"Estrella Distante" - читать интересную книгу автора (Bolaño Roberto)

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Pero volvamos al origen, volvamos a Carlos Wieder y al año de gracia de 1974.

Por entonces Wieder estaba en la cresta de la ola. Después de sus triunfos en la Antártida y en los cielos de tantas ciudades chilenas lo llamaron para que hiciera algo sonado en la capital, algo espectacular que demostrara al mundo que el nuevo régimen y el arte de vanguardia no estaban, ni mucho menos, reñidos.

Wieder acudió encantado. En Santiago se alojó en Providencia, en el departamento de un compañero de promoción, y mientras por el día iba a entrenarse al aeródromo Capitán Lindstrom y hacía vida social en clubs militares o visitaba las casas de los padres de sus amigos en donde conocía (o le hacían conocer, en esto siempre había algo forzado) a las hermanas, primas y amigas que quedaban maravilladas por su porte y por lo educado y aparentemente tímido que era, pero también por su frialdad, por la distancia que se adivinaba en sus ojos o como dijo la Pía Valle: como si detrás de sus ojos tuviera otro par de ojos, por la noche, liberado por fin, se dedicó a preparar por su cuenta, en el departamento, en las paredes del cuarto de huéspedes, una exposición de fotografías cuya inauguración hizo coincidir con su exhibición de poesía aérea.

El dueño del departamento declararía años más tarde que hasta el último momento no vio las fotografías que Wieder pensaba exponer. Su primera reacción ante el proyecto de Wieder fue, naturalmente, ofrecerle el living, la casa entera para que desplegara las fotos, pero Wieder rechazó la propuesta. Argüyó que las fotos necesitaban un marco limitado y preciso como la habitación del autor. Dijo que después de la escritura en el cielo era adecuado -y además encantadoramente paradójico- que el epílogo de la poesía aérea se circunscribiera al cubil del poeta. Sobre la naturaleza de las fotos, el dueño del departamento dijo que Wieder pretendía que fueran una sorpresa y que sólo le adelantó que se trataba de poesía visual, experimental, quintaesenciada, arte puro, algo que iba a divertirlos a todos. Le hizo prometer, además, que ni él ni nadie entraría a su habitación hasta la noche de la inauguración. El dueño del departamento le dijo que si quería podía buscar en algún closet la llave de aquel cuarto para que estuviera más seguro. Wieder dijo que no era necesario, que con la palabra de oficial le bastaba. El dueño del departamento, solemnemente, le dio su palabra de honor.

Las invitaciones para la fiesta en Providencia, por supuesto, fueron restringidas, selectivas: algunos pilotos, algunos militares jóvenes (el más viejo no llegaba a comandante) y cultos o al menos con fundadas sospechas de serlo, un trío de periodistas, dos artistas plásticos, un viejo poeta de derechas que había sido vanguardista y que tras el Golpe de Estado parecía haber recuperado los ímpetus de su juventud, alguna dama joven y distinguida (que se sepa a la exposición sólo acudió una mujer, Tatiana von Beck Iraola) y el padre de Carlos Wieder, que vivía en Viña del Mar y cuya salud era delicada.

Todo empezó mal. El día de la exhibición aérea amaneció con grandes cúmulos de nubes negras y gordas que bajaban por el valle hacia el sur. Algunos jefes le desaconsejaron volar. Wieder desoyó los malos presagios y dicen que discutió con alguien en un rincón oscuro de un hangar. Después su avión se elevó y los espectadores vieron, con más esperanza que admiración, algunas piruetas preliminares. Realizó un vuelo rasante, un looping, un rizo invertido. Pero nada de humo. Los del Ejército y sus mujeres estaban felices aunque algunos altos mandos de la Fuerza Aérea se preguntaron qué estaba ocurriendo de verdad. Entonces el avión tomó altura y desapareció en la barriga de una inmensa nube gris que se desplazaba lentamente sobre la ciudad como si guiara a las nubes negras de la tormenta.

Wieder viajó por el interior de la nube como Jonás por el interior de la ballena. Durante algún rato los espectadores de la exhibición aérea esperaron su reaparición tonante. Unos pocos se sintieron incómodos, como si el piloto los hubiera plantado a propósito, allí, sentados en las tribunas improvisadas del Capitán Lindstrom, escrutando un cielo que sólo iba a depararles lluvia y no poesía. Otros, la mayoría, aprovecharon el interludio para levantarse de sus asientos, desentumecer los viejos huesos, estirar las piernas, saludar, participar en corrillos que se formaban y deshacían con rapidez, dejando siempre a alguno con la palabra en la boca, en donde se discutían rumores recientes, nuevos cargos y nombramientos, y los problemas más acuciantes con que se enfrentaba el país. Los más jóvenes, los más entusiastas, se dedicaron a comentar los últimos malones y los últimos noviazgos. Incluso los incondicionales de Wieder, en vez de aguardar en silencio la reaparición del avión o interpretar de cien formas diferentes aquel ominoso cielo vacío, se enzarzaron en comentarios prácticos sobre la vida cotidiana que sólo muy tangencialmente atañían a la poesía chilena, al arte chileno.

Wieder salió lejos del aeródromo, en un barrio periférico de Santiago. Allí escribió el primer verso: La muerte es amistad. Después planeó sobre unos almacenes ferroviarios y sobre lo que parecían fábricas abandonadas aunque entre las calles pudo distinguir gente arrastrando cartones, niños trepados en las bardas, perros. A la izquierda, a las 9, reconoció dos inmensas poblaciones callampas separadas por la vía del tren. Escribió el segundo verso: La muerte es Chile. Luego giró a las 3 y enfiló hacia el centro. Pronto aparecieron las avenidas, el entramado de espadas o serpientes de colores apagados, el río real, el zoológico, los edificios que eran el orgullo de pobre de los santiaguinos. La visión aérea de una ciudad, lo dejó anotado en alguna parte el propio Wieder, es como una foto rota cuyos fragmentos, contrariamente a lo que se cree, tienden a separarse: máscara inconexa, máscara móvil. Sobre la Moneda, escribió el tercer verso: La muerte es responsabilidad. Algunos peatones lo vieron, un escarabajo oscuro recortado sobre un cielo oscuro y amenazante. Muy pocos descifraron sus palabras: el viento las deshacía en apenas unos segundos. En algún momento alguien intentó comunicarse por radio con él. Wieder no contestó la llamada. En el horizonte, a las 11, vio las siluetas de dos helicópteros que iban a su encuentro. Voló en círculos hasta que se acercaron y luego los perdió en un segundo. En el camino de vuelta al aeródromo escribió el cuarto y quinto verso: La muerte es amor y La muerte es crecimiento. Cuando avistó el aeródromo escribió: La muerte es comunión, pero ninguno de los generales y mujeres de generales e hijos de generales y altos mandos y autoridades militares, civiles, eclesiásticas y culturales pudo leer sus palabras. En el cielo se gestaba una tormenta eléctrica. Desde la torre de control un coronel le pidió que se diera prisa y aterrizara. Wieder dijo entendido y volvió a tomar altura. Por un momento los que estaban abajo creyeron que otra vez se iba a meter en el interior de una nube. Un capitán, que no estaba en el palco de honor, comentó que en Chile todos los actos poéticos terminaban en desastres. La mayoría, dijo, son sólo desastres individuales o familiares pero algunos acaban como desastres nacionales. Entonces, en el otro extremo de Santiago pero perfectamente visible desde las tribunas instaladas en el Capitán Lindstrom, cayó el primer rayo y Carlos Wieder escribió: La muerte es limpieza, pero lo escribió tan mal, las condiciones meteorológicas eran tan desfavorables que muy pocos de los espectadores que ya comenzaban a levantarse de sus asientos y abrir los primeros paraguas comprendieron lo escrito. Sobre el cielo quedaban jirones negros, escritura cuneiforme, jeroglíficos, garabatos de niño. Aunque algunos sí que lo entendieron y pensaron que Carlos Wieder se había vuelto loco. Comenzó a llover y la desbandada fue general. En uno de los hangares se había improvisado un cóctel y a aquella hora y con aquel chaparrón todo el mundo tenía hambre y sed. Los canapés se acabaron en menos de quince minutos. Los mozos, reclutas de Intendencia, iban y venían con una velocidad pasmosa y una diligencia que despertó la envidia en algunas señoras. Algunos oficiales comentaron lo raro que resultaba aquel piloto poeta, pero la mayoría de los invitados hablaban y se preocupaban por temas de relieve nacional (e incluso internacional).

Carlos Wieder, mientras tanto, seguía en el cielo luchando contra los elementos. Sólo un puñado de amigos y dos periodistas que en sus ratos libres escribían poemas surrealistas (o superrealistas, como solían decir utilizando un españolismo más bien gilipollas) siguieron desde la pista espejeante de lluvia, en una estampa que parecía sacada de una película de la Segunda Guerra Mundial, las evoluciones del avioncito debajo de la tormenta. Por lo que respecta a Wieder, acaso no se diera cuenta de que su público se había tornado tan exiguo.

Escribió, o pensó que escribía: La muerte es mi corazón. Y después: Toma mi corazón. Y después su nombre: Carlos Wieder, sin temerle a la lluvia ni a los relámpagos. Sin temerle, sobre todo, a la incoherencia.

Y después ya no tenía humo para escribir (desde hacía un rato el humo que escapaba del fuselaje daba la impresión, más que de escritura, de incendio, un incendio que se fundía con la lluvia) pero escribió: La muerte es resurrección y los fieles que permanecían abajo no entendieron nada pero entendieron que Wieder estaba escribiendo algo, comprendieron o creyeron comprender la voluntad del piloto y supieron que aunque no entendieran nada estaban asistiendo a un acto único, a un evento importante para el arte del futuro. Después Carlos Wieder aterrizó sin ningún problema (quienes lo vieron dicen que sudaba como si acabara de salir de una sauna), se llevó una reprimenda del oficial de la torre de control y de algunos altos mandos que aún deambulaban por entre los restos del cóctel y tras beber, de pie, una cerveza (no habló con nadie, contestó las preguntas que se le hicieron con monosílabos), se marchó al departamento de Providencia a preparar el segundo acto de su gala santiaguina.

Todo lo anterior tal vez ocurrió así. Tal vez no. Puede que los generales de la Fuerza Aérea Chilena no llevaran a sus mujeres. Puede que en el aeródromo Capitán Lindstrom jamás se hubiera escenificado un recital de poesía aérea. Tal vez Wieder escribió su poema en el cielo de Santiago sin pedir permiso a nadie, sin avisar a nadie, aunque esto es más improbable. Tal vez aquel día ni siquiera llovió sobre Santiago, aunque hay testigos (ociosos que miraban hacia arriba sentados en el banco de un parque, solitarios asomados a una ventana) que aún recuerdan las palabras en el cielo y posteriormente la lluvia purificadera. Pero tal vez todo ocurrió de otra manera. Las alucinaciones, en 1974, no eran infrecuentes.

La exposición fotográfica en el departamento, sin embargo, ocurrió tal y como a continuación se explica.

Los primeros invitados llegaron a las nueve de la noche. La mayoría eran amigos desde la adolescencia y hacía tiempo que no se reunían. A las once había unas veinte personas, todas razonablemente ebrias. Todavía nadie había entrado al cuarto de huéspedes en donde dormía Wieder y en cuyas paredes pensaba exponer las fotos al criterio de sus amigos. El teniente Julio César Muñoz Cano, que años después publicaría el libro Con la soga al cuello, especie de narración autobiográfica y autofustigadora sobre su actuación en los primeros años de gobierno golpista, escribe que Carlos Wieder se comportaba de manera normal (o tal vez anormal: estaba mucho más tranquilo que de costumbre, incluso humilde, con el rostro como permanentemente acabado de lavar), atendía a los invitados como si la casa fuera suya (la camaradería era total, demasiado buena, demasiado ideal, escribe Muñoz Cano), saludaba con cariño a los compañeros de promoción a quienes no veía desde hacía mucho, condescendía a comentar los incidentes de aquella mañana en el aeródromo sin darles y sin darse mayor importancia, soportaba de buen grado las bromas usuales (a veces pesadas, a veces francamente de mal gusto) en este tipo de reuniones. De vez en cuando desaparecía, se encerraba en el cuarto (y esta vez sí que el cuarto estaba cerrado con llave), pero sus ausencias nunca duraban mucho.

Por fin, a las doce de la noche en punto, pidió silencio subido a una silla en medio del living y dijo (palabras textuales, según Muñoz Cano) que ya era hora de empaparse un poco con el nuevo arte. Otra vez era el Wieder de siempre, dominante, seguro, con los ojos como separados del cuerpo, como si miraran desde otro planeta. Después se abrió paso hasta la puerta de su cuarto y fue dejando pasar a sus invitados uno por uno. Uno por uno, señores, el arte de Chile no admite aglomeraciones. Cuando dijo esto (según Muñoz Cano), Wieder empleó un tono jocoso y miró a su padre, a quien hizo un guiño con el ojo izquierdo y después con el ojo derecho. Como si de nuevo con doce años de edad le hiciera una señal secreta. El padre mostraba un rostro apacible y sonrió a su hijo.

La primera en entrar fue Tatiana von Beck Iraola, como era lógico dada su condición de mujer y su carácter impulsivo y caprichoso. La Tatiana, escribe Muñoz Cano, era nieta, hija y hermana de militares y a su manera un tanto alocada una mujer independiente, que siempre hacía lo que quería, salía con quien se le antojaba y tenía opiniones estrambóticas, muchas veces contradictorias, pero a menudo originales. Años después se casó con un pediatra, se fueron a vivir a La Serena y tuvo seis hijos. La Tatiana de aquella noche, recuerda Muñoz Cano con melancolía ligeramente teñida de horror, era una muchacha hermosa y confiada y entró en el cuarto con la esperanza de encontrar retratos heroicos o aburridas fotografías de los cielos de Chile.

La habitación estaba iluminada de la forma usual. Ni una lámpara de más, ni un foco extra que realzara la visión de las fotos. La habitación no debía semejar una galería de arte sino precisamente una habitación, una pieza prestada, el habitáculo de paso de un joven. Por supuesto, no hubo luces de colores como alguien dijo, ni música de tambores saliendo de un radiocasete oculto bajo la cama. El ambiente debía ser casual, normal, sin estridencias.

Afuera, la fiesta proseguía. Los jóvenes bebían como jóvenes y como triunfadores y además aguantaban la bebida como chilenos. Las risas eran contagiosas, recuerda Muñoz Cano, ajenas a cualquier amenaza, a cualquier sombra. En alguna parte un trío se puso a cantar abrazados, acompañados por la guitarra de uno de ellos. Apoyados en las paredes, en grupos de dos o de tres, algunos hablaban sobre el futuro o sobre el amor. Todos estaban contentos de estar allí, en la fiesta del piloto poeta; estaban contentos de ser lo que eran y de ser, además, amigos de Carlos Wieder, aunque no lo entendieran del todo, aunque notaran la diferencia que existía entre ellos y él. En el pasillo la cola se deshacía a cada instante; a unos se les acababa el alcohol e iban a por más, otros se trababan en reafirmaciones de amistad y de lealtad eternas que los llevaban, como una ola protectora, otra vez al living, de donde volvían, mareados, con los pómulos colorados, a recuperar su lugar en la cola. El humo, sobre todo en el pasillo, era considerable. Wieder permanecía de pie en el quicio de la puerta. Dos tenientes discutían y se empujaban (pero suavemente) en el baño al fondo del pasillo. El padre de Wieder era de los pocos que estaban serios y firmes en la cola. Muñoz Cano se movía, según confesión propia, arriba y abajo, nervioso y lleno de oscuros presagios. Los dos reporteros surrealistas (o superrealistas) dialogaban con el dueño de la casa. En alguna de sus idas y venidas Muñoz Cano consiguió oír algunas palabras: hablaban de viajes, el Mediterráneo, Miami, playas cálidas, botes de pescadores, mujeres exuberantes.

No había pasado un minuto cuando Tatiana von Beck volvió a salir. Estaba pálida y desencajada. Todos la vieron. Ella miró a Wieder -parecía como si le fuera a decir algo pero no encontrara las palabras- y luego trató de llegar al baño. No pudo. Vomitó en el pasillo y después, trastabillándose, se fue del departamento ayudada por un oficial que galantemente se ofreció a acompañarla hasta su casa pese a las protestas de la Von Beck que prefería irse sola.

El segundo en entrar fue un capitán que había sido profesor de Wieder en la Academia. No volvió a salir. Wieder, junto a la puerta cerrada (el capitán, al entrar, la dejó entreabierta pero él la volvió a cerrar), sonreía cada vez más satisfecho. En el living algunos se preguntaron qué mosca le había picado a la Tatiana. Está borracha, pues, dijo una voz que Muñoz Cano no reconoció. Alguien puso un disco de Pink Floyd. Alguien comentó que entre hombres no se podía bailar, esto parece un encuentro de colisas, dijo una voz. Le contestaron que la música de Pink Floyd era para escuchar, no para bailar. Los reporteros surrealistas cuchicheaban entre sí. Un teniente propuso salir inmediatamente de putas. Muñoz Cano escribe que en aquel momento tuvo la sensación de que estaban a la intemperie, bajo la noche oscura y a pleno campo, al menos las voces sonaban así. En el pasillo la atmósfera generada era peor. Casi nadie hablaba, como en la antesala de un dentista. ¿Pero dónde se ha visto la antesala de un dentista donde los dientes-podridos (sic) esperan de pie?, se pregunta Muñoz Cano.

El padre de Wieder rompió el encanto. Se abrió paso educadamente, llamando a los oficiales que estaban antes que él en la cola por sus nombres de pila, y entró en el cuarto. Lo siguió el dueño del departamento. Casi de inmediato éste volvió a salir y se encaró con Wieder; por un momento pareció que iba a golpearlo, lo tenía cogido de las solapas, y luego le dio la espalda y marchó al living en busca de un trago. A partir de ese instante todos, incluido Muñoz Cano, quisieron entrar al dormitorio.

Allí, sentado sobre la cama, encontraron al capitán. Fumaba y leía unas notas escritas a máquina que previamente había arrancado de una pared. Parecía tranquilo aunque la ceniza del cigarrillo se desparramaba sobre una de sus piernas. El padre de Wieder contemplaba algunas de las cientos de fotos que decoraban las paredes y parte del techo de la habitación, un cadete, cuya presencia allí nadie acierta a explicarse, tal vez el hermano menor de uno de los oficiales, se puso a llorar y a maldecir y lo tuvieron que sacar a rastras. Los reporteros surrealistas hacían gestos de desagrado pero mantuvieron el tipo. Según Muñoz Cano, en algunas de las fotos reconoció a las hermanas Garmendia y a otros desaparecidos. La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cano no descarta que en un treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea. Las fotos, en general (según Muñoz Cano), son de mala calidad aunque la impresión que provocan en quienes las contemplan es vivísima. El orden en que están expuestas no es casual: siguen una línea, una argumentación, una historia (cronológica, espiritual…), un plan. Las que están pegadas en el cielorraso son semejantes (según Muñoz Cano) al infierno, pero un infierno vacío. Las que están pegadas (con chinchetas) en las cuatro esquinas semejan una epifanía. Una epifanía de la locura. En otros grupos de fotos predomina un tono elegiaco (¿pero cómo puede haber nostalgia y melancolía en esas fotos?, se pregunta Muñoz Cano). Los símbolos son escasos pero elocuentes. La foto de la portada de un libro de François-Xavier de Maistre (el hermano menor de Joseph de Maistre): Las veladas de San Petersburgo. La foto de la foto de una joven rubia que parece desvanecerse en el aire. La foto de un dedo cortado, tirado en el suelo gris, poroso, de cemento.

Tras el estruendo inicial de pronto todos se callaron. Parecía como si una corriente de alto voltaje hubiera atravesado la casa dejándonos demudados, dice Muñoz Cano en uno de los pocos momentos de lucidez de su libro. Nos mirábamos y nos reconocíamos, pero en realidad era como si no nos reconociéramos, parecíamos diferentes, parecíamos iguales, odiábamos nuestros rostros, nuestros gestos eran los propios de los sonámbulos o de los idiotas. Mientras algunos se iban sin despedirse una extraña sensación de fraternidad quedó flotando en el piso entre los que optaron por quedarse. Como nota curiosa Muñoz Cano añade que en aquel momento particularmente delicado el teléfono comenzó a sonar. Ante la pasividad del dueño de la casa fue él quien contestó la llamada. Una voz de viejo preguntó por un tal Lucho Álvarez. ¿Aló?, ¿aló?, ¿está Lucho Álvarez, por favor? Muñoz Cano, sin contestar, le pasó el fono al dueño de la casa. ¿Alguien conoce a un Lucho Álvarez?, preguntó éste tras un intervalo excesivamente largo. El viejo, dedujo Muñoz Cano, probablemente hablaba de otras cosas, hacía otras preguntas acaso relacionadas con Lucho Álvarez. Nadie lo conocía. Algunos se rieron; fueron risas nerviosas que sonaron irrazonablemente altas. Aquí no vive esa persona, dijo el dueño de la casa después de escuchar otro rato en silencio y colgó.

En el cuarto de las fotos ya no había nadie, excepto Wieder y el capitán, y en el departamento, según Muñoz Cano, no quedaban más de ocho personas, entre ellas el padre de Wieder que no parecía particularmente afectado (su actitud era la de estar participando -acaso involuntariamente- en una fiesta de cadetes que por una razón que se le escapaba o que no le incumbía se había malogrado). El dueño de la casa, al que conocía desde que era un adolescente, procuraba no mirarlo. Los demás supervivientes de la fiesta hablaban o cuchicheaban entre sí pero callaban cuando se acercaba. Silencio incómodo que el padre de Wieder intentó soslayar ofreciendo tragos, bebidas calientes y sandwiches que preparaba en la cocina, solo y sereno. No se preocupe, don José, dijo uno de los oficiales mirando el suelo. No estoy preocupado, Javierito, dijo el padre de Wieder. Esto en la carrera de Carlos, dijo otro, no es más que un bache sin importancia. El padre de Wieder lo miró como si no comprendiera de qué hablaba. Era benévolo con nosotros, recuerda Muñoz Cano, estaba en el borde del abismo y no lo sabía o no le importaba o lo disimulaba con una rara perfección.

Después Wieder dejó el cuarto y estuvo hablando con su padre en la cocina, sin que nadie los escuchara. Pero no más de cinco minutos. Cuando salieron ambos llevaban vasos de alcohol en las manos. El capitán también salió a tomarse un trago y después volvió a encerrarse en la habitación de las fotos con la advertencia de que nadie más entrara. Uno de los tenientes, por indicación del capitán, confeccionó una lista con los nombres de todos los que habían asistido a la fiesta. Alguien recordó un juramento, otro se puso a hablar de discreción y del honor de los caballeros. El honor de la caballería, dijo uno que hasta ese momento parecía dormido. Y hubo quien se sintió ofendido y protestó que no era de los soldados de quienes se debía dudar sino de los civiles, aludiendo al par de reporteros surrealistas. Estos señores, contestó el capitán, saben lo que les conviene. Los surrealistas se apresuraron a darle la razón y a afirmar que allí, en el fondo, no había ocurrido nada, entre gente de mundo, ya se sabe. Después alguien preparó café y mucho más tarde, pero cuando aún faltaba bastante para que amaneciera, aparecieron tres militares y un civil que se identificaron como personal de Inteligencia. Los que estaban en el departamento de Providencia les franquearon la entrada pensando que iban a detener a Wieder. Al principio la llegada de los de Inteligencia fue recibida con respeto y un cierto temor (sobre todo por parte del par de reporteros), pero al paso de los minutos sin que sucediera nada y ante el mutismo de aquéllos, entregados en cuerpo y alma a su trabajo, los supervivientes de la fiesta dejaron de prestarles atención, como si se tratara de empleados que llegaban a horas intempestivas a hacer la limpieza. Durante un tiempo que a todos se les hizo excesivamente largo los de Inteligencia y el capitán estuvieron encerrados con Wieder en la habitación (uno de los amigos de Wieder quiso entrar para «prestarle apoyo moral», pero el que iba de paisano le dijo que no hiciera el imbécil y los dejara trabajar en paz); después, a través de la puerta cerrada, escucharon imprecaciones, la palabra insensato repetida varias veces y después ya sólo el silencio. Más tarde los de Inteligencia se marcharon tan silenciosos como habían llegado, con tres cajas de zapatos, que les facilitó el dueño del departamento, cargadas con las fotos de la exposición.

Bueno, señores, dijo el capitán antes de seguirlos, lo mejor es que duerman un poco y olviden todo lo de esta noche. Un par de tenientes se cuadraron, pero los demás estaban demasiado cansados como para seguir ordenanzas o rituales de ningún tipo y no le dieron ni las buenas noches (o los buenos días, pues ya amanecía). En el momento justo en que el capitán se marchaba dando un portazo, detalle humorístico que ninguno apreció, Wieder salió de la habitación y atravesó la sala sin mirar a nadie hasta llegar a la ventana. Descorrió las cortinas (afuera aún estaba oscuro, pero al fondo, en dirección a la cordillera, ya se veía una débil claridad) y encendió un cigarrillo. Carlos, qué ha pasado, dijo el padre de Wieder. Éste no le contestó. Por un momento pareció que nadie iba a hablar (que todos se pondrían a dormir de inmediato, sin poder desviar la mirada de la figura de Wieder). El living, recuerda Muñoz Cano, parecía la sala de espera de un hospital. ¿Estás arrestado?, preguntó finalmente el dueño del departamento. Supongo que sí, dijo Wieder, de espaldas a todos, mirando las luces de Santiago, las escasas luces de Santiago. Su padre se le acercó con una lentitud exasperante, como si no se atreviera a hacer lo que iba a hacer, y finalmente lo abrazó. Un abrazo breve al que Wieder no correspondió. La gente es exagerada, dijo uno de los reporteros surrealistas. Pico, dijo el dueño del departamento. ¿Y ahora qué hacemos?, dijo un teniente. Dormir la mona, dijo el dueño del departamento.

Muñoz Cano nunca más vio a Wieder. Su última imagen de él, sin embargo, es indeleble: un living grande y desordenado, botellas, platos, ceniceros llenos, un grupo de gente pálida y cansada, y Carlos Wieder junto a la ventana, en perfecto estado, sosteniendo una copa de whisky en una mano que ciertamente no temblaba y mirando el paisaje nocturno.