"La Historia del Loco" - читать интересную книгу автора (Katzenbach John)

5

El tráfico nocturno había aumentado frente a mi piso. Oía el ruido de los camiones diesel, algún que otro claxon de coche y el rumor constante de los neumáticos. La noche cae despacio en verano, cuando se insinúa como un mal pensamiento en una ocasión feliz. Unas sombras irregulares llegan primero a los callejones y empiezan a recorrer despacio patios y aceras, a subir por las paredes de los edificios y a deslizarse como una serpiente a través de las ventanas, o se aferran a las ramas de los árboles hasta que, por fin, se impone la oscuridad. A menudo he pensado que la locura es un poco como la noche, debido a las distintas formas en que se extendió durante varios años por mi corazón y mi mente, unas veces con dureza o rapidez, otras con lentitud y sutileza, de modo que apenas era consciente de que estaba dominándome.

¿Había conocido alguna vez una noche más oscura que aquella en el Hospital Estatal Western?, me pregunté. ¿O una noche más llena de locura?

Fui al fregadero, llené un vaso de agua, tomé un trago y pensé: He omitido el hedor. Era una combinación de excrementos luchando contra productos de limpieza sin diluir. La peste de la orina frente al olor del desinfectante. Como los niños pequeños, muchos pacientes ancianos y seniles no controlaban los intestinos, de modo que el hospital apestaba a percances. Para combatirlo, todos los pasillos tenían por lo menos dos trasteros provistos de trapos, fregonas, cubos y potentes agentes limpiadores químicos. A veces parecía haber siempre alguien fregando el suelo en algún sitio. Los productos con lejía eran muy potentes, te escocían los ojos cuando tocaban el suelo de linóleo y dificultaban la respiración, como si algo se te clavara en los pulmones.

Costaba prever cuándo se producirían esos percances. Supongo que en un mundo normal podrían identificarse las tensiones o los temores capaces de provocar una pérdida de control a una persona anciana, y adoptar medidas para reducirlos. Exigiría un poco de lógica, sensibilidad y cierta planificación y previsión. Nada extraordinario. Pero en el hospital, donde todas las tensiones y los temores eran tan imprevistos y surgían de pensamientos tan incoherentes, era prácticamente imposible anticiparlos e impedirlos.

Así que, en lugar de eso, teníamos cubos y limpiadores potentes.

Y, dada la frecuencia con que las enfermeras y los auxiliares tenían que usarlos, los trasteros no solían estar cerrados con llave. Se suponía que tenían que estarlo, claro, pero como muchas otras cosas en el Hospital Estatal Western, la realidad de las normas se doblegaba ante la práctica que imponía la locura.

¿Qué más recordaba de esa noche? ¿Llovía? ¿Soplaba el viento?

Sí recordaba los sonidos.

En el edificio Amherst había casi trescientos pacientes agrupados en un centro concebido en principio para una tercera parte de esa cantidad. Cualquier noche podían trasladar a varios a una de esas celdas de aislamiento de la cuarta planta con las que habían amenazado a Larguirucho. Las camas estaban pegadas unas a otras, de modo que sólo unos centímetros separaban a un paciente del siguiente. A lo largo de una pared del dormitorio había unas cuantas ventanas mugrientas. Tenían barrotes y proporcionaban poca ventilación, aunque los hombres en las camas situadas bajo ellas solían cerrarlas bien porque temían lo que pudiese haber al otro lado.

La noche era una sinfonía de aflicción.

Los ronquidos, las toses y los gorgoteos se mezclaban con las pesadillas. Los pacientes hablaban en sueños con familiares y amigos que no estaban ahí, con dioses que ignoraban sus oraciones, con demonios que los atormentaban. Gritaban sin cesar, y pasaban llorando las horas de mayor oscuridad. Todo el mundo dormía, pero nadie descansaba.

Estábamos encerrados con toda la soledad que trae la noche.

Quizá fuera la luz de la luna que se colaba entre los barrotes de las ventanas lo que me mantuvo esa noche entre el sueño y la vigilia. Quizá seguía estando nervioso por lo ocurrido durante el día. Quizá mis voces estaban inquietas. He pensado muchas veces en ello, porque todavía no estoy seguro de lo que me mantuvo en ese incómodo estadio entre la vigilancia y la inconsciencia. Peter gemía en sueños y se revolvía en la cama, junto a la mía. La noche era difícil para él. De día podía mostrar una actitud razonable que parecía impropia del hospital, pero por la noche algo le roía por dentro. Y mientras yo iba y venía entre esos estados de ansiedad, recuerdo haber visto a Larguirucho, a unas camas de distancia, sentado en la posición del loto como un indio americano en un consejo tribal, mirando hacia el otro lado del dormitorio. Recuerdo haber pensado que el tranquilizante que le habían dado no le había hecho efecto, porque lo normal era que lo hubiera sumido en un sueño tranquilo. Pero los impulsos que antes lo habían desquiciado vencían con facilidad al tranquilizante y, en lugar de eso, estaba sentado farfullando y gesticulando con las manos como un director que no logra que la orquesta toque al compás adecuado.

Así es como lo recordaba de esa noche, hasta el momento en que una mano en el hombro me sacudió para despertarme. Ése fue el momento, así que tenía que empezar ahí.

Por lo tanto, tomé el lápiz y escribí:

Francis dormía a trompicones hasta que lo despertó una sacudida insistente que pareció alejarlo de algún lugar agitado y le recordó al instante dónde estaba. Abrió los ojos, pero antes de que se le adaptaran a la oscuridad oyó la voz de Larguirucho que le susurraba con suavidad pero con energía, lleno de placer y entusiasmo infantil: «Estamos a salvo, Pajarillo. ¡Estamos a salvo!»


Francis dormía a trompicones hasta que lo despertó una sacudida insistente que pareció alejarlo de algún lugar agitado y le recordó al instante dónde estaba. Abrió los ojos, pero antes de que se le adaptaran a la oscuridad oyó la voz de Larguirucho que le susurraba con suavidad pero con energía, lleno de placer y entusiasmo infantil:

– Estamos a salvo, Pajarillo. ¡Estamos a salvo!

Su figura le recordó a un dinosaurio alado posado al borde de la cama. A la luz de la luna que se filtraba por la ventana, Francis distinguió una extraña expresión de alegría y alivio en su rostro.

– ¿De qué estamos a salvo? -quiso saber, aunque en cuanto hizo la pregunta se dio cuenta de que conocía la respuesta.

– Del mal -respondió Larguirucho, y se rodeó el cuerpo con los brazos. Luego hizo un segundo movimiento y levantó la mano izquierda para cubrirse la frente, como si la presión de la palma y los dedos pudiera contener los pensamientos y las ideas que le surgían con desenfreno.

Cuando se apartó la mano de la frente, Francis tuvo la impresión de que le había quedado una marca, casi como de hollín. No era fácil distinguir nada a la luz tenue que había en la habitación. Larguirucho también debió de notar algo, porque de repente se miró los dedos con gesto burlón.

– ¡Larguirucho! -susurró Francis, que se había incorporado en la cama-. ¿Qué ha pasado?

Antes de que él pudiera responder, Francis oyó un siseo. Era Peter, que se había despertado y se inclinaba hacia ellos.

– ¡Dínoslo, Larguirucho! ¿Qué ha pasado? -pidió Peter con la voz queda-. Pero no hagas ruido. No despiertes a nadie más.

Larguirucho asintió con la cabeza. Pero sus palabras se precipitaron de forma entusiasta, casi dichosa. Rezumaban alivio y liberación.

– Ha sido una visión, Peter. Tiene que haber sido un ángel que me ha sido enviado. Esta visión vino a mi lado, Pajarillo, para decirme…

– ¿Para decirte qué? -susurró Francis.

– Para decirme que tenía razón. Desde el principio. El mal había intentado llegar hasta nosotros, Pajarillo. La encarnación del mal estaba aquí, en el hospital, a nuestro lado. Pero ha sido destruida y ahora estamos a salvo. -Exhaló despacio y añadió-: Gracias a Dios.

Francis no sabía cómo interpretar aquello pero el Bombero se sentó al lado del hombre alto.

– ¿Esa visión estuvo aquí? ¿En esta habitación? -le preguntó.

– Junto a mi cama. Nos abrazamos como hermanos.

– ¿La visión te tocó?

– Sí. Era tan real como tú o como yo, Peter. Notaba su vida junto a la mía. Como si nuestros corazones latieran al unísono. Excepto que también era mágica, Pajarillo.

El Bombero asintió. Luego, alargó la mano despacio y tocó la frente de Larguirucho, donde seguían las marcas de hollín. Peter se frotó los dedos.

– ¿Viste que la visión entrara por la puerta, o cayó de arriba? -preguntó, y señaló hacia la puerta del dormitorio y luego hacia el techo.

– No. -Larguirucho sacudió la cabeza-. Llegó sin más. En un segundo estaba junto a mi cama. Parecía bañada de luz, como si procediera del cielo. Pero no pude verle la cara. Casi como si estuviera envuelta en un velo. Tiene que haber sido un ángel -comentó-. Imagina, Pajarillo, un ángel aquí. Aquí, en esta habitación. En nuestro hospital. Para protegernos.

Francis no dijo nada, pero Peter asintió con la cabeza. Se llevó los dedos a la nariz y se los olió. Francis tuvo la impresión de que se sorprendía. El Bombero hizo una pausa y echó un vistazo alrededor de la habitación. A continuación pronunció unas palabras autoritarias en voz baja, como órdenes de un mando militar cuando el enemigo está cerca y el peligro se esconde detrás de cada sombra.

– Larguirucho, vuelve a la cama y espera a que Pajarillo y yo regresemos. No digas nada a nadie. Silencio absoluto, ¿entendido?

Larguirucho fue a replicar pero vaciló.

– De acuerdo -dijo-. Pero estamos a salvo. Estamos todos a salvo. ¿No crees que los demás querrán saberlo?

– Vamos a asegurarnos antes de ilusionarlos -repuso Peter. Eso pareció tener sentido para Larguirucho, porque asintió, se levantó y regresó a su cama. Cuando llegó, se volvió y se llevó el dedo índice a los labios haciendo la señal de silencio.

– Ven conmigo, Pajarillo -susurró Peter después de sonreír a Larguirucho-. ¡Y no hagas ruido! -Cada palabra parecía poseer una tensión indefinida que Francis no acababa de entender.

Sin mirar atrás, el Bombero avanzó con cautela entre las camas, moviéndose sigiloso por el reducido espacio que separaba a los hombres dormidos. Pasó junto al baño, donde un haz de luz sobresalía por debajo de la puerta. Algunos hombres se movieron y uno pareció querer levantarse cuando pasaron junto a su cama, pero Peter se limitó a pedirle que guardara silencio, y el hombre emitió un gemido, se giró y volvió a dormirse.

Cuando llegó a la puerta, miró atrás y vio a Larguirucho, sentado de nuevo en la cama en la posición del loto. Éste los vio y los saludó con la mano.

Peter alargó la mano hacia el pomo.

– Está cerrada con llave -indicó Francis-. Cierran todas las noches.

– Esta noche no -replicó Peter. Y, para probarlo, giró el pomo. La puerta se abrió con un ligero crujido-. Vamos, Pajarillo.

El pasillo estaba a oscuras durante la noche, con sólo alguna que otra lámpara tenue que lanzaba reducidos arcos de luz al suelo. El silencio desconcertó momentáneamente a Francis. Por lo general, los pasillos del edificio Amherst estaban abarrotados de gente sentada, de pie, caminando, fumando, hablando consigo misma, hablando con gente que no estaba ahí o incluso hablando entre sí. Los pasillos eran como las venas del hospital, sin cesar bombeaban sangre y energía a cada órgano importante. Nunca los había visto vacíos. La sensación de estar solo en el pasillo resultaba inquietante. El Bombero, sin embargo, no parecía preocupado. Miraba pasillo adelante, hacia donde una lámpara de escritorio emitía un tenue brillo amarillo en el puesto de enfermería. Desde donde estaban, el puesto parecía vacío.

Peter dio un paso y bajó la mirada al suelo. Hincó una rodilla y tocó con cuidado una mancha oscura, como había hecho con el hollín en la frente de Larguirucho. De nuevo, se llevó el dedo a la nariz. Entonces, sin decir palabra, indicó a Francis que se fijara.

El joven no estaba seguro de lo que se suponía que tenía que ver, pero prestó atención. Los dos siguieron avanzando hacia el puesto de enfermería, pero se detuvieron frente a uno de los trasteros.

Francis escudriñó el puesto y vio que estaba realmente vacío. Eso lo confundió porque daba por sentado que había por lo menos una enfermera de guardia las veinticuatro horas del día. El Bombero contemplaba el suelo delante de la puerta del trastero. Señaló una mancha grande en el linóleo.

– ¿Qué es? -quiso saber Francis.

– El mayor problema que puedes encontrarte en tu vida -suspiró Peter-. Haya lo que haya detrás de esta puerta, no grites. Sobre todo, no grites. Muérdete la lengua y no digas una palabra. Y no toques nada. ¿Puedes hacerlo por mí, Pajarillo? ¿Puedo contar contigo?

Francis gruñó que sí, lo que le resultó difícil. Notaba cómo la sangre le bombeaba en el pecho, le retumbaba en los oídos, llena de adrenalina y ansiedad. En ese instante, se percató de que no había oído ni una palabra de sus voces interiores desde que Larguirucho lo había despertado.

Peter se acercó a la puerta del trastero. Se envolvió la mano con la camiseta para sujetar el pomo. Y entonces abrió despacio la puerta.

El cuarto estaba a oscuras. Peter entró con cautela y acercó la mano al interruptor de la pared.

La luz repentina fue como una estocada.

El brilló cegó a Francis un segundo, puede que menos. Oyó a Peter proferir un juramento.

Francis se inclinó para ver por encima del hombro de su amigo. Y soltó un grito ahogado a la vez que el miedo lo sacudía como un viento huracanado. Retrocedió un paso atrás, sintiendo que el aire que inspiraba le quemaba. Intentó decir algo, pero incluso «Oh, Dios mío» le salió como un gemido gutural.

En el suelo, en el centro del trastero, yacía Rubita. O la persona que había sido Rubita.

Estaba casi desnuda. Le habían arrancado el uniforme de enfermera y lo habían arrojado en un rincón. Todavía llevaba puesta la ropa interior, pero estaba fuera de sitio, de modo que le quedaban al descubierto los pechos y el sexo. Estaba tumbada de costado, casi acurrucada en posición fetal, salvo que tenía una pierna doblada y la otra extendida, con un gran charco de sangre granate bajo la cabeza y el tórax. Unos hilos rojos le resbalaban por la pálida piel. Tenía un brazo metido debajo del cuerpo y el otro extendido, como una persona que saluda a alguien que está lejos. Tenía el cabello apelmazado, casi mojado, y gran parte de la piel le brillaba de modo extraño a la luz de la bombilla desnuda. Cerca, había un cubo con materiales de limpieza volcado, y el olor de líquido limpiador y desinfectante era abrumador. Peter se agachó sobre el cuerpo, pero no llegó a tomarle el pulso porque tanto él como Francis vieron que Rubita había sido degollada. La herida roja y negra, larga y abierta, debió de acabar con su vida en unos segundos. Salieron de nuevo al pasillo. Peter inspiró despacio y exhaló del mismo modo, con un ligero silbido cuando el aire le pasó entre los dientes apretados.

– Mira con atención, Pajarillo -dijo-. Míralo todo con atención. Trata de recordar todo lo que veas esta noche. ¿Podrás hacer eso por mí, Pajarillo? ¿Ser el segundo par de ojos que lo capta y lo registra todo?

Francis asintió despacio. Peter volvió a entrar en el almacén y empezó a señalar cosas en silencio. Primero, el corte que marcaba cruelmente el cuello de Rubita, después el cubo volcado y las ropas arrancadas y tiradas al suelo. Señaló unas líneas de sangre en la frente de Rubita, eran paralelas y descendían hacia los ojos. Francis no pudo imaginar cómo se habrían producido. Tras indicar las marcas, Peter empezó a moverse con cuidado por el reducido espacio mientras señalaba con el índice cada cuadrante de la habitación, cada elemento del escenario, como un profesor que indica con un puntero una pizarra para captar la atención de unos alumnos cortos de entendederas.

Francis lo vio todo, y lo grabó en su memoria como un ayudante de fotógrafo.

Peter se detuvo al indicar la mano de Rubita. Francis vio de repente que a cuatro dedos le faltaban las falanges, como si se las hubieran cortado y llevado. Contempló la mutilación respirando de modo espasmódico.

– ¿Qué ves, Pajarillo? -preguntó por fin el Bombero.

– Veo a Rubita -respondió sin apartar la mirada del cadáver-. Pobre Larguirucho. Pobre, pobre Larguirucho. Debió de estar absolutamente convencido de que mataba a la encarnación del mal.

– ¿Crees que Larguirucho hizo esto? -replicó Peter a la vez que sacudía la cabeza-. Míralo mejor -pidió-. Y dime qué ves.

Francis observó de forma casi hipnótica el cadáver. Se fijó en el rostro de la joven y sintió una mezcla de terror y agitación. Se dio cuenta de que era la primera vez que veía a alguien muerto, por lo menos de cerca. Recordaba haber asistido al funeral de su tía abuela cuando era pequeño, y cómo su madre lo había tomado con fuerza de la mano y lo había hecho pasar junto a un ataúd abierto mientras le murmuraba todo el rato que no dijera ni hiciera nada y que se comportara, porque temía que él llamara la atención haciendo algo inadecuado. Pero no lo hizo, y tampoco vio a la tía abuela en el ataúd. Lo único que recordaba era un perfil de porcelana blanca, visto sólo un momento, como algo fugaz a través de la ventanilla de un coche en marcha. No creyó que fuera lo mismo. Lo que veía de Rubita era muy diferente. Comprendió que era la peor cara de la muerte.

– Veo muerte -susurró.

– Sí-asintió Peter-. Muerte. Y desagradable, además. Pero ¿sabes qué más veo yo? -Habló despacio, como si midiera cada palabra.

– ¿Qué?

– Veo un mensaje -respondió el Bombero. Y, con una sensación casi apabullante de tristeza, añadió-: Y nadie ha matado a la encarnación del mal. Está aquí, entre nosotros, tan viva como tú o como yo. -Salió otra vez al pasillo y concluyó en voz baja-: Ahora tenemos que pedir ayuda.