"Amuleto" - читать интересную книгу автора (Bolaño Roberto)

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Así que allí estaba, amiguitos, la madre de la poesía mexicana con su navaja en el bolsillo siguiendo a dos poetas que aún no habían cumplido los veintiún años, a través de ese río turbulento que era y es la avenida Guerrero, similar no al Amazonas, para qué vamos a exagerar, sino al Grijalva, el río que en su día cantó Efraín Huerta (si la memoria no me engaña), aunque el Grijalva nocturno que era y es la avenida Guerrero había perdido desde tiempos inmemoriales su condición primigenia de inocencia. Es decir, aquel Grijalva que fluía en la noche era, bajo todos los aspectos, un río condenado por cuya corriente se deslizaban cadáveres o prospectos de cadáveres, automóviles negros que aparecían, desaparecían y volvían a aparecer, los mismos o sus silenciosos ecos enloquecidos, como si el río del infierno fuera circular, cosa que, ahora que lo pienso, probablemente sea.

Lo cierto es que yo caminé detrás de ellos y ellos se adentraron en la avenida Guerrero y luego torcieron en la calle Magnolia y por los gestos que hacían se diría que platicaban animadamente, aunque no era la hora ni el lugar más idóneo para el ejercicio del diálogo. De los locales de la calle Magnolia (no muy numerosos, por cierto) desfallecía una música tropical que invitaba al recogimiento y no a la fiesta o al baile, de vez en cuando atronaba un grito, recuerdo que pensé que la calle parecía una espina o una flecha clavada a un costado de la avenida Guerrero, imagen que no hubiera desagradado a Ernesto San Epifanio. Luego ellos se detuvieron delante del letrero luminoso del hotel Trébol, lo que también tenía su gracia, pues era o me pareció que era (estaba muy nerviosa) como si un establecimiento sito en la calle Berlín se llamara París, y entonces parecieron discutir la estrategia que a partir de ese momento seguirían: Ernesto, en el último momento, me dio la impresión de querer dar media vuelta y alejarse lo más rápido posible de allí, Arturito, por el contrario, se mostraba dispuesto a seguir, completamente identificado con el papel de tipo duro que yo había contribuido a darle y que él, aquella noche carente de todo, hasta de aire, aceptaba como una hostia de carne amarga, esa hostia que nadie tiene derecho a tragar.

Y entonces los dos héroes entraron en el hotel Trébol. Primero Arturo Belano y luego Ernesto San Epifanio, poetas forjados en México DF, y tras ellos entré yo, la barrendera de León Felipe, la destrozajarrones de don Pedro Garfias, la única persona que se quedó en la Universidad en septiembre de 1968, cuando los granaderos violaron la autonomía universitaria. Y el interior del hotel, al primer vistazo, me resultó decepcionante. En casos así es como si una se tirara con los ojos cerrados en una piscina de fuego y luego abriera los ojos. Yo me tiré. Yo abrí los ojos. Y lo que vi no tenía nada de terrible. Una recepción diminuta, con dos sofás en los que el paso del tiempo había causado estragos que no tienen nombre, un recepcionista moreno, chaparro y con una enorme mata de pelo negro azabache, un tubo fluorescente que colgaba del techo, suelo de baldosas verdes, una escalera cubierta por una moqueta de plástico gris sucio, una recepción de ínfima categoría aunque para una porción de la colonia Guerrero tal vez ese hotel fuera considerado un lujo razonable.

Tras parlamentar con el recepcionista los dos héroes subieron por las escaleras y yoentré en el hotel y le dije al recepcionista que venía con ellos. El chaparro parpadeó y quiso decir algo, quiso enseñar los colmillos, pero para entonces yo ya estaba en el primer piso y a través de una nube de desinfectante y luz mortecina se desnudó ante mis ojos un pasillo que estaba desnudo desde los primeros días de la Creación, y abrí una puerta que se acababa de cerrar y accedí, testigo invisible, a la cámara real del rey de los putos de la colonia Guerrero.

Por descontado, amiguitos, el Rey no estaba solo. En la habitación había una mesa y sobre la mesa había un tapete verde, pero los ocupantes de la habitación no jugaban a las cartas sino que llevaban a cabo las cuentas del día o de la semana, es decir, sobre la mesa había papeles con nombres y números escritos, y había dinero.

Nadie se sorprendió de verme.

El Rey era fuerte y debía de rondar los treinta años. Tenía el pelo castaño, de esa tonalidad de castaño que en México no sabré nunca si en serio o en broma llaman güero, y vestía una camisa blanca, un poco transpirada, que permitía al espectador casual apreciar como al descuido unos antebrazos musculosos y velludos. Junto a él estaba sentado un tipo gordito, con bigotes y patillas desmesuradas, probablemente el contralor del reino. Al fondo de la habitación, en las penumbras que envolvían la cama, un tercer hombre nos vigilaba y nos escuchaba moviendo la cabeza. Yo lo primero que pensé fue que ese hombre no estaba bien. Al principio fue el único que me dio miedo, pero conforme pasaron los minutos el temor se transformó en conmiseración: pensé que el hombre que estaba semirrecostado en la cama (en una posición que, por otra parte, debía de requerir un gran esfuerzo) no podía ser sino alguien enfermo, tal vez un subnormal, tal vez un sobrino subnormal o sedado del Rey, y eso me hizo reflexionar que por mala que sea la situación que uno pasa (en este caso la situación por la que pasaba Ernesto San Epifanio) siempre hay otro que lo pasa peor.

Recuerdo las palabras del Rey. Recuerdo su sonrisa al ver a Ernesto y su mirada inquisitiva al ver a Arturo. Recuerdo la distancia que el Rey puso entre su persona y sus visitantes con un solo gesto, el de coger el dinero y guardárselo en un bolsillo. Después hablaron.

El Rey evocó dos noches en las que Ernesto se había sumergido voluntariamente y habló de contraer obligaciones, las obligaciones que todo acto, por gratuito o accidental que sea, conlleva. Habló del corazón. El corazón de los hombres, que sangra como las mujeres (creo que se refería a la menstruación) y que obliga a los verdaderos hombres a responsabilizarse de sus actos, cualesquiera que éstos sean. Y habló de las deudas: no había nada más despreciable que una deuda mal saldada. Eso dijo. No habló de deuda no saldada sino mal saldada. Luego calló y esperó a escuchar lo que tenían que decir sus visitantes.

El primero fue Ernesto San Epifanio. Dijo que él no tenía ninguna deuda con el Rey. Dijo que lo único que hizo fue acostarse dos noches seguidas con él (dos noches locas, precisó), tal vez a sabiendas de que se estaba metiendo en la cama con el rey de los putos, y sin calibrar, por ende, los peligros «y responsabilidades» que con tal acción contraía, pero que lo había hecho inocentemente (aunque al decir la palabra inocente Ernesto no pudo reprimir una risilla nerviosa, que acaso contradecía el adjetivo autoadjudicado), guiado sólo por el deseo y por la aventura, y no por el secreto designio de convertirse en el esclavo del Rey.

Tú eres mi puto esclavo, dijo interrumpiéndolo el Rey. Yo soy tu puto esclavo, dijo el hombre o el muchacho que estaba en el fondo de la habitación. Tenía una voz aguda y doliente que me hizo pegar un respingo. El Rey se volvió y lo mandó a callar. Yo no soy tu puto esclavo, dijo Ernesto. El Rey miró a Ernesto con una sonrisa paciente y malévola. Le preguntó quién creía que era. Un poeta homosexual mexicano, dijo Ernesto, un poeta homosexual, un poeta, un (el Rey no entendió nada), y después añadió algo sobre el derecho que tenía (el derecho inalienable) de acostarse con quien quisiera y no por ello ser considerado un esclavo. Si esto no fuera tan patético me moriría de risa, dijo. Pues muérete de risa, dijo el Rey, antes de que te condecoren. Su voz de pronto se había vuelto dura. Ernesto se ruborizó. Yo lo veía de perfil y noté cómo su labio inferior temblaba. Te vamos a martirizar, dijo el Rey. Te vamos a dar cran hasta que revientes, dijo el contralor del reino. Te vamos a dar fierro hasta condecorarte los meros pulmones, hasta condecorarte el mero corazón, dijo el Rey. Lo curioso, sin embargo, fue que dijeron todo lo anterior sin mover los labios y sin que saliera sonido alguno de sus bocas.

Deja de molestarme, dijo Ernesto con voz exangüe.

El pobre muchacho subnormal del fondo de la habitación se puso a temblar y se cubrió con una manta. Poco después todos pudimos escuchar sus gemidos ahogados.

Entonces habló Arturo. ¿Quién es?, dijo.

¿Quién es quién, buey?, dijo el Rey. ¿Quién es ése?, dijo Arturo y señaló el bulto de la cama. El contralor dirigió una mirada inquisitiva hacia el fondo de la habitación y después miró a Arturo y a Ernesto con una sonrisa vacía. El Rey no se volvió. ¿Quién es?, dijo Arturo. ¿Quién chingados eres tú?, dijo el Rey.

El muchacho del fondo de la habitación se estremeció bajo la manta. Parecía que daba vueltas. Enredado o ahogado, quien lo mirara ya no podía precisar si su cabeza estaba cerca de la almohada o a los pies de la cama. Está enfermo, dijo Arturo. No era una pregunta, ni siquiera una afirmación. Fue como si lo dijera para sí mismo y fue, al mismo tiempo, como si flaqueara, y qué curioso, en ese momento escuché su voz y en vez de ponerme a pensar en lo que había dicho o en la enfermedad de aquel pobre muchacho, pensé que Arturo había recuperado (y aún no había perdido) el acento chileno durante los meses que había pasado en su país. Acto seguido me puse a pensar qué pasaría si yo, es un suponer, volviera a Montevideo. ¿Recuperaría mi acento? ¿Dejaría, paulatinamente, de ser la madre de la poesía mexicana? Yo soy así. Pienso las cosas más peregrinas e inoportunas en los peores momentos.

Pues aquél, sin duda, era uno de los peores momentos y yo incluso pensé que el Rey nos podía matar con total impunidad y tirar nuestros cadáveres a los perros, los perros mudos de la colonia Guerrero, o hacernos alguna cosa peor. Pero entonces Arturo carraspeó (o eso me pareció) y se sentó en una silla desocupada frente al Rey (pero la silla antes no estaba allí) y se tapó la cara con las manos (como si estuviera mareado o temiera desmayarse) y el Rey y el contralor del reino lo miraron con curiosidad, como si nunca hubieran visto a un matón tan lánguido en sus vidas. Entonces Arturo dijo, sin quitarse las manos de la cara, que aquella noche tenían que resolverse definitivamente todos los problemas que tenía Ernesto San Epifanio. La mirada de curiosidad del Rey se le derritió en la cara. Eso pasa siempre con las miradas de curiosidad: tienden a convertirse en otra cosa a las primeras de cambio; se derriten, pero no se acaban de derretir; se quedan a medio camino, la curiosidad es larga y aunque la ida parece corta (porque estamos predispuestos a ella), el regreso se hace interminable: una pesadilla inconclusa. Y la mirada del Rey aquella noche era fiel reflejo de eso: una pesadilla inconclusa de la que hubiera querido escapar mediante la violencia.

Pero entonces Arturo empezó a hablar de otras cosas. Habló del muchacho enfermo que temblaba en la cama del fondo y dijo que él también se iba a venir con nosotros y habló de la muerte y habló del muchacho que temblaba (aunque ya no temblaba) y cuyo rostro se asomaba ahora recogiendo las puntas de la manta y mirándonos, y habló de la muerte, y se repitió una y otra vez y siempre regresaba a la muerte, como si le dijera al rey de los putos de la colonia Guerrero que sobre el tema de la muerte no tenía ninguna competencia, y en ese momento yo pensé: está haciendo literatura, está haciendo cuento, todo es falso, y entonces, como si Arturito Belano me hubiera leído el pensamiento, se volvió un poco, apenas un movimiento de hombros, y me dijo: dámela, y extendió la palma de su mano derecha.

Y yo puse sobre la palma de su mano derecha mi navaja abierta y él dijo gracias y volvió a darme la espalda. Y entonces el Rey le preguntó si estaba pedernal. No, dijo Arturo, o puede que sí, pero no mucho. Y entonces el Rey le preguntó si Ernesto era su cuaderno. Y Arturo dijo que sí, lo que demostraba claramente que de pedernal nada y de literatura mucho. Y entonces el Rey se quiso levantar, tal vez para darnos las buenas noches y acompañarnos hasta la puerta, pero Arturo dijo no te muevas pinche cabrón, que no se mueva nadie, las putas manos quietas y sobre la mesa, y sorprendentemente el Rey y el contralor le obedecieron. Yo creo que en ese momento Arturo se dio cuenta de que había ganado o que al menos había ganado la mitad de la pelea o el primer round y también se debió de dar cuenta de que si el conflicto se dilataba todavía podía perder. Es decir, que si la pelea era a dos rounds sus posibilidades eran enormes, pero que si la pelea era a diez rounds, o a doce, o a quince, sus posibilidades se perdían en la inmensidad del reino. Así que siguió adelante y le dijo a Ernesto que fuera a ver al muchacho del fondo de la habitación. Y Ernesto lo miró como diciéndole no vayas demasiado lejos, amigo mío, pero dado que las cosas no estaban como para discutir, pues lo obedeció. Y desde el fondo de la habitación Ernesto dijo que el chavo aquel estaba más para allá que para acá. Yo lo vi a Ernesto. Yo lo vi avanzar trazando un semicírculo por la cámara real hasta llegar al lecho y ya allí destapar al joven esclavo y tocarlo o tal vez darle un pellizco en un brazo y susurrarle palabras en el oído y acercar su oreja a los labios del muchacho y luego tragar saliva (yo lo vi tragar saliva reclinado sobre aquella cama que poseía las características de un pantano y de un desierto al mismo tiempo) y luego decir que estaba más para allá que para acá. Como se nos muera este chavo vuelvo y te mato, dijo Arturo. Entonces yo abrí la boca por primera vez aquella noche: ¿nos lo vamos a llevar?, pregunté. Se viene con nosotros, dijo Arturo. Y Ernesto, que seguía en el fondo de la habitación, se sentó en la cama, como si de pronto se sintiera terriblemente desanimado y dijo: ven a verlo tú mismo, Arturo. Y yo vi que Arturo movía la cabeza negativamente varias veces. No quería verlo. Y entonces miré a Ernesto y me pareció por un momento que el fondo de la habitación, con la cama como vela arrasada, se despegaba del resto de la habitación, se alejaba del edificio del hotel Trébol navegando por un lago que a su vez navegaba por un cielo clarísimo, uno de los cielos del valle de México pintado por el Dr. Atl. La visión fue tan clara que sólo faltó que Arturo y yo nos pusiéramos de pie y les dijéramos adiós con las manos. Y nunca como entonces me pareció Ernesto tan valiente. Y a su manera, también el muchacho enfermo.

Me moví. Yo me moví. Primero mentalmente. Luego físicamente. El muchacho enfermo me miró a los ojos y se puso a llorar. En efecto, estaba muy mal, pero preferí no decírselo a Arturo. ¿Dónde están sus pantalones?, dijo Arturo. Por ahí, dijo el Rey. Busqué debajo de la cama. No había nada. Busqué a los lados. Miré a Arturo como diciéndole no los encuentro, ¿qué hacemos? Entonces a Ernesto se le ocurrió buscar entre las mantas y sacó unos pantalones medio mojados y unos tenis de marca. Déjame a mí, le dije. Senté al muchacho en el borde y le puse los bluejeans y lo calcé. Luego lo levanté para ver si podía caminar. Podía. Vamonos, dije. Arturo no se movió. Despierta, Arturo, pensé. Voy a contarle una última historia a su majestad, dijo. Ustedes vayan saliendo y espérenme en la puerta.

Entre Ernesto y yo bajamos al muchacho. Tomamos un taxi y esperamos en la entrada del hotel Trébol. Al poco rato apareció Arturo. En mis recuerdos aquella noche en la que no pasó nada y pudo pasar de todo se desdibuja como devorada por un animal gigantesco. A veces veo a lo lejos, por el norte, una gran tormenta eléctrica que avanzaba hacia el centro del DF, pero mi memoria me dice que no hubo ninguna tormenta eléctrica, el alto cielo mexicano bajó un poco, eso sí, por momentos costaba respirar, el aire era seco y hacía daño en la garganta, recuerdo la risa de Ernesto San Epifanio y la risa de Arturito Belano en el interior del taxi, una risa que los devolvía a la realidad o a lo que ellos preferían llamar realidad, y recuerdo el aire de la acera del hotel y del interior del taxi como compuesto de cactus, de toda la inabarcable variedad de cactus de este país, y recuerdo que yo dije cuesta respirar, y: devuélveme mi navaja, y: cuesta hablar, y: adonde vamos, y recuerdo que a cada una de mis palabras Ernesto y Arturo se echaban a reír y que yo también acabé por reírme, tanto o más que ellos, todos nos reíamos, menos el taxista, que en algún momento nos miró como si durante toda la noche no hubiera hecho otra cosa que acarrear gente como nosotros (lo que por otra parte, y tratándose del DF, resultaba perfectamente normal) y el muchacho enfermo, que se quedó dormido con la cabeza apoyada en mi hombro.

Y así fue como entramos y luego salimos del reino del rey de los putos, que estaba enclavado en el desierto de la colonia Guerrero, Ernesto San Epifanio, de veinte o diecinueve años, poeta homosexual nacido en México (y que fue, junto con Ulises Lima, a quien aún no conocíamos, el mejor poeta de su generación), Arturo Belano, de veinte años, poeta heterosexual nacido en Chile, Juan de Dios Montes (también llamado Juan de Dos Montes y Juan Dedos), de dieciocho años, aprendiz de panadero en una panificadora de la colonia Buenavista, parece que bisexual, y yo, Auxilio Lacouture, de edad definitivamente indefinida, lectora y madre nacida en Uruguay o República de los Orientales, y testigo de las reticulaciones de la sequedad.

Y como de Juan de Dos Montes ya no volveré a hablar, al menos puedo decirles que su pesadilla acabó bien.

Durante unos días vivió en la casa de los padres de Arturito y luego estuvo rolando en diferentes cuartos de azotea. Finalmente algunos amigos le buscamos una chamba en una panificadora de la colonia Roma y desapareció, al menos aparentemente, de nuestras vidas. Le gustaba drogarse inhalando cola. Era melancólico y tristón. Era estoico. Una vez me lo encontré de casualidad en el Parque Hundido. Le dije cómo estás Juan de Dios. Requetebién, me contestó. Meses más tarde, en la fiesta que dio Ernesto San Epifanio tras obtener la beca Salvador Novo (y a la que no fue Arturo, porque los poetas se pelean), le dije que aquella noche ya casi olvidada no era a él, como todos pensábamos, a quien iban a matar, sino a Juan de Dios. Sí, me dijo Ernesto, yo también he llegado a esa conclusión. Era Juan de Dios el que iba a morir.

Nuestro secreto designio fue evitar que lo mataran.