"Temor Frío" - читать интересную книгу автора (Slaughter Karin)

4

El Hospital Grady era uno de los centros de traumatología de nivel más respetados del país, pero su reputación entre los habitantes de Atlanta era notoriamente mala. Dirigido por la Autoridad Hospitalaria de Fulton-DeKalb, el Grady era uno de los pocos hospitales públicos de la zona y, a pesar de que albergaba una de las unidades de quemados más grandes del país, tenía uno de los programas VIH/sida más completos de la nación, y servía como centro regional de tratamiento para bebés y madres de alto riesgo. Si entrabas con el estómago descompuesto o con dolor de oído, era más que probable que tuvieras que esperar dos horas para ver al médico… eso si tenías suerte.

El Grady era un hospital universitario, y la Universidad Emory, el alma máter de Sara, así como la Facultad Morehouse, proporcionaban una incesante provisión de internos. Las plazas de urgencias eran las más buscadas por los estudiantes, pues se decía que el Grady era el mejor lugar del país donde aprender medicina de urgencias. Quince años atrás, Sara había luchado con uñas y dientes para obtener un puesto en el equipo de pediatría, y había aprendido más en un año que muchos médicos durante toda una vida. Cuando se fue de Atlanta para regresar a Grant County, a Sara jamás se le pasó por la cabeza que volvería al Grady, sobre todo en esas circunstancias.

– Alguien viene -dijo el hombre que estaba junto a Sara. Todos los que estaban en la sala de espera (al menos treinta personas) levantaron los ojos hacia la enfermera, expectantes.

– ¿Señora Linton?

A Sara el corazón le dio un vuelco, y por una fracción de segundo pensó que su madre había llegado por fin. Se puso en pie, colocó una revista sobre la silla para que no se la quitaran, aunque, en las dos últimas horas, ella y el anciano que había a su lado se habían estado guardando el sitio mutuamente.

– ¿Ya ha salido del quirófano? -preguntó Sara, incapaz de contener el temblor de la voz.

El cirujano había calculado una intervención de al menos cuatro horas, estimación que a Sara le había parecido optimista.

– No -le dijo la enfermera, conduciendo a Sara al mostrador de enfermeras-. Tiene una llamada telefónica.

– ¿Son mis padres? -preguntó Sara, levantando la voz para hacerse oír.

El pasillo estaba abarrotado de gente; médicos y enfermeras pasaban zumbando con paso decidido mientras procuraban no verse superados por la progresiva cantidad de pacientes que inundaba el centro hospitalario.

– Dice que es agente de policía. -La enfermera le entregó el teléfono a Sara y le dijo-: Sea breve. No podemos permitir llamadas privadas en esta línea.

– Gracias.

Sara cogió el teléfono, reclinándose contra el mostrador, procurando no molestar.

– ¿Jeffrey? -preguntó.

– Hola -dijo él, con una voz en la que había la misma tensión que ella experimentaba. ¿Ya ha salido del quirófano?

– No -dijo Sara, recorriendo el pasillo con la mirada en dirección a la sala de cirugía.

Varias veces se le había ocurrido traspasar la puerta, intentar averiguar qué estaba pasando, pero un vigilante apostado en la puerta del quirófano parecía tomarse su trabajo muy en serio.

– ¿Sara?

– Estoy aquí.

– ¿Qué pasa con el bebé? -preguntó Jeffrey.

Sara sintió un nudo en la garganta. Se sentía incapaz de hablar de Tessa con él. No así.

– ¿Has averiguado algo? -inquirió.

– He hablado con Jill Rosen, la madre del suicida. No me ha dicho gran cosa. En el bosque encontramos una cadena, una especie de collar con una estrella de David, que pertenecía al chaval. -Como Sara no respondiera, añadió-: Andy, el suicida, o bien estaba en el bosque o alguien le quitó la cadena y se internó en el bosque.

Se obligó a hablar.

– ¿Qué te parece lo más probable?

– No lo sé -respondió-. Brad vio a Tessa recoger una bolsa de plástico blanca del suelo mientras subía la colina.

– Tenía algo en la mano -recordó Sara.

– ¿Hay alguna razón por la que recogiera basura?

Sara intentó pensar.

– ¿Por qué?

– Brad dijo que eso es lo que parecía estar haciendo en la colina. Encontró una bolsa y comenzó a meter basura dentro.

– Puede -dijo Sara, perpleja-. Antes se había quejado de la gente que ensuciaba. No lo sé.

– A lo mejor encontró algo en la colina y lo puso en una bolsa. Encontramos la estrella de David que pertenecía a la víctima, pero estaba en el interior del bosque.

– Si Tessa recogió algo, significaría que alguien nos miraba mientras estábamos junto al cadáver. ¿Cómo se llamaba? ¿Andy?

– Andy Rosen -le confirmó Jeffrey-. ¿Sigues pensando que hay algo raro?

Sara no sabía qué responder. Parecía que hacía una eternidad que había examinado a Rosen. Casi ni recordaba el aspecto que tenía el cuerpo.

– ¿Sara?

Ella le dijo la verdad.

– Ya no me acuerdo.

– Tenías razón cuando dijiste que lo había intentado antes. Su madre lo confirmó. Se rajó el brazo.

– Un intento anterior y una nota -dijo Sara, reflexionando que, aparte de lo que pudiera surgir en la autopsia, esos dos factores serían concluyentes a la hora de dictaminar suicidio-. Podemos hacerle un examen toxicológico. No habría saltado de ese puente sin luchar.

– Tenía un arañazo en la espalda.

– No se lo había hecho de manera violenta.

– Puedo hacer que Brock lo compruebe -le propuso. Dan Brock, el responsable de pompas fúnebres de la zona, había sido el forense del condado antes de que Sara aceptara el empleo-. Hasta ahora no he mencionado que haya nada sospechoso. Brock sabe guardar un secreto.

– Que le tome muestras de sangre, pero quiero hacer yo la autopsia -dijo Sara.

– ¿Crees que podrás?

– Si esto tiene alguna relación -comenzó-. Si quienquiera que le hizo eso a Tessa… -Sara no pudo acabar la frase, pero nunca hasta ahora había sentido necesidad de venganza. Por fin dijo-: Sí, podré hacerlo.

Jeffrey no parecía muy seguro, pero le informó:

– Estamos registrando el apartamento de Andy. Han encontrado una pipa en su cuarto. La madre dice que hace tiempo tuvo problemas con las drogas, pero el padre dice que lo dejó.

– Muy bien -afirmó Sara.

Sintió cómo montaba en cólera ante la idea de que su hermana se hubiera visto atrapada en el fuego cruzado de algo tan estúpido y absurdo como una transacción de drogas que había salido mal. El apuñalamiento de Tessa era el tipo de violencia que solía pasar por alto la gente que afirmaba que las drogas eran una diversión inofensiva.

– Estamos espolvoreando la habitación, intentando obtener huellas para pasarlas por el ordenador. Mañana hablaré con los padres. La madre me dio un par de nombres, pero ya se han trasladado de universidad o se han graduado.

Jeffrey hizo una pausa, y Sara se dio cuenta de que se sentía frustrado.

Las puertas de la sala de cirugía se abrieron de golpe, pero el paciente no era Tessa. Sara apretó los talones contra el mostrador de las enfermeras para que el equipo pudiera pasar. Una anciana de pelo rubio oscuro iba en la camilla, con los párpados vendados tras la operación.

– Y los padres, ¿cómo se han tomado la noticia? -preguntó Sara, pensando en los suyos.

– Bien, dadas las circunstancias. Jeffrey hizo una pausa-. La madre se derrumbó en el coche. Algo pasa entre ella y Lena. Pero no sé lo que es.

– ¿Como qué? -preguntó Sara, aunque Lena Adams era la última persona en el mundo que le importaba en ese momento.

– No lo sé -dijo él, y no era para sorprenderse. Sara le oyó tamborilear los dedos-. Rosen perdió el control en el coche. Simplemente lo perdió. -Dejó de tamborilear-. Su marido me llamó cuando se enteró. Lo trajeron directamente de la estación. -Hizo una pausa-. Los dos están destrozados. Estas cosas pueden ser muy duras. La gente suele…

– Jeffrey -le interrumpió Sara-. Te necesito… -De nuevo sintió un nudo en la garganta, como si las palabras la asfixiaran-. Te necesito aquí.

– Lo sé -dijo él en un tono de resignación-. No creo que pueda venir.

Sara se secó los ojos con el dorso de la mano. Uno de los médicos que pasaban levantó la vista hacia ella, pero enseguida la bajó hacia el gráfico que llevaba en las manos. Sintiéndose estúpida y observada por todo el mundo, intentó resistir las emociones que pugnaban por aflorar.

– Claro, lo entiendo -dijo por fin.

– No, Sara.

– Será mejor que cuelgue. Estoy hablando desde el mostrador de enfermería. Un tipo se ha pasado una hora al teléfono en la sala de espera. -Se rió, sólo para relajarse-. Hablaba en ruso, pero creo que era un traficante de drogas y estaba cerrando algún negocio.

– Sara -la interrumpió Jeffrey-, se trata de tu padre. Me ha pedido… me ha ordenado que no viniera.

– ¿Qué? -Sara pronunció la palabra tan fuerte que varias personas levantaron la vista de su trabajo.

– Estaba alterado. No lo sé. Me dijo que no fuera al hospital, que era un asunto familiar.

Sara bajó la voz.

– Él no tiene derecho a decidir…

– Sara, escúchame -dijo Jeffrey, con más serenidad en la voz de la que ella sentía-. Es tu padre. Tengo que respetar su decisión. -Hizo una pausa-. Y no es sólo tu padre. Cathy dijo lo mismo.

Se sintió idiota por repetirse, pero todo lo que consiguió articular fue:

– ¿Qué?

– Tienen razón -dijo Jeffrey-. Tessa no debería haber estado allí. No debería haberle permitido que…

– Soy yo quien la llevó a la escena del crimen -le recordó Sara, y la culpa que había experimentado en las últimas horas volvió a agitarse en su interior.

– Ahora están muy afectados. Y es comprensible. Jeffrey hizo una pausa, como si pensara cómo expresarse-. Necesitan tiempo.

– ¿Tiempo para ver qué pasa? -le preguntó-. Si Tessa se recupera, entonces te invitaremos a comer el domingo, y si no… -No pudo acabar la frase.

– Están enfadados. Así es como se sienten las personas cuando pasa algo semejante. Se sienten desamparados, y se enfadan con el primero que tienen cerca.

– Yo también estaba cerca -le recordó Sara.

– Sí, bueno…

Por un momento, Sara se sintió demasiado consternada para hablar. Al final preguntó:

– ¿Están enfadados conmigo?

Aunque sabía que tenían muchos motivos para estarlo. Sara era responsable de Tessa. Siempre lo había sido.

– Necesitan tiempo, Sara -dijo Jeffrey-. Tengo que dárselo. No voy a disgustarlos más.

Sara asintió, aunque él no pudo verlo.

– Quiero verte. Quiero estar ahí por ti y por Tessa.

Sara podía oír el dolor de la voz de Jeffrey, y sabía lo difícil que era todo eso para él. Sin embargo; no podía evitar sentirse traicionada por su ausencia. Era típico de Jeffrey no estar nunca cuando más lo necesitaba. Ahora estaba haciendo lo correcto, lo respetuoso, pero Sara no se sentía de humor para gestos nobles.

– ¿Sara?

– Muy bien -dijo ella-. Tienes razón.

– Me pasaré por casa y daré de comer a los perros, ¿entendido? Cuidaré de la casa. -Hizo otra pausa-. Cathy dijo que se pasarían por tu casa y te traerían algo de ropa.

– No necesito ropa -le dijo Sara, sintiendo que sus emociones volvían a encenderse. Sólo pudo susurrar-: Te necesito.

– Lo sé, nena -dijo él con suavidad.

Sara sintió de nuevo la amenaza de las lágrimas. Todavía no se había permitido llorar. No había tenido tiempo cuando Tessa estaba en el helicóptero, y la sala de urgencia y la de espera -incluso el cuarto de baño, donde Sara había entrado para ponerse unos pantalones y una blusa de hospital que una de las enfermeras le había encontrado- estaban demasiado abarrotadas para que encontrara un momento de intimidad en el que poder entregarse al dolor que sentía.

La enfermera escogió ese momento para interrumpirla.

– ¿Señora Linton? -le dijo-. De verdad que necesitamos el teléfono.

– Lo siento -le dijo Sara. Y a Jeffrey-: Tengo que colgar.

– ¿Puedes llamarme desde otro teléfono?

– No puedo irme muy lejos -dijo Sara, observando a una pareja de ancianos que recorrían el pasillo.

El hombre iba un poco encorvado, y la mujer le sostenía por los brazos mientras avanzaban arrastrando los pies, leyendo los carteles de las puertas.

– Hay un McDonald's al otro lado de la calle, ¿verdad? -preguntó Jeffrey-. Cerca del aparcamiento de la universidad.

– No lo sé -respondió Sara, porque hacía años que no estaba en esa zona de Atlanta-. ¿Hay uno?

– Creo que sí -dijo Jeffrey-. Mañana a las seis de la mañana estaré ahí, ¿entendido?

– No -dijo ella, observando a la pareja de ancianos al acercarse-. Cuida de los perros.

– ¿Estás segura?

Sara siguió mirando a la pareja. Con un sobresalto, Sara se dio cuenta de que no había reconocido a sus padres.

– ¿Sara? -preguntó Jeffrey.

– Te llamaré luego -dijo Sara-. Están aquí. Tengo que irme.

Sara se inclinó sobre el mostrador para colgar el teléfono, sintiéndose desorientada y asustada. Fue pasillo abajo, los brazos apretados contra el estómago, a la espera de que sus padres volvieran a recuperar su aspecto habitual. Con sobrecogedora claridad, comprendió lo viejos que eran. Como casi todos los niños que se hacen mayores, Sara siempre había imaginado que su padre y su madre nunca sobrepasarían cierta edad y, sin embargo, ahí estaban, tan mayores y frágiles que se preguntó cómo conseguían caminar.

– ¿Mamá? -dijo Sara.

Cathy no extendió los brazos hacia ella, como Sara había pensado que haría, como había querido que hiciera. Había pasado un brazo por la cintura de Eddie, como si necesitara un sostén. El otro lo mantenía a un costado.

– ¿Dónde está?

– Sigue en el quirófano -le dijo Sara, deseando acercarse a ella, pero sabiendo por la expresión de su madre que no debía hacerlo-. Mamá…

– ¿Qué ha pasado?

Sara sintió una bola en la garganta, y se dijo que no reconocía la voz de su madre. Había algo impenetrable en ella, y su boca era una línea fría y recta. Sara los llevó a un lado del concurrido pasillo para poder hablar. Todo resultaba tan formal que era como si acabaran de conocerse.

– Quiso acompañarme a… -comenzó Sara.

– Y tú la dejaste -dijo Eddie, y la acusación que latía en sus palabras la hirió en lo más hondo-. En el nombre de Dios, ¿por qué la dejaste ir?

Sara se mordió el labio para no hablar.

– No pensé…

Eddie la cortó en seco.

– No, no pensaste.

– Eddie -dijo Cathy, no para regañarlo, sino para indicarle que no era el momento.

Sara calló por un momento, deseando no alterarse más de lo que ya lo estaba.

– Ahora está en el quirófano. Creo que aún tiene para un par de horas.

Se volvieron cuando se abrieron las puertas de la sala de cirugía; se trataba de una enfermera que probablemente se tomaba un descanso.

Sara prosiguió.

– La han apuñalado en el vientre y en el pecho. También tiene un rasguño en la cabeza.

Sara se llevó una mano a la cabeza, mostrándoles el lugar en el que Tessa se había golpeado con la roca. Hizo una pausa, pensando en la herida, sintiendo cómo la invadía el mismo pánico. Se preguntó, y no por primera vez, si no sería todo un terrible sueño. Y como para sacarla de él, volvieron a abrirse las puertas de cirugía y salió un celador que empujaba una silla de ruedas vacía.

– ¿Y? -preguntó Cathy.

– Intenté controlar la hemorragia -prosiguió Sara, reviviendo la escena en su imaginación.

Mientras estaba en la sala de espera la había repasado una y otra vez, intentando imaginar qué podía haber hecho de otro modo, sólo para darse cuenta de que la situación había sido desesperada.

– ¿Y? -repitió Cathy lacónicamente.

Sara se aclaró la garganta, intentando distanciarse de sus sentimientos. Les hablaba como si fueran los padres de un paciente.

– Tuvo un ataque epiléptico un minuto antes de que llegara el helicóptero. Hice lo que pude para ayudarla. -Sara calló, recordando los espasmos de Tessa. Se quedó mirando a su padre, y se dio cuenta de que no la había mirado ni una vez desde que llegaron-. Tuvo dos ataques más durante el vuelo. El pulmón izquierdo dejó de funcionarle. Le introdujeron un tubo en el pecho para ayudarla a respirar.

– ¿Qué están haciendo ahora? -preguntó Cathy.

– Intentando detener la hemorragia. Han llamado a un neurólogo, pero no sé qué han encontrado. Su objetivo primordial es atajar la hemorragia. Le practicarán una cesárea para sacarle… -Sara calló, conteniendo el aliento.

– El bebé -acabó Cathy, y Eddie se apoyó en ella.

Sara exhaló lentamente.

– ¿Qué más? -preguntó Cathy-. ¿Hay algo que no nos hayas contado?

Sara apartó la mirada, pero les dijo:

– Si no pueden controlar la hemorragia a lo mejor tendrán que hacerle una histerectomía.

Sus padres se quedaron callados ante la noticia, aunque Sara sabía lo que pensaban, tan claramente como si se lo estuvieran diciendo. Tessa era su única esperanza de tener nietos.

– ¿Quién lo ha hecho? -preguntó Cathy-. ¿Quién haría algo así?

– No lo sé -susurró Sara, la pregunta resonando en su mente. ¿Qué clase de monstruo apuñalaría a una mujer embarazada y la dejaría por muerta?

– ¿Jeffrey sabe algo? -preguntó Eddie, y Sara se dio cuenta de lo mucho que le costaba pronunciar el nombre.

– Hace todo lo que puede -le dijo Sara-. Volveré a Grant en cuanto… -No pudo acabar.

– ¿Qué podemos esperar cuando se despierte? -preguntó Cathy.

Sara se quedó mirando a su padre; deseaba decirle algo que le hiciera levantar los ojos hacia ella. Si Cathy y Eddie no hubieran sido sus padres, les habría dicho la verdad: que no tenía ni idea de qué pasaría tras la operación. Jeffrey solía decir que no le gustaba hablar con los parientes o amigos de las víctimas hasta que no tenía algo que contarles. A Sara esto siempre le había parecido un poco cobarde por su parte, pero ahora lo consideraba necesario: la gente necesitaba algún tipo de esperanza, la seguridad de que al menos algo saldría bien.

– ¿Sara? -insistió Cathy.

– Querrán monitorizar la actividad cerebral. Probablemente le harán un electroencefalograma para asegurarse de que no hay daños en el cerebro. -Sara buscó algo positivo que decir. Finalmente les comunicó lo único que sabía seguro-: Hay muchas cosas que pueden haber ido mal.

Cathy no tenía más preguntas. Se volvió hacia Eddie, cerró los ojos y apretó los labios contra su cabeza.

Eddie habló por fin, pero seguía sin mirar a Sara:

– ¿Estás segura de lo del bebé?

A Sara le costó hablar. Tenía la garganta tan seca como el lecho del río cuando logró susurrar:

– Sí, papá.


Sara estaba junto a la máquina expendedora situada a la salida de la cafetería del hospital. Llevaba casi un minuto apretando el botón y sentía un agudo dolor en los nudillos. Como no salía nada, se inclinó y comprobó la tolva, por si había salido el producto y no se había dado cuenta. El recipiente de recogida estaba vacío.

– Maldita sea -dijo, dándole una patada a la máquina. Un KitKat salió sin ostentación.

Sara quitó el envoltorio y se fue por el pasillo para alejarse del ruido de la cafetería. El restaurante había cambiado desde que ella trabajara en el hospital. Ahora servían de todo, desde cocina tailandesa a platos italianos, pasando por jugosas y gruesas hamburguesas. Supuso que para el hospital era una mina, pero le pareció absurdo que un lugar dedicado a curar vendiera comida tan poco saludable.

Era ya casi medianoche y el hospital seguía abarrotado de gente. El rumor era constante, y era como caminar en torno a una colmena. Sara no recordaba que hubiera tanto ruido cuando era internista, pero estaba segura de que era el mismo. El miedo y el insomnio probablemente habían impedido que se diera cuenta. Antes de que los internos se organizaran y comenzaran a exigir un horario más humano, en el Grady los turnos duraban entre veinticuatro y treinta y seis horas. Después de tantos años le parecía que aún le quedaba sueño por recuperar.

Se reclinó contra una puerta en la que se leía la inscripción «ROPA BLANCA», sabiendo que si se sentaba ya no volvería a levantarse. Hacía tres horas que Tessa había salido del quirófano, y la habían llevado a cuidados intensivos, donde la familia se turnaba para estar junto a ella. Estaba fuertemente sedada y aún no se había despertado de la anestesia. El pronóstico era reservado, pero el cirujano consideraba que la hemorragia estaba bajo control. Tessa podría volver a tener hijos si se recuperaba lo suficiente de la terrible experiencia del bosque como para querer concebir otro.

Permanecer en la diminuta habitación de cuidados intensivos con Tessa, sintiendo cómo Eddie y Cathy la culpaban aunque no lo hubieran expresado con palabras, había sido excesivo para ella. Incluso Devon evitó hablar con Sara, y se había quedado en un rincón, los ojos muy abiertos ante la impresión por lo ocurrido a su amante y a su hijo. Sara estaba a punto de hacerse añicos, pero no había nadie cerca que pudiera volver a recomponerlos.

Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, intentando recordar lo último que su hermana le había dicho. En el helicóptero, Tessa se hallaba en estado postictal y no podía comunicarse. La última cosa coherente que comentó había sido en el coche, cuando le dijo a Sara que la quería.

A pesar de que no tenía hambre, Sara mordió el KitKat.

– Buenas noches, señora -dijo un anciano, saludando a Sara con el sombrero al pasar.

Sara se obligó a sonreír, y le observó subir las escaleras. El hombre tendría la edad de Eddie, pero tenía el pelo cano. La piel era traslúcida a la luz artificial de la clínica y, aunque sus pantalones azul oscuro y su camisa azul clara parecían limpios, dejó a su paso un olor a grasa o a aceite lubricante. Podía ser un mecánico o el encargado del mantenimiento del hospital, o a lo mejor tenía a alguien arriba que se agarraba desesperadamente a la vida, igual que Tessa.

Un grupo de médicos se detuvo delante de las puertas de la cafetería; llevaban los pantalones arrugados y las batas manchadas de diversas sustancias. Eran jóvenes, probablemente estudiantes o internos. Tenían los ojos inyectados en sangre, y parecían hastiados, sus rostros reflejaban el hastío que Sara identificaba de su época en el Grady.

Era obvio que esperaban a alguien mientras hablaban entre ellos; sus voces eran un tenue murmullo. Sara miró la chocolatina que tenía en la mano, y sus ojos no llegaron a enfocar la etiqueta, mientras les oía intercambiar chismes del hospital, discutiendo actividades en las que les gustaría involucrarse.

– ¿Sara? -preguntó una voz masculina.

Sara siguió mirando la etiqueta, suponiendo que el hombre se dirigía a otra Sara.

– ¿Sara Linton? -repitió la voz.

Ella alzó los ojos hacia el grupo de internos, preguntándose si alguno de sus pacientes de la Clínica Infantil Heartsdale trabajaba ahora en Emory. Se sintió vieja al observar aquellas caras juveniles hasta que divisó a un hombre mayor, alto, que estaba detrás de ellos.

– ¿Mason? -preguntó, reconociéndole por fin-. ¿Mason James?

– Ése soy yo -dijo, abriéndose paso entre el grupo de internos. Le puso la mano en el hombro-. Me topé con tus padres arriba.

– Oh -fue lo único que se le ocurrió decir a Sara.

– Ahora trabajo aquí. Traumatología pediátrica.

– Exacto.

Sara asintió como si se acordara. Había salido con Mason cuando trabajaba en el Grady, pero desde que se volviera a Grant no había sabido nada el uno del otro.

– Cathy me dijo que habías bajado a comer algo.

Sara le enseñó el KitKat.

Mason soltó una carcajada.

– Veo que tus gustos culinarios no han cambiado.

– Se les había acabado el filet mignon -dijo Sara, y Mason volvió a reír.

– Estás estupenda -dijo Mason, una evidente mentira que su buena educación y sus modales le ayudaron a decir con convicción.

El padre de Mason había sido cardiólogo, y también su abuelo. Sara siempre pensó que el hecho de que Mason se sintiera atraído por ella se debía en parte a que Eddie era fontanero. Mason, educado en un mundo de internados y clubes de campo, no tenía mucho contacto con la clase obrera, aparte de firmar el cheque de su servicio doméstico.

– Esto… cómo… -Sara se esforzó por decir algo-. ¿Cómo te va?

– Estupendamente -dijo-. Me he enterado de lo de Tessa. En urgencias no se habla de otra cosa.

Sara sabía que incluso en un hospital tan grande como el Grady un caso como el de Tessa llamaría la atención. Cualquier hecho violento que afectara a un niño se consideraba mucho más horrible.

– Me pasé a ver cómo estaba. Espero que no te importe.

– No -dijo Sara-. Claro que no.

– Su médico es Beth Tindall -dijo Mason-. Una excelente cirujana.

– Sí -dijo Sara.

Él le sonrió con afecto.

– Tu madre está tan guapa como siempre.

Sara intentó devolverle la sonrisa.

– Estoy seguro de que se ha alegrado de verte.

– Bueno, dadas las circunstancias… -concedió-. ¿Saben quién lo hizo?

Sara negó con la cabeza, estaba a punto de perder la compostura.

– Ni idea.

– Sara -dijo, rozándole el dorso de la mano con los dedos-, lo siento.

Ella apartó la mirada, deseando no llorar. Nadie había intentado consolarla desde que apuñalaran a Tessa. Cuando él la tocó se le puso la piel de gallina, y se sintió una idiota por hallar consuelo en un gesto tan nimio.

Mason percibió el cambio. Le ahuecó la mano en la cara, haciéndole levantar la vista.

– ¿Te encuentras bien?

– Debería volver arriba.

Mason la cogió por el codo y le dijo:

– Vamos.

Ambos echaron a andar por el pasillo.

Sara le escuchó hablar mientras se dirigían a cuidados intensivos, sin prestar atención a sus palabras, sino tan sólo a la suave y balsámica monotonía de su voz mientras le hablaba de lo que había sido del hospital y de su vida desde que Sara abandonara Atlanta. Mason James era de esos hombres que parecían tomárselo todo con calma. Recién salida de Grant County, a Sara, que hasta entonces sólo había salido con Steve Mann, un tipo que pensaba que una buena cita tenía que rematarse magreando a Sara en el asiento trasero del Buick de su padre, Mason le pareció un hombre cosmopolita y adulto.

Doblaron la esquina, y Sara vio a sus padres en el pasillo, en lo que parecía una acalorada discusión. Eddie fue el primero en divisar a Sara y a Mason, y se calló de inmediato.

A Eddie se le cerraban los párpados, y Sara nunca le había visto tan cansado. Su madre parecía haber envejecido más en la última hora que en los últimos veinte años. Se les veía tan vulnerables que a Sara se le cayó el mundo encima.

– Voy a ver cómo está Tess -dijo para excusarse.

Apretó el botón que había a la derecha de las puertas y entró en cuidados intensivos.

Como en casi todos los hospitales, la unidad de cuidados intensivos era una zona pequeña y apartada. Las luces estaban mitigadas en las habitaciones y los pasillos, y la atmósfera era fresca y relajante, tanto para los pacientes como para los pocos visitantes a los que se permitía entrar cada dos horas. Todas las puertas de las habitaciones eran cristaleras correderas, lo que no permitía mucha intimidad, pero casi todos los pacientes estaban demasiado enfermos para quejarse. Sara oyó los bips de los monitores del corazón y el lento resollar de los respiradores cuando se acercó a la parte de atrás. La habitación de Tessa estaba al otro lado del mostrador de enfermeras, lo que indicaba que su estado era crítico.

Devon estaba en la habitación con ella, de pie, a un par de pasos de la cama, con las manos en los bolsillos. Estaba apoyado en la pared, aunque tenía una cómoda silla al lado.

– Hola -dijo Sara.

Devon apenas le prestó atención. Tenía los ojos enrojecidos, y su piel oscura se veía pálida a la luz artificial de la habitación.

– ¿Ha dicho algo?

Devon tardó en responderle.

– Ha abierto los ojos un par de veces, pero no sé.

– Está intentando despertarse -le dijo Sara-. Eso es bueno.

La nuez de Devon se movió arriba y abajo al tragar.

– Si necesitas un descanso… -comenzó a decir Sara, pero Devon no esperó a que acabara.

Se alejó sin mirar atrás.

Sara acercó la silla a la cama de Tessa y se sentó. Se había pasado sentada casi todo el día a la espera de noticias, pero estaba agotada.

Tessa tenía la cabeza vendada, y le habían cosido el cuero cabelludo. Tenía dos drenajes conectados al estómago para extraer fluido. Un catéter colgaba del barrote de la cama, sólo parcialmente lleno. La habitación estaba a oscuras, y la única luz procedía de los monitores. Le habían quitado el respirador hacía una hora, pero aún tenía conectado el monitor cardíaco, y un bip metálico anunciaba cada latido de su corazón.

Sara acarició los dedos de su hermana, y se dijo que nunca se había fijado en lo pequeñas que eran sus manos. Aún se acordaba del primer día de Tessa en la escuela, cuando Sara le cogió la mano para llevarla a la parada del autobús. Antes de marcharse, Cathy le soltó un sermón a Sara para que cuidara de su hermana. Aquello se repitió a lo largo de toda su infancia. Incluso Eddie le había dicho a Sara que cuidara de su hermana, aunque posteriormente Sara se imaginó la verdadera razón por la que su padre siempre animó a Tessa a acompañar a su hermana en sus citas con Steve Mann: Eddie sabía lo que pasaba en el asiento trasero del Buick.

Tessa movió la cabeza, como si hubiera intuido que había alguien.

– ¿Tess? -dijo Sara, cogiéndole la mano y apretándola suavemente-. ¿Tess?

Tessa emitió un ruido que pareció un gruñido. Se llevó la mano a la barriga, igual que había hecho un millón de veces en los últimos ocho meses.

Lentamente, Tessa abrió los ojos. Paseó la mirada por la habitación y sus ojos encontraron a Sara.

– Hola -dijo Sara, sintiendo que una sonrisa de alivio le asomaba a la cara-. Hola, cariño.

Tessa movió los labios. Se llevó una mano a la garganta.

– ¿Tienes sed?

Tessa asintió, y Sara buscó el vaso de hielo picado que la enfermera había dejado junto a la cama. El hielo casi se había derretido, pero Sara encontró unos trocitos para su hermana.

– Te han puesto un tubo en la garganta -le explicó Sara, deslizando el hielo en la boca de Tessa-. Lo tendrás dolorido, y te costará hablar.

Tessa cerró los ojos al tragar.

– ¿Te duele mucho? -preguntó Sara-. ¿Quieres que llame a la enfermera?

Sara se incorporó para ponerse en pie, pero Tessa no le soltaba la mano. No tuvo que vocalizar la primera pregunta que le vino a la cabeza. Sara la leyó en sus ojos.

– No, Tessie -dijo, sintiendo cómo las lágrimas le resbalaban por la cara-. Lo hemos perdido. La hemos perdido. -Se llevó la mano de Tessa a los labios-. Lo siento mucho. Lo siento…

Tessa la hizo callar sin decir una palabra. El bip del monitor era el único sonido de la habitación, metálico testimonio de que Tessa estaba viva.

– ¿Recuerdas algo? -le preguntó Sara-. ¿Sabes lo que pasó?

Tessa movió una vez la cabeza a un lado para decir no.

– Te adentraste en el bosque -dijo Sara-. Brad te vio coger una bolsa y meter basura dentro. ¿Te acuerdas?

Volvió a indicar que no.

– Creemos que allí había alguien. -Sara se interrumpió-. Sabemos que había alguien en el bosque. Puede que quisiera la bolsa. A lo mejor él…

No acabó todo lo que pensaba decirle. Demasiada información sólo serviría para confundir a su hermana, y Sara no estaba segura de lo ocurrido.

– Alguien te apuñaló -afirmó Sara.

Tessa esperó a oír más.

– Te encontré en el bosque. Estabas en medio del claro, en el suelo, y yo… hice lo que pude. Intenté ayudar. Pero no pude. -Sara estaba a punto de perder la compostura otra vez-. Dios mío, Tessie, intenté ayudarte.

Sara apoyó la cabeza en la cama, avergonzada de llorar. Debía ser fuerte para su hermana, quería demostrarle que podían superar eso juntas, pero lo único que tenía en la cabeza era su propia culpa. Después de cuidar de Tessa toda la vida, Sara le fallaba en el momento que más la necesitaba.

– Oh, Tess -sollozó Sara, que necesitaba el perdón de su hermana más que ninguna otra cosa en la vida-. Lo siento.

Sintió que Tessa le ponía la mano en la nuca. Al principio movió la mano con torpeza, pero Sara comprendió que intentaba atraerla hacia ella.

Sara levantó la mirada. Tenía la cara a pocos centímetros de Tessa.

Su hermana movió los labios, aún no acostumbrada a utilizar la boca. Musitó la palabra: «¿Quién?». Quería saber quién lo había hecho, quién había matado al niño.

– No lo sé -dijo Sara-. Intentamos averiguarlo, cariño. Jeffrey hace todo lo que puede. -Se le hizo un nudo en la garganta-. Se asegurará de que el que lo hizo no vuelva a hacerle daño a nadie.

Tessa llevó los dedos a la mejilla de Sara, debajo del ojo. Con una mano temblorosa, le secó las lágrimas.

– Lo siento mucho, Tessie. Lo siento mucho. -Sara le imploró-: Dime qué puedo hacer. Dímelo.

Cuando Tessa habló, tenía la voz rasposa, poco más que un susurro. Sara la vio mover los labios, pero oyó hablar a Tessa con la misma claridad que si hubiera gritado.

– Encuéntralo.