"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)

21. DUENDES

Dave estaba sentado en la sala de estar cuando Celeste regresó a casa. Sentado en una esquina del viejo sofá de piel con dos hileras de cervezas vacías junto al brazo del sillón, sosteniendo una cerveza llena en la mano, el mando a distancia sobre el muslo. Miraba una película en la que todo el mundo parecía gritar.

Celeste se quitó el abrigo en el vestíbulo y notó que el rostro de Dave se apagaba; los gritos se hicieron más altos y aterradores, se entremezclaban con efectos de sonido propios de Hollywood que imitaban el ruido de mesas al romperse y lo que sólo podía ser el estrujamiento de miembros.

– ¿Qué estás viendo? -le preguntó.

– Una película de vampiros -respondió, sin dejar de mirar la pantalla mientras se llevaba la Bud a los labios-. El jefe de los vampiros se está cargando a todos los asesinos de vampiros que habían asistido a una fiesta. Trabajan para el Vaticano.

– ¿Quiénes?

– Los asesinos de vampiros. ¡Joder! -exclamó Dave-. ¡Acaba de arrancarle la cabeza!

Celeste entró en la sala de estar, y miró la pantalla en el preciso instante en que un tipo vestido de negro sobrevolaba la habitación y cogía a una asustada mujer por el cuello y se lo partía.

– ¡Por el amor de Dios, Dave!

– ¡Está muy bien, porque ahora James Woods está cabreado!

– ¿ Quién es James Woods?

– El jefe de los asesinos de vampiros. Es un cabronazo.

En ese momento apareció en pantalla: James Woods con una chaqueta de cuero y unos vaqueros ceñidos; cogía una especie de ballesta y apuntaba al vampiro. Pero el vampiro era demasiado rápido. Lo lanzó de un lado a otro de la habitación como si fuera una polilla; luego, otro tipo entró corriendo en el cuarto y empezó a disparar al vampiro con una pistola automática. No pareció surtir mucho efecto, ya que de repente empezaron a correr por delante del vampiro, como si se hubieran olvidado de dónde estaban.

– ¿Es ése uno de los hermanos Baldwin? -preguntó Celeste. Se sentó en el brazo del sofá y apoyó la cabeza en la pared. -Sí, creo que sÍ.

– ¿Cuál?

– No lo sé. He perdido el hilo.

Celeste les vio atravesar a toda prisa una habitación de motel con tantos cadáveres que Celeste nunca se habría podido imaginar que cupieran en un espacio tan pequeño. Su marido exclamó:

– ¡El Vaticano tendrá que entrenar a otro equipo entero de asesinos!

– ¿Por qué el Vaticano se interesa otra vez por los vampiros?

Dave sonrió y la miró con aquel rostro de niño y los bonitos ojos que le caracterizaban.

– Representan una gran amenaza, cariño. Es bien sabido que roban cálices.

– ¡Roban cálices! -exclamó, sintiendo un deseo irresistible de sentarse junto a él y acariciarle el pelo, ya que no deseaba que aquella tonta discusión pusiera fin al día tan horrible que había pasado-. ¡No lo sabía!

– ¡Y tanto! ¡Son un gran problema! -respondió Dave, apurando la cerveza mientras James Woods, el hermano Baldwin y una chica con aspecto de drogadicta conducían una camioneta a toda velocidad por una carretera vacía con el vampiro pisándoles los talones-. ¿Dónde has estado?

– He ido a dejar el vestido a la funeraria.

– De eso hace horas -replicó Dave.

– Después pensé que necesitaba sentarme en algún sitio para pensar, ¿sabes?

– Pensar -repitió Dave-. ¡Claro, claro! -Se levantó del sofá, se fue a la cocina y abrió la nevera-. ¿Quieres una?

En realidad no la quería, pero contestó: -Sí, vale.

Dave regresó a la sala de estar y le dio la cerveza. Si Dave le abría la lata solía indicar que estaba de buen humor; sin embargo, en aquel momento Celeste no lo tenía muy claro: Dave le había abierto la lata, pero no sabía con certeza si era buena o mala señal.

– ¿En qué has estado pensando? -preguntó.

Al abrir su propia lata hizo mucho más ruido que el rechinar de neumáticos de la camioneta al volcar. -¡ Ya lo sabes!

– No, no lo sé, Celeste.

– En cosas -contestó, tomando un trago de cerveza-. En el día que he pasado, en la muerte de Katie, en Jimmy y Annabeth, y cosas por el estilo.

– Cosas por el estilo -repitió Dave-. ¿Sabes en lo que pensaba yo mientras traía a Michael a casa, Celeste? Pensaba en lo violento que debía de haber sido para él ver cómo su madre se marchaba sin decirle a nadie adónde iba ni cuándo regresaría. Pensé mucho en eso.

– Te lo acabo de decir, Dave.

– ¿El qué? -Se volvió hacia ella y le sonrió de nuevo, pero esa vez no había nada de infantil en la sonrisa-. ¿Qué me has dicho, Celeste? -Que tenía ganas de pensar. Siento mucho no haber llamado, pero estos dos últimos días han sido muy duros para mí. No me reconozco a mí misma.

– Nadie se reconoce a sí mismo.

– ¿Qué?

– En la película pasa lo mismo -apuntó Dave-. No saben ni quién es la gente de verdad ni quiénes son los vampiros. Ya lo he visto muchas veces. El hermano Baldwin ése acabará por enamorarse de la chica rubia, a pesar de que sabe que la han mordido. Ella se convertirá en vampiro, pero a él no le importa, ¿de acuerdo? Porque la ama, por muy vampiro que sea. Ella le chupará la sangre y lo convertirá en un muerto viviente. El vampirismo consiste en eso, Celeste: tiene su atractivo, por mucho que sepas que te matará, que condenará tu alma para la eternidad y que tendrás que pasarte el resto de tu vida mordiendo el cuello a la gente, escondiéndote del sol y de las brigadas del Vaticano. Quizá un día te despiertes y hayas olvidado en qué consiste ser humano. Si eso sucede, seguro que te acostumbras. Te han envenenado, pero ese veneno no es tan malo una vez que te has habituado a vivir con él. -Apoyó los pies en la mesa auxiliar y tomó un largo trago de cerveza-. De todos modos, eso es lo que pienso.

Celeste se quedó inmóvil, sentada en el brazo del sofá y observando a su marido.

– Dave, ¿de qué coño me estás hablando?

– De los vampiros, cariño. De los hombres lobo.

– ¿De los hombres lobo? Lo que dices no tiene ningún sentido.

– ¿Ah no? Piensas que maté a Katie, Celeste. Eso sí que tiene sentido, ¿verdad?

– Yo no… ¿Qué te ha hecho pensar eso? Manoseó la lata con los dedos y contestó:

– Antes de marcharte eras incapaz de mirarme a los ojos en la cocina de Jirnmy. Sostenías el vestido como si ella aún estuviera dentro y no te atrevías a mirarme. Empecé a pensar en ello. ¿Por qué motivo me rechazaba mi propia esposa? Entonces lo vi claro: Sean. Te dijo algo, ¿verdad? Sean y esa rata que tiene por compañero te han estado haciendo preguntas.

– No.

– ¿No? ¡No me lo creo!

A Celeste no le hacía ninguna gracia verlo tan tranquilo. Podría atribuirlo a la cerveza (Dave siempre había tenido borracheras muy tranquilas), pero en aquel momento había algo que no le acababa de gustar, la sensación de que algo le oprimía demasiado.

_. David…

– ¡Ahora vuelvo a ser «David»!

– … no pienso nada de eso. Tan sólo estoy confundida.

Ladeó la cabeza, la miró de nuevo y añadió:

– Pues saquémoslo todo, cariño. Una buena comunicación es lo más importante de una relación.

Tenía ciento cuarenta y siete dólares en la cartilla y un límite de quinientos dólares en la tarjeta de crédito, aunque ya se había gastado unos doscientos cincuenta. Aunque consiguiera sacar a Michael de allí, no llegarían muy lejos. Después de dos o tres noches en un motel, seguro que Dave les encontraría. Nunca había sido estúpido. Estaba convencida de que les encontraría.

La bolsa. Podría entregar la bolsa de basura a Sean Devine y él hallaría restos de sangre en la ropa de Dave. Había oído hablar de todos los avances que se habían llevado a cabo en las técnicas relacionadas con el ADN. Encontrarían la sangre de Katie en la ropa de Dave y le arrestarían.

– ¡Venga! -insistió Dave-. ¡Hablemos, cariño! ¡Aclaremos las cosas! Te lo digo en serio. Me gustaría disipar tus temores.

– No estoy asustada.

– Pues lo parece.

– No lo estoy.

– De acuerdo -quitó los pies de encima de la mesa-. Cuéntame lo que te preocupa, cielo.

– Estás borracho.

Dave asintió con la cabeza y añadió:

– Es verdad; sin embargo, eso no quiere decir que no pueda mantener una conversación.

En la televisión, el vampiro decapitaba de nuevo a otra persona, esta vez un cura.

– Sean no me preguntó nada -repuso Celeste-. Les oí hablar mientras tú ibas a por los cigarrillos de Annabeth. No sé qué les has contado, Dave, pero no se lo creen. Saben que estuviste en el Last Drop cuando estaban a punto de cerrar.

– ¿Qué más?

– Alguien vio nuestro coche en el aparcamiento a la hora en que Katie se marchó. Tampoco se creen la historia de cómo te lastimaste la mano.

Dave alzó la mano, la flexionó y dijo:

– ¿Eso es todo?

– Es todo lo que oí.

– ¿Y eso qué te ha hecho pensar?

Estuvo a punto de tocarle otra vez. Durante un momento, la amenaza parecía haberle abandonado el cuerpo y haber sido sustituida por una sensación de derrota. Lo notaba en sus hombros, en su espalda, y quería alargar los brazos y tocarle, pero se refrenó.

– Dave, cuéntales lo del atracador.

– El atracador.

– Sí. Tal vez te lleven a los tribunales. ¿Y qué? Eso es preferible a que te acusen de asesinato.

«Ahora es el momento -pensó-. Di que no lo hiciste. Di que nunca viste a Katie salir del Last Drop. Dilo, Dave.»

– Ya veo cómo te funciona la mente -espetó Dave-. De verdad que sí. Regresé a casa cubierto de sangre el mismo día que Katie fue asesinada. Por lo tanto, debo de haberla matado.

– ¿Y bien? -dijo Celeste de repente.

Dave dejó la cerveza sobre la mesa y empezó a reírse. Levantaba los pies del suelo, se apoyaba en los cojines del sofá y no paraba de reírse. Se reía como si le hubiera dado un ataque, cada vez que cogía aire para respirar se convertía en una sonora carcajada. Se reía tanto que las lágrimas le saltaban de los ojos y la parte superior del cuerpo le temblaba.

– Yo… yo… yo… -era incapaz de decirlo.

La risa se lo impedía. Las ganas de reírse no le abandonaban y un torrente de lágrimas le caía por las mejillas y por la boca abierta, burbujeando sobre sus labios.

Era oficial: Celeste no había estado tan asustada en toda su vida.

– ¡Ja, ja, ja, Henry! -exclamó, riéndose con menos intensidad.

– ¿Qué?

– Henry -repitió-. Henry y George, Celeste. Así se llamaban.

¿No te parece divertido? y déjame que te diga que George era curioso a más no poder. Henry, en cambio, era muy soso.

– ¿De qué estás hablando?

– De Henry y de George -respondió alegremente-. Te estoy hablando de Henry y de George. Me llevaron a dar una vuelta. Una vuelta que duró cuatro días. Y me encerraron en un sótano con suelo de piedra y tan sólo un saco de dormir viejo y agujereado. Y Celeste, te puedo asegurar que se lo pasaron muy bien. Entonces no fue nadie a ayudar al pobre Dave. Nadie hizo ningún esfuerzo por rescatar a Dave. Dave tuvo que imaginarse que aquello le estaba pasando a otra persona. Tuvo que hacerse tan fuerte mentalmente que el cerebro se le partió en dos. Eso es lo que hizo Dave: morir. No tengo ni idea de quién diablos es el niño que salió de aquel sótano; bueno, de hecho, soy yo, pero no cabe ninguna duda de que no es Dave. Dave está muerto.

Celeste se quedó sin habla. En ocho años, Dave nunca había hablado de lo que todo el mundo sabía que le había sucedido. Lo único que le había contado es que se encontraba jugando con Jimmy y Sean cuando se lo llevaron, y que había conseguido escapar. Nunca le había explicado nada más ni había oído pronunciar los nombres de esos tipos. Jamás le había dicho lo del saco de dormir. Era la primera vez que oía todo aquello. Era como si en ese preciso momento se despertaran del sueño que había sido su matrimonio para enfrentarse, en contra de su voluntad, con todos los razonamientos, medias mentiras, deseos ocultos y personalidades secretas sobre las que lo habían construido. Observando cómo se desmoronaba al darse cuenta de la aplastante verdad de que nunca se habían conocido, que tan sólo habían esperado llegar a conseguirlo algún día.

– La cuestión -dijo Dave- es que es lo mismo que te estaba diciendo sobre los vampiros, Celeste. Es lo mismo. Se trata de lo mismo, joder.

– ¿El qué? -susurró ella.

– Que no te puedes librar de eso. Una vez que está dentro, sigue ahí para siempre -miraba la mesita de nuevo y Celeste sentía cómo se iba alejando de ella.

Le acarició el brazo y le preguntó:

– Dave, ¿qué es de lo que no te puedes librar? ¿A qué te refieres con lo de lo mismo?

Dave le miró la mano como si estuviera a punto de clavarle los dientes con un gruñido y de arrancársela de la muñeca, y respondió:

– Ya no soy capaz de controlar mi mente, Celeste. Te advierto que ya no puedo fiarme de mi propia mente.

Apartó la mano y él sintió un hormigueo allí donde Celeste le había tocado.

Dave, vacilante, se puso en pie. Inclinó la cabeza y la miró como si no estuviera seguro de quién era y de cómo había ido a parar hasta su sofá. Se volvió hacia el televisor en el momento que James Woods disparaba la ballesta al pecho de alguien; luego, susurró:

– Cárgatelos a todos, asesino. Cárgatelos a todos.

Se volvió hacia Celeste, le dedicó una mueca de borracho y le anunció:

– Voy a salir.

– Muy bien -respondió ella.

– Voy a salir para pensar un rato.

– ¡Sí, claro! -exclamó ella.

– Cuando consiga aclararme las ideas volveré a sentirme bien. Sólo necesito pensar un poco.

Celeste no preguntó qué era lo que necesitaba aclarar.

– Entonces, hasta luego -dijo, y se encaminó hacia la puerta principal. La abrió y ya había cruzado el umbral cuando Celeste vio que asía la puerta con la mano y que asomaba la cabeza.

– A propósito, ya me he encargado de la basura -apuntó, mirándola fijamente desde la puerta.

– ¿Qué?

– De la bolsa de basura -respondió él-. De la bolsa donde metiste la ropa y todo lo demás. Hace un rato que me he deshecho de ella.

– ¡Ah! -exclamó, y volvió a tener ganas de vomitar.

– ¡Hasta luego!

– Sí -asintió Celeste mientras él desaparecía de su vista-. ¡Ya nos veremos!

Prestó atención a sus pisadas hasta que llegó al rellano de la planta baja. Oyó cómo crujía la puerta principal al abrirse y cómo Dave salía al porche y bajaba los escalones. Se asomó a la escalera que conducía al dormitorio de Michael y oyó que dormía profundamente. Después, se dirigió al cuarto de baño y vomitó.


No sabía dónde había aparcado Celeste el coche y era incapaz de encontrarlo. A veces, especialmente durante las tormentas de nieve, uno tenía que conducir ocho manzanas para encontrar un sitio donde aparcar; por lo tanto, Celeste bien podría haberlo aparcado en la colina, a pesar de que vio varios no muy lejos de su casa. De hecho, quizá no fuera tan importante, ya que, con toda probabilidad, estaba demasiado cansado para conducir y un buen paseo le ayudaría a serenarse.

Subió por la calle Crescent y cuando llegó a la avenida Buckingham~ giró a la izquierda, preguntándose qué demonios le habría pasado por la cabeza para intentar explicar cosas a Celeste. ¡Santo cielo, incluso había pronunciado aquellos nombres: Henry y George! ¡Incluso había hablado de hombres lobo! ¡Mierda!

Además, se lo había confirmado: la policía sospechaba de él. No había duda de que le vigilarían. Se había acabado lo de considerar a Sean como un viejo amigo al que hacía mucho tiempo que no veía. Eso se había acabado y Dave empezó a recordar lo que le desagradaba de Sean cuando eran niños: el aire de superioridad, aquella certeza de que siempre tenía razón, como todos los demás niños que eran lo bastante afortunados (y sólo se trataba de eso, de suerte) para tener padre y madre, una casa bonita, ropa nueva y material deportivo.

¡Que se fuera a la mierda! Sean, sus ojos, su voz, y el hecho de que a las mujeres se les cayeran las bragas al suelo cada vez que Sean entraba en una habitación. A la mierda con él y con su atractivo. A la mierda con esa pose de superioridad moral, con sus historias divertidas, con su pavoneo de poli y con el hecho de que su nombre apareciera en el periódico.

Él tampoco tenía nada de estúpido. Cuando se hubiera relajado, sería capaz de estar a la altura de las circunstancias. Sólo necesitaba aclararse las ideas, aunque ello implicara quitarse y volverse a poner la cabeza; si ése fuera el caso, ya encontraría él una manera de hacerlo.

El problema más grave que tenía en ese momento era que el chico que había escapado de los lobos y que había crecido estaba haciendo acto de presencia muy a menudo. Dave había albergado la esperanza de tranquilizarle con lo que había hecho el sábado por la noche. Pensaba que habría calmado a aquel desgraciado, que lo habría devuelto a las profundidades de la mente de Dave. Esa noche, el chico había querido sangre, había deseado causar dolor; por lo tanto, Dave se había visto obligado a hacerlo.

Al principio, no había sido nada importante, unos puñetazos y una patada, pero luego había perdido el control, y Dave había sentido cómo la rabia iba en aumento a medida que el chico se apoderaba de él. Y el chico era un cliente exigente: no estaba contento hasta que veía trozos de cerebro.

Pero cuando todo había acabado, el chico se retiró. Se marchó y dejó que Dave se encargara de arreglarlo todo. Dave lo había hecho. Además, había realizado un trabajo estupendo (quizá no tan bien como habría esperado, pero decididamente muy bueno). Lo había llevado a cabo para que el chico se mantuviera alejado una buena temporada.

No obstante, el chico era un gilipollas. Allí estaba el chico otra vez llamando a su puerta, diciendo a Dave que iba a salir, al margen de que éste estuviera preparado o no. «Tenemos trabajo, Dave.»

La avenida le parecía un poco borrosa, y se movía de un lado a otro mientras andaba, pero Dave sabía que no faltaba mucho para llegar al Last Drop. Se estaban acercando a esas calles de mierda llenas de tipos raros y prostitutas, en las que la gente estaba encantada de vender lo que a Dave le habían arrancado.

«Me lo arrancaron a mí -dijo el chico-. Tú ya has crecido. No intentes llevar mi cruz.»

Los niños eran los peores. Parecían duendes. Salían disparados de las puertas o de los chasis de coches abandonados y se ofrecían a chupártela. Por sólo veinte pavos podías follar con ellos. Estaban dispuestos a todo.

El más joven, el que Dave había visto el sábado por la noche, no debía de tener más de once años. Tenía cercos de mugre alrededor de los ojos y una piel muy pálida, y una enmarañada mata pelirroja que no hacía más que subrayar su apariencia de duende. Debería haber estado en casa viendo comedias, pero en vez de eso estaba en la calle, ofreciendo mamadas a tipos raros.

Dave le había visto desde el otro lado de la calle mientras salía del Last Drop y se acercaba al coche. El chaval estaba apoyado en una farola, fumándose un cigarrillo, y cuando sus miradas se encontraron, Dave lo sintió: la emoción, el deseo de fundirse con él, de coger al chico pelirrojo de la mano y de llevárselo a un sitio tranquilo. Dar rienda suelta a sus deseos sería muy fácil, relajante y agradable. Rendirse a lo que había sentido, como mínimo, en los últimos diez años.

«Sí -le había dicho el chico-. Hazlo.»

No obstante (y ése era el instante en que el cerebro de Dave siempre se partía en dos), en lo más profundo de su alma sabía que estaba a punto de cometer el peor de los pecados. Sabía que cruzaría una línea, por muy atrayente que fuera, de la que no habría retorno posible. Sabía que si la cruzaba, nunca jamás sería capaz de sentirse entero, y que ya se podría haber quedado en ese sótano con Henry y George para el resto de su vida. Se lo repetía a sí mismo en situaciones tentadoras: cuando pasaba por delante de paradas de autobuses escolares y de parques, y de piscinas en verano. Intentaba convencerse a sí mismo de que no se convertiría ni en Henry ni en George. Él era mucho mejor que ellos. Tenía un hijo y amaba a su mujer. Sería fuerte. Cada año que pasaba se lo tenía que repetir a sí mismo con más frecuencia.

Sin embargo, no le había servido de nada el sábado por la noche.

Nunca había sentido un deseo tan fuerte como el sábado. Además, había tenido la sensación de que el chico pelirrojo que estaba apoyado en la farola lo sabía. Le había sonreído tras el humo del cigarrillo, y Dave se había sentido atraído hacia la acera. Se sentía bajar descalzo por una pendiente de raso.

Al rato, un coche había aparcado al otro lado de la calle, y después de hablar un poco, el chaval, que había mirado a Dave con una expresión de lástima, se había subido al coche. Dave se había fijado en que el coche, un Cadillac a tonos azules y blancos, había avanzado por la avenida hasta llegar al aparcamiento del Last Drop. Dave entró en su propio coche, y el Cadillac se dirigió hacia la arboleda abandonada que se extendía a lo largo de la valla caída. El conductor apagó las luces, pero dejó el motor en marcha; el chico le había susurrado al oído:

Henry y George, Henry y George, Henry y George…

Esa noche, antes de llegar al Last Drop, Dave había dado media vuelta a pesar de que el chico gritaba. No paraba de gritar: «Yo soy tú, yo soy tú, yo soy tú…».

Dave ansiaba detenerse y llorar. Quería apoyar los brazos en la pared más cercana y sollozar, porque sabía que el chico tenía razón. El chico que había escapado de los lobos y había crecido se había convertido en un lobo. Se había convertido en Dave.

Dave el Lobo.

Debía de haber sucedido recientemente, ya que Dave no recordaba ningún movimiento brusco del cuerpo que hubiera hecho que su alma se desvaneciera para dejar sitio libre a aquella nueva entidad. Sin embargo, había sucedido. Con toda probabilidad, mientras dormía.

No obstante, era incapaz de detenerse. Ese trozo de avenida era demasiado peligroso, y era muy probable que estuviera repleta de yanquis que verían a Dave, borracho como estaba, como una presa fácil. Sin ir más lejos, delante de sus mismas narices había un coche que avanzaba poco a poco, observándole, esperando a que exhalara olor a víctima.

Respiró profundamente y enderezó el paso, concentrándose en dar una apariencia de seguridad y frialdad. Alzó levemente los hombros, puso una mirada de «que te jodan», y se fue por el mismo camino por el que había ido, de vuelta hacia casa, sin sentirse más despejado, ya que el chico no cesaba de gritarle al oído; Dave decidió no hacerle caso. Eso sí que lo podía hacer. Era fuerte. Era Dave el Lobo.

En realidad, el chico sí bajó el tono de voz. Se volvió más familiar a medida que atravesaba las marismas para volver a casa.

«Yo soy tú -le dijo el chico en un tono amistoso-. Yo soy tú.»


Celeste, al salir de casa con Michael medio dormido en el hombro, vio que Dave se había llevado el coche. Lo había aparcado a media manzana de allí, sorprendida de conseguir un sitio donde aparcar a esas horas de la noche de un día laborable, pero en ese momento había un jeep azul en su lugar.

Eso no lo tenía previsto. Había planeado sentar a Michael en el asiento de copiloto, las bolsas en el de atrás y conducir los cuatro kilómetros que la separaban del motel Econo de la autopista.

– ¡Mierda! -exclamó en voz alta, reprimiendo el deseo de gritar.

– ¿Mamá? -musitó Michael.

– Todo va bien, Mike.

Y quizá fuera así, porque levantó los ojos y vio un taxi que doblaba la esquina de la calle Perthshire en dirección a la avenida Buckingham. Celeste alzó la mano con la que sostenía la bolsa de Michael, y el taxi se detuvo ante ella. Celeste pensó que bien podía permitirse el lujo de gastarse los seis dólares que le iba a costar el trayecto hasta el motel. Estaba dispuesta a gastarse cien dólares, si con ello conseguía salir de allí, e irse lo bastante lejos para reflexionar sin tener que estar pendiente del pomo de la puerta y de si regresaba el hombre que ya había decidido que ella era una vampira, merecedora tan sólo de que le clavaran una estaca en el corazón y una decapitación rápida para asegurarse.

– ¿Adónde se dirige? -preguntó el taxista mientras Celeste dejaba as bolsas en el asiento y se sentaba junto a ellas con Michael en el hombro.

«A cualquier parte -le quería decir-. A cualquier parte menos aquí.»