"Leyendas de Guatemala" - читать интересную книгу автора (Asturias Miguel Ángel)

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Los ríos navegables, los hijos de las lluvias, los del comercio carnal con el mar, andaban en la superficie de la tierra y dentro de la tierra en lucha con las montañas, los volcanes y los llanos engañadores que se paseaban por el suelo comido de abismos, como balsas móviles. Encuentros estelares en el tacto del barro, en el fondo del cielo, que fijaba la mirada cegatona de los crisopacios, en el sosegado desorden de las aguas errantes sobre lechos invisibles de arenas esponjosas, y en el berrinche de los pedernales enfurecidos por el rayo.

Otro temblor de tierra y el aspaviento del líquido desalojado por la sacudida brutal. Nubes subterráneas de ruido compacto. Polvo de barrancos elásticos. Nuevas sacudidas. La vida vegetal surgía aglutinante. La bajaban del cielo los hijos navegables de las lluvias y donde el envoltorio de la tierra se rasgaba asiéndose a rocas más y más profundas o flameaba en cimas estrelladas, vientos de sudor vegetal se apresuraban a depositar la capa de humus necesaria a la semilla de las nebulosas tiernas.

Pero a cada planta, a cada intento vegetal, sucedíanse nuevas catástrofes, enfriamientos y derrames de arcilla en ebullición. La corrupción de los metales hacía irrespirable el sol, en el ambiente envenenado y seco.

Se acercaban los tiempos de la lucha del Cactus con el Oro. El Oro atacó una noche a la planta costrosa de las grandes espinas. El Cactus se enroscó en forma de serpiente de muchas cabezas, sin poder escapar a la lluvia rubia que lo bañaba de finísimos hilos.

El estruendo de alegría de los minerales apagó el lamento de la planta que en forma de ceniza verde quedó como recuerdo en una roca. E igual suerte corrieron otros árboles. El morro ennegreció sus frutos con la quemadura profunda. La pitahaya [9] quedó ardiendo como una brasa.

Los ríos se habituaron, poco a poco, a la lucha de exterminio en que morían en aquel vivir a gatas tras de los cerros, en aquel saltar barrancos para salvarse, en aquel huir tierra adentro, por todo el oscuro reino del tacto y las raíces tejedoras.

Y, poco a poco, en lo más hondo de la lluvia, empezó a escucharse el silencio de los minerales, como todavía se escucha, callados en el interior de ellos mismos, con los dientes desnudos en las grietas y siempre dispuestos a romper la capa de tierra vegetal, sombra de nube de agua alimentada por los ríos navegables, sueño que facilitó la segunda llegada del Cristalino Brazo de la Cerbatana.

Cristalino Brazo de la Cerbatana. Su cabellera de burbujas-raíces en el agua sonámbula. Sus ooojooos. Calmó un instante las inquietudes primaverales de la tierra, para alarmarla más tarde con la felicidad que iba comunicando a todo su presencia de esponja, su risa de leche, como herida en tronco de palo de hule, y sus órganos genitales sin sostén en el aire. Miel en desorden tropical. Y la primera sensación amorosa de espaldas al equinoccio, en el regocijo de las vértebras, todavía espinas de pececillo voraz.

Cristalino Brazo de la Cerbatana puso fin a la lucha de los minerales candentes y los ríos navegables; pero con él empezó la nueva lucha, el nuevo incendio, el celo solar, la quemadura en verde, en rojo, en negro, en azul y en amarillo de la savia con sueño de reptil, entre emanaciones sulfurosas y frío resplandor de trementinas.

Ciego, casi pétreo, velloso de humedad, el primer animal tramaba y destramaba quién sabe qué angustia. Picazón de las encías arcillosas en el bochorno de la siesta. Cosquilla mordedora del grano bajo la tuza, en la mazorca de maíz. Sufrimiento de los zarcillos uñudos. Movimiento de las trepadoras. Vuelo de carniceros exacto y afilado. El musgo, humo del incendio-lago en que ardía Cristalino Brazo de la Cerbatana, iba llenando las axilas de unos hombres y mujeres hechos de rumores, con las uñas de haba y corazonadas regidas por la luna que en la costa ampolla y desampolla los océanos, que abre y cierra los nepentes, que destila a las arañas, que hace tiritar a las gacelas.