"Mas Oscuro Que La Noche" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

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Cuando la autovía se empinaba para cruzar las montañas de Santa Mónica por el paso de Sepúlveda, McCaleb vio el Getty surgiendo enfrente de él, en la cima de la colina. La estructura del museo era tan impresionante como cualquiera de las obras de arte que en él se exhibían. Parecía un castillo encaramado en una colina medieval. Uno de los dos tranvías subía lentamente por la ladera, entregando otro grupo al altar de la historia y el arte.

Cuando aparcó al pie de la colina y tomó su propio tranvía, McCaleb ya llevaba quince minutos de retraso para su cita con Leigh Alastair Scott. Después de que un guardia del museo le indicara el camino, McCaleb caminó apresuradamente por la plaza de piedra travertina hasta una entrada de seguridad. Se registró en el mostrador y esperó a que Scott saliera a recibirlo.

Scott tenía poco más de cincuenta años y hablaba con un acento que a McCaleb le pareció de Australia o Nueva Zelanda. Se mostró feliz y contento de ayudar a la oficina del sheriff del condado de Los Ángeles.

– Ya hemos tenido ocasión de ofrecer nuestra ayuda y experiencia a detectives con anterioridad. Normalmente en relación con autentificar piezas de arte o proporcionar un contexto histórico a algunas obras -dijo mientras recorrían un largo pasillo que conducía a su despacho-. La detective Winston me dijo que en esta ocasión sería distinto. Necesita usted información general sobre el Renacimiento en el norte de Europa.

Abrió una puerta y condujo a McCaleb a una suite de oficinas. Entraron en la primera oficina después del mostrador de seguridad. Era un despacho pequeño, con una amplia ventana con vistas a las casas de las colinas de Bel Air a través del paso de Sepúlveda. La oficina daba una sensación de pesadez por las estanterías de libros alineadas en dos de las paredes y la atestada mesa de trabajo. Apenas había espacio para dos sillas. Scott invitó a McCaleb a sentarse en una de ellas y él ocupó la otra.

– De hecho, las cosas han cambiado un poco desde que la detective Winston habló con usted -dijo McCaleb-. Ahora puedo ser más específico respecto a lo que quiero. Puedo centrar mis preguntas en un pintor en concreto de ese periodo. Si pudiera hablarme de él y tal vez mostrarme algunas de sus obras, sería de gran ayuda para mí.

– ¿Y de qué pintor estamos hablando?

– Se lo mostraré.

McCaleb sacó sus notas plegadas y le mostró el nombre. Scott leyó el nombre en voz alta con manifiesta familiaridad.

– Su obra es muy conocida. ¿No lo conoce?

– No. Nunca he estudiado demasiado arte. ¿Hay alguna de sus obras en el museo?

– El Getty no tiene ninguna de sus pinturas, pero hay un cuadro de un discípulo suyo en un estudio de conservación. Lo están restaurando a fondo. La mayoría de sus obras autentificadas están en Europa, las más significativas en el Prado. Otras están dispersas. De todos modos, yo no soy la persona con la que tendría que estar hablando.

McCaleb arqueó las cejas a modo de pregunta.

– Ya que ha limitado su petición específicamente a Bosch, aquí hay alguien que le ilustrará mejor que yo. Es una ayudante de conservador. Se da la circunstancia de que está trabajando en un catálogo explicativo del Bosco; es un proyecto a largo plazo. Una obra de amor.

– ¿Está aquí? Puedo hablar con ella.

Scott levantó el teléfono y pulsó el botón del altavoz. Consultó una lista de extensiones pegada a la mesa adjunta y marcó un número de tres dígitos. Una mujer contestó al tercer timbrazo.

– Lola Walter.

– Lola, soy el señor Scott. ¿Está ahí Penélope?

– Esta mañana está trabajando en el Infierno.

– Ya veo. Bueno, nos encontraremos con ella allí.

Scott pulsó el botón del altavoz, desconectando la llamada, y se dirigió a la puerta.

– Tiene suerte -dijo.

– ¿El infierno? -preguntó McCaleb.

– Es la pintura del discípulo de Bosch. Si hace el favor de acompañarme.

Scott lo condujo al ascensor y bajaron a la planta baja. Por el camino, Scott le explicó que el museo tenía uno de los mejores talleres de restauración del mundo, y en consecuencia, las obras de arte de otros museos y colecciones privadas solían enviar obras al Getty para su reparación y restauración. En ese momento se estaba restaurando para un coleccionista una pintura que según se creía pertenecía a un discípulo de Bosch o a uno de los pintores de su estudio. El cuadro se llamaba Infierno.

El estudio de conservación era una enorme sala dividida en dos secciones principales. Una sección era un taller en el que se restauraban los marcos. En la otra, dedicada a la restauración de lienzos, había varios bancos de trabajo distribuidos a lo largo de una pared de cristal, con las mismas vistas que Scott tenía en su despacho.

McCaleb fue conducido al segundo banco, donde había una mujer de pie detrás de un hombre sentado ante una pintura colocada en un caballete. El hombre llevaba camisa y corbata debajo del delantal y unas lentes de aumento de joyero. Estaba inclinado hacia el lienzo y aplicaba lo que parecía pintura plateada sobre la superficie.

Ni el hombre ni la mujer miraron a McCaleb ni a.Scott. Éste levantó las manos en un gesto de «un momento» mientras el hombre sentado completaba la pincelada. McCaleb miró el cuadro. Era de metro veinte por dos metros y mostraba un siniestro panorama. Un pueblo era saqueado por la noche mientras sus habitantes eran torturados y ejecutados por diversas criaturas de otro mundo. Los paneles superiores de la pintura, que describían principalmente el arremolinado cielo nocturno, estaban salpicados de pequeños puntos dañados en los que había saltado la pintura. La mirada de McCaleb se fijó en un segmento inferior de la pintura, donde un hombre desnudo y con los ojos tapados era obligado a subir al patíbulo por un grupo de criaturas con aspecto de ave armadas con lanzas.

El hombre del pincel completó su trabajo y dejó el pincel en el sobre de cristal de la mesa de trabajo que tenía a su izquierda. Luego contempló su trabajo. Scott se aclaró la garganta. Sólo se volvió la mujer.

– Penélope Fitzgerald, le presento al detective McCaleb. Participa en una investigación y necesita hacer unas preguntas sobre Hieronymus Bosch. -Hizo un gesto hacia la pintura-. Le he dicho que tú eras el miembro del equipo más preparado para hablar de este tema.

McCaleb observó que los ojos de ella registraban sorpresa e inquietud, una reacción normal a la presentación repentina de un policía. El hombre que estaba sentado ni siquiera se volvió. Eso no era una respuesta normal. Se limitó a coger el pincel y continuar con su trabajo sobre el lienzo. McCaleb tendió la mano a la mujer.

– En realidad, oficialmente no soy detective. El departamento del sheriff me ha pedido ayuda en esta investigación.

Se estrecharon las manos.

– No lo entiendo -dijo ella-. ¿Han robado una pintura de Bosch?

– No, nada de eso. ¿Este cuadro es de Bosch? -McCaleb señaló el lienzo.

– No exactamente. Puede ser una copia de una de sus obras. Si es así, entonces el original se ha perdido y esto es lo único que tenemos. El estilo y el concepto es suyo. Pero hay un consenso general en que se trata de la obra de un estudiante de su taller. Probablemente está pintado después de la muerte de Bosch.

Mientras habló, los ojos de la mujer no se apartaron de la pintura. Tenía una mirada astuta y agradable, que delataba su pasión por Bosch. Supuso que rondaría los sesenta y que probablemente había dedicado su vida al estudio y el amor por el arte. La mujer le había sorprendido. La breve descripción de Scott como una ayudante que trabajaba en un catálogo de la obra de Bosch había llevado a McCaleb a pensar en una joven estudiante de arte. Se recriminó a sí mismo en silencio por haber hecho semejante suposición.

El hombre sentado volvió a dejar el pincel y cogió un trapo blanco limpio de la mesa de trabajo para limpiarse las manos. Giró en su silla y levantó la mirada al reparar en McCaleb y Scott. Fue entonces cuando McCaleb se dio cuenta de su segunda suposición errónea. No era que el hombre no les hubiera hecho caso, sino que simplemente no los había oído.

El hombre se levantó las lentes de aumento mientras buscaba bajo su delantal y se ajustaba un audífono.

– Lo siento -dijo-. No sabía que teníamos visita.

Habló con acento alemán.

– Doctor Derek Vosskuhler, le presento al señor McCaleb -dijo Scott-. Es investigador y necesita robarle a la señora Fitzgerald unos minutos.

– Entiendo. No hay problema.

– El doctor Vosskuhler es uno de nuestros expertos en restauración -aclaró Scott.

Vosskuhler asintió y miró a McCaleb, observándolo probablemente del mismo modo que estudiaba un cuadro.

– ¿Una investigación? ¿Relacionada con Hieronymus Bosch?

– De un modo tangencial. Sólo quiero aprender lo posible sobre él. Me han dicho que la doctora Fitzgerald es un experta en el tema. -McCaleb sonrió.

– No hay ningún experto en Bosch -dijo Vosskuhler sin sonreír-. Era un alma atormentada, un genio atormentado… ¿Cómo vamos a saber qué hay de verdadero en el corazón de un hombre?

McCaleb asintió. Vosskuhler volvió a mirar el lienzo.

– ¿ Qué es lo que ve, señor McCaleb?

McCaleb miró la pintura, pero no contestó durante un rato.

– Mucho dolor.

Vosskuhler asintió. Entonces se levantó y miró de cerca el cuadro, bajándose las gafas y acercándose al panel superior, con las lentes a sólo centímetros del cielo nocturno que dominaba la ciudad arrasada.

– Bosch conocía todos los demonios -dijo sin apartar la mirada del cuadro-. La oscuridad… -Hizo una larga pausa-. Una oscuridad más negra que la noche.

Se produjo otro prolongado silencio hasta que Scott lo puntuó abruptamente diciendo que tenía que regresar a su despacho. Scott salió y al cabo de unos segundos Vosskuhler por fin apartó la mirada del cuadro. No se molestó en subirse las lentes cuando miró a McCaleb. Lentamente buscó en su delantal y desconectó el audífono.

– Yo también tengo que trabajar. Buena suerte en su investigación, señor McCaleb.

McCaleb asintió cuando Vosskuhler se volvió a sentar en su silla giratoria y cogió de nuevo su pincel.

– Podemos ir a mi despacho -dijo Fitzgerald-. Allí tengo todos los libros de reproducciones. Le mostraré las obras de Bosch.

– Eso sería fantástico. Gracias.

Ella se dirigió a la puerta. McCaleb se demoró un momento y echó un último vistazo a la pintura. Tenía la vista clavada en los paneles superiores, en la turbulenta oscuridad que se cernía sobre las llamas.


El despacho de Penélope Fitzgerald era una pecera de dos por dos en una sala compartida por varios conservadores adjuntos. Acercó una silla de un despacho próximo en el que no había nadie trabajando e invitó a McCaleb a tomar asiento. El escritorio de Fitzgerald tenía forma de ele, con un ordenador portátil en el lado corto y un espacio de trabajo lleno de cosas a su derecha. Había muchos libros apilados en el escritorio. Detrás de las pilas, McCaleb vio una reproducción en color de un estilo muy similar al del lienzo en el que estaba trabajando Vosskuhler. McCaleb apartó ligeramente los libros y se inclinó para admirar la reproducción. Se trataba de un tríptico con decenas de figuras en los tres paneles. Escenas de libertinaje y tortura.

– ¿Lo conoce? -dijo Fitzgerald.

– Creo que no, pero es de Bosch, ¿no?

– Es su obra maestra. El tríptico se llama El jardín de las delicias. Está en el Prado, en Madrid. Una vez me quedé cuatro horas mirándolo, y no tuve tiempo de asimilarlo todo. ¿Quiere un café o agua o algo, señor McCaleb?

– No gracias. Puede llamarme Terry, si no le molesta.

– Y usted puede llamarme Nep.

McCaleb puso cara de desconcierto.

– Es un apodo infantil.

McCaleb asintió.

– Bueno -dijo ella-, en estos libros tengo todas las obras identificadas de Bosch. ¿Es una investigación importante?

McCaleb asintió.

– Eso creo. Un homicidio.

– ¿Y usted es un asesor?

– Trabajaba en el FBI, aquí en Los Ángeles. La detective de la oficina del sheriff asignada al caso me pidió mi opinión. Y la investigación me ha llevado hasta aquí. A Bosch. Lo siento, pero no puedo exponerle los pormenores del caso y supongo que eso le molestará. Quiero hacer preguntas, pero no puedo contestar ninguna de las que usted me haga.

– Caray. -Sonrió-. Esto suena muy interesante.

– ¿Sabe qué le digo? Si al final esto se resuelve se lo contaré.

– Muy bien.

McCaleb asintió.

– Por lo que ha dicho el doctor Vosskuhler deduzco que no se sabe mucho del hombre que pintó estos cuadros.

Fitzgerald asintió.

– Es cierto que Hieronymus Bosch es considerado un enigma, y probablemente nunca deje de serlo.

McCaleb desdobló sus hojas de notas en la mesa y empezó a escribir mientras la mujer hablaba.

– Tenía una de las imaginaciones menos convencionales de su época. O de cualquier época, en realidad. Su trabajo es extraordinario y casi cinco siglos después de su muerte sigue siendo objeto de estudio y reinterpretación. Sin embargo, la mayoría de los análisis críticos publicados hasta la fecha lo consideran un agorero. Su obra está repleta de los portentos del infierno y los castigos del pecado. Para decirlo de un modo más sucinto, sus pinturas principalmente son variaciones sobre un mismo tema: que la locura de la humanidad nos conduce a todos al infierno, nuestro destino final.

McCaleb escribía deprisa, tratando de no perderse nada. Lamentó no haberse traído una grabadora.

– Un tipo simpático, ¿no cree? -dijo Fitzgerald.

– Eso parece. -McCaleb señaló la reproducción del tríptico-. Sería divertido un sábado por la noche.

Fitzgerald sonrió.

– Eso es exactamente lo que pensé yo cuando estuve en el Prado.

– ¿Alguna buena cualidad? ¿Adoptaba huérfanos, era bueno con los perros, cambiaba los neumáticos a las viejecitas…?

– Tiene que recordar su lugar y su tiempo para comprender lo que pretendía con su arte. Aunque su obra está salpicada de escenas violentas y representaciones de tortura y angustia, este tipo de cosas no eran extrañas en su tiempo. Vivió en una época violenta y su obra lo refleja con claridad. Los lienzos también reflejan la creencia medieval en la existencia omnipresente de los demonios. El mal acecha en todos sus cuadros.

– ¿La lechuza?

Ella miró a McCaleb con cara de no entender.

– Sí, las lechuzas y los búhos eran símbolos que utilizaba. Creía que me había dicho que desconocía la obra de Bosch.

– Y la desconozco. Lo que me trajo hasta aquí fue una lechuza. Pero no debería haber mencionado ese detalle, ni tampoco tendría que haberla interrumpido. Continúe, por favor.

– Sólo iba a añadir que es algo revelador si tenemos en cuenta que Bosch era contemporáneo de Leonardo, Miguel Ángel y Rafael. En cambio, si uno mira sus obras una junto a otra tendría que pensar que Bosch (con todos sus símbolos y la fatalidad medievales) vivió un siglo antes.

– Pero no es así.

Ella negó con la cabeza como si sintiera pena por Bosch.

– Él y Leonardo da Vinci se llevaban un año o dos. Hacia el final del siglo XV, Da Vinci estaba creando obras llenas de esperanza, celebración de los valores humanos y espiritualidad, mientras que Bosch sólo pensaba en oscuridad y condena eterna.

– Eso la entristece, ¿no?

Fitzgerald se apoyó en el libro de encima de la pila, pero no lo abrió. Sólo llevaba una etiqueta en el lomo que ponía «Bosch» y no tenía ninguna ilustración en la encuadernación de piel.

– No puedo evitar pensar en qué habría pasado si Bosch hubiera trabajado codo con codo con Leonardo o Miguel Ángel, qué habría ocurrido si hubiera usado su capacidad e imaginación en la celebración del mundo y no en su condena. -Bajó la mirada al libro y luego volvió a fijarla en McCaleb-. Pero ésa es la belleza del arte y por eso lo estudiamos y lo admiramos. Cada pintura es una ventana al alma y la imaginación del artista. No importa lo oscura y perturbadora que sea, su visión es lo que lo separa de los demás y lo que hace que sus pinturas sean únicas. Lo que me ocurre a mí con las obras de Bosch es que me arrastran hasta el alma del artista y puedo sentir su tormento.

McCaleb asintió y ella desvió la mirada y abrió el libro.


Descubrir el mundo de Hieronymus Bosch fue para McCaleb tan asombroso como inquietante. Los paisajes de sufrimiento que se desdoblaban en las páginas que Penélope Fitzgerald iba pasando no eran muy distintas de algunas de las escenas del crimen más terribles que él había presenciado, con la diferencia de que en aquellas pinturas los protagonistas aún estaban vivos y sufriendo. El rechinar de los dientes y la carne desgarrada eran algo activo y real. Los lienzos del artista estaban llenos de condenados, seres humanos atormentados a causa de sus pecados por demonios visibles y criaturas que cobraban imagen de la mano de una imaginación horrible.

Al principio, McCaleb examinó en silencio las reproducciones en color de las pinturas, asimilándolo todo del mismo modo que cuando observaba por vez primera la fotografía de la escena de un crimen. Pero luego pasaron una página y él vio un cuadro que mostraba a tres personas reunidas en torno a un hombre sentado. Uno de los que estaban de pie utilizaba lo que parecía un escalpelo primitivo para abrir una herida en la coronilla del hombre sentado. La imagen estaba encerrada en un círculo y había palabras escritas por encima y por debajo del círculo.

– ¿Cómo se llama éste?

– Se llama La extracción de la piedra de la locura -dijo Fitzgerald-. En la época existía la creencia común de que la estupidez y la demencia se podían curar sacando una piedra de la cabeza de aquel que sufría el mal.

McCaleb se acercó al hombro de ella y miró la pintura desde más cerca, en concreto a la localización exacta de la incisión quirúrgica. Estaba en el mismo sitio que la herida de la cabeza de Edward Gunn.

– Muy bien, puede continuar.

Las lechuzas estaban por todas partes. Fitzgerald no tenía que señalárselas en la mayoría de ocasiones, pues sus posiciones eran muy obvias. Sí que explicó parte de su simbología. En muchos de los cuadros, la lechuza estaba representada encima de un árbol, encima de una rama gris y sin hojas: la muerte.

Fitzgerald pasó la página a una pintura de tres paneles.

– Esta obra se llama El Juicio Final. El panel de la izquierda se llama «El jardín del Edén» y el de la derecha simple y obviamente «El infierno».

– Le gustaba pintar el infierno.

Nep Fitzgerald no sonrió. Sus ojos examinaron el libro.

El panel de la izquierda era una escena del jardín del Edén con Adán y Eva en el centro tomando la fruta que la serpiente le ofrecía desde el manzano. En una rama sin vida de un árbol cercano había una lechuza que observaba la transacción. En el panel opuesto, el infierno era representado como un lugar tenebroso, donde criaturas con aspecto de pájaros destripaban a los condenados, despedazaban sus cuerpos y los colocaban en parrillas para luego ponerlos sobre hogueras ardientes.

– Todo esto salió de la mente de ese hombre -dijo McCaleb-. No puedo… -No terminó la frase, porque no estaba seguro de lo que quería decir.

– Era un alma atormentada -dijo Fitzgerald y pasó la página.

La siguiente pintura era otra imagen circular con siete escenas separadas representadas en el borde exterior y una representación de Dios en el centro. En una circunferencia dorada que rodeaba la imagen de Dios y la separaba de las otras escenas había cuatro palabras en latín que McCaleb reconoció de inmediato.

– Cuidado, cuidado, Dios te ve.

Fitzgerald levantó la mirada hacia McCaleb.

– Es obvio que lo ha visto antes. O resulta que sabe latín medieval. Ese caso en el que está trabajando tiene que ser de lo más raro.

– Se está volviendo así. Pero yo sólo conozco las palabras, no la pintura. ¿Qué es?

– En realidad es un tablero de mesa. Probablemente lo hizo para una iglesia o la casa de una persona santa. Es el ojo de Dios. El está en el centro y lo que ve cuando mira hacia abajo son estas imágenes: los siete pecados capitales.

McCaleb asintió. Al mirar las diferentes escenas logró distinguir algunos de los pecados más obvios: gula, lujuria y orgullo.

– Y ahora su obra maestra -dijo su guía de museo personal al volver la página.

Se trataba del mismo tríptico que tenía colgado en la pared, El jardín de las delicias. McCaleb lo examinó de cerca en esta ocasión. El panel izquierdo era una bucólica escena de Adán y Eva que eran puestos en el jardín por el Creador. A su lado se alzaba un manzano. El panel del centro, el más grande, mostraba decenas de personas desnudas fornicando y bailando en una desinhibida lujuria, montando caballos, hermosos pájaros y criaturas completamente imaginarias del lago situado en primer plano. Y luego el último panel, el más oscuro, era el precio que había que pagar: el infierno, un lugar de tormento y angustia administrado por aves monstruosas y otras horribles criaturas. El lienzo era tan detallado y fascinante que McCaleb comprendió que alguien pudiera pasarse cuatro horas ante el original y aun así no terminar de verlo todo.

– Estoy segura de que ya ha captado las ideas de los temas repetitivos de Bosch -dijo Fitzgerald-, pero ésta se considera su obra más coherente, y también la más bellamente imaginada y realizada.

McCaleb asintió y señaló los tres paneles mientras hablaba.

– Aquí están Adán y Eva, la buena vida hasta que comen esa manzana. Luego, en el centro, tenemos lo que ocurre después de la caída de la gracia: la vida sin reglas. El libre albedrío conduce a la lujuria y el pecado. ¿Y adonde nos lleva todo esto? Al infierno.

– Muy bien. Si me lo permite señalaré algunos aspectos específicos que quizá le interesen.

– Por favor.

Fitzgerald empezó con el primer panel.

– El paraíso en la tierra. Tiene razón en que representa a Adán y Eva antes de la Caída. El estanque y la fuente del centro representan la promesa de vida eterna. Ya se ha fijado en el manzano de la izquierda.

El dedo de Fitzgerald se movió por el libro hasta la estructura de la fuente, una torre de lo que parecían pétalos de flores que de algún modo vertían agua en cuatro chorros diferentes al estanque que había debajo. Entonces él lo vio. El dedo de Fitzgerald se detuvo debajo de una pequeña entrada oscura en el centro de la estructura de la fuente. El rostro de una lechuza acechaba desde la oscuridad.

– Usted ha mencionado la lechuza antes. Aquí está su imagen. Ya ve que no todo está bien en este paraíso. El mal acecha y, como sabemos, terminará por vencer. Según Bosch, Y si pasamos al otro panel vemos que la imaginería se repite una y otra vez.

Ella señaló dos representaciones distintas de lechuzas y otras dos de criaturas semejantes. McCaleb se fijó en un hombre desnudo que abrazaba una gran lechuza marrón de ojos negros y brillantes. Los colores de la lechuza y los ojos coincidían con los del ave de plástico encontrada en el apartamento de Edward Gunn.

– ¿Ha visto algo, Terry?

Señaló la lechuza.

– Ésta. No puedo entrar en detalles con usted, pero ésta coincide exactamente con la razón que me ha traído hasta aquí.

– Hay muchos símbolos en juego en este panel. Ese es uno de los más obvios. Después de la Caída, el libre albedrío del hombre conduce a la disipación, la gula, la locura y la avaricia, y el peor de los pecados en el mundo de Bosch: la lujuria. El hombre cierra sus brazos en torno a la lechuza; abraza al mal.

McCaleb asintió.

– Y luego ha de pagar por ello.

– Ha de pagar. Como ve en el último panel, ésta es una representación del infierno sin fuego. Es más bien el lugar de una infinidad de tormentos y de dolor sin fin. De oscuridad.

McCaleb observó en silencio durante largo rato, moviendo los ojos por el paisaje de la pintura. Recordó lo que había dicho el doctor Vosskuhler.

Una oscuridad más negra que la noche.