"La Historia del Loco" - читать интересную книгу автора (Katzenbach John)3La luz tenue de la mañana se deslizaba por los tejados vecinos e insinuaba su llegada a mi reducido apartamento. Situado frente a lapa-red, vi todo lo que había escrito la noche anterior en un largo y único párrafo. Mi escritura era muy apretada, como nerviosa. Las palabras discurrían en líneas titubeantes, como un campo de trigo recorrido por un soplo de viento. Me pregunté si había tenido realmente tanto miedo el día que llegué al hospital La respuesta era fácil: sí. Y mucho más de lo que había escrito. La memoria suele nublar el dolor. La madre olvida la agonía del parto cuando le ponen al bebé en los brazos, el soldado ya no recuerda el dolor de sus heridas cuando el general le pone la medalla en el pecho y la banda toca una marcha militar. ¿Había escrito la verdad sobre lo que vi? ¿ Capté bien los detalles? ¿ Ocurrió tal como lo recordaba? Tomé el lápiz, me arrodillé en el suelo, en el lugar donde había terminado mi primera noche ante la pared. Vacilé y escribí: Francis Petrel despertó cuarenta y ocho horas después en una deprimente celda de aislamiento gris, embutido en una camisa de fuerza. El corazón le latía acelerado, se notaba la lengua espesa y ansiaba beber algo frío y tener algo de compañía… Francis Petrel despertó cuarenta y ocho horas después en una deprimente celda de aislamiento gris, embutido en una camisa de fuerza. El corazón le latía acelerado, se notaba la lengua espesa y ansiaba beber algo frío y tener algo de compañía. Yacía rígido en la cama metálica con un colchón delgado y manchado, con la mirada puesta en el techo que cerraba las paredes acolchadas de color arpillera, mientras efectuaba un modesto inventario de su persona y su entorno. Movió los dedos de los pies, se pasó la lengua por los labios resecos y se contó cada latido del pulso hasta que notó que se calmaba. Los fármacos que le habían inyectado le hacían sentir sepultado o, como mínimo, cubierto de una sustancia densa. Había una sola bombilla blanca, que relucía en una rejilla metálica sobre su cabeza, lejos de su alcance, y el brillo le lastimaba los ojos. Debería tener hambre, pero no era así. Forcejeó con las sujeciones, en vano. Decidió pedir ayuda, pero antes se susurró a sí mismo: – ¿Todavía estáis ahí? Hubo un momento de silencio. Luego oyó varias voces hablando todas a la vez, tenues, como sofocadas con una almohada: Eso lo tranquilizó. Asintió. Parecía algo obvio. Sentía un dilema interior, casi como un matemático que ve que una ecuación complicada en una pizarra podría tener varias soluciones posibles. Las voces que lo habían guiado también lo habían metido en ese aprieto, y no le cabía duda de que tenía que mantenerlas ocultas en todo momento si quería salir alguna vez del Hospital Estatal Western. Mientras pensaba en ello, oía los sonidos familiares de todas las personas que habitaban en su imaginación. Cada una de esas voces tenía su personalidad: una voz de exigencia, una voz de disciplina, una voz de concesión, una voz de preocupación, una voz que advertía, una voz que calmaba, una voz de duda, una voz de decisión. Todas tenían sus tonos y sus temas; había llegado a saber cuándo debía esperar una u otra, según la situación en que se encontrase. Desde su airada confrontación con su familia y la llegada de la policía y la ambulancia, las voces le habían reclamado su atención. Pero ahora tenía que esforzarse para oírlas, y la concentración le hacía fruncir el entrecejo. Pensó que, en cierto modo, eso formaba parte de organizarse. Permaneció en aquella cama incómoda otra hora, percibiendo la estrechez de la habitación, hasta que la ventanita de la puerta se abrió con un chirrido. Desde su posición, podía verla si se incorporaba como un atleta haciendo abdominales, una postura difícil de mantener más de unos segundos debido a la camisa de fuerza. Vio primero un ojo y después otro que lo observaban, y logró pronunciar un débil: «¿Hola?» Nadie contestó y la ventanita se cerró de golpe. Treinta minutos después, según sus cálculos, se abrió de nuevo. Intentó saludar otra vez, y esta vez pareció funcionar porque segundos después oyó una llave en la cerradura. La puerta se abrió, y el negro grandullón entró en la celda. Sonreía como si lo hubieran pillado en mitad de una broma, y saludó a Francis de una forma afable. – ¿Cómo te encuentras hoy, Francis? -preguntó-. ¿Has conseguido dormir? ¿Tienes hambre? – Tengo sed -dijo Francis con voz ronca. – Es por la medicación que te dieron -repuso el auxiliar-. Te deja la lengua espesa, como si la tuvieras hinchada, ¿verdad? Francis asintió. El auxiliar salió al pasillo y volvió con un vaso de agua. Se sentó al borde de la cama y sostuvo a Francis como si fuera un niño enfermo para que se la bebiera. Estaba tibia, casi salobre, con un ligero sabor metálico, pero en ese momento la mera sensación de que le bajara por la garganta y aquel brazo que lo sostenía tranquilizaron a Francis más de lo que habría esperado. El negro debió de darse cuenta, porque aseguró en voz baja: – Todo irá bien, Pajarillo. Así es como te llamó el otro nuevo, y creo que es un buen apodo. Este sitio es un poco duro al principio, uno tarda en acostumbrarse, pero estarás bien. Estoy seguro. -Lo recostó en la cama y añadió-: El médico vendrá a verte enseguida. Unos segundos después, Francis vio la forma rolliza del doctor Gulptilil en el umbral. – ¿Cómo se encuentra hoy, señor Petrel? -preguntó con una sonrisa y su ligero acento británico. – Estoy bien -respondió Francis. No sabía qué otra cosa decir. Sus voces le advertían que tuviera mucho cuidado. De nuevo sonaban más tenues de lo habitual, casi como si le gritaran desde el otro lado de un ancho abismo. – ¿Recuerda dónde está? -preguntó el médico. – En un hospital. – Sí-corroboró el médico con una sonrisa-. Eso no es difícil de suponer. ¿Pero recuerda cuál? ¿Y cómo llegó aquí? Francis se acordaba. El mero hecho de responder preguntas despejó parte de la niebla que le oscurecía la visión. – Estoy en el Hospital Estatal Western -dijo-. Y llegué en una ambulancia después de una discusión con mis padres. – Muy bien. ¿Y recuerda en qué mes estamos? ¿Y el año? – Todavía estamos en marzo, creo. De 1979. – Excelente. -El médico pareció satisfecho-. Diría que hoy está un poco más orientado. Creo que podremos ponerlo fuera de aislamiento y sujeción, y empezar a integrarlo en la unidad. Es lo que había esperado. – Me gustaría irme a casa -dijo Francis. – Lo siento, señor Petrel. Eso aún no es posible. – No quiero quedarme aquí-insistió el joven. Parte del temblor que había marcado su voz el día anterior amenazaba con reaparecer. – Es por su propio bien -contestó el médico. Francis lo dudó. Sabía que no estaba tan loco como para no comprender que era por el bien de otras personas, no por el suyo, pero no lo dijo en voz alta. – ¿Por qué no puedo irme a casa? -quiso saber-. No he hecho nada malo. – ¿Recuerda el cuchillo de cocina? ¿Y sus amenazas? – Fue un malentendido -explicó meneando la cabeza. – Claro que sí-sonrió Gulptilil-. Pero estará con nosotros hasta que se dé cuenta de que no puede ir por ahí amenazando a la gente. – Le prometo que no lo haré. – Gracias, señor Petrel. Pero una promesa no es suficiente en sus actuales circunstancias. Tiene que convencerme. Convencerme por completo. La medicación que recibe le irá bien. A medida que siga tomándola, el efecto acumulativo aumentará su dominio de la situación y le servirá para readaptarse. Puede que entonces podamos hablar de su regreso a la sociedad y a algo más constructivo. -Dijo esa última frase despacio, y añadió-: ¿Qué opinan sus voces de su estancia aquí? – No oigo ninguna voz -repuso Francis, y oyó un coro de aprobación en su interior. – Ah, señor Petrel, ahora tampoco sé muy bien si creerlo -sonrió el médico otra vez, mostrando una dentadura ligeramente irregular-. Aun así-vaciló-, creo que le irá bien estar con el resto de los pacientes. El señor Moses le enseñará las instalaciones y le explicará las normas. Las normas son importantes, señor Petrel. No hay muchas pero son vitales. Obedecer las normas y convertirse en un miembro constructivo de nuestro pequeño mundo son signos de salud mental. Cuanto más me demuestre que sabe desenvolverse bien aquí, más cerca estará de volver a casa. ¿Comprende esta ecuación, señor Petrel? Francis asintió con énfasis. – Hay actividades. Hay sesiones en grupo. De vez en cuando tendrá algunas sesiones particulares conmigo. Y recuerde las normas. Todas estas cosas juntas crean posibilidades. Si no se adapta, me temo que su estancia aquí será larga, y a menudo desagradable… -Señaló la celda de aislamiento-. Esta habitación, por ejemplo -comentó, y señaló la camisa de fuerza-, estos recursos, y otros, son opciones. Siempre son opciones. Pero evitarlos es vital, señor Petrel. Vital para recuperar la salud mental. ¿Me expreso con suficiente claridad? – Sí-afirmó Francis-. Integrarse. Sacar provecho. Obedecer las normas -repitió como un mantra o una oración. – Exacto. Excelente. ¿Lo ve? Ya vamos progresando. Anímese, señor Petrel. Y saque provecho de lo que el hospital le ofrece. -Se levantó y asintió en dirección del auxiliar-. Muy bien, señor Moses, ya puede liberar al señor Petrel. Acompáñelo a la unidad, dele algo de ropa y muéstrele la sala de actividades. – Sí, señor -contestó el auxiliar con vehemencia militar. Gulptilil salió de la celda de aislamiento, y el auxiliar empezó a desabrocharle la camisa de fuerza y a descruzarle las mangas hasta dejarlo libre. Francis se estiró con torpeza y se frotó los brazos, como si quisiera devolver algo de energía y vida a las extremidades que habían estado sujetas con tanta firmeza. Puso los pies en el suelo y se levantó inseguro. Notó una sensación de mareo y el auxiliar lo agarró del hombro para impedir que se cayera. Se sintió un poco como un niño que da sus primeros pasos, sólo que sin la misma sensación de alegría y logro, provisto nada más que de duda y miedo. Siguió a Moses por el pasillo de la tercera planta del edificio Amherst. Había media docena de celdas acolchadas, con un sistema de doble llave y ventanitas de observación. No sabía si estaban ocupadas o no, excepto una, pues al pasar oyó tras la puerta cerrada un torrente de palabrotas apagadas que desembocó en un grito largo y doloroso. Una mezcla de agonía y odio. Se apresuró a seguir el ritmo del corpulento auxiliar, que no pareció inmutarse al oír ese grito desgarrador y siguió bromeando sobre la distribución del edificio y su historia mientras cruzaban una serie de puertas dobles que daban a una amplia escalera central. Francis apenas recordaba haber subido esos peldaños dos días antes, en lo que le parecía un pasado distante y cada vez más fugaz, cuando todo lo que pensaba sobre su vida era totalmente diferente. El diseño del edificio le pareció a Francis tan demencial como sus ocupantes. Los pisos superiores tenían oficinas que lindaban con trasteros y celdas de aislamiento. En la planta baja y en el primer piso, había dormitorios amplios, repletos de sencillas camas metálicas, con algún que otro arcón para guardar pertenencias. Dentro de los dormitorios había pequeños aseos y duchas, con compartimientos que, como vio de inmediato, no proporcionaban demasiada intimidad. Había otros baños en los pasillos, repartidos por la planta, con la palabra HOMBRES o MUJERES señalada en las puertas. En una concesión al pudor, las mujeres se alojaban en un extremo del pasillo y los hombres en el otro. Un amplio puesto de enfermería separaba las dos áreas. Estaba rodeado de rejilla metálica, con una puerta igualmente metálica y cerrada con llave. Todas las puertas tenían dos, a veces tres, cerrojos dobles que se abrían desde el exterior; una vez cerradas, era imposible que alguien las abriera desde dentro, a menos que tuviera llave. La planta baja tenía una gran zona abierta, la principal sala de estar común, así como una cafetería y una cocina lo bastante grande para preparar y servir comidas a los ocupantes del edificio tres veces al día. También había varias habitaciones pequeñas, que se usaban para las sesiones de terapia de grupo. Por todas partes había ventanas que llenaban de luz el edificio, pero cada una de ellas tenía una contraventana de barrotes y tela metálica cerrada con llave por la parte exterior, de modo que la luz del día penetraba a través de un entramado y proyectaba unas extrañas sombras con forma de rejilla sobre el suelo pulido o las relucientes paredes blancas. Había puertas que parecían situadas al tuntún, en ocasiones cerradas con llave, de modo que Moses tenía que usar el grueso llavero que llevaba colgado del cinturón, pero otras veces estaban abiertas y sólo había que empujarlas. Francis no consiguió descifrar qué principio regía el cierre de las puertas con llave. Pensó que era una prisión de lo más curiosa. Estaban recluidos pero no encarcelados. Sujetos pero no esposados. Como Moses y su hermano pequeño, con quien se cruzaron en el pasillo, las enfermeras y los ayudantes vestían ropa blanca. También se cruzaron con algún que otro médico, asistente social o psicólogo. Estos llevaban chaquetas y pantalones informales, o vaqueros. Francis observó que casi todos llevaban sobres, tablillas y carpetas marrones bajo el brazo, y que todos parecían andar por los pasillos con decisión y sentido de la orientación, como si al tener una tarea específica entre manos pudieran diferenciarse de los pacientes. Éstos abarrotaban los pasillos. Había grupos apiñados, mientras que algunos permanecían hurañamente solos. Muchos lo miraron con recelo al pasar. Algunos lo ignoraron. Nadie le sonrió. Apenas tuvo tiempo de observarlos mientras seguía el paso rápido impuesto por Moses. Sólo vio una especie de reunión variopinta y desordenada de gente de todas las edades y condiciones. Pelos que parecían explotar del cráneo, barbas que colgaban alborotadas como las que se veían en fotografías descoloridas de un siglo atrás. Parecía un lugar de contradicciones. Había miradas alocadas que se fijaban en él y lo evaluaban al pasar, y también, en contraste, miradas apagadas y huidizas que se volvían hacia la pared y evitaban el contacto. Oía palabras y fragmentos de conversación mantenida con otros o con un yo interno. Algunos pacientes llevaban camisones y pijamas holgados del hospital y otros vestían prendas más de calle, unos lucían albornoces o batas y otros vaqueros y camisas de cachemir. Todo era un poco incongruente, desbaratado, como si los colores no estuvieran seguros de cuál combinaba con cuál, o las tallas no existieran: camisas demasiado holgadas, pantalones demasiado ajustados o demasiado cortos. Calcetines dispares. Rayas junto con cuadros. En casi todas partes se respiraba un olor acre a humo de cigarrillo. – Hay demasiada gente -comentó Moses cuando se acercaban a un puesto de enfermería-. Tenemos unas doscientas camas, pero hay casi trescientas personas. Deberían haberse dado cuenta de eso, pero no, todavía no. Francis no respondió. – Pero tenemos una cama para ti -añadió Moses, y se detuvo al llegar al puesto-. Estarás bien. Buenos días, señoras -saludó. Dos enfermeras de blanco situadas en su interior se volvieron hacia él-. Estáis preciosas esta mañana. Una era mayor, de cabello canoso y una cara demacrada y arrugada que aun así esbozó una sonrisa. La otra era una negra fornida, mucho más joven que su compañera, que resopló su respuesta como una mujer harta de oír palabras bonitas que se las lleva el viento. – Tan adulador como siempre. A ver, ¿qué necesitas ahora? -dijo en un tono entre bronco y burlón que arrancó sonrisas socarronas a ambas mujeres. – Sólo trato de imprimir algo de alegría y felicidad a nuestras vidas -replicó el auxiliar-. ¿Qué más puedo necesitar? Las enfermeras soltaron una carcajada. – No hay ningún hombre que no busque algo más -aseguró la enfermera negra. – Acabas de decir una verdad como un templo, amiga mía -añadió la enfermera blanca. Moses también rió, mientras Francis se sentía incómodo de repente, ya que no sabía qué hacer. – Me gustaría presentaros al señor Francis Petrel, que estará con nosotros. Pajarillo, esta joven tan guapa es la señorita Wright, y su encantadora compañera, la señorita Winchell. -Les entregó el expediente-. El médico le ha recetado unos medicamentos, nada del otro mundo. – ¿Qué opinas, Pajarillo? -dijo a Francis-. ¿Crees que el médico puede haberte recetado una taza de café por la mañana y una cerveza y un plato de pollo frito y pan de maíz al acabar la jornada? ¿Crees que es eso lo que te recetó? Francis se quedó sorprendido, y el auxiliar añadió: – Sólo estoy bromeando. No hablo en serio. Las enfermeras echaron un vistazo al expediente y lo dejaron junto a un montón que había en una esquina de la mesa. Winchell, la mayor, alargó la mano bajo el mostrador y sacó una pequeña maleta de tela escocesa, de las baratas. – Su familia dejó esto para usted, señor Petrel -dijo, y la pasó por la ventanilla de la rejilla metálica. Se volvió hacia el auxiliar-. Ya la he registrado. Francis tomó la maleta y contuvo el impulso de echarse a llorar. La había reconocido al instante. Se la habían regalado unas Navidades, cuando era pequeño, y como no había viajado nunca, la había usado siempre para guardar cosas especiales o inusuales. Una especie de lugar secreto portátil para los objetos que había coleccionado durante la niñez, porque cada uno de ellos era, a su propio modo, una especie de viaje en sí mismo. Una pina recogida un otoño, unos soldaditos de juguete, un libro de poesía infantil que no había devuelto a la biblioteca local. Las manos le temblaron al recorrer la tela hasta tocar el asa. La cremallera de la maleta estaba abierta, y vio que todo lo que había contenido en su día había desaparecido, sustituido por parte de su ropa. Supo de inmediato que habían vaciado todo lo que había guardado en esa maleta y lo habían tirado. Era como si sus padres hubieran puesto en ella la poca opinión que tenían de su vida y se la hubieran mandado para enviarlo lejos también a él. Le tembló el labio inferior y se sintió total y absolutamente solo. Las enfermeras le pasaron un segundo montón de cosas: unas sábanas bastas y una almohada, una raída manta color aceituna, excedente del ejército, un albornoz y un pijama como los que llevaban algunos pacientes. Los dejó sobre la maleta y lo cargó todo en sus brazos. – Muy bien, te enseñaré dónde está tu cama -dijo Moses-. Guardaremos tus cosas. ¿Qué actividades tenemos hoy para Pajarillo, señoras? – Almuerzo a mediodía -indicó una enfermera tras echar otro vistazo al expediente-. Luego está libre hasta una sesión en grupo en la sala 101, a las tres, con el señor Evans. Vuelve aquí a las cuatro y media. Cena a las seis. Medicación a las siete. Eso es todo. – ¿Lo has oído, Pajarillo? Francis asintió. No se fiaba de su voz. En lo más profundo de su ser oía retumbar órdenes de que guardara silencio y estuviera alerta, y debía obedecerlas. Siguió a Moses hasta un amplio dormitorio que contenía entre treinta y cuarenta camas alineadas. Todas estaban hechas, excepto una, cerca de la puerta. Había una media docena de hombres acostados, dormidos o mirando el techo, que apenas se volvieron hacia ellos cuando entraron. Moses le ayudó a hacer la cama y a guardar sus cosas en un arcón. También cabía la maleta. Tardó menos de cinco minutos en instalarse. – Bueno, ya está -comentó el auxiliar. – ¿Qué me pasará ahora? – Ahora, Pajarillo -repuso el otro con un gesto nostálgico-, lo que tienes que hacer es mejorar. – ¿Cómo? -preguntó Francis. – Ésa es la pregunta clave, Pajarillo. Tendrás que averiguarlo por tu cuenta. – ¿Qué debería hacer? – Sé reservado -le aconsejó Moses-. Este sitio puede ser duro a veces. Tienes que conocer a los demás y darles el espacio que necesitan. No pretendas hacer amigos demasiado pronto. Mantén la boca cerrada y sigue las normas. Si necesitas ayuda, habla conmigo o con mi hermano, o con una enfermera, y procuraremos arreglar lo que sea. – ¿Pero cuáles son las normas? El corpulento auxiliar se volvió y señaló un cartel colocado a cierta altura en la pared. PROHIBIDO FUMAR EN EL DORMITORIO PROHIBIDO HACER RUIDOS FUERTES PROHIBIDO HABLAR DESPUÉS DE LAS 21 H RESPETA A LOS DEMÁS RESPETA LAS PERTENENCIAS DE LOS DEMÁS Cuando terminó de leerlas por segunda vez, Francis se volvió. No estaba seguro de dónde ir ni de qué hacer. Se sentó en el borde de la cama. Al otro lado de la habitación, uno de los hombres que estaba tumbado fingiendo dormir, se puso de pie de repente. Era muy alto, de casi dos metros, de pecho hundido, brazos delgados y huesudos que le sobresalían de una raída camiseta de los New England Patriots, y piernas como palillos que le salían de unos pantalones verde cirujano que le iban diez centímetros cortos. La camiseta tenía las mangas cortadas a la altura de los hombros. Era mucho mayor que Francis y llevaba el cabello greñudo, apelmazado y largo hasta los hombros. Había abierto mucho los ojos, como si estuviera medio aterrado y medio furioso. Alzó una mano cadavérica y señaló a Francis. – ¡Alto! -gritó-. ¡Para! – ¿Qué tengo que parar? -Francis retrocedió. – ¡Para! ¡Lo sé! ¡No me engañas! ¡Lo supe en cuanto entraste! ¡Para! – No sé qué estoy haciendo -respondió Francis. El hombre agitaba los brazos en el aire como si intentara apartar telarañas de su camino. Elevaba más la voz a cada paso que daba. – ¡Para! ¡Para! ¡Te tengo calado! ¡No me la pegarás! Francis miró alrededor en busca de una escapatoria o de un sitio donde esconderse, pero estaba acorralado entre el hombre que avanzaba hacia él y la pared. Los demás pacientes seguían durmiendo o sin hacer caso de lo que pasaba. El hombre parecía aumentar de tamaño y de ferocidad a cada paso. – ¡Estoy seguro! ¡Lo supe en cuanto entraste! ¡Para ya! La confusión paralizaba a Francis. Sus voces interiores le gritaban un torrente de advertencias: ¡Corre! ¡Nos va a hacer daño! ¡Escóndete! Movía la cabeza a uno y otro lado buscando una escapatoria. Trató de obligar a sus músculos a moverse, por lo menos para levantarse de la cama, pero, en lugar de eso, retrocedió encogido de miedo. – ¡Si no paras te detendré yo! -bramó el hombre. Parecía dispuesto a atacarlo. Francis levantó los brazos para protegerse. El larguirucho soltó una especie de grito de guerra, se enderezó, sacó el pecho hundido, agitó los brazos por encima de la cabeza y, cuando parecía a punto de abalanzarse sobre Francis, otra voz resonó en la habitación. – ¡Quieto ahí! El hombre vaciló un instante y se volvió hacia la voz. – ¡No te muevas! Francis seguía pegado a la pared y con los ojos cerrados. – ¿Qué estás haciendo? – Pero es él -aseguró el hombre a quienquiera que hubiera entrado en el dormitorio, y pareció encogerse. – ¡No, no lo es! -fue la respuesta. Y Francis vio que su salvador era el hombre que había conocido los primeros minutos que estuvo en el hospital. – ¡Déjalo en paz! – ¡Pero es él! ¡Lo supe en cuanto lo vi! – Eso me dijiste a mí cuando llegué. Es lo que dices a todos los nuevos. Eso hizo dudar al hombre alto. – ¿En serio? -preguntó. – Sí. – Todavía creo que es él -insistió pero, de modo extraño, la vehemencia había desaparecido de su voz, sustituida por la duda-. Estoy bastante seguro -añadió-. Podría serlo, no hay duda. -A pesar de la convicción que contenían esas palabras, su voz reflejaba incertidumbre. – Pero ¿por qué? -preguntó el otro-. ¿Por qué estás tan seguro? – Es que cuando entró me pareció tan claro… Lo estaba observando y… -Su voz se fue apagando-. Quizás esté confundido. – Creo que estás equivocado. – ¿De veras? – Sí. El otro avanzó, sonriendo de oreja a oreja. Pasó junto al hombre alto. – Bueno, Pajarillo, veo que ya te has instalado. Francis asintió. – Larguirucho, te presento a Pajarillo -dijo entonces-. Lo conocí el otro día en el edificio de administración. No es la persona que tú crees, como yo tampoco lo era cuando me viste por primera vez. Te lo aseguro. – ¿Cómo puedes estar tan seguro? -preguntó el hombre alto. – Bueno, lo vi llegar y vi su tablilla, y te prometo que, si fuera el hijo de Satán y hubiera sido enviado a hacer el mal en el hospital, habría estado anotado ahí, porque estaban todos los demás detalles. Ciudad natal. Familia. Dirección. Edad. Todo. Pero no que fuera el anticristo. – Satán es un gran impostor. Su hijo debe de ser igual de astuto. Tal vez se esconda. Incluso de Tomapastillas. – Puede. Pero había un par de policías conmigo y seguro que ellos sabrían reconocer al hijo de Satán. Les entregan volantes y notas informativas, y esas fotografías que se ven en las oficinas de correos. Ni siquiera el hijo de Satán podría engañar a dos policías estatales. El hombre alto escuchó atentamente esta explicación. Después, se volvió hacia Francis. – Lo siento. Al parecer, me equivoqué. Ahora me doy cuenta de que no eres la persona que estoy buscando. Te ruego que aceptes mis más sinceras disculpas. La vigilancia es nuestra única defensa contra el mal. Hay que tener mucho cuidado, ¿sabes? Todos los días, a todas horas. Es agotador, pero del todo necesario… – Sí-corroboró Francis, que por fin logró ponerse en pie-. Por supuesto. No pasa nada. El hombre alto le estrechó la mano con entusiasmo. – Encantado de conocerte, Pajarillo. Eres generoso. Y es evidente que educado. Siento de veras haberte asustado. A Francis, aquel hombre le pareció de repente dócil y servicial. Sólo se veía viejo, andrajoso, un poco como una revista antigua que ha estado demasiado tiempo sobre una mesa. – Me llaman Larguirucho. -Se encogió de hombros-. Me paso aquí la mayor parte del tiempo. Francis asintió. – Yo soy… – Pajarillo -le interrumpió el otro-. Aquí nadie usa su auténtico nombre. – El Bombero tiene razón, Pajarillo -aseguró Larguirucho, y asintió con la cabeza-. Apodos, abreviaturas y cosas así. Se giró y cruzó de nuevo la habitación con rapidez para echarse en la cama y volver a mirar el techo. – No es mala persona, y creo que es realmente, palabra que no puede usarse demasiado en este sitio, inofensivo -aseguró el Bombero-. A mí me hizo exactamente lo mismo el otro día. Gritó, me señaló y se comportó como si fuera a acabar conmigo para proteger a la sociedad de la llegada del anticristo, del hijo de Satán o de quien sea. Cualquier demonio extraño que pudiera venir a parar aquí por casualidad. Se lo hace a todos los novatos. Y no está del todo loco, si lo piensas bien. En este mundo hay mucha maldad, imagino que tendrá que salir de alguna parte. Quizá sea mejor estar atento, como él dice, incluso aquí. – Gracias de todos modos -dijo Francis. Se estaba calmando, como un niño que cree haberse perdido pero ve una referencia que le permite ubicarse-. Pero no sé tu nombre… – Ya no tengo nombre. -Lo dijo con un ligero tono de tristeza que concluyó con una medio sonrisa irónica teñida de pesar. – ¿Cómo es posible que no tengas nombre? – Tuve que renunciar a él. Es lo que me trajo aquí. Eso no tenía demasiado sentido para Francis. – Perdona. -El hombre sacudió la cabeza, divertido-. La gente ha empezado a llamarme el Bombero porque es lo que era antes de llegar al hospital. Apagaba incendios. – Pero… – Bueno, tiempo atrás mis amigos me llamaban Peter. Así que soy Peter el Bombero. Con eso tendrá que bastarte, Pajarillo. – De acuerdo. – Creo que descubrirás que aquí el sistema de nombres facilita un poco las cosas. Ya has conocido a Larguirucho, que es un apodo evidente para alguien con un aspecto como el suyo. Y te han presentado a los hermanos Moses, aunque todo el mundo los llama Negro Grande y Negro Chico, lo que de nuevo parece una elección adecuada. Y Tomapastillas, que es más fácil de pronunciar que Gulptilil y más acorde con su forma de enfocar el tratamiento. ¿A quién más has visto? – A las enfermeras, la señorita… – Ah, ¿la señorita Caray y la señorita Pincha? – Wright y Winchell. – Exacto. Y también hay otras, como la enfermera Mitchell, que es la enfermera Bicha, y la enfermera Smith, que es la enfermera Huesos porque se parece un poco a Larguirucho, y Rubita, que es bastante bonita. Hay un psicólogo llamado Evans, apodado señor del Mal, al que conocerás pronto porque este dormitorio está más o menos a su cargo. Y el nombre de la repugnante secretaria de Tomapastillas es señorita Lewis, pero alguien la apodó señorita Deliciosa. Al parecer, ella no lo soporta, pero no puede hacer nada al respecto, porque se le ha aferrado tanto como esos jerséis que le gusta llevar. Se ve que es de cuidado. Puede resultarte un poco confuso, pero lo pillarás en un par de días. Francis echó un vistazo alrededor. – ¿Está loca toda la gente que hay aquí? -susurró. – Es un hospital para locos, Pajarillo, pero no todo el mundo lo está -respondió el Bombero a la vez que meneaba la cabeza-. Algunos son sólo viejos y seniles, lo que les hace parecer un poco extraños. Otros son retrasados, así que resultan lentos, pero qué los trajo aquí exactamente es un misterio para mí. Algunos parecen sólo deprimidos. Otros oyen voces. ¿Oyes tú voces, Pajarillo? Francis no supo cómo responder, pues en su interior se inició un debate; oía discusiones cruzadas, como varias corrientes eléctricas entre polos. – No quiero decirlo -contestó al fin. – Hay cosas que es mejor guardarse para uno mismo -asintió el Bombero. Rodeó a Francis con el brazo y lo condujo hacia la puerta-. Ven, te enseñaré lo que hay que ver de nuestro nuevo hogar. – ¿Oyes tú voces, Peter? – No. -Negó con la cabeza. – ¿No? – No. Pero tal vez me iría bien oírlas -respondió. Sonreía al hablar, con una ligerísima curva en las comisuras de los labios, de un modo que Francis reconocería muy pronto y que parecía reflejar el carácter del Bombero, porque era la clase de persona que sabía ver tanto la tristeza como el humor en cosas que los demás considerarían carentes de significado. – ¿Estás loco? -preguntó Francis. El Bombero sonrió de nuevo, y esta vez soltó incluso una breve carcajada. – ¿Lo estás tú, Pajarillo? – Puede -dijo Francis tras inspirar hondo-. No lo sé. – Yo diría que no -replicó el Bombero-. Tampoco me lo pareció cuando te conocí. Por lo menos, no demasiado loco. Tal vez un poco. Pero ¿qué hay de malo en eso? Francis asintió. Eso lo tranquilizaba. – ¿Y tú? -prosiguió. El Bombero titubeó antes de responder. – Soy algo mucho peor -aseguró-. Por eso estoy aquí. Se supone que tienen que averiguar qué me pasa. – ¿Qué es peor que estar loco? – Bueno -dijo el Bombero tras carraspear-, supongo que no pasa nada. Tarde o temprano te vas a enterar. Mato gente. Y, tras esas palabras, condujo a Francis hacia el pasillo del hospital. |
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