"La Exhalación" - читать интересную книгу автора (Gary Romain)

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A monseñor Domani no le llegó el momento de abrir el portafolio hasta la una de la madrugada. En esa silenciosa hora, mientras revisaba las cuentas de la hermana María, la vieja ama de llaves del Papa, advirtió una palpitación regular y sorda que procedía de la silla de cuero marrón, al lado de la chimenea. Era el portafolio, y tanto el sonido como el golpeteo que se escuchaba lo inquietaron. Para entonces ya se le cerraban los ojos por la fatiga causada por largas horas de trabajo y por la conmoción del día. Se desvistió, se puso el pijama, se hundió contra la almohada, alcanzó el portafolio y lo abrió. Extrajo el sobre de manila y, como el cuero negro aún palpitaba desagradablemente, hundió aun más la mano hasta el fondo y sacó un simple encendedor, blanco perlado, y tomó lo que los guardias habían llamado gadgeto. En las manos se sentía caliente y, al sacarlo, el objeto saltó y cayó al suelo. Era una pelotita del mismo color blanco perlado e igual material plástico que el encendedor. Al chocar contra el piso no rodó como lo hubiese hecho cualquier otro objeto esférico, sino que comenzó a dar saltos regulares, alcanzando en cada uno de ellos igual altura, y ninguna pérdida de impulso. Un juguete, pensó monseñor Domani, y mientras sonreía mirando el objeto saltarín, tomó un cigarrillo -se permitía sólo uno cuando trabajaba hasta tarde- y, recordando el encendedor, lo alcanzó y prendió el cigarrillo. Un encendedor completamente común, volvió a pensar observando la llama color naranja brillante, excepto que… bueno, sí, también palpitaba. Una especie de latido regular, apenas perceptible, aunque no se podía confundir, y el metal o el plástico estaba caliente, de una manera agradable. Luego abrió el sobre. Dentro había un grueso fajo de papeles y una carta adjunta, en francés y manuscrita, que comenzaba con las palabras Saint Pére. El joven sacerdote empezó a leer. En la chimenea ardía el fuego. La pelotita perlada rebotaba sobre el piso con una regularidad bastante extraordinaria alcanzando en cada rebote exactamente la misma altura que la vez anterior, aproximadamente un metro.

La mano del sacerdote jugaba distraída con el encendedor y la llamita anaranjada aparecía vivaz en cuanto él presionaba suavemente la palanca.

Monseñor Domani era un joven delgado y fuerte. Se había graduado el año anterior en la Academia de Diplomacia del Vaticano y había sido recomendado al Santo Padre como un alumno particularmente inteligente, trabajador y devoto. Sus rasgos tenían un ligero parecido con los de Pío XII; en realidad, era descendiente de los Pacelli y pariente del último Pontífice, asceta y conservador. Tenía una tendencia a ser intolerante, rasgo de un alma impetuosa y devota, proclive a realizar gestos untuosos, alzaba las manos hacia el cielo ante cada indicio de la fragilidad humana. Las monjas que cocinaban para el Papa consideraban que el povere necesitaba por lo menos cincuenta kilos más para alcanzar la madurez.

Monseñor Domani continuó leyendo la carta durante cinco minutos más hasta que el completo significado de lo que leía se aclaró repentinamente en su mente.

Su cara se tornó blanca, como la de un muerto; miró con horror al encendedor, todavía en la mano, y lo arrojó como si lo hubiese quemado. Saltó fuera de la cama y retrocedió contra la pared, lejos del gadgeto que aún rebotaba implacablemente sobre el piso. Por entonces los ojos de monseñor Domani se salían fuera de las órbitas al mirar en dirección al encendedor tirado sobre la alfombra, en el centro de la habitación. La llamita color naranja aún ardía. El joven sacerdote exhaló un breve y agudo grito, saltó hacia adelante, se apoderó del encendedor, apagó la llama, dejó caer de la mano el objeto de horror y se alejó hacia la puerta.

Su mente quedó en blanco y, cuando pocos minutos después volvió en sí, se encontró tirado sobre el suelo y vio la pelotita que repicaba en forma espantosa a unos pocos centímetros de su cara. Gritó aterrorizado, se puso de pie, asió el fajo de papeles de arriba de la cama y salió corriendo de la habitación. La Guardia Suiza lo vio sin duda alguna, volar a través de los corredores de mármol, como si fuera un pichón asustado. Era casi la una y media de la madrugada pero despertaría al Santo Padre y, mientras corría, sus labios pálidos y temblorosos murmuraban una oración con un fervor tan angustiado e implorante que al llegar a la puerta de los aposentos papales, el joven sacerdote repentinamente advirtió que nunca antes había rezado verdaderamente.