"La Exhalación" - читать интересную книгу автора (Gary Romain)

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Levantó la vista del libro que estaba leyendo -Los Paganos de Kresinski- y la sorprendió en lo mismo otra vez.

– Escucha, May, basta ya. Este condenado objeto no es más que un simple invento tecnológico. Basta.

La pelotita color blanco perlado rebotaba arriba y abajo al lado de la cama y May la contemplaba con una especie de expresión húmeda, amorosa, cristiana -sí, no había otra palabra- cristiana, que era simplemente enloquecedora.

May le dirigió una de esas miradas qué significaban "no tienes corazón" y Mathieu se sintió como un estrangulador de niños. Experimentaba con facilidad el sentimiento de culpa. En realidad, nunca lo abandonaba. Probablemente tenía algo que ver con la masturbación. Sin embargo, algún francés, artífice de las palabras, había escrito: "Una civilización digna de tal nombre se sentirá siempre culpable con respecto al Hombre y eso es, precisamente, lo que hace que sea una civilización". Pascal, probablemente. Con los franceses siempre es Pascal, o La Rochefoucauld. Bastardos aristocráticos.

– Deja de mirarlo como si Jesucristo estuviese allí encerrado. May tenía lágrimas en los ojos.

– Pobrecito, ha de sufrir terriblemente- respondió. Mathieu tiró el libro.

– ¡Nom de Dieu! -bramó-. ¿Es que volverás a ponerte histérica? ¿Cuántas veces te he dicho que lo único que hay adentro es energía, maníaca religiosa? E-ner-gí-a. Es un artefacto. ¿Conoces la vieja palabra francesa, gadget? Bueno, no es más que eso.

– ¿Energía? -preguntó-. Sí, ya lo sé. Sé de qué clase de energía se trata. ¿Quién está dentro de esto?

Cerró los ojos. Era culpa de él. No debía de haberle contado. Era demasiado ignorante, inculta, de esa clase físicamente sofisticada, de esa manera tejana deliciosamente borrica. Una norteamericana primitiva. Pero entonces uno no puede regresar de su trabajo día tras día sin compartir con su mujer las dificultades y las alegrías, la emoción creadora y los triunfos. Una noche había traído a casa este juguete -uno de los primeros que había fabricado con éxito- pensando divertirla. Muy bien, estaba haciendo un poquito de exhibicionismo, pero después de tantos esfuerzos, tantos fracasos, tal vez fuese convencional, pero sí normal el esperar de su mujer una palabra de alabanza. Y ahora eran los tranquilizantes, alcohol, súplicas y, lo peor de todo, miradas implorantes, azules, reprensivas y amantes, casi maternales…

– ¡Qué diablos! No difiere mucho de los frijoles saltarines mejicanos. Dentro del frijol hay un gusanito que se contorsiona frenéticamente para conseguir salir, y el frijol salta. Cuando el gusano se muere, el frijol se convierte en una cosa inútil y deja de ser divertido. Por supuesto que no le ocurrirá nunca a la pelotita. Seguirá rebotando eternamente. A la ley de la entropie, nunca podrá imputársele la pérdida y disminución de energía…

En términos vulgares y no científicos, la energía allí dentro era inmortal. Pero no se lo dijo. Todo dependía de las palabras, del vocabulario.

– Bastardos -musitó May con una voz espesa de borracha, apoyándose sobre el codo, la larga y rubia caballera cayéndole en cascada sobre los pechos-. No tenían derecho a hacerle una cosa así a un alma cristiana. A ningún alma. Encerrarla para la eternidad dentro de un maldito artefacto. Hacerla trabajar para ustedes hasta el fin de los tiempos. Yo llamo a eso explotación. Transformarla en energía. Es una acción miserable, comunista. Eso es lo que es, comunismo.

Malhieu gimió, se agarró la frente.

– May, esto no tiene nada que ver con lo que llamas alma y por una maldita buena razón: Es tecnología.

– Me dijiste…

– Ya lo sé, ya lo sé. Fui un tonto. Estaba simplemente usando una metáfora… bueno, una imagen. Quise simplificarlo para ti.

– Gracias.

– Yo…

– Sabías que era una idiota y trataste de explicármelo en términos idiotas.

– Lo que quise decir es que esto es una force que todos tenemos adentro, y punto. Sucede que cuando nos convertimos en materia -muy bien, cuando morimos- la energía que está dentro de nosotros se libera a una velocidad fantástica. Eso es todo. La llamamos velocidad de ascención. Conseguimos apresarla y hacerla trabajar para nosotros. Estancarla, para decirlo de alguna manera. Encerrándola en un generador. O recogiéndola en un recipiente. En realidad no es nada más que una recuperación de desperdicios. Productos envasados. Será mejor que lo comprendas ahora porque es la última vez que trato de explicártelo.

Se dio por vencido. No valía la pena. May no escuchaba. Y empezaba a encontrarse en una situación tan remota como la misma humanidad: la razón contra la superstición.

– Debí saberlo -se quejó Mathieu-. Desde el momento en que se elige a una chica del strip-tease del Crazy Horse que tiene el traste al aire, está destinada fatalmente a ser cristiana. May le sonrió.

– Me odias, ¿no es verdad? Y también sé por qué.

– Porque no puedo vivir sin ti, si es eso lo que piensas decir.

– Un día me moriré y me encerrarás en una pelotita blanca perlada y me mirarás saltar mientras le haces el amor a tu nueva chica… La verdad es que eres un monstruo. Le tomó la mano y se la besó.

– No hagas eso, May, es feudal.

Mathieu hundió la cara en el espeso y fragante haz de luz que la rodeaba, alrededor de los hombros, miró el reloj y saltó de la cama. Su cita con De Gaulle era a las once.

– ¿Qué apuro tienes?

– No puedo hacer esperar a Francia.

May se agachó y conectó el tocadiscos. Un cantante pop convertía a Jesús en una mina de oro. Parecía haber recuperado la alegría y Marc se sintió tranquilizado. Se estaba adaptando. Lentamente, dolorosamente. Mostraba una reacción conservadora bastante normal, que debía esperarse (hablando científicamente) de una mente sin entrenamiento. Pero cuando terminó de afeitarse y salió del cuarto de baño, la encontró todavía en la cama, mirando horrorizada a la pelota saltarina.

– ¿Quién está adentro, Marc?

– ¿Qué?

– ¿El espíritu inmortal de quién has encerrado adentro, h…de p…?

No consiguió calzarse el zapato que estaba por ponerse y siguió allí sentado, manteniendo los ojos cerrados y el zapato en la mano. Paciencia era lo que más necesitaba de May y era lo que más le faltaba.

– Escucha, May -le dijo con demasiada tranquilidad como era habitual cuando trataba de controlar su enojo-. Tiene tanto que ver con nuestro "espíritu inmortal" o nuestra "alma" o lo que fuese como un peso. No es más que un escape. Hazme el favor. Deja de pensar en eso.

– Bueno, pero de todos modos viene de alguien ¿no es así? ¿Quién es?

– Ya que quieres saberlo, Jean Pitard.

– ¡Oh, Dios mío! Tu mejor amigo y lo…

– ¿Y qué? Jean era ateo. Un racionalista.

– ¿Te dio permiso?

– No hubo tiempo. Estuvo inconsciente desde el momento en que el auto chocó contra el árbol. Pero estoy seguro de que no hubiese puesto objeciones. ¿Por qué había de dejar que su energía se perdiera en algún lugar, por allí? Un desperdicio terrible.

– ¿Conseguiste el permiso de los familiares?

– ¿Qué diablos crees que es esto, un trasplante?

May miró la pelota nuevamente.

– Jean Pitard -dijo-. Un hombrecito tan tranquilo y amable… Míralo allí, pobrecillo, rebotando arriba y abajo… tratando de liberarse…

– ¡Merde! -se quejó Mathieu-. ¡Merde!

Tomó la pelota, salió al balcón y la arrojó a la plaza. Vio a un chico correr detrás del objeto saltarín y agarrarlo. "Una linda mascota para un chico" -pensó.