"Temor Frío" - читать интересную книгу автора (Slaughter Karin)

3

Con la excusa de haberse torcido un tobillo, Lena se quedó rezagada respecto a Chuck, sabiendo que se pondría hecha una furia si él intentaba darle conversación. Necesitaba un par de minutos para reflexionar acerca de lo que había pasado con Jeffrey. Su mente no olvidaría el modo en que él la había mirado. En otras ocasiones, Jeffrey se había enfadado con Lena, pero nunca como aquel día. Aquel día la había odiado.

Durante el último año, la vida de Lena había sido un largo calvario, que había empezado cuando perdió su trabajo y acabado -por el momento- cuando bajó de culo hasta el río. No era de extrañar que Jeffrey la hubiera echado del cuerpo. Tenía razón; no era de fiar. Jeffrey no confiaba en ella porque demostraba constantemente que no lo merecía. Esta vez podía costarle a Jeffrey perder al hombre que había apuñalado a Tessa Linton.

– No te quedes atrás -le dijo Chuck por encima del hombro. Iba un par de pasos por delante de ella, y Lena miró su ancha espalda, deseando transmitirle todo su odio.

– Venga, Adams -insistió Chuck-. Camina y se te pasará el dolor.

– Ya no me duele.

– Muy bien -dijo Chuck, aminorando el paso. Le lanzó una húmeda sonrisa-. Así que… al parecer el jefe no te quiere volver a ver ni en pintura.

– Ni a ti tampoco -le recordó.

Chuck soltó un bufido, como si Lena hubiera hecho un chiste en lugar de decirle la verdad. Lena no había conocido a nadie que tuviera tanto arte a la hora de cerrar los ojos a lo evidente.

– No le caigo bien porque salía con su novia cuando íbamos al instituto -dijo Chuck.

– ¿Saliste con Sara Linton? -preguntó Lena.

Le parecía tan inverosímil como que hubiera salido con la reina de Inglaterra.

Chuck se encogió de hombros sin darle importancia.

– Hace mucho tiempo. ¿Eres amiga de ella o qué?

– Sí -mintió Lena. Sara no era ni mucho menos amiga suya-. Nunca me lo mencionó.

– Es un tema delicado para ella -explicó Chuck-. La dejé por otra.

– Muy bien -dijo Lena, considerando que eso era típico de Chuck.

Pensaba que todo el mundo se creía cualquier palabra que saliera de su boca, y actuaba según la falsa impresión de que era una persona respetada en el campus, aun cuando todos sabían que la única razón por la que Chuck obtuvo ese trabajo era porque su padre había llamado por teléfono a Kevin Blake, el decano de Grant Tech. Albert Gaines, presidente de Inversiones y Préstamos Grant, era de los que cortaban el bacalao en la ciudad, sobre todo en la universidad. Cuando Chuck volvió a su ciudad natal, tras ocho años en el ejército, entró directamente a trabajar de director de seguridad del campus sin que nadie hiciera ninguna pregunta.

Obedecer a un hombre como Chuck era una píldora amarga que Lena tenía que tragarse todos los días. Cuando renunció a su placa, no se le presentaron muchas opciones. A sus treinta y cuatro años, Lena sólo sabía hacer de policía. Había entrado en la academia nada más salir del instituto y nunca había mirado atrás. Las otras cosas para las que estaba cualificada eran voltear hamburguesas y limpiar casas, y ninguna le resultaba atractiva.

En los días posteriores a su salida del cuerpo de policía, Lena consideró la posibilidad de marcharse bien lejos, quizá visitar México y encontrar a la familia de su abuela o irse de voluntaria al extranjero; pero la realidad se le impuso, y se dio cuenta de que al banco tanto le daba si necesitaba un cambio de aires: seguían esperando mensualmente el pago de la hipoteca y de los plazos del coche. Ni siquiera con la mísera pensión de incapacidad que recibía del departamento de policía y el poco dinero que había conseguido vendiendo la casa conseguía llegar a fin de mes.

El trabajo en la universidad le proporcionaba vivienda gratis en el campus y un seguro médico en lugar de un salario digno. Cierto que la vivienda era una porquería y que el seguro médico le cubría tan poco que le entraba pánico cada vez que estornudaba, pero era un trabajo estable, y al menos no tenía que irse a vivir con su tío Hank. Volver a Reece, donde Hank había criado a Lena y a Sibyl, su hermana gemela, habría sido demasiado fácil. Habría sido demasiado fácil instalarse en el bar propiedad de Hank y espantar sus pesadillas empinando el codo. Habría sido demasiado fácil ocultarse del resto del mundo, hasta que hubieran pasado treinta años y siguiera sujetando un taburete, y las cicatrices de sus manos fueran el único recordatorio de por qué había comenzado a beber.

Lena había sido violada hacía un año; no sólo violada, sino secuestrada y retenida durante días. Sus recuerdos de esos días eran dispersos, pues la habían drogado durante casi toda la agresión, y su mente estaba en un lugar más seguro mientras maltrataban su cuerpo. Las cicatrices de las manos y los pies constituían un recordatorio permanente de que la habían clavado al suelo con las piernas y los brazos abiertos para que estuviera accesible a su agresor en todo momento. Aún le dolían las manos cuando hacía frío, pero el dolor no era nada comparado con el miedo que sintió al contemplar cómo aquellos largos clavos se le hundían en la carne.

Antes de posar su mirada en Lena, aquel mismo animal había matado a Sibyl, su hermana, y el hecho de que el hombre ya no existiera no la consolaba. A Lena aún se le aparecía en sueños, unas pesadillas tan vívidas que a veces se despertaba bañada en un sudor frío, agarrada a la colcha, sintiendo su presencia en la habitación. Aún resultaban peores los sueños que no eran pesadillas, cuando él la tocaba tan suavemente que la piel de Lena se estremecía, y ella se despertaba confusa y excitada, el cuerpo temblando en respuesta a las imágenes eróticas que su mente dormida había evocado. Sabía que las drogas que aquel individuo le suministró durante el secuestro engañaban a su cuerpo para que reaccionara a esos estímulos, pero aun así no podía perdonarse. A veces el recuerdo del tacto de su secuestrador la cubría como una fina telaraña, y de pronto se ponía a temblar tan fuerte que sólo una ducha de agua hirviendo podía hacer que volviera a sentir la piel como suya.

Lena no sabía si era desesperación o estupidez lo que, hacía un mes, la había hecho telefonear al centro de orientación psicológica de la universidad. Fuera lo que fuese lo que la empujó, las tres sesiones y media a las que consiguió asistir fueron un tremendo error. Hablar de lo ocurrido con una desconocida -y tampoco es que Lena llegara a contarle lo peor- era algo que la superaba. Había cosas demasiado privadas para comentarlas. A los diez minutos de la cuarta sesión, especialmente dolorosa, Lena se puso en pie, se fue de la clínica y no volvió. Sin embargo, ahora debía decirle a esa misma doctora que su hijo había muerto.

– Adams -dijo Chuck, mirando a su espalda-, ¿conoces a esta tía?

Para Chuck, las mujeres eran siempre tías o zorras, según lo dispuestas -en su opinión- que estuvieran a follar con él. Lena deseaba con todas sus fuerzas que él la considerara una zorra, pero a veces tenía la sensación de que, para Chuck, era sólo cuestión de tiempo que ella se arrojara a sus pies.

– No la conozco -le dijo Lena. Y por si acaso, añadió-: Bueno, la he visto por el campus.

Él volvió a mirarla, pero Chuck era tan incapaz de leer los pensamientos ajenos como de hacer amistades.

– Rosen -dijo Chuck-. ¿No te parece un apellido judío?

Lena se encogió de hombros; le importaba bien poco. Grant Tech era un lugar donde la integración era casi total y, exceptuando un par de gilipollas que recientemente habían decidido hacer pintadas racistas sobre cualquier cosa que no se moviera, reinaba una buena armonía.

– Espero que esa tía no…

Chuck soltó un silbido e hizo el gesto de atornillarse el dedo en la sien. Naturalmente, Chuck daba por sentado que cualquiera que trabajara en una clínica psiquiátrica estaba chalado.

Lena no le proporcionó la satisfacción de una respuesta. Pensaba si alguien la reconocería en la clínica. Los domingos cerraban a las dos, pero Rosen había aceptado ver a Lena después del horario habitual, quizá debido a la popularidad de su cargo. No había más que leer cualquier periódico para conocer los macabros detalles del secuestro y la violación de Lena. Probablemente, Rosen estuvo encantada de oír la voz de Lena al teléfono.


– Vamos allá -dijo Chuck, abriendo la puerta del centro de orientación.

Lena detuvo la puerta antes de que se le cerrara en la cara y siguió a Chuck por la abarrotada sala de espera.

Como casi todas las universidades, Grant Tech, en su departamento de salud mental, andaba escasísima de fondos. Sobre todo en Georgia, donde la Beca Hope, financiada gracias a la lotería, aseguraba prácticamente que todo aquel que supiera hacer la o con un canuto entraba en la universidad pública. Cada vez se matriculaban más chavales que no soportaban la tensión emocional de estar lejos de casa o de tener que esforzarse en los estudios. Al ser una universidad politécnica, Grant prestaba una mayor atención a los empollones de matemáticas o a los que rendían más de lo esperado. Esas personalidades tipo matrícula de honor no se tomaban bien los fracasos, y el centro de orientación estaba prácticamente hasta los topes debido a la afluencia de nuevos alumnos. Lena se dijo que si sus seguros médicos eran como el de ella, los alumnos no tendrían otra opción que volver a clase.

Chuck se subió los pantalones al acercarse a la recepción. Lena casi leía sus pensamientos mientras lo veía mirar a su alrededor y se daba cuenta de que casi todos los pacientes eran chicas vestidas con camisetas muy cortas y pantalones acampanados. Lena tenía su propia opinión acerca de esas jóvenes, cuyos problemas más serios eran sus relaciones con los chicos y que echaban de menos a Fido. Probablemente no tenían ni idea de lo que era tener problemas de verdad, problemas que te tenían en vela por la noche, que te hacían sudar hasta que llegaba la mañana y podías volver a respirar.

– ¿Hola? -dijo Chuck, aporreando con la palma la campanilla del mostrador.

Algunas chicas pegaron un bote al oír el ruido, y le lanzaron a Lena una mirada desagradable, como si esperaran que ella tuviera que controlarla.

– ¿Hola?

Se inclinó sobre el mostrador, intentando ver pasillo abajo. Su voz resonaba tanto que Lena sintió deseos de taparse los oídos. Pero lo único que hizo fue mirar al suelo, intentando disimular su bochorno.

Por fin apareció la recepcionista, una mujer alta de cabello rubio rojizo con una mueca de irritación en la cara. Miró a Lena sin que pareciera reconocerla.

– Ya estás aquí -dijo Chuck, sonriendo como si fueran viejos amigos.

– ¿Sí?

– ¿Carla? -preguntó Chuck, leyendo su etiqueta identificativa.

Sus ojos se demoraron en los pechos de la joven. Ella cruzó los brazos.

– ¿Qué hay?

Lena decidió intervenir, y habló en voz baja.

– Tenemos que ver a la doctora Rosen.

– Está con un paciente. No se la puede molestar.

Lena estaba a punto de hacer un aparte con la mujer y explicarle en privado la situación, cuando Chuck soltó:

– Su hijo se ha suicidado hará cosa de una hora.

Toda la sala soltó un grito ahogado. Cayeron algunas revistas, y dos chicas salieron por la puerta una a los pocos segundos de la otra.

Carla tardó un momento en recuperarse de la impresión.

– Iré a buscarla -dijo.

Lena la detuvo.

– Ya iré yo. Indíqueme cuál es su consulta.

La mujer exhaló un suspiro de alivio.

– Gracias.

Chuck iba detrás de Lena mientras seguían a la mujer por un pasillo largo y estrecho. La claustrofobia invadió a Lena como una repentina llamarada, y cuando llegaron a la consulta de Jill Rosen estaba sudando. Con su olfato habitual para saber cómo empeorar las cosas, Chuck se acercó tanto a Lena que casi se apoyaba en ella. Olió su loción para después del afeitado mezclada con el repugnante olor dulzón de su chicle, que masticaba sonoramente en su oído. Lena contuvo el aliento y apartó su cabeza de él para no tener arcadas.

La recepcionista dio unos golpecitos en la puerta.

– Jill?

Lena se ensanchó el cuello de la camisa en busca de aire. Rosen abrió la puerta con un «¿Sí?» de exasperación. Entonces vio a Lena, y al reconocerla sonrió con curiosidad. Abrió la boca para decir algo, pero Lena la interrumpió.

– ¿Es usted la doctora Rosen? -preguntó Lena, consciente de que su voz sonaba metálica.

Rosen miró a Lena y luego a Chuck, dudando un instante antes de dirigirse al paciente que estaba en la consulta para decirle:

– Lily, volveré enseguida. Por aquí -dijo al cerrar la puerta.

Lena le lanzó una mirada furibunda a Chuck antes de seguir a la doctora, pero él, sin darse por aludido, caminó pegado a sus talones.

En su breve época de paciente, Lena sólo había visto la sala de espera y la consulta de Rosen, de modo que le sorprendió verse en una sala de conferencias bastante grande. El espacio era acogedor y abierto, con muchas plantas, igual que la consulta de Jill Rosen. Las paredes estaban pintadas de un balsámico gris claro. Había sillas de tapicería malva bajo una gran mesa de caoba. Cuatro archivadores con cuatro cajones ocupaban un lado de la sala, y a Lena le alegró comprobar que allí nadie entraría a husmear.

La doctora dio media vuelta y se apartó el pelo de los ojos. Jill Rosen tenía la cara estrecha y el cabello, castaño oscuro, caía sobre sus hombros. Era atractiva para su edad, que debía rondar los cuarenta, y vestía con sencillez, con blusas largas y holgadas y faldas que le realzaban el tipo. Su comportamiento sereno molestaba a Lena, sobre todo cuando, al cabo de tres sesiones, le dijo que era alcohólica. A Lena le asombraba que, con aquella actitud, tuviera algún paciente. Y si uno se paraba a pensarlo, poco se podía decir a favor de una psiquiatra que era incapaz de impedir que su hijo saltara de un puente.

Como era de prever, Rosen fue al grano:

– ¿Cuál es el problema?

Lena inhaló profundamente y se preguntó si aquella situación iba a ser muy desagradable, teniendo en cuenta su pasado con Rosen. Decidió ser directa.

– Hemos venido por su hijo.

– ¿Andy? -preguntó Rosen, desplomándose en una de las sillas, como un globo que se desinfla lentamente.

Se quedó sentada, la espalda recta, las manos entrelazadas en él regazo, en perfecta compostura, a excepción de la expresión de pánico de sus ojos. Lena jamás había leído tan claramente una emoción. La mujer estaba aterrada.

– ¿Está…? -Rosen se aclaró la garganta, y le aparecieron lágrimas en los ojos-. ¿Se ha metido en algún lío?

Lena se acordó de que Chuck estaba allí, de pie, en la puerta, con las manos en los bolsillos, como si presenciara un programa de entrevistas. Antes de que pudiera protestar, Lena le cerró la puerta en las narices.

– Lo siento -dijo Lena, apretando las palmas contra la mesa al sentarse.

La disculpa era para Chuck, pero Rosen no lo entendió así.

– ¿Qué? -suplicó la doctora.

Su voz sonaba desesperada.

– Me refería a…

Bruscamente, Rosen extendió los brazos y agarró las manos de Lena, que se resistió, pero Rosen no pareció darse cuenta. Desde la violación, la idea de tocar a alguien -o peor aún, de que alguien la tocara- le provocaba sudores fríos. La intimidad del momento le hizo tragar bilis.

– ¿Dónde está? -preguntó Rosen.

A Lena comenzó a temblarle una pierna. El talón le subía y bajaba de manera incontrolable. Al hablar se le formó un nudo en la garganta, pero no debido a la pena.

– Quiero que vea una foto.

– No -se negó Rosen, apretando las manos de Lena como si estuvieran al borde de un acantilado y Lena fuera lo único que la impedía caer-. No.

Con dificultad, Lena liberó una mano y sacó la Polaroid del bolsillo. Sostuvo la foto ante los ojos de Rosen, pero ésta los apartó y los cerró, como haría una niña.

– Doctora Rosen -comenzó a decir Lena, pero enseguida moderó el tono-: Jill, ¿éste es su hijo?

Rosen miró a Lena, no a la foto, y el odio brilló en sus ojos, como carbones al rojo vivo.

– Dígame si es él -insistió Lena, deseando acabar con aquello cuanto antes.

Rosen miró la Polaroid. Se le dilataron las aletas de la nariz y sus labios formaron una línea delgada mientras reprimía las lágrimas. Lena dedujo de la expresión de la mujer que el muchacho era su hijo, pero Rosen se lo tomaba con calma, miraba la foto, dejaba que su mente aceptara lo que veían sus ojos. Probablemente sin pensar, Rosen acarició la cicatriz que había en el dorso de la mano de Lena con el pulgar, como si fuera un talismán. La sensación fue como rascar papel de lija sobre una pizarra, y Lena apretó los dientes para no gritar.

– ¿Dónde? -preguntó Rosen finalmente.

– Le encontramos en el lado oeste del campus -le dijo Lena.

Estaba tan obsesionada por la urgencia de retirar la mano que el brazo comenzó a temblarle.

Rosen, casi sin quererlo, preguntó:

– ¿Qué ha pasado?

Lena se pasó la lengua por los labios, aunque tenía la boca seca como un desierto.

– Saltó -dijo, intentando respirar-. De un puente. -Calló-. Creemos que…

– ¿Qué? -preguntó Rosen, aún agarrando la mano de Lena.

Lena no podía soportarlo más, y le suplicó:

– Por favor, lo siento… -Una expresión de perplejidad cruzó la cara de Rosen, lo que hizo que Lena se sintiera aún más atrapada. A cada palabra aumentaba el volumen de su voz, hasta que al final chilló-: ¡Suélteme la mano!

Rosen apartó la mano rápidamente, y Lena se puso en pie con tanta brusquedad que derribó la silla. Se apartó de la otra mujer hasta notar la puerta en la espalda.

En el rostro de Rosen se dibujó un gesto de horror.

– Lo siento.

– No -dijo Lena, apoyada contra la puerta, frotándose la mano en los muslos como si se limpiara la suciedad-. No pasa nada -dijo, aunque el corazón le sacudía el pecho-. No debería haberle gritado.

– Debería haberme dado cuenta…

– Por favor -dijo Lena, sintiendo calor en los muslos a causa de la fricción.

Dejó de hacerlo, juntó las manos y comenzó a frotarlas como si tuviera frío.

– Lena -empezó a decir Rosen, incorporándose en la silla pero sin levantarse-. No pasa nada. Aquí está a salvo.

– Ya lo sé -afirmó Lena, en un susurro, y el sabor del miedo aún era agrio-. Estoy bien -insistió, pero seguía retorciéndose las manos. Lena bajó la mirada, apretó el pulgar contra la cicatriz de la palma y la frotó como si pudiera borrarla-. Estoy bien -dijo-. Estoy bien.

– Lena… -comenzó Rosen, pero no acabó la frase.

Lena se concentró en la respiración y se calmó. Tenía las manos rojas y pegajosas del calor, y las cicatrices asomaban en un inflamado relieve. Se obligó a dejar de mover las manos y las incrustó bajo las axilas. Se comportaba como una orate. Esas cosas eran lo que solían hacer los enfermos mentales. Seguramente Rosen estaba dispuesta a internarla.

Rosen volvió a intentarlo.

– ¿Lena?

Lena intentó tomárselo a broma.

– Me he puesto un poco nerviosa -dijo, colocándose el pelo detrás de la oreja.

El sudor le había pegado el cabello al cráneo.

Era inexplicable, pero Lena sentía deseos de decir algo desagradable, algo que hiriera a Rosen en lo más hondo y las dejara a las dos empatadas en el campo del dolor.

Quizá Rosen intuyó lo que ocurría, porque le preguntó.

– ¿Debería llamar a la comisaría?

Lena se la quedó mirando, pues, durante una milésima de segundo, no recordó por qué estaba allí.

– ¿Lena? -preguntó Rosen.

Había encogido el cuerpo, las manos juntas en el regazo, el tronco muy erguido.

– Yo… -Lena calló. Al momento añadió-: El jefe Tolliver estará en la biblioteca dentro de media hora.

Rosen la miró, como si no supiera qué hacer. Para una madre, treinta minutos de espera para conocer los detalles de lo que le había pasado a su hijo era probablemente toda una vida.

– Jeffrey no sabe lo de… -dijo Lena e indicó el espacio que las separaba.

– ¿La terapia? -Rosen remató la frase, como si Lena fuera estúpida por no decir la palabra.

– Lo siento -dijo Lena, y esta vez era sincera.

Supuestamente había ido a consolar a Jill Rosen, no a gritarle. Jeffrey le dijo a Chuck que le sería muy valiosa para esa tarea, y ella lo había jodido todo en cinco minutos.

Lena lo intentó de nuevo.

– Lo siento de verdad.

Rosen levantó la barbilla, dándose por enterada de la disculpa, aunque sin aceptarla.

Lena levantó la silla del suelo. El deseo de salir disparada de la sala era tan fuerte que le dolían las piernas.

– Dígame lo que pasó. Necesito saberlo -le pidió la doctora.

Lena dobló las manos sobre el respaldo de la silla y las apretó con fuerza.

– Al parecer saltó desde el puente que hay junto al río -dijo-. Le encontró una estudiante y llamó a la policía. La forense llegó allí poco después y dictaminó la muerte.

Rosen inhaló y retuvo el aire en el pecho unos segundos.

– Era el camino que cogía para ir andando a clase.

– ¿Iba por el puente? -preguntó Lena.

Creía que Rosen debía de vivir cerca de la calle Mayor, donde residían muchos profesores.

– Siempre le robaban la bici -dijo Rosen, y Lena asintió.

En el campus acostumbraban a robar las bicicletas y el personal de seguridad no tenía ni idea de quién lo hacía.

Rosen volvió a suspirar, como si dejara que su cólera se liberara en pequeñas ráfagas.

– ¿Fue rápido? -preguntó.

– No lo sé -contestó Lena-. Creo que sí. Esa clase de cosas… tuvo que ser rápido.

– Andy es maníaco depresivo -le dijo Rosen-. Siempre ha sido muy sensible, pero su padre y yo estamos…

No acabó la frase, como si no quisiera confiarle a Lena tanta información. Considerando el arrebato de Lena, ésta no podía culparla.

– ¿Dejó alguna nota? -preguntó Rosen.

Lena sacó un papel del bolsillo de atrás y lo puso sobre la mesa. Rosen no se atrevía a cogerla.

– No son de Andy -dijo Lena, indicando las huellas de sangre que Frank y Jeffrey habían dejado sobre el papel.

Incluso teniendo en cuenta todo lo que había pasado con Tessa, a Lena le sorprendió que Frank le hubiera dejado llevar la nota a la madre de Andy.

– ¿Es sangre?

Lena asintió pero no le explicó nada. Que Jeffrey decidiera cuánta información quería proporcionar a la madre.

Rosen se puso las gafas, que le colgaban de una cadena al cuello. Aunque Lena no se lo había pedido, leyó en voz alta: -«No puedo soportarlo más. Te quiero, mamá. Andy.» Rosen respiró profundamente, como si pudiera contener el aire junto con el resto de sus emociones. Se quitó las gafas lentamente y dejó la nota de suicidio en la mesa. La miró como si pudiera seguir leyéndola y dijo:

– Es casi idéntica a la otra que escribió.

– ¿Otra? ¿Cuándo? -preguntó Lena; de pronto, su mente se centró en la investigación.

– El dos de enero. Se cortó las venas casi hasta el codo. Le encontré antes de que perdiera mucha sangre, pero… -Apoyó la cabeza en la mano, mirando la nota.

La rozó con los dedos, como si tocara una parte de su hijo: la única que le quedaba.

– Necesitaré que me la devuelva -le dijo Lena, aunque Jeffrey y Frank habían destruido su valor como prueba.

– Oh. -Rosen apartó la mano-. ¿Podré recuperarla?

– Sí, cuando todo acabe.

– Oh -repitió Rosen. Se puso a enredar con la cadenilla de las gafas-. ¿Puedo verle?

– Tendrán que hacerle la autopsia.

Rosen comprendió lo que eso significaba.

– ¿Por qué? ¿Han encontrado algo sospechoso?

– No -dijo Lena, aunque no estaba segura-. Se trata de pura rutina, porque nadie presenció el fallecimiento. No había nadie.

– El cuerpo… ¿está destrozado?

– No -dijo Lena, sabiendo que la respuesta era subjetiva. Lena aún se acordaba de cuando vio a su hermana en el depósito el año anterior. Aunque Sara la había limpiado, las pequeñas magulladuras y cortes que había en la cara de Sibyl parecían mil heridas.

– ¿Dónde está ahora?

– En el depósito. Dentro de un día o dos lo trasladarán al tanatorio -le dijo Lena.

A continuación, por la expresión consternada de Rosen, comprendió que la madre aún no se había hecho a la idea de que tendría que enterrar a su hijo. Lena pensó en disculparse, pero sabía lo poco que significaban las palabras.

– Andy quería que lo incineraran -dijo Rosen-. No creo que sea capaz. No creo que pueda permitir que… -Negó con la cabeza y no acabó la frase.

Se llevó la mano a la boca, y Lena vio que llevaba un anillo de casada.

– ¿Quiere que se lo diga a su marido?

– Brian no está en la ciudad -dijo Rosen-. Tiene una beca.

– ¿También trabaja en la universidad?

– Sí. -Rosen frunció el ceño mientras reprimía sus emociones-. Andy trabajaba con él, intentaba ayudarle. Pensábamos que estaba mejorando… -Intentó contener un sollozo, pero finalmente estalló.

Lena seguía agarrada al respaldo de la silla, mirando a la otra mujer. Rosen lloraba en silencio, con los labios separados, pero sin emitir ningún sonido. Se llevó la mano al pecho, y apretó los ojos cuando empezaron a caerle las lágrimas. Sus hombros delgados se doblaron hacia dentro, y le tembló la barbilla al caerle hasta el pecho.

Lena se moría de ganas de marcharse. Ni siquiera antes de la violación había servido para consolar a la gente. En los momentos de dificultad, se sentía amenazada, como si tuviera que renunciar a una parte de sí misma para poder consolar al otro. Quería volver a casa para recuperarse, para quitarse el gusto del miedo de la boca. Lena tenía que encontrar una manera de recobrar las fuerzas antes de volver al mundo. Sobre todo antes de ver a Jeffrey.

Rosen debió de intuir sus sentimientos. Se secó una lágrima y su tono se hizo enérgico.

– Tengo que llamar a mi marido -dijo-. ¿Me concede un momento?

– Por supuesto -contestó Lena, aliviada-. La veré en la biblioteca. -Puso una mano en el pomo, pero no tiró de él. Sin mirar a la doctora, dijo-: Sé que no tengo derecho a pedírselo -comenzó, consciente de que Jeffrey le perdería todo el respeto si Rosen le contaba lo ocurrido.

Rosen pareció intuir qué era exactamente lo que preocupaba a Lena.

– No, no tiene derecho a pedirlo -le espetó.

Lena giró el pomo, seguía sintiendo la mirada de Rosen, taladrándola. Lena se sintió atrapada, pero consiguió preguntar:

– ¿Qué?

Rosen le propuso lo que parecía un acuerdo.

– Si está sobria, no se lo contaré -contestó.

Lena tragó saliva, y sintió en la boca el sabor del whisky que su mente había estado deseando en los últimos minutos. Sin responder, cerró la puerta a su espalda.


Lena estaba sentada a una mesa vacía, junto al mostrador de préstamo de la biblioteca, viendo cómo Chuck hacía el ridículo con Nan Thomas, la bibliotecaria. Dejando aparte el hecho de que Nan Thomas, con su pelo castaño rata y sus gruesas gafas, no merecía la pena el esfuerzo, Lena sabía que la mujer era lesbiana. Nan había sido la amante de Sibyl durante cuatro años. Las dos mujeres vivían juntas cuando Sibyl fue asesinada.

Para no pensar más en Chuck, paseó la vista por la biblioteca, mirando a los estudiantes que estudiaban en las mesas alargadas que se alineaban en la parte central de la sala. Se acercaban los parciales y, aunque era domingo, había bastantes estudiantes. Además de la cafetería y el centro de orientación, la biblioteca era el único edificio que aquel día estaba abierto.

En lo referente a bibliotecas, Grant Tech era realmente impresionante. Lena imaginaba que, como la facultad no tenía equipo de fútbol, eso permitía gastar más dinero en instalaciones, pero seguía pensando que les habría ido mejor con un departamento de deportes. Hacía cinco años, unos profesores de Grant Tech desarrollaron una especie de inyección o píldora mágica que hacía que los cerdos engordaran más en menos tiempo. Los granjeros se entusiasmaron con el descubrimiento, y había una portada enmarcada de Porcine amp; Poultryí [1] junto a la entrada de la biblioteca, con una foto de los dos profesores con aspecto adinerado y satisfecho. El titular rezaba «Forrados con los cerdos» y, a juzgar por las sonrisas de los profesores, desde luego no les hacía falta el dinero. Como en casi todos los institutos de investigación, la universidad se quedaba una parte de los ingresos de cualquier cosa en la que trabajaran sus profesores, y Kevin Blake, el decano, había utilizado parte de ese dinero para reformar la biblioteca por completo.

Habían cambiado los cristales de los grandes vitrales que daban al lado este del campus, para que el calor y el aire acondicionado no se filtraran. La madera oscura que cubría las paredes y las dos plantas de estanterías que cubrían toda la pared habían sido aligeradas, de modo que seguían siendo imponentes, pero no opresivas. La atmósfera general era relajante, y a Lena le gustaba acudir allí por la noche al acabar el trabajo. Se sentaba en uno de los cubículos de la parte delantera y hojeaba cualquier libro que estuviera a mano hasta eso de las diez, momento en que regresaba a su habitación, se tomaba un par de copas para aliviar la tensión e intentaba dormir. Por lo general le funcionaba. Había algo reconfortante en tener un horario.

– Joder -gruñó Lena cuando Richard Carter se le acercó.

Sin esperar a ser invitado, Richard se desplomó en la silla que había delante de Lena.

– Hola, chica -le dijo con una sonrisa.

– Hola -saludó ella, inyectando en su tono toda la antipatía que le fue posible.

– ¿Te cuento algo?

Lena se lo quedó mirando, deseaba que se fuera. El ex profesor ayudante de Sibyl era un tipo bajo y fornido que hacía poco había cambiado sus gruesas gafas por lentes de contacto. Richard era tres años más joven que Lena, pero ya le raleaba la coronilla, cosa que intentaba disimular peinándose el resto del pelo hacia atrás. Entre las lentillas nuevas, que le hacían parpadear constantemente, y la uve que le formaba el pelo en la frente, parecía un búho desconcertado.

Desde la muerte de Sibyl, Richard había ascendido a profesor asociado del departamento de biología, donde, considerando su repelente personalidad, su carrera probablemente se estancaría. Richard se parecía mucho a Chuck, pues también él intentaba disimular su agobiante estupidez con un aire de superioridad completamente infundado. Ni siquiera era capaz de pedir el desayuno en un restaurante sin darle a entender a todo el mundo que sabía de huevos más que el cocinero.

– ¿Te has enterado de lo de ese chaval? -Richard soltó un silbido por lo bajo parecido a un avión al aterrizar, bajando la mano en el aire hasta dar una palmada en la mesa para poner énfasis-. Saltó desde el puente.

– Sí -dijo ella, pero no añadió nada más.

– Se habla de asesinato -comentó Richard, casi eufórico. Le encantaba el chismorreo más que a una mujer; muy apropiado, considerando que era más maricón que un supositorio-. Su padre y su madre trabajan en la universidad. Su madre está en el departamento de orientación. ¿Te imaginas el escándalo?

Lena sintió un arrebato de vergüenza al pensar en Jill Rosen.

– Imagino que los dos están destrozados. Su hijo ha muerto -dijo a Richard.

Richard torció la comisura de los labios, mirando abiertamente a Lena de arriba abajo. A pesar de ser un capullo egocéntrico, era bastante perspicaz, y Lena se decía que ojalá no adivinara sus pensamientos.

– ¿Los conoces? -preguntó Richard.

– ¿A quiénes?

– A Brian y Jill -dijo, mirando por encima de la espalda de Lena.

Saludó con la mano, como una adolescente tonta, a alguien antes de volverse a concentrar en Lena.

Ella se lo quedó mirando, sin responder a la pregunta.

– ¿Has perdido peso?

– No -dijo ella, aunque sí había adelgazado. Los pantalones le quedaban más holgados que la semana pasada. Últimamente Lena no tenía mucha hambre-. ¿Era uno de tus alumnos?

– ¿Andy? -preguntó Richard-. Sibyl lo había tenido un trimestre justo antes de que…

– ¿Qué clase de muchacho era?

– Desagradable, ya que me lo preguntas. Sus padres le daban todo lo que querían.

– ¿Malcriado?

– Mucho -confirmó Richard-. Casi suspende la asignatura de Sibyl. Biología orgánica. ¿Tan difícil es? Se suponía que iba a ser el próximo Einstein, ¿y no podía aprobar la orgánica? -Richard soltó un bufido de disgusto-. Brian intentó presionar a Sibyl, pedir que le devolviera algunos favores para conseguir que le subiera la nota.

– Sibyl no hacía ese tipo de favores.

– Claro que no -dijo Richard, como si jamás lo hubiera puesto en duda-. Sib fue muy correcta, como siempre, pero Brian estaba enfadado. -Bajó la voz-. Seré honesto. Brian siempre estuvo celoso de Sibyl. Noche y día presionaba para conseguir su puesto de jefe de departamento.

Lena se preguntó si Richard le estaba diciendo la verdad o sólo removía la mierda. Tenía la costumbre de meterse siempre en medio. Durante la investigación del asesinato de Sibyl, hubo un momento en que su bocaza casi le hace figurar en la lista de sospechosos, aunque era tan poco probable que asesinara a alguien como que a Lena le salieran alas.

Intentó ponerlo en un aprieto.

– Parece que conoces muy bien a Brian.

Richard se encogió de hombros, saludando a alguien que estaba detrás de Lena mientras decía:

– Es un departamento pequeño. Trabajamos todos juntos. Eso fue obra de Sibyl. Ya sabes que su lema era «Trabajo en equipo».

Richard volvió a saludar a alguien.

Lena casi sentía ganas de volverse y ver si había alguien detrás de ella, pero decidió que le sería más útil sacarle información a Richard.

– De todos modos -comenzó Richard-, Andy acabó dejando los estudios, y naturalmente su papá le encontró un trabajo en el laboratorio. -Soltó un bufido de irritación-. Tampoco es que a mí me parezca trabajar pasarse seis horas sentado escuchando rap. Y que no se te ocurriera quejarte a Brian.

– Imagino que se lo tomará muy mal.

– ¿Y quién no? -preguntó Richard-. Supongo que los dos estarán destrozados.

– ¿A qué se dedica Brian?

– A la investigación biomédica. Ahora tiene una beca, y entre tú y yo… -No acabó la frase, pero Lena supo que era entre Richard y toda la facultad-. Bueno, digamos que si no consigue esa beca, tiene que irse de aquí.

– ¿No tiene plaza fija?

– Oh -dijo Richard como si lo supiera todo-, tiene una plaza fija.

Lena esperó unos momentos, pero Richard permaneció inusitadamente silencioso. Lena sólo llevaba unos meses trabajando en el campus, pero ya se imaginaba cómo la universidad se libraría de un profesor que no cumplía con sus obligaciones. Richard, que se pasaba el día enseñando repaso de biología a los alumnos de primero más torpes, era un perfecto ejemplo de cómo la administración podía castigar a los profesores sin llegar a despedirlos. La única diferencia era que alguien como Richard nunca se marcharía.

– ¿Era inteligente? -preguntó Lena.

– ¿Andy? -Richard se encogió de hombros-. Estaba aquí, ¿no?

Lena sabía que esa frase se podía entender de muchas maneras. Grant Tech era una buena universidad, pero que cualquiera que tuviera talento quería ir a la Georgia Tech de Atlanta. Al igual que la Universidad Emory de Decatur, Georgia Tech se consideraba una de las universidades más prestigiosas del sur. Sibyl había estudiado en Georgia Tech con una beca completa, lo que enseguida la había hecho sobresalir entre los demás. Podría haber dado clases en cualquier parte, pero en Grant encontró algo que la atrajo.

Richard parecía pensativo.

– Yo quería ir a Georgia Tech, ya lo sabes. Desde siempre. Iba a ser mi pasaporte de salida de Perry. -Sonrió, y durante un segundo pareció un ser humano como cualquier otro-. Cuando era niño tenía todas las paredes cubiertas de pósteres. Yo era un Náufrago Errante -dijo, citando el famoso himno de Georgia Tech-. Iba a enseñarles todo lo que valía.

– ¿Por qué no fuiste? -preguntó Lena, pensando que le incomodaría.

– Oh, me aceptaron -dijo Richard, esperando que eso la impresionara-. Pero mi madre acababa de morir, y… -No acabó la frase-. Bueno. Ahora ya no se puede hacer nada. -Señaló a Lena con el dedo-. Aprendí mucho de tu hermana. Era muy buena profesora. Para mí era un modelo a seguir.

Lena dejó que ese cumplido flotara entre ambos. No quería hablar de Sibyl con Richard.

– Oh, Dios -dijo Richard poniéndose en pie-. Ahí está Jill. Rosen estaba en la puerta, buscando a Lena con la mirada. La mujer parecía perdida, y Lena estaba pensando si debía decirle algo cuando Richard le dedicó uno de sus saluditos de nena.

Jill Rosen le saludó sin mucha convicción, avanzando hacia ellos.

Richard se puso en pie y dijo:

– Oh, cariño -mientras le cogía las manos a Rosen.

– Brian ya está en camino -le explicó-. Intentarán conseguirle plaza en el primer avión que salga de Washington.

Richard frunció el ceño y ofreció su ayuda.

– Si puedo hacer algo por ti o por Brian…

– Gracias -contestó Rosen, mirando a Lena.

– Te veré luego -dijo Lena a Richard.

Richard arqueó las cejas e inició una elegante retirada, insistiendo en su disponibilidad:

– Lo que necesites -le dijo a Jill Rosen.

Ésta le dirigió una tensa sonrisa de agradecimiento cuando se fue.

– ¿Ya ha llegado el jefe Tolliver? -preguntó a Lena.

– Todavía no.

Rosen la miró, probablemente intentando comprobar si Lena mantenía su parte del trato. Y así había sido. Lena estaba sobria. Las dos copas que se había tomado en su apartamento después de contarle a Rosen lo de su hijo no bastaban para emborracharla.

– Antes tenía que hacer un par de cosas -dijo Lena.

– ¿Te refieres a lo de la muchacha? -preguntó Rosen, y Lena imaginó que le habrían contado lo de Tessa Linton al menos veinte veces entre el centro de orientación y la biblioteca.

– No quise contárselo -le explicó Lena.

La mujer le habló en tono cortante.

– Desde luego que no.

– No por eso -dijo Lena-. No estamos seguros de que guarde relación con lo ocurrido a Andy. No quería que pensara que…

– ¿Era la sangre de la chica la que había en la nota?

– Eso fue después -dijo Lena-. Acababan de cogerla y…

Los ojos de Rosen se llenaron de lágrimas. Apoyó las manos en la mesa, como si necesitara ayuda para sostenerse.

– Puedo dejarla sola, si quiere -dijo Lena, deseando con todas sus fuerzas que la mujer le tomara la palabra.

– No -dijo Rosen, sonándose otra vez la nariz.

No le dio ninguna explicación acerca de por qué no quería que Lena se fuera.

Las dos permanecieron de pie, mirando sin interés a la gente de la biblioteca. Lena se dio cuenta de que se estaba frotando las cicatrices de las manos y se obligó a detenerse.

– Siento lo de su hijo. Sé lo que es perder a alguien.

Rosen asintió, aún mirando a otro lado.

– Después del primer intento -se señaló el brazo, y Lena sé dio cuenta de que se refería al anterior intento de suicidio de Andy-, mejoró. Habíamos encontrado la medicación adecuada. Parecía que le iba mejor. -Sonrió-. Acabábamos de comprarle un coche.

– ¿Estaba matriculado en la universidad? -preguntó Lena.

– Richard ya se lo habrá contado, supongo -dijo, pero no había resentimiento en su voz-. Lo sacamos el último trimestre para que pudiera ponerse mejor. Ayudaba a su padre en el laboratorio, y también a mí en la clínica. -Sonrió al recordar-. Los jueves iba a clases de arte. Era muy bueno.

Lena se dijo qué ojalá tuviera su libreta a mano para anotar toda esa información, pero tampoco había razón para hacerlo. Como señalara Jeffrey, Lena no era policía, sólo el recadero de Chuck, y poco más.

– ¿Qué quiere de mí el jefe Tolliver? -preguntó Rosen.

– Probablemente una lista de los amigos de su hijo, adónde iba. -Lena dijo lo primero que se le ocurrió, incapaz de dejar de pensar como un poli-. ¿Andy tomaba drogas?

Rosen pareció sorprendida.

– ¿Qué le hace preguntar eso?

– La gente con depresión suele automedicarse.

Rosen inclinó la cabeza a un lado, dándole a entender a Lena que sabía a qué se refería.

– Sí, tomaba drogas. Primero hierba, pero el año pasado comenzó con cosas más fuertes.

Le enviamos a un centro de desintoxicación. Salió un mes después. -Hizo una pausa. Me dijo que estaba limpio, pero nunca se puede estar segura.

Lena admiró el hecho de que la mujer admitiera que no lo sabía todo de su hijo. Según su experiencia, los padres solían insistir en que conocían a su chaval mejor que nadie, incluido él mismo.

– Cuando acabó la desintoxicación, ninguno de sus amigos quería verle. La gente que toma drogas no quiere tener cerca a alguien que lo ha dejado. -Como si acabara de ocurrírsele, añadió-: Aunque siempre estaba solo. Nunca acabó de encajar. Era muy inteligente, y a los demás chicos eso les molestaba. Supongo que se podría decir que se sentía un poco aislado.

– ¿Alguno de sus amigos estaba enfadado con él? ¿Lo bastante enfadado como para desearle algún mal?

Lena vio una chispa de esperanza en los ojos de Rosen cuando ésta preguntó:

– ¿Cree que alguien pudo empujarle?

– No -respondió Lena, sabiendo que Jeffrey la mataría por meter esa idea en la cabeza de Rosen.

Al pensar en Jeffrey, se le cayó el alma a los pies.

– Escuche -le dijo a Rosen-, ¿va a contarle a Jeffrey lo de hoy o no?

Rosen tardó unos instantes en responder. Se acercó a Lena, como si quisiera olerle el aliento. Todo lo que olería sería a dentífrico de menta, pero Lena experimentó una sensación de pánico.

– No -decidió Rosen-. No le contaré lo de hoy.

– ¿Y lo de antes?

Rosen parecía confusa.

– ¿Que seguía una terapia? -Negó con la cabeza-. Eso es confidencial, Lena. Ya se lo dije al principio. No tengo costumbre de revelar quiénes son mis pacientes.

Lena se limitó a asentir, llena de alivio. Siete meses atrás Jeffrey le había dado un ultimátum: «Ve a un psiquiatra o búscate otro empleo». En aquel momento, la elección le había parecido sencilla, y le arrojó la placa y la pistola sobre la mesa sin reservas. Ahora Lena se metería una bala en la cabeza antes de admitir delante de Jeffrey que el mes pasado había cedido y acudido al médico. Su orgullo no podía aceptarlo.

Como si de una obra de teatro se tratara, en cuanto pensó en él se abrieron las grandes puertas de roble de la sala y apareció Jeffrey, recorriendo la biblioteca con la mirada. Chuck se le acercó para recibirle, pero Jeffrey debió de soltarle alguna fresca, pues al momento éste se marchó con el rabo entre las piernas. Lena nunca había visto a Jeffrey tan abatido. Se había cambiado de ropa, pero llevaba el traje arrugado e iba sin corbata. A medida que se le acercaba, era más consciente de su aspecto lamentable.

– Doctora Rosen -dijo Jeffrey-. Siento lo de su hijo.

No le estrechó la mano ni esperó a que ella reaccionara a sus palabras, lo que a Lena le pareció muy impropio de Jeffrey.

Le acercó una silla a Rosen.

– Necesito que me conteste algunas preguntas.

Rosen se sentó y preguntó:

– ¿La chica está bien?

La expresión de Jeffrey cambió de manera casi imperceptible, lo suficiente para que Lena sintiera compasión de él.

– Todavía no lo sabemos -dijo-. En estos instantes, la familia la lleva a Atlanta.

Rosen dobló el pañuelo de papel que tenía en la mano.

– ¿Cree que la persona que la atacó pudo matar a mi hijo?

– En estos momentos -dijo Jeffrey-, creemos que la muerte de su hijo fue un suicidio.-Hizo una pausa, probablemente para que ella asimilara sus palabras-. He hablado con su marido.

– ¿Brian?

Rosen estaba sorprendida.

– Llamó a la comisaría después de hablar con usted -le dijo Jeffrey y, por la manera de erguir los hombros, Lena adivinó que el padre de Andy había sido todo menos educado.

Rosen debió de comprenderlo.

– A veces Brian puede ser muy brusco -dijo a modo de disculpa.

– Doctora Rosen -repuso Jeffrey-, todo lo que puedo decirle es lo que le dije a él. Seguiremos todas las pistas que podamos, pero, dado el historial de su hijo, lo más probable es que se suicidara.

– He estado hablando con la detective Adams… -le dijo Rosen.

– Lo siento -la interrumpió Jeffrey-. La señora Adams ya no pertenece a la policía. Es guarda de seguridad del campus.

El tono de Rosen indicaba que no iba a dejarse atrapar en esa batalla.

– No entiendo qué tiene que ver la jerarquía con el hecho de que mi hijo haya muerto, señor Tolliver.

Jeffrey parecía arrepentido.

– Lo siento -repitió, sacando algo del bolsillo de la americana-. Encontramos esto en el bosque -dijo, mostrándole una cadena de plata de la que colgaba una estrella de David-. No hay ninguna huella, así que…

Rosen soltó un grito ahogado, agarrando la cadena. Volvieron a brotarle las lágrimas, y la cara pareció hundírsele en el cuello mientras se llevaba el colgante a los labios y decía:

– Andy, oh, Andy…

Jeffrey le lanzó una mirada a Lena y, al ver que no hacía ademán de consolar a Jill Rosen, puso la mano en el hombro de la mujer, intentando hacerlo él mismo. Le dio unos golpecitos como si fuera un perro, y Lena se preguntó por qué se consideraba aceptable que un hombre no supiera consolar a los demás, mientras que el mismo defecto en una mujer la despojaba de su condición de persona.

Rosen se secó los ojos con el dorso de la mano.

– Lo siento.

– Es del todo comprensible -le dijo Jeffrey, dándole unos golpecitos en el hombro.

Rosen manoseó el colgante, manteniéndolo cerca de la boca.

– Hacía tiempo que no se lo ponía. Creía que lo había regalado o vendido.

– ¿Vendido? -preguntó Jeffrey.

– Cree que Andy tomaba drogas -le explicó Lena.

– Su padre dice que estaba limpio -comentó Jeffrey.

Lena se encogió de hombros.

– ¿Su hijo tenía novia? -preguntó Jeffrey a Rosen.

– Nunca salió con nadie en serio. -Soltó una carcajada carente de alegría-. Ni con chicos ni con chicas, aunque eso no nos habría importado. Sólo queríamos que fuera feliz.

– ¿Hay alguien con quien se viera a menudo? -preguntó Jeffrey.

– No -dijo ella-. Creo que se sentía muy solo.

Lena observó a Rosen, a la espera de más información, pero la doctora estaba empezando a perder otra vez la compostura. Cerró los ojos y los apretó con fuerza. Movió los labios sin emitir ningún sonido, y Lena no adivinó lo que decía.

Jeffrey concedió unos momentos a la madre antes de decir:

– ¿Doctora Rosen?

– ¿Podría verle? -preguntó Rosen.

– Desde luego. Jeffrey se puso en pie y le tendió la mano a la mujer-. La acompañaré al depósito -dijo, y a Lena-: Chuck ha ido a ver a Kevin Blake.

– Muy bien -contestó Lena.

Rosen parecía absorta en sus pensamientos, pero le dijo a Lena:

– Gracias.

– No hay de qué.

Lena se obligó a tocarle el brazo a Jill Rosen en lo que esperó fuera un gesto de consuelo.

Con una mirada, Jeffrey comprendió las palabras que intercambiaron.

– Luego hablaré contigo -le dijo a Lena en un tono que sonó a amenaza más que a otra cosa.

Lena se frotó el dorso de la mano con el pulgar mientras se alejaban. Le llegaron unos ruidos procedentes del balcón del segundo piso, donde unos chavales armaban jaleo, pero no les hizo caso. Se sentó y repasó lo ocurrido en los diez últimos minutos, pensando en qué debería haber hecho de otro modo. Llevaba un par de minutos reflexionando cuando se dio cuenta de que lo que realmente necesitaba para hacer las cosas bien era repasar el maldito año entero.

– Dios -refunfuñó Nan Thomas, desplomándose en la silla que había delante de Lena. ¿Cómo puedes trabajar con ese soplapollas?

– ¿Chuck? -Lena se encogió de hombros, pero la alegró que la distrajeran-. Es mi trabajo.

– Preferiría archivar libros en el infierno -dijo Nan mientras se recogía el pelo greñudo con una tira elástica.

Había una enorme huella de pulgar en el cristal derecho de sus gafas, pero Nan no pareció darse cuenta. Llevaba una camiseta rosa de Pepto-Bismol por dentro de una falda vaquera con elástico en la cintura. Completaba el conjunto unas zapatillas de deporte rojas y unos calcetines rosa a conjunto.

– ¿Qué haces este fin de semana? -preguntó Nan. Lena volvió a encogerse de hombros.

– No lo sé. ¿Por qué?

– Pensaba decirle a Hank que viniera para Pascua. A lo mejor cocina un jamón.

Lena buscó alguna excusa, pero la invitación la había pillado desprevenida. Miraba el calendario sólo para ver cuándo le tocaba cobrar, no para calcular cuándo había alguna fiesta. La Pascua la cogía de improviso.

– Lo pensaré -dijo Lena y, para su alivio, Nan se lo tomó bien. Le llegó un grito procedente de la parte de arriba, y ambas se volvieron. Unos chavales jugaban en un balcón. Uno de ellos debió de intuir el enfado de Nan, porque le lanzó una sonrisa de disculpa antes de abrir el libro que tenía en la mano y fingir leerlo.

– Idiotas -dijo Lena.

– Bah, son buenos chicos -le dijo Nan, pero no les quitó ojo durante unos momentos para asegurarse de que dejaban de alborotar.

Nan era la última persona sobre la tierra con la que habría pensado trabar amistad, pero en los últimos meses algo había cambiado. No eran amigas en el sentido literal de la palabra -a Lena no le interesaba ir al cine con ella ni que Nan le comentara el lado homosexual de su vida-, pero hablaban de Sibyl, y, para Lena, hablar de Sibyl con alguien que realmente la conoció era como tenerla otra vez junto a ella.

– Te llamé ayer por la noche -dijo Nan-. No sé por qué no tienes contestador.

– Conseguiré uno -dijo Lena, aunque ya tenía uno en el fondo del armario.

Lena lo desconectó la primera semana que vivió en el campus. Las únicas personas que la llamaban eran Nan y Hank, y ambos dejaban los mismos mensajes de preocupación, interesándose por cómo le iba. Ahora Lena tenía conectado el identificador de llamadas, y eso era todo lo que necesitaba para filtrar las pocas que tenía.

– Richard ha estado aquí -dijo.

– Oh, Lena. -Nan frunció el ceño-. Espero que no fuera grosero.

– Intentaba sacar los trapos sucios.

Como siempre, Nan intentó defender a Richard.

– Brian trabaja en su departamento. Estoy segura de que Richard sólo quería saber qué había pasado.

– ¿Le conocías? Al chico, quiero decir.

Nan negó con la cabeza.

– Vi a Jill y a Brian en la fiesta de la facultad de las navidades pasadas, pero no nos tratábamos. Quizá deberías hablar con Richard -sugirió-. Trabajaban en el mismo laboratorio.

– Richard es un gilipollas.

– Se portó muy bien con Sibyl.

– Sibyl sabía cuidarse sola -insistió Lena, aunque las dos sabían que eso no era cierto.

Sibyl era ciega. Richard había sido sus ojos en el campus, haciendo su vida mucho más fácil.

Nan cambió de tema y dijo:

– Me gustaría que aceptaras parte del dinero del seguro…

– No -la cortó Lena.

Sibyl había suscrito un seguro de vida a través de la universidad, con doble indemnización en caso de muerte accidental. Nan había sido la beneficiaria, y desde que cobrara el cheque le había estado ofreciendo la mitad del dinero a Lena.

– Sibyl te lo dejó a ti -le repitió Lena por millonésima vez-. Quería que tú lo tuvieras.

– Ni siquiera hizo testamento -le replicó Nan-. No le gustaba pensar en la muerte, por no hablar de hacer planes para cuando ocurriera. Ya sabes cómo era.

Lena sintió cómo las lágrimas le humedecían los ojos.

– La única razón por la que suscribió ese seguro -explicó Nan- fue porque la universidad se lo ofreció gratis con la póliza sanitaria. Y me hizo beneficiaria sólo porque…

– … porque quería que tú te quedaras el dinero -acabó la frase Lena, utilizando el dorso de la mano para secarse los ojos. Había llorado tanto durante el último año que ya no la avergonzaba hacerlo en público-. Escucha, Nan, te lo agradezco, pero es tu dinero. Sibyl quería que te lo quedaras.

– No habría querido que trabajaras para Chuck. Le habría parecido horrible.

– A mí tampoco me entusiasma -admitió Lena, aunque a la única persona a quien se lo había dicho era a Jill Rosen-. Es sólo algo para ir tirando hasta que decida qué quiero hacer con mi vida.

– Podrías volver a la universidad.

Lena se rió.

– Soy un poco mayor para volver a estudiar.

– Sibyl siempre decía que preferirías sudar la gota gorda corriendo un maratón en pleno agosto que pasarte diez minutos dentro de un aula con aire acondicionado.

Lena sonrió, y sintió cómo se aliviaba su dolor cuando su mente evocó la voz de Sibyl diciendo exactamente lo mismo. A veces se producía un chasquido en el cerebro de Lena, y las cosas malas desaparecían y sólo quedaba lo bueno.

– Es difícil creer que ha pasado un año -dijo Nan.

Lena miró por la ventana, pensando en lo curioso que era estar hablando así con Nan. De no haber sido por Sibyl, Lena se habría mantenido lo más alejada posible de alguien como Nan Thomas.

– Esta semana he pensado mucho en ella -dijo Lena. Había visto algo en la cara de Sara Linton mientras subían a su hermana en el helicóptero que le había afectado más que ninguna otra cosa en mucho tiempo-. A Sibyl le encantaba esta época del año.

– Le encantaba pasear por el bosque -dijo Nan-. Los viernes siempre procuraba salir del trabajo un poco antes para que pudiéramos dar un paseo antes de que anocheciera.

Lena tragó saliva, temiendo que, si abría la boca, se le escapara un sollozo.

– De todos modos -dijo Nan, apoyando las palmas planas sobre la mesa al ponerse en pie-, será mejor que empiece a catalogar algunos libros antes de que vuelva Chuck y me invite a cenar.

Lena también se puso en pie.

– ¿Por qué no le dices simplemente que eres lesbiana?

– ¿Para que le dé más morbo? -contestó Nan-. No, gracias.

Lena estuvo de acuerdo. A ella tampoco le había hecho ninguna gracia imaginarse a Chuck leyendo en el periódico los escabrosos detalles de su agresión.

– Además -dijo Nan-, alguien como él diría que la única razón por la que no quiero salir con él es que soy lesbiana, y que ya se sabe que las lesbianas odian a los hombres. -Nan se inclinó hacia delante y le dijo en tono cómplice-. Cuando la verdad es que no odio a todos los hombres. Sólo a él.

Lena negó con la cabeza, y se dijo que, si ése era el criterio, todas las mujeres del campus eran lesbianas.