"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)

11. LLUVIA ROJA

Jimmy estaba de pie al otro lado de la cinta policial, ante una barrera desordenada de policías, mientras Sean se alejaba entre los matorrales y se adentraba en el parque, sin volver la vista atrás ni una sola vez.

– Señor Marcus -le dijo Jefferts, uno de los polis, ¿quiere que le traiga un café o cualquier otra cosa?

El policía observó la frente de Jimmy, y éste sintió un aire de desprecio y de lástima en la mirada insegura del poli y en la forma de rascarse la barriga con el dedo pulgar. Sean les había presentado: le había dicho a Jimmy que aquél era el agente Jefferts, un buen hombre, y a Jefferts le había dicho que Jimmy era el padre de la mujer que… era la propietaria del coche abandonado, que le llevara cualquier cosa que pudiera necesitar y que le presentara a Talbot cuando ésta llegara. Jimmy se imaginó que Talbot debía de ser una psicóloga del cuerpo de policía o alguna asistente social despeinada con un montón de facturas universitarias por pagar y un coche que olía a Burger King.

Pasó por alto el ofrecimiento de Jefferts y cruzó al otro lado de la calle donde estaba Chuck Savage.

– ¿Cómo estás, Jimmy?

Jimmy negó con la cabeza, convencido de que empezaría a vomitar si intentaba expresar en voz alta todo lo que sentía.

– ¿Llevas el teléfono móvil?

– Sí, claro.

Chuck registró la cazadora con las manos. Dejó el teléfono en la mano abierta de Jimmy, éste marcó 003 y le salió una voz grabada que le preguntaba la ciudad y el estado desde el que llamaba; dudó unos instantes antes de contestar, y se imaginó cómo las palabras viajarían a través de kilómetros y kilómetros de cable de cobre hasta ir a parar vertiginosamente al alma de algún colosal ordenador con luces rojas en vez de ojos.

– ¿Qué listado? -preguntó el ordenador.

– Chuck E. Cheese's.

Jimmy sintió una oleada repentina de terror amargo al tener que pronunciar un nombre tan ridículo en medio de la calle y cerca del coche vacío de su hija. Deseaba colocar el teléfono entre los dientes, morderlo y oír cómo se rompía.

Cuando consiguió el número de teléfono y marcó, tuvo que esperar a que llamaran a Annabeth por el altavoz. Quienquiera que fuera que hubiera contestado el teléfono no había apretado la tecla de espera, tan sólo apoyó el auricular en un mostrador, y Jimmy podía oír los ecos metálicos del nombre de su mujer: «Se ruega a Annabeth Marcus que se ponga en contacto con el personal de recepción. Annabeth Marcus». Le llegaba el sonido del repique de campanas y de ochenta o noventa niños corriendo de un lado a otro como locos, estirándose el pelo y gritando, entremezclado con voces desesperadas de adultos que intentaban comunicarse a pesar de todo el estrépito. Repitieron el nombre de su mujer, que resonó. Jimmy se la imaginó levantando la vista al oír el sonido, confusa y agotada, rodeada por todo el pelotón de Primera Comunión de Santa Cecilia luchando por conseguir trozos de pizza.

Entonces oyó su voz, apagada y curiosa: «¿Me han llamado?». Por un instante, Jimmy tuvo ganas de colgar. ¿Qué le diría? ¿Qué sentido tenía llamarla sin saber hechos concretos, tan sólo con el miedo de su propia imaginación demente? ¿No sería mejor dejar que ella y las niñas disfrutaran un poco más de la paz de no saber?

Sin embargo, sabía que, tal y como estaban las cosas, ya había demasiado dolor; Annabeth se sentiría ofendida si no le contaba nada de lo sucedido, mientras que él se tiraba de los pelos junto al coche de Katie en la calle Sydney. Recordaría su felicidad con las niñas como inmerecida y, peor aún, como un engaño, una falsa promesa. Annabeth le odiaría por ello.

Oyó su voz apagada de nuevo: «¿Este?» Y el ruido que hizo al levantar el teléfono del mostrador. «¿Dígame?».

– Cariño…- consiguió decir Jimmy con voz ronca.

– ¡Jimmy! -exclamó con cierto nerviosismo-. ¿Dónde estás?

– Estoy… Mira… Me encuentro en la calle Sydney.

– ¿Qué pasa?

– Annabeth, han encontrado su coche.

– ¿El de quién?

– El de Katie.

– ¿Han? ¿Quién? ¿La policía?

– Sí. Ha… desaparecido. En los alrededores de Pen Park.

– ¡Santo cielo! ¡No puede ser! ¡Jimmy!

En aquel momento Jimmy sintió que le salía todo: el miedo, la horrible certeza, todos aquellos terribles pensamientos que había mantenido aprisionados en algún lugar de su cerebro.

– Aún no se sabe nada, pero su coche ha estado aquí toda la noche y la policía…

– ¡Por el amor de Dios, Jimmy!

– …la está buscando por todo el parque. Hay muchos. Así pues…

– ¿Dónde estás?

– Estoy en la calle Sydney. Mira…

– ¿Qué coño haces en la calle? ¿Por qué no estás ahí dentro?

– Porque no me dejan pasar.

– ¿La policía? ¿Y quién coño se creen que son? ¿Acaso es su hija la que está ahí dentro?

– No, mira, yo…

– ¡Haz el favor de entrar! ¡Santo Dios! Podría estar herida. Tirada en cualquier sitio, herida y pasando frío.

– Ya lo sé, pero ellos…

– Voy ahora mismo.

– De acuerdo.

– Haz el favor de entrar, Jimmy. Por el amor de Dios, ¿qué te pasa?. Colgó.

Jimmy devolvió el teléfono a Chuck, y supo que Annabeth tenía razón. Tenía tanta razón que Jimmy, al percatarse de que se arrepentiría de su impotencia de los últimos cuarenta y cinco minutos para el resto de su vida, se sintió morir; nunca sería capaz de pensar en ello sin desmoralizarse, sin intentar apartarlo de sus pensamientos. ¿Cuándo se había convertido en aquello, en aquel hombre que contestaba a unos polis de mierda: «Sí, señor; no, señor; tiene razón, señor…» cuando su hija mayor había desaparecido? ¿Cuándo había sucedido? ¿Cuándo se había puesto de pie junto a un mostrador y se había bajado los pantalones a cambio de poder sentirse como un ciudadano honrado?

Se volvió hacia Chuck y le preguntó:

– ¿Aún guardas las tenazas para cortar alambre bajo la rueda de recambio del maletero?

Por la expresión de Chuck, se diría que alguien le había pillado haciendo algo malo.

– Uno tiene que ganarse la vida, Jim.

– ¿Dónde tienes el coche?

– Un poco más arriba, en la esquina de la calle Dawes.

Jimmy echó a andar y Chuck, que iba tras él, le preguntó:

– ¿Vamos a entrar por la fuerza?

Jimmy asintió con la cabeza y caminó un poco más rápido.


Cuando Sean llegó a la zona del sendero que rodeaba la verja del jardín vallado, hizo un gesto con la cabeza a algunos de los policías que examinaban las flores y la tierra en busca de pistas; sus rostros tensos indicaban que ya se habían enterado de lo sucedido. Cierto aire, que ya había sentido en otros escenarios del crimen a lo largo de los años, saturaba el parque entero; era un aire que llevaba un filo de fatalismo, la aceptación fría y húmeda de la muerte de otra persona.

Al entrar en el parque todos habían tenido la certeza de que estaba muerta; pero aun así, Sean sabía que todos albergaban la esperanza, por pequeña que fuera, de que no lo estuviera. Así iban las cosas: uno se acercaba a la escena del crimen sabiendo la verdad, y hacía todo lo posible por comprobar que estaba equivocado. El año anterior Sean se había ocupado de un caso en el que una pareja había denunciado la desaparición de su bebé. Los medios de comunicación aparecieron por todas partes, ya que se trataba de una pareja blanca y respetable; sin embargo, Sean y los demás policías sabían que la historia de la pareja no era verdad, sabían que el niño estaba muerto incluso cuando consolaban a aquellos dos gilipollas diciéndoles que su bebé estaría bien, y cuando seguían las estúpidas pistas de gente de color sospechosa que habían visto en la zona esa misma mañana. Acabaron encontrando el bebe al anochecer, metido en una bolsa de la aspiradora y embutido en una grieta, bajo las escaleras del sótano. Ese día Sean vio llorar a un policía novato, el pobre crio temblaba apoyado en el coche patrulla, pero los demás polis, aunque indignados, no parecían sorprendidos en Io más mínimo, como si todos hubieran pasado la noche soñando la misma mierda.

Eso es lo que uno se llevaba a casa, a los bares y a los vestuarios de las comisarías o de los cuartelillos: tener que aceptar de mala gana que la gente era una mierda, que la gente era estúpida y rencorosa, a menudo cruel; que cada vez que abrían la boca, mentían, siempre; que cuando alguien desaparecía, sin ningún motivo aparente, a menudo acababan encontrándolo muerto o en un estado mucho peor.

Con frecuencia lo peor no eran las víctimas, al fin y al cabo estaban muertas y ya no seguirían sufriendo. Lo peor eran aquellos que las habían amado y que las habían sobrevivido. A partir de ese momento solían convertirse en muertos vivientes, agotados, con el corazón roto, viviendo como podían lo que les quedaba de vida sin nada más en su interior que sangre y órganos, insensibles al dolor, sin haber aprendido nada, a excepción de que las peores cosas a veces sucedían de verdad.

Como Jimmy Marcus. Sean no sabía cómo coño iba a mirar a aquel tío a la cara y decirle: «Sí, está muerta. Tu hija está muerta, Jimmy. Alguien se la ha llevado para siempre». A Jimmy, que ya había perdido a su primera mujer. «¡Mierda!, ¿sabes qué, Jim? Dios ha dicho que le debías una y ha venido a por ella. Espero que eso te ayude a ver las cosas desde otro punto de vista. Ya nos veremos.»

Sean cruzó el pequeño puente de tablas que atravesaba el barranco y siguió el sendero que conducía a la arboleda circular que, como si de una audiencia pagana se tratara, estaba encarada a la pantalla del autocine. Todo el mundo estaba allí abajo, junto a las escaleras que conducían a una puerta de uno de los lados de la pantalla: Karen Hughes no paraba de hacer fotos con su cámara; Whitey Powers estaba apoyado en la jamba de la puerta, miraba hacia el interior y tomaba notas; el ayudante del médico forense estaba arrodillado junto a Karen Hughes, y un pelotón entero de federales uniformados y de agentes de azul del Departamento de Policía de Boston circulaban en masa por detrás de ellos. Connolly y Souza examinaban algo que había en las escaleras y los jefazos – Frank Krauser, del DPB, y Martin Friel, de los estatales, oficial al mando de Sean- se hallaban de pié bajo la pantalla del escenario, hablando entre sí, con las cabezas muy juntas y algo inclinadas hacía delante.

Si el ayudante del médico forense decía que Katie había muerto en el parque, entonces estaría bajo la jurisdicción del estado, y Sean y Whitey tendrían que ocuparse del caso. La responsabilidad de decírselo a Jimmy recaería sobre Sean. También tendría que llegar a conocer a fondo, hasta llegar a obsesionarse, la vida de la víctima. Asimismo, Sean también sería el encargado de redactar el informe del caso y de hacer creer a la gente, como mínimo, que lo daba por concluido.

Sin embargo, el Departamento de Policía de Boston podía reclamar el caso. Friel era el que tenía autoridad para decidir si les pasaba el caso, no sólo porque el parque estuviera rodeado de terrenos municipales, sino también porque el primer intento de acabar con la vida de la víctima se había producido dentro de la jurisdicción civil. Sean estaba seguro de que ese caso llamaría la atención. Se había perpetrado un homicidio en un parque de la ciudad y, además, habían encontrado a la víctima cerca de un lugar que se estaba convirtiendo a toda velocidad en uno de los puntos más importantes de la cultura local y juvenil de la ciudad. Sin ningún motivo aparente. Sin ningún rastro del asesino, a no ser que se hubiera quitado la vida junto a Katie Marcus, lo cual parecía muy poco probable, ya que él ya se habría enterado. Sería un gran caso para los medios de comunicación, sin lugar a dudas, ya que no había habido casos similares en toda la ciudad en los dos últimos años. ¡Mierda! La prensa llenaría el parque hasta los topes.

Sean no lo deseaba, pero si la experiencia previa le servía de barómetro, eso quería decir que probablemente se lo asignarían. Bajó por una cuesta que se dirigía hacia la pantalla del autocine, con los ojos puestos en Krauser y Friel, intentando leer el veredicto por sus ligeros movimientos de cabeza. Si la que se encontraba allí era Katie Marcus, y Sean no tenía ninguna duda de ello, las marismas estallarían de ira. No pensaba en Jimmy, que se quedaría en un estado catatónico, sino en los hermanos Savage. En la Unidad de Delitos Mayores los expedientes de cada uno de aquellos cabronazos eran tan gruesos que no pasa han por una puerta. Y eso sólo hacía referencia a los delitos estatales. Sean conocía a tipos del Departamento de Policía de Boston que decían que un sábado por la noche sin que encerraran, como mínimo, a uno de los Savage, era como un eclipse solar: los demás policías tenían que comprobarlo por sí mismos porque no se lo creían.

En el escenario que había debajo de la pantalla, Krauser hizo un gesto de asentimiento y Friel volvió la cabeza y estuvo mirando a su alrededor hasta que encontró a Sean. En ese momento Sean supo que el caso era de él y de Whitey. Sean vio gotas de sangre en algunas hojas que conducían a la parte inferior de la pantalla, y unas cuantas más en las escaleras que llevaban a la puerta.

Connolly y Souza dejaron de observar las gotas de sangre de las escaleras, miraron a Sean con gesto ceñudo, y volvieron a examinar las grietas que había entre los escalones, Karen Hughes abandonó la posición de cuclillas y Sean oyó el zumbido de su cámara cuando apretó un botón con el dedo y el carrete se rebobinó hasta el final. Metió la mano en el bolso para sacar un carrete nuevo y abrió la parte trasera de la cámara de un golpe; Sean se percató de que el pelo rubio ceniza se le había oscurecido en la sien y en el flequillo. Le dirigió una mirada inexpresiva, dejó caer el carrete usado dentro del bolso y colocó el nuevo en la cámara.

Whitey estaba de rodillas junto al ayudante del médico forense y Sean oyó que decía «¿qué?», con un penetrante susurro.

– Lo que ha oído.

– Ahora está seguro, ¿verdad?

– No al cien por cien, pero casi.

– ¡Mierda!

Whitey se dio la vuelta al tiempo que Sean se acercaba, negó con la cabeza e hizo un gesto de asentimiento con el dedo pulgar al ayudante del forense.

Al subir las escaleras y colocarse tras ellos, Sean contempló el lugar con más claridad. Observó la puerta de entrada y el cadáver que estaba allí dentro, apretujado; entre pared y pared no debía de haber más de un metro de anchura y el cadáver estaba apoyado de espaldas contra la pared a su izquierda, con los pies levantados y empujando la pared de su derecha, por lo que la primera impresión que tuvo Sean fue la de ver un feto a través de la pantalla de un sonograma. El pie izquierdo estaba al descubierto y cubierto de barro. Lo que quedaba del calcetín le colgaba alrededor del tobillo, arrugado y rasgado. Llevaba un zapato negro sencillo y sin tacón, en el pie derecho, y estaba cubierto de barro seco. Incluso después de haber perdido un zapato en el jardín, había seguido con el otro puesto. Era muy probable que el asesino le hubiera ido pisando los talones todo el rato. Y aun así, había ido hasta allí para esconderse, lo que hacía pensar que debió de despistarle en algún momento a causa de algo que le hiciera reducir la marcha.

– Souza -gritó.

– ¿Sí?

– Llama a algunos policías para que vengan a examinar el camino que llega hasta aquí. Mirad entre los arbustos para ver si encontráis jirones de ropa, trozos de piel o cosas por el estilo.

– Ya tenemos a un tipo que se encarga de buscar huellas dactilares.

– Sí, pero necesitamos más gente. ¿Te encargas tú?

– De acuerdo.

Sean volvió a mirar el cadáver. Llevaba unos ligeros pantalones de color oscuro y una blusa azul marino con cuello ancho. La chaqueta era de color rojo y estaba rasgada. Sean se imaginó que era la ropa de fin de semana, ya que era demasiado bonita para llevarla a diario, si se tenía en cuenta que era una chica de las marismas. Esa noche habría ido a algún lugar bonito, quizá tenía una cita.

Y de alguna manera había acabado encajada en aquel pasillo estrecho; lo último que vio fueron las paredes mohosas, y con toda seguridad también fueron lo último que olió.

Parecía que hubiera llegado hasta allí para escapar de una lluvia roja, y, sin embargo, el aguacero le había cubierto el pelo y las mejillas, y le manchaban la ropa húmedas hileras de sangre. Tenía las rodillas apretadas contra el pecho, el codo derecho apoyado en la rodilla derecha, el puño apretado contra la oreja, por lo que, una vez más, a Sean le hizo pensar en una niña más que en una mujer, acurrucada e intentando mantener a raya algún estridente sonido. «Pare, pare -decía el cuerpo-. Pare, por favor.»

Whitey se apartó del camino y Sean se agachó junto a la puerta. A pesar de toda la sangre que le cubría el cuerpo, de los charcos que se habían formado debajo de éste y del moho de las paredes que había alrededor, Sean descubrió el perfume de Katie, muy fugazmente, algo dulce, algo sensual, un aroma muy ligero que le hizo recordar las citas y los coches oscuros de la época de instituto, el vacilante manoseo por encima de la ropa y el roce eléctrico de la carne. Por debajo de la lluvia roja, Sean vio que tenía varios morados oscuros en la muñeca, el antebrazo y los tobillos, y supo que en esos lugares la habían golpeado con algo.

– ¿Le pegaron?-preguntó Sean.

– Eso parece. Toda esa sangre de la cabeza fue causada por un corte en la coronilla. Es probable que el tipo acabara por romper lo que estaba usando para pegarla, al golpearla tan fuerte.

Apiladas al otro lado y llenando aquel estrecho pasillo de detrás de la pantalla, había unas plataformas de madera y lo que parecían accesorios de escenario: goletas de madera, pináculos de iglesias y el arco de lo que parecía una góndola veneciana. Era muy probable que no se hubiera podido mover. Una vez allí dentro, no tenía escapatoria. Si aquel que la perseguía la encontraba, no había duda de que iba a morir. Y la había encontrado.

El asesino le habría dado con la misma puerta al abrirla, y ella se habría acurrucado para proteger el cuerpo con lo único que tenía, sus propios miembros. Sean estiró el cuello y observó de cerca el puño cerrado y el rostro. También estaba cubierto de sangre, y tenía los ojos tan apretados como la muñeca, como si deseara que todo acabara; tenía los párpados cerrados, en un principio por el miedo, pero en ese momento por el rigor mortis.

– ¿Es ella? -le preguntó Whitey Powers.

– ¿Eh?

– ¿Es Katherine Marcus?

– Sí -respondió Sean.

Tenía una pequeña cicatriz curvilínea por debajo del lado derecho de la barbilla, que apenas era perceptible y que se había borrado con el tiempo, pero que todo el mundo percibía cuando veía a Katie por el barrio, ya que el resto de su cuerpo rozaba la perfección; su rostro era una magnífica réplica de la belleza oscura y angulosa de su madre combinada con el atractivo más ajado, los ojos claros y el pelo rubio de su padre.

– ¿Está seguro al cien por cien? -le preguntó el ayudante del médico forense.

– Al noventa y nueve por ciento -le respondió Sean-. Haremos que el padre la identifique en el depósito de cadáveres. Pero sí, es ella.

– ¿Le has visto la nuca?

Whitey se inclinó hacia delante y le levantó el pelo de los hombros con la ayuda de un bolígrafo.

Sean observó la nuca con atención y vio que le faltaba un trocito de la parte baja del cráneo, y que la nuca se había vuelto de un tono oscuro a causa de la sangre.

– ¿Me está intentando decir que le dispararon?

Miró al medico forense.

El tipo asintió y añadió.

– A mí me parece una herida de bala.

Sean se alejó del olor a perfume, a sangre, a cemento mohoso y a madera empapada. Por un instante deseó poder apartarle el puño cerrado de la oreja, como si al hacerlo pudiera conseguir que todos esos morados que veía, y los que estaba seguro que encontraría debajo de la ropa, pudieran evaporarse, y que la lluvia roja se evaporara desde su pelo y su cuerpo, y ella pudiera salir de aquella tumba, un poco aturdida, con los ojos cerrados por el sueño.

A su derecha, oyó un gran alboroto: los gritos al unísono del gentío, el crujido de la gente atravesando el parque, y los perros policía gruñendo y ladrando como locos. Cuando echó un vistazo, vio que Jimmy Marcus y Chuck Savage cruzaban a toda velocidad la arboleda que había en uno de los extremos del barranco, allí donde el parque se teñía de verde y estaba muy cuidado y hacía una ligera pendiente hacia la pantalla en la que las multitudes de verano extendían sus mantas y se sentaban para ver una representación.

Ocho policías uniformados y dos de paisano, como mínimo, se dirigieron hacia Jimmy y Chuck; a Chuck lo atraparon en aquel mismo momento, pero Jimmy era rápido y escurridizo, Se deslizó a través de la arboleda con una serie de giros veloces y aparentemente ilógicos que dejaron perplejos a sus perseguidores, y si no hubiera tropezado al bajar por la pendiente, habría conseguido llegar hasta Krauser y Friel sin que nadie lo detuviera.

Pero tropezó. El pie le resbaló a causa de la hierba mojada y sus ojos se encontraron con los de Sean en el preciso instante en que se daba un panzazo contra el suelo y sacudía la tierra con la mandíbula. Un agente joven, de cabeza cuadrada y cuerpo musculoso, se abalanzó encima de Jimmy como si fuera un trineo, y los dos cayeron unos cuantos metros pendiente abajo. El policía le colocó el brazo derecho tras la espalda y fue a por sus esposas.

Sean se subió al escenario y gritó:

– ¡Eh, eh! ¡Es el padre! ¡Suéltalo!

El poli joven le miró, irritado y cubierto de barro.

– Suéltalos -le ordenó Sean-. ¡A los dos!

Se dio la vuelta hacia la pantalla y fue en aquel momento cuando Jimmy pronunció su nombre, con voz ronca, como si los gritos de su cabeza hubieran encontrado las cuerdas vocales y las hubieran liberado:

– Sean

Sean se detuvo y se percató de que Friel le miraba.

– ¡Mírame, Sean!

Sean se dio la vuelta y vio a Jimmy arqueándose bajo el peso del poli joven, con una mancha oscura de tierra en la barbilla y briznas de hierba colgando de ella.

– ¿La has encontrado? ¿Es ella? -gritó Jimmy-. ¿Lo es?

Sean permaneció inmóvil, con los ojos clavados en los de Jimmy, sin apartarlos hasta que la nerviosa mirada de Jimmy vio lo que Sean había visto, hasta que se dio cuenta de que todo había acabado, que sus peores temores se habían cumplido.

Jimmy empezó a gritar y le salían de la boca borbotones de esputo. Otro policía bajó por la pendiente para ayudar al que sostenía a Jimmy, y Sean se alejó. El grito de Jimmy, profundo y gutural, rasgó el aire; no era ni agudo ni estridente, era como si un animal se percatara de su dolor por primera vez. Sean había oído los lamentos de los padres de las víctimas durante muchos años. Siempre tenían un aire de queja, una súplica para que Dios o la razón les contestara y les asegurara que todo había sido un sueño. Pero el grito de Jimmy no tenía nada de eso, sólo amor y rabia, a partes iguales, que asustaba a los pájaros de los árboles y que resonaba por todo el canal.

Sean regresó a la escena del crimen y se quedó mirando a Katie Marcus. Connolly, el agente más nuevo de la unidad, se acercó a él, y los dos contemplaron el cuerpo durante un rato sin pronunciar palabra; el grito de Jimmy Marcus se volvió más ronco y desgarrado, como si se tragase fragmentos de cristal cada vez que respiraba.

Sean observó a Katie, con el puño apretado a un lado de la cabeza y empapada de lluvia roja, el cuerpo y los puntales de madera que le habían impedido llegar hasta el otro lado.

A su derecha, a lo lejos, Jimmy seguía gritando mientras le arrastraban pendiente arriba, y un helicóptero cortaba el aire por encima del barranco a medida que lo sobrevolaba; el motor hizo un zumbido cuando dio la vuelta para acercarse a la orilla, y Sean se imaginó que debía de pertenecer a alguna cadena de televisión. No hacía tanto ruido como los helicópteros de la policía.

– ¿Había presenciado algo así con anterioridad? -le preguntó Connolly.

Sean se encogió de hombros. En realidad no importaba tanto. Llegaba un momento que uno ya dejaba de comparar.

– Quiero decir, esto es… -farfulló Connolly, intentando encontrar las palabras- esto es un tipo de… -apartó la mirada del cuerpo y se quedó mirando los árboles, con un aire de inocente inutilidad, como si estuviera a punto de hablar de nuevo.

Después cerró la boca, y al cabo de un rato cesó en el intento de dar con la palabra adecuada.