"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)23. EL PEQUEÑO VINCEWhitey estaba sentado en el escritorio vacío delante del de Sean, con el informe de libertad condicional en la mano: «Raymond Matthew Harris. Nació el 6 de septiembre de 1955. Se crió en el número 12 de la calle Mayhew de las marismas de East Bucky. Madre, Delores, ama de casa. Padre, Seamus, jornalero que abandonó a la familia en I967. El padre fue arrestado por hurto menor en I973 en Bridgeport, Connecticut. Después fue arrestado varias veces por conducción en estado de embriaguez y por otros muchos cargos. En 1979, el padre murió de un infarto de miocardio en Bridgeport. Ese mismo año, Raymond se casó con Esther Scannell (vaya cabrón más afortunado), y empezó a trabajar como maquinista para el metro de la Asociación de Transporte Metropolitano de Boston. El primer hijo, Brendan Seamus, nació en I981. A – No obstante, empezaba a labrarse una reputación -apuntó Sean. – Sí, se estaba haciendo famoso -asintió Whitey-. Uno de sus colegas, un tal Edmund Reese, lo acusó de haber cometido un robo a mano armada para apoderarse de una colección de cómics antiguos… – ¡Robó una colección de cómics! -exclamó Sean-. ¡Realmente vas a por todas, Raymond! – Era una colección valorada en ciento cincuenta mil dólares -añadió Whitey. – ¡Ah, entonces…! – Raymond devolvió la colección en buen estado y le condenaron a cuatro meses de cárcel, a un año de libertad condicional, y sólo cumplió dos meses de condena. Según parece, salió de la cárcel con un pequeño problema de adicción a las sustancias químicas. – ¡Caramba con Raymond! – Evidentemente era adicto a la cocaína, ya que estamos hablando de la década de los ochenta, y entonces fue cuando su lista de delitos empezó a crecer. De un modo u otro, Raymond fue lo bastante listo para mantener en secreto lo que fuera que hiciera para pagarse la cocaína, pero no lo suficiente para que no le pillaran en sus intentos por obtener el mencionado narcótico. Violó la libertad condicional y se pasó un año entero en la cárcel. – Donde aprendió a reconocer las faltas en que había incurrido. – Según parece, no. Lo arrestó un equipo conjunto de la Unidad de Delitos Mayores y del FBI por traficar con mercancía robada en diversos estados. Esto te va a encantar. Adivina lo que robó. Piensa que estoy hablando del ochenta y cuatro. – ¿No me das ninguna pista? – Déjate guiar por el instinto. – Cámaras. Whitey le lanzó una mirada y añadió: – ¡Cámaras, joder! ¡Ve a buscarme un poco de café, ya que has dejado de ser poli! – ¿Qué robó? – Juegos del Trivial Pursuit -contestó Whitey-. Nunca te lo habrías imaginado, ¿verdad? – Cómics y Trivial Pursuit. No se puede negar que nuestro hombre tiene estilo. – No obstante, también tiene su parte de fracasos. Robó el camión en Rhode Island, y lo condujo hasta Massachusetts. – Por eso tiene antecedentes en varios estados. – Por eso mismo -contestó Whitey mientras le lanzaba otra mirada-. Podemos decir que lo tenían bien pillado, pero no cumplió condena. Sean se incorporó en el asiento, quitó los pies de encima de la mesa, y preguntó: – ¿Crees que colaboró con la policía? – Eso parece -respondió Whitey-. Después de eso, nunca más se le acusó de nada. El que se ocupaba de hacer el seguimiento de su libertad condicional afirma que no se saltó ninguna de las citas hasta que le dejaron en libertad a finales del ochenta y seis. ¿Qué dice el informe de su situación laboral? Whitey miró a Sean por encima del informe. – ¿Ya puedo hablar? -preguntó Sean, abriendo su propio informe-. Relación de empleos, informe fiscal, pagos a la Seguridad Social… Todo se interrumpe en agosto de 1987. ¡Puf, desaparecido! – ¿Lo has verificado en el ámbito nacional? – La solicitud se está tramitando en este mismo momento, buen hombre. – ¿Qué posibilidades hay? Sean volvió a apoyar los zapatos en la mesa, se reclinó en el sillón, y contestó: – Primera, que esté muerto; segunda, que tenga protección policial por haber sido testigo; tercera, que estuviera muy bien escondido y sólo volviera al barrio para pegarle un tiro a la novia de diecinueve años de su hijo. Whitey lanzó el informe encima de la mesa vacía y exclamó: – ¡Ni siquiera sabemos si la pistola es suya! ¡No sabemos nada! ¿Qué estamos haciendo aquí, Devine? – Nos estamos preparando para el combate, sargento. ¡Venga, hombre, no me desanime tan pronto! Tenemos al sospechoso principal de un atraco que se perpetró hace dieciocho años y en el que usaron la misma pistola que en el asesinato. El hijo del sospechoso salía con la víctima. El tipo tiene antecedentes penales. Quiero averiguar más cosas sobre él y sobre su hijo. Ya sabe a quién me refiero, al que no tiene coartada. – El mismo que pasó con éxito el detector de mentiras y el que los dos decidimos que no tenía agallas para hacerlo. – Quizá estuviéramos equivocados. Whitey se frotó los ojos con las manos y exclamó: – ¡Estoy harto de equivocarme! – ¿Reconoces que te equivocaste con Boyle? Whitey, sin apartar las manos de los ojos y negando con la cabeza, contestó: – No he dicho eso. Sigo pensando que Boyle es una mierda de tío; no obstante, que pueda relacionarlo o no con la muerte de Katie Marcus es otro asunto. -Bajó las manos y dejó ver la piel hinchada y enrojecida de debajo de los ojos-. Pero el tema éste de Raymond Harris tampoco parece muy prometedor. De acuerdo, volvamos a interrogar al hijo, e intentemos averiguar el paradero del padre. Pero después, ¿qué? – Averiguaremos a quién pertenece esa pistola -replicó Sean. – Esa pistola bien podría estar en el fondo del mar. Al menos, eso es lo que yo habría hecho con ella. Sean, inclinando la cabeza hacia él, le preguntó: – ¿De verdad habrías hecho eso dieciocho años después de haber atracado una tienda? – Sí. – Pues nuestro hombre no lo hizo, y eso quiere decir… – … que no es tan listo como yo -dijo Whitey. – o como yo. – Eso todavía está por ver. Sean se reclinó en la silla, entrelazó los dedos, pasó los brazos por encima de la cabeza, y los elevó hacia el techo hasta que notó que los músculos se estiraban. Bostezó con estremecimiento y dejó caer la cabeza y las manos. – Whitey… -dijo, intentando posponer al máximo la pregunta que sabía que acabaría haciéndole. – ¿Qué? – ¿Qué dice tu informe de los colegas de Harris? Whitey cogió el informe de la mesa, lo abrió de golpe y pasó las primeras páginas. – «Compañeros de delitos: Reginald (alias Se volvió hacia Sean, pero éste ya se lo imaginaba: – James Marcus, alias J Whitey cerró el informe. – Las desgracias nunca vienen solas, ¿verdad? -dijo Sean. La lápida que Jimmy escogió era blanca y sencilla. El vendedor hablaba con un tono de voz suave y respetuoso, y daba la impresión de que preferiría estar en cualquier otra parte antes que allí; no obstante, no cesaba en el intento de convencer a Jimmy para que comprara una lápida más cara, con ángeles, querubines y rosas grabadas en el mármol. – Quizá desee una cruz celta -sugirió el vendedor-, ya que son muy populares… Jimmy esperó a que dijera «entre su gente», pero el vendedor se contuvo y dijo «actualmente». Jimmy no habría reparado en gastos si hubiera sabido que un mausoleo habría hecho feliz a Katie, pero sabía que a su hija nunca le había gustado demasiado ni la ostentación ni el exceso de adornos. Siempre había llevado ropa y bisutería sencilla, nunca oro, y a no ser que se tratara de una ocasión especial, no se maquillaba. A Katie siempre le habían gustado las cosas sobrias con cierto toque de elegancia; ésa fue la razón por la que Jimmy encargó una lápida blanca y pidió que grabaran las letras en caligrafía, a pesar de que el vendedor le advirtió que eso duplicaría el precio de la lápida; y Jimmy volvió la cabeza para mirar al pequeño buitre despectivamente, haciéndole retroceder unos pasos, mientras le decía: – ¿Qué prefiere, efectivo o talón? Jimmy había pedido a Val que le llevara hasta allí, y al salir de la oficina, se sentó en el Mitsubishi 3000 GT de su cuñado. Jimmy se preguntó, por décima vez, cómo podía ser que un tipo de treinta y tantos años condujera un coche así y no se diera cuenta de que parecía estúpido. – ¿Adónde vamos ahora, Jimmy? – Vayamos a tomar un café. Val casi siempre ponía algún tipo de gilipollez rap a todo volumen, y el bajo retumbaba detrás de las ventanas oscuras, mientras cualquier chica negro de clase media o algún blanco pobre con pretensiones cantaba acerca de prostitutas, hijos de puta y de cómo iba a sacar de repente su pistola y a hacer lo que Jimmy suponía que estaba de rabiosa actualidad, esos mequetrefes que salían en MTV, que él nunca habría conocido a no ser por haber oído a Katie mencionarlos cuando ésta hablaba por teléfono con sus amigas. En cambio, esa mañana Val no puso música, y Jimmy se lo agradeció. Jimmy detestaba el rap, y no era porque fuera música de negros y porque proviniera de los barrios bajos (al fin y al cabo, de ahí procedían el funky, el soul y el maravilloso blues), sino porque, por mucho que lo intentara, no le encontraba ningún mérito. Consistía en juntar unos cuantos estribillos de canciones del estilo de Tal vez sólo se estuviera haciendo mayor. Sabía que el hecho de no entender la música de las generaciones más jóvenes era el primer indicio de que ya habías pasado el relevo. Pero en lo más profundo de su corazón, tenía la certeza de que no era sólo eso. El rap era, lisa y llanamente, una mierda, y que Val lo escuchara era como el que condujera aquel coche: un intento por aferrarse a algo que nunca había valido la pena. Se detuvieron en un Dunkin' Donuts, y tiraron la tapa del vaso en un cubo de basura al salir por la puerta; tomaron el café a sorbos apoyados en el alerón que tenía el maletero del deportivo. – Ayer por la noche salimos y, tal como nos dijiste, estuvimos preguntando por ahí -dijo Val. Jimmy le dio un golpecito en el puño con el suyo y respondió: – ¡Gracias, hombre! Val le devolvió el toque y aclaró: – No lo hice solamente porque una vez cumplieras dos años de condena por mí, Jimmy. Tampoco lo hice porque echo de menos que organices las cosas. Katie era mi sobrina, tío. – Ya lo sé. – Aunque no lo fuera de sangre, yo la quería. Jimmy asintió y exclamó: – ¡Sois los mejores tíos que ningún niño pudiera tener! – ¡No jodas! – En serio. Val sorbió un poco de café, y se quedó un momento en silencio; luego, prosiguió: – Bien, de acuerdo, esto es lo que averiguamos: parece ser que la pasma estaba en lo cierto respecto a O'Donnell y Farrow. O'Donnell estaba en la cárcel del condado. Farrow estaba en una fiesta, y hablamos con nueve tipos que nos lo confirmaron en persona. – ¿Te pareció que decían la verdad? – La mitad de ellos, seguro-.respondió Val-. También estuvimos husmeando por ahí y últimamente no se ha contratado a ningún asesino a sueldo. Además, Jim, ha pasado más de un año y medio desde la última vez que se contrató a alguien para que cometiera un asesinato; por lo tanto, supongo que nos habríamos enterado, ¿no crees? Jimmy hizo un gesto de aprobación y bebió un poco más de café. – La pasma se está tomando el caso muy en serio -apuntó Val-. Han peinado los bares, los negocios callejeros que hay alrededor del Last Drop, todos. Las prostitutas con las que he hablado habían sido interrogadas por la policía. Los camareros. Han interrogado a todo el mundo que estaba aquella noche en el McGills o en el Last Drop. Lo que quiero decir es que la policía realmente ha invadido el barrio. Está ahí fuera. Todo el mundo está haciendo un esfuerzo por recordar. – ¿Hablasteis con alguien que recordara alguna cosa? Val, que alzó dos dedos al tomar otro sorbo, contestó: – Con un tal Tommy Moldanado. ¿Le conoces? Jimmy negó con la cabeza. – Creció en Basin, en las casas pintadas de colores. Bueno, pues afirmó haber visto a alguien vigilando el aparcamiento del Last Drop poco antes de que Katie saliera del bar. También nos contó que estaba seguro de que no era poli. Conducía un coche extranjero con una abolladura en el lado derecho de la parte delantera. – De acuerdo. – Lo que me pareció muy extraño es lo que me explicó Sandy Greene. ¿Te acuerdas de cuando trabajaba en el Looey? Jimmy la recordó sentada en la clase, con unas trenzas color castaño y los dientes torcidos, siempre mascando los lápices hasta que se le partían en la boca y tenía que escupir la mina. – Sí, ya me acuerdo. ¿A qué se dedica? – Hace la calle -contestó Val-. Se la ve muy castigada, tío, y eso que es de nuestra edad, ¿verdad? Mi madre tenía mejor aspecto en el ataúd. Pues bien, es la prostituta que lleva más años haciendo esa zona de los alrededores del Last Drop. Me contó que había medio adoptado a un niño, un pilluelo que también está en el oficio. – ¿Un niño? – Sí, un niño de unos once o doce años. – ¡Santo cielo! – ¡La vida es dura! Bien, pues ella cree que ese niño se llama Vincent. Todo el mundo, a excepción de Sandy, le llamaba «Pequeño Vincent»; él prefería que le llamaran Vince. Pero Vincent actúa como si fuera mayor y se prostituye. Si uno intenta meterse con él, se defiende sin ningún problema; además, lleva una hoja de afeitar debajo de la correa de su Swatch. Estaba allí seis noches a la semana, hasta el sábado pasado, claro. – ¿Qué le pasó el sábado? – Nadie lo sabe, pero desapareció. Sandy me explicó que a veces dormía en su casa. Cuando ella regresó a su casa el domingo por la mañana todas sus cosas habían desaparecido. Se esfumó de la ciudad. – Pues mejor para él. Tal vez pueda abandonar ese estilo de vida. – Eso mismo le dije yo, pero Sandy replicó que el chico estaba muy metido en ese mundo y que cuando se hiciera mayor sería de armas tomar. Pero de momento es un niño y tiene que cargar con ese tipo de trabajo. Nos explicó que sólo había una cosa que podía hacerle abandonar la ciudad: el miedo. Ella está convencida de que el chico vio algo, algo que le aterrorizó, y que debería ser algo terrible, porque Vincent no se asusta con facilidad. – ¿Habéis intentado averiguar dónde está? – Sí, pero no es nada fácil. El negocio de los niños no está muy organizado que digamos. Viven en la calle, ganan un par de dólares cuando se les presenta la oportunidad, y se marchan de la ciudad cuando les apetece. Pero tengo a gente buscándole. Si encontrarnos a Vincent, supongo que podrá decirnos algo sobre el tipo que estaba sentado en el aparcamiento del Last Drop; tal vez viera, ya sabes, el asesinato de Katie. – Si es que tuvo algo que ver con el tipo del coche. – Moldanado nos contó que ese tipo emitía muy malas vibraciones. Había algo raro en él, aunque estaba oscuro y no pudo ver muy bien al tío; sólo dijo que de aquel coche salían malas vibraciones. «Malas vibraciones -pensó Jimmy-. ¡Eso sí que nos va a servir de ayuda!» – ¿Eso fue antes de que Katie se marchara? – Sí, un momento antes. La policía prohibió el acceso al aparcamiento el lunes por la mañana y mandó a una unidad entera de policías para que examinaran el asfalto. Jimmy hizo un gesto de asentimiento y dijo: – Según parece, también ocurrió algo en ese aparcamiento. – Sí, eso es precisamente lo que no acabo de entender. A Katie se la llevaron en la calle Sydney, y eso está a más de diez manzanas de distancia. Jimmy apuró la taza de café y sugirió: – ¿ y si volvió? – ¿Qué? – Al Last Drop. Ya sé que todo el mundo cree que llevó a Eve y a Diane a casa, subió por la calle Sydney, y entonces sucedió todo. Pero ¿qué pasaría si hubiera regresado al bar? Si lo hubiera hecho, se habría encontrado con ese tipo. Quizá la secuestrara y la obligara a conducir hasta el Pen Park, y después todo hubiera sucedido realmente como cree la policía. Val, pasándose la taza vacía de café de una mano a otra, replicó: – Es una posibilidad, pero ¿qué podía hacerle regresar al Last Drop? – No lo sé. -Se encaminaron hacia el contenedor de basuras y tiraron dentro las tazas-. ¿Has averiguado alguna cosa del hijo de Ray Harris? – He ido preguntando por ahí, y no hay ninguna duda de que es un bonachón. Nunca ha tenido problemas con nadie. Si no fuera tan atractivo, dudo mucho que nadie recordara haberle conocido. Tanto Eve como Diane nos aseguraron que la amaba, Jim. Que la amaba de verdad y para siempre. Si quieres, puedo ir a verle. – Dejémosle estar por ahora -repuso Jimmy-. Ya le vigilaremos cuando llegue el momento. Deberíamos intentar averiguar el paradero de Vincent. – Sí, de acuerdo. Jimmy abrió la puerta y se dio cuenta de que Val, que le observaba por encima del techo, no se lo había contado todo. – ¿Qué? Val parpadeó a causa del sol, sonrió y espetó: – ¿Cómo dices? – Sé que quieres decirme algo. ¿De qué se trata? Val apartó la barbilla del sol, extendió los brazos sobre el techo, y contestó: – Esta mañana he oído algo. Justo antes de que nos fuéramos. – ¿De verdad? – Sí -respondió Val, volviendo la vista hacia el Dunkin Donuts por un instante-. He oído decir que esos dos policías volvían a estar en casa de Dave Boyle. Sabes a quién me refiero, ¿verdad? A Sean de la colina y a su compañero, el gordo ése. – Sí, ya sé de quién me hablas. Dave se encontraba allí esa noche -comentó Jimmy-. Tal vez se les hubiera olvidado preguntarle algo y tuvieran que volver. Val se volvió hacia Jimmy y, mirándole fijamente a los ojos, dijo: – Se lo llevaron, Jim. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Le pusieron en el asiento trasero. El jefe de policía Burden se presentó en el Departamento de Homicidios a la hora de comer, y llamó a Whitey mientras empujaba la pequeña puerta que había junto al mostrador de recepción. – ¿Son la gente que me está buscando? – Sí, haga el favor de pasar -respondió Whitey. Al jefe Burden le faltaba un año para cumplir los treinta años de servicio, y lo parecía. Tenía esos ojos húmedos y lechosos tan característicos de la gente que ha visto más del mundo y de sí mismo de lo que deseaba, y movía su cuerpo alto y fofo como si prefiriera ir hacia atrás y no hacia delante, como si sus articulaciones estuvieran en guerra con el cerebro, y el cerebro sólo quisiera salir de todo aquello. Hacía siete años que se encargaba de la Oficina de Objetos Perdidos, pero antes había sido uno de los agentes más importantes del Departamento Estatal de Policía. Se había preparado para el puesto de coronel, y había conseguido ascender de la Unidad de Narcóticos a la de Homicidios, y de ésta a la de Delitos Mayores sin un solo percance hasta que un día, según cuentan, se despertó asustado. Era una enfermedad que por lo general padecían los policías que trabajaban de paisano, y a veces los agentes de tráfico, que de repente no podían parar a un solo coche más, tan convencidos como estaban que el conductor llevaba una pistola en la mano y no tenía nada que perder. Pero, de un modo u otro, el oficial Burden también se contagió, y empezó a ser el último en salir por la puerta y en responder a las llamadas, y se quedó paralizado en el escalafón mientras los demás seguían subiendo. Tomó asiento junto al escritorio de Sean, desprendiendo un aire a fruta podrida, y hojeó el calendario del – ¿Devine, verdad? -preguntó, sin alzar los ojos. – Así es -contestó Sean-. Encantado de conocerle. En la academia estudiamos sus métodos de trabajo, señor. El oficial se encogió de hombros como si el recuerdo de su antiguo yo le violentara. Mientras hojeaba el calendario de nuevo, les preguntó: – ¿De qué se trata? Tengo que volver dentro de media hora. Whitey deslizó la silla hasta situarse al lado de Burden, y le dijo: – A principios de los ochenta, estuvo en un destacamento especial con los del FBI, ¿verdad? Burden asintió con la cabeza. – Pues arrestó a un delincuente de poca monta llamado Raymond Harris, que había robado un camión lleno de juegos de Trivial Pursuit de un área de descanso de Cranston, en Rhode Island. Burden, que sonrió al leer una de las citas del yogui Berra [12] en el calendario, contestó: – Sí, el camionero se paró para ir a mear, y no se dio cuenta de que lo vigilaban. Harris se subió al camión y se marchó, pero el camionero nos pidió ayuda, lo comunicamos al resto de los agentes, y al final lo detuvimos en Needham. – Pero no le encarcelaron -apuntó Sean. Burden le miró por primera vez; y Sean, que vio miedo y odio hacia sí mismo en aquellos ojos apagados, deseó no pillar nunca esa enfermedad. – Sí que le arrestamos -replicó Burden-, pero conseguimos que nos dijera el nombre del tipo que le había contratado, un tal Stillson. Sí, Meyer Stillson. Sean había oído hablar de la memoria de Burden, supuestamente fotográfica, pero ver cómo el individuo era capaz de remontarse dieciocho años atrás y recordar los nombres de aquella gente, como si hubiera estado hablando de ellos el día anterior, era humillante y deprimente a la vez. ¡Santo cielo! ¡Seguro que era capaz de recordarlo todo! – Así pues, delató a su jefe y ahí acabó todo -espetó Whitey. Burden frunció el entrecejo y replicó: – Harris tenía antecedentes penales. No se libró solamente por darnos el nombre de su jefe. No, la Unidad contra el Delito Organizado del Departamento de Policía de Boston intervino en el interrogatorio, porque quería información sobre otro caso. Harris se chivó de nuevo. – ¿A quién delató? – Al jefe de los chicos de la calle Rester, Jimmy Marcus. Whitey se volvió hacia Sean, con una ceja alzada. – Eso sucedió después del atraco del metro, ¿no es verdad? – ¿A qué atraco se refiere? -preguntó Whitey. – Al atraco por el que Jimmy cumplió condena -contestó Sean. Burden asintió y añadió: – Marcus y otro tipo atracaron las oficinas de la Asociación de Transporte Metropolitano de Boston un viernes por la noche. Fue visto y no visto. Sabían a qué hora cambiaban de turno los guardas de seguridad. Sabían a qué hora exacta metían el dinero en bolsas. Pusieron a dos tipos en la calle para que detuvieran la camioneta que iba a recoger el dinero. Lo hicieron con gran rapidez, y con todo lo que sabían es evidente que tenían un cómplice dentro, o como mínimo conocían a alguien que hubiera trabajado allí con anterioridad. – Ray Harris -añadió Whitey. – Sí. A nosotros nos dio el nombre de Stillson, y al Departamento de Policía de Boston, los chicos de la calle Rester. – ¿Delató a toda la banda? Burden negó con la cabeza y respondió: – No, sólo a Marcus, pero él era el cerebro. Si te cortan la cabeza, el cuerpo muere, ¿no es verdad? La Policía de Boston lo pilló cuando salía de un almacén la mañana del desfile de San Patricio, el mismo día que iban a repartirse el botín; así pues, Marcus llevaba una maleta llena de dinero en la mano. – ¡Un momento! -exclamó Sean-. ¿Harris testificó en sesión pública? – No. Marcus llegó a un acuerdo mucho antes de ir a juicio. Se negó a dar los nombres de la gente que trabajaba para él y asumió todas las consecuencias, a sabiendas de que no podían probar casi nada. Entonces debía de tener unos diecinueve o veinte años. Había sido el cabecilla de la banda desde los diecisiete y nunca le habían arrestado. El fiscal del distrito hizo un trato con él y lo condenó a dos años de prisión y a tres años de libertad condicional, porque sabía que era muy probable que no pudieran condenarle en sesión pública. Parece ser que los de la Unidad contra el Delito Organizado estaban muy cabreados, pero ¿qué podían hacer? – Entonces Jimmy Marcus nunca se enteró de que Ray Harris fue el que le delató. Burden volvió a apartar la mirada del calendario, y miró a Sean con aquellos ojos apagados y con una ligera expresión de desprecio. – En un período de tres años, Marcus había dirigido más de dieciséis atracos de importancia. Una vez, incluso atracó doce joyerías a la vez en la Lonja de Joyeros de la calle Washington. Ni siquiera ahora hemos conseguido averiguar cómo coño lo hizo. Tuvo que burlar veinte alarmas diferentes: las alarmas de las líneas telefónicas, las de las antenas por satélite, las de los móviles, eso teniendo en cuenta que en aquella época era una tecnología totalmente nueva. Además, sólo tenía dieciocho años. ¿Se lo pueden creer? A esa edad era capaz de descifrar códigos de alarmas que ni siquiera los profesionales de cuarenta podían descifrar. ¿Se acuerdan del atraco a Keldar Technics? Él y su banda entraron por el tejado, interfirieron las frecuencias del Cuerpo de Bomberos, y después accionaron el sistema de riego por aspersión. Supusimos que permanecieron colgados del techo hasta que el sistema de riego causó un cortocircuito con los detectores de movimiento. El tipo ése era un genio. Si en vez de trabajar para él mismo trabajara para la NASA, podría llevarse a su mujer y a sus hijos de vacaciones a Plutón. ¿Creen que un tipo así de listo era incapaz de averiguar quién le delató? Ray Harris desapareció de la capa de la tierra dos meses después de que Marcus saliera de la cárcel. ¿Qué les sugiere? – A mí me sugiere que usted cree que Jimmy Marcus mató a Ray Harris -contestó Sean. – O eso o encargó al enano ése de Val Savage que lo hiciera por él. Mire, llame a Ed Folan, del Distrito 7. Ahora es el capitán de ese distrito, pero antes trabajaba en la Unidad contra el Delito Organizado. Se lo puede contar todo sobre Marcus y Ray Harris. Cualquier poli que trabajase en East Bucky en los ochenta le dirá lo mismo. Si Jimmy Marcus no mató a Ray Harris, yo seré el próximo papa judío. -Apartó el calendario con el dedo, se puso en pie, y se subió los pantalones de un tirón-. Tengo que ir a comer. ¡Tómenselo con calma, colegas! Atravesó la sala, balanceando la cabeza mientras lo observaba todo, quizá el escritorio en el que solía trabajar, el tablón en que anotaban sus casos junto a los de todos los demás, la persona que había sido en esa sala antes de volverse «ausente sin permiso» y de acabar en la Oficina de Objetos Perdidos, rezando para que llegara el día en que pudiera fichar por última vez e irse a alguna parte donde nadie recordara quién podía haber llegado a ser. – ¿Papa Marshall Cuanto más rato llevaba sentado en aquel sillón desvencijado de esa fría habitación, más convencido estaba de que no era resaca lo que tenía, sino tan sólo la continuación de la borrachera de la noche pasada. La verdadera resaca solía empezar alrededor del mediodía, y avanzaba poco a poco por su interior cual grupo de termitas, apoderándose de su sangre y de su circulación sanguínea, apretándole el corazón y destrozándole el cerebro. La boca se le secaba y el sudor le mojaba el pelo, y de repente podía olerse a sí mismo a medida que el alcohol empezaba a supurarle por los poros. Las piernas y los brazos se le llenaban de barro. Le dolía el pecho. Y una suave pelusilla le bajaba por el cráneo y se le instalaba tras los ojos. Ya no se sentía valiente. Ya no se sentía fuerte. La claridad que tan sólo dos horas antes le había parecido que iba a durar para siempre, había abandonado su cuerpo, salió de la sala y se fue calle abajo, para ser reemplazada por un miedo atroz que jamás había sentido. Estaba convencido de que iba a morir pronto y de forma desagradable. Tal vez muriera en esa misma silla y se golpeara la nuca contra el suelo mientras todo su cuerpo se estremecía por las convulsiones, con los ojos inyectados en sangre, y se tragaría la lengua tan profundamente que nadie podría volver a sacársela. Quizá muriera de un infarto de miocardio, pues el corazón ya empezaba a retumbarle en el pecho, como una rata en una caja metálica. O a lo mejor, cuando le permitieran salir de allí, si es que alguna vez lo hacían, saldría a la calle, oiría un bocinazo a su lado, caería redondo boca arriba, y los neumáticos de gruesos dibujos de un autobús le pasarían por encima de las mejillas y seguirían rodando. ¿Dónde estaba Celeste? ¿Se habría enterado de que le habían pillado y que le habían llevado hasta allí? Si así fuera, ¿le importaría? ¿Y qué había de Michael? ¿Echaría de menos a su padre? Lo peor de estar muerto era que Celeste y Michael seguirían con vida. Sí, seguro que les dolería un poco al principio, pero luego lo superarían y empezarían una nueva vida, pues eso era precisamente lo que hacía la gente cada día. Sólo en las películas la gente se consumía pensando en los muertos, y sus vidas se paralizaban como relojes averiados. En la vida real, la muerte era algo rutinario, un evento que todo el mundo podía olvidar, a excepción de uno mismo. Dave a menudo se preguntaba si los muertos podían contemplar a los que habían dejado atrás y si lloraban al ver la facilidad con la que la gente que habían amado seguía con su vida. Como el hijo de Stanley Michael tendría otro padre, y tal vez fuera a la universidad y contara a alguna chica cosas sobre el padre que le había enseñado a jugar al béisbol, aquel que apenas recordaba. Sucedió hace tanto tiempo, le diría. Ha pasado tanto tiempo… No había ninguna duda de que Celeste era lo bastante atractiva para conseguir otro hombre. Acabaría haciéndolo. Contaría a sus amigas que la soledad la afectaba demasiado, que era un buen hombre y que trataba bien a Michael. Sus amigas traicionarían el recuerdo de Dave en un abrir y cerrar de ojos. «Estupendo, cariño -le dirían-. Es lo mejor que puedes hacer. Tienes que volver a subirte al tren y continuar viviendo.» Dave estaría allá arriba con Eugene, y los dos les observarían, proclamando su amor con voces que ninguno de los vivos llegaría a oír. ¡Santo cielo! Dave deseaba acurrucarse en un rincón y abrazarse a sí mismo. Se estaba desmoronando. Sabía que si aquellos polis regresaban en ese momento, no lo soportaría. Estaba dispuesto a contarles cualquier cosa que desearan oír, con tal que fueran afectuosos con él y le llevaran otro Sprite. Entonces se abrió la puerta de la Sala de Interrogatorios ante Dave y su miedo y su necesidad de calor humano, y el agente que entró vestido de uniforme era joven, parecía fuerte y tenía la típica mirada de policía, impersonal e imperiosa a un tiempo. – Señor Boyle, haga el favor de acompañarme. Dave se puso en pie y se dirigió hacia la puerta, las manos le temblaban ligeramente por el alcohol que luchaba por abandonar su cuerpo. – ¿Adónde vamos? -preguntó. – Tiene que ponerse en fila con unos cuantos sospechosos más. Hay alguien que desea echarle un vistazo. Tommy Moldanado llevaba pantalones vaqueros y una camiseta verde con manchas de pintura. También había pequeñas manchas de pintura en el pelo castaño y rizado, en las botas color café y en la montura de sus gruesas gafas. Eran precisamente las gafas lo que preocupaba a Sean. Cualquier testigo con gafas que se presentara en el tribunal se convertía en el blanco de todo abogado defensor. Y los miembros del jurado, aún peor. Eran expertos en gafas y leyes gracias a las series televisivas de Moldanado apoyó la nariz contra el cristal de la sala y se quedó mirando a los cinco hombres de la fila. – Viéndoles de frente no estoy muy seguro. ¿Podrían volverse a la izquierda? Whitey encendió el interruptor del estrado y dijo por el micrófono: – Hagan el favor de volverse hacia la izquierda. Los cinco hombres obedecieron. Moldanado apoyó las manos en el cristal, entornó los ojos y afirmó: – El número dos. Podría ser el número dos. ¿Podrían decirle que se acerque un poco más? – ¿El número dos? -preguntó Sean. Moldanado lo miró por encima del hombro e hizo un gesto de asentimiento. El segundo tipo de la fila era un traficante llamado Scott Paisner, que solía operar en el condado de Norfolk. – Número dos -ordenó Whitey con un suspiro-, dé dos pasos hacia delante. Scott Paisner era bajo y rechoncho, llevaba barba, y con muchas entradas. Tenía el mismo parecido con Dave Boyle que Whitey. Se puso de frente, se acercó al cristal y Moldanado exclamó: – ¡Sí, sí, ése es el tipo que vi! – ¿Está seguro? – En un noventa y cinco por ciento -respondió-. Era de noche, ¿sabe? No hay farolas en ese aparcamiento y además iba colocado. Pero, aparte de eso, estoy casi seguro de que es el mismo tipo que vi. – No dijo nada de la barba en su declaración -apunto Sean. – No, pero ahora creo que sí, que tal vez llevara barba. – ¿No hay nadie más en la fila que se le parezca? -preguntó Whitey. – ¡No! -exclamó-. ¡En lo más mínimo! ¿Quiénes son los demás? ¿Polis? Whitey bajó la cabeza hacia el estrado, y susurró: – ¡Ni siquiera sé por qué me dedico a esto, joder! – ¿Qué? ¿Qué? -preguntó Moldanado con la mirada puesta en Sean. Sean abrió la puerta tras él y dijo: – Gracias por venir, señor Moldanado. Estaremos en contacto. – Pero lo he hecho bien, ¿no? Espero haberles sido útil. – ¡Por supuesto! -respondió Whitey-. Le mandaremos una condecoración. Sean le dedicó una sonrisa y un gesto de asentimiento y cerró la puerta en cuanto Moldanado cruzó el umbral. – No tenemos ningún testigo -afirmó Sean. – ¡No jodas! – Las pruebas del coche no nos sirven para llevarle a juicio. – Eso ya lo sé. Sean vio cómo Dave se cubría la cara con la mano y entrecerraba los ojos a causa del sol. Parecía llevar un mes sin dormir. – ¡Vamos, sargento! Whitey apartó la mirada del micrófono y le miró. También empezaba a tener cara de estar agotado, y tenía los ojos enrojecidos. – ¡A la mierda! -exclamó-. ¡Que lo suelten! |
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