"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)15. UN TIPO PERFECTOEl lunes por la mañana, Celeste se encontraba en la cocina con su prima Annabeth, mientras la casa se llenaba de plañideros. Annabeth estaba de pie junto a los fogones, cocinando sin demasiada convicción en el momento en que Jimmy, recién salido de la ducha, asomaba la cabeza para preguntar si podía ayudar en algo. Cuando eran niñas, Celeste y Annabeth habían sido como hermanas. Annabeth había sido la única chica en una familia de varones, y Celeste era hija única de unos padres que no se soportaban; por lo tanto, habían pasado mucho tiempo juntas y, en la época del instituto, se llamaban por teléfono casi todas las noches. A lo largo de los años, esa situación había cambiado de forma casi imperceptible, a medida que el distanciamiento entre la madre de Celeste y el padre de Annabeth se hacía cada vez más patente; habían pasado de la cordialidad a la frialdad, y luego a la hostilidad. y en cierto modo, ese distanciamiento entre hermano y hermana había repercutido en sus hijas, hasta el punto en que llegó un momento en que Celeste y Annabeth sólo se veían por formalidad: en las bodas, en los nacimientos y posteriores bautizos, y de vez en cuando en navidades y en Semana Santa. Lo que más le dolía a Celeste es que aquello hubiera sucedido sin ningún motivo aparente, y le dolía que una relación, antes inquebrantable, pudiera debilitarse con tanta facilidad por el paso del tiempo, por problemas familiares y por los esfuerzos propios del crecimiento. Sin embargo, las cosas habían mejorado un poco desde que su madre muriera. El verano anterior, ella y Dave se habían reunido con Annabeth y Jímmy para comer y, durante el invierno, habían salido a cenar y a tomar algo un par de veces. Las conversaciones eran cada vez menos tensas y Celeste tenía la sensación de que los diez años de distanciamiento tocaban a su fin y encontraban un nombre: Rosemary. Annabeth había estado a su lado cuando Rosemary murió. Había ido a su casa cada mañana y se había quedado con ella hasta el anochecer durante tres días seguidos. Había cocinado, la había ayudado con los preparativos del funeral y le había hecho compañía mientras Celeste lloraba por la pérdida de una madre que, a pesar de que nunca le había demostrado mucho cariño, no dejaba de ser su madre. Y en ese momento Celeste estaba dispuesta a ayudar a Annabeth, una persona aparentemente muy independiente que para sorpresa de la mayoría de la gente, Celeste incluida, necesitaba apoyo. Estuvo junto a su prima; la dejaba cocinar, iba a buscarle la comida al frigorífico cuando ésta se lo pedía y contestaba casi todas las llamadas. Y allí estaba Jimmy; no habían pasado ni veinticuatro horas de la noticia de la muerte de su hija, y le preguntaba si necesitaba ayuda. Aún llevaba el pelo mojado y no se había acabado de peinar. La camisa, todavía húmeda, se le adhería al pecho. Iba descalzo, y el intenso dolor y la falta de sueño se manifestaban en las bolsas de debajo de sus ojos. Celeste no pudo evitar pensar: «¡Santo cielo, Jimmy! ¿Y tú, qué? ¿Alguna vez piensas en ti?». Todas esas personas que atestaban la casa en ese momento llenaban la sala de estar y el comedor, circulaban en masa por el vestíbulo, apilaban sus abrigos en las camas del dormitorio de Nadine y Sara, quería ocuparse de Jimmy, nunca se les habría ocurrido que él se ocupara de ellos. Era como si sólo él fuera capaz de explicarles esa broma brutal, de aliviar la angustia de sus cerebros y de echarles una mano cuando salieran del estado de shock y sus cuerpos se desmoronaran a causa de nuevas oleadas de dolor. Daba la impresión de que Jimmy dominaba la situación sin tener que hacer esfuerzo alguno; Celeste no cesaba de preguntarse si él se daba cuenta de eso, si era consciente de la carga que debía de ser para él, especialmente en momentos como aquéllos. – ¿Cómo dices? -dijo Annabeth, con los ojos clavados en el tocino que chisporroteaba en una sartén negra. – ¿Necesitas algo? -le preguntó-. Si quieres, puedo ocuparme un rato de la cocina. Annabeth, contemplando los fogones con una leve sonrisa, negó con la cabeza y respondió: – No, estoy bien. Jimmy miró a Celeste como si quisiera preguntarle: «¿Lo está de verdad?». Celeste asintió con la cabeza y añadió: – Jim, lo tenemos todo controlado. Jimmy volvió a mirar a su mujer y Celeste sintió el más tierno de los dolores en su mirada. También sintió que un fragmento del tamaño de una lágrima saltaba del corazón de Jimmy y le caía en el interior del pecho. Se inclinó hacia delante y, alargando la mano hacia los fogones, apartó una gota de sudor de la mejilla de Annabeth con el dedo índice. – ¡No! -exclamó Annabeth. – ¡Mírame! -le susurró Jimmy. Celeste pensó que debería salir de la cocina, pero temía que si lo hacía se quebrara algo entre su prima y Jimmy, algo demasiado frágil. – No puedo -contestó Annabeth-. Jimmy, si te miro, me desmoronaré, y no me lo puedo permitir con toda esta gente en casa. ¡Por favor! – De acuerdo, cariño. De acuerdo -dijo Jimmy, alejándose de los fogones. Annabeth, con la cabeza baja, musitó: – No quiero volver a perder la calma. – Lo comprendo. Por un momento, Celeste tuvo la sensación de que estaban desnudos ante ella, como si estuviera presenciando algo entre un hombre y su mujer que era tan íntimo como el hecho de hacer el amor. Se abrió la puerta del vestíbulo y el padre de Annabeth, Theo Savage, bajó por el pasillo con una caja de cerveza en cada hombro. Era un hombre enorme, un ser humano rubicundo y de mejillas caídas que se asemejaba a un oso, poseía una extraña elegancia de bailarín mientras intentaba recorrer el estrecho pasillo con las cajas de cerveza sobre los hombros de mástil de barco. A Celeste siempre le había llamado la atención que semejante mole hubiera engendrado a unos hijos tan enanos: Kevin y Chuck eran los únicos que habían heredado su altura y su tamaño, y Annabeth era la única hija que había heredado su elegancia física. – Las dejo detrás de ti, Jimmy -dijo Theo, y Jimmy se apartó mientras Theo lo rodeaba con delicadeza y entraba en la cocina. Saludó a Celeste rozándole la mejilla con los labios y con un «¿ Cómo estás, cariño?»; luego colocó ambas cajas en la mesa de la cocina y abrazó a su hija por el estómago, apoyándole la barbilla en el hombro. – ¿ Cómo lo llevas, cielo? – Hago lo que puedo, papá -respondió Annabeth. Le besó a un lado de la nuca, diciéndole «mi niña» y después, volviéndose hacia Jimmy, le dijo: – Si tienes alguna nevera portátil, podemos ir llenándola. Llenaron las neveras junto a la despensa y Celeste continuó desenvolviendo toda la comida que les habían llevado, cuando los amigos y la familia empezaron a regresar a la casa a primera hora de la mañana. Había de todo: pan irlandés hecho con levadura de bicarbonato, empanadas, cruasanes, bollos, pasteles y tres bandejas diferentes de ensalada de patata; bolsas enteras de panecillos, fuentes de carne fría, albóndigas con salsa en una descomunal cazuela de barro, dos jamones curados y un pavo enorme cubierto por un trozo arrugado de papel de aluminio. Annabeth no tenía por qué cocinar, todos los sabían, pero lo comprendían: necesitaba hacerlo. Así pues, preparó tocino, salchichas y dos sartenes enteras de huevos revueltos; Celeste llevó toda la comida a una mesa que habían colocado contra la pared del comedor. Se preguntaba si toda aquella comida era un intento de aliviar la pena que se sentía por los muertos, o si en cierta manera albergaban la esperanza de engullirse el dolor, hartarse hasta no poder más y hacerlo bajar con Coca-Colas y bebidas alcohólicas, con café y con té, hasta que todo el mundo estuviera tan lleno y tan hinchado que se quedara dormido. Eso era lo que se solía hacer en las reuniones tristes: en los velatorios, en los funerales, en las ceremonias conmemorativas y en eventos similares: uno comía, bebía y hablaba hasta que no podía comer, beber o hablar más. Divisó a Dave a través de la multitud de la sala de estar. Estaba sentado en el sofá junto a Kevin Savage y, aunque los dos hablaban, ninguno de los dos parecía ni muy animado ni muy cómodo; de hecho, ambos estaban sentados en los extremos del sofá y parecía una competición para ver quién iba a caerse antes. Celeste sintió una punzada de lástima por su marido: por ese mínimo, aunque siempre presente, aire de extrañeza que parecía cernir se sobre él de vez en cuando, especialmente entre aquella gente. Al fin y al cabo, todo el mundo le conocía. Todos sabían lo que le había sucedido cuando era niño, y aun cuando ellos pudieran vivir con ello y no juzgarle (y seguramente así era), Dave no acababa de conseguirlo, no era capaz de relajarse del todo cuando estaba rodeado de gente que le conocía de toda la vida. Cuando Celeste y él salían con pequeños grupos de amigos o de compañeros de trabajo que no fueran del barrio, Dave se sentía relajado y seguro de sí mismo, decía ocurrencias divertidas o hacía observaciones ingeniosas; en fin, se comportaba con tanta naturalidad como cualquier otra persona. (A sus compañeras de trabajo de la peluquería y a sus respectivos maridos Dave les caía muy bien.) Pero allí, en el lugar en el que había crecido y había echado raíces, siempre parecía quedarse un poco atrás en las conversaciones, no poder, seguir el ritmo de los demás, era siempre el último en entender un chiste. Intentó llamar su atención y sonreirle, para hacerle saber que mientras ella siguiera allí dentro no estaría solo. Pero un grupo de gente se detuvo bajo el arco abierto que separaba el comedor de la sala de estar, y Celeste lo perdió de vista. A menudo, era al estar rodeado de un grupo de gente cuando uno se daba cuenta de lo poco que veía o del poco tiempo importante que pasaba con la persona que amaba y con la que vivía. Aquella semana casi no había visto a Dave, a excepción del sábado por la noche en el suelo de la cocina después de que estuvieran a punto de atracarle. y casi no le había visto desde que Theo llamara el día anterior a las seis de la tarde para decirle: «Cariño, tengo malas noticias para ti. Katie está muerta». – No es posible, tío Theo -fue la primera reacción de Celeste. – Cielo, no sabes lo que me está costando decírtelo. Pero lo está. A la pobre chica la han asesinado. -¡Asesinado! – La encontraron muerta en el Pen Park. Celeste había echado un vistazo al televisor que había sobre la encimera de la cocina y había visto que era la noticia más importante del telediario de las seis; aún la estaban retransmitiendo en directo y desde la cámara del helicóptero se veía cómo las fuerzas policiales se reunían a un extremo de la pantalla del autocine. Los periodistas, que aún no sabían el nombre de la víctima, confirmaron que se había encontrado el cadáver de una mujer joven. Katie, no. No, no, no. Celeste había dicho a Theo que se dirigiría a casa de Annabeth de inmediato, y allí es donde había estado desde que la llamaran por teléfono, a excepción de una corta siesta que se había echado en su propia casa entre las tres y las seis de aquella misma mañana. y con todo, no se lo podía acabar de creer. Ni siquiera después de todo lo que había llorado con Annabeth, Nadine y Sara. Ni siquiera después de haber sostenido a Annabeth en el suelo de la sala de estar durante esos cinco minutos en que su prima no había dejado de temblar con violencia presa de fuertes espasmos. Ni siquiera después de haberse encontrado a Jimmy de pie en la oscuridad del dormitorio de Katie, con la almohada de su hija contra el rostro, sin llorar, sin hablar, sin hacer ningún tipo de ruido; estaba allí de pie con la almohada apretada contra la cara, aspirando el olor del pelo y de las mejillas de su hija, una y otra vez. Inspiraba, espiraba. Inspiraba, espiraba… Ni siquiera después de todo aquello se lo acababa de creer. Tenía la sensación de que Katie podría entrar por la puerta en cualquier momento y de que, plantándose en medio de la cocina, cogería un trozo de tocino de la bandeja del horno sin hacer ruido. Katie no podía estar muerta. Era imposible. Aunque sólo fuera por esa cosa, esa cosa ilógica clavada en el recoveco más oculto del cerebro de Celeste, esa cosa que había sentido al ver el coche de Katie en las noticias y que le hacía pensar, sin ningún tipo de lógica, que sangre equivalía a Dave. En ese momento sentía a Dave al otro lado de la multitud de la sala de estar. Sentía su soledad y sabía que su marido era un buen hombre. Con sus defectos, pero bueno. Ella le amaba, y si ella le amaba eso significaba que él era bueno, y si él era bueno, entonces la sangre del coche de Katie no podía guardar ninguna relación con la sangre que ella misma había limpiado de la ropa de Dave el sábado por la noche. Así pues, de algún modo, Katie aún debía de estar viva, porque todas las demás alternativas eran horripilantes. E ilógicas. Mientras se dirigía de nuevo hacia la cocina en busca de más comida, Celeste tenía la certeza de que eran completamente ilógicas. Estuvo a punto de toparse con Jimmy y su tío Theo que arrastraban una nevera por el suelo de la cocina en dirección al comedor; en el último instante, Theo se apartó de en medio y exclamó: – ¡Ten cuidado con esta mujer, Jimmy, pues va a toda prisa! Celeste sonrió con cierto recato, de la forma en que el tío Theo esperaba que las mujeres sonrieran, e intentó olvidarse de la sensación que siempre había tenido cuando el tío Theo la miraba, una sensación que experimentaba desde los doce años y que la provocaba el hecho de que él la mirara con demasiada atención. Arrastraron la enorme nevera hacia delante, y formaban una pareja muy extraña: Theo, coloradote, con un cuerpo y una voz potentes; Jimmy, tranquilo, de piel clara y tan carente de grasa o de cualquier indicio de exceso que siempre daba la impresión de que acababa de regresar de un campamento militar. Apartaron a la multitud que se arremolinaba junto a la puerta de la entrada a medida que colocaban la nevera al Iado de la mesa que habían apoyado contra la pared del comedor; Celeste se percató de que la sala entera se dio la vuelta para observar cómo la ponían bajo la mesa, como si la carga que compartían ya no fuera de repente una descomunal nevera de plástico duro de color rojo, sino la hija que Jimmy enterraría aquella misma semana, la hija que les había llevado a todos ellos hasta allí para verse, comer y ver si tendrían la valentía de pronunciar su nombre. La gente les observaba apila bar las neveras una junto a la otra y abrir camino entre la n1ultitud de la sala de estar y del comedor; Jimmy, que estaba comprensiblemente apagado, se detenía delante de cada uno de los invitados para darles las gracias con una emoción casi efusiva y con un buen apretón de manos; Theo seguía siendo aquel individuo tempestuoso que se regía por las fuerzas de la naturaleza; todos empezaron a comentar lo amigos que se habían hecho a lo largo de los años, al ver cómo se desplazaban a través del cuarto como si fueran un verdadero tándem padre-hijo. Cuando Jimmy se casó con Annabeth, nadie se lo podría ha ber llegado a imaginar. Por aquel entonces, Theo no era precisamente famoso por su amabilidad. Era un borracho y un alborotador; un hombre que para complementar los ingresos que hacía con el taxi de noche trabajaba como gorila en un lugar peligroso, y realmente disfrutaba con su trabajo. Era sociable y sonreía a menudo, pero esos alegres apretones de manos siempre eran desafiantes, y su forma de reír tenía cierto aire de amenaza. En cambio, desde que saliera de Deer Island, Jimmy siempre se había comportado de un modo tranquilo y serio. Era amable, pero de forma reservada, y en las reuniones siempre tendía a quedarse en un rincón. Era el tipo de hombre que cuando decía algo, todo el mundo le escuchaba. Debido a que hablaba tan poco, uno acababa por preguntarse cuándo hablaría y, si lo hacía, qué diría. Theo era divertido, aunque no caía muy simpático. Jimmy caía muy bien, pero no era especialmente divertido. Lo último que la gente se habría podido imaginar es que esos dos se hicieran amigos. Pero ahí estaban: Theo observaba la espalda de Jimmy con mucha atención por si en cualquier momento perdía el equilibrio y hacía falta sostenerle, y así evitar que se diera de bruces en el suelo; de vez en cuando, Jimmy se detenía para decir algo al descomunal nervio que Theo tenía por oreja antes de seguir avanzando entre la multitud. Amigos Íntimos, decía la gente. Eso es lo que parecían, amigos Íntimos. Como ya se acercaba el mediodía, de hecho, eran las once, la mayoría de la gente que pasaba por la casa llevaba bebidas alcohólicas en vez de café, y carne en lugar de dulces. Cuando el frigorífico estuvo lleno, Jimmy y Theo Savage se fueron a buscar más neveras y más hielo al piso de la tercera planta, el que Val compartía con Chuck, Kevin, y la mujer de Nick, Elaine; ésta vestía de negro, bien porque se considerara viuda hasta que Nick saliera de la cárcel, o porque, según decían algunos, simplemente le gustaba el color negro. Theo y Jimmy encontraron dos neveras en la despensa de al lado de la secadora y varias bolsas de hielo en el congelador. Llenaron las neveras, tiraron las bolsas de plástico a la basura, y cuando ya estaban saliendo de la cocina Theo exclamó: – ¡Eh, espera un momento, Jim! Jimmy miró a su suegro. Theo, señalando una silla, le indicó: -Siéntate. Jimmy colocó la nevera junto a la silla, se sentó y esperó a que Theo iniciara la conversación. Theo Savage había criado a siete hijos en aquel mismo piso, un pequeño piso de tres habitaciones con suelos inclinados y ruidosas tuberías. Una vez, Theo contó a Jimmy que se imaginaba que eso quería decir que nunca más tendría que disculparse por nada en lo que le quedaba de vida. «Siete hijos -le había dicho a Jimmy-, con sólo dos años de diferencia entre ellos, gritando a todo pulmón en ese piso de mierda. La gente solía hablar de los encantos de la paternidad. Pero cuando yo llegaba a casa del trabajo y oía todo ese ruido, lo único que podía exclamar era: ¡Que me los muestren, joder! Yo nunca le ví el encanto, sólo tuve muchos dolores de cabeza. Muchísimos.» Jimmy sabía por Annabeth que cuando su padre llegaba a casa para encontrarse con esos dolores de cabeza, sólo se quedaba allí el rato que tardaba en comerse la cena; luego se marchaba de nuevo. y Theo había contado a Jimmy que nunca había perdido muchas horas de sueño por criar a sus hijos. Casi todos habían sido chicos y, según Theo, los chicos eran muy fáciles de criar; si uno les daba de comer, les enseñaba a pelear y a jugar a pelota, lo demás venía solo. Todos los mimos que necesitaban los obtenían de su madre, y sólo buscaban a su padre cuando necesitaban dinero para comprarse un coche o que alguien les pagara la fianza. Era a las hijas a las que uno acababa malcriando, había dicho a Jimmy. – ¿Es así cómo lo define? -preguntó Annabeth cuando Jimmy se lo contó. A Jimmy no le habría importado qué tipo de padre había sido Theo si éste no aprovechara cualquier oportunidad para echarles en cara, a él y a Annabeth, lo mal que lo hacían como padres, mientras les decía con una sonrisa y sin ningún ánimo de ofender, faltaría más, que él no permitiría que un hijo suyo siempre se saliera con la suya. Jimmy a menudo asentía, le daba las gracias y lo pasaba por alto. En aquel momento, mientras Theo se sentaba en una silla delante de él y miraba hacia el suelo, Jimmy descubría de nuevo ese brillo de hombre sabio en sus ojos. Al oír el clamor de pies y de voces procedentes del piso de abajo, le dedicó una triste sonrisa y dijo: – Parece ser que sólo ves a tu familia y a tus amigos en las bodas y en los velatorios. ¿No es así, Jim? – Así es -respondió Jimmy, intentando liberarse aún de la sensación que lo acompañaba desde las cuatro de la tarde del día anterior; la sensación de que su verdadero ser se cernía por encima de su cuerpo, flotando por el aire con movimientos algo frenéticos, intentando encontrar un camino de vuelta a su propia piel antes de que se cansara de todo ese aleteo, y cayera, como una piedra, dentro del negruzco centro de la tierra. Theo apoyó las manos sobre sus rodillas y se quedó mirando a Jimmy hasta que éste alzó la cabeza y le miró a los ojos. – ¿ Cómo lo llevas por el momento? Jimmy se encogió de hombros y respondió: – Aún no me lo acabo de creer. – Cuando lo hagas, será muy doloroso, Jim. – Ya me lo imagino. – Muchísimo. Yate lo aseguro yo. Jimmy volvió a encogerse de hombros y sintió cómo cierto indicio de emoción, ¿ de ira, tal vez?, brotaba desde la mismísima boca de su estómago. Eso era precisamente lo que más necesitaba en ese momento: que Theo Savage le hiciera un discurso apasionado sobre el dolor. ¡Mierda! Theo, inclinándose hacia delante, prosiguió: – Cuando se murió mi Janey, y que Dios la bendiga, Jim, tardé seis meses en recuperarme. Mi hermosa mujer estaba aquí y, de repente, al día siguiente había desaparecido -hizo castañetear sus gruesos dedos-. Ese día Dios ganó a un ángel y yo perdí a una santa. Pero, gracias a Dios, los hijos ya eran mayores. Lo que te quiero decir es que pude pasarme seis meses llorando su pérdida. Me pude permitir ese lujo. Sin embargo, Jim, tú no puedes. Theo se recostó en la silla y Jimmy volvió a notar esa sensación de burbujeo. Hacía más de diez años que Janey Savage había muerto, y Theo le había dado a la botella durante mucho más de seis meses. Más bien fueron dos años. Le había dado a la bebida casi toda la vida, pero cuando Janey murió, aún bebió mucho más. Cuando Janey vivía, le había prestado la misma atención que a un trozo de pan seco. Jimmy aguantaba a Theo porque no le quedaba más remedio; después de todo, era el padre de su mujer. Visto desde fuera, seguro que parecían amigos. Tal vez Theo pensara que lo fueran. Y la edad había enternecido a Theo hasta tal extremo que amaba a su hija abiertamente y malcriaba a sus nietos. Sin embargo, una cosa era no juzgar a un tipo por sus pecados pasados, y otra muy diferente era tener que aguantar sus canse] os. – ¿Entiendes lo que te quiero decir? -le preguntó Theo-. Asegúrate de que tu dolor no se convierta en indulgencia, Jim, y de que no te haga abandonar tus responsabilidades familiares. – Mis responsabilidades familiares -repitió Jimmy. – Sí, debes cuidar de mi hija y de esas pequeñas niñas. En este momento deben ser lo más importante para ti. – jAjá! -contestó Jimmy-. ¿Qué te ha hecho pensar que iba a olvidarme, Theo? – No he dicho que fueras a hacerlo, sino que podría pasarte. Eso es todo. Jimmy observó la rótula izquierda de Theo e, imaginándose que estallaba en un baño de sangre, dijo: -Theo. – Sí, Jim. Jimmy vio cómo la otra rótula saltaba por los aires y, dirigiendo la mirada hacia los codos, le preguntó: – ¿No crees que podríamos haber mantenido esta conversación un poco más adelante? – Es mucho mejor tenerla ahora. Theo se rió con su característica estridencia, aunque con cierto aire de advertencia. – ¿Mañana, por ejemplo? -Jimmy apartó la vista de los codos de Theo y la alzó hasta sus ojos-. ¿No crees que mañana habría estado bien, Theo? – ¿Qué te acabo de decir, Jimmy? -Theo se estaba enfadando. Era un hombre corpulento de temperamento violento; Jimmy era consciente de que eso asustaba a mucha gente, veía el miedo en los rostros de la calle, pero él se había acostumbrado a ello y lo había confundido por respeto-o Tal y como yo lo veo, no existe el momento ideal para mantener esta conversación, ¿no crees? Por lo tanto, he pensado que cuanto antes la tuviéramos, mejor. – Claro -asintió Jimmy-. Como has dicho antes, mucho mejor tenerla ahora, ¿ no es así? – Así es. Buen chico. -Theo le dio una palmadita en la rodilla y se puso en pie-o Lo superarás, Jimmy. Saldrás adelante. Será muy doloroso, pero lo conseguirás. Porque eres un hombre de verdad. El día de vuestra boda dije a Annabeth: «Cariño, te llevas a un auténtico hombre de la vieja escuela. Un tipo perfecto. Un campeón. Un tipo que…» – Como si la hubieran puesto en una bolsa -dijo Jimmy. – ¿ Cómo dices? Theo se lo quedó mirando. – Ésa es la sensación que tuve ayer por la noche cuando identifiqué a Katie en el depósito de cadáveres. Como si alguien la hubiera metido en una bolsa y la hubieran golpeado con un tubo de metal. – Sí, bien, no permitas que… – Ni siguiera hubiera podido ver de la raza que era, Theo. Podría haber sido negra, podría haber sido puertorriqueña, como su madre. Podría haber sido árabe. Sin embargo, no parecía blanca -Jimmy se contempló las manos, entrelazadas entre las rodillas, y se percató de unas manchas en el suelo de la cocina, una de color marrón, de mostaza' junto a su pie izquierdo, junto a la pata de la mesa-. Janey murió mientras dormía, Theo. Con el debido respeto y todo eso, pero es así. Se fue a dormir y nunca se despertó. De forma tranquila. – No es necesario hablar de Janey, ¿de acuerdo? – Sin embargo, a mi hija la han asesinado. No es lo mismo. Durante un momento, la cocina estuvo en silencio; en realidad, zumbaba de silencio, de ese modo peculiar en que suena un piso vacío cuando el de abajo está abarrotado de gente, y Jimmy se preguntaba si Theo sería lo bastante estúpido para continuar hablando. «Venga, Theo, di alguna tontería. Tengo el estado de ánimo perfecto para eso, como si necesitara librarme de esa sensación de burbujeo y pasársela a cualquier otra persona.» – Mira, lo comprendo -dijo Theo, y Jimmy dejó escapar un suspiro por la nariz-. Lo comprendo, Jim, pero no hace falta que… – ¿Qué? -preguntó Jimmy-. No hace falta que ¿qué? Alguien apuntó a mi hija con una pistola y le hizo saltar la cabeza por los aires, y tú te quieres asegurar de que, ¿de qué?, de que no olvide mis responsabilidades familiares. Dime, por favor. ¿Te he entendido bien? ¿Qué quieres? ¿ Seguir aquí jugando al gran patriarca? Theo bajó los ojos, respiró profundamente por la nariz y, con ambos puños apretados y flexionados, exclamó: – ¡No creo que me merezca esto! Jimmy se puso en pie y volvió a dejar la silla junto a la mesa de la cocina. Levantó una nevera del – Claro -respondió Theo. Dejó la silla donde estaba y levantó otra nevera del suelo-. De acuerdo, de acuerdo. Ha sido una mala idea intentar hablar contigo precisamente esta misma mañana. Aún no estás preparado, pero… – Theo. Déjalo. ¿Qué te parece si ya no dices nada más? ¿De acuerdo? Jimmy cogió la nevera y empezó a bajar por las escaleras. Se preguntó si habría herido Más tarde, cuando todo estaba más tranquilo, Jimmy salió al porche trasero y se sentó bajo la ropa que ondeaba. Desde el sábado por la tarde, de las cuerdas de tender extendidas a lo largo del porche. Se sentó allí al calor del sol, mientras un mono vaquero de Nadine se balanceaba a un lado y otro de su cabeza. Annabeth y las chicas habían llorado toda la noche, habían llenado la casa con sus llantos, y Jimmy pensó que se les uniría en cualquier momento. Sin embargo, no lo hizo. Había gritado en la colina cuando la mirada de Sean Devine le había indicado que su hija estaba muerta. Gritó hasta quedarse afónico. Pero aparte de eso, había sido incapaz de expresar ningún otro sentimiento. Así pues, se sentó en el porche, deseando que le llegaran las lágrimas. Se torturó a sí mismo con imágenes de Ka tie cuando era un bebé, de Katie al otro lado de la mesa descascarillada de Deer Island, de Katie llorando como una loca porque un día, seis meses después de que él saliera de la cárcel, quería dormir en sus brazos, mientras le preguntaba cuándo iba a regresar su madre. Vio a la pequeña Katie dando agudos gritos en la bañera, y a una Katie de ocho años regresando a casa de la escuela con su bicicleta. Vio a Katie sonriendo, a Katie haciendo pucheros, a Katie haciendo muecas de ira y de confusión mientras él la ayudaba a resolver una división muy larga sobre la mesa de la cocina. Vio a una Katie mayor sentada en el columpio de la parte trasera con Diane y Eve, ganduleando en un día de verano, todas ellas desgarbadas por la inminente adolescencia de los hierros correctores de los dientes, y de unas piernas que crecían tanto y a tal velocidad que nadie podía alcanzarla. Vio a Katie tumbada boca abajo en la cama y a Sara y Nadine subidas encima de ella. La vio con el vestido del baile de graduación del instituto. La vio sentada junto a él en el Grand Marquis, con la barbilla temblorosa, mientras se alejaba del bordillo el primer día que él le había enseñado a conducir. La vio gritando y caprichosa durante la adolescencia y, con todo, esas imágenes le parecieron de lo más entrañables y le cautivaron. La veía, la veía y la veía, pero era incapaz de llorar. «Ya llorarás -le susurró una voz tranquila en su interior-. Ahora estás en estado de shock.» «Sin embargo, ese estado ya se me está pasando -le respondió a la voz interna-. Ha comenzado a hacerlo en el preciso momento en que Theo ha empezado a importunarme en el piso de abajo.» «Y una vez que se te pase, serás capaz de sentir.» «Ya siento algo.» «El dolor -dijo la voz-. La pena.» «No es ni dolor ni pena; es rabia.» «También la sentirás, pero conseguirás dominarla.» «No quiero dominarla.» |
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