"Mas Oscuro Que La Noche" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

3

La imagen del vídeo era clara y estable, la iluminación buena. Los aspectos técnicos de la grabación de la escena de un crimen habían mejorado mucho desde sus días en el FBI. El contenido era el mismo. La cinta que McCaleb estaba mirando mostraba el retablo crudamente iluminado de un asesinato. Finalmente congeló la imagen y la examinó. El camarote estaba en silencio, y la única intrusión del exterior era el suave batir del mar contra el casco del barco.

En el centro de la pantalla se hallaba el cuerpo desnudo de un hombre que había sido atado con cuerda de empacar. Tenía los brazos y las piernas firmemente sujetas detrás del torso, hasta tal extremo que la postura del cadáver parecía el reverso de la posición fetal. El cuerpo estaba boca abajo sobre una moqueta vieja y sucia. La cámara enfocaba el cadáver demasiado de cerca para determinar en qué clase de sitio había sido hallado. McCaleb suponía que la víctima era un hombre basándose sólo en la masa corporal y la musculatura, porque un cubo de fregar gris colocado sobre la cabeza impedía ver la cara. Un trozo de cuerda ataba los tobillos de la víctima, le subía por la espalda, pasaba entre los brazos y por debajo del reborde del cubo, donde estaba enrollado al cuello. A primera vista daba la sensación de que era una ligadura de estrangulación en la cual la palanca de piernas y pies tensaba la cuerda en torno al cuello de la víctima, causándole asfixia. En efecto, la víctima había sido atada de tal modo que en última instancia se había provocado su propia muerte al ser incapaz de mantener las piernas flexionadas en una posición tan antinatural.

McCaleb continuó con su examen de la escena. Una pequeña cantidad de sangre se había derramado sobre la moqueta desde el cubo, lo cual indicaba que iba a ver alguna herida en la cabeza cuando se retirara el cubo.

McCaleb se arrellanó en su vieja silla de escritorio y reflexionó sobre su primera impresión. Todavía no había abierto el expediente. Prefería ver en primer lugar la cinta a fin de estudiar la escena del crimen de la forma más parecida posible a como lo habían hecho los investigadores originalmente. Ya estaba fascinado por lo que estaba observando. Advirtió la implicación del ritual en la escena de la pantalla del televisor. También sintió la descarga de adrenalina en la sangre. Pulsó el botón del mando a distancia y el vídeo continuó reproduciéndose.

El ángulo de visión se amplió cuando Jaye Winston entró en el encuadre. McCaleb vio una parte más grande de la habitación y observó que se trataba de una casa o apartamento pequeño y escasamente amueblado.

Por pura coincidencia, Winston iba vestida con el mismo conjunto que en su visita de esa mañana. Llevaba puestos guantes de látex que se había subido por encima de los puños del blazer. La placa de detective colgaba de un cordón atado alrededor del cuello. Winston se situó a la izquierda del cadáver mientras su compañero, un detective que McCaleb no reconoció, se movía hacia la derecha. Por primera vez se escuchó una conversación.

– La víctima ya ha sido examinada por un ayudante del forense y cedida para la investigación de la escena del crimen -dijo Winston-. La víctima ha sido fotografiada in situ. Ahora vamos a proceder a quitar el cubo para continuar con el examen.

McCaleb sabía que Winston estaba eligiendo cuidadosamente sus palabras y actitud con el futuro en mente, un futuro que podría incluir un proceso por asesinato en el que un jurado vería la cinta de la escena del crimen. Tenía que mostrarse profesional y objetiva, completamente desapegada emocionalmente de lo que estaba descubriendo. Cualquier desviación de esta postura podía ser aprovechada por un abogado defensor para pedir la retirada del vídeo del catálogo de pruebas.

Winston se recogió el cabello detrás de las orejas y luego colocó ambas manos en los hombros de la víctima. Giró el cadáver con la ayuda de su compañero, de manera que el cuerpo quedó de espaldas a la cámara.

Entonces la cámara enfocó el hombro de la víctima y se aproximó, al tiempo que Winston retiraba con suavidad el asa del cubo de la barbilla del hombre y procedía a levantarlo cuidadosamente para descubrir la cabeza.

– Bueno-dijo.

La detective mostró el interior del cubo a la cámara -la sangre se había coagulado en el interior- y a continuación lo puso en una caja de cartón para almacenar pruebas. Luego se volvió y miró a la víctima.

Habían enrollado cinta aislante gris alrededor de la cabeza de la víctima para formar una mordaza muy apretada en torno a la boca. Los ojos estaban abiertos e hinchados, a punto de salirse de sus órbitas. Había hemorragias en ambas córneas y la piel que rodeaba los ojos también estaba roja.

– PC -dijo el compañero, señalando los ojos.

– Kurt -dijo Winston-. Hay sonido.

– Perdón.

Estaba diciéndole a su compañero que se ahorrase las observaciones. De nuevo, estaba salvaguardándose de cara al futuro. McCaleb sabía que Kurt había reparado en la hemorragia, o petequias conjuntivas, que siempre acompañaban a una muerte por estrangulación. Aun así, la observación tenía que realizarla un forense al jurado, no un detective de homicidios en la escena del crimen.

La sangre había apelmazado el pelo algo largo de la víctima y se había acumulado en la parte del cubo en contacto con la mejilla izquierda. Winston empezó a mover la cabeza del cadáver y pasar los dedos por el cabello en busca del origen de la sangre. Al final encontró la herida en la coronilla. Retiró el pelo al máximo para verla.

– Barney, haz un primer plano de esto si es que puedes -dijo.

La cámara se acercó. McCaleb vio una herida pequeña y circular que no parecía perforar el cráneo. Sabía que la cantidad de sangre no siempre tenía relación con la gravedad de la herida, incluso heridas sin importancia en el cuero cabelludo podían derramar gran cantidad de sangre. En cualquier caso el informe de la autopsia le proporcionaría una descripción exhaustiva de la herida.

– Barn, graba esto -dijo Winston desviándose levemente del anterior tono monocorde-. Parece que hay algo escrito en la cinta que hace de mordaza.

Ella lo había observado al manipular la cabeza. La cámara se acercó. McCaleb distinguió unas letras ligeramente marcadas en la cinta aislante, allá donde ésta cruzaba la boca. Las letras parecían escritas en tinta, pero el mensaje estaba tapado por la sangre. McCaleb logró leer lo que parecía una palabra del mensaje.

– Cave -leyó en voz alta-. ¿Cave?

Pensó que tal vez era sólo parte de una palabra, pero no podía pensar: la única palabra más larga que se le ocurría era «caverna».

McCaleb congeló la imagen y se limitó a mirar, cautivado. Lo que estaba viendo lo transportaba a los lejanos días en que se dedicaba a trazar perfiles psicológicos, a una época en la que casi todos los casos que le asignaban le planteaban la misma pregunta: «¿Qué alma oscura y torturada es capaz de hacer esto?»

Las palabras de un asesino siempre eran significativas y situaban el caso en un plano superior. Por lo general, indicaban que el asesinato era una declaración, un mensaje transmitido del asesino a la víctima y de los investigadores al mundo.

McCaleb se levantó y bajó de la litera superior uno de los viejos archivadores. Levantó rápidamente la solapa y empezó a pasar los expedientes en busca de una libreta con algunas páginas en blanco. Empezar cada uno de los casos que le asignaban con una libreta de espiral nueva formaba parte de su ritual en el FBI. Al final encontró un expediente en el que sólo había un FSA y una libreta. Con tan pocos papeles en el expediente, sabía que sería un caso breve y que la libreta tendría muchas hojas en blanco.

McCaleb pasó las hojas de la libreta y vio que ésta apenas había sido usada. Entonces leyó la primera página del Formulario de Solicitud de Asistencia y enseguida reconoció el caso. Lo recordó de inmediato, porque lo había solucionado con una sola llamada telefónica. La solicitud había llegado de un detective de la pequeña localidad de White Elk, Minnesota, hacía casi diez años, cuando McCaleb todavía trabajaba en Quantico. El informe del detective decía que dos hombres se habían enzarzado en una pelea de borrachos en la casa que compartían, se habían desafiado a un duelo y ambos habían resultado muertos al abrir fuego al mismo tiempo desde una distancia de diez metros. El detective no necesitaba ninguna ayuda con el doble homicidio, porque era evidente, pero había algo que lo desconcertaba. En el curso del registro del domicilio de las víctimas, los investigadores se habían encontrado con algo extraño en el congelador del sótano. En un esquina del congelador había bolsas de plástico que contenían varias decenas de tampones usados. Los había de distintas marcas y los estudios preliminares de una muestra de los tampones reveló que la sangre menstrual correspondía a mujeres distintas.

El detective del caso no sabía qué tenía entre manos, pero se temía lo peor. Lo que solicitaba a la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI era una idea acerca del posible significado de los tampones y de cómo proceder. Más concretamente, quería saber si los tampones podían ser recuerdos de las víctimas de uno o varios asesinos en serie que habían pasado desapercibidos hasta que se habían matado el uno al otro.

McCaleb sonrió al recordar el caso. Ya se había encontrado antes con tampones en un congelador. Llamó al detective y le formuló tres preguntas. ¿A qué se dedicaban los dos hombres? ¿Además de las armas de fuego había armas largas o alguna licencia de caza en el apartamento? Y, por último, cuándo empezaba la temporada de la caza del oso en Minnesota.

Las respuestas del detective resolvieron rápidamente el misterio. Ambos hombres trabajaban en el aeropuerto de Minneapolis para una empresa subcontratada encargada de suministrar personal de limpieza para los aviones comerciales. Se encontraron varios rifles en la casa, pero ninguna licencia. Y, por último, faltaban tres semanas para que se abriera la temporada de caza del oso.

McCaleb explicó al detective que en su opinión los hombres no eran asesinos múltiples, sino que habían estado recogiendo el contenido de los receptáculos para tirar tampones de los lavabos que habían limpiado. Se llevaban los tampones a casa y los congelaban. Cuando se iniciara la temporada de caza probablemente los descongelarían y los utilizarían para atraer a los osos, que eran capaces de oler la sangre desde una larga distancia. La mayoría de los cazadores utilizaban basura como cebo, pero no había nada mejor que la sangre.

Terry McCaleb recordó que el detective se había mostrado decepcionado de no tener ningún asesino o asesinos en serie entre manos. O bien estaba avergonzado porque un agente del FBI hubiera resuelto tan rápidamente el misterio sentado en un despacho de Quantico, o simplemente estaba molesto al darse cuenta de que su caso no iba a atraer la atención de los medios de comunicación nacionales. Colgó sin despedirse y McCaleb no volvió a saber nada más de él.

McCaleb arrancó las pocas páginas de notas del caso de la libreta, las puso en el expediente, junto con el FSA y devolvió el archivador a su lugar en la litera convertida en estantería. Empujó el archivador hasta el fondo y éste resonó en el mamparo.

McCaleb volvió a sentarse, miró la imagen congelada de la pantalla de la televisión y acto seguido la página en blanco de la libreta. Al final, sacó el bolígrafo del bolsillo de la camisa y estaba a punto de empezar a escribir cuando la puerta del camarote se abrió de repente y apareció Buddy Lockridge.

– ¿Estás bien?

– ¿Qué?

– Estoy bien, Buddy. Sólo…

– Joder, ¿qué cono es eso?

Buddy estaba mirando la tele. McCaleb levantó inmediatamente el mando a distancia y apagó el aparato.

– Mira, Buddy, ya te he dicho que esto es confidencial y no puedo…

– Vale, vale, ya lo sé. Sólo estaba asegurándome de que no te hubieras desmayado o algo así.

– Muy bien, gracias. Estoy bien.

– Me quedaré un rato más arriba, por si necesitas algo.

– No necesitaré nada, pero gracias.

– ¿Sabes?, estás consumiendo un montón de energía. Mañana tendrás que poner el generador.

– No hay problema. Lo haré. Te veo más tarde, Buddy.

Buddy señaló la pantalla azul del televisor.

– Éste es de los raros.

– Adiós, Buddy -dijo McCaleb, impaciente.

Se levantó y cerró la puerta, aunque Buddy seguía en el umbral. Esta vez pasó la llave. Volvió a su asiento y empezó a escribir una lista en la libreta.


ESCENA DEL CRIMEN

1. Ligadura

2. Desnudo

3. Herida en la cabeza

4. Cinta/mordaza – ¿Cavé?

5. ¿Cubo?

Examinó la lista durante unos momentos, esperando que se le ocurriera una idea, pero no surgió nada. Era demasiado pronto. Instintivamente, sabía que las palabras de la mordaza constituían una pista que no iba a poder descifrar hasta que contara con el mensaje completo. Sintió la urgencia de abrir el expediente y buscarlo, pero en lugar de hacerlo, volvió a encender la tele y continuó reproduciendo la cinta desde el punto donde la había detenido. La cámara enfocaba de cerca la boca del cadáver y la cinta que la mantenía cerrada con fuerza.

– Dejaremos esto para el forense -dijo Winston-. ¿Has grabado todo lo posible, Barn?

– Sí-contestó el invisible cámara.

– Muy bien, retrocede y enfoca estas ligaduras.

La cámara siguió la cuerda desde la cabeza hasta los pies. Ésta formaba un nudo corredizo alrededor del cuello. Luego seguía por la columna vertebral y había sido enrollada repetidas veces alrededor de los tobillos, tirando de ellos con tanta tensión que la víctima tenía los talones en las nalgas.

Las muñecas estaban atadas con otro trozo de cuerda enrollado seis veces y luego asegurado con un nudo. Las ligaduras habían causado profundas marcas en la piel de muñecas y tobillos, lo cual indicaba que la víctima se había resistido durante un buen rato antes de sucumbir.

Una vez completada la grabación del cadáver, Winston pidió al invisible cámara que hiciera un inventario en vídeo de las distintas estancias del apartamento.

La cámara se alejó del cuerpo y enfocó el resto del salón comedor. La casa parecía amueblada en una tienda de muebles usados. No había ninguna uniformidad, los muebles eran de estilos completamente diferentes. Las escasas reproducciones de pinturas enmarcadas de las paredes parecían sacadas de una habitación de un hotel Howard Johnson de diez años atrás: todo en naranja y tonos pastel. Al fondo de la sala había una vitrina de porcelanas sin porcelana. Había algún que otro libro en los estantes, pero la mayoría estaban vacíos. Encima de la vitrina, McCaleb vio algo que le resultó curioso. Se trataba de una lechuza de cincuenta centímetros de alto que parecía pintada a mano. McCaleb había visto muchas parecidas antes, sobre todo en el puerto de Avalon y en el de Cabrillo. En la mayoría de los casos, las lechuzas o los búhos estaban hechos de plástico hueco y situados en lo alto de los mástiles o en los puentes de los barcos a motor, en un intento, por lo general infructuoso, de mantener alejados de los barcos a las gaviotas y otras aves. La teoría se basaba en que al ver a la lechuza como un depredador las otras aves no se acercarían, y por tanto no ensuciarían las embarcaciones con sus deposiciones.

McCaleb también había visto que las usaban en el exterior de edificios públicos en los que las palomas eran un incordio. Pero lo que le interesaba de la lechuza de plástico era que nunca había visto ninguna como elemento decorativo en el interior de una casa. Sabía que la gente coleccionaba todo tipo de cosas, lechuzas incluidas, pero hasta el momento no había visto en el apartamento ninguna más, sólo la situada encima de la vitrina. Abrió con rapidez la carpeta y encontró el informe de identificación de la víctima. Según ese informe, el oficio de la víctima era pintar casas. McCaleb cerró la carpeta y consideró por un momento la posibilidad de que la víctima se hubiera traído la lechuza de un trabajo o la hubiera sacado de una estructura mientras la preparaba para pintaría.

v. Rebobinó la cinta y miró de nuevo el momento en que el cámara hacía un barrido desde el cadáver hasta la vitrina encima de la cual se hallaba la lechuza. A McCaleb le pareció que el cámara había realizado un giro de ciento ochenta grados, lo cual significaba que la lechuza había estado directamente enfrente de la víctima, espectadora privilegiada de la escena de asesinato.

Aunque existían otras posibilidades, el instinto de McCaleb le decía que la lechuza de plástico era, de algún modo, parte de la escena del crimen. Cogió la libreta y convirtió la lechuza en la sexta entrada de su lista.


El resto de la videograbación de la escena del crimen revistió escaso interés para McCaleb. Documentaba las otras habitaciones del apartamento de la víctima: el dormitorio, el baño y la cocina. No vio ninguna otra lechuza ni tomó más notas. Al llegar al final de la cinta, la rebobinó y volvió a verla en su totalidad una vez más. Nada nuevo captó su atención. Extrajo la cinta y la guardó de nuevo en la funda de cartulina. Luego devolvió la televisión al salón, donde la aseguró en el armazón.

Buddy estaba tirado en el sofá leyendo su novela. No dijo ni una palabra, y McCaleb se dio cuenta de que se sentía ofendido porque le había cerrado la puerta del camarote en las narices. Pensó en disculparse, pero lo dejó estar. Buddy era demasiado entrometido con el pasado y el presente de McCaleb. Tal vez el desaire se lo haría saber.

– ¿Qué estás leyendo? -preguntó.

– Un libro -contestó Lockridge sin levantar la mirada.

McCaleb sonrió para sus adentros. Ya estaba seguro de que había ofendido a Buddy.

– Bueno, aquí está la tele por si quieres ver las noticias o algo.

– Las noticias se han acabado.

McCaleb miró su reloj. Era medianoche. Se le había pasado el tiempo volando. Esto era algo habitual en él; en el FBI, cuando estaba ensimismado en un caso, solía trabajar sin parar a comer o sin darse cuenta de que se hacía muy tarde.

Dejó a Buddy enfurruñado y volvió al camarote. Cerró de nuevo la puerta, ruidosamente, y echó la llave.