"Los jefes, Y Otros Cuentos" - читать интересную книгу автора (Llosa Mario Vargas)

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– Déjame hablar, Lu -le pedí, procurando ser suave. Pero ya nadie podía contenerlo. Estaba parado en la baranda, bajo las ramas del seco algarrobo: mantenía admirablemente el equilibrio y su piel y su rostro recordaban un lagarto.

¡No! -dijo agresivamente-. Voy a hablar yo.

Hice una seña a Javier. Nos acercamos a Lu y apresamos sus piernas. Pero logró tomarse a tiempo del árbol y zafar su pierna derecha de mis brazos; rechazado por un fuerte puntapié en el hombro tres pasos atrás, vi a Javier enlazar velozmente a Lu de las rodillas, y alzar su rostro y desafiarlo con sus ojos que hería el sol salvajemente.

– ¡No le pegues! -grité. Se contuvo, temblando, mientras Lu comenzaba a chillar:

– ¿Saben ustedes lo que nos dijo el director? Nos insultó, nos trató como a bestias. No le da su gana de poner los horarios porque quiere fregarnos. Jalar a todo el colegio y no le importa. Es un…

Ocupábamos el mismo lugar que antes y las torcidas filas de muchachos comenzaban a cimbrearse. Casí toda la Media continuaba presente. Con el calor y cada palabra de Lu crecía la indignación de los alumnos. Se enardecían.

– Sabemos que nos odia. No nos entendemos con él. Desde que llegó, el colegio no es un colegio. Insulta, pega. Encima quiere jalarnos en los exámenes.

Una voz aguda y anónima lo interrumpió:

– ¿A quién le ha pegado?

Lu dudó un instante. Estalló de nuevo:

– ¿A quién? -desafió ¡Arévalo, que te vean todos la espalda!


Entre murmullos, surgió Arévalo del centro de la masa. Estaba pálido. Era un coyote. Llegó hasta Lu y descubrió su pecho y espalda. Sobre sus costillas, aparecía una gruesa franja roja.

– ¡Esto es Ferrufino! -La mano de Lu mostraba la marca mientras sus ojos escrutaban los rostros atónitos de los más inmediatos. Tumultuosamente, el mar humano se estrechó en torno a nosotros; todos pugnaban por acercarse a Arévalo y nadie oía a Lu, ni a Javier y Raygada que pedían calma, ni a mí, que gritaba: "¡es mentira! no le hagan caso ¡es mentira!". La marea me alejo de la baranda y de Lu. Estaba ahogado. Logré abrirme camino hasta salir del tumulto. Desanudé mi corbata y tomé aire con la boca abierta y los brazos en alto, lentamente, hasta sentir que mi corazón recuperaba su ritmo.

Raygada estaba junto a mí. Indignado, me preguntó:

– ¿Cuándo fue lo de Ar‚valo?

– Nunca.

– ¿Cómo?

Hasta él, siempre sereno, había sido conquistado. Las aletas de su nariz palpitaban vivamente y tenía apretados los puños.

– Nada -dije-, no sé cuándo fue.

Lu esperó que decayera un poco la excitación. Luego, levantando su voz sobre las protestas dispersas:

– ¿Ferrufino nos va a ganar? -preguntó a gritos; su puño colérico amenazaba a los alumnos-. ¿Nos va a ganar? ¡Respóndanme!


– ¡No! -prorrumpieron quinientos o más-. ¡No! ¡No!


Estremecido por el esfuerzo que le imponían sus chillidos, Lu se balanceaba victorioso sobre la baranda.

– Que nadie entre al colegio hasta que aparezcan los horarios de exámenes. Es justo. Tenemos derecho. Y tampoco dejaremos entrar a la Primaria.

Su voz agresiva se perdió entre los gritos. Frente a mí, en la masa erizada de brazos que agitaban jubilosamente centenares de boinas a lo alto, no distinguí uno solo que permaneciera indiferente o adverso.

– ¿Qué hacemos?

Javier quería demostrar tranquilidad. Pero sus pupilas brillaban.

– Está bien -dije-. Lu tiene razón. Vamos a ayudarlo.

Corrí hacía la baranda y trepé.

– Adviertan a los de Primaria que no hay clases a la tarde -dije-. Pueden irse ahora. Quédense los de quinto y los de cuarto para rodear el colegio.

– Y también los coyotes -concluyó Lu, feliz.