"La Exhalación" - читать интересную книгу автора (Gary Romain)10Gorriones en el borde de la ventana; el Panteón se alzaba por encima de los techos, protector y posesivo, abrigando la inmortalidad de los grandes hombres enterrados bajo sus alas. Los últimos rayos del sol salpicaban las baldosas rojas del piso y En la banda magnética ya no había nada más, y Starr apagó el grabador. – Charlatanismo pseudofilosófico una vez más -dijo-. Bien, Einstein tocaba el violín, y creo que bastante mal. ¿Algo más? – No. Starr se inclinó hacia afuera y vació la pipa sobre París. El coronel Starr poseía un tipo de rostro desordenado y aplastado como si lo hubiese traído al mundo no por un acto de la naturaleza, sino por una sucesión de accidentes de motocicleta. Aquellos que lo miraban por primera vez pensaban que le faltaba algún rasgo, aunque les resultaba imposible decir cuál. Los ojos brillaban de una manera helada y aguda, lo que a veces es señal de una naturaleza fanática y desesperada. En el caso de Starr, sin embargo, no era más que una reciprocidad entre la luz y un celeste muy pálido de porcelana. La piel tirante, los rasgos pequeños y el pelo cortado en forma severa, daban a su cabeza la apariencia de un puño. El grueso pescuezo mostraba una carótida notablemente fuerte, de un volumen de casi el doble de lo normal y tenía más apariencia de músculo que de conducto circulatorio. – ¿Algún otro contacto con los chinos? – Que yo sepa, no… Rechazó una invitación para hablar en la Conferencia de Pugwash. – ¿Por qué? – Dijo que todos los científicos que concurrían eran lacayos del gobierno. – ¿Y él, entonces? El Centro Nacional de Investigación Científica está financiado por el gobierno francés. – No sé. Estaba sentada en una silla Luis XI, de respaldo alto y muy derecho. En ese abrazo medieval de garras de grifos, contra un tapiz heráldico de fondo, parecía un fantasma de los tiempos modernos lanzado hacia el pasado. Tenía zapatos de tacos bajos, un impermeable de plástico, una cómica boina sobre el pelo y una bolsa que contenía naranjas sobre la falda. Había pasado más de un año desde el día en que una muchacha tensa, y de ojos desorbitados entró en el consulado norteamericano en París, y les dijo: – Estoy enamorada de un hombre que ha fabricado un mecanismo con el alma de un cristiano. Por favor déjenme hablar con alguien a quien le importe. Starr notó que había perdido algo de su frescura, y que había dado paso a la belleza. El tormento y la tensión interna se traslucían. – May, tienes que esforzarte. Trabaja quince horas por día y tenemos que saber qué es lo que está haciendo. Los chinos están construyendo las estaciones de energía en Fukien; los rusos avanzan a toda velocidad… Se largó la carrera. Cada pedacito de información científica que consigamos de Mathieu puede significar toda la diferencia. Lo miró largamente de manera suplicante. Es la forma de estar sentada, manteniendo las rodillas juntas, sosteniendo la bolsa de naranjas, pensó Starr. Y la boina. Algo perdido e infantil que hace que hasta los mejores se sientan protectores. Por "hasta los mejores" se refería a un frío militar profesional s.o.b. como era él. – Jack, ¿por qué no me dejan en paz? – Nadie te está forzando, criatura. No tienes por qué informar sobre el hombre que amas. Viniste a nosotros, ¿recuerdas? Sacudió la cabeza, desamparada. – Lo sé. Cuando empezó a hablarme sobre el trabajo… Yo pensé… Realmente no sé cómo decirlo. Me sentí tan… – Bueno, no lo hago -dijo Starr. – Me sentí tan norteamericana. Lo que trataban de hacer Marc y sus amigos en el Círculo Erasmo estaba tan en contra de todo lo que me enseñaron a creer en casa… Simplemente contra la decencia básica… ¡Oh! No quiero parecer autosuficiente. No estoy tratando de decir que Norteamérica es toda decencia… Se rió. – Dios, no. Sólo estoy hablando de mi niñez. De cosas que se convierten en parte de uno durante la niñez y luego uno crece y en alguna manera no crecen con uno. Y es así como nunca llegamos a madurar, a ser adultos, con esas creencias pueriles que nunca evolucionaron… Cuando corrí con mi historia hasta la embajada, pensaron que estaba loca. Entonces les traje algunos papeles. Y así empezó todo, así me conecté con ustedes. No quería trabajar para CÍA; no quería realmente. Sólo quería ayudar, o tal vez solamente ayudarme a mí misma. Pero no puedo continuar, no puedo realmente soportar este espionaje respecto de Marc, mentirle, revisarle los papeles, todo… – Bien. Si quieres irte, está bien. Respecto de la agencia, puede ser nuestro último encuentro. Pero sabes qué es lo que está en juego. Lo miró. – Sí. La Starr tragó de golpe. – Vamos, May, déjalo. Es una palabra muy grande. – La más grande, Jack. Y es por esto que vine primero a ti. Porque Marc y esos otros científicos están trabajando en esto. Porque se trata de esto. Starr se puso de pie, fue hasta la bandeja que estaba sobre el aparador Luis XV y se sirvió un gran vaso de whisky. Estaba pensando si acaso "condenación" tenía algún significado. Era un largo proceso y su característica más obvia consistía en que no tenía fin. La condenación que tenía un final en perspectiva era un término contradictorio. Muy tranquilizador. Volvió hacia la ventana y se sentó en el borde, la catedral de Notre-Dame a sus espaldas. – Y, además, por supuesto que ustedes son todos unos bastardos, todos ustedes -dijo May con voz firme y tranquila, y luego sonrió un poquito-. Pero una vez más fueron las pueriles fantasías norteamericanas mías. Vine hasta ustedes, les conté todo lo que sabía y seguí dándoles toda la información posible… – Mathieu mismo nos tenía bien al corriente -dijo Starr-. Así que no puedes pensar que lo has traicionado. May sonrió otra vez. -Digamos que eso pertenece a mi conciencia y es mi problema. No estoy hablando de eso. Lo que quiero decir es que me dirigí a la gente de CÍA porque pensé que el gobierno de los Estados Unidos todavía era un gobierno cristiano y que tomaría alguna medida en – May, es un mundo de realidades duras y sin piedad. Sabes que existe una cosa llamada equilibrio de poder. Ningún presidente de los Estados Unidos puede permitir que el bloque comunista, para no mencionar a China, gobierne al mundo, lo que indudablemente harían si les permitimos que nos sobrepasen en el campo de la energía. No tenemos alternativa. – Sí, equilibrio de poder -musitó amargamente y, por primera vez, desde que Starr la conocía, tenía una nota de odio en la voz. Se encogió de hombros. – Todo lo que puedo repetir es que eres libre. No tienes por qué venir aquí nunca más. Los Estados Unidos de Norteamérica… Starr rió. – ¡Oh, diablos! En el mismo momento que el tono serio se apodera de mi voz, sé que ya estoy postergado para ser ascendido. Me veo a mí mismo hablando con algún agente, detrás del escritorio, con firmeza paternal… Sólo déjame saber si realmente has terminado, May, o si no es más que un desahogo verbal. Un rayo de sol alcanzó a las naranjas que estaban sobre las rodillas haciéndolas brillar. El departamento de dos habitaciones en donde se encontraban dos veces a la semana, estaba situado en la Ahora había lágrimas en los ojos de May. – Desearía ayudar. Tarde o temprano, Jack, te ordenarán matarlo y querrás que te ayude. – Vamos. Si hay algo que el mundo ha aprendido, es que es imposible detener el avance implacable de la ciencia. La investigación pertenece a la naturaleza del cerebro humano. La aventura es llevarla hasta el final. – Como se lo proponen -agregó. – Querida, los agentes de inteligencia norteamericanos somos gente sencilla. No hemos sido preparados para considerar a Dios como subversivo. Miró a la muchacha y se encontró enredado en una mezcla de azul y de lágrimas. – Vamos, May, vamos… – Jack, ¿alguna vez has sentido inclinación por esos objetos? – Claro. En MIT ya han fabricado unos cuantos. – ¿No encuentras que son cautivantes? Starr se congeló. – Tonterías. Su deber de hermano mayor estaba en parecer irónico y dar confianza; pero la muchacha tenía razón. Cada vez que había estado cerca de uno de los artefactos, invariablemente había experimentado una tristeza extraña, un momento de angustia, casi desesperación. Lo había atribuido a su aversión por lo desconocido, reacción de un hombre altamente racional. – ¿Qué es cautivante? – La cosa de – Necesitas descansar. – Tiene un escape. – ¿QUÉ? – El sufrimiento allí dentro es tan grande que parte del mismo consigue escaparse y llegar hasta uno… – Escucha, May… La voz de Starr tenía un tono agudo y de enojo. – A través del mundo, millones de seres viven en el sufrimiento y en la angustia, que no tienen un Mientras se cubría los ojos con una mano, ahora sollozaba, en silencio, histéricamente y sin lágrimas. Entonces, Starr advirtió el reloj pulsera. Nunca había visto que May lo llevase puesto antes. Era nuevo y diferente. Hecho torpemente con una aleación de un perlado pálido, que conocía bien. Es que sería… – Será mejor que te vayas. Toupoff está esperando. May miró el reloj. – Es nuevo, ¿verdad? -le preguntó Starr con indiferencia. – Me lo dio Marc ayer. No es preciso darle cuerda. – Muy bonito. – Pero algo sucede con el vidrio. No se puede ver a través de él. Como si lo impidiera una especie de humedad. – Dámelo. Haré que te cambien el vidrio. Se lo sacó y se lo dio. Starr la besó en la frente, odiando el despliegue de falsedad paternal. De pronto sintió odio de su propio rostro, de su chata y endurecida tirantez, de los labios angostos, de los pálidos ojos fríos, de su inercia. Destrucción. Era lo que mostraba su cara. Destrucción. El matadero. Uno trata firmemente, con demasiada fuerza, de librarse del romanticismo juvenil que se lleva dentro y, entonces, ¿qué sucede? Uno lo consigue, es lo que sucede. Y en la cara se nota para siempre. Se vuelve de piedra. – Saludos a nuestro amigo ruso. Le sonrió. Era la primera vez que CIA y KGB cooperaban y la cosa no andaba bien. – Ten cuidado. – ¿Estás bromeando? Se dio vuelta a mirarlo desde la puerta y se encogió de hombros. Luego se fue y Starr se quedó solo, allí, de pie, entre todo el conjunto de cupidos color rosa y el murmullo de las palomas. No había ninguna duda de que la aleación de pascalita de los envases dejaba mucho que desear, y que parte de la exhalación se filtraba. Los científicos del MIT lo sabían. Un problema de la radiación o lo que fuese. Física. Y era perjudicial. Habían ocurrido casos de alucinaciones, visiones, efectos colaterales religiosos y culturales, obras de arte que surgían de la nada, ecos de sinfonías, irrupciones de sonido y de color… En realidad, peor que el LSD. Actuaba como una extravagante droga cultural y había que ponerle fin antes de que la juventud se apoderara de ella. ¡Oh, bien! Supongo que lo arreglarán de alguna manera, pensó. Le harán una hendidura, y nadie sentirá nada, y a nadie le importará un bledo. En la calle, sacó el reloj del bolsillo y se agachó para tirarlo dentro de la alcantarilla. Pero, entonces, ocurrió un hecho gracioso. No podía decidirse a tirarlo. Una especie de instinto, última etapa de su propia estimación. Física o no, la maldita cosa tenía algo de humano, arrojarlo en la cloaca sería como cometer una atrocidad. Como la destrucción de los civiles en Vietnam. Otra vez el efecto colateral, pensó Starr. Trató de volverse de acero. Un militar no podía permitirse vuelos de imaginación. Empero no podía decidirse a tirar el reloj en la cloaca. No tenía nada que ver con el sentimentalismo. Era más bien una cuestión de buenos modales -sí, buenos modales- como quitarse el sombrero cuando había damas presentes. Dejó el reloj sobre la mesa de un café de la calle No había ninguna duda al respecto. La maldita cosa era cautivante. |
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