"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)

24. UNA TRIBU DESTERRADA

Celeste estaba sentada junto a la ventana de la cafetería Nate amp; Nancy, situada delante de casa de Jimmy Marcus en la avenida Buckingham, cuando Jimmy y Val Savage aparcaban el coche de Val media manzana más arriba y se encaminaban hacia la casa.

Si pensaba hacerlo de verdad, tenía que levantarse de la silla enseguida e ir hacia ellos. Se puso en pie, con las piernas temblando, y se golpeó la mano con la parte inferior de la mesa. Se la quedó mirando. También le temblaba, y vio un rasguño en la base del hueso del dedo pulgar. Se la llevó a los labios y se volvió hacia la puerta. Todavía no estaba muy segura de poder hacerlo, de pronunciar las palabras que se había preparado aquella mañana en la habitación del motel. Había decidido contar a Jimmy sólo lo que sabía, la forma en que Dave se había comportado desde primera hora del domingo por la mañana, aunque sin sacar conclusiones, para que él mismo se formara su propia opinión. Sin la ropa que Dave había llevado esa noche, no tenía mucho sentido ir a la policía. Se lo repetía, porque no estaba muy segura de que la policía pudiera protegerla. Después de todo, ella tenía que seguir viviendo en el barrio, y lo único que podía protegerla de los peligros del barrio era el barrio mismo. Si se lo contaba a Jimmy, entonces él y los Savage podrían erigir una especie de foso alrededor de ella, que Dave nunca se atrevería a cruzar.

Salió por la puerta en el momento en que Jimmy y Val se acercaban a las escaleras de la entrada principal. Alzó su mano lastimada. Llamó a Jimmy mientras avanzaba por la avenida, convencida de que debía de parecer una loca: despeinada, con los ojos hinchados y ciegos a causa del miedo.

– ¡Jimmy! ¡Val!

Se dieron la vuelta cuando subían el primer escalón y se la quedaron mirando. Jimmy le dedicó una sonrisa diminuta y perpleja, y Celeste se percató una vez más de lo franca y encantadora que era su sonrisa. Era natural, intensa y genuina. Decía: «Soy amigo tuyo, Celeste. ¿En qué puedo ayudarte?».

Alcanzó la acera y Val le besó en la mejilla.

– ¡Hola, prima!

– ¡Hola, Val!

Jimmy también le dio un beso rápido, y tuvo la sensación de que le atravesaba la carne y le hacía temblar la garganta.

– Annabeth te ha estado llamando esta mañana -dijo Jimmy-, pero no estabas ni en casa ni en el trabajo.

Celeste asintió con la cabeza y añadió:

– He estado… -apartó la mirada del rostro pequeño y curioso de Val que la examinaba-. Jimmy, ¿podría hablar contigo un momento?

– ¡Por supuesto! -respondió Jimmy, dedicándole otra vez una sonrisa de desconcierto. Después se volvió hacia Val-. Ya hablaremos de nuestros asuntos más tarde, ¿de acuerdo?

– ¡Claro! ¡Hasta pronto, prima!

– Gracias, Val.

Val entró en la casa, y Jimmy se sentó en el tercer escalón y dejó un espacio para Celeste a su lado. Ella se sentó, se meció la mano herida en el regazo, e intentó encontrar las palabras. Jimmy la observó un momento, expectante, y pareció darse cuenta de que estaba bloqueada y de que era incapaz de dar rienda suelta a sus pensamientos.

Con voz suave, le dijo:

– ¿Sabes de lo que me estaba acordando el otro día?

Celeste negó con la cabeza.

– De cuando estaba de pie junto a las escaleras de la calle Sydney. ¿Te acuerdas de cuando íbamos allí a ver las películas del autocine y a fumar canutos?

Celeste sonrió y comentó:

– Por aquel entonces salías con…

– ¡No me lo digas!

– …Jessica Lutzen y su extraordinario cuerpo, y yo salía con Duckie Coopero

– Sí, con el Pato Donald -añadió Jimmy-. ¿Qué habrá sido de él?

– Me contaron que se enroló en la Marina, que pilló una extraña enfermedad cutánea en el extranjero, y que ahora vive en California.

– ¡Ajá!

Jimmy alzó la barbilla, recordando el pasado, y de repente Celeste vio que hacía lo mismo que dieciocho años atrás, cuando su pelo era más rubio y él estaba más loco; Jimmy solía subirse a los postes telefónicos en días de tormenta, mientras las chicas le observaban y rezaban para que no se cayera. Pero incluso en los momentos más enloquecidos, había esa tranquilidad, esas pausas repentinas de reflexión, esa sensación que emanaba de él, incluso de niño, de que lo examinaba todo con mucho cuidado, a excepción de su propia piel.

Se volvió y le dio una palmadita en la rodilla con la mano.

– ¿Qué te pasa, cielo? Pareces un poco…

– Puedes decirlo.

– Bueno, pareces un poco cansada, eso es todo. -Se apoyó en el escalón y suspiró-. Supongo que todos lo estamos, ¿no?

– Ayer pasé la noche en un motel, con Michael. Jimmy se quedó mirando al frente y respondió:

– De acuerdo.

– No lo sé, Jimmy. Creo que he hecho bien en dejar a Dave.

Notó que le cambiaba el rostro y que se le desencajaba la mandíbula, y de repente Celeste tuvo la sensación de que Jimmy sabía lo que estaba a punto de decirle.

– Has dejado a Dave -constató Jimmy con un tono de voz monótono y mirando la avenida.

– Eso es. Últimamente se comporta de un modo muy raro. No es el mismo, y ha empezado a asustarme.

Entonces Jimmy se volvió hacia ella y le dedicó una sonrisa tan fría que podría haberla golpeado con la mano. En sus ojos, veía de nuevo al chico que se había subido a los postes telefónicos bajo la lluvia.

– ¿Por qué no empiezas desde el principio? -sugirió Jimmy-. Desde el momento en que Dave empezó a comportarse de manera extraña.

– ¿Qué sabes, Jimmy? -le preguntó.

– ¿De qué?


– Sabes algo. No pareces sorprendido.

La fea sonrisa se desvaneció y Jimmy se inclinó hacia delante, con las manos entrelazadas en su regazo.

– Sé que la policía se lo ha llevado esta mañana. Sé que tiene un coche extranjero con una abolladura en la parte delantera. Sé que la historia que me contó de cómo se había hecho daño en la mano no coincidía con la que le había contado a la policía. Sé que vio a Katie la noche en que murió, pero que no me lo contó hasta después de que la policía le interrogara acerca de ello. -Separó las manos y las estiró-. No sé lo que significa con exactitud, pero sí, está empezando a preocuparme.

Celeste sintió una punzada repentina de lástima por su marido, y se lo imaginó en alguna sala de interrogatorios de la policía, tal vez esposado a una mesa, con una luz desagradable iluminándole el pálido rostro. Después vio al Dave que había asomado la cabeza por la puerta esa noche, alterado y enloquecido, y la sensación de miedo anuló la de lástima. Respiró profundamente y lo soltó:

– A las tres de la madrugada del domingo, Dave regresó a casa cubierto de sangre ajena.

Estaba fuera. Las palabras habían salido de su boca y habían quedado suspendidas en el aire. Formaron un muro delante de ella y de Jimmy, y de él brotó luego un techo y otro muro a sus espaldas; de repente se vieron atrapados en una celda diminuta creada por una única frase. El ruido de la avenida se atenuó y la brisa desapareció, y lo único que Celeste podía oler era la colonia de Jimmy y el sol cálido de mayo que les calentaba los pies.

Cuando Jimmy habló, parecía que alguien le estrujara la garganta con las manos.

– ¿Qué sucedió, según él?

Ella se lo contó. Le explicó todo lo que sabía, incluso las locuras de vampiros de la noche anterior. Se lo contó, y se percató de que cada palabra que brotaba de su boca se convertía en una palabra más de la que él quería huir. Le quemaban. Le atravesaban la piel como dardos. Torcía la boca y los ojos ante ellas, y se le tensó tanto la piel del rostro que Celeste podía ver su esqueleto debajo, y la temperatura de su cuerpo descendió al imaginárselo en un ataúd, con las uñas largas y afiladas, la mandíbula deshecha y un musgo largo y suelto en vez de pelo.

Cuando las lágrimas empezaron a rodarle en silencio por las mejillas, reprimió el deseo de apretarle la cara contra su cuello y sentir cómo aquel líquido le entraba por la blusa y le bajaba por la espalda.

Siguió hablando, porque sabía que si se paraba no podría volver a empezar y no podía parar porque tenía que contar a alguien por qué se había ido, por qué había abandonado a un hombre al que había prometido ayudar tanto en los buenos momentos como en los malos, al hombre que era el padre de su hijo, que le contaba chistes, que le acariciaba la mano y que le ofrecía su pecho para que se durmiera sobre él. Un hombre que nunca se había quejado y que nunca le había pegado, y que había sido un padre maravilloso y un buen marido. Necesitaba contar a alguien lo confusa que estaba al ver que aquel hombre había desaparecido, como si la máscara que había llevado por rostro le hubiera caído al suelo, dejando ante ella un monstruo de mirada lasciva.

Acabó su explicación diciendo:

– Todavía no sé lo que hizo, Jimmy. Aún no sé de quién era la sangre. De verdad que no lo sé. Como mínimo, no de forma concluyente. Pero estoy muy asustada.

Jimmy se dio la vuelta en el escalón y apoyó la parte superior del cuerpo en la barandilla de hierro forjado. Las lágrimas se le habían secado sobre la piel, y su boca formaba un óvalo de disgusto. Miró a Celeste con una mirada tan penetrante que la atravesó y bajó por la avenida, para quedarse clavada en algo que estaba a manzanas de distancia y que nadie más podía ver.

– Jimmy… -dijo Celeste, pero éste le hizo un gesto con la mano para indicarle que se callara y cerró los ojos con fuerza. Bajó la cabeza e inspiró aire por la boca.

La celda que les rodeaba se evaporó, y Celeste saludó a Joan Hamilton cuando ésta pasó por delante y les echó una mirada compasiva, aunque un tanto sospechosa, antes de alejarse taconeando por la acera. Los sonidos de la avenida regresaron con sus pitidos, el chirriar de las puertas y las voces distantes.

Cuando Celeste se volvió de nuevo hacia Jimmy, no pudo apartar la mirada de él. Tenía los ojos despejados, la boca cerrada y se había llevado las rodillas a la altura del pecho. Tenía los brazos apoyados en las piernas y Celeste sintió que emanaba una inteligencia cruel y beligerante; la mente le había empezado a funcionar con mucha más rapidez y originalidad de la que la mayoría de la gente sería capaz en toda su vida.

– ¿La ropa que llevaba ha desaparecido? -preguntó.

Celeste hizo un gesto de asentimiento y respondió:

– Sí, lo he comprobado.

Colocó la barbilla sobre las rodillas y le preguntó:

– ¿Hasta qué punto estás asustada? Dime la verdad.

Celeste se aclaró la voz y contestó:

– Ayer por la noche, Jimmy, creía que me iba a morder. Y que luego seguiría mordiendo a más gente.

Jimmy inclinó la cabeza y apoyó la mejilla izquierda en las rodillas; luego cerró los ojos y susurró:

– Celeste…

– ¿Sí?

– ¿Crees que Dave mató a Katie?

Celeste sintió que la respuesta le retumbaba dentro del cuerpo como las náuseas de la noche anterior. Sentía cómo le aporreaba el corazón.

– Sí -contestó.

Jimmy abrió los ojos de par en par.

– ¿Jimmy? ¡Que Dios tenga piedad de mí! -exclamó Celeste.


Sean observaba a Brendan Harris desde el otro lado de su escritorio. El chico parecía confundido, cansado y asustado, tal y como lo quería Sean. Había mandado a dos agentes para que lo recogieran en su casa y lo llevaran hasta allí; después le había ordenado que se sentara al otro lado de la mesa mientras él iba leyendo en la pantalla del ordenador toda la información que había obtenido sobre el padre del chico, tomándoselo con calma, sin prestarle ninguna atención, y permitiéndole que siguiera allí sentado y se pusiera nervioso.

Se volvió de nuevo hacia la pantalla, le dio un golpecito a la tecla de avance de página con el lápiz, con la única intención de darse importancia, y le ordenó:

– Cuéntame cosas de tu padre, Brendan.

– ¿Cómo dice?

– Que me cuentes cosas de tu padre, de Raymond padre. ¿Te acuerdas de él?

– Muy poco. Sólo tenía seis años cuando nos abandonó.

– Entonces, ¿no te acuerdas de él?

Brendan se encogió de hombros y contestó:

– Recuerdo pequeñas cosas. Cuando estaba borracho solía entrar en casa cantando. Una vez me llevó al parque del lago Canobie y me compró algodón azucarado; me comí la mitad y cuando me monté en el tiovivo no paré de vomitar. No estaba mucho en casa, de eso sí que me acuerdo. ¿Por qué?

Sean, con la mirada puesta otra vez en la pantalla, le preguntó:

– ¿Qué más recuerdas?

– No sé. Olía a cerveza y a chicle de menta. Él…

Sean percibió una sonrisa en la voz de Brendan, alzó la mirada, y vio que ésta se deslizaba suavemente por su rostro.

– ¿Qué más, Brendan?

Brendan cambió de posición, con la vista fija en algo que no estaba en el cuarto, ni siquiera en el huso horario corriente.

– Solía llevar un montón de monedas, ¿sabe? Le abultaban los bolsillos y hacían ruido al andar. Cuando era niño, me sentaba en la sala de estar de la parte delantera de la casa. Era un lugar diferente del que vivimos ahora. Era una casa bonita. Me sentaba allí a eso de las cinco de la tarde y cerraba los ojos hasta que le oía llegar acompañado del tintineo de las monedas. Entonces salía disparado de la casa para verle y si llegaba a adivinar cuánto dinero llevaba en el bolsillo, aunque no lo acertara con exactitud, me lo daba; -Brendan sonrió y negó con la cabeza-. ¡Siempre tenía cambio!

– ¿Recuerdas alguna pistola? -preguntó Sean-. ¿Tu padre tenía pistola?

La sonrisa se le congeló y miró a Sean con los ojos entornados como si no comprendiera su idioma.

– ¿Qué?

– ¿Tu padre tenía una pistola?

– No.

Sean asintió y añadió:

– Pareces estar muy seguro, a pesar de que sólo tenías seis años cuando se marchó.

Connolly entró en la sala con una caja de cartón bajo el brazo. Se dirigió hacia Sean y depositó la caja sobre la mesa de Whitey.

– ¿Qué hay dentro? -preguntó Sean.

– Un montón de cosas -contestó Connolly, examinando el interior-. Informes de la Policía Científica, de los de Balística, análisis de huellas dactilares, la cinta de la conversación telefónica… Muchas cosas.

– Eso ya lo has dicho. ¿Hay alguna novedad en cuanto a las huellas?

– No corresponden a nadie que tengamos fichado en el ordenador.

– ¿Lo has comprobado en la base nacional de datos?

– Sí, y en la de Interpol -respondió Connolly-. Y nada. Hay una huella impecable que encontrarnos en la puerta. Es de un dedo pulgar. Si es la del asesino, es bajo.

– Bajo -repitió Sean.

– Sí, bajo. Sin embargo, podría ser de cualquiera. Conseguimos seis huellas claras, pero no corresponden a nadie que esté fichado.

– ¿Has escuchado la cinta?

– No. ¿Debería haberlo hecho?

– Connolly, deberías familiarizarte con cualquier cosa que guarde relación con el caso, hombre.

Connolly asintió y preguntó:

– ¿Usted piensa escucharla?

– Para eso ya te tengo a ti -contestó Sean. Luego se volvió hacia Brendan Harris-. Estábamos hablando de la pistola de tu padre.

– Mi padre no tenía pistola -replicó Brendan.

– ¿De verdad que no?

– De verdad.

– ¡Qué raro! -exclamó Sean-. Entonces supongo que nos han informado mal. A propósito, Brendan, ¿solías hablar mucho con tu padre?

Brendan negó con la cabeza, y respondió:

– No. Nos dijo que salía a tomar una copa y nunca regresó. Nos abandonó a mí y a mi madre, y eso que ella estaba embarazada.

Sean, asintiendo como si él mismo pudiera sentir el dolor, comentó:

– Sin embargo, tu madre nunca comunicó su desaparición a la policía.

– Porque no había desaparecido -espetó Brendan, con una expresión airada en los ojos-. Le había dicho a mi madre que no la amaba, y que siempre le estaba agobiando. Dos días más tarde, se marchó.

– ¿Nunca intentó encontrarle ni nada de eso?

– No, como le mandaba dinero, a la mierda con él.

Sean apartó el lápiz del teclado y lo dejó sobre la mesa. Observó a Brendan Harris, intentando obtener información del chico, ya que sólo conseguía sacarle indicios de depresión y de ira acumulada.

– ¿Os mandaba dinero?

Brendan asintió y contesto:

– Una vez al mes, religiosamente.

– ¿Desde dónde?

– ¿Qué?

– ¿Desde dónde enviaba los sobres de dinero?

– Desde Nueva York.

– ¿Siempre?

– Sí.

– ¿En metálico?

– Sí. Casi siempre nos mandaba quinientos dólares al mes. En navidades, nos mandaba más.

– ¿Alguna vez os mandó alguna nota? -preguntó Sean.

– No.

– Entonces, ¿cómo sabes que lo mandaba él?

– ¿Quién más iba a mandarnos dinero una vez al mes? Se sentía culpable. Mi madre siempre decía que él era así: que hacía cosas malas, y que como luego se arrepentía, ya no contaban, ¿sabe?

– Me gustaría ver algunos de esos sobres -declaró Sean.

– Mi madre siempre los tira.

– ¡Mierda! -exclamó Sean, apartando la pantalla del ordenador fuera de su ángulo de visión.

Los detalles del caso estaban empezando a molestarle: que Dave BoyIe fuera sospechoso, que Jimmy Marcus fuera el padre de la víctima, que a ésta la hubieran asesinado con la pistola del padre de su novio. Además había algo más que le fastidiaba, aunque no tuviera nada que ver con el caso.

– Brendan -dijo-, si tu padre abandonó la familia cuando tu madre estaba embarazada, ¿por qué le puso el nombre de tu padre a tu hermano?

Brendan, con la mirada perdida, respondió:

– Mi madre no está muy bien de la cabeza, ¿sabe? Se esfuerza y todo eso, pero…

– De acuerdo.

– Dice que le puso Ray para que no se le olvidara.

– ¿El qué?

– De lo que eran capaces los hombres -se encogió de hombros-. Hasta qué punto le podían joder a uno la vida si se les daba la oportunidad, aunque sólo fuera para demostrar que eran capaces de hacerlo.

– Cuando tu hermano se quedó mudo, ¿cómo se sintió tu madre?

– Cabreada -contestó Brendan, esbozando una tímida sonrisa-.

De alguna manera, confirmaba que ella tenía razón. Por lo menos, así lo creía.

Pasó la mano sobre la bandeja sujetapapeles del escritorio de Sean, y la sonrisa se desvaneció.

– ¿Por qué me ha preguntado si mi padre tenía una pistola?

Sean, que de repente se sentía cansado de aquellos juegos, de ser educado y prudente, le respondió:

– ¡Si tú ya lo sabes!

– No -replicó Brendan-. No lo sé.

Sean se apoyó en la mesa, casi incapaz de reprimir el deseo inexplicable de continuar, de abalanzarse contra Brendan Harris y estrujarle el cuello con las manos.

– La pistola que mató a tu novia, Brendan, es la misma que tu padre usó en un atraco hace dieciocho años. ¿Te gustaría contarme algo más?

– Mi padre no tenía pistola -replicó Brendan, pero Sean se percató de que algo empezaba a funcionar en el cerebro del chico.

– ¿No? ¡A mí no me la pegas! -Golpeó la mesa con tanta fuerza que podría haber tirado al chico de la silla-. Y dices que amabas a Katie Marcus. Pues bien, Brendan, déjame que te cuente lo que me gusta a mí: me encanta mi sueldo, la habilidad que tengo para resolver los casos en setenta y dos horas. Ahora me estás mintiendo.

– No, no es verdad.

– Sí, sí que me estás mintiendo. ¿Sabes que tu padre era un ladrón?

– Trabajaba para la Asociación de Transporte…

– ¡Era un maldito ladrón! Trabajaba con Jimmy Marcus, que también era un ladrón. ¡Y ahora va y matan a la hija de Jimmy con la pistola de tu padre!

– Mi padre no tenía pistola.

– ¡Que te jodan! -vociferó Sean. Connolly pegó un salto en la silla y se volvió hacia ellos-, ¿Tienes ganas de fastidiarme, chico? Pues lo haces en tu celda.

Sean cogió las llaves del cinturón y se las lanzó por encima de la cabeza a Connolly.

– ¡Encierra a este gusano! Brendan se puso en pie y exclamó:

– ¡Yo no he hecho nada!

Sean observó cómo Connolly se colocaba detrás de Brendan, tensando las articulaciones de los pies.

– No tienes coartada, Brendan, mantuviste relaciones con la víctima, y la asesinaron con la pistola de tu padre. Hasta que no se aclare todo esto, te mantendré bajo arresto. Descansa y piensa en todo lo que me acabas de decir.

– ¡No me puede encerrar! -Brendan miró a Connolly que estaba detrás de él-. ¡No puede hacerlo!

Connolly se volvió hacia Sean, con los ojos desorbitados, ya que el chico tenía razón. En teoría, no podían encerrarle hasta que no le acusaran formalmente. Y, de hecho, no podían acusarle de nada. En aquel estado era ilegal acusar a alguien por el mero hecho de ser sospechoso.

Pero Brendan no sabía nada de eso, y Sean lanzó a Connolly una mirada que decía: «Bienvenido al Departamento de Homicidios». -Si no me cuentas algo más ahora mismo -le amenazó Sean-, pienso encerrarte.

Brendan abrió la boca, y Sean vio cómo unos oscuros pensamientos le atravesaban, cual anguila eléctrica. Después cerró la boca y negó con la cabeza.

– Sospechoso de asesinato en primer grado -sentenció Sean-. ¡A la celda con él!


Dave regresó a su casa vacía a media tarde y se fue directo a la nevera para coger una cerveza. No había comido nada y sentía el estómago vacío y lleno de aire. No era el mejor momento para beberse una cerveza, pero a Dave le hacía falta. Necesitaba suavizar su fatigada cabeza y librarse de la tensión del cuello, aliviar los violentos latidos de su corazón.

La primera la pasó muy bien mientras paseaba por la casa vacía. Celeste podría haber regresado a casa mientras él estaba fuera y haberse ido a trabajar, y pensó en llamar a la peluquería para ver si estaba allí, cortando cabellos y hablando con las señoras, flirteando con Paolo, el homosexual que hacía el mismo turno que ella y que coqueteaba de esa manera natural, aunque no del todo inofensiva, tan característica de los homosexuales. O tal vez fuera a la escuela de Michael, y le saludara efusivamente y le diera un fuerte abrazo, para luego acompañarlo hasta casa, y parar a medio camino a tomarse un batido de chocolate.

Pero Michael no estaba en la escuela y Celeste tampoco estaba en el trabajo. De alguna manera, Dave sabía que se escondían de él; por lo tanto, se acabó su segunda cerveza sentado a la mesa de la cocina, sintiendo cómo le hacía efecto, cómo lo calmaba todo, convirtiendo el aire que le rodeaba en pequeños torbellinos y tiñéndolo de color plateado.

Debería habérselo dicho. Desde un buen principio, debería haberle contado a su mujer lo que en realidad había sucedido. Debería haber confiado en ella. Seguro que no había muchas mujeres que hubiesen aguantado a un antiguo campeón de béisbol de instituto, del que habían abusado sexualmente de niño, y que era incapaz de conservar un puesto de trabajo estable. Pero Celeste lo había hecho. Al recordarla junto al fregadero esa noche, lavando la ropa y diciéndole que se encargaría de eliminar las pruebas… ¡No había duda de que era una mujer extraordinaria! ¿Cómo podía haberlo olvidado? ¿Por qué llegaba un momento en que uno dejaba de ver a la gente que siempre le rodeaba?

Dave sacó la tercera y última cerveza de la nevera y siguió andando por la casa un poco más, con el cuerpo repleto de amor hacia su mujer e hijo. Deseaba acurrucarse junto al cuerpo desnudo de su mujer mientras ésta le acariciaba el pelo, para decirle lo mucho que la había echado de menos en aquella sala de interrogatorios, con su silla rota y su frialdad. Un poco antes, había pensado que deseaba calor humano, pero lo que en realidad quería era el calor de Celeste. Quería estrecharla entre sus brazos, hacerla sonreír, besarle los párpados, acariciarle la espalda y fundirse con ella.

«No es demasiado tarde -le diría cuando ella regresara a casa-. Lo único que pasa es que mi cerebro se ha liado un poco últimamente; tan sólo se me habían cruzado los cables. Supongo que la cerveza no sirve de mucha ayuda, pero la necesito hasta que regreses a casa. Cuando lo hagas, dejaré de beber. Dejaré la bebida, iré a clases de informática o algo así, y conseguiré un empleo en una oficina. La Guardia Nacional se ofrece a pagar los estudios, y yo podría hacerlo. Podría estudiar un fin de semana al mes y unas cuantas semanas en verano; podría hacerlo por mi familia. Por ellas, lo podría hacer con los ojos cerrados. Me ayudaría a ponerme en forma, a perder el peso que he ganado con la cerveza, y a aclararme las ideas. Y cuando haya conseguido el trabajo de oficina, entonces nos iremos de aquí, de este barrio que tiene unos alquileres que no paran de subir, proyectos para construir estadios y que se está llenando de burgueses. ¿Por qué luchar contra ello? Tarde o temprano, nos echarán. Se librarán de nosotros y se construirán un mundo a su medida, para hablar de sus segundas residencias en las cafeterías y en los pasillos de los supermercados de comida integral.

«Iremos a un buen sitio -le diría a Celeste-. Iremos a un lugar limpio donde podamos criar a nuestro hijo. Empezaremos de cero. Y te contaré lo que sucedió, Celeste. No es nada bueno, pero no es tan malo como piensas. Te explicaré que tengo algunas cosas sobrecogedoras y perversas en mi cabeza, y que tal vez tenga que ir a ver a alguien para librarme de ellas. Tengo ciertas necesidades que me horrorizan, cariño, pero estoy esforzándome. Estoy intentando ser un hombre bueno y enterrar al chico. O como mínimo, enseñarle un poco de compasión.»

Tal vez fuera eso lo que andaba buscando el tipo del Cadillac: un poco de compasión. Pero el chico que había escapado de los lobos no se sentía nada compasivo el sábado por la noche. Tenía aquella pistola en la mano y le había dado un golpe al tipo ése a través de la ventana abierta; Dave había oído cómo le rompía los huesos mientras el niño pelirrojo no paraba de moverse en el asiento contiguo, observándole con la boca abierta mientras Dave le golpeaba una y otra vez. Había entrado en el coche y le había sacado arrastrándole por el pelo, y el tipo no se encontraba tan desvalido como le había hecho creer. Había estado haciéndose el muerto, y Dave sólo alcanzó a ver el cuchillo cuando le rasgó la camisa y se lo clavó en la carne. Era una navaja, y no se la había clavado con mucha fuerza, pero estaba lo bastante afilada para herir a Dave, hasta que éste consiguió golpearle la muñeca con las rodillas y apretarle el brazo contra la puerta del coche. Cuando la navaja cayó al suelo, Dave le dio una patada y fue a parar bajo el coche.

El niño pelirrojo parecía estar asustado, pero también conmocionado. Dave, que en ese momento ya estaba fuera de sí, le dio al tipo un golpe en la cabeza con la culata de la pistola con tanta fuerza que rompió la empuñadura. El tipo empezó a retorcerse de dolor, y Dave le saltó encima, sintiendo el lobo, odiando a aquel hombre, a aquel monstruo, a aquel jodido degenerado abusador infantil, y cogió por los pelos a ese desgraciado y le golpeó la cabeza contra la acera. Una y otra vez, hasta que lo dejó hecho polvo, a Henry, a George, santo cielo, Dave, Dave.

«Muérete, cabrón. Muérete, muérete, muérete.»

En ese instante el niño pelirrojo se fue corriendo; Dave volvió la cabeza y se dio cuenta de que estaba pronunciando las palabras en voz alta: «Muérete, muérete, muérete, muérete». Dave vio cómo el niño atravesaba el aparcamiento a toda velocidad y empezó a perseguirle a gatas, con la sangre del hombre goteándole por las manos. Deseaba decirle al niño que lo había hecho por él. Le había salvado. Y que si él quería, le protegería para siempre.

Permaneció en el callejón de detrás del bar, sin aliento, a sabiendas de que el niño ya estaría muy lejos. Alzó los ojos hacia el oscuro cielo y dijo:

– ¿Por qué? ¿Por qué me has metido en esto? ¿Por qué me has dado esta vida? ¿Por qué me has dado esta enfermedad que tanto odio? ¿Por qué permites que mi cerebro disfrute de momentos de belleza, ternura y amor intermitente por mi hijo y mi mujer? En realidad, son sólo vislumbres de lo que mi vida podría haber sido si aquel coche no se hubiera detenido en la calle Gannon y no me hubieran encerrado en ese sótano. ¿Por qué? Contéstame, por favor. Por favor, te lo suplico, contéstame.

Pero, evidentemente, no hubo respuesta. No se oyó nada, a excepción del silencio, del goteo de las alcantarillas y de la lluvia que empezaba a caer con fuerza.

Unos minutos más tarde salió del callejón y se encontró al hombre tendido junto a su coche.

«Caramba -pensó Dave-. Le he matado.»

Pero entonces el hombre se dio la vuelta, boqueando como un pez. Tenía el pelo rubio y una gran panza a pesar de que era un hombre delgado. Dave intentó recordar qué aspecto tenía antes de que él hubiera metido la mano por la ventana abierta y le hubiera golpeado con la pistola. Lo único que recordaba es que sus labios le habían parecido rojos y carnosos en exceso.

Su rostro, sin embargo, había desaparecido. Parecía que hubiera chocado contra un motor a reacción, y Dave sintió náuseas al observar cómo aquella cosa sangrienta hacía un esfuerzo por respirar; era repugnante.


Daba la impresión de que el hombre no era consciente de la presencia de Dave. Se puso de rodillas y empezó a gatear. Se arrastró hacia los árboles de detrás del coche. Consiguió llegar hasta el pequeño terraplén y apoyó las manos en la valla de tela metálica que separaba el aparcamiento de la empresa de chatarra que había al otro lado. Dave se quitó la camisa de franela que llevaba encima de la camiseta. Envolvió la pistola con ella mientras se dirigía a la criatura sin rostro.

La criatura consiguió agarrarse en lo alto de la valla, pero luego las fuerzas le flaquearon. Se cayó de espaldas y se inclinó hacia la derecha, y acabó sentado contra la valla, con las piernas extendidas, observando cómo se acercaba Dave.

– No -susurró-. No.

Pero Dave sabía que no lo decía en serio. Estaba tan cansado de ser quien era como el mismo Dave.

El chico se arrodilló ante el hombre, y le colocó el envoltorio de la camisa de franela en el torso, justo encima del abdomen; Dave se cernía sobre ellos y les observaba.

– ¡Por favor! -refunfuñó el hombre.

– jSsh! -exclamó Dave, y el chico apretó el gatillo.

El cuerpo de la criatura sin rostro se convulsionó de tal forma que le dio una patada en la axila, pero luego el aire lo abandonó, con un silbido de tetera.

Y el chico dijo: «Bien».

Cuando ya había metido al tipo en el maletero del Honda, Dave se dio cuenta de que debería haber usado el Cadillac. Ya había subido las ventanillas y apagado el motor, y ya había limpiado con la camisa de franela el asiento delantero y todo lo que había tocado. No obstante, ¿qué sentido tenía ir dando vueltas con el tipo dentro del maletero de su Honda para encontrar un lugar adecuado para deshacerse de él, cuando la respuesta estaba delante de sus narices?

Por lo tanto, Dave aparcó el Honda junto al Cadillac, con la mirada puesta en la puerta del bar; hacía un buen rato que no salía nadie. Abrió su maletero y después el del Cadillac, y pasó el cuerpo de un coche a otro. Cerró los dos maleteros, envolvió la navaja y la pistola con la camisa de franela, la lanzó sobre el asiento delantero del Honda, y se fue de allí a toda prisa.

Tiró la camisa, la navaja y la pistola desde el puente de la calle Roseclair, y fue a parar al Penitentiary Channel; no se percató hasta mucho después de que mientras él estaba haciendo aquello, Katie Marcus seguramente estaría encontrando la muerte en el parque adyacente. Después había regresado a casa, con la certeza de que bien pronto alguien encontraría el coche y el cadáver.

Se había pasado por el Last Drop a última hora del domingo, y vio que había un coche aparcado junto al Cadillac, pero que el resto del aparcamiento estaba vacío. Sabía que el otro coche pertenecía a Reggie Damone, uno de los camareros. El Cadillac parecía inocente, olvidado. El mismo día había vuelto al lugar un poco más tarde, y casi tuvo un ataque al corazón cuando vio que el Cadillac ya no estaba. Era evidente que no podía ir haciendo preguntas sobre el coche, ni siquiera de forma casual: «Reggie, ¿llamáis a la grúa si un coche lleva demasiado tiempo en el aparcamiento?», pero después se dio cuenta de que al margen de lo que hubiera sucedido con el coche, no había ningún indicio que guardara relación con él.

Nada, a excepción del niño pelirrojo.

Pero a medida que pasaba el tiempo, se le ocurrió que aunque el niño se había asustado, también se había sentido complacido, emocionado. Estaba de parte de Dave. No tenía por qué preocuparse.

La policía no tenía nada. No había testigos. No habían conseguido pruebas del coche de Dave, o como mínimo, pruebas que pudieran usar ante un tribunal. Por lo tanto, Dave podía relajarse. Podría hablar con Celeste y contárselo todo, dejar que las cosas siguieran su curso, y ofrecer a su mujer la posibilidad de que lo aceptara de nuevo, con defectos pero con intención de cambiar. Como si fuera un buen hombre que ha hecho una cosa mala por un buen motivo. Como un hombre que hacía todo lo posible por eliminar al vampiro que le corrompía el alma.

«Dejaré de merodear por los parques y las piscinas públicas- se dijo Dave a sí mismo mientras apuraba la tercera cerveza-. Esto también lo dejaré», pensó mientras sostenía la lata vacía.

Pero hoy no. Ya llevaba tres, pero, qué demonios, no daba la impresión de que Celeste se fuera a presentar pronto en casa. Tal vez al día siguiente. Eso estaría bien. Les daría un poco de espacio y de tiempo para que pudieran recuperarse del disgusto. Cuando Celeste regresara a casa, se encontraría con un hombre nuevo, un Dave mucho mejor que ya no tenía secretos.

– Porque los secretos son venenosos -dijo en voz alta en la misma cocina en la que había hecho el amor con su mujer por última vez-. Los secretos son como muros -y luego sonrió-. Me he quedado sin cerveza.

Mientras salía de casa para ir a la licorería Eagle, se sentía bien, casi alegre. Era un día precioso y el sol inundaba las calles. Cuando eran niños, el tren elevado solía pasar por allí, partiendo la calle Crescent por la mitad, llenándola de hollín y tapando la luz del sol. No hacía más que aumentar la sensación de que las marismas era un lugar apartado del resto del mundo, arrinconado como una tribu desterrada, libre de vivir como quisiera, siempre que lo hiciera en el exilio.

Cuando arrancaron las vías del tren, la luz volvió, y durante cierto tiempo pensaron que era bueno. Con menos hollín y más sol, la piel recobraría un aspecto más saludable. Pero sin el manto que les cubría, todo el mundo podía verles, apreciar las hileras de casas de ladrillo, la vista del canal y la proximidad al centro de la ciudad. De repente, habían dejado de ser una tribu desterrada para pasar a ser unas propiedades muy valoradas.

Cuando llegara a casa, Dave tendría que reflexionar sobre cómo habían llegado a aquella situación; tendría que formular una teoría con la ayuda de la caja de doce cervezas. O también podría buscar un bonito bar, sentarse a la sombra en un día soleado, pedirse una hamburguesa y hablar con el camarero, para ver si entre los dos podían averiguar en qué momento las marismas había empezado a desintegrarse, y el mundo entero había empezado a girar a su alrededor.

Tal vez debería hacer eso. ¡Claro! Escogería un asiento de piel en un bar color caoba, y así pasaría la tarde. Haría planes para el futuro. Planearía el futuro de su familia. Pensaría en todas las formas posibles de expiar sus culpas. Era sorprendente lo bien que podían sentar tres cervezas después de un día largo y duro. Llevaban a Dave de la mano mientras éste subía la colina en dirección a la avenida Buckingham. Le decían: «¿No estás encantado de que te acompañemos? ¿No te parece maravilloso empezar una vida nueva, desenterrar los secretos, dispuesto a renovar las promesas a tus seres queridos y a convertirte en el hombre que siempre sabías que podías ser? ¿No te parece estupendo?»

«Y mira a quién tenemos ahí delante, ganduleando en la esquina junto a su reluciente coche deportivo. Nos está sonriendo. Val Savage, todo sonrisas, indicándonos con la mano que vayamos hacia él. ¡Venga! ¡Vamos a decirle hola!».

– ¡Dandi Dave Boyle! -exclamó Val mientras Dave se acercaba al coche-. ¿Cómo va todo, colega?

– Muy bien -respondió Dave, agachándose junto al coche. Apoyó los codos en la ventanilla de la puerta y se quedó mirando a Val. ¿Qué haces?

Val se encogió de hombros y contestó:

– Poca cosa, la verdad. Buscaba a alguien para ir a tomarme una cerveza, o para comer algo.

Dave no se lo podía creer. Era lo mismo que había estado pensando él.

– ¿De verdad?

– Sí. Podríamos ir a tomar algo y a jugar una partida de billar. ¿Qué te parece, Dave?

– ¡Genial!

De hecho, Dave estaba un poco sorprendido. Se llevaba bien con Jimmy, y con Kevin, el hermano de Val, a veces incluso con Chuck, pero no recordaba ni un solo día en que Val no hubiera mostrado la más grande de las apatías en su presencia. Se imaginó que debía de ser por Katie. Su muerte había hecho que se sintieran más próximos. Se sentían más unidos por su pérdida, y estrechaban lazos al compartir la tragedia.

– ¡Entra! -dijo Val-. Iremos a un lugar que conozco al otro lado de la ciudad. Está muy bien y es de un amigo mío.

– ¡Al otro lado de la ciudad! -exclamó Dave, observando la calle vacía que acababa de recorrer-. Bien, pero luego tengo que regresar a casa.

– ¡Claro, claro! -contestó Val-. Te llevaré a casa cuando quieras. ¡Venga! ¡Entra! Nos correremos una juerga nocturna de hombres a plena luz del día.

Dave sonrió y no dejó de hacerlo mientras daba la vuelta al coche de Val para llegar hasta la puerta del copiloto. Una juerga de hombres a pleno día. Precisamente lo que necesitaba. Val y él de copas como viejos amigos. Ésa era una de las cosas que más le gustaban de su barrio, y que temía que pudiera perderse: el modo en que los viejos sentimientos y el pasado se olvidaban con el tiempo, a medida que uno envejecía, cuando te dabas cuenta de que todo estaba cambiando y que lo único que seguía igual era la gente con la que uno había crecido y el lugar del que uno provenía. El barrio. «Ojalá viva para siempre -pensó Dave mientras abría la puerta-, aunque sólo sea en nuestra imaginación.»