"Los jefes, Y Otros Cuentos" - читать интересную книгу автора (Llosa Mario Vargas)

5

– Tengo hambre -dijo Javier.

El calor había atenuado. En el único banco útil de la Plaza Merino recibíamos los rayos de sol, filtrados fácilmente a través de unas cuantas gasas que habían aparecido en el cielo, pero casí ninguno transpiraba.

León se frotaba las manos y sonreía: estaba inquieto.

– No tiembles -dijo Amaya-. Estás grandazo para tenerle miedo a Ferrufino.

– ¡Cuidado! -La cara de mono de León había enrojecido y su mentón sobresalía-. ¡Cuidado, Amaya! -Estaba de pie.

– No peleen -dijo Raygada tranquilamente-. Nadie tiene miedo. Sería un imbécil.

– Demos una vuelta por atrás -propuse a Javier.

Contorneamos el colegio, caminando por el centro de la calle. Las altas ventanas estaban entreabiertas y no se veía a nadie tras ellas, ni se escuchaba ruido alguno.

– Están almorzando -dijo Javier.

– Sí. Claro.

En la vereda opuesta, se alzaba la puerta principal del Salesiano. Los medios internos estaban apostados en el techo, observándonos. Sin duda, habían sido informados.

– ¡Qué muchachos valientes! -se burló alguien.

Javier los insultó. Respondió una lluvia de amenazas. Algunos escupieron, pero sin acertar. Hubo risas. "Se mueren de envidia", murmuró Javier.

En la esquina vimos a Lu. Estaba sentado en la vereda, solo, y miraba distraídamente la pista. Nos vio y caminó hacía nosotros. Parecía contento.

– Vinieron dos churres de primero -dijo-. Los mandamos a jugar al río.

– ¿Sí? -dijo Javier-. Espera media hora y verás. Se va a armar el gran escándalo.

Lu y los coyotes custodiaban la puerta trasera del colegio. Estaban repartidos entre las esquinas de las calles Lima y Arequipa. Cuando llegamos al umbral del callejón, conversaban en grupo y reían. Todos llevaban palos y piedras.

– Así no -dije-. Si les pegan, los churres van a querer entrar de todos modos.

Lu rió.

– Ya verán. Por esta puerta no entra nadie.

También él tenía un garrote que ocultaba hasta entonces con su cuerpo. Nos lo enseñó, agitándolo.

– ¿Y por allá? -preguntó.

– Todavía nada.

A nuestra espalda, alguien voceaba nuestros nombres. Era Raygada: venía corríendo y nos llamaba agitando la mano frenéticamente. "Ya llegan, ya llegan -dijo, con ansiedad-. Vengan". Se detuvo de golpe diez metros antes de alcanzarnos. Dio media vuelta y regresó a toda carrera. Estaba excitadísimo. Javier y yo también corrimos. Lu nos gritó algo del río. "¿El río?, pensé. No existe. ¿Por qué todo el mundo habla del río si sólo baja el agua un mes al año? ". Javier corría a mi lado, resoplando.

– ¿Podremos contenerlos?

– ¿Qué? -Le costaba trabajo abrir la boca, se fatigaba más.

– ¿Podremos contener a la Primaria?

– Creo que sí. Todo depende.

– Mira.

En el centro de la Plaza, junto a la fuente, León, Amaya y Raygada hablaban con un grupo de pequeños, cinco o seis. La situación parecía tranquila.

– Repito -decía Raygada, con la lengua afuera-. Váyanse al río. No hay clases, no hay clases. ¿Está claro? ¿O paso una película?

– Eso -dijo uno, de nariz respingada-. Que sea en colores.

– Miren -les dije-. Hoy no entra nadie al colegio. Nos vamos al río. Jugaremos fútbol: Primaria contra Media. ¿De acuerdo?

– Ja, ja -rió el de la nariz, con suficiencia-. Les ganamos. Somos más.

– Ya veremos. Vayan para allá.

– No quiero -replicó una voz atrevida-. Yo voy al colegio.

Era un muchacho de cuarto, delgado y pálido. Su largo cuello emergía como un palo de escoba de la camisa comando, demasíado ancha para él. Era brigadier de año. Inquieto por su audacia, dio unos pasos hacía atrás. León corrió y lo tomó de un brazo.

– ¿No has entendido? -Había acercado su cara a la del chiquillo y le gritaba. ¿De qué diablos se asustaba León?

– ¿No has entendido, churre? No entra nadie. Ya, vamos, camina.

– No lo empujes -dije-. Va a ir solo.

¡No voy! -gritó-. Tenía el rostro levantado hacía León, lo miraba con furia-. ¡No voy! No quiero huelga.

¡Cállate, imbécil! ¿Quién quiere huelga? -León parecía muy nervioso. Apretaba con todas sus fuerzas el brazo del brigadier. Sus compañeros observaban la escena, divertidos.

¡Nos pueden expulsar! -El brigadier se dirigía a los pequeños, se lo notaba atemorizado y colérico-. Ellos quieren huelga porque no les van a poner horario, les van a tomar los exámenes de repente, sin que sepan cuándo. ¿Creen que no sé? ¡Nos pueden expulsar! Vamos al colegio, muchachos.

Hubo un movimiento de sorpresa entre los chiquillos. Se miraban ya sin sonreír, mientras el otro seguía chillando que nos iban a expulsar. Lloraba.

¡No le pegues! -grité, demasíado tarde. León lo había golpeado en la cara, no muy fuerte, pero el chico se puso a patalear y a gritar.

– Pareces un chivo -advirtió alguien.

Miré a Javier. Ya había corrido. Lo levantó y se lo echó a los hombros como un fardo. Se alejó con él. Lo siguieron varios, ríendo a carcajadas.

– ¡Al río! -gritó Raygada. Javier escuchó porque lo vimos doblar con su carga por la avenida Sánchez Cerro, camino al Malecón.

El grupo que nos rodeaba iba creciendo. Sentados en los sardineles y en los bancos rotos, y los demás transitando aburridamente por los pequeños senderos asfaltados del parque, nadie, felizmente, intentaba ingresar al colegio. Repartidos en parejas, los diez encargados de custodiar la puerta principal, tratábamos de entusiasmarlos: "tienen que poner los horarios, porque si no, nos fríegan. Y a ustedes también, cuando les toque".

– Siguen llegando -me dijo Raygada-. Somos pocos. Nos pueden aplastar, si quieren.

– Si los entretenemos diez minutos, se acabó -dijo León-. Vendrá la Media y entonces los corremos al río a patadas.

De pronto, un chico gritó convulsionado:

¡Tienen razón! ¡Ellos tienen razón! -Y dirigiéndose a nosotros, con aire dramático-: Estoy con ustedes.

¡Buena! ¡Muy bien! -lo aplaudimos-. Eres un hombre.

Palmeamos su espalda, lo abrazamos.

El ejemplo cundió. Alguien dio un grito: "Yo también". "Ustedes tienen razón". Comenzaron a discutir entre ellos. Nosotros alentábamos a los más excitados halagándolos: "Bien, churre. No eres ningún marica".

Raygada se encaramó sobre la fuente. Tenía la boina en la mano derecha y la agitaba, suavemente.

– Lleguemos a un acuerdo -exclamó-. ¿Todos unidos?

Lo rodearon. Seguían llegando grupos de alumnos, algunos de quinto de Media; con ellos formamos una muralla, entre la fuente y la puerta del colegio, mientras Raygada hablaba.

– Esto se llama solidaridad -decía-. Solidaridad.

– Se calló como si hubiera terminado, pero un segundo después abrió los brazos y clamó-: ¡No dejaremos que se cometa un abuso!


Lo aplaudieron.

– Vamos al río -dije-. Todos.

– Bueno. Ustedes también.

– Nosotros vamos después.

– Todos juntos o ninguno -repuso la misma voz. Nadie se movió.

Javier regresaba. Venía solo.

– Esos están tranquilos -dijo-. Le han quitado el burro a una mujer. Juegan de lo lindo.

– La hora -pidió León-. Dígame alguien qué hora es.

Eran las dos.

– A las dos y media nos vamos -dije-. Basta que se quede uno para avisar a los retrasados.

Los que llegaban se sumergían en la masa de chiquillos. Se dejaban convencer rápidamente.

– Es peligroso -dijo Javier. Hablaba de una manera rara: ¿tendría miedo?

– . Es peligroso. Ya sabemos qué va a pasar si al director se le antoja salir. Antes que hable, estaremos en las clases.

– Sí -dije-. Que comiencen a irse. Hay que animarlos.

Pero nadie quería moverse. Había tensión, se esperaba que, de un momento a otro, ocurríera algo. León estaba a mi lado.

– Los de Media han cumplido -dijo-. Fíjate. Sólo han venido los encargados de las puertas.

Apenas un momento después, vimos que llegaban los de Media, en grandes corrillos que se mezclaban con las olas de chiquillos. Hacían bromas. Javier se enfureció:

– ¿Y ustedes? -dijo-. ¿Qué hacen aquí? ¿A qué han venido?

Se dirigía a los que estaban más cerca de nosotros; al frente de ellos iba Antenor, brigadier de segundo de Media. ¡Guá! -Antenor parecía muy sorprendido-. ¿Acaso vamos a entrar? Venimos a ayudarlos.

Javier saltó hacía él, lo agarró del cuello.

¡Ayudarnos! ¿Y los uniformes? ¿Y los libros?

– Calla -dije-. Suéltalo. Nada de peleas. Diez minutos y nos vamos al río. Ha llegado casí todo el colegio.

La Plaza estaba totalmente cubierta. Los estudiantes se mantenían tranquilos, sin discutir. Algunos fumaban. Por la avenida Sánchez Cerro pasaban muchos carros, que disminuían la velocidad al cruzar la Plaza Merino. De un camión, un hombre nos saludó gritando:

– Buena, muchachos. No se dejen.

– ¿Ves? -dijo Javier-. Toda la ciudad está enterada. ¿Te imaginas la cara de Ferrufino?

¡Las dos y media! -gritó León-. Vámonos. Rápido, rápido.

Miré mi reloj: faltaban cinco minutos.

– Vámonos -grité-. Vámonos al río.

Algunos hicieron como que se movían. Javier, León, Raygada y varios más, gritando también, comenzaron a empujar a unos y a otros. Una palabra se repetía sin cesar: "río, río, río".

Lentamente, la multitud de muchachos principió a agitarse. Dejamos de azuzarlos y, al callar nosotros, me sorprendió por segunda vez en el día, un silencio total. Me ponía nervioso. Lo rompí:

– Los de Media, atrás -indiqué-. A la cola, formando fila…

A mi lado, alguien tiró al suelo un barquillo de helado, que salpicó mis zapatos. Enlazando los brazos, formamos un cinturón humano. Avanzábamos trabajosamente. Nadie se negaba, pero la marcha era lentísima. Una cabeza iba casí hundida en mi pecho. Se volvió: ¿cómo se llamaba? Sus ojos pequeños eran cordiales.

– Tu padre te va a matar -dijo.

"Ah, pensé. Mi vecino. "


– No -le dije-. En fin, ya veremos. Empuja.

Habíamos abandonado la Plaza. La gruesa columna ocupaba íntegramente el ancho de la avenida. Por encima de las cabezas sin boinas, dos cuadras más allá, se veía la baranda verde amarillenta y los grandes algarrobos de Malecón. Entre ellos, como puntitos blancos, los arenales.

El primero en escuchar fue Javier, que marchaba a mi lado. En sus estrechos ojos oscuros había sobresalto.

– ¿Qué pasa? -dije-. Dime.

Movió la cabeza.

– ¿Qué pasa? -le grité-. ¿Qué oyes?

Logré ver en ese instante un muchacho uniformado que cruzaba velozmente la Plaza Merino hacía nosotros. Los gritos del recién llegado se confundieron en mis oídos con el violento vocerío que se desató en las apretadas columnas de chiquillos, parejo a un movimiento de confusión. Los que marchábamos en la última hilera no entendíamos bien. Tuvimos un segundo de desconcierto; aflojando los brazos, algunos se soltaron. Nos sentimos arrojados hacía atrás, separados. Sobre nosotros pasaban centenares de cuerpos, corríendo y gritando histéricamente. "¿Qué pasa? ", grité a León. Senaló algo con el dedo, sin dejar de correr. "Es Lu, dijeron a mi oído. Algo ha pasado allá. Dicen que hay un lío". Eché a correr.

En la bocacalle que se abría a pocos metros de la puerta trasera del colegio, me detuve en seco. En ese momento era imposible ver: oleadas de uniformes afluían de todos lados y cubrían la calle de gritos y cabezas descubiertas. De pronto, a unos quince pasos, encaramado sobre algo, divisé a Lu. Su cuerpo delgado se destacaba nitidamente en la sombra de la pared que lo sostenía. Estaba arrinconado y descargaba su garrote a todos lados. Entonces, entre el ruido, más poderosa que la de quienes lo insultaban y retrocedían para librarse de sus golpes, escuché su voz:

– ¿Quién se acerca? -gritaba-. ¿Quién se acerca?

Cuatro metros más allá, dos coyotes, rodeados también, se defendían a palazos y hacían esfuerzos desesperados para romper el cerco y juntarse a Lu. Entre quienes los acosaban, vi rostros de Media. Algunos habían conseguido piedras y se las arrojaban, aunque sin acercarse. A lo lejos, vi asímismo a otros dos de la banda, que corrían despavoridos: los perseguía un grupo de muchachos con palos.

¡Cálmense! ¡Cálmense! Vamos al río.

Una voz nacía a mi lado, angustiosamente.

Era Raygada. Parecía a punto de llorar.

– No seas idiota -dijo Javier. Se reía a carcajadas-. Cállate, ¿no ves?

La puerta estaba abierta y por ella entraban los estudiantes a docenas, ávidamente. Continuaban llegando a la bocacalle nuevos compañeros, algunos se sumaban al grupo que rodeaba a Lu y los suyos. Habían conseguido juntarse. Lu tenía la camisa abierta; asomaba su flaco pecho lampino, sudoroso y brillante; un hilillo de sangre le corría por la nariz y los labios. Escupía de cuando en cuando y miraba con odio a los que estaban más próximos. Únicamente él tenía levantado el palo, dispuesto a descargarlo. Los otros lo habían bajado, exhaustos.

– ¿Quién se acerca? Quiero ver la cara de ese valiente.

A medida que entraban al colegio, iban poniéndose de cualquler modo las boinas y las insignias del año. Poco a poco, comenzó a disolverse, entre injurias, el grupo que cercaba a Lu. Raygada me dio un codazo:

– dijo que con su banda podía derrotar a todo el colegio-. Hablaba con tristeza-. ¿Por qué dejamos solo a este animal?

Raygada se alejó. Desde la puerta nos hizo una seña, como dudando. Luego entró. Javier y yo nos acercamos a Lu. Temblaba de cólera.

– ¿Por qué no vinieron? -dijo, frenético, levantando la voz-. ¿Por qué no vinieron a ayudarnos? Éramos apenas ocho, porque los otros…

Tenía una vista extraordinaria y era flexible como un gato. Se echó velozmente hacía atrás, mientras mi puno apenas rozaba su oreja y luego, con el apoyo de todo su cuerpo, hizo dar una curva en el aire a su garrote. Recibí en el pecho el impacto y me tambaleé. Javier se puso en medio.

– Acá no -dijo-. Vamos al Malecón.

– Vamos -dijo Lu-. Te voy a enseñar otra vez.

– Ya veremos -dije-. Vamos.

Caminamos media cuadra, despacio, porque mis piernas vacilaban. En la esquina nos detuvo León.

– No peleen -dijo-. No vale la pena. Vamos al colegio. Tenemos que estar unidos.

Lu me miraba con sus ojos semicerrados. Parecía incómodo.

– ¿Por qué les pegaste a los churres? -le dije-. ¿Sabes lo que nos va a pasar ahora a ti y a mí?

No respondió ni hizo ningún gesto. Se había calmado del todo y tenia la cabeza baja.

– Contesta, Lu -insistí-. ¿Sabes?

– Está bien -dijo León-. Trataremos de ayudarlos. Dénse la mano.

Lu levantó el r ostro y me miró, apenado. Al sentir su mano entre las mías, la noté suave y delicada, y recordé que era la primera vez que nos saludábamos de ese modo. Dimos media vuelta, caminamos en fila hacía el colegio. Sentí un brazo en el hombro. Era Javier.