"La Historia del Loco" - читать интересную книгу автора (Katzenbach John)2Francis Xavier Petrel llegó llorando al Hospital Estatal Western en una ambulancia. Llovía con intensidad, anochecía deprisa, y tenía los brazos y las piernas atados. Con sólo veintiún años, estaba más asustado de lo que había estado en su corta y hasta entonces relativamente monótona vida. Los dos hombres de la ambulancia habían guardado silencio durante el trayecto, salvo para mascullar quejas sobre lo impropio del tiempo para esa estación o para hacer comentarios mordaces sobre los demás conductores, ninguno de los cuales parecía alcanzar los niveles de excelencia que ellos poseían. La ambulancia había recorrido el camino a una velocidad moderada, sin luces intermitentes ni urgencia alguna. La forma en que ambos habían actuado tenía algo de rutinario, como si el viaje al hospital fuera sólo una parada más en medio de un día opresivamente normal y aburrido. Uno de ellos sorbía de vez en cuando una lata de refresco, y al hacerlo emitía un ruido parecido a un beso. El otro silbaba fragmentos de canciones populares. El primero llevaba patillas a lo Elvis. El segundo lucía una melena tupida como la de un león. Podía haber sido un trayecto aburrido para los dos asistentes, pero para el joven tenso que iba en la parte posterior, que respiraba como si hubiera corrido un Cuando la ambulancia se detuvo frente a la entrada del hospital, oyó que una de sus voces le advertía por encima del miedo: Los hombres de la ambulancia parecían ajenos al peligro inminente. Abrieron las puertas del vehículo con estrépito y sacaron sin la menor delicadeza a Francis en una camilla. Este sintió la lluvia que le caía en la cara y se mezclaba con el sudor nervioso de su frente hasta que traspusieron unas puertas anchas y entraron en un mundo de luces brillantes e implacables. Lo empujaron por un pasillo y las ruedas de la camilla chirriaban contra el linóleo. Lo único que pudo ver al principio fue el techo gris marcado de hoyos. Era consciente de que había más personas en el pasillo, pero estaba demasiado asustado para volver la cabeza hacia ellas. Mantenía los ojos fijos en el aislamiento acústico del techo, y contaba la cantidad de fluorescentes que iba dejando atrás. Cuando llegó al cuarto, los camilleros se detuvieron. Algunas personas más se habían situado delante de la camilla. Oyó unas palabras por encima de su cabeza: – Muy bien, chicos. Nosotros nos encargaremos. Entonces, una cara negra, inmensa y redonda, que mostraba una hilera de dientes irregulares en una amplia sonrisa, apareció sobre él. La cara coronaba una chaqueta blanca de auxiliar que parecía, a primera vista, varias tallas pequeña. – Muy bien, señor Francis Xavier Petrel, no nos va a causar ningún problema, ¿verdad? -El negro imprimió un ligero tono cantarín a sus palabras, de modo que sonaron entre amenaza y diversión. Francis no supo qué responder. Un segundo rostro negro entró de repente en su campo de visión al otro lado de la camilla, inclinado también hacia él. – No creo que este chico vaya a crearnos ningún problema -dijo el segundo hombre-. En absoluto. ¿Verdad, señor Petrel? -El también hablaba con un suave acento sureño. Una voz le gritó al oído: Intentó sacudir la cabeza, pero le costaba mover el cuello. – No causaré ningún problema -dijo al fin. Sus palabras parecían tan duras como aquel día, pero se alegró de poder hablar. Eso lo tranquilizó un poco. A lo largo del día había temido que, de algún modo, fuera a perder toda capacidad de comunicación. – Muy bien, señor Petrel. Vamos a bajarlo de la camilla. Después nos sentaremos con calma en una silla de ruedas. ¿Entendido? Pero aún no le voy a soltar las manos y los pies. Eso será después de que hable con el médico. Quizá le dé algo para que se calme. Para relajarlo. Ahora incorpórese, mueva las piernas hacia delante. Lo hizo. El movimiento lo mareó y se balanceó brevemente. Una mano enorme lo sujetó por el hombro. Se volvió y vio que el primer auxiliar era inmenso, cerca de dos metros de estatura y puede que unos ciento treinta kilos de peso. Tenía brazos muy musculosos y piernas como barriles. Su compañero, el otro negro, era un hombre enjuto y nervudo, empequeñecido a su lado. Llevaba perilla y un peinado afro que no lograba añadir demasiados centímetros a su modesta estatura. Los dos hombres lo depositaron en una silla de ruedas. – Muy bien -dijo el pequeño-. Ahora lo llevaremos a ver al médico. No se preocupe. Las cosas pueden parecer desagradables, pésimas ahora mismo, pero pronto mejorarán. Puede estar seguro. No se lo creyó. Ni una palabra. Los dos auxiliares lo condujeron hasta una pequeña sala de espera. Una secretaria sentada tras una mesa metálica alzó la mirada cuando cruzaron la puerta. Parecía una mujer imponente, estirada, de más de mediana edad, vestida con un ajustado traje chaqueta azul, el cabello demasiado crispado, el delineador de ojos demasiado marcado y el brillo de labios ligeramente excesivo, lo que le confería un aspecto algo incongruente, entre bibliotecaria y prostituta callejera. – Éste debe de ser el señor Petrel -dijo con brusquedad, aunque Francis supo al instante que no esperaba respuesta, porque ya la conocía-. Ya pueden pasar. El médico lo está esperando. Le condujeron a un despacho. Era una habitación algo más agradable, con dos ventanas en la pared del fondo con vistas a un jardín. Se veía un roble mecido por el viento. Y, más allá del árbol, otros edificios, todos de ladrillo, con tejados de pizarra negra que se fundían con la penumbra del cielo. Delante de las ventanas había un enorme escritorio de madera. Un estante con libros en un rincón, varias sillas demasiado mullidas y una alfombra oriental de color rojo vivo sobre la moqueta gris que cubría el suelo creaban una zona de asiento a la derecha de Francis. Una fotografía del gobernador junto a un retrato del presidente Cárter colgaban de la pared. Francis lo captó lo más rápido posible girando la cabeza a uno y otro lado. Pero sus ojos se detuvieron enseguida en el hombre menudo que se levantó de detrás de la mesa. – Buenas tardes, señor Petrel. Soy el doctor Gulptilil -dijo, con una voz aguda, casi como de niño. Era un hombre con sobrepeso, rollizo, sobre todo en los hombros y la barriga, bulboso como un globo al que se le ha dado forma. Era indio o pakistaní. Llevaba una reluciente corbata de seda roja y una camisa de un blanco luminoso, pero su traje gris, mal entallado, tenía los puños algo raídos. Parecía la clase de hombre que pierde interés en su aspecto a medio vestirse por la mañana. Llevaba unas gafas gruesas de montura negra, y el pelo, peinado hacia atrás, se le rizaba sobre el cuello de la camisa. Francis no pudo deducir si era joven o mayor. Observó que le gustaba subrayar sus palabras con movimientos de la mano, de modo que su conversación parecía la actuación de un director de orquesta con la batuta. – Hola -dijo Francis, vacilante. – ¿Sabe por qué está aquí? -preguntó el médico. Parecía sentir verdadera curiosidad. – No estoy muy seguro. Gulptilil bajó la mirada a un expediente y examinó una hoja. – Al parecer, ha asustado a algunas personas -indicó despacio-. Y parecen creer que necesita ayuda. -Tenía un ligero acento británico, un pequeño toque de anglicismo que era probable que los años en Estados Unidos hubieran erosionado. Hacía calor en la habitación, y uno de los radiadores siseaba bajo la ventana. – Fue un error -respondió Francis-. No quería hacerlo. Las cosas se descontrolaron un poco. Fue un accidente. De verdad que sólo fue una equivocación. Ahora me gustaría volver a casa. Lo siento. Prometo portarme mejor. Mucho mejor. Sólo fue un error. No quería hacerlo. De verdad que no. Pido disculpas. El médico asintió, pero no contestó precisamente a lo que Francis había dicho. – ¿Oye voces ahora? -quiso saber. – No. – ¿No? – No. – No sé a qué se refiere con eso de las voces -aseguró Francis. – Me refiero a que usted oye hablar a personas que no están físicamente presentes. O tal vez oye cosas que los demás no pueden oír. Francis negó con la cabeza. – Eso sería una locura -comentó. Estaba ganando algo de confianza. El médico examinó la hoja y volvió a alzar los ojos hacia Francis. – Así que las muchas veces que los miembros de su familia le han observado hablando solo no son ciertas. ¿Por qué mentirían, pues? Francis se movió inquieto mientras pensaba en la pregunta. – ¿Quizás están equivocados? -dijo, y la incertidumbre asomó a su voz. – Lo dudo. – No he tenido demasiados amigos -comentó Francis con cautela-. Ni en el colegio ni en el barrio. Los demás suelen dejarme solo. Así que he terminado hablando conmigo mismo. Puede que sea eso lo que han observado. – ¿Habla consigo mismo? -repuso el médico. – Sí. Eso es -corroboró Francis, y se relajó un poco más. El médico echó otro vistazo al expediente. Exhibía una sonrisita en los labios. – Yo también hablo conmigo mismo a veces -aseguró. – Bueno. Ya lo ve -contestó Francis. Se estremeció y sintió una curiosa mezcla de calor y frío, como si el tiempo húmedo y crudo del exterior hubiera logrado seguirlo y hubiese superado el calor ardiente del radiador. – Pero cuando lo hago no mantengo una conversación, señor Petrel. Es más bien un recordatorio, como «No olvides comprar un litro de leche», o una advertencia, como «¡Ay!» o «¡Mierda!» o, debo admitirlo, epítetos aún peores. No me dedico a preguntar y contestar a alguien que no está presente. Y eso, me temo, es lo que su familia dice que lleva haciendo usted desde hace años. – ¿Eso han dicho? -replicó Francis con astucia-. Qué extraño. – No tanto como se imagina, señor Petrel -dijo el médico y sacudió la cabeza. Rodeó la mesa acortando la distancia entre ambos para terminar apoyándose en el borde, justo delante de Francis, confinado en la silla de ruedas, limitado por las ataduras de manos y piernas, pero igualmente por la presencia de los dos auxiliares, que no habían hablado ni se habían movido pero se mantenían justo detrás de él. – Tal vez volvamos más tarde a esas conversaciones suyas, señor Petrel -dijo el doctor-. Porque no acabo de entender cómo puede tenerlas sin oír algo a cambio, y eso me preocupa de verdad. Francis asintió, y temió que el médico lo hubiese advertido. Se puso tenso y vio cómo Gulptilil hacía una anotación en la hoja con un bolígrafo. – Intentemos otra cosa de momento, señor Petrel -prosiguió-. Hoy ha sido un día difícil, ¿no es así? – Sí -contestó Francis. Supuso entonces que sería mejor añadir algo porque el médico se limitó a mirarlo fijamente-. Tuve una discusión. Con mis padres. – ¿Una discusión? Sí. Por cierto, señor Petrel, ¿puede decirme qué fecha es hoy? – ¿La fecha? – Correcto. La fecha de esta discusión que tuvo usted hoy. Pensó un buen momento. Luego miró por la ventana y vio que el árbol se doblaba bajo el viento, con movimientos espasmódicos, como si un titiritero oculto le manipulara las extremidades. Las ramas tenían unos brotes, así que hizo algunos cálculos mentales. Se concentró mucho, y esperaba que una de las voces supiera la respuesta, pero de repente estaban, como era su irritante costumbre, silenciosas. Echó un vistazo alrededor con la esperanza de encontrar un calendario u otra señal que pudiera ayudarlo, pero no vio nada. Volvió la mirada a la ventana para observar cómo se movía el árbol. Luego miró al médico y vio que éste esperaba pacientemente la respuesta, como si hubieran transcurrido varios minutos desde su pregunta. Francis inspiró hondo. – Lo siento… -empezó. – ¿Se ha distraído? -preguntó el médico. – Le pido disculpas. – Parecía estar en otro sitio -comentó el médico-. ¿Le ocurre con frecuencia? – No. En absoluto. – ¿De veras? Me sorprende. En cualquier caso, señor Petrel, iba a decirme algo. – ¿Me había hecho una pregunta? -repuso Francis, enojado consigo mismo por haber perdido el hilo de la conversación. – La fecha, señor Petrel. – Creo que es quince de marzo -respondió Francis con seguridad. – Ah, los idus de marzo. Momento de traiciones famosas. Lástima, pero no. -Negó con la cabeza-. Pero ha estado cerca, señor Petrel. ¿Y el año? Francis hizo más cálculos mentales. Sabía que tenía veintiún años y que su cumpleaños había sido el mes anterior, de modo que dedujo: – Mil novecientos setenta y nueve. – Bien -contestó el doctor-. Excelente. ¿Y a qué día estamos? – ¿Qué día? – ¿Qué día de la semana, señor Petrel? – Estamos a… sábado. – No. Lo siento. Hoy es miércoles. ¿Podrá recordarlo un rato? – Sí. Miércoles. Por supuesto. – Y ahora volvamos a esta mañana -pidió el médico, y se frotó el mentón con la mano-, con su familia. Fue algo más que una discusión, ¿no es así, señor Petrel? – No creo que fuera tan especial… – ¿De veras? -El médico abrió los ojos con una ligera nota de sorpresa-. Qué curioso, señor Petrel. Porque el informe de la policía local indica que amenazó a sus dos hermanas y que después anunció que iba a suicidarse. Que la vida no valía la pena y que odiaba a todo el mundo. Y luego, cuando su padre le hizo frente, también lo amenazó, lo mismo que a su madre, aunque no con atacarlos sino con algo igual de peligroso. Dijo que quería que todo el mundo desapareciera. Creo que ésas fueron sus palabras exactas. Y el informe asegura además, señor Petrel, que fue a la cocina de la casa donde vive con sus padres y sus dos hermanas menores y tomó un cuchillo grande, el cual blandió en su dirección de tal manera que ellos creyeron que iba a atacarlos. Luego lo lanzó contra la pared. Y después, cuando la policía llegó a su casa, se encerró en su habitación y se negó a salir, pero desde el pasillo le oían hablar en voz alta, discutiendo, cuando de hecho no había nadie con usted. Tuvieron que derribar la puerta, ¿no es así? Y, por fin, forcejeó con los policías y con los auxiliares de la ambulancia que intentaban ayudarlo, por lo que uno de ellos necesitó incluso ser atendido. ¿Es ése un breve resumen de los hechos de hoy, señor Petrel? – Sí -contestó con tristeza-. Siento lo del policía. Un puñetazo mío le acertó sin querer en el ojo. Sangró mucho. – Eso fue una suerte para usted y para él -dijo Gulptilil. Francis asintió. – Tal vez ahora podría explicarme por qué pasaron hoy estas cosas, señor Petrel. Francis miró otra vez por la ventana en busca del horizonte. Detestaba la pregunta «por qué». Lo había perseguido toda la vida. ¿Por qué no tienes amigos? ¿Por qué no te llevas bien con tus hermanas? ¿Por qué no puedes lanzar bien una pelota o estar tranquilo en clase? ¿Por qué no prestas atención cuando te habla el profesor, o el jefe de los – Mis padres creen que tengo que hacer algo con mi vida. Eso fue lo que provocó la discusión. – ¿Es consciente, señor Petrel, de que obtuvo muy buenos resultados en sus estudios? Excelentes, por extraño que parezca. Quizás sus esperanzas no fueran tan infundadas. – Supongo que no. – ¿Por qué discutió entonces? – Una conversación así nunca es tan razonable como se cuenta después -respondió Francis, y eso hizo sonreír al doctor. – Ah, señor Petrel, supongo que tiene razón en eso. Pero no entiendo cómo esta discusión subió tanto de tono. – Mi padre estaba resuelto. – Usted lo golpeó, ¿verdad? – El me golpeó antes -obedeció Francis. Gulptilil hizo otra anotación. Francis se revolvió en el asiento. El médico alzó los ojos hacia él. – ¿Qué está escribiendo? -quiso saber Francis. – ¿Importa eso? – Sí. Quiero saber qué está escribiendo. – Sólo son unas notas sobre nuestra conversación. – Creo que debería enseñarme lo que está escribiendo. Creo que tengo derecho a saber qué está escribiendo. El médico no respondió, así que Francis prosiguió. – Estoy aquí, he contestado sus preguntas y ahora yo le hago una. ¿Por qué está escribiendo cosas sobre mí sin enseñármelas? No es justo. Se removió y tiró de las ataduras que lo sujetaban. Notaba que el calor de la habitación aumentaba, como si hubieran subido la calefacción de golpe. Forcejeó un momento para intentar liberarse, pero no lo consiguió. Inspiró hondo y volvió a desplomarse en el asiento. – ¿Está nervioso? -preguntó el médico tras unos instantes de silencio. Era una pregunta que no requería respuesta. – Eso no es justo -repitió Francis, intentando infundir tranquilidad a su voz. – ¿Es importante la justicia para usted? – Sí. Por supuesto. – Sí, quizá tenga razón en eso, señor Petrel. De nuevo guardaron silencio. Francis oía sisear el radiador y pensó que quizás era la respiración de los auxiliares, que seguían a sus espaldas. Se preguntó si una de sus voces podría estar intentando captar su atención susurrándole algo tan bajo que le costaba oírlo. Se inclinó hacia delante, como para escuchar mejor. – ¿Suele impacientarse cuando las cosas no le salen como quiere? – ¿No le pasa a todo el mundo? – ¿Cree que debería lastimar a la gente cuando las cosas no salen como a usted le gustaría, señor Petrel? – No. – Pero se enfada. – Todo el mundo se enfada a veces. – Ah, señor Petrel, en eso tiene toda la razón. Sin embargo, el modo en que reaccionamos a nuestro enfado es fundamental, ¿no? Creo que deberíamos volver a hablar. -El médico se había inclinado hacia él para imprimir algo de complicidad a su actitud-. Sí, creo que serán necesarias más conversaciones. ¿Sería eso aceptable para usted, señor Petrel? No contestó. Era como si la voz del médico se hubiera apagado, como si alguien le hubiera bajado el volumen o como si sus palabras le llegaran desde una gran distancia. – ¿Puedo llamarte Francis? -preguntó el médico. De nuevo no respondió. No se fiaba de su voz, porque empezaba a mezclarse con las emociones que le crecían en el pecho. – Dime, Francis -preguntó Gulptilil tras observarlo un instante-, ¿recuerdas lo que te pedí que recordaras hace un rato, durante nuestra conversación? Esta pregunta pareció devolverlo a la habitación. Alzó los ojos hacia el médico, que exhibía una mirada inquisitiva. – ¿Cómo? – Te he pedido que recordaras algo. – No me acuerdo -soltó Francis con brusquedad. – Pero tal vez podrías recordarme a qué día de la semana estamos -dijo el médico con la cabeza ligeramente ladeada. – ¿Qué día? – Sí. – ¿Es importante? – Imaginemos que lo es. – ¿Está seguro de habérmelo preguntado antes? -Francis procuraba ganar tiempo, porque aquel simple dato parecía de repente eludirlo, como si se escondiera tras una nube en su interior. – Sí -contestó el doctor-. Estoy seguro. ¿A qué día estamos? Francis se lo pensó, mientras se debatía con la ansiedad que de repente se encaramaba a sus demás pensamientos. Ojalá alguna de sus voces acudiera en su ayuda, pero siguieron silenciosas. – Creo que es sábado -aventuró con cautela. Pronunció cada palabra despacio, vacilante. – ¿Estás seguro? – Sí -contestó con escasa convicción. – ¿No recuerdas que yo te hubiera dicho que era miércoles? – No. No sería correcto. Es sábado. -La cabeza le daba vueltas, como si aquellas preguntas le obligaran a correr en círculos concéntricos. – No -corrigió el médico-. Pero no tiene importancia. Te quedarás un tiempo con nosotros, Francis, y tendremos oportunidad de volver a hablar sobre estos temas. Estoy seguro de que en el futuro recordarás mejor las cosas. – No quiero quedarme -contestó Francis, sintiendo un pánico repentino mezclado con desesperación-. Quiero irme a casa. De verdad, creo que me están esperando. Se acerca la hora de cenar, y mis padres y hermanas quieren que todo el mundo esté en casa entonces. Es la norma de la casa, ¿sabe? Tienes que estar a las seis, con la cara y las manos lavadas. Nada de ropa sucia si has estado jugando fuera. Preparados para bendecir la mesa. Tenemos que bendecir la mesa. Siempre lo hacemos. Algunos días me toca a mí. Tenemos que dar gracias a Dios por la comida que tenemos en la mesa. Creo que hoy me toca. Sí, estoy seguro. De modo que tengo que irme, no puedo llegar tarde. Notaba cómo las lágrimas le anegaban los ojos y los sollozos le entrecortaban las palabras. Esas cosas le pasaban a un reflejo exacto de él, no a él, que estaba algo distanciado del Francis real. Luchó para que todas esas partes de él mismo se reunieran en una sola, pero era difícil. – ¿Quizá quieras hacerme alguna pregunta? -dijo Gulptilil con delicadeza. – ¿Por qué no puedo volver a casa? -tosió la pregunta entre lágrimas. – Porque la gente te tiene miedo, Francis, y porque asustas a la gente. – ¿Qué clase de sitio es éste? – Un sitio donde te ayudaremos -aseguró el médico. Gulptilil dirigió la mirada a los dos auxiliares y les dijo: – Señor Moses, por favor, lleve con su hermano al señor Petrel al edificio Amherst. Aquí tiene una receta con la medicación y algunas instrucciones adicionales para las enfermeras. Deberá estar por lo menos treinta y seis horas en observación antes de que se planteen pasarlo a la sala abierta. -Entregó el expediente al más bajo de los hombres que flanqueaban a Francis. – Muy bien, doctor -asintió el auxiliar. – Sí, doctor -respondió su enorme compañero, que se puso tras la silla de ruedas y la empujó con rapidez. El movimiento mareó a Francis, que contuvo los sollozos que le sacudían el pecho-. No tenga miedo, señor Petrel. Pronto se arreglará todo. Cuidaremos bien de usted -susurró el hombretón. Francis no lo creyó. Le condujeron de vuelta a la sala de espera, con las lágrimas resbalándole por las mejillas y las manos temblorosas bajo las sujeciones. Se retorcía en la silla para llamar la atención de los auxiliares. – Por favor -rogó lastimeramente, con la voz quebrada por una mezcla de miedo y tristeza sin límite-, quiero ir a casa. Me están esperando. Es donde quiero estar. Llévenme a casa, por favor. El auxiliar pequeño tenía el rostro tenso, como si le doliese oír las súplicas de Francis. – Todo va a ir bien, ¿me oyes? -repitió con una mano en el hombro de Francis-. Tranquilo… -Le hablaba como si fuera un niño. Los sollozos sacudían a Francis, procedentes de una parte muy profunda de su ser. Se detuvieron en la sala de espera donde la secretaria estirada alzó los ojos con una expresión impaciente e implacable. – ¡Silencio! -ordenó a Francis, que se tragó otro sollozo y tosió. Al hacerlo, echó un vistazo alrededor de la habitación y vio a dos policías estatales uniformados, con chaqueta gris y pantalones de montar azules remetidos en relucientes botas marrones de caña alta. Ambos eran la imagen robusta, alta y esbelta de la disciplina, con el pelo cortado al uno y el sombrero de ala rígida un poco inclinado. Los dos llevaban un cinturón tan pulido como un espejo, y un revólver enfundado a la cintura. Pero quien llamó la atención de Francis fue el hombre al que flanqueaban. Era más bajo que los policías, pero corpulento. Francis supuso que tendría unos treinta años. Adoptaba una postura lánguida y relajada, con las manos esposadas delante, pero su lenguaje corporal parecía minimizar la función de las esposas, como si sólo fueran un leve inconveniente. Llevaba puesto un holgado mono azul marino con las palabras MCI-BOSTON bordadas en amarillo sobre el bolsillo superior derecho, y un par de zapatillas de deporte viejas y sin cordones. El pelo castaño, bastante largo, le sobresalía por debajo de una gorra de los Boston Red Sox manchada de sudor, y lucía barba de dos días. Lo que más impresionó a Francis fueron sus ojos, porque iban de un lado a otro de la habitación, más atentos y observadores que la pose relajada que adoptaba, para captar muchas cosas lo más rápido posible. Poseían algo profundo que Francis notó de inmediato, a pesar de su propia angustia. No supo definirlo, pero era como si aquel hombre percibiese algo indescriptiblemente triste situado fuera del alcance de su vista, de modo que lo que veía, oía o presenciaba estaba teñido por este dolor oculto. Fijó esos ojos en Francis y logró esbozar una sonrisita comprensiva, que pareció hablarle directamente. – ¿Estás bien, chico? -preguntó con un leve acento irlandés de Boston-. ¿Tan mal te van las cosas? – Quiero irme a casa -explicó Francis a la vez que meneaba la cabeza-, pero dicen que tengo que quedarme aquí.- Acto seguido, preguntó espontáneamente en tono lastimero: -¿Puedes ayudarme, por favor? – Supongo que aquí hay más de uno que querría irse a casa y no puede -dijo el hombre, inclinándose un poco hacia el joven-. Yo mismo me incluyo en esa categoría. Francis alzó la mirada hacia él. No sabía muy bien por qué, pero su tono calmado lo tranquilizó. – ¿Puedes ayudarme? -repitió. – No sé qué puedo hacer -dijo el hombre con una sonrisa, medio indiferente y medio triste-, pero lo intentaré. – ¿Me lo prometes? -lo urgió Francis. – De acuerdo. Te lo prometo. El joven se recostó en la silla y cerró los ojos. – Gracias -susurró. La secretaria interrumpió la conversación con una orden a uno de los auxiliares negros: – Señor Moses, este caballero es el señor… -Vaciló tras señalar al hombre del mono y decidió continuar como si omitiera adrede el nombre-. Es el caballero del que hablamos antes. Estos policías lo acompañarán a ver al médico, pero vuelvan enseguida para llevarlo a su nuevo alojamiento. -Pronunció esta palabra con una pizca de sarcasmo-. Mientras tanto, instalen al señor Petrel en Amherst. Lo están esperando. – Sí, señora -dijo el negro corpulento, como si le tocara hablar, aunque los comentarios de la mujer iban dirigidos al otro auxiliar-. Lo que usted diga. El hombre del mono volvió a mirar a Francis. – ¿Cómo te llamas? -preguntó. – Francis Petrel. – Petrel es un nombre bonito. -Sonrió-. Así se llama un pajarillo marino, común en Cape Cod. Son los pájaros que se ven sobrevolando las olas las tardes de verano, sumergiéndose en el agua y levantando el vuelo. Unos animales muy bonitos. Mueven con rapidez sus alas blancas y planean sin esfuerzo. Deben de tener muy buena vista para detectar un lanzón o un menhaden en el agua. Un pájaro poético, sin duda. ¿Puedes volar así, Francis? El joven sacudió la cabeza. – Vaya -exclamó el hombre del mono-. Pues tal vez deberías aprender. Sobre todo si te van a encerrar en este acogedor sitio mucho tiempo. – ¡Silencio! -interrumpió uno de los policías con una brusquedad que hizo sonreír al hombre. – El policía no contestó, aunque enrojeció, y el hombre volvió a girarse hacia Francis sin hacer caso de la orden. – Francis Petrel. Pajarillo. Eso me gusta más. Tómatelo con calma, Pajarillo, y volveré a verte pronto. Te lo prometo. Francis fue incapaz de contestar, pero percibió un mensaje de ánimo en aquellas palabras. Por primera vez desde que esa horrible mañana había empezado con tantas voces, gritos y recriminaciones, sintió que no estaba totalmente solo. Era como si el ruido y el estruendo constante que había oído todo el día se hubiera reducido, como si hubieran bajado el volumen demencial de una radio. Algunas de sus voces le murmuraron una aprobación de fondo, y se relajó un poco. Pero no tuvo tiempo de reflexionar al respecto, porque se lo llevaron con brusquedad hacia el pasillo y la puerta se cerró con estrépito a sus espaldas. Una corriente fría le hizo estremecerse y le recordó que, a partir de ese momento, su vida había cambiado radicalmente y todo lo que iba a experimentar sería inaprensible y nuevo. Tuvo que morderse el labio inferior para impedir que volvieran a aflorarle las lágrimas, y tragó saliva para mantenerse en silencio y dejarse llevar con diligencia desde la zona de recepción hacia las profundidades del Hospital Estatal Western. |
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