"Mas Oscuro Que La Noche" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)10Se comieron los perritos calientes en la calle, en una mesa con sombrilla. Aunque era un día de invierno de temperatura suave, McCaleb estaba sudando. Solía haber entre seis y diez grados más en el valle de San Fernando que en Catalina y McCaleb no estaba acostumbrado al cambio. Su termostato interno no había vuelto a ser el mismo después del trasplante y con frecuencia se ponía a sudar o tenía escalofríos. Empezó con un poco de charla intrascendente sobre el juicio. – ¿Estás preparado para convertirte en una estrella de Hollywood con este caso? – No, gracias -dijo Bosch entre mordiscos de lo que les cobraron como un Chicago Dog-. Más bien creo que terminaré en el turno de noche de la Setenta y siete. – Bueno, ¿crees que lo tienes? – Nunca se sabe. La fiscalía no ha ganado un caso importante desde hace mucho. No sé cómo irá éste. Los abogados dicen que todo depende del jurado. Yo creía que dependía del peso de las pruebas, pero siempre he sido un detective idiota. John Reason contrató a los asesores para elegir el jurado del caso de O. J. Simpson y están muy a gusto con los doce. Joder, John Reason. Incluso lo llamo con el nombre que le pusieron los periodistas. Eso demuestra lo bueno que es controlando las cosas, esculpiendo las cosas. -Negó con la cabeza y le dio otro mordisco al Chicago Dog. – ¿Quién era ese tío alto que lo acompaña? -preguntó McCaleb-. El que estaba detrás de él como un matón. – Es su investigador, Rudy Valentino. – ¿Se llama así? – No, se llama Rudy Tafero. Trabajaba en el departamento. Estuvo con los detectives de Hollywood hasta hace unos años. En la comisaría lo llamaban Valentino por la pinta. Le encantaba. Es igual, la cuestión es que se hizo detective privado. Tiene licencia para depositar fianzas y no me preguntes cómo lo hizo, pero empezó a tener contratos de seguridad con un montón de gente de Hollywood. Apareció en esto en cuanto trincaron a Storey. De hecho, Rudy fue quien presentó a Fowkkes y Storey. Probablemente se llevó una buena comisión por eso. – ¿Y el juez? ¿Qué tal lo ves? Bosch asintió, como si hubiera encontrado algo bueno en la conversación. – El pistolero. Houghton no se anda con chiquitas. Le soltará un bofetón a Fowkkes si es preciso. Al menos tenemos eso a nuestro favor. – ¿El pistolero? – Debajo de esa toga negra, el tío va calzado; o al menos eso cree la gente. Hace cinco años llevaba el caso de un mafioso mexicano y cuando el jurado lo declaró culpable, un grupo de colegas y familiares del acusado se pusieron como locos y casi empezaron un motín en la sala. Houghton sacó una Glock y disparó al techo. En un momento se calmaron los ánimos. Desde entonces es el juez titular al que reeligen con más votos. Mira el techo cuando entres en su sala. El agujero de bala sigue allí. No va a dejar que nadie lo tape. Bosch dio otro mordisco y consultó su reloj. Cambió de tema hablando con la boca llena. – No es nada personal, pero supongo que han llegado a un callejón sin salida con Gunn si ya han pedido ayuda de fuera. McCaleb asintió. – Algo así. Miró la salchicha picante que tenía delante y lamentó no tener un cuchillo y un tenedor. – ¿Qué pasa? No hacía falta que viniéramos aquí. – No pasa nada. Sólo estaba pensando que entre los crepés de Dupar's de esta mañana y esto a lo mejor me hace falta un – Si quieres parar tu corazón, la próxima vez, después de que vayas a Dupar's pásate por Bob's Donuts. Está allí mismo en el Farmer's Market. El glaseado. Un par de ésos y sentirás que las arterias se te endurecen y se parten como carámbanos colgados de una casa. Nunca han dado con un sospechoso, ¿verdad? – Eso es. Nada. – ¿Por qué te interesa tanto? – Por lo mismo que a Jaye. Puede que el que ha hecho esto sólo esté empezando. Bosch se limitó a asentir, porque tenía la boca llena. McCaleb estudió a su interlocutor. Tenía el pelo más corto de lo que él recordaba. También más canoso, pero eso era de esperar. Seguía conservando el mismo bigote y los mismos ojos. Bosch buscó en el interior de su chaqueta, sacó unas gafas de sol y se las puso. McCaleb se preguntó si lo hacía porque se había dado cuenta de que lo estaba evaluando. Cogió la salchicha picante y finalmente le dio un mordisco. Tenía un gusto delicioso y mortal al mismo tiempo. Volvió a dejar la salchicha goteante en el plato de papel y se limpió la mano con una servilleta. – Bueno, háblame de Gunn. Me has dicho que era un cabrón, ¿qué más? – ¿Qué más? Eso es todo. Era un depredador. Usaba a las mujeres, las compraba. Asesinó a aquella chica en el motel, no tengo ninguna duda. – Pero la fiscalía dejó el caso. – Sí, Gunn alegó defensa propia. Dijo cosas que no encajaban, pero no lo suficiente para presentar cargos. Alegó defensa propia y no iba a haber suficientes pruebas para ir contra él en un juicio. Así que no presentaron cargos. Fin de la historia, siguiente caso. – ¿Sabía que no lo creíste? – Sí, claro. Lo sabía. – ¿Trataste de presionarle? Bosch lanzó a McCaleb una mirada que él pudo leer a través de las gafas de sol. La pregunta ponía en cuestión la profesionalidad de Bosch como detective. – Quiero decir -se apresuró a decir McCaleb- que qué pasó cuando trataste de presionarle. – La verdad es que nunca tuvimos ocasión. Hubo un problema. Verás, lo preparamos. Lo llevamos a comisaría y lo pusimos en una de las salas. Mi compañero y yo pensábamos dejarlo un ralo allí, íbamos a hacer todo el número, tomarle declaración y luego intentar encontrar contradicciones. Pero nunca tuvimos ocasión de hacerlo bien. – ¿Qué ocurrió? – Edgar y yo (me refiero a mi compañero Jerry Edgar) fuimos a tomar un café para hablar de cómo pensábamos llevar el caso. Mientras estábamos allí el teniente ve a Gunn sentado en la sala de interrogatorios y no sabe qué coño hace allí. Así que decide entrar y asegurarse de que le han leído sus derechos. McCaleb vio la rabia en el rostro de Bosch, incluso seis años después de sucedido el hecho. – ¿Entiendes?, Gunn había llegado como testigo y aparentemente como la víctima de un delito. Dijo que ella lo amenazó con un cuchillo y que él se defendió. Así que no necesitábamos leerle ningún derecho. El plan era entrar y sacudir su historia hasta que cometiera un error. Después ya le leeríamos sus derechos. Pero ese teniente subnormal no tenía ni idea, así que entró y avisó al tipo. Después ya no había nada que hacer. Sabía que íbamos a por él. Pidió un abogado en cuanto entramos en la sala. Bosch negó con la cabeza y miró hacia la calle, McCaleb siguió su mirada. AI otro lado de Victory Boulevard había un aparcamiento de coches usados con banderines rojos, blancos y azules ondeando al viento. Para McCaleb, Van Nuys siempre había sido sinónimo de coches en venta. Los había por todas partes, nuevos y usados. – ¿Y qué le dijiste al teniente? -preguntó. – ¿Decirle? No le dije nada. Sólo lo empujé por la ventana de su despacho. Me gané una suspensión: baja involuntaria por estrés. Jerry Edgar llevó el caso a la fiscalía. Lo estudiaron durante un tiempo, pero al final lo dejaron. -Bosch asintió. Mantenía los ojos fijos en el plato de papel vacío-. Yo me cargué el caso. Sí, me lo cargué. McCaleb esperó un momento antes de hablar. Una ráfaga de viento se llevó el plato de Bosch y el detective observó cómo resbalaba hasta la zona de picnic. No hizo ningún movimiento para detenerlo. – ¿Todavía trabajas para ese teniente? – No. Ya no está entre nosotros. Poco después de aquello salió una noche y no volvió a casa. Lo encontraron en su coche en un túnel de Griffith Park, cerca del observatorio. – ¿Sé suicidó? – No, alguien lo mató. El caso sigue abierto. Técnicamente. Bosch volvió a mirar a McCaleb. Este bajó la mirada y se fijó en que el alfiler de corbata de Bosch eran unas esposas minúsculas. – ¿Qué más puedo decirte? -preguntó Bosch-. Nada de esto tiene ninguna relación con Gunn. El era sólo una mosca más en esta mierda a la que llaman sistema judicial. – No parece que tuvieras mucho tiempo de investigarlo. – De hecho nada. Todo lo que te he contado ocurrió en un espacio de ocho o nueve horas. Después, con lo que pasó, me apartaron del caso y el tipo salió libre. – Pero tú no te rendiste. Jaye me dijo que lo visitaste en la celda de borrachos la noche anterior a su asesinato. – Sí, lo detuvieron por conducir borracho mientras buscaba una puta en Sunset. Estaba en el calabozo y me avisaron. Fui a verlo, a tirar un poco de la cuerda para ver si al final hablaba. Pero el tío estaba como una cuba, tirado encima del vómito. Así que eso fue todo. Digamos que no nos comunicamos. Bosch miró la salchicha a medio comer de McCaleb y luego su reloj. – Lo siento, pero es todo lo que tengo. ¿Vas a comerte eso o podemos marcharnos? – Un par más de bocados, un par más de preguntas. ¿No quieres fumarte un cigarrillo? – Lo dejé hace un par de años. Sólo fumo en ocasiones especiales. – No me digas que fue por lo del hombre Marlboro de Sunset que se quedó impotente. – No, mi mujer quería que lo dejáramos los dos. Y lo hicimos. – ¿Tu mujer? Estás cargado de sorpresas, Harry. – No te entusiasmes. Llegó y se fue. Pero al menos he dejado de fumar. Ella no sé. McCaleb se limitó a asentir, percibiendo que se había adentrado demasiado en la vida personal del detective. Volvió a centrarse en el caso. – Entonces, ¿alguna teoría sobre quién lo mató? McCaleb tomó otro bocado mientras Bosch respondía. – Supongo que se encontró con alguien como él. Alguien que cruzó la línea en alguna ocasión. No me interpretes mal, espero que tú y Jaye encontréis a ese tipo. Pero por el momento, quienquiera que sea él o ella no ha hecho nada que me preocupe demasiado. ¿Me explico? – Es curioso que digas «ella». ¿Crees que puede haber sido una mujer? – No sé lo suficiente del caso. Pero ya te he dicho que explotaba a las mujeres. Quizá alguna le paró los pies. McCaleb asintió otra vez. No se le ocurría ninguna pregunta más. De todos modos, hablar con Bosch había sido buscar una posibilidad remota. Quizá McCaleb ya sabía que la cosa terminaría así y quería volver a conectar con Bosch por otros motivos. Habló con la vista clavada en el plato de papel. – ¿Aún piensas en la chica de la colina, Harry? No quería decir en voz alta el nombre que Bosch le había puesto. Bosch asintió. – De vez en cuando. Me pasa con todos. No me abandona. McCaleb asintió. – Sí. Así que nada… ¿nadie preguntó por ella? – No. Lo intenté una vez más con Seguin, fui a verlo a Q el año pasado, una semana antes de que lo ejecutaran. Intenté una última vez que me dijera algo, pero lo único que hizo fue sonreírme. Era como si sintiera que era la victoria final. Sé que estaba disfrutando, así que me levanté para irme y le dije que disfrutara en el infierno y ¿sabes qué me dijo él? Dijo: «He oído que es un calor seco.» Bosch negó con la cabeza. – Hijo de puta. Fui y volví en mi día libre. Doce horas conduciendo y encima el aire acondicionado no funcionaba. Miró directamente a McCaleb e incluso entre las sombras, McCaleb volvió a sentir el vínculo que había tenido con aquel hombre mucho tiempo atrás. Antes de que pudiera decir nada oyó que su teléfono empezaba a sonar en el bolsillo del chubasquero, que estaba doblado en el banco junto a él. Le costó encontrar el bolsillo, pero al final contestó antes de que colgaran. Era Brass Doran. – Tengo algo para ti. No es mucho, pero puede ser un punto de partida. – ¿Estás en algún sitio al que te pueda llamar en unos minutos? – En realidad estoy en la sala de reuniones. Vamos a discutir un caso y yo lo presento. Pueden pasar un par de horas antes de que esté libre. Puedes llamarme esta noche a casa si… – No, espera un momento. Bajó el teléfono y miró a Bosch. – Será mejor que conteste. Te llamaré más tarde si surge algo, ¿de acuerdo? – Claro. Bosch empezó a levantarse. Iba a llevarse lo que le quedaba de Coca-cola. – Gracias -dijo McCaleb, tendiendo la mano-. Buena suerte con el juicio. Bosch le estrechó la mano. – Gracias, nos va a hacer falta. McCaleb observó cómo se alejaba de la zona de picnic y hacia la acera que conducía de nuevo al juzgado. McCaleb volvió a levantar el teléfono. – ¿Brass? – Aquí estoy. Bueno, estabas hablando de lechuzas en general, ¿no? No conoces el tipo específico ni la variedad, ¿verdad? – Exacto, una lechuza común o un búho, no sé. – ¿De qué color es? – Eh, es marrón, sobre todo. Tiene la espalda y las alas marrones. Mientras hablaba sacó un par de hojas de bloc dobladas y un boli de uno de sus bolsillos. Apartó la salchicha a medio comer y se preparó para tomar notas. – Muy bien, la iconografía moderna es lo que cabía esperar. La lechuza es símbolo de sabiduría y verdad, denota conocimiento, la visión de la escena global opuesta al detalle. La lechuza ve en la oscuridad. En otras palabras, ver a través de la oscuridad es ver la verdad, es aprender la verdad, y por consiguiente es conocimiento. Y del conocimiento viene la sabiduría, ¿de acuerdo? McCaleb no necesitó tomar notas. Lo que Doran le había dicho era obvio. De todos modos, para mantenerse en activo, escribió una línea. Ver en la oscuridad = sabiduría Entonces subrayó la última palabra. – Muy bien. ¿Qué más? – Esto es básicamente lo que hay en cuanto a la aplicación contemporánea. Pero si vamos hacia atrás, se pone muy interesante. Las lechuzas, los búhos y los mochuelos han mejorado notablemente su reputación. Antes eran chicos malos. – Cuéntame, Brass. – Saca el bolígrafo. La lechuza se ha visto repetidamente en arte e iconografía religiosa desde la Alta Edad Media hasta el final del Renacimiento. A menudo aparece en las alegorías religiosas: pinturas, paneles de las iglesias y en las estaciones de la cruz. La lechuza era… – Vale, Brass, pero ¿qué significa? – Estoy llegando a eso. Su significado puede variar en las distintas representaciones según la especie dibujada. Pero esencialmente su representación es el símbolo del mal. McCaleb anotó la palabra. – El mal. De acuerdo. – Esperaba escucharte más entusiasmado. – No me estás viendo. Estoy dando saltos, ¿Qué más tienes? – Deja que repase la lista. Son datos sacados de fragmentos de crítica del arte del periodo. Las referencias a las descripciones de las lechuzas surgen como símbolos de (y cito) la fatalidad, el enemigo de la inocencia, el diablo mismo, la herejía, la locura, la muerte y la desgracia, el ave de la oscuridad y, finalmente, el tormento del alma humana en su inevitable viaje a la condena eterna. Bonito, ¿eh? Me gusta esta última. Supongo que no venderían muchas bolsas de patatas fritas con lechuzas en la parte de atrás en el siglo XV. McCaleb no contestó. Estaba demasiado ocupado anotando las descripciones que ella acababa de leerle. – Vuelve a leerme la última línea. Ella así lo hizo y McCaleb la copió al pie de la letra. – Ahora, aún hay más -dijo Doran-. También hay una interpretación de la lechuza como el símbolo de la ira y el castigo del mal. Así que obviamente es algo que significó cosas diferentes en diferentes épocas y para gente diferente. – El castigo del mal -dijo McCaleb mientras lo anotaba. Miró la lista que acababa de escribir. – ¿Algo más? – ¿No tienes bastante? – Probablemente. ¿Tienes algún libro que muestre algo de esto o los nombres de los artistas o escritores que usaron la llamada «ave de la oscuridad» en sus obras? McCaleb oyó que pasaban algunas páginas al otro lado de la línea mientras Doran permanecía unos instantes en silencio. – Aquí no tengo mucho. No hay libros, pero puedo darte el nombre de algunos de los artistas mencionados y seguramente encontrarás algo en Internet o en la biblioteca de la UCLA. – De acuerdo. – Tengo que darme prisa. Estamos a punto de empezar. – Dime. – Muy bien. Tengo un pintor llamado Bruegel que pintó una enorme cara como la puerta del infierno. Había una lechuza marrón en la ventana de la nariz de ese rostro. -Se echó a reír-. No me preguntes. Yo sólo te digo lo que encuentro. – Vale -dijo McCaleb, al tiempo que anotaba la descripción-. Sigue. – Muy bien. Otros dos artistas destacados por el uso de la lechuza como símbolo del mal fueron Van Oostanen y Durero. No sé concretamente en qué pinturas. McCaleb oyó que pasaba más hojas. Pidió que le deletreara los nombres de los artistas y los anotó. – Vale, aquí lo tengo. La obra de este tipo está repleta de búhos y lechuzas. No puedo pronunciar su nombre de pila. Te lo deletreo: --. Era holandés, y forma parte del Renacimiento del norte de Europa. Creo que allí las lechuzas eran grandes. McCaleb miró la hoja que tenía delante. El nombre que acababan de leerle le resultaba familiar. – ¿Has olvidado el apellido? ¿Cuál es el apellido? – Ah, perdón. Es Bosch. Como las bujías. McCaleb se quedó de piedra. No se movió, no respiró siquiera. Miró fijamente el nombre escrito en la página, incapaz de escribir la última parte que Doran acababa de darle. Finalmente volvió la cabeza y miró más allá de la zona de picnic, al lugar de la acera por donde había visto alejarse a Harry Bosch. – Terry, ¿estás ahí? McCaleb salió de su ensueño. – Sí. – En realidad es todo lo que tengo. Y he de dejarte. Vamos a empezar. – ¿Algo más sobre Bosch? – No. Y no me queda tiempo. – Muy bien, Brass. Oye, muchas gracias. Te debo una. – Un día te lo cobraré. Cuéntame cómo termina esto, ¿vale? – Claro. – Y envíame una foto de tu niña. – Te la mandaré. Ella colgó y McCaleb cerró lentamente su móvil. Escribió una nota en la parte inferior de la página para acordarse de enviar a Brass una foto de su hija. Era un ejercicio para evitar el nombre del pintor que acababa de escribir. – Mierda -susurró. Se sentó a solas con sus pensamientos durante un buen rato. La coincidencia de recibir la misteriosa información minutos después de almorzar con Harry Bosch era inquietante. Examinó unos momentos sus notas, aunque sabía que no contenían la información inmediata que necesitaba. Finalmente abrió de nuevo el teléfono y marcó el número de información. Un minuto después llamó a la oficina de personal del Departamento de Policía de Los Ángeles. Al cabo de nueve timbrazos contestó una mujer. – Sí, llamo de parte del Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles y necesito contactar con un agente en concreto del departamento de policía. El problema es que no sé dónde trabaja. Sólo sé su nombre. Esperaba que la mujer no le preguntara qué quería decir «de parte del». Hubo lo que le pareció un largo silencio y luego oyó que tecleaban en un ordenador. – ¿Apellido? – Ah, es Bosch. McCaleb lo deletreó y miró sus notas, preparado para decir el nombre. – ¿Y el nombre? Ya está, sólo hay uno. Haironimous. ¿Es así? No sé pronunciarlo. – Hieronymus. Es él. McCaleb deletreó el nombre y preguntó si coincidía. Coincidía. – Bueno, es detective de grado tres y trabaja en la División de Hollywood. ¿Necesita el número? McCaleb no contestó. – Señor, necesita el… – No, lo tengo. Muchas gracias. Cerró el móvil, miró el reloj y luego volvió a abrir el teléfono. Llamó al número directo de Jaye Winston y ella respondió de inmediato. McCaleb preguntó si le habían dicho algo del laboratorio respecto al examen de Ja lechuza de plástico. – Todavía no. Sólo han pasado un par de horas, y una era la del almuerzo. Esperaré hasta mañana antes de reclamarles. – ¿Tienes tiempo para hacer un par de llamadas y hacerme un favor? – ¿Qué llamadas? McCaleb le habló de la búsqueda del icono de Brass Doran, pero no mencionó a Hieronymus Bosch. Dijo que quería hablar con un experto en pintura renacentista del norte de Europa, pero que pensaba que resultaría más fácil establecer la cita y que la cooperación sería más franca si la petición surgía de una detective de homicidios oficial. – Lo haré -dijo Winston-. ¿Por dónde empiezo? – Yo probaría en el Getty. Ahora estoy en Van Nuys. Si alguien me recibe llegaré en media hora. – Veré lo que puedo hacer. ¿Has hablado con Harry Bosch? – Sí. – ¿Alguna novedad? – En realidad, no. – Lo suponía. Espera. Te volveré a llamar. McCaleb tiró lo que quedaba de su almuerzo en uno de los cubos de basura y se encaminó al juzgado, donde había dejado aparcado el Cherokee en una calle lateral, junto a las oficinas de la condicional. Mientras caminaba pensó en cómo había mentido a Winston por omisión. Sabía que tendría que haberle hablado de la conexión de Bosch o de la coincidencia, o de lo que fuera. Trató de entender por qué se lo había reservado, pero no encontró respuesta. Su teléfono sonó justo cuando él llegaba al Cherokee. Era Winston. – Tienes una cita en el Getty a las dos. Pregunta por Leigh Alastair Scott. Es un conservador del museo. McCaleb sacó sus notas y anotó el nombre, utilizando el capó del Cherokee después de pedirle a Winston que lo deletreara. – Esto sí que es rapidez, Jaye. Gracias. – Me encanta complacer. He hablado directamente con Scott y me ha dicho que si no puede ayudarte personalmente encontrará a alguien que pueda. ' -¿Has mencionado la lechuza? – No, es tu entrevista. – Sí. McCaleb sabía que tenía otra oportunidad para hablarle de Hieronymus Bosch. Pero de nuevo la dejó pasar. – Te llamaré después, ¿de acuerdo? – Hasta luego. McCaleb cerró el teléfono y abrió el coche. Miró por encima del techo a las oficinas de la condicional y vio una gran pancarta blanca con letras azules colgada de la fachada, sobre la entrada principal. ¡BIENVENIDA THELMA! Entró en el coche preguntándose si la Thelma a la que daban la bienvenida era una convicta o una empleada. Condujo en dirección a Victory Boulevard. Tomaría la 405 y luego se dirigiría hacia el sur. |
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