"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)7. EN LA SANGRENadine Marcus, la hija más joven de Jimmy y Annabeth, recibió el Sagrado Sacramento de la Comunión por primera vez el domingo por la mañana en la parroquia de Santa Cecilia de los edificios de East Bucky. Llevaba las manos juntas desde las muñecas hasta la punta de los dedos; el velo y el vestido blanco le hacían parecer una novia pequeña o un ángel de nieve. Se dirigía en procesión hacia al altar con otros cuarenta niños, deslizándose, mientras que los demás avanzaban con pasos vacilantes. Ésa era, como mínimo, la impresión que tenía Jimmy. Aunque él habría sido el primero en admitir que no era imparcial con sus hijos, también estaba casi seguro de que tenía razón. En los tiempos que corrían, la mayoría de los chiquillos hablaban o chillaban cuando les daba la gana, decían palabrotas delante de sus padres, pedían esto y lo de más allá, no mostraban el más mínimo respeto por los adultos, y tenían esos ojos algo febriles y vidriosos de los adictos que pasan demasiadas horas ante el televisor, ante la pantalla del ordenador, o ambas cosas. A Jimmy le recordaban las bolas plateadas de la máquina del millón, que van len tas unas veces, pero que otras no paran de dar golpes, haciendo sonar las campanillas y yendo de derecha a izquierda velozmente. Cada vez que pedían algo, se lo daban. Si no era así, lo pedían en voz alta. Si la respuesta seguía siendo un no vacilante, entonces gritaban. Y sus padres, que al fin y al cabo, según Jimmy, eran todos unos pusilánimes, acababan por ceder a sus deseos. .Jimmy y Annabeth adoraban a sus hijas. Se esforzaban mucho para que fueran niñas felices, alegres y para que comprendieran lo mucho que las amaban. Pero había una frontera muy fina que separaba esa actitud de la tomadura de pelo; por lo tanto, Jimmy se aseguraba de que sus hijas supieran con exactitud dónde estaba aquella frontera. Tal y como estaban haciendo en aquel momento dos pequeños gilipollas que pasaban en procesión junto al banco de Jimmy: dos chicos que se iban dando empujones y que se reían en voz alta, sin hacer caso de las monjas que les mandaban callar, y haciendo el payaso delante de la multitud; aunque parezca mentira, algunos adultos les sonreían. ¡Por amor de Dios! En la época de Jimmy, los padres habrían ido hacia ellos, y levantándoles del suelo por los pelos, les habrían dado un azote en el culo, para susurrarles al oído que aquello no había acabado ahí antes de volver a dejarlos en el suelo. Jimmy, que había odiado a su viejo a más no poder, sabía que los métodos de antes eran injustos, de eso no había ninguna duda, joder, pero tenía que haber una solución intermedia que la mayoría de la gente pasaba por alto. Un terreno neutral en el que el niño supiera que los padres le amaban, pero que los jefes y las normas tenían razón de ser, que un Estaba claro que aunque uno transmitiese todos esos valores y educase a un buen chaval, te seguiría dando muchos disgustos. Tal y como estaba haciendo Katie. No tan sólo no apareció por la tienda, sino que además parecía que tampoco iba a presentarse a la Primera Comunión de su hermanastra pequeña. ¿En qué demonios estaría pensando? Seguramente en nada, ése era el problema. Al darse la vuelta para contemplar cómo Nadine avanzaba por el pasillo Jimmy se sintió tan orgulloso de ella que, por un momento, se olvidó de la ira (y sí, de la leve preocupación y de la pequeña aunque constante inquietud) que sentía por Katie; sin embargo, sabía que volvería de nuevo. La Primera Comunión era un acontecimiento muy especial en la vida de un niño católico, era un día para ir bien vestido, para dejarse adorar y adular, y para que le llevaran a Chuck E. Cheese después de la ceremonia, y Jimmy creía que debía festejar los acontecimientos importantes de la vida de sus hijos y hacer que fueran radiantes y memorables. Por eso estaba tan cabreado con Katie por no haberse presentado. Tenia diecinueve años, de acuerdo, y con toda probabilidad el mundo de sus hermanastras pequeñas no era nada en comparación con los modelitos, los chicos y poder colarse en bares en los que hacían la vista gorda con los menores de edad. Jimmy comprendía todo eso y no solía reñirle por ello, pero faltar a un evento tan importante, especialmente después de todo lo que Jimmy había hecho cuando Katie era más joven para celebrar los momentos importantes de la vida de su hija mayor, no tenía excusa. Sintió que la indignación crecía de nuevo y supo que tan pronto como la viera tendrían otro de sus «debates», tal y como los calificaba Annabeth, y que en los dos últimos años se habían convertido en algo habitual. Fuera lo que fuere, al diablo con ello. Porque allí llegaba Nadine, y se acercaba al banco de Jimmy. Annabeth le había hecho prometer a la niña que no miraría a su padre cuando pasara delante de él, con el fin de no estropear la seriedad del sacramento con algún gesto atolondrado o infantil, pero Nadine le echó una mirada de todos modos, rápida y suficiente para que Jimmy supiera que se arriesgaba a hacer enfadar a su madre sólo para demostrarle el amor que sentía hacia él. No se vanaglorió delante de su abuelo, Theo, ni delante de los seis tíos que llenaban el banco que había detrás del de Jimmy, y éste la respetó por ello: se acercaba a la frontera, pero no la había cruzado. Le miró por el rabillo del ojo izquierdo y Jimmy, que le siguió la mirada por debajo del velo, le dedicó un saludo con tres dedos a la altura de la hebilla del cinturón y pronunció un «hola» amplio y silencioso. Nadine soltó una sonrisa tan blanca que ni el velo, ni el vestido, ni los zapatos podían igualar; Jimmy sintió que le hacía estallar el corazón, los ojos y las rodillas. Las mujeres de su vida, Annabeth, Katie, Nadine y su hermana Sara, podían hacerle sentir así con cualquier pretexto; con tan sólo una sonrisa o una mirada podían conseguir que le temblaran las piernas y que se sintiera débil. Nadine bajó los ojos y arrugó su pequeño rostro para ocultar la sonrisa, pero Annabeth consiguió verla de todos modos. Le dio un codazo a Jimmy entre las costillas y la cadera izquierda. Se volvió hacia ella, notando cómo enrojecía. – ¿Qué? -preguntó. Annabeth le lanzó una mirada que indicaba que tendría que vérselas con ella cuando volvieran a casa. Después miró hacia delante, con los labios apretados, pero una ligera sonrisa en las comisuras. Jimmy sabía que tan pronto como dijera «¿algún problema?» con su voz de niño inocente característica, Annabeth empezaría a morirse de risa por mucho que le pesara, porque había algo en las iglesias que hacia que uno tuviera ganas de reírse, y ése siempre había sido uno de los grandes dones de Jimmy: tenía la habilidad de hacer reír a las señoras, pasara lo que pasare. Sin embargo, después de aquello estuvo un rato sin mirar a Annabeth: simplemente siguió la misa y los ritos sacramentales a medida que cada uno de los niños iba recibiendo por primera vez la hostia en las manos ahuecadas. Había enrollado el folleto del programa que humedeció por el sudor de la palma de la mano, mientras lo usaba para darse suaves golpes en la pantorrilla. Observó cómo Nadine alzaba la hostia de la mano y se la llevaba a la lengua, y luego se santiguaba, con la cabeza – ¡Nuestra niña! ¡Dios mío, Jimmy, nuestra niña! Jimmy la rodeó con el brazo y la estrechó hacia él, deseando poder retener ciertos momentos de la vida como si fueran fotos instantáneas y seguir disfrutándolos, sin interrupción, hasta que uno estuviera preparado para abandonarlos, sin importar las horas o los días que uno hubiera pasado gozando de ellos. Volvió la cabeza y besó a Annabeth en la mejilla; ésta se le acercó un poco más y ambos, sin apartar los ojos de Nadine, contemplaron el ángel sublime que tenían por hija. El tipo con la espada de samurái se hallaba de pie junto a la entrada del parque, de espaldas al Pen Channel; tenía un pie levantado del suelo y con el otro iba dando vueltas poco a poco, a la vez que sostenía la espada con un extraño ángulo por detrás de la coronilla. Sean, Whitey, Souza y Connolly se le fueron acercando despacio, mirándose entre ellos como diciendo «¿qué coño está haciendo?». El tipo continuó con sus lentos giros, sin prestar atención a los cuatro hombres que se le iban aproximando a medida que bordeaban el parque. Se pasó la espada por encima de la cabeza y empezó a blandirla a la altura del pecho. En ese momento debían de encontrarse a unos seis metros de distancia y el tipo, que había dado un giro de I80 grados, estaba de espaldas a ellos. Sean vio que Connolly se llevaba la mano a la cadera derecha, que desabrochaba la hebilla de la funda de su pistola y que dejaba la mano apoyada en la culata de su Glock. Antes de que todo aquello se complicase más, o que alguien resultara herido, o que el tipo les hiciera el haraquiri, Sean se aclaró la voz y dijo: – Disculpe, señor. ¿Señor? El tipo inclinó ligeramente la cabeza, como si hubiera oído a Sean, pero siguió con sus giros deliberados, que cada vez eran más rápidos y más cercanos. – Señor, debería dejar el arma en el suelo. El tipo apoyó el pie en el suelo y se dio la vuelta para mirarles, con los ojos abiertos de asombro al contemplar cada una de ellas (una, dos, tres, cuatro pistolas), y alargó el brazo con el que sostenía la espada, o para señalarles o para entregársela; Sean no lo acababa de tener claro. – ¿Está sordo, joder? ¡Al suelo! -le ordenó Connolly. – ¡Sssh! -exclamó Sean, y se detuvo. Debían de estar a unos tres metros del tipo; empezó a pensar en los rastros de sangre que habían encontrado por el camino unos cincuenta metros atrás, sabiendo todos ellos lo que esos rastros implicaban, para encontrarse con un Bruce Lee que blandía una espada del tamaño de una avioneta. Dejando aparte que Bruce Lee era asiático, mientras que no había ninguna duda de que aquel tipo era blanco; parecía joven, debía de tener unos veinticinco años, y tenía el pelo negro y rizado, iba afeitado y llevaba una camiseta blanca por dentro de unos pantalones vaqueros color gris. Se había quedado congelado y Sean estaba casi seguro de que les seguía apuntando con la espada paralizado por el miedo; era probable que el cerebro se le habría quedado agarrotado y que fuera incapaz de darle instrucciones al cuerpo. – Señor -dijo Sean, con un tono de voz severo para conseguir que el tipo le mirara a los ojos-. Hágame un favor, ¿de acuerdo? Deje la espada en el suelo. Solo tiene que abrir la mano y dejarla caer. – ¿Quién – Somos agentes de la policía -Whitey Powers le enseñó la placa-. ¿Lo ve? confíe en mí, señor, y suelte esa espada. – Sí, sí, claro -contestó el tipo y nada más soltarla golpeó el césped con un ruido sordo. Sean se percató de que Connolly empezaba a moverse a su izquierda, dispuesto a precipitarse hacia el tipo, y extendiendo la mano y sin apartar la mirada de él, le preguntó: – ¿Cómo te llamas? – ¿Eh? Kent. – ¿Qué tal, Kent? Soy Devine, policía estatal. Desearía que dieras dos pasos atrás y te alejaras del arma. – ¿Del arma? – De la espada, Kent. Haz dos pasos atrás. ¿Cómo te apellidas? – Brewer -respondió, y se echó hacia atrás, con las palmas de la mano hacia arriba y extendidas como si estuviera convencido de que en cualquier momento iban a sacar las cuatro Glocks a la vez y le iban a disparar. Sean sonrió, le hizo un gesto de asentimiento a Whitey, y preguntó: – ¡Eh, Kent! ¿Qué es lo que estabas haciendo? A mí me pareció alguna clase de ballet -se encogió de hombros-. Sí, claro, con una espada, pero… Kent vio que Whitey se agachaba junto a la espada y que la cogía con suavidad por la empuñadura con un pañuelo. – Kendo. – ¿Y eso qué es, Kent? – Kendo -repitió Kent-. Es un arte marcial. Voy a clases los martes y los jueves y practico por las mañanas. Sólo estaba practicando. Eso es todo. Connolly soltó un suspiro. Souza miró a Connolly y le dijo: – ¿Te quieres quedar conmigo? Whitey extendió la espada para que Sean viera el filo. Estaba engrasado, resplandeciente y tan limpio que podría haber salido de fábrica. – ¡Mira! -Whitey deslizó el filo por encima de la palma de su mano-. He tenido cucharas más afiladas. – Nunca la he hecho afilar -declaró Kent. Sean, que volvió a sentir en el cráneo el pájaro estridente, le preguntó: – ¿Kent, cuánto tiempo llevas aquí? Kent observó el aparcamiento que había a unos cien metros detrás de ellos y respondió: – Unos quince minutos, como mucho. ¿De qué va todo esto? Por el tono de voz se notaba que iba recuperando la confianza y que estaba un poco indignado-. Practicar kendo en un parque público no es ilegal, ¿verdad, agente? – No. Sin embargo, estamos haciendo todo lo posible para que lo sea -contestó Whitey-. Y haz el favor de llamarme «sargento», Kent. – ¿Puede justificar dónde se encontraba ayer por la noche y esta madrugada? -le preguntó Sean. Kent parecía nervioso de nuevo, como si se esforzara por comprender, y contenía la respiración. Cerró los ojos un momento, expulsó aire y contestó: – Sí, sí, ayer por la noche estaba… estaba en una fiesta con unos amigos. Regresé a casa con mi novia y nos fuimos a dormir a eso de las tres de la madrugada. Esta mañana he tomado café con ella y después he venido aquí. Sean se pellizcó la nariz, asintió con la cabeza y añadió: – Vamos a confiscarte la espada, Kent, y no estaría de más que fueras al cuartelillo con uno de los agentes y respondieras a unas preguntas. – ¿ Al cuartelillo? – A la comisaría de policía -aclaró Sean-. Lo que pasa es que nosotros la llamamos de otra manera. – ¿Por qué? – Kent, ¿estás de acuerdo en ir allí con uno de los agentes? – Sí, sí, claro. Sean miró a Whitey y éste hizo una mueca. Sabían que Kent estaba demasiado asustado para decir algo que no fuera la verdad, y sabían que los forenses no encontrarían nada sospechoso en la espada, pero tenían que examinar todas las posibilidades y redactar un informe de seguimiento hasta que el papeleo sobre sus escritorios se asemejara a un desfile de carrozas. – Voy a obtener el cinturón negro -declaró Kent. Se dieron la vuelta, le miraron y dijeron: – ¿Qué? – El sábado -añadió Kent, con la cara brillante por las gotas de sudor. He tardado tres años en conseguirlo; ésa es la razón por la que he venido aquí esta mañana: para asegurarme de que estaba en plena forma. – ¡Aja! ·-exclamó Sean. – ¡Eh, Kent! – dijo Whitey, y Kent le sonrió- No lo digo por nada, pero ¿a quien coño le importa? Cuando llegó el momento en que Nadine y los demás niños empezaron a salir en tropel por la puerta trasera de la iglesia, Jimmy estaba más preocupado que cabreado con Katie. Aunque le gustara salir por la noche e ir con chicos que él no conocía, Katie no era el tipo de persona que tuviera por costumbre dejar plantadas a sus hermanastras. Ellas la adoraban y ella, a su vez, las idolatraba: las llevaba al cine, a patinar y a comer helados. Últimamente las había estado animando a que fueran al desfile del domingo siguiente y se comportaba como si el Día de Buckingham fuera una fiesta estatal como San Patricio y las navidades. El miércoles por la noche había regresado temprano a casa y se las había llevado al piso de arriba para que eligieran lo que se iban a poner; hicieron una especie de ensayo; ella se sentó en la cama y las chicas entraban y salían de la habitación como si fueran modelos en una pasarela; además, le hacían preguntas sobre el pelo, los ojos y la forma de andar. Por supuesto, la habitación que compartían las dos chicas se convirtió en un ciclón de ropa descartada, pero a Jimmy no le importaba, ya que Katie estaba ayudando a las chicas a celebrar un acontecimiento; en cierta manera estaba usando los trucos que él mismo le había enseñado para conseguir que la cosa más insignificante se convirtiera en algo importante y único. Entonces, ¿por qué no había asistido a la Primera Comunión de Nadine? Tal vez se hubiera liado con alguien dotado de dimensiones legendarias. O quizá hubiera conocido de verdad a un tipo con pinta de estrella de cine y con actitud condescendiente. O a lo mejor tan sólo se le había olvidado. Jimmy se levantó del banco de la iglesia y echó a andar por el pasillo con Annabeth y Sara; Annabeth le apretaba la mano y adivinaba qué había detrás de aquella mandíbula tensa y de la mirada distante. – Estoy segura de que se encuentra bien. Es probable que tenga resaca, pero no hay duda de que está bien. Jimmy sonrió, asintió con la cabeza y le devolvió el apretón de manos. Annabeth, con su habilidad de ver a través de él, con sus oportunos apretones de manos y con su tierno pragmatismo era la base, sencilla y simple, en que se apoya ha.Jimmy. Él la consideraba esposa, madre, la mejor amiga, hermana, amante y consejera. Jimmy tenía la certeza de que sin ella habría acabado volviendo a Deer Island, o mucho peor, a alguna cárcel de máxima seguridad como las de Nolfolk o Cedar Junction, cumpliendo duras condenas mientras se le pudrían los dientes. Conoció a Annabeth un año después de que le soltaran y cuando aún le quedaban dos años de libertad condicional; para entonces, su relación con Katie había empezado a cuajar, y a gran velocidad. Parecía haberse acostumbrado a que él estuviera en casa cada día; se mostraba cautelosa y tranquila, pero cariñosa, y Jimmy se había habituado a estar siempre agotado, cansado de trabajar diez horas al día y de ir corriendo por toda la ciudad para recoger a Katie o dejarla en casa de su madre, en la escuela o en la guardería. Estaba cansado y asustado; ésas eran las dos constantes de su vida por aquel entonces, y después de un tiempo daba por hecho que siempre lo serían. Ya se despertaba con miedo: miedo de que Katie se hubiera dado la vuelta en la cama y se ahogara a medianoche, miedo a que la economía continuara en esa época de recesión y llegara a perder el empleo, miedo a que Katie se cayera de los columpios del colegio en la hora del patio, miedo;l que ella necesitara algo que él no pudiera darle, miedo a que aquella vida de constante miedo, amor y cansancio nunca acabase. Jimmy llevaba consigo ese cansancio el día que entró en la iglesia para asistir a la boda de uno de los hermanos de Annabeth, Val Savage y de Terese Hickey; tanto el novio como la novia eran feos, bajitos y tenían mal carácter. Jimmy se los imaginaba con cachorros en vez de hijos, criando un montón de bolas indistinguibles, llenas de rabia y con la nariz chata, que rebotarían arriba y abajo de la avenida Buckingham durante el resto de sus vidas, incendiando todo lo que se interpusiera en su camino. Val había sido empleado de Jimmy en la época en que este había tenido empleados, y Val le estaba agradecido por haber aceptado una baja de dos años y una suspensión de empleo de tres años en nombre de toda la plantilla, cuando todo el mundo sabía que Jimmy podría haber hecho reducción de personal y haberse evitado algunos problemas. Val, que era un hombre de constitución pequeña y con un cerebro diminuto, habría idolatrado a Jimmy de modo incondicional si éste no se hubiera casado con una mujer que no sólo procedía de Puerto Rico, sino que además vivía en otro barrio. Después de la muerte de Marita, los vecinos rumoreaban: «Bien, ¿qué esperaban? Eso es lo que sucede cuando uno va en contra de la naturaleza de las cosas. Sin embargo, Katie sí que será una belleza; las mestizas siempre lo son». Cuando Jimmy salió de Deer Island, le llovieron las ofertas. Jimmy era un profesional; era uno de los mejores ladrones que había salido de un barrio que tenía una lista de ladrones digna de estar en el Sin embargo, las cosas no fueron así. Jimmy Marcus, un genio del allanamiento de morada, que había dirigido su propia banda de hombres antes de alcanzar la edad legal para beber, el hombre que estaba detrás del robo a mano armada de Keldar Technics y de un montón de robos más, fue tan recto que llegó un momento en que la gente se creía que se mofaba de ellos. Incluso circulaban rumores de que Jimmy había empezado a hablar con Al DeMarco para comprarle la tienda, permitiendo que el viejo se retirara como propietario oficial y dándole un montón de dinero que, según se suponía, Jimmy había guardado del robo de Keldar. Jimmy de tendero, con un delantal… «Sí, sí, seguro», decían. Durante la recepción que Val y Terese hicieron en el Knights of Columbus [2] de Dunboy, Jimmy sacó a bailar a Annabeth y todo el mundo lo vio de inmediato: cómo se movían al ritmo de la música, cómo inclinaban la cabeza mientras se miraban fijamente a los ojos, valientes como toros, la dulzura con la que le acariciaba la espalda con la palma de la mano y cómo Annabeth se apoyaba en ella. Alguien comentó que se conocían desde que eran niños, aunque él era un poco mayor que ella. Tal vez ese sentimiento siempre había estado allí, esperando a que la portorriqueña se fuera o que Dios la mandara a buscar. Habían bailado al son de una canción de Rickie Lee Jones, que por alguna razón que Jimmy desconocía, tenía unas frases que siempre le llegaban a lo más hondo: «Bien, adiós, chicos / Oh, mis amigos Fueron los últimos en marcharse. Se sentaron en el amplio porche de la entrada, bebieron cervezas sin alcohol y fumaron, y saludaron a los otros invitados a medida que éstos se dirigían hacia sus coches. Permanecieron allí fuera hasta que la noche de verano empezó a refrescar y Jimmy le puso la chaqueta por encima de los hombros. Le explicó cosas sobre la cárcel y Katie, sobre los sueños de Marita de tener cortinas color naranja; ella, a su vez, le contó cómo había sido su infancia, creciendo en una casa llena de hermanos maníacos, los detalles de su único baile de invierno en Nueva York antes de darse cuenta de que no era lo suficientemente buena para estudiar en la escuela de enfermería. Cuando los responsables del Knights of Columbus les hicieron abandonar el porche, fueron paseando hasta su casa y llegaron justo en el momento en que Val y Terese tenían la primera discusión de casados. Cogieron un paquete de seis cervezas del frigorífico de Val y se marcharon; se encaminaron poco a poco hacia la oscuridad del autocine Hurley y, sentándose junto al canal, escucharon su triste chapaleteo. Hacía ya cuatro años que habían cerrado el cine, y cada mañana se dirigían hacia allí pequeñas excavadoras amarillas y camiones de escombros del Departamento de Parques y Jardines y del Departamento de Transporte, y convertían toda la zona que había alrededor del Pen Channel en una explosión de suciedad y de trozos de cemento. Se rumoreaba que iban hacer un parque, pero en aquel momento tan sólo era un autocine destrozado y la pantalla aún aparecía blanca por detrás de las enormes pilas de escombros color pardo y de montañas negras y grises de restos de asfalto. – Dicen que uno lo lleva en la sangre -espetó Annabeth. – ¿El que? – El hecho de robar, de cometer delitos…-se encogió de hombros- Ya sabes a lo que me refiero. Jimmy le dedicó una sonrisa desde detrás de la botella de cerveza y tomó un trago. – ¿Estás de acuerdo? -le preguntó. – No sé -ahora le tocó a él encogerse de hombros-. Tengo muchas cosas en la sangre, pero eso no quiere decir que tengan que salir a la luz. – No te estoy juzgando, créeme. Tanto su rostro como su voz eran del todo ilegibles y él se preguntaba qué deseaba que le dijera: ¿Que aún seguía con ese estilo de vida? ¿Que ya lo había dejado? ¿Que la haría rica? ¿Que nunca jamás volvería a perpetrar un delito? Desde lejos, Annabeth tenía un rostro tranquilo y poco expresivo, pero cuando uno la miraba de cerca, veía muchas cosas que no llegaba a comprender, y tenía la sensación de que la mente le iba a toda velocidad y que no la dejaba descansar. – Lo que quiero decir es que… El baile lo lleva uno en la sangre, ¿no es verdad? – No lo sé. Supongo que sí. – Sin embargo, ahora que te han dicho que ya no puedes seguir haciéndolo, lo has dejado, ¿no es así? Es posible que duela, pero te has enfrentado con el problema. – Bien… – De acuerdo -dijo, y sacó un cigarrillo del paquete que estaba entre ellos encima del banco de piedra-. Sí, era muy bueno en lo que hacía, Pero tuve problemas, mi mujer se murió y eso jodió la vida de mi hija -se encendió el cigarrillo y espiró profundamente mientras intentaba explicárselo del mismo modo que se lo había dicho a sí mismo un centenar de veces-: No pienso volver a joder la vida de mi hija, ¿entiendes Annabeth? No soportaría que yo tuviera que pasar dos años más en la cárcel. Mi madre no está bien de salud. Si ella muriera mientras yo estuviera encerrado, se llevarían a mi hija, estaría bajo tutela del estado y acabarían llevándola a algún centro tipo Deer Island para niños. No podría soportarlo, así de simple. Esté o no en la sangre, o cualquiera que sea el motivo, joder, te aseguro que no tengo ninguna intención de meterme en líos. Jimmy le sostuvo la mirada mientras ella le examinaba el rostro. Sabía que buscaba algún defecto en su explicación, algún tufillo o mentira, y él esperaba haber conseguido que el discurso fuera coherente. Se lo había estado pensando durante suficiente tiempo, preparándose para un momento como aquel. Y en realidad casi todo lo que había dicho era verdad. Lo único que había omitido era una cosa que se había prometido a sí mismo que nunca contaría a nadie, no importara quien fuera. Así pues, la miró a los ojos, esperó a que ella tomara una decisión, intentando apartar las imágenes de aquella noche junto al río Mystic (un tipo de rodillas, con la saliva goteándole barbilla abajo, el sonido chirriante de sus súplicas), imágenes que seguían intentando taladrarle la cabeza como si fueran brocas. Annabeth cogió un cigarrillo. Él se lo encendió y ella confesó: – Estuve loca por ti, ¿lo Jimmy mantuvo la cabeza erguida, la mirada tranquila, a pesar de que la sensación de alivio que le recorrió el cuerpo era propia de un avión a reacción. Sólo – ¡No puede ser! ¿Por mí? Asintió con la cabeza y añadió: – ¿Te acuerdas de cuando pasabas por casa a ver a Val? ¡Dios mío! ¿Cuántos años debería de tener…? ¿catorce, quince? ¡Jimmy, ni te lo creerías! Sólo – ¡Joder! -le tocó el brazo-. Pero ahora no estás temblando. – Sí que lo estoy, Jimmy. Sin ninguna duda. Y Jimmy sintió cómo el episodio del Mystic se alejaba de nuevo, se desvanecía entre las sucias profundidades del canal, desaparecía y se instalaba en la distancia, allí donde debía estar. Cuando Sean regresó al sendero del parque, la experta de la Policía Científica estaba allí. Whitey Powers ordenó por radio a todas las unidades que se encontraban por allí que hicieran una barrida policial y que detuvieran a todos los vagabundos del parque; después se agachó junto a Sean y la experta. – El rastro de sangre va hacia allí -declaró la experta, señalando hacia el interior del parque. El sendero pasaba por encima de un pequeño puente de madera y luego se desviaba y bajaba hacia una zona muy arbolada del parque, que rodeaba el antiguo autocine que había en uno de los extremos del lugar. Se oyó un pitido procedente de la radio de Withey; éste se la llevó a los labios y respondió: – Powers. – Sargento, necesitamos su presencia en el jardín. – Voy hacia allí. Sean observó cómo Whitey andaba a toda velocidad por el sendero y luego se dirigía hacia el jardín vallado que había junto a la siguiente curva. El dobladillo de la camiseta de hockey de su hijo le ondeaba en la cintura. Sean se puso en pie, contempló el parque y se percató de lo grande que era: notó cada arbusto, cada montículo y toda aquella agua. Volvió – ¿Cómo se llama? -le preguntó Sean. – Karen -respondió-. Karen Hughes. Sean le estrechó la mano y, mientras cruzaban el sendero, ninguno de los dos apartó la mirada de la mancha roja; ni siquiera se dieron cuenta de que Whitey Powers se acercaba hasta que éste estuvo casi encima de ellos, corriendo y sin aliento. – Hemos encontrado un zapato -declaró Whitey. – ¿Dónde? Whitey señaló un poco más allá del sendero, allí donde empezaba a bordear el jardín vallado. – En el jardín. Es un zapato de mujer del número treinta y siete – ¡No lo toquen! -les ordenó Karen Hughes. – ¡Bah! -exclamó Whitey. Karen lo miró con desaprobación, tenía una mirada glacial que podía hacer que se te encogiera el cuerpo. – Lo siento, Solo he dicho «bah», señora, Sean se volvió hacia los árboles y la mancha de sangre ya no era una mancha, sino un trozo rasgado de tela en forma de triángulo que colgaba de una fina rama a la altura del hombro. Los tres se quedaron inmóviles allí delante hasta que Karen Hughes dio un paso atrás e hizo unas cuantas fotografías desde cuatro ángulos diferentes; después revolvió el bolso en busca de algo. Sean estaba casi seguro de que era nailon; con toda probabilidad era un trozo de chaqueta manchado de sangre. Karen usó unas pinzas para arrancarlo de la rama, lo miró con atención durante un minuto y luego lo dejó caer en una bolsa de plástico. Sean se inclinó hacia delante hasta la altura de la cintura, estiró la cabeza y miró hacia el barranco. Después volvió la mirada hacia al otro lado y vio lo que podía haber sido la huella de un zapato impresa en la tierra húmeda. Le dio un codazo a Whitey y la señaló hasta que él también la vio. Karen Hughes se fijó en ella y en un momento ya estaba sacando unas cuantas fotografías con la Nikon del departamento. Se puso en pie, cruzó el puente, bajó hasta la orilla e hizo unas cuantas fotografías más. Whitey se puso en cuclillas, echó un vistazo debajo del puente y afirmó: – Diría que se escondió aquí durante un rato y que cuando vio que el asesino se acercaba, se precipitó hacia el otro lado y echó a correr de nuevo. – ¿Por qué seguiría adentrándose en el parque? -preguntó Sean-. Quiero decir, aquí está de espaldas al agua, sargento. ¿Por qué no cogió un atajo para dirigirse hacia la entrada? – Tal vez estuviera desorientada. Estaba oscuro y le habían disparado. Whitey se encogió de hombros y usó la radio para llamar al Departamento de Comunicados. – Aquí el sargento Powers. Nos estamos acercando a un posible uno-ocho-siete. Vamos a necesitar todos los agentes de los – ¿Buceadores? – Afirmativo. También necesitamos la presencia del teniente Friel y alguien de la fiscalía del distrito tan pronto como sea posible. – El teniente ya se encuentra en camino y ya se lo hemos comunicado a la fiscalía. ¿ Corto? – Afirmativo. Cambio. Sean observó la huella del tacón en la tierra y se percató de que había algunas rayas a su izquierda, como si la víctima hubiera metido los dedos al subir a rastras y pasar al otro lado. – ¿Le gustaría hacer alguna conjetura sobre lo que sucedió aquí ayer por la noche, sargento? – Ni me atrevo a intentarlo -respondió Whitey. Desde las escaleras de la iglesia, Jimmy apenas lograba vislumbrar el Penitentiary Channel. Era tan sólo una línea color violeta claro en el extremo más alejado del paso superior que atravesaba la autopista; el parque que lo confinaba era el único reducto de naturaleza a ese lado del canal. Jimmy observó la blanca raja de la parte superior de la pantalla del autocine, que estaba situado en el centro del parque, y que sobresalía un poco por encima del paso superior. Aún seguía ahí, mucho después de que el estado se hubiera apropiado de la tierra por cuatro duros en la subasta del Distrito II y lo cediera al Departamento de Parques y Jardines. Dicho departamento se había pasado los diez años siguientes embelleciendo el lugar, arrancando los palos que aguantaban los altavoces del autocine, nivelando el suelo y plantando césped, delimitando senderos para ciclistas y atletas a lo largo del agua, erigiendo jardines vallados, construyeron incluso un embarcadero y rampas para piragüistas, a pesar de que éstos no podrían llegar muy lejos antes de que les hicieran dar la vuelta por los dos extremos a causa de las esclusas del puerto. Sin embargo, la pantalla seguía allí, surgía por detrás del callejón sin salida que habían creado al plantar una hilera de grandes árboles que habían transportado por barco desde Carolina del Norte. En el verano, un grupo de teatro local solía interpretar a Shakespeare delante de la pantalla; la decoraban con telones medievales, brincaban de un lado al otro del escenario con espadas de papel de aluminio y no cesaban de repetir «atiende», «en verdad» y gilipolleces por el estilo. Hacía dos veranos que Jimmy había ido allí con Annabeth y las chicas. Annabeth, Nadine y Sara se habían quedado dormidas antes de que acabara el primer acto, sin embargo, Katie había permanecido despierta, inclinándose hacia delante encima de la manta, con el codo apoyado en la rodilla y la barbilla en la palma de la mano; por lo tanto, Jimmy había hecho lo mismo. Esa noche representaron Jimmy no comprendía nada de lo que ella le decía y Katie era incapaz de explicárselo. Sólo repetía que había sentido que la «transportaban», y durante los seis meses siguientes no paraba de repetir que se iría a vivir a Italia después de la graduación. Jimmy, mientras contemplaba el extremo de los edificios de East Bucky desde las escaleras de la iglesia, pensó: «¡Italia, por supuesto!». – ¡Papá, papá! -Nadine se separó de un grupo de amigos y corrió hacia Jimmy en el momento en que éste pisaba el último escalón-. ¡Papá, papá! -repitió lanzándose a toda velocidad sobre él. Jimmy la levantó en brazos y percibió un olor intenso a almidón procedente del vestido; la besó la mejilla y exclamó: – ¡Nena, nena! Con el mismo movimiento que su madre solía hacer para apartarse el pelo de los ojos, Nadine usó dos dedos para apartarse el velo del rostro. – Este vestido pica. – Me pica a mí y ni siquiera lo llevo -protestó Jimmy. – Si te pusieras un vestido, papá, estarías muy gracioso. – No si me quedara tan bien como a ti. Nadine puso los ojos en blanco, se rascó la parte inferior de la barbilla con la rígida corona del velo y le preguntó: – ¿Te hace cosquillas? Jimmy observó a Annabeth y a Sara por encima de la cabeza de Nadine y sintió como las tres le hacían estallar el pecho, cómo le llenaban y como le convertían en polvo a la vez. Si un montón de balas le acribillara la espalda en ese momento, en ese preciso instante, no pasaría nada. No lo lamentaría. Era feliz, todo lo feliz que uno podía llegar a ser. Bueno, casi. Echó un vistazo a la multitud por si veía a Katie, con la esperanza de que ésta hubiera aparecido en el último momento. En vez de eso, vio a un coche patrulla que giraba la esquina de la avenida Buckingham y que se colocaba en el carril izquierdo de la calle Roseclair; el neumático trasero golpeaba la franja central mientras que el ruido estridente y agudo de la sirena cortaba el aire de la mañana. Jimmy observó cómo el conductor pisaba el acelerador y oyó el ruido que hacía el motor al girar con rapidez cuando el coche patrulla bajaba la calle Roseclair a toda velocidad en dirección al Pen Channel. Unos segundos más tarde le siguió un coche negro camuflado y, a pesar que de llevaba la sirena apagada, era imposible confundirlo con otro tipo de coche, ya que el conductor giró la esquina de noventa grados que llevaba a la calle Roseclair a sesenta kilómetros por hora; además, el motor hacía un ruido ensordecedor. Mientras Jimmy dejaba a Nadine en el suelo, sintió que una certeza desagradable y repentina le recorría el cuerpo; tuvo la sensación de que las cosas volvían lamentablemente a la normalidad. Contempló cómo los dos coches patrulla pasaban como un rayo por debajo del paso elevado y giraban con brusquedad hacia la derecha para tomar la carretera de entrada del Pen Park. En ese momento, sintió a Katie en su sangre, junto con los motores ensordecedores y los neumáticos batientes, entre los vasos capilares y las células. – Katie -estuvo a punto de decir en voz alta-. ¡Santo cielo! ¡Katie! |
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