"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)

16. YO TAMBIÉN ESTOY ENCANTADO DE VOLVER A VERTE

Dave volvía de buscar a su hijo Michael del colegio cuando doblaron la esquina y vieron a Sean Devine y a otro tipo apoyados en el maletero de un sedán negro que estaba aparcado delante de la casa de los Boyle. El coche negro llevaba matrícula oficial y suficientes antenas adheridas al maletero para poder establecer conexión con Venus; Dave, a catorce metros de distancia, supo con una sola mirada que el compañero de Sean, al igual que éste, era un poli. Tenía esa barbilla ligeramente prominente tan propia de los policías, y una forma de apoyarse sobre los talones mientras se echaba ligeramente hacia delante que también era característica de los policías. Y si todo eso no bastaba para delatarle, el corte de pelo de infante de marina en un tipo de cuarenta y pocos años junto con las gafas de sol de aviador con montura dorada eran más que suficiente para ponerle en evidencia.

Dave tensó la mano con la que cogía a Michael, y tuvo la misma sensación en el pecho que si alguien hubiera puesto en remojo un cuchillo en agua helada y después le hubiera colocado el filo contra los pulmones. Estuvo a punto de detenerse, ya que sus pies se esforzaban en quedarse inmóviles sobre la acera, pero algo le hizo seguir avanzando, con la esperanza de dar una apariencia normal y espontánea. Sean volvió la cabeza hacia él, en un principio con ojos despreocupados e inexpresivos, que luego se estrecharon al reconocer a Dave y cruzarse sus miradas.

Ambos hombres sonrieron a la vez: Dave con la mejor de sus sonrisas y Sean, con una gran sonrisa. Dave se sorprendió al ver que el rostro de Sean pareciera expresar que estaba contento de verdad de volver a verle.

– Dave Boyle -dijo Sean, apartándose del coche con la mano extendida-. ¡Cuánto tiempo!

Dave le estrechó la mano y se sorprendió de nuevo al ver que Sean le daba una palmada en el hombro.

– Desde aquella vez que nos vimos en el Tap -afirmó Dave-. ¿Cuanto hace de eso, seis años?

– Sí, más o menos. ¡Tienes muy buen aspecto, hombre! -

– ¿Cómo te van las cosas, Sean?

Dave sentía una sensación de afecto que le recorría el cuerpo y que su cerebro le decía que debía evitar.

Pero ¿por qué? ¡Quedaba tan poca gente de los viejos tiempos! Y no sólo eran los antiguos clichés (cárcel, drogas o policías) los que se los habían llevado. Las afueras, al igual que otros estados, también habían traído a una buena cantidad de ellos; el aliciente de encajar con el resto de la humanidad, de convertirse en un gran país de jugadores de golf, de asiduos a los centros comerciales y de propietarios de pequeños negocios con mujeres rubias y grandes pantallas de televisión.

No, la verdad es que no quedaban muchos. Dave sintió una pizca de orgullo, de felicidad y de extraña aflicción mientras le daba la mano a Sean y recordaba aquel día en el andén del metro en el que Jimmy había saltado a los raíles del tren, y los sábados en general, aquella época en la que sentían que todo era posible.

– Muy bien -respondió Sean y, aunque lo dijo con convicción, Dave se percató de que algo diminuto le malograba la sonrisa-. ¿Y este quién es?

Sean se agachó junto a Michael.

– Es mi hijo -contestó Dave-. Michael.

– ¡Hola, Michael! Encantado de conocerte.

– iHola!

– Me llamo Sean. Tu padre y yo habíamos sido amigos hace un montón de años.

Dave se percató de que a Michael le complacía la voz de Sean. Sin lugar a dudas, Sean tenía una voz muy especial, parecida a la del tipo que hacía la voz en off de los avances cinematográficos de la temporada, y Michael se alegró al oirla, viendo la leyenda, tal vez, de su padre y de aquel desconocido alto y seguro de si mismo cuando eran niños y jugaban en las mismas calles, y con los mismos sueños que los de Milchael y sus amigos.

– Encantado de conocerle -dijo Michael.

– El placer es mío, Michael. -Sean estrechó la mano de Michael y después se levantó y miró a Dave-. ¡Un chico muy majo, Dave! ¿Cómo está Celeste?

– Muy bien.

Dave intentó recordar el nombre de la mujer con la que Sean se había casado, pero sólo recordaba que la había conocido en la universidad. ¿Laura? ¿Erin?

– Salúdala de mi parte, ¿quieres?

– Por supuesto. ¿Aún sigues en la policía estatal?

Dave entornó los ojos en el momento en que el sol salía de detrás de una nube y reverberaba con fuerza en el resplandeciente maletero negro del sedán oficial.

– Sí -contestó Sean-. De hecho, te presento al sargento Powers, Dave. Mi jefe. Del Departamento de Homicidios de la Policía del Estado.

Dave estrechó la mano del sargento Powers, y la palabra quedó entre ellos, flotando en el aire. Homicidio.

– ¿Cómo está?

– Bien, señor Boyle. ¿Y usted?

– Bien.

– Dave -dijo Sean-, si tienes un momento libre, nos encantaría hacerte un par de preguntas rápidas.

– Por supuesto. ¿Qué pasa?

– ¿Qué le parece si vamos dentro?

El sargento Powers inclinó la cabeza hacia la puerta principal de la casa de Dave.

– ¡Sí, claro! -Dave volvió a coger a Michael de la mano-. Síganme.

Cuando pasaban por delante de la casa de McAllister en dirección a las escaleras, Sean comentó:

– He oído decir que, incluso aquí, los precios del alquiler han subido mucho.

– Incluso aquí -repitió Dave-. Parece que quieran convertirlo en un barrio similar al de la colina, con una tienda de antigüedades en cada esquina.

– Si, la colina -dijo Sean con una risa sofocada- ¿Recuerdas la casa de mi padre? Ahora es un bloque de pisos.

– ¡No puede ser! -exclamó Dave-. ¡Con lo bonita que era!

– Evidentemente la vendió antes de que los precios se pusieran por las nubes.

– ¡Y ahora es un bloque de pisos! -se lamentó Dave, mientras la voz le resonaba en la estrecha escalera. Negó con la cabeza-. Estoy seguro de que los ejecutivos que lo compraron sacan por cada piso la misma cantidad por la que se la vendió tu padre.

– Sí, más o menos -respondió Sean-. Pero ¿qué se puede hacer?

– No lo sé. Pero debe de haber alguna manera de detener a esa gente. Devolverles al lugar que les corresponde a ellos y a sus malditos teléfonos móviles. Sean, el otro día un amigo mío me dijo: «Lo que este barrio necesita es una buena oleada de delitos, joder». -Dave se rió-. «Eso haría que los precios de compra, y con ello también los de alquiIer, volvieran al nivel que les pertenece.»

– Si siguen asesinando a chicas en el Pen Park, señor Boyle, es posible que su deseo se haga realidad -apuntó el sargento Powers.

– No es mi deseo en absoluto -replicó Dave.

– Ya me lo imagino -dijo el sargento Powers.

– Papá, has dicho la palabra esa que empieza por «j» -dijo Michael.

– Lo siento, Mike. No volverá a suceder -guiñó el ojo a Sean por encima del hombro mientras abría la puerta de la casa.

– ¿Está su mujer en casa, señor Boyle? -le preguntó el sargento Powers mientras entraban.

– ¿Eh? No, no está. Mike, ahora vete a hacer los deberes, ¿de acuerdo? De aquÍ a un rato tenemos que ir a casa del tío Jimmy y de la tía Annabeth.

– ¡Venga! Yo…

– Mike -repitió Dave mirando a su hijo-. Haz el favor de irte arriba. Estos hombres y yo tenemos que hablar.

Michael adoptó esa expresión de abandono que los niños suelen poner cada vez que se sienten excluidos de las conversaciones de los mayores; se dirigió hacia las escaleras, con los hombros caídos y arrastrando los pies como si tuviera bloques de hielo atados a los tobillos. Soltó el suspiro que había aprendido de su madre y comenzó a subir las escaleras.

– Debe ser algo generalizado -comentó el sargento powers mientras tomaba asiento en el sofá de la sala de estar.

– ¿El qué?

– Ese gesto de los hombros. Cuando tenía su edad, mi hijo solía hacer lo mismo cada vez que lo mandábamos a dormir.

– ¿De verdad? -exclamó Dave; luego se sentó en el canapé que había al otro lado de la mesa auxiliar.

Durante un minuto más o menos, Dave observó a Sean y al sargento Powers, mientras éstos le miraban a él; los tres tenían las cejas alzadas y estaban a la espera.

– ¿Te has enterado de lo de Katie Marcus? -le preguntó Sean.

– Por supuesto -contestó Dave-. Esta misma mañana he estado en su casa y Celeste aún está allí. ¡Santo cielo, Sean! ¿Qué puedo decir? Es el más terrible de los crímenes.

– Lo ha definido muy bien -apuntó el sargento Powers.

– ¿Ya han cogido al responsable? -preguntó Dave.

Se frotó el puño derecho hinchado con la palma de su mano izquierda, y al darse cuenta de lo que estaba haciendo, se inclinó hacia atrás y se metió ambas manos en los bolsillos, intentando parecer tranquilo.

– En ello estamos. No le quepa ninguna duda, señor Boyle.

– ¿Cómo lo lleva Jimmy? -preguntó Sean.

– Es difícil de decir.

Dave miró a Sean, contento de desviar la mirada de la del sargento Powers; había algo en el rostro de aquel hombre que no le gustaba: la forma que tenía de observar, como si pudiera verte las mentiras, todas y cada una de ellas desde la primera que uno había dicho en esta maldita vida.

– Ya sabes cómo es Jimmy -apuntó Dave.

– Realmente, no. Ya no lo sé.

– Bien, aún se lo guarda todo para él -dijo Dave-. No hay forma de adivinar lo que en realidad le pasa por la cabeza.

Sean hizo un gesto de asentimiento y añadió:

– El motivo de nuestra visita, Dave…

– La vi -declaró Dave-. No sé si lo sabíais.

Miró a Sean y éste separó las manos, expectante.

– La noche -prosiguió Dave-, supongo que fue la misma noche en que murió, la vi en el McGills.

Sean y el policia intercambiaron una mirada; luego Sean se inclinó hacia delante y, mirando a Dave con una expresión amistosa, le dijo:

– Sí, bien, Dave, en realidad eso es lo que nos ha traído hasta aquí. Tu nombre aparecía en la lista de gente que se encontraba esa noche en el McGills; nos la facilitó el camarero, que hizo un esfuerzo por recordar lo que había visto. Nos han dicho que Katie montó un buen espectáculo.

Dave asintió con la cabeza y dijo:

– Ella y una amiga suya se pusieron a bailar encima de la barra.

– Iban bastante borrachas, ¿no es verdad? -preguntó el policía.

– Sí, pero…

– Pero ¿qué?

– Era una borrachera inofensiva. Bailaban, pero no se estaban quitando la ropa ni nada de eso. No sé, supongo que con diecinueve años… ¿Entienden lo que les quiero decir?

– El hecho de que tuvieran diecinueve años y que les sirvieran en un bar implica que ese bar pierde el permiso de vender bebidas alcohólicas durante una temporada -dijo el sargento Powers.

– ¿Usted nunca lo hizo?

– ¿El qué?

– ¿Beber antes de los veintiuno?

El sargento Powers sonrió, y la sonrisa se quedó grabada en el cerebro de Dave de la misma forma que lo habían hecho sus ojos, como si cada milímetro de aquel tipo le estuviera escudriñando.

– ¿A qué hora cree que se marchó del McGills, señor Boyle?

Dave se encogió de hombros y respondió:

– A eso de la una.

El sargento Powers lo apuntó en la libreta que sostenía encima de las rodillas.

Dave miró a Sean.

– Sólo intentamos poner los puntos sobre las íes, Dave -aclaró Sean-. Estabas con Stanley Kemp, ¿no es así? ¿Stanley el Gigante?

– Así es.

– A propósito, ¿cómo está? Me han dicho que su hijo contrajo alguna especie de cáncer.

– Leucemia -contestó Dave-. Hará un par de años. Murió a los cuatro años de edad.

– ¡Qué horror! -exclamó Sean-. ¡Mierda! ¡Nunca se sabe! Es como si en un momento dado todo fuera viento en popa, y un minuto después, al doblar la esquina, uno pudiera contraer una extraña enfermedad en el pecho y morir cinco meses después. ¡Este mundo en el que vivimos!

– ¡Este mundo! -asintió Dave-. Sin embargo, Stan está bien, teniendo en cuenta las circunstancias. Tiene un buen trabajo en Edison. Y sigue jugando al croquet todos los martes y jueves por la noche para entrenarse para la Liga del Parque.

– ¿Aún sigue siendo tan malo jugando al ajedrez?

Sean soltó una risita.

– ¡Y mira que llega a darle a los codos! -exclamó Dave con una risa sofocada.

– ¿A qué hora dirías que las chicas se marcharon del bar? -le preguntó Sean, con los ecos de su risa resonando aún en al aire.

– No lo sé -contestó Dave-. Estaba finalizando el partido de los Sox.

– ¿Por qué Sean le había hecho esa pregunta en aquel preciso momento? Podría habérsela hecho de buen principio, pero había intentado tranquilizarle con toda la charla de Stanley el Gigante, ¿o no? O tal vez tan sólo había formulado la pregunta en el instante en que se le había ocurrido. Dave no estaba muy seguro del porqué. ¿Le consideraban sospechoso? ¿Le consideraban sospechoso de la muerte de Katie?

– Y el partido acabó muy tarde -añadió Sean-. En California.

– ¿Eh? Sí, a las once menos veinticinco aproximadamente. Diría que las chicas se marcharon unos quince minutos antes de que yo lo hiciera.

– Digamos que allá a la una menos cuarto -dijo el otro policía.

– Sí, creo que sí.

– ¿Tiene alguna idea de adónde pensaban ir?

Dave negó con la cabeza y contestó:

– Ya no las volví a ver.

– ¿Está seguro?

El bolígrafo del sargento Powers permanecía inmóvil por encima de la libreta que tenía apoyada en las rodillas.

Dave hizo un gesto de asentimiento y respondió:

– Del todo.

El sargento Powers garabateó algo en su libreta; el bolígrafo arañaba el papel como si fuera una pequeña zarpa.

Dave, ¿recuerdas haber visto a un tipo lanzando las llaves a otro?

– ¿Qué?

– A un tipo -repitió Sean, hojeando su propia libreta- llamado, ch…Joe Crosby. Sus amigos intentaron cogerle las llaves del coche. Se las lanzó a uno de ellos. Muy cabreado, ¿sabes? ¿Estabas allí cuando eso sucedió?

– No, ¿Por qué?

– Me parece una historia divertida -afirmó Sean-. Un tipo que intenta que no le quiten las llaves y va y se las tira a uno de ellos. Lógica propia de borracho, ¿no crees?

– Supongo.

– ¿No notaste nada raro esa noche?

– ¿Qué quieres decir?

– Pues, no sé, ¿había alguien en el bar que no mirara a las chicas con simpatía? Ya sabes a los tipos que me refiero: a esos que miran a las chicas jóvenes con una especie de odio oscuro, que aún siguen cabreados por haberse quedado en casa el día del baile del instituto, y que quince años después, se dan cuenta de que su vida sigue siendo una mierda. Esos que miran a las mujeres como si tuvieran la culpa de todo. ¿Sabes a qué tipo de hombres me refiero?

– Sí, claro. He conocido a unos cuantos.

– ¿Esa noche viste a algún tipo así en el bar?

– No. De todas maneras, casi todo el rato estuve mirando el partido, Sean. Hasta que las chicas no se subieron encima de la barra, ni siquiera me había percatado de que estaban allí.

Sean hizo un gesto de asentimiento.

– ¡Un buen partido! -exclamó el sargento Powers.

– Bien -añadió Dave-, contaban con Pedro. Si no llega a ser por su lanzamiento en el octavo, el equipo contrario se hubiera hecho con la pelota para el resto del partido,

– ¡Así es! ¡Realmente se merece el sueldo que gana!

– Es el mejor jugador del momento.

El sargento Powers se volvió hacia Sean y ambos se pusieron en pie a la vez.

– ¿Hemos acabado?

– Sí, señor Boyle. -Estrechó la mano de Dave-. Gracias por su colaboración, señor.

– Encantado de haberles podido ayudar.

– ¡Mierda! -exclamó el sargento Powers-. He olvidado preguntarle algo. ¿Adonde fue al salir del McGills, señor?

Las palabras le salieron de la boca antes de que pudiera detenerlas:

– Volví aquí.

– ¿A casa?

– Sí.

Dave mantuvo la mirada fija y la voz firme.

El sargento Powers abrió la libreta de nuevo y apuntó: «En casa alrdedord de la una y cuarto». Se volvió hacia Dave mientras lo anotaba.

– ¿Correcto?

– Sí, sí, más o menos.

– De acuerdo, señor Boyle. Gracias una vez más.

El sargento Powers se encaminó hacia las escaleras, pero Sean se detuvo junto a la puerta y le dijo:

– Me ha encantado volver a verte, Dave.

– A mí también -respondió Dave, intentando recordar qué era lo que le desagradaba tanto de Sean cuando eran niños; sin embargo, fue incapaz de conseguir una respuesta.

– Un día de estos deberíamos vernos para tomar una cerveza -sugirió Sean.

– Cuando quieras.

– Bien, pues, hasta entonces. Cuídate, Dave.

Se estrecharon la mano y Dave se esforzó por no hacer una mueca de dolor al sentir que le apretaban la mano hinchada.

– Tú también, Sean.

Sean empezó a bajar las escaleras mientras Dave permanecía en el rellano. Sean le saludó con la mano y Dave le devolvió el saludo, aunque sabía que Sean no podía verle.


Decidió tomarse una cerveza en la cocina antes de regresar a casa de Jimmy y de Annabeth. Albergaba la esperanza de que Michael, que con toda probabilidad habría oído a Sean y al otro policía marcharse, no bajará de inmediato, pues necesitaba unos minutos de tranquilidad, un poco de tiempo para poner sus ideas en orden. No estaba muy seguro de lo que acababa de ocurrir en la sala de estar. Por las preguntas que le habían hecho Sean y el otro poli, no tenía muy claro si le consideraban testigo o sospechoso, y al habérselas formulado de una forma tan casual no acababa de ver cuál era el verdadero motivo que les había llevado hasta allí. Esa duda le había dejado con un horroroso dolor de cabeza. Cuando Dave no estaba seguro de algo o cuando el suelo bajo sus pies le parecía movedizo e inestable, el cerebro se le solía dividir en dos mitades, como si se lo partieran con un trinchante. Eso le provocaba dolor de cabeza y, de vez en cuando, algo mucho peor.

Porque, a veces, Dave no era Dave. Era el chico. El chico que había escapado de los lobos. Y no sólo eso, sino el que había escapado de los lobos y que, además, se había convertido en un hombre. Y aquella criatura era muy diferente del Dave Boyle de siempre.

El chico que había escapado de los lobos era un animal de la noche que se desplazaba a través de los bosques, silencioso e invisible. Vivía en un mundo que los demás nunca veían ni reconocían ni querían saber que existía: un mundo que fluía cual corriente oscura junto al nuestro, un mundo de grillos y luciérnagas, que sólo se podía ver como un efímero destello por el rabillo del ojo, y que desaparecía en cuanto uno volvía la cabeza.

Ése era el mundo en el que Dave vivía casi todo el tiempo. No como Dave, sino como el niño que había escapado de los lobos. Y ese niño no había crecido bien. Se había vuelto más furioso y más paranoico, capaz de hacer cosas que el verdadero Dave ni siquiera habría podido imaginar. Por lo general, aquella criatura se limitaba a vivir en el mundo imaginario de Dave, un salvaje moviéndose a toda velocidad entre espesas hileras de árboles, y sólo en ocasionales destellos dejaba entre ver a los demás vislumbres de sí mismo; mientras permaneciera en el bosque de los sueños de Dave, era inofensivo.

Sin embargo, Dave había sufrido ataques de insomnio desde que era niño. Podían presentarse después de muchos meses de sueño tranquilo y, de repente, se encontraba otra vez en ese mundo agitado y desapacible del constante despertar y la falta de descanso. Después de unos cuantos días así, Dave comenzaba a ver cosas por el rabillo del ojo: casi siempre ratones, que pasaban como un rayo sobre las tablas del suelo y por encima de las mesas; otras veces, veía moscardones negros que doblaban rápidamente las esquinas y entraban como un rayo en las habitaciones. EI aire que le rodeaba estallaba inesperadamente y veía diminutas bolas de fuego luminoso. La gente empezaba a parecerle presuntuosa, y el niño cruzaba el umbral de su hosque imaginario para adentrarse en el mundo real. Por lo general, Dave era capaz de controlar a aquel niño, pero algunas veces le asustaba. El niño le gritaba al oído. El niño amenazaba con matar impúdicamente a través de la máscara que solía cubrir el rostro de Dave, y mostrarse tal como era ante los demás.

Hacía tres días que Dave no dormía muy bien. Se quedaba en la cama cada noche observando cómo dormía su mujer, mientras que el niño danzaba por su esponjoso tejido cerebral y rayos resplandecientes estallaban ante sus ojos.

«Lo único que necesito es poner en orden mis ideas -susurraba mientras tomaba un trago de cerveza-. Si lo consigo, todo irá bien- se decía a sí mismo mientras oía cómo Michael bajaba las escaleras. Sólo tengo que actuar con lógica, tranquilizarme, conseguir dormir bien y el niño regresará al bosque; la gente dejará de parecerme estúpida, los ratones regresarán a sus agujeros y los moscardones se iran tras ellos.»


Eran más de las cuatro cuando Dave y Michael regresaron a casa de Jimmy y Annabeth. Ya no había tanta gente y se respiraba cierta sensación de que las cosas se habían estancado: las bandejas casi vacías de donuts y de pasteles, el aire de la sala de estar en la que la gente había estado fumando todo el día, la muerte de Katie. Durante la mañana y las primeras horas de la tarde se había respirado un aire sosegado y coIectivo de amor y de dolor, pero cuando Dave regresó, se había convertido en algo más frío, en una especie de retraimiento tal vez, como si la gente empezara a irritarse por el rechinar continuo de las sillas y por las tristes despedidas del vestíbulo.

Según Celeste, Jimmy se había pasado casi toda la tarde en el porche trasero. Había entrado en casa unas cuantas veces para ver cómo estaba Annabeth y para recibir unos cuantos pésames más por la pérdida que había sufrido, pero tan pronto como podía se abría camino entre la multitud para regresar al porche; una vez fuera, se sentaba bajo la ropa que colgaba de la cuerda y que ya hacía rato que estaba seca y endurecida por el sol.

Dave preguntó a Annabeth si había algo que él pudiera hacer o si le podía ir a buscar alguna cosa, pero ella empezó a negar con la cabeza; Dave se dio cllenta de que había sido una estupidez preguntárselo. En el caso de que Annabeth necesitara algo, en la habitación había por lo menos diez personas, tal vez quince, a las que acudiría antes que a él; hizo un esfuerzo por recordarse a si mismo qué le había llevado hasta allí y por no sentirse molesto por ello. Dave se había dado cuenta de que, por lo general, no era el tipo de persona a la que la gente acudía cuando necesitaba ayuda. Algunas veces sentía que ni siquiera estaba en el mismo planeta y sabía, con un pesar profundo y resignado, que sería el tipo de hombre que flotaría hasta el fin de sus días sin que nadie contara con él.

Salió al porche con ese aire fantasmagórico. Se acercó a Jimmy por detrás y vio que éste estaba sentado en una vieja silla playera bajo la ropa ondulante. Jimmy ladeó un poco la cabeza al oír que Dave se acercaba.

– ¿Te molesto, Jim?

– ¡Dave! -Jimmy sonrió mientras Dave se colocaba delante de él-. ¡No, hombre, no! ¡Siéntate!

Dave se sentó sobre una cajón de plástico para guardar botellas de leche. Detrás de él, oía el ruido procedente de la casa: un zumbido de voces apenas perceptibles y el tintineo de la vajilla, el siseo de la vida.

– En todo el día no he tenido la oportunidad de hablar contigo -dijo Jimmy-. ¿Cómo estás?

– ¿Cómo estás tú? -preguntó Dave-. ¡Mierda!

Jimmy extendió los brazos por detrás de la cabeza, bostezó y respondíó:

– La gente no para de preguntármelo, ¿sabes? Supongo que es normal. -Bajó los brazos, se encogió de hombros y añadió-: Cambio de humor con mucha facilidad. En este preciso momento estoy bien; sin embargo, es bastante probable que de aquí a un rato ya no lo esté.

Volvió a encogerse de hombros, miró a Dave, y le preguntó:

– ¿Qué te ha pasado en la mano?

Dave la miró con atención. Había tenido todo el día para inventar una excusa, pero se había olvidado de hacerlo.

– ¡Ah! ¿Esto? Estaba ayudando a un colega a trasladar un sofá y me di un golpe contra la jamba de la puerta mientras lo subíamos por la escalera.

Jimmy ladeó la cabeza, fijó la mirada en los nudillos y en la piel amoratada en tre los dedos, y exclamó:

– ¡Ah, bien!

Dave notó que no se lo creía y pensó que necesitaba inventarse una mentira más convincente para la siguiente persona que se lo preguntara.

– ¡Algo de lo más tonto! -precisó Dave-. ¡Uno se puede hacer daño de tantas formas!

En ese momento Jimmy le estaba mirando fijamente a los ojos, sin pensar en la mano. Aflojando la tensión del rostro, le dijo:

– Estoy muy contento de volver a verte.

«¿De verdad?», estuvo a punto de decir Dave.

En los veinticinco años que hacía que conocía a Jimmy, no recordoba haber tenido nunca la sensación de que Jimmy estuviera contento de verle. Algunas veces, había notado que a Jimmy no le importaba verle, pero eso no era lo mismo. Incluso cuando sus vidas volvieran a encontrarse, al haberse casado con dos primas hermanas, Jimmy nunca le dio el más mínimo indicio de recordar que él y Dave habían sido algo más que conocidos. Después de un tiempo, Dave había empezado a aceptar como verdadera la versión que Jimmy tenía de su relación.

Jamás habían sido amigos. Nunca habían jugado al stickball [10] ni a dar patadas a las latas ni al póquer en la calle Rester. No habían pasado un año entero jugando todos los sábados con Sean Devine, haciendo batallitas en la cantera de grava de las afueras de Harvest, saltando de tejado en tejado en las naves industriales cercanas al Pope Park, viendo Tiburón en el cine Charles, acurrucados en los asientos y gritando. Nunca habían hecho derrapar la bicicleta juntos ni habían discutido por ver quién haría de Starsky o quién haría de Hutch, ni a quién le tocaba hacer de KoIchak en The Night Stalker [11]. Tampoco se habían estrellado con el trineo al bajar por Somerset Hill a toda pastilla durante los primeros días de la tormenta de nieve de 1975. Y el coche que olía a manzanas jamás se había detenido en la calle Gannon.

Con todo, ahí estaba Jimmy Marcus, el día después de encontrar muerta a su hija, diciéndole que estaba contento de volver a verlo; Dave sintió lo mismo que dos horas antes con Sean, que Jimmy decía la verdad.

– Yo también estoy encantado de volver a verte, Jim.

– ¿Cómo lo llevan nuestras chicas? -preguntó Jimmy, y esbozó una sonrisa traviesa que le llegó casi a los ojos.

– Supongo que están bien. ¿Dónde están Nadine y Sara?

– Con Theo. Da las gracias a Celeste de mi parte, ¿quieres? ¡No sé que habríamos hecho sin ella!

– Jimmy, no tienes por qué agradecerlo a nadie. Celeste y yo estamos encantados de poder echar una mano en todo lo que podamos.

– Ya lo sé. -Jimmy alargó la mano y le dio un apretón a Dave en el antebrazo-. Gracias.

En ese instante, Dave habría levantado una casa por Jimmy y la hahría sostenido con el pecho hasta que éste le dijera dónde la tenía que colocar.

Casi olvidó por qué había salido al porche: necesitaba contar a Jimmy que había visto a Katie el sábado por la noche en el McGills. Tenía la necesidad de contárselo antes de que pasara demasiado tiempo y de que Jimmy empezara a preguntarse por qué no se lo había dicho antes. Necesitaba contarlo a Jimmy antes de que éste se enterase por otra gente.

– ¿Sabes a quién he visto hoy?

– ¿A quién? -preguntó Jimmy.

– A Sean Devine -respondió Dave-. ¿Te acuerdas de él?

– ¡Claro! -exclamó Jimmy-. Aún guardo su guante.

– ¿Qué?

Jimmy hizo un gesto con la mano para quitarle importancia y añadió:

– Ahora es policía. De hecho, es el que se ocupa de investigar el… asunto de Katie. Bueno, es el que lleva el caso, como dicen ellos.

– Sí -asintió Dave-. Han pasado a verme.

– ¿De verdad? -preguntó Jimmy-. ¿Por qué ha ido a verte, Dave?

Dave, haciendo un esfuerzo para que pareciera natural y espontáneo, respondió:

– Porque me encontraba en el McGills el sábado por la noche. Katie estaba allí. Sean vio mi nombre en la lista de gente que había estado ese día en el bar.

– Katie estaba allí -repitió Jimmy, alejando la mirada y empequeñeciendo los ojos-. ¿Viste a Katie el sábado por la noche, Dave? ¿A mi Katie?

– Sí, Jim. Lo que te quiero decir es que yo estaba allí y ella también. Después se marchó con sus dos amigas y…

– ¿Con Diane y Eve?

– Sí, esas chicas con las que siempre salía. Se marcharon y eso fue todo.

– Eso fue todo -repitió Jimmy, con la mirada perdida.

– Bien, eso es todo lo que sé. Mi nombre aparecía en la lista.

– Sí, ya lo has dicho antes. -Jimmy sonrió, pero no a Dave, sino a algo que debía de haber visto al mirar a lo lejos-. Esa noche, ¿llegaste a hablar con ella?

– ¿Con Katie? No, Jim. Estaba viendo el partido con Stanley el Gigante. Sólo la saludé desde lejos y cuando volví a levantar la cabeza ya se había marchado.

Jimmy permaneció en silencio un momento, inspirando aire por la nariz y haciendo repetidos gestos de asentimiento con la cabeza. Al cabo de un rato, se volvió hacia Jimmy, le dedicó una pequeña sonrisa, y,dijo:

– Está bien.

– ¿El qué? -preguntó Dave.

– Estar aquí afuera sentado. Sentado sin hacer nada.

– ¿Sí?

– Sí, simplemente sentarse y observar al vecindario -manifestó Jimmy-. Uno se pasa la vida arriba y abajo a causa del trabajo, los hijos y todo lo demás y excepto cuando duermes, nunca tienes tiempo de bajar el ritmo. Por ejemplo, hoy, un día muy poco corriente, aún tengo que ocuparme de ciertos detalles. Tengo que llamar a Pete y a Sal y asegurarme de que van a encargarse de la tienda. Tengo que ocuparme de asear y vestir a las niñas cuando se despierten, vigilar que mi mujer no se venga abajo -le dedicó una sonrisa un tanto extraña y se inclinó hacia delante, balanceándose un poco, con las manos muy juntas-. Tengo que estrechar manos, aceptar pésames, hacer sitio en la nevera para toda esa comida y las cervezas, aguantar a mi suegro, y después tengo que llamar a la oficina del forense para saber cuándo nos entregarán el cadaver de mi hija, puesto que debo hacer los preparativos con la funeraria Reed y con el padre Vera de Santa Cecilia, encontrar a un proveedor para el velatorio y una sala para después del funeral y…

– Jimmy -sugirió Dave-, nosotros podemos encargarnos de algunas de esas cosas.

Sin embargo, Jimmy siguió hablando, como si Dave ni siquiera estuviera allí.

– … no puedo meter la pata, no puedo permitirme el lujo de cagarla, porque sería como si ella muriera de nuevo y, de aquí a diez años, lo único que la gente recordaría es que su funeral fue un desastre, y no puedo permitir que nadie se lleve esa impresión, ¿sabes?, porque si algo se puede decir de ella desde que tenía unos seis años, es que era muy aseada, que se ocupaba de su ropa; y sí, está bien, salir aquí afuera y quedarse sentado, sin hacer nada más que contemplar el barrio e Intentar pensar en algo relacionado con Katie que me haga llorar, porque, te juro, Dave, que el hecho de no haber llorado aún está empezando a mosquearme; se trata de mi propia hija y todavía no he sido capaz de llorar, joder.

– Jim.

– ¿Sí?

– Ahora estás llorando.

– ¡No me digas!

– ¡Tócate la cara y lo verás!

Jimmy lo hizo y notó las lágrimas que le bajaban por las mejillas. Apartó la mano y se quedó mirando los dedos húmedos un momento.

– ¡Vaya! -exclamó.

– ¿Quieres que te deje solo?

– No, Dave, no. Quédate un poco más conmigo, si te va bien.

– Claro que me va bien, Jim. ¡Faltaría más!