"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)25. EL TIPO DEL MALETEROWhitey y Sean comieron tarde en Pat's Diner, en una salida de la autopista. El restaurante existía desde la Segunda Guerra Mundial, y hacía tanto tiempo que era el lugar favorito del cuerpo de policía que a Pat Whitey se tragó un trozo de hamburguesa con queso y la hizo bajar con un trago de gaseosa. – No se te habrá pasado por la cabeza que lo hizo Brendan, ¿verdad? Sean comió un trocito de su bocadillo de atún, y contestó: – Sé que me estaba mintiendo. Creo que sabe alguna cosa sobre esa pistola. Y considero que existe la posibilidad de que su padre siga con vida. Whitey bañó un trozo de cebolla en salsa tártara, y preguntó: – ¿Lo dices por los quinientos dólares al mes que alguien les manda desde Nueva York? – Sí. ¿Sabes a cuánto asciende esa cantidad a lo largo de todos esos años? A casi ochenta mil dólares. ¿Quién mandaría ese dinero si no fuera el padre? Whitey se limpió los labios con una servilleta y luego siguió comiendo su hamburguesa con queso. Sean se preguntaba cómo había conseguido evitar un ataque al corazón, comiendo y bebiendo como lo hacía, y trabajando setenta y cuatro horas a la semana cuando un caso le interesaba de veras. – Supongamos que está vivo -sugirió Whitey. – De acuerdo. – ¿De qué va todo esto, pues, de una conspiración genial para vengarse de Jimmy Marcus matando a su hija? ¿A qué jugamos? ¿A ser los protagonistas de la película? Sean soltó una risita y contestó: – ¿Quién crees que interpretaría tu papel? Whitey fue sorbiendo la gaseosa con una paja hasta que sólo quedó hielo. – Pienso mucho en eso, ¿sabes? Podría suceder, si no resolvemos este caso, Superpoli. Si vamos contando por ahí la historia del Fantasma de Nueva York, sabes perfectamente que seríamos el hazmerreír de todo el mundo. Y Brian Dennehy tendría muchas posibilidades de interpretar mi papel. Sean lo consideró y añadió: – No me parece tan descabellado -dijo, a la vez que se preguntaba cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes-. No eres tan alto como él, sargento, pero tienes su barriga. Whitey hizo un gesto de asentimiento, apartó el plato y dijo: – Estaba pensando que cualquiera de esos mentecatos que salen en la serie – Estás celoso. – Sí, pero tengo razón -apuntó Whitey-. El enfoque que le estamos dando al asunto de Ray Harris no nos lleva a ninguna parte. Tiene un cociente de probabilidad de… seis. – ¿De seis sobre diez? – No, de seis sobre mil. Pista equivocada, ¿no crees? Ray Harris delata a Jimmy Marcus, éste se entera, sale de chirona, y va a por Ray. Digamos que Harris consigue salir de la ciudad, se va a Nueva York, y encuentra un empleo lo bastante estable para mandar quinientos dólares al mes durante los siguientes trece años. Un día se despierta y se marcha. Ha llegado la hora de vengarse. Se sube a un autobús, llega a la ciudad, y se carga a Katherine Marcus. Y no lo hace de cualquier manera, sino que se la carga sin ningún tipo de compasión. Lo que vimos en ese parque es obra de un psicópata cabreado. Y después, el viejo Ray (y le llamo viejo, porque a pesar de que ya debe de tener unos cuarenta y cinco años, recorrió todo el parque, tras ella), se sube al autobús y regresa a Nueva York con su pistola. ¿Lo has verificado con el Departamento de Policía de Nueva York? Sean hizo un gesto de asentimiento y dijo: – No aparece en la lista de la Seguridad Social, no tiene tarjetas de crédito a su nombre, no existe nadie con su nombre y de su edad que tenga historial laboral. El Departamento de Policía de Nueva York y los estatales nunca han arrestado a nadie con sus huellas dactilares. – Pero aun así, crees que mató a Katherine Marcus. Sean negó con la cabeza y contestó: – No. Lo que quiero decir es que no estoy seguro. Ni siquiera sé si está vivo. Lo único que intento decirte es que podría estarlo. Además, parece muy probable que el asesinato se perpetrara con su pistola. Estoy convencido de que Brendan sabe algo y, además, no tiene a nadie que pueda confirmar que estuviera durmiendo en casa a la hora en que asesinaron a Katie Marcus. Me queda la esperanza de que si pasa una temporada encerrado, nos contará unas cuantas cosas. Whitey expulsó un eructo que desgarró el aire. – ¡Es un encanto, sargento! Whitey se encogió de hombros y apuntó: – Ni siquiera sabemos si en realidad fue Ray Harris el que atracó esa tienda de licores hace dieciocho años. No sabemos si la pistola era suya. Todo son conjeturas. Aunque así fuera, tampoco tenemos pruebas. Nunca le llevaron a juicio. ¡Qué caramba, un buen ayudante del fiscal del distrito ni se molestaría en exponer el caso! – Sí, pero tengo la corazonada de que tengo razón. – ¡Corazonada! -exclamó Whitey. Se volvió hacia Sean en el momento en que la puerta se abría tras él-. ¡Lo que faltaba, los gemelos imbéciles! Souza apareció junto a su asiento, y Connolly lo hizo unos cuantos pasos detrás. – ¡Y dijo que no era importante, sargento! Whitey se puso la mano detrás de la oreja, y alzó los ojos hacia Souza: – ¿De qué se trata, chico? Ya sabes que no oigo muy bien. – Hemos estado repasando la lista de coches que la grúa se ha llevado del aparcamiento del Last Drop. – Eso está bajo jurisdicción del Departamento de Policía de Boston -protestó Whitey-. ¿No os lo había dicho? – Hemos encontrado un coche que no ha reclamado nadie, sargento. – ¿Y? – Pues que le dijimos al empleado que volviera a comprobar si el coche todavía estaba ahí. Cuando se puso de nuevo al teléfono, nos dijo que el maletero goteaba. – ¿Qué era lo que goteaba? -preguntó Sean. – No lo sé, pero nos contó que olía a mil demonios. Era un Cadillac de dos colores: la cubierta blanca sobre la carrocería azul. Whitey se agachó junto a la ventana del copiloto, con las manos a ambos lados de los ojos. – Diría que esa mancha marrón que hay junto a la puerta del conductor parece un poco sospechosa. Connolly, de pie junto al maletero, exclamó: – ¡Caramba, qué pestazo! ¡Apesta igual que la marea baja en Wollaston! Whitey se acercó al maletero en el instante en que el empleado le entregaba un punzón a Sean. Sean se colocó junto a Connolly y, apartándolo de en medio, le aconsejo: – Use la corbata. – ¿Cómo dice? – ¡Para taparse la boca y la nariz, hombre! ¡Use la corbata! – ¿Y ustedes qué usan? Whitey señaló su resplandeciente labio superior y contestó: – Nos hemos puesto Vicks en el coche. Lo siento, chicos, pero se nos ha terminado. Sean cogió el punzón de uno de los extremos, lo pasó por la cerradura del maletero del Cadillac y lo clavó hasta el fondo, sintiendo cómo el metal se deslizaba sobre el metal, y cómo presionaba el cilindro de la cerradura. – ¿Lo has conseguido? -le preguntó Whitey-. ¿A la primera? – Sí -contestó Sean. Tiró con fuerza hacia atrás, arrastrando el cilindro de la cerradura, vislumbrando el agujero que había hecho antes de que saltara el pestillo y se levantara la tapa del maletero. El olor a marea baja fue sustituido por algo mucho peor: era un hedor que parecía ser una mezcla de gases pantanosos y de carne hervida pudriéndose sobre una pila de huevos revueltos. – ¡Hostia! -exclamó Connolly, mientras se cubría el rostro con la corbata y se alejaba del coche. – ¿A alguien le apetece un bocadillo mixto? -preguntó Whitey, y Connolly se volvió del color de la hierba. Souza, sin embargo, no tuvo ningún problema. Se acercó al maletero y, tapándose la nariz con una mano, preguntó: – ¿Dónde tiene la cara? – Debe de ser eso -respondió Sean. El hombre estaba acurrucado en posición fetal, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y hacia un lado, como si tuviera el cuello roto, y el resto del cuerpo hecho un ovillo en dirección contraria. El traje y los zapatos que llevaba eran de calidad, y Sean, después de examinarle las manos y el pelo, dedujo que debía de tener unos cincuenta años. Se dio cuenta de que había un agujero en la parte trasera de la chaqueta del traje, y utilizó un bolígrafo para apartar el tejido de la espalda del tipo. La camisa que llevaba debajo se había vuelto amarilla a causa del sudor y del calor, pero Sean encontró un agujero similar al de la chaqueta, en medio de la espalda, donde la camisa le había quedado incrustada en la piel. – Le dispararon, sargento. No cabe ninguna duda. -Examinó el maletero durante un momento-. Sin embargo, no encuentro el cartucho. Whitey se volvió hacia Connolly en el instante en que éste empezaba a tambalearse y le ordenó: – Suba al coche y diríjase al aparcamiento del Last Drop. Primero informe al Departamento de Policía de Boston. Sólo nos faltaría tener que discutir con ellos por cuestiones de jurisdicción. Examine la zona del aparcamiento en la que encontró mayor cantidad de sangre. Hay muchas posibilidades de que la bala esté allí, agente. ¿Me ha entendido? Connolly asintió con la cabeza, tragando saliva. – La bala le atravesó el cuadrante inferior y le alcanzó el esternón, casi en el centro. – Trae a la Policía Científica y a todos los agentes que puedas sin cabrear a los de Departamento de Policía de Boston -dijo Whitey a Connolly-. Si encuentras la bala, encárgate de llevarla personalmente al laboratorio. Sean asomó la cabeza por el maletero y observó el rostro destrozado con atención. – A juzgar por la cantidad de grava, alguien le aplastó la cara contra la acera hasta que no pudo más. Whitey, cogiendo a Connolly por el hombro, le dijo: – Di a los de la policía que van a necesitar un equipo entero de los de Homicidios: técnicos, fotógrafos, el ayudante del fiscal del distrito que esté de guardia y el médico forense. Diles también que el sargento Powers necesita a alguien que pueda hacer un análisis de grupo sanguíneo en el mismo lugar del crimen. ¡En marcha! Connolly estaba contento de poder alejarse de aquel horrible olor. Se dirigió a su coche patrulla a toda prisa, lo puso en marcha, y en menos de un minuto ya había salido del aparcamiento. Whitey usó un carrete entero para fotografiar el coche y los alrededores, y después le hizo un gesto de asentimiento a Souza. Éste se puso unos guantes de goma y empleó un trozo de alambre para forzar la cerradura de la puerta del coche. – ¿Has encontrado algún documento que le identifique? -preguntó Whitey a Sean. – He encontrado su cartera en el bolsillo trasero -respondió Sean-. ¿Por qué no haces unas cuantas fotografías mientras me pongo los guantes? Whitey se acercó al coche e hizo unas cuantas fotos, y luego, mientras garabateaba un diagrama de la escena del crimen en su libreta, dejó que la cámara le colgara del cordón que llevaba alrededor del cuello. Sean extrajo la cartera del bolsillo trasero del cadáver, y la abrió de golpe en el instante en que Souza, desde la parte delantera del coche, decía: – La matrícula está a nombre de un tal August Larson, residente en el número trescientos veintitrés de la calle Sandy Pine de Weston. Sean echó un vistazo al carné de conducir, y exclamó: – ¡Se trata del mismo tipo! Whitey le miró por encima del hombro y le preguntó: – ¿Ves algún carné de donante de órganos o algo así? Sean buscó entre las tarjetas de crédito, las tarjetas de socio del videoclub, el carné de socio de un gimnasio, la tarjeta del Real Automóvil Club, y por fin encontró la tarjeta de asistencia médica. Lo levantó para que Whítey pudiera verlo. – Grupo sanguíneo: A. – Souza -dijo Whitey-, llama a la central y solicita una orden de busca y captura de David Boyle, que vive en el número quince de la calle Crescent de East Buckingham. Varón de raza blanca, pelo castaño, ojos azules, metro sesenta, setenta y cinco kilos. Con toda probabilidad va armado y es un individuo peligroso. – ¿Armado y peligroso? -exclamó Sean-. Lo dudo, sargento. – Eso se lo cuentas al tipo del maletero -repuso Whitey. La sede central de Policía tan sólo se encontraba a ocho manzanas de distancia del depósito de coches; por lo tanto, cinco minutos después de que Connolly se hubiera marchado, un batallón de coches patrulla y de coches camuflados atravesaba la entrada, seguidos de la furgoneta del equipo del médico forense y de la camioneta de la Policía Científica. Tan pronto como los vio, Sean se quitó los guantes y se alejó del maletero. Ahora era cosa suya. Sean estaba dispuesto a responder a cualquier pregunta que desearan hacerle, pero aparte de eso, daba por concluido su trabajo allí. El primer agente del Departamento de Homicidios que salió del Crown Vic color café fue Burt Corrigan, un veterano de la quinta de Whitey que tenía el mismo historial de relaciones desafortunadas y mala alimentación. Le estrechó la mano a Whitey, ya que ambos acudían con frecuencia a las reuniones de los jueves de JJ Foley's, junto con los demás miembros del equipo de dardos. – ¿Ya le habéis multado o tenéis intención de esperar hasta después del funeral? -preguntó Burt a Sean. – Muy buena -apuntó Sean-. ¿Quién te escribe las frases últimamente, Burt? Burt le dio un golpecito en el hombro al acercarse al maletero. Lo examinó, lo olfateó y exclamó: – ¡Qué peste! Whitey se acercó al maletero y le dijo: – Creemos que el asesinato se perpetró en el aparcamiento del Last Drop de East Bucky en la madrugada del domingo. Burt asintió y preguntó: – ¿No fue allí uno de nuestros equipos forenses el lunes por la tarde? Whitey hizo un gesto de asentimiento y contestó: – Se trata del mismo caso. ¿Ha mandado algunos hombres al aparcamiento? – Sí, hace tan sólo unos minutos. Tenían que encontrarse con un tal agente Connolly para buscar una bala. – Correcto. – También ha solicitado una orden de busca y captura, ¿no es así? – Sí, de Dave Boyle -contestó Whitey. Burt observó de cerca el rostro del tipo muerto, y dijo: – Necesitaremos todas las notas que han tomado del caso, Whitey. – No hay ningún problema. Me quedaré un rato por aquí para ver cómo van las cosas. – ¿Se ha duchado hoy? – Lo primero que he hecho. – De acuerdo -se volvió hacia Sean-. ¿Y usted? – Desearía hablar con una persona que me está esperando -repuso Sean-. Ahora el caso es suyo. Me llevaré a Souza conmigo. Whitey asintió y, mientras le acompañaba al coche, le dijo: – Si Boyle tiene algo que ver en esto, podríamos relacionarlo con el asesinato de Katie Marcus, y solucionaríamos dos casos a la vez. – ¿Un doble homicidio a diez manzanas de distancia? -preguntó Sean. – Tal vez Katie Marcus saliera del bar y lo viera. Sean negó con la cabeza y añadió: – Las horas no cuadran. Si Boyle mató a ese hombre, lo hizo entre la una y media y las dos menos cinco de la mañana. Entonces tendría que haber recorrido diez manzanas, y encontrarse a Katie Marcus conduciendo por esa calle a las dos menos cuarto. Me parece imposible. Whitey se apoyó en el coche y respondió: – A mí también. – Además, el agujero que tenía ese hombre en la espalda es pequeño. Si quieres saber mi opinión, es demasiado pequeño para una pistola del calibre treinta y ocho. Pistolas diferentes, personas diferentes. Whitey asintió y, mientras se observaba los zapatos, le preguntó: – ¿Vas a interrogar otra vez al chico de los Harris? – No me quito de la cabeza lo de la pistola de su padre. – Si tuvieras una fotografía del padre, tal vez alguien podría retocarla para que pareciera mayor, hacerla circular, y saber si alguien le ha visto. Souza se les acercó, abrió la puerta del conductor y preguntó: – ¿Voy con usted, Sean? Sean asintió, se volvió hacia Whitey y declaró: – Es un pequeño detalle. – ¿El qué? – Lo que nos falta. Seguro que es algo sin importancia. Si lo averiguamos, podremos resolver el caso. Whitey sonrió y le preguntó: – ¿Cuándo fue la última vez que no pudiste resolver un caso de homicidio? – Hace ocho meses, el de Eileen Fields -contestó Sean con rapidez. – No todos los casos son fáciles de solucionar -apuntó Whitey-. ¿Sabes lo que te quiero decir? El rato que Brendan había pasado en la celda no le había sentado nada bien. Parecía más pequeño y más joven, aunque también más resentido, como si allí dentro hubiera visto cosas que jamás habría deseado ver. Pero Sean se había preocupado de ponerle en una celda vacía, lejos de la escoria de la sociedad y de los yanquis, por lo que no tenía ni idea de lo horrible que podía haber sido, a menos que el chico fuese incapaz de soportar el aislamiento. – ¿Dónde está tu padre? -le preguntó Sean. Brendan se mordió una uña, se encogió de hombros y contestó: – En Nueva York. – ¿No le has visto? Brendan, que empezaba a morderse otra uña, respondió: – No le he visto desde que tenía seis años. – ¿Mataste a Katherine Marcus? Brendan apartó la uña de los labios y se quedó mirando a Sean. – ¡Contéstame! – ¡No! – ¿Dónde está la pistola de tu padre? – Que yo sepa, mi padre no tenía ninguna pistola. Esa vez no parpadeó. No apartó la mirada de la de Sean. Le miró fijamente a los ojos con una especie de cansancio cruel y abatido que hizo que Sean viera por primera vez que el chico era capaz de ponerse violento. «¿Qué demonios le había sucedido en esa celda?» – ¿Qué motivo podía tener tu padre para matar a Katie Marcus? -preguntó Sean. – Mi padre no ha matado a nadie -replicó Sean. – Sabes algo, Brendan, y no me lo quieres contar. Vamos a ver si el detector de mentiras está libre en este momento. Me gustaría hacerte unas cuantas preguntas más. – Quiero hablar con un abogado -advirtió Brendan. – Enseguida, pero… – Quiero hablar con un abogado -repitió Brendan-. ¡Ahora mismo! – ¡Claro! -exclamó Sean sin cambiar el tono de voz-. ¿Conoces a alguno? – Mi madre conoce a uno. Déjeme que haga mi llamada telefónica. – Mira, Brendan… – ¡Ahora mismo! -espetó Brendan. Sean suspiró, le acercó el teléfono y dijo: – Antes tienes que marcar un nueve. El abogado de Brendan era un viejo bocazas irlandés que había estado persiguiendo ambulancias desde la época en que eran conducidas por caballos, pero sabía lo suficiente para tener la certeza de que Sean no tenía ningún derecho a retener a su cliente por el mero hecho de no tener coartada. – ¡Retenerle! -exclamó Sean. – Ha encerrado a mi cliente en una celda -alegó el abogado. – Pero si ni siquiera estaba cerrada con llave -replicó Sean-. El chico quería echar un vistazo. Por la expresión del abogado, parecía que Sean le había decepcionado. Brendan y él salieron de la sala sin volver la vista atrás. Sean empezó a leer los informes de algunos casos, pero las palabras no hacían mella. Cerró los informes, se reclinó en la silla, cerró los ojos, y vio a la Lauren y al hijo de sus sueños. Incluso sentía su olor. Abrió la cartera, sacó un trozo de papel en el que tenía apuntado el número del móvil de Lauren, lo dejó sobre la mesa y alisó las arrugas con la mano. Nunca había querido tener hijos. Aparte de que sus prioridades nunca habían ido por ahí, no les encontraba ningún encanto. Se apropiaban de tu vida y te causaban miedo y agotamiento; además, la gente se comportaba como si tener hijos fuera un acontecimiento sagrado y hablaban de ellos con el mismo tono reverente que antes se reservaba para los dioses. Si uno se paraba a pensarlo, sin embargo, no podía olvidar que todos esos gilipollas que bloqueaban el tráfico, que andaban por la calle, que gritaban en los bares y ponían la música a todo volumen, que te atracaban, que te violaban y que te vendían coches amarillos, que todos esos gilipollas no eran más que niños que habían envejecido. No era ningún milagro, y no había nada sagrado en ello. Además, ni siquiera estaba seguro de que fuera de él. Nunca se había hecho la prueba de paternidad, porque su orgullo le decía: «¡A la mierda! ¿Tengo que someterme a una prueba para demostrar que soy el padre? ¿Hay algo que pueda ser más humillante? Lo siento, pero me tienen que sacar un poco de sangre porque mi mujer se estaba follando a otro tío y se quedó embarazada». ¡A la mierda! Sí, la echaba de menos. Sí, la amaba. Y sí, había soñado con sostener a aquel niño entre sus brazos. ¿Y qué? Lauren le había traicionado, le había abandonado, había tenido a su hijo mientras estaba fuera y, lo que es peor, ni siquiera se había disculpado. Aún no le había dicho nunca: «Sean, estaba equivocada. Siento mucho haberte hecho daño». ¿Él le había hecho daño a ella? Sí, por supuesto. Cuando se había enterado de que tenía un lío, había estado a punto de pegarle, pero había retirado la mano en el último momento y se la había metido en el bolsillo. No obstante, Lauren le había visto la expresión de furia en el rostro. Y todos los insultos que le había proferido. ¡Santo cielo! Al fin y al cabo, su ira y el hecho de haberla apartado de él había sido reactivo. Era él el que había sido agraviado, no ella. Se lo estuvo pensando un poco más. Se volvió a meter el trozo de papel en la cartera, cerró los ojos de nuevo, y se quedó medio dormido en la silla. Le despertó el ruido de pasos en el vestíbulo, y abrió los ojos en el preciso instante que Whitey entraba en la oficina. Sean le vio el brillo de alcohol en los ojos antes de olerle el aliento. Whitey se dejó caer en el sillón, apoyó los pies sobre la mesa, y de una patada apartó la caja de pruebas varias que Connolly había dejado allí encima a primera hora de la tarde. – ¡Vaya día más largo, joder! -exclamó. – ¿Le has encontrado? – ¿A Boyle? -Whitey negó con la cabeza- No su casero me ha dicho que le oyó salir a eso de las tres, pero que todavía no había vuelto. También me ha dicho que hace mucho que no ve ni a la mujer ni al hijo. Le llamamos al trabajo. Hace el turno de miércoles a domingo, por lo tanto, tampoco le han visto -soltó un eructo-. ¡Ya aparecerá! – ¿Se sabe algo de la bala? – Encontramos una en el Last Drop. El problema es que topó con un poste metálico que había detrás del tipo. Los de Balística nos han dicho que quizá puedan identificarla, pero que no es seguro. -Se encogió de hombros-. ¿Hay alguna novedad respecto a Brendan? – Su abogado lo ha sacado de aquí. – ¿De verdad? Sean se acercó a la mesa de Whitey y empezó a examinar los contenidos de la caja. – No hay huellas dactilares -protestó Sean-, y las pocas que hay no corresponden a nadie con antecedentes. La pistola fue usada por última vez en un atraco que se perpetró hace dieciocho años. ¡Joder! -Volvió a meter el informe de Balística dentro de la caja-. La única persona que no tiene coartada es la única que no me parece sospechosa. – ¡Vete a casa! -le sugirió Whitey-. ¡De verdad! – Sí, de acuerdo -asintió mientras sacaba la cinta de la caja. – ¿Qué es eso? -preguntó Whitey. – Una cinta de Snoop Dogg. – Creía que estaba muerto. – No, el que está muerto es Tupac. – ¡Es difícil estar al día! Sean colocó la cinta en la grabadora que había en un extremo de la mesa y la puso en marcha. – Aquí el Servicio de Urgencias de la Policía. ¿Cuál es el motivo de su llamada? Whitey se pasó una goma por los dedos y la lanzó al ventilador del techo. – Hay un coche con sangre… La puerta está abierta… – ¿Dónde se encuentra el coche? – En las marismas, junto al Pen Park. Mi amigo y yo lo encontramos. – ¿Me puede dar la dirección? Whitey se tapó un bostezo con la mano y cogió otra goma. Sean se puso en pie y se estiró, preguntándose qué tendría en la nevera para cenar. – En la calle Sydney. Hay sangre y la puerta está abierta. – ¿Cómo te llamas, hijo? – Quiere saber cómo se llama ella, y me ha llamado «hijo». – ¿Hijo? Te he preguntado cómo te llamas tú.. – ¡Vayámonos de aquí! ¡Buena suerte! La conexión se interrumpió y la operadora pasó la llamada a la central. Sean apagó la grabadora. – Siempre había pensado que Tupac tenía un departamento con más ritmo -apuntó Whitey. – Era Snoop. Ya te lo he dicho. Whitey bostezó de nuevo, y repitió: -¡Vete a casa! ¿De acuerdo? Sean hizo un gesto de asentimiento y sacó la cinta de la grabadora. La guardó y la lanzó a la caja por encima de la cabeza de Whitey. Sacó su pistola Glock y la funda del cajón superior y se la colgó del cinturón. – ¡Ella! -exclamó. – ¿Qué? -preguntó Whitey volviéndose hacia él. – El niño de la cinta dijo «cómo se llama ella». Dijo que quería saber su nombre; hablaba de Katie Marcus. – ¡Claro! -repuso Whitey-. Si uno habla de una chica muerta, se refiere a ella en femenino. -Pero ¿cómo lo sabía? – ¿Quién? – El niño que hizo la llamada. ¿Cómo sabía que la sangre del coche era de una mujer? Whitey bajó los pies de la mesa y se quedó mirando la caja. Metió la mano y sacó la cinta. La lanzó al vuelo y Sean la cogió con las manos. – ¡Vuelve a ponerla! -le sugirió Whitey. |
||
|