"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)
IV. ABURGUESAMIENTO 22. EL PEZ CAZADOR
– ¡Que te has llevado su coche! -exclamó Sean.
– Sólo ordené que lo hicieran -respondió Whitey-. No es lo mismo.
Mientras se alejaban del tráfico de la hora punta de la mañana y se dirigían hacia la rampa de salida de East Buckingham, Sean le preguntó:
– ¿Con qué pretexto?
– Con el de que estaba abandonado -contestó Whitey, silbando alegremente mientras doblaba la esquina de la calle Roseclair.
– ¿Dónde? -preguntó Sean-. ¿Delante de su casa?
– ¡No! -exclamó Whitey-. Encontraron el coche en la alameda de Rome Basin. Por suerte, dicha alameda se encuentra bajo jurisdicción estatal, ¿no es verdad? Según parece, alguien lo robó, fue a dar una vuelta, y luego lo abandonó. Esas cosas pasan muy a menudo, ¿sabes?
Esa mañana, Sean se había despertado de un sueño en el que sostenía a su hija en brazos y había pronunciado su nombre, a pesar de que no lo sabía, y no podía recordar lo que había dicho en el sueño; por lo tanto, aún se sentía un poco confuso.
– Hemos encontrado sangre -declaró Whitey.
– ¿Dónde?
– En el asiento delantero del coche de Boyle.
– ¿Cuánta?
Whitey, separando un poco el dedo pulgar del índice, contestó:
– Un poco, pero hemos encontrado más en el maletero.
– En el maletero -repitió Sean.
– En efecto, ahí hemos encontrado mucha.
– ¿Y bien?
– Pues que está en el laboratorio.
– No -replicó Sean-, lo que te quiero decir es qué pasa si han encontrado sangre en el maletero. A Katie Marcus nunca la pusieron en ningún maletero.
– Sí, claro, eso dificulta las cosas.
– Sargento, le reprenderán por haber examinado el coche.
– No.
– ¿No?
– El coche fue robado y abandonado bajo jurisdicción estatal. Lo hice puramente por motivos del seguro y, además, podría añadir que, para mayor beneficio del propietario…
– Ha llevado a cabo una investigación y ha redactado un informe.
– ¡Qué rápido eres, chico!
Aparcaron delante de la casa de Dave Boyle. Whitey apagó el motor y dijo:
– Tengo suficientes pruebas para llevarlo a comisaría e interrogarlo. En este momento es lo único que quiero.
Sean asintió con la cabeza, a sabiendas que era inútil tratar de discutir con él. Whitey se había convertido en sargento del Departamento de Homicidios a causa de su incansable tenacidad con respecto a sus corazonadas. Uno no tenía más remedio que soportarlas.
– ¿Qué han dicho los de Balística? -preguntó Sean.
– Los resultados también son un tanto extraños -contestó Whitey mientras observaban la casa de Dave desde el coche, ya que el sargento no parecía tener ninguna prisa en salir de allí-. La pistola era una Smith del 38, tal y como nos habíamos imaginado. Era parte del armamento que le robaron a un traficante de armas de New Hampshire en el ochenta y uno. La misma pistola que mató a Katherine Marcus fue utilizada en un atraco que se produjo en una tienda de licores en el ochenta y dos. Aquí mismo en Buckingham.
– ¿En las marismas?
Whitey negó con la cabeza y añadió:
– En Roman Basin, en un lugar llamado Looney Liquors. Lo atracaron dos hombres y ambos llevaban caretas de goma. Entraron por la puerta trasera después de que el propietario cerrara las puertas de delante, y el primer tipo que entró disparó una bala de aviso que atravesó una botella de whisky de centeno y quedó incrustada en la pared. El robo se produjo sin ningún otro altercado, pero recuperaron la bala. Los de Balística han verificado que procedía de la misma pistola que mató a Katie Marcus.
– Eso cambia el rumbo de la investigación, ¿no crees? -insinuó Sean-. En el ochenta y dos Dave tenía diecisiete años y acababa de empezar a trabajar para Raytheon. No creo que por aquel entonces se dedicara a atracar tiendas.
– Eso no implica que la pistola hubiera podido caer en sus manos. ¡Joder, tío, ya sabes con qué facilidad pasa de un lado a otro! -Whitey no parecía tan seguro como la noche anterior-. ¡Vamos a por él! -abrió la puerta del coche de golpe.
Sean salió del coche y ambos se encaminaron hacia la casa de Dave; Whitey manoseaba las esposas que le colgaban de la cadera como si albergara la esperanza de encontrar una excusa para poder usarlas.
Jimmy aparcó el coche y atravesó el aparcamiento de alquitrán descascarillado con una bandeja de cartón repleta de tazas de café y una bolsa de donuts, en dirección al río Mystic. Los coches pasaban a toda velocidad entre las arcadas metálicas del puente Tobin. Katie estaba arrodillada junto a la orilla con Ray Harris, y los dos observaban el río de cerca. Dave Boyle también estaba allí, con la mano tan hinchada que parecía un guante de boxeo. Dave estaba sentado en una tumbona junto a Celeste y Annabeth. Celeste tenía una especie de cremallera en la boca y Annabeth fumaba dos cigarrillos a la vez. Los tres llevaban gafas de sol negras y ninguno miraba a Jimmy. Miraban fijamente la cara inferior del puente, y despedían cierto aire que parecía indicar que preferirían que nadie les molestara y que les dejaran solos en las tumbonas.
Jimmy dejó el café y los donuts junto a Katie y se arrodilló entre ella y Ray Harris. Miró el agua y vio su reflejo, y también el de Katie y el de Ray mientras se volvían hacia él. Ray sujetaba un gran pez rojo, todavía vivo, entre los dientes.
– Se me ha caído el vestido al río -dijo Katie.
– Pues no lo veo -repuso Jimmy.
El pez se soltó de los dientes de Ray Harris y cayó al agua; se veía alejarse sobre la superficie del agua.
– Él lo cogerá. Es un pez cazador -afirmó Katie.
– Tenía sabor a pollo -añadió Ray.
Jimmy sintió la cálida mano de Katie en su espalda, y luego sintió la de Ray en la nuca.
– ¿Por qué no vas a buscarlo, papá? -le sugirió Katie.
Le empujaron hasta el agua y Jimmy vio cómo el agua negra y el pez se alzaban para darle la bienvenida; Jimmy sabía que iba a ahogarse. Abrió la boca para gritar y el pez se le metió dentro, impidiéndole respirar, y cuando su rostro se sumergió en el agua, ésta le pareció pintura negra.
Abrió los ojos, volvió la cabeza y vio que el reloj marcaba las siete y dieciséis minutos; ni siquiera recordaba haberse metido en la cama. Sin embargo, debía de haberlo hecho, porque ahí estaba él, con Annabeth durmiendo a su lado. Se despertó pensando en el nuevo día y en que tenía que pasar a recoger una lápida en menos de una hora, mientras Ray Harris y el río Mystic seguían llamando a su puerta.
La clave de un buen interrogatorio estaba en conseguir el máximo de tiempo antes de que el sospechoso solicitara la presencia de su abogado. En los casos difíciles (los de traficantes, violadores, motoristas y mafiosos), siempre pedían un abogado sin deliberación. Podías hacerles algunas preguntas, intentar ponerles nerviosos antes de que se presentara el abogado, pero por lo general, tenías que basarte en pruebas para poder llevar el caso. Sean casi nunca había sacado nada de llevarse a uno de esos tipos duros a la comisaría.
En cambio, cuando tratabas con ciudadanos normales y corrientes o con delincuentes aficionados, siempre acababas por resolver los casos durante el interrogatorio. El caso de «violencia en la carretera», hasta entonces el más importante de Sean, se había resuelto de aquel modo. En las afueras de Middlesex, un tipo regresaba a casa una noche, y el neumático delantero de la derecha salió disparado de su coche deportivo cuando iba a ciento treinta kilómetros por hora. El neumático se soltó y siguió rodando por la autopista. El deportivo dio nueve o diez vueltas de campana y el tipo, Edwin Hurka, murió en el acto.
Resultó que las tuercas de los neumáticos delanteros estaban sueltas. Creían que se trataba de un caso de homicidio involuntario, ya que casi todo el mundo pensaba que había sido un error del mecánico; Sean y su compañero, Adolph, averiguaron que la víctima se había hecho cambiar los neumáticos unas cuantas semanas antes del accidente. Sin embargo, Sean había encontrado un trozo de papel en la guantera del coche que le preocupaba. Era el número de una matrícula apuntado con prisas, y cuando Sean lo verificó en el ordenador del Registro de Vehículos, vio que pertenecía a un tal Alan Barnes. Sean se había presentado en casa de Barnes, y le había preguntado al tipo que había abierto la puerta si él era Alan Barnes. El hombre, que estaba muy nervioso, le había preguntado: «Sí, ¿por qué?». Y Sean, sintiendo su nerviosismo, le había dicho: «Me gustaría hablar con usted sobre unas tuercas».
Barnes se desmoronó allí mismo. Contó a Sean que sólo tenía la intención de hacer un pequeño estropicio en el coche, que lo único que quería era asustarle; una semana antes habían discutido en el carril que conducía al túnel del aeropuerto, y Barnes estaba tan enfadado al final de la discusión que se había quedado atrás, había faltado a su cita, y había seguido a Edwin Hurka hasta su casa, y antes de manipular los neumáticos, había esperado a que Hurka hubiera apagado todas las luces de su casa.
La gente era estúpida. Se mataba por las cosas más tontas, esperaban a que los pillaran, y se declaraban inocentes en el tribunal después de entregar a la policía una confesión firmada de cuatro páginas. La mejor arma de la policía era saber hasta qué punto eran estúpidos. Dejarles hablar. Siempre. Dejar que se explicaran. Dejarles confesar su culpa mientras uno les iba ofreciendo tazas de café y las bobinas de la grabadora seguían girando.
Cuando pedían un abogado (el ciudadano medio casi siempre lo pedía), uno fruncía el entrecejo y les preguntaba si estaban seguros de que si era aquello lo que querían en realidad; luego uno dejaba que las vibraciones negativas llenaran la sala hasta que decidieran que querían ser todos amigos; con eso quizá hablaran un poco más antes de que llegara el abogado y estropeara la disposición de ánimo.
Sin embargo, Dave no solicitó la presencia de un abogado. Ni una sola vez. Se sentó en una silla que chirriaba cada vez que se inclinaba hacia atrás. Parecía tener resaca, y estar enfadado y molesto, especialmente con Sean, aunque no parecía ni asustado ni nervioso; Sean se daba cuenta de que Whitey empezaba a ponerse tenso.
– Mire, señor Boyle -apuntó Whitey-, sabemos que se marchó del McGills antes de lo que nos dijo. Sabemos que media hora más tarde se encontraba en el aparcamiento del Last Drop, a la misma hora en que se marchó Katie Marcus. Y estamos totalmente seguros de que no se lastimó la mano contra una pared mientras jugaba una partida de billar.
Dave soltó un gemido y les sugirió:
– ¿Por qué no me traen un Sprite o algo así?
– Enseguida -respondió Whitey por cuarta vez en la media hora que llevaban allí-. Cuéntenos lo que sucedió aquella noche, señor Boyle.
– Ya lo he hecho.
– Nos ha mentido.
Dave se encogió de hombros y exclamó:
– ¡Si es eso lo que creen!
– No -replicó Whitey-. Son los hechos. No nos dijo la verdad respecto a la hora en que se marchó del McGills. El maldito reloj dejó de funcionar cinco minutos antes de la hora que nos dijo que se había marchado, señor Boyle.
– ¿Cinco minutos enteros?
– ¿Cree que esto es divertido?
Dave se reclinó en la silla y Sean esperó oír el crujido que emitía antes de doblarse, pero no lo oyó, ya que Dave no se apoyó del todo.
– No, sargento, no me parece divertido. Estoy cansado y tengo resaca. Además de robarme el coche, ahora me dice que no piensa devolvérmelo. Está empeñado en que me fui del McGills cinco minutos antes de lo que dije.
– Como mínimo.
– De acuerdo, lo reconozco. Tal vez lo hiciera. No miro el reloj con tanta frecuencia como ustedes. Así pues, si dicen que me marché del McGills a la una menos diez en vez de a la una menos cinco, pues muy bien. Quizá tengan razón. Eso es todo, porque después regresé directamente a casa. No fui a ningún otro bar.
– Le vieron en el aparcamiento del…
– No -replicó Dave-, vieron un Honda con la parte delantera abollada. ¿De acuerdo? ¿Sabe cuántos Hondas hay en esta ciudad? ¡Venga, hombre!
– Sin embargo, ¿cuántos debe de haber que tengan una abolladura en el mismo sitio que el suyo, señor Boyle?
Dave se encogió de hombros y contestó:
– Supongo que un montón.
Whitey se volvió hacia Sean y éste se dio cuenta de que estaban perdiendo la batalla. Dave tenía razón: seguramente podrían encontrar veinte Hondas con una abolladura en la parte delantera. Veinte, como mínimo. Y si Dave ya era capaz de rebatirles su teoría, no había duda de que su abogado lo haría mejor.
Whitey se colocó detrás de la silla de Dave y le sugirió:
– Cuéntenos cómo llegó esa sangre a su coche.
– ¿Qué sangre?
– La sangre que encontramos en el asiento delantero. Empecemos por ahí.
– ¿Qué pasa con mi Sprite, Sean? -preguntó Dave.
– Ahora te lo traigo -contestó Sean.
Dave sonrió y añadió:
– Veo que eres un poli bueno. De paso, ¿por qué no me traes un bocadillo de albóndigas?
Sean, que ya estaba levantándose, se sentó de nuevo y dijo:
– No soy tu criada, Dave. Parece que tendrás que esperarte un poco.
– Pero sí que eres la criada de alguien, ¿no es verdad, Sean? -Lo dijo con una mirada maliciosa y un tono de superioridad.
Sean empezó a pensar que quizá Whitey tuviera razón. Sean se preguntó si su padre, al ver a ese Dave Boyle, tendría la misma opinión de él que la noche anterior.
– La sangre del asiento delantero -repitió Sean-. Haz el favor de responder al sargento.
Dave alzó la mirada hacia el sargento y dijo:
– Tenemos una valla de tela metálica en el patio trasero de casa. Sabe de qué le hablo, ¿no? Esas cuya parte superior se dobla hacia dentro. El otro día estaba arreglando el patio, ya que mi casero es muy mayor, y sí me ocupo del mantenimiento no me sube el precio del alquiler. Así pues, estaba cortando esos tallos parecidos al bambú…
Whitey suspiró, pero Dave no pareció darse cuenta.
– … y resbalé. Sostenía unas tijeras de podar en la mano y no quería soltarlas, así que al resbalar, me caí encima de la valla de tela metálica y me corté -se pasó la mano por el pecho-. Aquí mismo. No fue nada grave, pero sangré sin parar. Diez minutos más tarde, tenía que ir a recoger a mi hijo, que estaba entrenándose para la liga infantil de béisbol. Supongo que, cuando me senté en el coche, aún no había parado de sangrar. Es la única explicación que se me ocurre.
– Entonces la sangre del asiento delantero es suya -concluyó Whitey.
– Tal y como le he dicho, es la única explicación que se me ocurre.
– ¿Qué grupo sanguíneo tiene?
– B negativo.
Whitey le sonrió mientras andaba alrededor de la silla y se apoyaba en el borde de la mesa.
– ¡Qué raro! Es del mismo grupo sanguíneo que la sangre que encontramos en el asiento delantero.
Dave alzó las manos y exclamó:
– ¿Lo ven?
Whitey imitó el gesto que Dave había hecho con las manos, y añadió:
– ¿Le importaría explicarnos de dónde procede la sangre del maletero? No es del grupo B negativo.
– No sabía que hubiera sangre en mi maletero. Whitey soltó una risita y le preguntó:
– ¿No tiene ni idea de cómo un cuarto de litro de sangre ha ido a parar al maletero de su coche?
– No, no lo sé -contestó Dave.
Whitey se le acercó, le dio una palmada en la espalda, y añadió:
– Creo que debería decirle, señor Boyle, que así no vamos a llegar a ninguna parte. ¿Cómo cree que va a quedar ante el tribunal cuando afirme que no sabe cómo la sangre de otra persona fue a parar al maletero de su coche?
– Supongo que bien.
– ¿Qué se lo hace pensar?
Dave se reclinó de nuevo en la silla y Whitey apartó la mano.
– Usted mismo redactó el informe, sargento.
– ¿Qué informe? -preguntó Whitey.
Sean lo vio venir y pensó: «¡Mierda! ¡Nos ha pillado!».
– El informe del coche robado -respondió Dave.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Pues que ayer por la noche yo no tenía el coche. No sé lo que hizo con él la persona que lo robó, pero tal vez quiera usted averiguarlo, porque no parece que fuese nada bueno.
Durante unos largos treinta segundos, Whitey permaneció en silencio, y Sean se percató de que empezaba a comprenderlo: se había pasado de listo y se había metido en un buen lío. Cualquier cosa que encontraran en ese coche no sería aceptada ante el tribunal, porque el abogado de Dave podría sostener que lo habían puesto allí los mismos ladrones.
– La sangre estaba seca, señor Boyle. Llevaba allí bastante tiempo.
– ¿De verdad? -exclamó Boyle-. ¿Puede probarlo? ¿Con pruebas decisivas, sargento? ¿Está seguro de que no se secó con rapidez? Al fin y al cabo, ayer no fue una noche muy húmeda.
– Podemos probarlo -afirmó Whitey, pero Sean pudo oír la duda en su voz, y estuvo seguro de que Dave también lo percibió.
Whitey alzó los codos de la mesa y se volvió de espaldas a Dave.
Se tapó la boca con los dedos y empezó a darse golpecitos en el labio superior, mientras se dirigía hacia Sean con la mirada puesta en el suelo.
– ¿Qué probabilidades hay de que me traigan el Sprite? -preguntó Dave.
– Vamos a traer al niño con el que habló Souza, ese que vio el coche. Tommy…
– Moldanado -añadió Sean.
– Eso es -asintió Whitey, con un tono de voz apagado y una expresión de aturdimiento en el rostro; la mirada de alguien al que le han quitado la silla de debajo, y que se encuentra de pronto sentado en el suelo, preguntándose cómo ha ido a parar hasta allí-. Sí, pondremos a Boyle entre unos cuantos sospechosos, a ver si Moldanado lo reconoce.
– ¡Más vale eso que nada! -exclamó Sean.
Whitey se apoyó en la pared del pasillo mientras una secretaria pasaba por delante de ellos; llevaba el mismo perfume que Lauren, y Sean pensó que quizá la llamara al móvil para saber cómo le iban las cosas y para ver si le hablaba.
– Se siente demasiado cómodo -comentó Whitey-. Es la primera vez que lo llevan a la comisaría y ni siquiera está sudando.
– Sargento, esto no pinta nada bien, ¿sabe?
– ¡No hace falta que me lo recuerdes!
– Lo que quiero decir es que aunque no nos reprendieran por lo del coche, la sangre no coincide con el grupo sanguíneo de Katie Marcus. No tenemos nada que pueda relacionarlo con el caso.
Whitey se volvió hacia la puerta de la sala de interrogatorios y declaró:
– Puedo acabar con él.
– Acaba de machacarnos, sargento -replicó Sean.
– Ni siquiera he empezado.
Sean, no obstante, se lo notaba en la cara: la duda, el primer fallo de su corazonada principal. Whitey era tozudo, y si creía que tenía razón podía llegar a ser cruel, pero era lo bastante inteligente para no insistir con una corazonada que presentaba un montón de lagunas cada vez que intentaba justificarla.
– Mira -dijo Sean-, dejémosle que sude un poco ahí adentro.
– ¡Pero si no suda!
– Puede que empiece a hacerlo, si le dejamos solo y comienza a pensar.
Whitey, que observaba la puerta como si deseara prenderle fuego, contesto:
– Puede que tengas razón.
– Creo que es la pistola -dijo Sean-. Deberíamos averiguar algo más sobre ella.
Whitey hizo una mueca, y al cabo de un rato asintió:
– Sí, deberíamos obtener más información sobre la pistola. ¿Te encargas tú de hacerlo?
– ¿La tienda todavía pertenece al mismo propietario?
– No lo sé -respondió Whitey-. El archivo del caso es del año ochenta y dos; por aquel entonces, el propietario era Lowell Looney.
Sean sonrió al oír el nombre y dijo:
– Tiene un nombre gracioso, ¿no crees?
– ¿Por qué no te llegas hasta la tienda? -sugirió Whitey-. Yo vigilaré al desgraciado ése a través del cristal, a ver si empieza a cantar canciones sobre chicas muertas en el parque.
Lowell Looney debía de tener unos ochenta años, aunque parecía capaz de ganar a Sean en una carrera de cien metros lisos. Llevaba una camiseta naranja del gimnasio Porter, pantalones de chándal azules con ribetes blancos y unas Reebok relucientes; por la forma de moverse, era evidente que sería capaz de coger la botella de la estantería más alta si alguien se lo pidiera.
– Ahí mismo -le dijo a Sean, señalando una hilera de botellas de medio litro que había tras el mostrador-. Atravesó una botella y se quedó incrustada en esa pared.
– Espeluznante, ¿no cree? -espetó Sean.
El viejo se encogió de hombros y respondió:
– Quizá se lo parezca, pero me asustan más algunas de las noches que he tenido que soportar. Hará unos diez años, un tipo muy excéntrico me apuntó con una pistola en la cara; tenía una mirada de perro rabioso y no cesaba de parpadear a causa del sudor. ¡Eso sí que me asustó, hijo! Sin embargo, los que incrustaron la bala esa en la pared eran profesionales. Con ésos no tengo ningún problema. Sólo quieren el dinero, no están cabreados con el mundo.
– Así pues, esos dos tipos…
– ¡Venga a la trastienda! -exclamó Lowell Looney, moviéndose a toda velocidad hacia el otro extremo del mostrador, del que colgaba una cortina negra-. Ahí atrás hay una puerta que conduce a la zona de carga y descarga. Por aquel entonces tenía un chaval que trabajaba para mí a media jornada, y cada vez que sacaba la basura se fumaba un porrito ahí afuera. Cuando volvía a entrar, más de la mitad de las veces se olvidaba de cerrar la puerta con llave. O era cómplice de los atracadores o le habían observado lo suficiente para saber que era un descerebrado. Esa noche, entraron por la puerta abierta, dispararon al aire para avisarme de que no cogiera mi pistola, y se llevaron lo que habían venido a buscar.
– ¿Cuánto le robaron?
– Seis mil dólares.
– ¡Eso es mucha pasta! -exclamó Sean.
– Los jueves solía cobrar cheques -explicó Lowell-. Ahora ya no lo hago, pero entonces era estúpido. Sin lugar a dudas, si los ladrones hubieran sido un poco más listos, me habrían atracado por la mañana, antes de que cambiara muchos de los cheques. -Se encogió de hombros-. Le he dicho que eran profesionales, pero supongo que no eran de los más listos.
– El chico que dejó la puerta abierta… -dijo Sean.
– Se llama Marvin Ellis -respondió Lowell-. Quizá estuviera involucrado. Le despedí al día siguiente. La cuestión es que supongo que hicieron ese disparo porque sabían que yo guardaba un arma debajo del mostrador. Y no es que yo lo fuera diciendo por ahí; por lo tanto, o se lo dijo Marvin o uno de los dos atracadores había trabajado aquí con anterioridad.
– ¿Le contó todo eso a la policía?
– ¡Claro! -el viejo agitó el brazo al recordarlo-. Revisaron mis archivos e interrogaron a toda la gente que había trabajado para mí. Por lo menos, eso es lo que me dijeron. Nunca arrestaron a nadie. ¿Dice que se ha usado la misma pistola en otro delito?
– Sí -contestó Sean-. Señor Looney…
– ¡Por el amor de Dios! ¡Llámeme Lowell, por favor!
– Lowell -preguntó Sean-, ¿aún guarda la lista de los antiguos empleados?
Dave miraba fijamente el espejo semitransparente de la Sala de Interrogatorios, a sabiendas de que el compañero de Sean, y quizá el mismo Sean, le estaría observando desde el otro lado.
«Bien.
» ¿Cómo va todo? Estoy disfrutando de mi Sprite. ¿Qué le ponen? ¿Limón? Eso es. Me gusta mucho el limón, sargento. Mmmm, ¡qué bueno! ¡Sí, señor! ¡Qué ganas tengo de que me traigan otra lata!»
Dave miraba directamente al centro del espejo desde el otro lado de la larga mesa, y se sentía muy bien. Cierto, no sabía dónde estaban Celeste y Michael, y ese hecho le enturbiaba el cerebro mucho más que las quince cervezas que se había tragado la noche anterior. Pero ella volvería. Parecía recordar que el día anterior la había asustado. Sin lugar a dudas, no tenía mucho sentido haberle hablado de vampiros y de cosas que te entran en el cuerpo para siempre; tal vez se hubiera asustado un poco.
No podía echarle la culpa de eso. En realidad, no tendría que haber permitido que el chico tomara el control y mostrara su lado más oscuro y salvaje.
Pero al margen de que Celeste y Michael se hubieran ido, se sentía fuerte. La indecisión de los últimos días había desaparecido. ¡Incluso había conseguido dormir seis horas seguidas la noche anterior! Se había despertado con una sensación de pesadez y con la boca seca, como si la cabeza le cayera por el peso del granito, pero aun así se sentía despejado.
Sabía quién era. Sabía que había hecho lo que tenía que hacer. Matar a alguien (y Dave ya no podía seguir culpando al chico, porque era él, Dave, el que había perpetrado el asesinato) le había fortalecido. Había oído que en ciertas civilizaciones antiguas se comían los corazones de la gente que asesinaban. Al comerse los corazones, poseían a los muertos. Les daba poder, el poder de dos, el espíritu de dos. Dave se sentía de ese modo. No, no se había comido el corazón de nadie. No estaba tan loco. No obstante, había sentido la gloria del depredador. Había matado. Había hecho lo que debía. Había apaciguado el monstruo que tenía dentro, el engendro que se moría por coger a un niño de la mano y fundirse con él en un a brazo.
Ese monstruo había desaparecido para siempre. Se había ido al infierno con la víctima de Dave. Al matar a alguien, había aniquilado su parte más débil, a ese monstruo que le había poseído desde que tuviera once años, de pie junto a su ventana, mirando la fiesta que celebraban en la calle Rester para festejar su retorno. En esa fiesta se había sentido débil e indefenso. Había tenido la sensación de que la gente se reía de él en secreto, los padres sonriéndole con la más falsa de las sonrisas; más allá de sus rostros, alcanzaba a ver que en el fondo sentían lástima por él, le temían y le odiaban, y él tuvo que marcharse de la fiesta para huir de ese odio que le hacía sentir como un trapo sucio.
Pero ahora el odio de los demás le fortalecería, porque ahora tenía un secreto que era mucho mejor que el anterior, ese que, de todos modos, todo el mundo parecía adivinar. Ahora tenía un secreto que, en vez de debilitarlo, le hacía poderoso.
Tenía ganas de decir a la gente: «Acércate, tengo un secreto. Si te acercas un poco más, te lo susurraré al oído». «He matado a alguien.»
Dave miró fijamente al poli gordo que había al otro lado del espejo:
«He matado a alguien, y no puedes probarlo».
«¿Quién es el débil, ahora?»
Sean encontró a Whitey en la oficina del otro lado del espejo semitransparente de la Sala de Interrogatorios C. Tenía un pie apoyado en un viejo sillón de piel; observaba a Dave y bebía café.
– ¿Ya has hecho la rueda de reconocimiento?
– Todavía no -respondió Whitey.
Sean se sentó junto a él. Dave les miraba fijamente a los ojos; daba la impresión de que podía verles. y lo que aún era más extraño es que les sonreía; levemente, pero les sonreía.
– No te encuentras muy bien, ¿verdad? -preguntó Sean.
Whitey se volvió hacia él y le respondió:
– He tenido días mejores.
Sean asintió con la cabeza.
Whitey, señalando a Dave con la taza de café, exclamó:
– ¡Sé que has hecho algo, desgraciado! ¡Cuéntamelo!
Sean deseaba alargarlo un poco más, dejar que Whitey se pusiera nervioso con la espera, pero al final no tuvo valor para hacerlo.
– He averiguado que cierta persona trabajaba en la tienda de licores de Looney.
Whitey dejó la taza de café sobre la mesa que había detrás de él quitó el pie de encima del sillón y preguntó:
– ¿De quién se trata?
– De Ray Harris.
– ¿Ray…?
Sean sintió cómo una sonrisa le iluminaba el rostro.
– El padre de Brendan Harris, sargento. Además, tiene antecedentes penales.