"La Historia del Loco" - читать интересную книгу автора (Katzenbach John)4Al cabo de unas semanas, lo que quedaba de invierno parecía haberse batido en una triste retirada, y Francis avanzaba por un pasillo buscando algo que hacer. Una mujer a su derecha farfullaba algo lastimero sobre niños perdidos y se balanceaba atrás y adelante con los brazos cruzados como si acunasen algo precioso, cuando no era así. Delante de él, un hombre viejo en pijama, con la piel arrugada y una mata de pelo plateada y rebelde, contemplaba con tristeza una pared blanca hasta que Negro Chico llegó y le giró con suavidad por los hombros, de modo que lo dejó mirando por una ventana con barrotes. Esta nueva ubicación, con su nueva vista, llevó una sonrisa al rostro del anciano y Negro Chico le dio una palmadita en el brazo para tranquilizarlo. Luego se acercó a Francis. – ¿Cómo estás hoy, Pajarillo? – Bien, señor Moses. Aunque un poco aburrido. – En la sala de estar están viendo telenovelas. – No me gustan demasiado esos programas. – ¿No te pican la curiosidad, Pajarillo? ¿No empiezas a preguntarte qué pasará a toda esa gente con una vida tan extraña? Hay muchos giros y misterios que enganchan a muchos espectadores. ¿No te interesan? – Supongo que deberían, señor Moses, pero no lo sé. No me parecen reales. – Bueno, también hay personas jugando a cartas. Y también a juegos de mesa. Francis sacudió la cabeza. – ¿Y una partida de ping-pong con Cleo? El joven sonrió y siguió sacudiendo la cabeza. – ¿Qué pasa, señor Moses? -dijo-. ¿Cree que estoy tan loco como para retarla? – No, Pajarillo. -El comentario arrancó una carcajada al auxiliar-. Ni siquiera tú estás tan loco. – ¿Puedo obtener un pase para salir al aire libre? -preguntó Francis de golpe. – Varios pacientes saldrán esta tarde -contestó Negro Chico tras echar un vistazo al reloj-. Hace un día tan bonito que podrían plantar algunas flores, dar un paseo y respirar un poco de aire fresco. Ve a ver al señor Evans y puede que te deje ir. A mí me parece bien. Francis encontró al señor del Mal de pie en el pasillo, frente a su despacho, charlando con el doctor Tomapastillas. Los dos parecían agitados. Gesticulaban y discutían vehementemente, pero era una discusión curiosa, porque cuanto más intensa se volvía, más bajo hablaban, de modo que al final, cuando Francis estuvo a su lado, los dos se siseaban como un par de serpientes enfrentadas. Parecían ajenos al resto del mundo, y varios pacientes se unieron a Francis arrastrando los pies a izquierda y derecha. Francis oyó por fin cómo Tomapastillas decía enfadado: – Bueno, no podemos permitirnos este tipo de fallo, ni por un momento. Espero por su bien que aparezcan pronto. – Es evidente que se han perdido, o acaso las han robado -respondió el señor del Mal-. Eso no es culpa mía. Seguiremos buscando, es lo único que puedo hacer. – Hágalo. -Tomapastillas asintió, pero su rostro reflejaba rabia-. Y espero que tarde o temprano aparezcan. No deje de informar a seguridad, y pídales que le den otro juego. Pero es una violación grave de las normas. Y, acto seguido, el pequeño médico indio se volvió de golpe y se alejó sin prestar atención a nadie, excepto a un hombre que se situó ante él pero fue rechazado con un gesto. Evans se giró hacia los demás, igual de irritado. – ¿Qué? -espetó-. ¿Qué queréis? Su tono provocó que una mujer sollozara al instante, y un anciano negó con la cabeza antes de alejarse hablando consigo mismo, más cómodo con la conversación que podía mantener él solo que con la que habría tenido con el enfadado psicólogo. Francis, sin embargo, dudó. Sus voces le gritaban: ¡Vete!¡Vete enseguida! Pero no lo hizo y, pasado un instante, reunió el coraje suficiente para hablar. – ¿Podría darme un pase para salir al patio? El señor Moses va a llevar a unos cuantos pacientes al jardín esta tarde y me gustaría ir con ellos. Dijo que le parecía bien. – ¿Quieres salir? – Sí. Por favor. – ¿Por qué quieres salir, Francis? ¿Qué hay en el exterior que te parece tan atractivo? Francis no sabía si se estaba burlando o sólo bromeaba. – Hace buen día. El primero desde hace mucho. Brilla el sol y hace calor. Aire fresco. – ¿Y crees que es mejor que lo que se te ofrece aquí dentro? – Yo no he dicho eso, señor Evans. Es primavera y me gustaría salir. – Creo que tienes intención de escaparte, Francis. -El señor del Mal sacudió la cabeza-. De huir. Creo que piensas que, cuando el señor Moses esté de espaldas, podrás encaramarte por la hiedra, salvar el muro, bajar corriendo la colina más allá de la universidad y tomar un autobús que te lleve lejos de aquí. Cualquier autobús, el que sea, porque cualquier sitio es mejor que éste; eso es lo que pienso que tienes intención de hacer -aseguró con tono tenso y agresivo. – No, no, no replicó Francis. Sólo quiero salir al patio. – Eso es lo que dices, pero ¿cómo sé que es la verdad? ¿Cómo puedo fiarme de ti, Pajarillo? ¿Qué harás para convencerme de que me estas diciendo la verdad? Francis no sabía cómo responder. ¿Cómo podría demostrar nadie que una promesa hecha era sincera, a no ser que fuera cumpliéndola? – Sólo quiero salir -insistió-. No he salido desde que llegué. – ¿Crees que mereces ese privilegio? ¿Qué has hecho para ganártelo, Francis? – No sé. No sabía que había que ganárselo. Sólo quiero salir. – ¿Qué te dicen tus voces, Pajarillo? Francis dio un pasito hacia atrás, porque sus voces le estaban gritando instrucciones y consejos, distantes pero claros, para que se alejara del psicólogo rápidamente y dejara la salida al patio para otro día, pero insistió un momento más, lo que suponía un desafío poco habitual al alboroto de su interior. – No oigo ninguna voz, señor Evans. Sólo quiero salir. Eso es todo. No quiero escaparme. No quiero tomar ningún autobús a ninguna parte. Sólo quiero respirar un poco de aire fresco. Evans asintió con una sonrisa desdeñosa. – No te creo -sentenció, pero sacó un pequeño bloc del bolsillo superior y escribió unas palabras-. Dale esto al señor Moses -indicó-. Permiso para salir concedido. Pero no te retrases para nuestra sesión en grupo de la tarde. Francis encontró a Negro Chico fumando un cigarrillo en el puesto de enfermería, donde coqueteaba con la enfermera Caray y una nueva enfermera en prácticas. La llamaban Rubita porque llevaba el cabello rubio muy corto, estilo paje, lo que contrastaba con los peinados ahuecados de las demás enfermeras, que eran mayores y estaban más sujetas a las flaccideces y arrugas de la mediana edad. Rubita era joven, delgada y nervuda, con un físico juvenil bajo el uniforme blanco. Tenía la piel pálida, casi translúcida, y parecía brillar tenuemente bajo las luces del techo. Su voz era suave, difícil de oír, y se convertía en un susurro cuando estaba nerviosa, lo que, según veían los pacientes, pasaba a menudo. Los alborotos le provocaban ansiedad, en particular cuando el puesto de enfermería se llenaba a las horas en que se entregaban las medicaciones. Eran siempre momentos de tensión, con personas que se empujaban para acercarse a la ventanilla de la rejilla metálica, donde las pastillas se entregaban en vasitos de plástico con los nombres de los pacientes escritos. Le costaba conseguir que los pacientes hicieran cola, que se callaran y, sobre todo, tenía problemas cuando había empujones, lo que sucedía bastante a menudo. A Rubita se le daba mejor estar sola con un paciente, cuando su voz suave y aflautada no tenía que luchar con muchas. A Francis le caía bien porque, al menos, no era demasiado mayor que él, pero sobre todo porque su voz le resultaba tranquilizadora y le recordaba a la de su madre unos años atrás, cuando le leía por la noche. Por un momento, intentó recordar cuándo había dejado de hacerlo, porque la imagen le pareció de repente muy lejana, casi como si fuera historia en lugar de recuerdo. – ¿Tienes el pase, Pajarillo? -preguntó Negro Chico. – Aquí. -Se lo entregó y, al alzar los ojos, vio a Peter el Bombero por el pasillo-. ¡Peter! -llamó-. Tengo permiso para salir. ¿Por qué no le pides uno al señor del Mal y vienes tú también? – No puedo, Pajarillo -sonrió el Bombero, y se acercó sacudiendo la cabeza-. Va contra las normas. -Miró a Negro Chico, que asintió a modo de conformidad. – Lo siento -dijo el auxiliar-. El Bombero tiene razón. No puede. – ¿Por qué no? -quiso saber Francis. – Porque ésas son las condiciones-de mi estancia. No puedo cruzar ninguna puerta cerrada con llave. – No comprendo -comentó Francis. – Forma parte de la orden judicial que me recluye aquí-explicó el Bombero con voz teñida de pesar-. Noventa días de observación. Evaluación. Diagnóstico psicológico. Pruebas en las que me muestran una mancha de tinta y yo tengo que decir que veo a dos personas haciendo el amor. Tomapastillas y el señor del Mal preguntan, yo contesto y ellos lo anotan, y un día de éstos el asunto vuelve al tribunal. Pero no puedo cruzar ninguna puerta cerrada con llave. Todo el mundo está en una especie de cárcel, Pajarillo. La mía es más restrictiva que la tuya. – No es nada del otro mundo, Pajarillo -añadió Negro Chico-. Aquí hay muchas personas que no salen nunca. Depende de lo que hiciste para que te trajeran aquí. Por supuesto, también hay muchos que no quieren salir, aunque podrían si lo pidieran. Sólo que nunca lo piden. Francis lo comprendió pero no lo entendió. – No me parece justo -aseguró mirando al Bombero. – No creo que nadie pensara en el concepto de justicia, Pajarillo. Pero yo lo acepté, de modo que las cosas son así. Me estoy quietecito. Me reúno con Tomapastillas un par de veces a la semana. Asisto a las sesiones con el señor del Mal. Dejo que me observen. Incluso ahora, mientras estamos hablando, el señor Moses, Rubita y la señorita Caray me están observando y escuchando lo que digo, y todo lo que adviertan puede terminar en el informe que Tomapastillas remitirá al tribunal. Así que he de ir con cuidado con lo que digo porque no se sabe qué podría convertirse en el elemento clave. ¿No es cierto, señor Moses? Negro Chico asintió. Francis lo encontró todo muy impersonal, como si el Bombero estuviera hablando sobre otro hombre, no sobre él. – Cuando hablas así -dijo-, no pareces estar loco. Este comentario hizo sonreír irónicamente a Peter, que al punto adoptó una expresión de chiflado y exclamó: – ¡Oh, Dios mío! Eso es terrible. ¡Terrible! -Emitió un sonido gutural-. Entonces, debería tener más cuidado. Porque necesito estar loco. Para un hombre que estaba siendo observado, Peter no parecía demasiado preocupado, lo que contrastaba con muchos de los paranoicos del hospital, que creían que eran observados sin cesar, cuando no era el caso. Claro que creían que los observaba el FBI, la CÍA o incluso el KGB, o extraterrestres, de modo que sus circunstancias eran muy distintas. Francis vio cómo el Bombero se marchaba hacia la sala de estar, y pensó que incluso cuando silbaba o confería un garbo exagerado a su forma de andar, sólo hacía más patente lo que le entristecía. El sol cálido acarició la cara de Francis. Negro Grande se había unido a su hermano para dirigir la expedición, uno delante y el otro detrás, con los doce pacientes que paseaban por los terrenos del hospital en fila india. Larguirucho iba con ellos, mascullando que estaba alerta, tan atento como siempre, y también Cleo, que iba mirando el suelo y escudriñando entre los arbustos y matojos, con la esperanza de encontrar una víbora. Francis imaginaba que una simple culebra de jaretas haría las veces de serpiente a la perfección, pero no serviría para el suicidio. También iban varias mujeres mayores que caminaban muy despacio, un par de hombres mayores y tres pacientes de mediana edad, todos de la categoría desaliñada e indiferente que distinguía a quienes estaban en el hospital desde hacía años. Llevaban chancletas o zapatos, camisetas o jerséis raídos que no parecían irles bien o corresponderse, lo que era la norma del hospital. Un par de hombres exhibían una expresión huraña y enojada, como si la luz del sol que les acariciaba la cara les enfureciera de algún modo. Francis pensó que eso era lo que hacía del hospital un sitio inquietante. Un día que debería haber provocado risas relajadas inspiraba en cambio una rabia silenciosa. Los dos auxiliares andaban sin prisas hacia la parte posterior del complejo, donde había un pequeño jardín. En una mesa de picnic que había soportado un invierno crudo, con la superficie combada y marcada por las inclemencias del tiempo, había unas cuantas cajas de semillas y un cubo rojo de playa con unas palitas dentro. Había una regadora de aluminio y una manguera conectada a un único grifo que remataba una cañería solitaria que sobresalía del suelo. En unos segundos, Negro Grande y Negro Chico tenían al grupo rastrillando y labrando la tierra con las pequeñas herramientas para prepararla para plantar. Francis se dedicó a ello unos instantes y después alzó la mirada. Más allá del jardín había otra franja de tierra, un rectángulo largo rodeado de una vieja cerca de madera, antaño blanca pero ahora de un gris apagado. Los hierbajos crecían en forma de matas en la árida tierra. Imaginó que sería alguna clase de cementerio, porque había dos lápidas de granito desvaídas, un poco ladeadas, de modo que recordaban dientes irregulares en la boca de un niño. Y tras la cerca posterior había una hilera de árboles plantados muy juntos para formar una barrera natural y tapar una alambrada. Echó un vistazo al hospital en sí. A su izquierda, medio tapado por una unidad, se veía la central de calefacción y suministro eléctrico, con una chimenea que soltaba una delgada columna de humo blanco al cielo azul. Ocultos bajo el suelo, en dirección a todos los edificios, había túneles con conductos de calefacción. Vio algunos cobertizos, con equipo amontonado a los lados. Los edificios restantes eran muy parecidos, de ladrillo, con hiedra y el techo de pizarra gris. La mayoría estaban diseñados para recibir pacientes, pero uno había sido convertido en residencia para las enfermeras en prácticas, y varios rediseñados dúplex donde se alojaban algunos psiquiatras residentes con sus familias. Se distinguían porque tenían juguetes esparcidos en el porche, y uno tenía un cajón de arena. Cerca del edificio de administración había asimismo una caseta de seguridad, donde los guardas del hospital fichaban al entrar y salir. El edificio de administración tenía un ala con un auditorio, donde supuso que el personal celebraba reuniones y charlas. Pero, en general, el complejo mostraba una similitud deprimente. Costaba entender qué había pretendido el arquitecto, porque los edificios seguían una disposición caprichosa que contravenía la urbanización racional. Dos estaban situados juntos, mientras que un tercero estaba orientado en otra dirección. Era casi como si los hubieran construido sin ton ni son. La parte frontal del complejo hospitalario estaba rodeada por un alto muro de ladrillo rojo, con una elaborada verja de hierro negro en la entrada. No distinguió ningún cartel en ella, y dudaba que lo hubiera. Si uno se acercaba al hospital, ya sabía lo que era y para qué servía, de modo que un cartel habría sido una redundancia. Contempló el muro y le pareció que debía de alcanzar entre tres y tres metros y medio de altura. A los lados y en la parte posterior del hospital, el muro se prolongaba en una alambrada oxidada en muchos puntos y coronada con alambre de espino. Además del jardín, había una zona de ejercicio y una franja pavimentada, que contenía una cesta de baloncesto en un extremo y una red de voleibol en el centro, pero ambas cosas estaban torcidas y rotas, oscurecidas debido al abandono y la falta de mantenimiento. Tampoco pudo imaginar que alguien las usara. – ¿Qué estás mirando, Pajarillo? -preguntó Negro Chico. – El hospital. No sabía lo grande que era. – Ahora hay muchos pacientes, demasiados -comentó el auxiliar en voz baja-. Las unidades están abarrotadas. Las camas, apretujadas entre sí. Gente sin nada que hacer, pasando el rato en los pasillos. No hay bastantes juegos. No hay terapia suficiente. El hacinamiento no es bueno. Francis dirigió la vista más allá de la enorme verja que había cruzado a su llegada al hospital. Estaba abierta de par en par. – La cierran por la noche -dijo Negro Chico antes de que se lo preguntara. – El señor Evans pensaba que intentaría escaparme -comentó Francis. – La gente siempre piensa que eso es lo que harán las personas que están aquí. -Sacudió la cabeza con una sonrisa-. Hasta el señor del Mal. Lleva aquí un par de años y ya debería saber que no es así. – ¿Por qué no? -preguntó Francis-. ¿Por qué no intenta huir la gente? – Ya sabes la respuesta, Pajarillo -suspiró Negro Chico-. No es cuestión de vallas, ni de puertas cerradas con llave, aunque tenemos un montón. Hay muchas formas de tener a una persona encerrada. Piénsalo. Pero la mejor no tiene nada que ver con fármacos o cerrojos: aquí casi nadie tiene adonde ir. Si no tienes eso, no te vas. Es así de simple. Dicho eso, se volvió para ayudar a Cleo con sus semillas. No había cavado los surcos lo bastante profundos ni lo bastante anchos. Su rostro reflejaba cierta frustración hasta que Negro Chico le recordó que cuando su tocaya entró en Roma, los sirvientes esparcieron pétalos de rosas a su paso. Eso la hizo reflexionar un momento, y luego se puso a cavar y rastrillar la tierra pedregosa con una resolución que parecía verdaderamente inquebrantable. Cleo era una mujer corpulenta, que llevaba vestidos holgados de colores vivos que ondeaban alrededor de su cuerpo y ocultaban su volumen enorme. Resollaba a menudo, fumaba demasiado y el cabello oscuro le caía despeinado sobre los hombros. Cuando caminaba, solía tambalearse de un lado a otro, como un barco a la deriva sacudido por los vientos y el mar agitado. Pero Francis sabía que se transformaba cuando cogía una pala de ping-pong: se liberaba de su tamaño entorpecedor como por arte de magia y se volvía esbelta, ágil y rápida. Volvió a mirar la verja y a los demás pacientes, y empezó a comprender lo que Negro Chico le había dicho. Uno de los hombres mayores tenía problemas con su palita, que sacudía con fuerza con una mano temblorosa. Otro se había distraído y contemplaba un cuervo escandaloso que se había posado en un árbol cercano. En su interior, una de sus voces repetía lo que había dicho Negro Chico, subrayando cada palabra: Nadie huye porque nadie tiene adonde ir. Y tú tampoco, Francis. Y un coro de asentimiento. Se sintió mareado un instante, porque allí, bajo el sol y la suave brisa primaveral, con las manos cubiertas de tierra del jardín, vio que ése podría ser su futuro. Y eso lo aterró más que cualquier otra cosa que le hubiera ocurrido hasta entonces. Comprendió que su vida era una cuerda fina y resbaladiza, y que tenía que agarrarse a ella. Era la peor sensación que hubiera tenido nunca. Sabía que estaba loco y sabía, con la misma seguridad, que no podía estarlo. Tenía que encontrar algo que lo mantuviera cuerdo. O que lo hiciera parecer cuerdo. Inspiró con fuerza. No sería fácil. Y, como para subrayar el problema, sus voces discutían acaloradamente en su interior. Intentó acallarlas, pero era difícil. Tardaron unos minutos en bajar el volumen, de modo que él pudiera entender lo que estaban diciendo. Francis miró a los demás pacientes y vio que dos lo observaban con atención. Debía de haber farfullado algo en voz alta al intentar imponer orden en la caótica asamblea de su interior. Pero los auxiliares no parecían haberse dado cuenta de la lucha repentina que había librado. Sin embargo, Larguirucho sí. Trabajaba a poca distancia de Francis y se acercó a él. – Vas a estar bien, Pajarillo -dijo, y una súbita emoción le quebró la voz-. Todos lo estaremos. Siempre y cuando estemos en guardia. Tenemos que estar alertas -prosiguió-. Y no te descuides ni un segundo. Está a nuestro alrededor y podría aparecer en cualquier momento. Tenemos que estar preparados. Como los boy scouts. Listos para cuando llegue. -Parecía más agitado y desesperado que de costumbre. Francis creía saber de qué hablaba Larguirucho, pero entonces comprendió que podría tratarse de cualquier cosa, aunque lo más seguro era que se refiriera a una presencia satánica. Larguirucho tenía una forma de ser curiosa. Podía pasar de maníaca a casi dulce en unos segundos. En un momento dado era todo brazos y ángulos y se movía como una marioneta manejada por unas fuerzas invisibles, y acto seguido se amilanaba y su estatura lo hacía tan amenazador como una simple farola. Francis asintió, tomó un puñado de semillas de un paquete y las hundió en la tierra. Negro Grande se incorporó y se sacudió la tierra de su uniforme blanco. – Muy bien -dijo con alegría-. Regaremos la zona y nos iremos. -Miró a Francis y le preguntó-: ¿Qué has plantado, Pajarillo? – Rosas -respondió el joven tras echar un vistazo al paquete de semillas-. Rojas. Muy bonitas pero difíciles de coger. Tienen espinas. Luego, se levantó, se puso en la fila y todos regresaron al edificio. Intentó absorber y acumular todo el aire fresco que pudo porque supuso que pasaría bastante tiempo antes de volver a salir. Fuera lo que fuese lo que había provocado que Larguirucho perdiera el poco control que tenía, persistió esa tarde en la sesión de grupo. Se reunieron, como de costumbre, en una de las salas de Amherst que recordaban a un aula, con unas veinte sillas plegables de metal gris dispuestas en círculo. A Francis le gustaba situarse donde pudiera mirar por los barrotes de la ventana si la conversación se volvía aburrida. El señor del Mal había llevado el periódico de la mañana para estimular una discusión sobre hechos de actualidad, pero sólo pareció agitar todavía más a Larguirucho. Estaba sentado frente al sitio que Francis ocupaba junto al Bombero y se le veía presa del desasosiego. El señor del Mal pidió a Noticiero que leyera los titulares del día. El paciente lo hizo de forma exagerada, subiendo y bajando la voz en cada lectura. Había pocas noticias alentadoras. La crisis de los rehenes en Irán seguía sin solución. Una protesta en San Francisco había derivado en violencia, con varias detenciones y uso de gas lacrimógeno por parte de la policía. En París y Roma, manifestantes antiamericanos habían quemado banderas y efigies del Tío Sam antes de provocar disturbios callejeros. En Londres, las autoridades habían usado cañones de agua contra manifestantes de similar cariz. El índice Dow Jones había bajado. En una cárcel de Arizona se había producido un motín que había arrojado heridos tanto entre reclusos como carceleros. En Boston, la policía seguía sin resolver varios homicidios cometidos el año anterior e informaba que carecía de nuevas pistas en los casos, que consistían en el secuestro y la violación de mujeres antes de asesinarlas. Un accidente en el que se habían visto implicados tres coches en la carretera 91, en las afueras de Greenfield, se había cobrado un par de vidas. Y un grupo ecologista había demandado a un importante empresario local por el vertido de residuos tóxicos en el río Connecticut. Cada vez que Noticiero hacía una pausa y el señor del Mal intentaba comentar alguna de estas noticias, u otras, todas desalentadoras, Larguirucho asentía con energía y empezaba a farfullar. – Fíjate. ¿Lo ves? ¡A eso me refiero! Era un poco como estar en una peculiar iglesia evangelista. Evans no prestaba atención a Larguirucho y procuraba que los demás miembros del grupo participaran en una especie de conversación. Pero el Bombero se volvió hacia Larguirucho y le preguntó: – ¿Qué pasa, hombre? – ¿No lo ves, Peter? -respondió Larguirucho con voz temblorosa-. ¡Hay señales por todas partes! Disturbios, odio, guerra, asesinatos… -Se dirigió a Evans-: ¿No dice nada el periódico sobre alguna hambruna? El señor del Mal titubeó. – Los sudaneses se enfrentan a una mala cosecha -informó Noticiero con regocijo-. La sequía y el hambre provocan una crisis de refugiados. The New York Times. – ¿Cientos de muertos? -quiso saber Larguirucho. – Sí. Seguro -respondió Evans-. Puede que incluso más. – He visto las fotografías antes. -Larguirucho asintió con énfasis-. Niños pequeños con las barrigas hinchadas, las piernas como palillos y los ojos hundidos, vacíos y desesperados. Y la enfermedad, eso está siempre entre nosotros, junto con la hambruna. Ni siquiera tengo que leer el Apocalipsis con demasiada atención para reconocer lo que está pasando. Son todas señales. Se recostó bruscamente en la silla plegable y miró por la ventana con barrotes que daba a los terrenos del hospital como si evaluara la última luz del día. – No hay duda de que la presencia de Satán está aquí -aseguró-. Mirad todo lo que está pasando en el mundo. Malas noticias por todas partes. ¿Quién más podría ser responsable? Dicho eso, cruzó los brazos. Respiraba con dificultad, y gotitas de sudor le perlaban la frente, como si tuviera que esforzarse mucho en controlar cada pensamiento que retumbaba en su cabeza. El resto del grupo estaba clavado en la silla, sin moverse, con la mirada fija en Larguirucho mientras éste combatía los temores que lo zarandeaban interiormente. El señor del Mal se percató de ello y cambió de tema. – Pasemos a la sección de deportes -sugirió. La alegría de su voz era casi insultante. – No -replicó el Bombero con una nota de rabia-. No quiero hablar sobre béisbol o baloncesto. Creo que deberíamos hablar sobre el mundo que nos rodea. Y creo que Larguirucho ha dado con algo. Todo lo que hay al otro lado de estas puertas es terrible. Odio, muertes y asesinatos. ¿De dónde procede? ¿Quién lo hace? ¿Quién sigue siendo bueno? Quizá no sea porque Satán está aquí, como cree Larguirucho. Quizá sea porque todos nos hemos vuelto peores y ni siquiera sea necesario que él esté aquí porque nosotros hacemos su trabajo por él. Evans lo miró con dureza. – Creo que tu opinión es interesante -afirmó despacio. Tenía los ojos entornados y había medido las palabras para imbuirlas de una sutil frialdad-, pero exageras las cosas. Además, no veo que tenga demasiada relación con el objetivo de este grupo. Estamos aquí para explorar formas de reincorporarse a la sociedad, no razones para esconderse de ella, a pesar de que el mundo no sea como nos gustaría. Ni creo que sirva de nada que consintamos nuestros delirios o les demos crédito. Estas últimas palabras iban dirigidas tanto a Peter como a Larguirucho. El Bombero tenía el rostro tenso. Empezó a replicar, pero se detuvo. Larguirucho llenó ese repentino vacío. – Si nosotros tenemos la culpa de todo lo que está pasando, entonces no hay ninguna esperanza -aseguró con voz temblorosa, al borde de las lágrimas-. Ninguna. Lo dijo con tanta desesperación que varios de los que habían guardado silencio hasta entonces soltaron un grito apagado. Un hombre mayor empezó a sollozar y una mujer que llevaba una bata rosa arrugada, demasiado rímel en los ojos y unas zapatillas con forma de conejito, rompió en llanto. – ¡Oh, qué triste! -exclamó-. Todo es muy triste. Francis fijó la mirada en el psicólogo, que intentaba recuperar el control de la sesión. – El mundo es como ha sido siempre -sentenció-. Lo que tratamos aquí es nuestra parte en él. No fue el comentario adecuado. Larguirucho se puso de pie de un brinco y empezó a agitar los brazos sobre la cabeza, como había hecho la primera vez que Francis lo había visto. – ¡Es así! -gritó, sobresaltando a los miembros más tímidos del grupo-. ¡El mal está en todas partes! Tenemos que encontrar el modo de mantenerlo alejado. Tenemos que unirnos. Formar comités. Formar grupos de vigilantes. ¡Tenemos que organizamos! ¡Coordinarnos! Idear un plan. Levantar defensas. Proteger los muros. ¡Tenemos que trabajar mucho para mantenerlo fuera del hospital! -Inspiró hondo y dirigió la mirada a todos los presentes. Algunas cabezas asintieron. Tenía sentido. – Podemos contener el mal -dijo Larguirucho-. Pero sólo si estamos alertas. Y, con el cuerpo aún temblando debido al esfuerzo que le había costado expresar su opinión, se sentó de nuevo y volvió a cruzar los brazos para guardar silencio. Evans fulminó con la mirada a Peter, como si él tuviera la culpa del arrebato de Larguirucho. – A ver, Peter, cuéntanos -dijo despacio-. ¿Crees que para mantener a Satán fuera del hospital quizá deberíamos ir todos a la iglesia con regularidad? El Bombero se puso tenso en su asiento. – No -respondió-. No creo que… – ¿No deberíamos rezar? ¿Ir a misa? ¿Decir un ave maría y un padrenuestro? ¿Comulgar todos los domingos? ¿No deberíamos confesar nuestros pecados de forma casi constante? – Puede que esas cosas te hagan sentir mejor. -La voz del Bombero bajó de tono y de intensidad-. Pero no creo que… – Oh, perdona -lo interrumpió Evans por segunda vez con una nota de cinismo-. Ir a la iglesia y asistir a cualquier tipo de actividad religiosa organizada sería impropio del Bombero, ¿verdad? Porque el Bombero tiene un problema con las iglesias, ¿no es así? Peter se revolvió en la silla. Francis detectó en su mirada una furia desconocida. – No son las iglesias. Es una iglesia. Y tuve un problema. Pero lo resolví, ¿recuerda, señor Evans? Los dos hombres se miraron un instante. – Sí -asintió Evans-. Supongo que sí. Y mira adonde te ha llevado. Durante la cena, las cosas parecieron empeorar para Larguirucho. Esa noche se servía pollo a la crema, que consistía en una espesa crema grisácea y poco pollo, con unos guisantes tan hervidos que cualquier posible reivindicación en el sentido de que eran una verdura se había evaporado en la olla, y unas patatas al horno que tenían la misma consistencia de las congeladas, salvo que estaban tan calientes como brasas extraídas de una hoguera. Larguirucho estaba sentado solo, en una mesa del rincón; los demás pacientes se habían apiñado en las otras mesas para dejarlo solo. Uno o dos habían intentando sentarse con él al principio de la cena, pero Larguirucho los había echado con gestos hoscos y gruñidos de perro viejo al que molestan mientras duerme. El murmullo habitual parecía apagado, el ruido de los platos y las bandejas más tenue. Había varias mesas separadas para los pacientes de más edad, seniles que necesitaban ayuda, pero incluso la tarea de alimentarlos, o de atender a los catatónicos de mirada vacía, apenas conscientes de nada, parecía más silenciosa, más contenida. Desde donde estaba sentado, masticando con tristeza la insípida comida, Francis veía cómo todos los auxiliares del comedor lanzaban miradas a Larguirucho para vigilarlo mientras seguían atendiendo a los demás. En cierto momento apareció Tomapastillas, observó a Larguirucho unos instantes y luego habló brevemente con Evans. Antes de marcharse, escribió una receta y se la entregó a una enfermera. Larguirucho parecía ajeno a la atención que suscitaba. Hablaba consigo mismo y discutía mientras movía la comida por el plato y formaba con ella una masa compacta. Se bebió el vaso de agua. Hacía gestos alocados y en un par de ocasiones señaló al frente clavando el dedo índice en el aire como si acusara a alguien. Luego agachaba la cabeza, contemplaba la comida y volvía a farfullar para sí mismo. Fue hacia los postres, unos cuadrados de gelatina de lima, cuando Larguirucho alzó por fin la vista, como si de repente fuera consciente de dónde estaba. Se volvió en la silla con una expresión de sorpresa y asombro. El pelo hirsuto, que solía caerle en delgados rizos grises sobre los hombros, parecía ahora cargado eléctricamente, como un personaje de dibujos animados que ha metido el dedo en un enchufe, salvo que en su caso no era de broma y nadie reía. Tenía los ojos muy abiertos y llenos de miedo, igual que cuando Francis lo había conocido pero multiplicado por cien, como si la pasión lo acelerara. Francis vio cómo se fijaban en Rubita, quien, cerca de donde Larguirucho estaba sentado, ayudaba a una anciana cortándole el pollo a trocitos y llevándoselos a la boca como si fuera una niña en su trona. Larguirucho apartó hacia atrás la silla con un horrible chirrido. En el mismo movimiento, levantó un índice cadavérico y señaló a la joven enfermera en prácticas. – ¡Tú! -bramó con furia. Rubita lo miró confundida. Se señaló a sí misma y con los labios formó la palabra «¿Yo?». No se movió de su sitio. Francis creyó que podía deberse a su escasa formación. Cualquier veterano del hospital habría reaccionado más deprisa. – ¡Tú! -gritó Larguirucho de nuevo-. ¡Tienes que ser tú! Del otro lado del comedor, Negro Chico y su hermano intentaron acercarse deprisa. Pero las hileras de mesas y sillas y la cantidad de pacientes obstaculizaban su avance. Rubita se puso de pie mirando a Larguirucho, que se dirigía hacia ella con rapidez, con el índice acusador señalándola. La enfermera retrocedió un paso hacia la pared. – ¡Eres tú, lo sé! -gritó- ¡Tú eres nueva! ¡Eres la única que no ha sido comprobada! ¡Eres tú! ¡Tienes que serlo! ¡La encarnación del mal! Te dejamos entrar. ¡Vete! ¡Vete! ¡Tened todos cuidado! ¡No sabemos qué podría hacer! Sus advertencias frenéticas daban a entender a los demás pacientes que Rubita estaba enferma o era peligrosa. Todos retrocedieron asustados. Rubita reculó más y levantó una mano. Francis pudo ver pánico en sus ojos cuando el anciano se lanzaba hacia ella aleteando los brazos. – ¡No os preocupéis! -gritó con voz aguda y furiosa mientras hacía señas para que todo el mundo se alejara-. ¡Yo os protegeré! Negro Grande apartaba mesas y sillas a su paso, y Negro Chico saltó por encima de un paciente que se había arrodillado, aterrado. Francis vio cómo el señor del Mal se dirigía hacia ellos, y la señorita Caray avanzaba también junto con otra enfermera entre los pacientes que se apiñaban sin saber si huir u observar. – ¡Eres tú! -bramó Larguirucho acorralando a la joven enfermera. – ¡No! -chilló Rubita con su voz aguda. – ¡Si lo eres! – ¡Larguirucho! ¡Detente! -gritó Negro Chico. Su hermano se acercaba deprisa con una expresión resuelta. – ¡No soy yo, no soy yo! -dijo Rubita, que, encogida de miedo, se deslizó pared abajo. Y entonces, con Negro Grande y el señor del Mal aún a metros de distancia, se produjo un súbito silencio. Larguirucho se estiró como si fuera a abalanzarse sobre Rubita. Francis oyó cómo el Bombero gritaba, aunque no estaba seguro desde dónde. – ¡No, Larguirucho! ¡Detente ahora mismo! Y, para sorpresa de Francis, Larguirucho obedeció. Miró a Rubita con ojos socarrones, casi como si inspeccionara el resultado de un experimento fallido. Su rostro adoptó una expresión de curiosidad. Contempló a Rubita ya más sereno y, casi con educación, le preguntó: – ¿Estás segura? – Sí, sí, sí-dijo la enfermera-. Estoy segura. – Me siento confundido -repuso él con abatimiento y sin dejar de mirarla atentamente. Era un desinflamiento instantáneo. Un segundo atrás era una fuerza vengadora, preparada para atacar, y un instante después era como un niño, empequeñecido, asaltado por un mar de dudas. En ese momento, Negro Grande llegó por fin junto a Larguirucho. Le sujetó con rudeza los brazos y se los colocó a la espalda. – ¿Qué coño estás haciendo? -preguntó enfadado. Negro Chico se situó entre el paciente y la enfermera en prácticas. – ¡Atrás! -ordenó, y su enorme hermano tiró de Larguirucho. – Quizá me he equivocado -se excusó Larguirucho a la vez que sacudía la cabeza-. Parecía tan evidente al principio. Luego cambió. De repente cambió. Ahora no estoy seguro. -Volvió la cabeza hacia Negro Grande estirando su cuello largo como el de un avestruz. La duda y la tristeza teñían su voz-: Creí que era ella. Tenía que serlo. Es la más nueva. No lleva aquí demasiado tiempo. Seguro que es alguien recién llegado. Debemos tener mucho cuidado para no dejar que el mal entre en este hospital. Debemos estar atentos todo el rato. Alerta sin cesar. Lo siento -se disculpó mientras Rubita se ponía en pie y procuraba recobrar la calma-. Estaba tan seguro… Ahora ya no lo estoy tanto -añadió con frialdad y la miró con los ojos entornados-. Podría serlo. Podría estar mintiendo. Los esbirros de Satán son especialistas en mentir. Son unos impostores. Para ellos es fácil hacer que alguien parezca inocente cuando en realidad no lo es. Rubita se alejó sin apartar unos ojos recelosos del sitio donde Negro Grande sujetaba a Larguirucho. – Encárguese de que le administren un sedante esta noche -ordenó Evans a Negro Chico-. Cincuenta miligramos de Nembutal, por vía intravenosa, a la hora de la medicación. Quizá debería pasar la noche en aislamiento. Larguirucho seguía observando a Rubita. Cuando oyó la palabra «aislamiento», se volvió hacia el señor del Mal y sacudió la cabeza vehementemente. – No, no -soltó-. Estoy bien. De verdad. Sólo hacía mi trabajo. No causaré problemas, lo prometo… -Su voz se fue apagando. – Ya veremos -dijo Evans-. A ver cómo responde al sedante. – Estaré bien -insistió Larguirucho-. De verdad. No causaré ningún problema. Ninguno. No me pongan en aislamiento, por favor. – Puede tomarse un descanso -indicó Evans a Rubita, pero la esbelta enfermera sacudió la cabeza. – Estoy bien -respondió imprimiendo cierto valor a sus palabras, y prosiguió alimentando a la anciana en la silla de ruedas. Francis observó que Larguirucho seguía con los ojos puestos en Rubita, y su mirada fija reflejaba lo que interpretó como incertidumbre. Más adelante comprendería que podría haber sido algo muy diferente. La aglomeración habitual empujó y se quejó esa noche a la hora de la medicación. Rubita estaba en el puesto de enfermería y quiso ayudar a distribuir las pastillas, pero las otras enfermeras, mayores y más expertas, se encargaron de ello. Varias voces subieron de tono para quejarse y un hombre rompió a llorar cuando otro lo apartó de un empujón, pero Francis tuvo la impresión de que el incidente de la cena había dejado a casi todos si no mudos, por lo menos calmados. Pensó que el hospital era una cuestión de equilibrios. Los medicamentos equilibraban la locura; la edad y la reclusión equilibraban la energía y las ideas. Todos los pacientes aceptaban cierta rutina que limitaba, definía y reglamentaba el espacio y la acción. Incluso los esporádicos empujones y discusiones a la hora de la medicación formaban parte de un elaborado minué demencial, tan codificado como un baile barroco. Larguirucho apareció acompañado de Negro Grande. Sacudía la cabeza y Francis lo oyó quejarse. – Estoy bien. No necesito nada extra para tranquilizarme -decía-. Estoy bien. Pero Negro Grande había perdido su habitual expresión complaciente. – Tienes que facilitarnos las cosas, Larguirucho -le dijo-, o tendremos que ponerte una camisa de fuerza y encerrarte toda la noche en aislamiento. Así que inspira hondo, súbete la manga y no te resistas. Larguirucho asintió aunque Francis vio que miraba con recelo a Rubita, que trabajaba en la parte posterior del puesto de enfermería. Fueran cuales fuesen las dudas que Larguirucho tenía sobre la identidad de Rubita, Francis supo que ni la medicación ni la persuasión las había disipado. Parecía temblar de ansiedad de pies a cabeza, pero no opuso resistencia a la enfermera Huesos, que se acercó a él con una hipodérmica que goteaba fármaco y le frotó el brazo con alcohol antes de clavarle la aguja. Francis pensó que debía de doler, pero Larguirucho no mostró signos de ello. Lanzó una última mirada a Rubita antes de que Negro Grande se lo llevara hacia el dormitorio. |
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