más fuerza.

Al final de la semana regresaron a casa. Thomas estaba contento de volverlos a ver y no se apartó de ellos. Cuando Lisa se aislaba en su habitación, él se reunía con ella y se sentaba en el suelo, al pie de la ventana, adivinando que su discreción era la condición para que le dejase estar allí. De vez en cuando ella le dirigía una mirada emocionada y luego se hundía de inmediato en sus pensamientos. Cuando estaba de buen humor, dejaba que él se sentase en la cama y le contaba historias de aquella otra tierra donde las tormentas dan miedo y el viento levanta un polvo que se mezcla con las agujas de los pinos.

Pasó el verano. Lisa repitió curso y la vuelta a la escuela marcó el inicio de una adolescencia oscura. Apenas se mezclaba con sus compañeros, demasiado jóvenes para su gusto. Hundida casi siempre en los libros que ella misma elegía, jamás se sentía sola.


Un día de diciembre Thomas oyó cómo una niña trataba a su hermana de «sucia extranjera». Le dio una terrible patada en la tibia, a lo que siguió una persecución por los pasillos y una caída. En el suelo, el chico recibió un puñetazo en el labio superior y la sangre invadió su boca. Lisa acudió y, al verlo tirado por tierra, cogió violentamente por los cabellos a la que le había insultado, la empujó contra la pared y le asestó un golpe de una fuerza incontrolada. La adolescente giró sobre sí misma y cayó en redondo, con la nariz ensangrentada. Thomas se levantó, asustado, sin reconocer el rostro de Lisa. Ella profirió una serie de amenazas en español al tiempo que apretaba el cuello de la víctima. Thomas se arrojó sobre Lisa, suplicándole que soltase a la niña. Finalmente, con el rostro tembloroso de cólera, la liberó, y abandonó el lugar, no sin antes propinarle una última patada. La expulsaron por quince días de la escuela, que tuvo que pasar en su habitación. Su puerta permaneció cerrada y no dejó entrar a Thomas, a pesar de que le llevaba frutas. Por primera vez fue Mary la que trajo la paz a la casa. La periodista que había en ella logró sonsacar a su hijo toda la historia y concertó una cita para el día siguiente con el director, exigiendo la admisión inmediata de su hijastra y las disculpas de la niña que la había insultado. Lisa no dijo nada y volvió a clase. Nunca más la insultó nadie, y durante varios días Thomas paseó con orgullo su labio amoratado.


Ella cumplió once años a finales del mes de enero. Sólo dos compañeras de clase respondieron a la invitación a la fiesta de cumpleaños que había organizado Mary. Aquella noche la familia cenó los restos del bufé, del que casi todo había sobrado. Lisa no salió de su habitación.

Después de ordenar la cocina y descolgar las guirnaldas del salón, Mary subió al cuarto de Lisa con un plato. Sentada al pie de su cama, le explicó que si quería tener amigas debía mostrarse más comunicativa en la escuela.


Los primeros días de primavera trajeron consigo el sol, aunque por la mañana el aire todavía era glacial. Era el final de la tarde y desde hacía una hora Joanne y Mary compartían un té en el salón. En ese momento Lisa regresó de la escuela.

La pequeña dio un portazo al entrar, murmuró apenas un saludo y comenzó a subir por la escalera a su habitación. La voz firme de Mary la detuvo en el sexto escalón. Lisa se dio la vuelta, desvelando un pantalón cubierto de manchas que hacía juego con sus mejillas manchadas de barro; el estado de sus zapatos no desentonaba en absoluto con sus ropas.

– ¿Cómo es que vuelves a casa en ese estado? ¿Acaso te bañas en los charcos de lodo? ¿Es que tendré que poner una lavandería para que vayas limpia? -preguntó Mary, fuera de sí.

– Subía a cambiarme -respondió Lisa con un tono impaciente.

– Es la última vez que te lo digo -chilló Mary cuando Lisa desapareció por la escalera-. Y bajarás a hacerte un sandwich. Estoy cansada de que te pases el día sin apenas comer, ¿me has oído?

Del fondo del pasillo llegó un «sí» indolente, seguido de otro portazo. Mary volvió a sentarse junto a su amiga al tiempo que lanzaba un profundo suspiro. Joanne, de punta en blanco, resplandeciente en su traje de chaqueta beis, pasó con delicadeza la mano por su pelo para asegurarse de que ningún mechón estaba desordenado y esbozó una sonrisa amable.

– No debe de ser muy fácil soportar esta carga todos los días -dijo.

– Sí. Y cuando haya terminado con ella, será el turno de Thomas, que no habrá dejado de imitarla.

– Pero con ella debe de ser particularmente complicado.

– ¿Por qué?

– Sabes bien a qué me refiero. Todas lo sabemos. Y te admiramos mucho.

– ¿De qué me hablas?

– Una adolescente siempre es difícil para una madre, pero Lisa viene de otro país. No es del todo como las demás. Hacer caso omiso de sus diferencias y domesticarla como tú lo haces demuestra una gran generosidad por tu parte, que eres su madrastra.

El comentario resonó en el cerebro de Mary como si le hubiesen dado con un martillo en la cabeza.

– ¿Las relaciones entre Lisa y yo son objeto de comentarios?

– Hablamos, claro está. Tu historia no es común. ¡Por suerte para nosotros! Perdona este último comentario, no es generoso de mi parte. No, lo que quiero decir es que te compadecemos. Eso es todo.

La irritación de Mary ante las primeras palabras de Joanne ahora había evolucionado a una cólera sorda. Estaba que se subía por las paredes. Aproximó su rostro al de Joanne casi con aspecto amenazador, y, parodiando el tono que adoptara su invitada, dijo:

– ¿Y dónde os compadecéis, querida? ¿En el peluquero? ¿En la sala de espera del ginecólogo, del dietista o en el sofá del psicoanalista? A menos que sea en la camilla de masaje mientras os manosean. Dime, quiero saberlo, ¿cuáles son los momentos estelares en que habláis de mí? Sabía que vuestras vidas eran un auténtico aburrimiento y que los años no harían más que empeorarlas. ¡Pero no hasta ese punto y tan deprisa!

Joanne retrocedió, hundiéndose un poco más en el sofá.

– No te pongas así, Mary. Es ridículo. No había nada de malo en lo que te he dicho. Lo tomas todo por la tremenda. Al contrario, estaba expresando el cariño que todas te tenemos.

Mary se levantó y tomó a Joanne por el brazo, obligándola a incorporarse.

– ¿Quieres saber algo más, Joanne? Tu cariño te lo puedes meter donde te quepa. ¡Y no voy a ocultarte que todas me dais asco y tú, la presidenta del club de las malqueridas, más que ninguna! Escúchame, voy a darte una pequeña lección de vocabulario. Si concentras bien la atención de tu diminuto cerebro en lo que te voy a decir, se lo podrás repetir a tus amigas sin equivocarte. ¡Se domestica a los animales, a una niña se la educa! Si bien es verdad que cuando veo a tus hijos en la calle soy consciente de que aún no has entendido la diferencia. Pero inténtalo de todas maneras. Te aburrirás menos. Ahora vete de esta casa, porque si tardas un poco te sacaré de una patada en el culo.

– Pero ¿es que te has vuelto completamente loca?

– Sí -gritó ella-. Por eso es por lo que estoy casada desde hace tiempo. Educo a mis dos hijos, y soy feliz haciéndolo. ¡Fuera! ¡Sal de aquí!

Mary cerró violentamente la puerta detrás de Joanne, que se alejó a toda prisa por el sendero. Para recobrar el aliento e intentar disipar la migraña que le había cogido, apoyó la frente contra la pared. Aún no se había recuperado del sofoco, cuando el crujido de los escalones a sus espaldas la asustó.

Lisa, vestida con un chándal impecable, entraba en la cocina. Salió al poco rato llevando un plato en la mano. Se había hecho un sandwich de jamón y pollo, con mahonesa y cuatro rebanadas de pan; era tan grande que para que se aguantase había tenido que clavarle un palillo del restaurante chino al que llamaban cuando Mary no tenía ganas de cocinar. En mitad de la escalera, allí donde poco antes la habían interpelado, Lisa se dio la vuelta y con una gran sonrisa dijo:

– ¡Ahora tengo hambre!

Después se dirigió a su habitación.


En el mes de julio los cuatro se fueron de vacaciones a las Montañas Rocosas. La montaña, donde Lisa volvió a encontrar algo parecido a la libertad que le faltaba, hizo que se uniese más a Thomas. Ya fuera escalando, trepando a los árboles, observando animales o recogiendo los insectos más variados sin dejar que la picasen, ella iba siempre al límite de sus fuerzas y provocaba una gran admiración en quien cada día la consideraba un poco más su hermana mayor. Mary, sin atreverse a confesarlo, sufría por la complicidad que se estaba creando entre ambos hermanos, la cual iba en detrimento del tiempo que ella pasaba con su hijo. Por las mañanas, temprano, Lisa arrastraba a Thomas a una jornada de aventuras; ella representaba el papel de responsable de un campamento del Peace Corps y el niño el de las diferentes víctimas del huracán.

A partir de aquella noche de tormenta, durante la cual se pasó una buena parte protegiendo el secreto de los temblores que lo sacudían, Thomas había sido ascendido a ayudante del campamento. Al día siguiente, al amanecer, ella cogió un poco de tierra, que aún estaba cubierta de rocío, y la mezcló con agujas de pinos; aspiró profundamente el aroma que la mezcla desprendía. Durante el desayuno se la llevó a Philip, afirmando con orgullo, y para gran desesperación de Mary, que aquello olía un poco a su país, aunque mejor.

El mes pasó muy deprisa y de regreso al hogar, los niños experimentaron la sensación de estar confinados. El retorno los instaló en la monotonía de los días que se van acortando, cuandos los colores del otoño ya no compensan el tono gris del cielo, que sólo se ilumina con la promesa de un verano que volverá.

Por Navidad recibió un estuche de pintura que contenía varias cajas de lápices de colores, carboncillos, pinceles y tubos de gouache. De inmediato, sobre un mantel de papel que estaba enganchado con chinchetas a la pared, emprendió la composición de un inmenso fresco.

La pintura, que demostraba las cualidades artísticas de Lisa, representaba su pueblo. Había pintado la plaza principal dominada por la pequeña iglesia, la calle que conducía a la escuela, el gran almacén con las puertas abiertas, el todoterreno estacionado delante de la fachada. En el primer plano aparecían Manuel, la señora Casales, así como su asno, todos delante de su antigua casa al borde del precipicio. «Es nuestro pueblo en la montaña. Mamá está dentro de casa», había dicho.

Mary se esforzó en contemplar la «obra» y, bajo la mirada irritada de Philip, le devolvió la pelota a Lisa: «Está muy bien. Con un poco de suerte, dentro de veinte años yo también estaré en el cuadro. Entonces será más difícil, pues tendré arrugas. En cambio, tú habrás adquirido más experiencia con los pinceles. Estoy segura de que cuando tengas ganas, lo harás… Tenemos tiempo».


El 16 de enero de 1991, a las siete y catorce minutos de la tarde, el corazón de Estados Unidos se puso a latir al ritmo de las bombas que caían sobre Bagdad. Al término de un ultimátum que había expirado la víspera a medianoche, Estados Unidos, junto con las principales fuerzas occidentales, entraba en guerra con Iraq a fin de liberar Kuwait. Dos días más tarde la Eastern Airlines cerraba sus puertas, ya no transportaría pasajeros a Miami ni a ningún otro aeropuerto. Cien horas después del comienzo de las hostilidades terrestres, los ejércitos aliados detenían los combates. Ciento cuarenta y un soldados estadounidenses, dieciocho británicos, diez egipcios, ocho procedentes de los emiratos y dos franceses habían caído a consecuencia del fuego enemigo. La guerra tecnológica había acabado con la vida de cien mil militares y civiles iraquíes. A finales de abril Lisa recortó un artículo del New York Times, que se aprendió casi de memoria y pegó en un gran álbum. En él se leía que un ciclón había asolado las costas de Bangladesh, matando a veinticinco mil personas. A finales de la primavera Lisa volvió a casa en un coche de la policía municipal, después de ser interpelada cuando estaba a punto de pintar una bandera sobre el tronco de un árbol, detrás de la estación. Philip evitó que se remitiera un informe al juez al demostrar a los policías, con la ayuda de una enciclopedia, que se trataba de la bandera de Honduras y no de la iraquí.

Lisa fue castigada a permanecer el fin de semana encerrada en su habitación y Mary le confiscó el estuche de dibujo durante un mes.

El año 1991 se enorgullecía de las esperanzas democráticas que veía nacer: el 17 de junio, en África del Sur las leyes del apartheid eran abolidas; el 15, la elección de Boris Yeltsin a la presidencia de la Federación Rusa anunciaba el fin de la URSS. En el mes de noviembre, los primeros combates, iniciados por los setecientos carros blindados yugoslavos que rodeaban Vukovar, Osijek y Vinkovci, anunciaron el inicio de otra guerra que pronto asolaría el corazón de la vieja Europa.


El año 1992 nació en medio de un invierno glacial. Dentro de unas cuantas semanas Lisa cumpliría trece años. Desde lo alto de las colinas de Montclair se veía la ciudad de Nueva York cubierta con un manto gris y blanco. Philip había apagado la luz de su despacho y se dirigía a su dormitorio, junto a su mujer, que dormía. Se acostó cerca de ella y pasó tímidamente la mano por su espalda antes de darse la vuelta.

– Echo de menos tu mirada -dijo ella en la oscuridad-. Me doy cuenta de cómo tus ojos se iluminan cuando miras a Lisa. ¡Si yo recibiera de ti aunque sólo fuese la cuarta parte de esa mirada! Desde el fallecimiento de Susan tus ojos ya no me miran. En tu interior hay algo que ha muerto y que soy incapaz de resucitar.

– No. Te equivocas. Hago lo que puedo, no siempre es fácil y no soy perfecto.

– No puedo ayudarte, Philip, porque la puerta está cerrada. ¿El pasado cuenta para ti mucho más que el presente y el futuro? Es tan fácil renunciar por nostalgia… ¡Qué formidable dolor pasivo, qué admirable muerte lenta! Pero al fin y al cabo también es una muerte. Al comienzo de nuestra relación me contabas tus sueños, tus anhelos. Creí que me reclamabas, acudí a tu lado y, sin embargo, permaneciste prisionero de tu mundo imaginario. Y yo tuve la impresión de ser expulsada de mi propia vida. Yo no te he quitado a nadie, Philip. Estabas solo cuando te encontré. ¿Te acuerdas?

– ¿Por qué dices eso?

– Porque me abandonas y yo no soy la culpable.

– ¿Por qué te niegas a acercarte a Lisa?

– Ella tampoco desea que me acerque. El acercamiento tiene que ser cosa de dos. Para ti es fácil, porque el lugar del padre estaba libre.

– Pero en su corazón hay todo el espacio del mundo.

– ¿Eres tú quien lo dice? Tú, que a pesar del amor que te profeso, no eres capaz de hacerme un lugar en el tuyo.

– ¿Te doy pena hasta ese punto?

– Mucho más, Philip. No hay peor soledad que la que se siente en compañía de otro. Te amo, pero he pensado en dejarte. ¡Qué increíble incoherencia, qué ultraje a la vida! Pero todavía estoy aquí porque te amo. Y tú no me ves. Sólo te ves a ti mismo, tu dolor, tus dudas, tus incertidumbres. Sin embargo, a pesar de todo te sigo amando.

– ¿Has pensado en dejarme?

– Lo pienso cada mañana al levantarme, en las primeras horas de nuestro día, al verte tomar el café en silencio, al observar cómo te vistes en soledad; cuando te lavas el perfume de mi piel y permaneces bajo el agua demasiado rato; cuando sé que en la ducha estás muy lejos de aquí. Cuando te precipitas hacia el teléfono en cuanto suena, como si se acabara de abrir una ventana que te permitirá escapar un poco más aún. Y yo me quedo ahí, con un océano de felicidad ante mis manos, en el que soñaba que nos bañaríamos juntos.

– Simplemente estoy un poco aturdido -se disculpó él.

– No has aprendido nada, Philip. Observo cómo te vas haciendo mayor cuando te pasas los dedos por las arrugas que aparecen en tu cara. Desde el primer día te amé ya viejo. Es así como supe que deseaba compartir mi vida contigo. La idea de una edad sin límites a tu lado me hacía feliz porque por primera vez en mi vida no tenía miedo a la eternidad, como tampoco a las afrentas del tiempo. Porque cuando me penetrabas sentía tus fuerzas y tus debilidades y me gustaba esa dulce combinación. Pero sola no puedo inventar nuestra vida, nadie puede. No es posible inventar la vida, sólo hay que tener valor para vivirla. Me voy por unos días. Si continúo a tu lado, acabaré por hundirme.

Philip cogió las manos de Mary entre las suyas y las apretó.

– Mi infancia murió con ella y no logro superar el duelo.

– Susan es un pretexto, tu adolescencia también. Puedes prolongar eternamente esa parte de tu vida. Todo el mundo puede hacerlo. Se sueña con un ideal que uno persigue y acecha, y luego, cuando aparece, se descubre el miedo a vivirlo. El miedo a no estar a la altura de los propios sueños; el miedo de unirlos a una realidad de la que uno es responsable. Es tan fácil renunciar a ser adulto, tan fácil olvidar las propias faltas y atribuir el error a una fatalidad que oculta nuestra pereza… Si supieses lo cansada que estoy de repente. Tuve el valor, Philip, de amarte tal como eras, de amar tu vida, que era tan complicada como decías al principio. ¿Complicada a causa de qué? ¿De tus tormentos, de tus imperfecciones? ¿Creías acaso que detentabas el monopolio?

– ¿Estás cansada de mí?

– He pasado todo este tiempo escuchándote, mientras que tú sólo te oías a ti mismo. Pero la idea de hacerte feliz me llenaba de alegría, y me reía de los problemas de la vida cotidiana. No tengo miedo de que tu cepillo de dientes esté en mi vaso, ni de los ruidos que haces por la noches, ni de tu cara ceñuda por la mañana. Mi sueño era vivir sin prestar atención a todo eso. Yo también he tenido que aprender a luchar contra mis momentos de soledad, contra mis instantes de vértigo. ¿Acaso los veías? Te di todas las razones del mundo para intentar que admitieses que tu Tierra a veces giraba al revés. Pero lo quieras o no gira en un solo sentido. Y, lo quieras o no, ella te lleva encima y tú has de girar con ella.

– Pero ¿qué ha pasado para que me digas todo esto?

– Nada, precisamente. Me ha bastado ver tu cuerpo que se alejaba un poco más de mí cada noche; abrir mis ojos y ver tu espalda antes que descubrir tu rostro dormido; sentir cómo tus manos se deslizaban sin ganas sobre mi cuerpo. Dios mío, cómo he odiado tus «gracias» cuando te besaba en el cuello. ¿Por qué no has trabajado un rato más esta noche? Me hubiese gustado resistir un poco más y no decirte nada.

– ¿Intentas decirme que ya no me quieres?

Mary se levantó de la cama y lo miró antes de salir de la habitación.

Él vio cómo las curvas de su cuerpo se desvanecían en la penumbra del pasillo, esperó unos minutos y fue a su lado. Ella estaba sentada en lo alto de la escalera y miraba con fijeza la puerta de entrada. Él se arrodilló detrás y la rodeó torpemente con sus brazos.

– Estaba diciéndote lo contrario -dijo Mary.

Ella bajó la escalera, entró en el salón y cerró la puerta.


Difícil mañana la que sigue a una noche en la que se han pronunciado palabras que se adivinaban sin necesidad de oírlas. Embutida en su abrigo de cuero, Mary lucha en el umbral de la puerta contra el terrible frío de la mañana. Las voces de los niños en la escalera se aproximan. Ella grita que los espera en el coche, que deben darse prisa, pues si no llegarán tarde. Philip se acerca, pone la mano sobre su nuca y la acaricia.

– Quizá no he actuado como tú esperabas, pero te amo de verdad, Mary.

– Ahora no. No cerca de los niños, por favor. Es muy pronto. Voy a hacer unas tortitas…

La besó en los labios. Desde lo alto de la escalera, Thomas se puso a cantar a voz en grito: «¡Están enamorados, están enamorados, están enamorados!». Lisa le dio un golpe con el hombro y, en un tono que quiso ser tan autoritario como arrogante, añadió: «¡Thomas, dime que en enero cumplirás siete años, que no te quedarás así para siempre!». Sin esperar la respuesta, bajó la escalera. Al salir, cogió las llaves de la mano de Mary y gritó: «Soy yo la que os espera en el coche», para luego añadir en voz baja: «¡Están enamorados!».

Mary descendió por el sendero, colocó su pequeña maleta en el maletero del 4 x 4 y se instaló detrás del volante:

– ¿Te vas de viaje? -preguntó Thomas.

– Voy a pasar unos días con mi hermana en Los Angeles. Papá se ocupará de vosotros.


Mary dejó el coche en el aparcamiento y tomó el pasillo que conducía a la terminal. Acababan de finalizar unas obras y la pintura aún relucía. Su avión tardaría tres horas en despegar. El embarque aún no había comenzado. Entró en la cafetería y se sentó en un taburete cerca del mostrador. Desde allí podía contemplar las pistas. Un camarero con acento español le sirvió un café con leche. En el silencio de la sala vacía dejaba pasar por delante de sus ojos las imágenes del pasado: el momento fortuito del primer encuentro en la oscuridad de un cine, lo inesperado de las primeras palabras pronunciadas en la calle, la delicadeza de la turbación que se anuncia, la confusión de los sentimientos cuando cada uno reanuda el curso de la vida con los números respectivos. La espera que ha irritado la esperanza, los detalles que recuerdan a quien aún no se conoce, la emoción de la primera llamada que hace que el día siguiente sea tan diferente. Después, el silencio que se instala de nuevo y el tiempo que ya no deja aflorar pensamientos que no se quieren adivinar. En medio de la multitud, una mirada única a Times Square en una No- chevieja, la puerta de un edifico que se abre al amanecer glacial de una calle desierta del Soho, y de nuevo la espera. La intimidad naciente de las veladas que concluyen detrás de un ventanal de Fanelli's. Una vieja escalera de madera en la que cada escalón parecía más empinado que el anterior cuando él desaparecía al dar la vuelta a la esquina. Las horas transcurridas pendiente del teléfono. En medio del cortejo, los recuerdos de todas las primeras veces: un ramo de rosas rojas abandonado sobre el rellano, el pudor de los abrazos que parece dar tanto valor a los gestos torpes. Una noche frágil dominada por el temor a incomodar al otro, el cuerpo que no encuentra la postura del sueño, o ese brazo que ya no se sabe dónde colocar.

Y cuando se ha adivinado que ese cariño ocupará en la vida un lugar que no se sospechaba, los primeros miedos: a que el otro se vaya por la mañana, a confesarse simplemente que empezar a amar es depender, incluso para los más rebeldes. Los instantes que se convierten en los momentos originales de una pareja: almuerzos cómplices que se suceden, primeros fines de semana, domingos por la tarde en los que el otro se queda, aceptando así romper las costumbres de los ritmos solitarios, provocaciones indecentes en las que se evocan proyectos mientras se acecha al otro en busca de una sonrisa o un silencio. Una vida que se crea para dos, como una liberación tanto tiempo esperada. Ella lo vuelve a ver al fondo de la iglesia, vestido con su traje de boda, que simboliza la unicidad del momento. ¿Por qué no se casaron con una ropa más informal? ¿Acaso no habían prometido unirse de esa manera? Lo habían hecho cuando él la llevó a Montclair a visitar la casa en la que ahora estaban instalados. Allí, en la intimidad de un cuarto de baño, mientras cambiaban el papel de las paredes, cambió su vida. Luz y olores de una tarde de pintura en una habitación próxima. Y un bebé que ya empujaba en su vientre. A veces su mirada escapaba hacia unos recuerdos que a él le eran inaccesibles; el amor que ella quería darle para recuperarlo. Se asustó cuando el camarero la despertó de su ensoñación.

– ¿Quiere otro café, señora? Discúlpeme, no pretendía asustarla.

– No, gracias -respondió ella-. Voy a embarcar.

Pagó la cuenta y salió de la cafetería. Delante de las ventanillas de la TWA vio una hilera de cabinas telefónicas. Introdujo una moneda de veinticinco céntimos en la ranura de una de ellas y marcó el número de teléfono. Philip descolgó al primer tono.

– ¿Dónde estás?

– En el aeropuerto.

– ¿A qué hora sale tu avión?

La pregunta había sido hecha con una voz triste y suave. Esperó unos segundos antes de contestar.

– ¿Estás libre esta noche? Llama a una canguro y reserva una mesa en Fanelli's. Voy a cambiar una semana de sol por un día de compras. Ponte unos vaqueros y un jersey de cuello redondo, azul. Es así como te encuentro más sexy. Te esperaré a los ocho de la tarde en la esquina de Mercer con Prince.

Colgó el auricular y, sonriente, tomó el pasillo que conducía al aparcamiento.

Se había dedicado el día a sí misma: peluquería, manicura, pedicura, cuidados de la cara, sin olvidar un detalle. Sacó de su bolso el billete de avión que se haría reembolsar, verificó el precio y, para no tener mala conciencia, estableció consigo misma el compromiso de no sobrepasar la cifra que figuraba en la esquina izquierda: se regaló un abrigo, una falda, una blusa y compró un jersey para Thomas.

En Fanelli's insistió en cenar en la primera sala. Philip estuvo atento durante toda la cena.

Haciendo frente al viento glacial, caminaron por las calles adoquinadas de su antiguo barrio y sin darse cuenta se encontraron al pie del edificio donde habían vivido. Bajo el porche él la abrazó y la besó.

– Tenemos que volver -dijo ella-. Ya es muy tarde para la canguro.

– Se quedará toda la noche. Acompañará a los niños a la escuela mañana por la mañana. Te llevaré al hotel donde he reservado una habitación.

En la complicidad de las sábanas arrugadas y antes de que cayesen dormidos, ella se apretó contra Philip y lo rodeó con sus brazos.

– Me alegro de no haber ido a Los Ángeles.

– También yo me alegro -respondió él-. Mary, escuché lo que me dijiste ayer y quisiera pedirte algo. Me gustaría que hicieses un esfuerzo con Lisa.


Pasaron cinco estaciones y Mary seguía intentando esforzarse. Por las mañanas Philip acompañaba a los niños a la escuela y ella iba a buscarlos por la tarde. Thomas no se apartaba de su hermana, a la que adoraba. Philip dedicaba las tardes de los miércoles a recopilar información sobre todo lo referente a Honduras que era posible encontrar en la biblioteca de Montclair. Fotocopiaba artículos de prensa que luego ella pegaba en un gran cuaderno; en sus páginas había también dibujos, unas veces hechos al carboncillo y otras realizados con un lápiz negro. Lisa le acompañaba a sus partidos de béisbol. Se sentaba en las gradas y cuando a Thomas le tocaba batear, todo el mundo se sorprendía al oír los gritos de aliento que lanzaba la muchacha. En el mes de agosto se fueron de vacaciones. Philip y Mary alquilaron un pequeño bungaló a orillas del agua, en los Hamptons. Durante un largo fin de semana de invierno enviaron a los niños a un curso de esquí y ellos se refugiaron como dos amantes a orillas de un lago helado en los Adirondacks. Los binomios se deshacían poco a poco, para reconstituirse al cabo de un tiempo: el de los padres de una parte y el de los niños de la otra. Lisa también cambiaba; estaba dejando atrás su cuerpo de niña y semana tras semana iba adquiriendo la apariencia de una mujercita.


Celebró sus catorce años a finales del mes de enero de 1993 y ocho cómplices de clase se sumaron a su fiesta de cumpleaños. Su piel era cada vez más oscura, y sus pupilas cada vez brillaban con mayor independencia y carácter. A veces Mary se sentía molesta por la emergencia de la belleza de Lisa, en particular cuando las dos iban por la calle. Las miradas de deseo de los adolescentes, y también de los menos adolescentes, le recordaban el paso del tiempo. Entonces experimentaba una forma de celos que se negaba a admitir. La insolencia y las contestaciones eran a menudo pretextos para entablar discusiones; Lisa se encerraba entonces en su habitación, donde sólo su hermano tenía derecho a entrar, y se hundía en su cuaderno secreto, que ocultaba bajo el colchón. La jovencita prestaba poca atención a sus estudios, trabajando lo mínimo para sacar el curso. Para desconcierto de Philip, no compraba discos ni cómics ni maquillaje, ni jamás iba al cine. Ahorraba toda su semanada y la confiaba a un conejo de peluche de color azul, que hacía las veces de hucha gracias a la discreta cremallera que tenía en la parte de atrás. Lisa parecía no aburrirse nunca, ni siquiera cuando pasaba horas enteras contemplando el vacío. Vivía en su mundo propio y sólo por momentos se unía a quienes estaban a su alrededor. A medida que pasaban los días, más distante era su planeta.

La llegada del verano anunciaba el final del curso escolar. Un hermoso mes de junio se acababa y el día siguiente sería festivo: el picnic de la escuela. Desde hacía tres días Philip, Mary y Thomas se preparaban para la ocasión.