"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)

8. VIEJO MACDONALD

El domingo por la mañana, Celeste se despertó pensando en cañerías: en toda esa red de tubos que atravesaba casas y restaurantes, multicines y centros comerciales, y que bajaba formando grandes tramos esqueléticos desde lo alto de edificios de oficinas de cuarenta plantas, de un piso gigantesco a otro, y que se precipitaban hacia una red incluso mayor de alcantarillas y acueductos que serpenteaban bajo pueblos y ciudades, conectando a la gente de una forma más viable que las propias palabras, con el único objetivo de deshacerse de todo aquello que habíamos consumido y que nuestros cuerpos, nuestras vidas, nuestros platos y nuestras bandejas de comida crujiente habían desechado.

¿Adónde iba todo aquello?

Se imaginaba que ya se habría planteado esa pregunta con anterioridad, de forma imprecisa, de la misma manera que uno se pregunta como puede ser que un avión se mantenga en el aire sin batir las alas, pero en ese momento deseaba saberlo de verdad. Se sentó en la cama vacía, ansiosa y curiosa, y oyó el ruido que hacían Dave y Michael mientras jugaban a Wiffle-ball [3] en el jardín trasero tres plantas más abajo. ¿Adónde?, se preguntaba.

Tenía que ir a alguna parte. Todos esos chorros de agua, todo ese jabón de manos, champú, detergente, papel higiénico y los vómitos de los bares, todas las manchas de café, las manchas de sangre, las manchas de sudor, la suciedad de las vueltas del pantalón y la mugre del Iado interno de los cuellos de camisa, las verduras frías que uno quitaba del plato con el tenedor y tiraba en el cubo de la basura, los cigarrillos, la orina, las duras cerdas de pelo procedentes de piernas, mejillas, ingles y barbillas…, todo aquello se juntaba cada noche con cientos de miles de entidades similares o idénticas y, según suponía, fluían a través de húmedos pasadizos repletos de bichos, para ir a desembocar en unas grandes catacumbas, donde se mezclaba con chorros de agua que se dirigían a toda velocidad a… ¿ dónde?

Ya no lo vertían en el mar. ¿O sí? No estaba permitido. Le parecía recordar algo sobre el tratamiento de gérmenes infecciosos y de la depuración de aguas residuales, pero no tenía muy claro si lo había visto en una película, y ya se sabe que a menudo las películas estaban plagadas de gilipolleces. Así pues, si no lo vertían al mar, ¿adónde iba? y si lo hacían, ¿por qué? Seguro que había un sistema mejor, ¿no? Sin embargo, se le volvió a aparecer la imagen de todas aquellas tuberías, de todos los residuos, y no le quedó más remedio que seguir preguntándoselo.

Oyó el sonido hueco y de plástico que hacía el bate de Wiffle-ball al golpear la pelota. Oyó cómo Dave gritaba «¡para!» y los gritos de alegría de Michael; también oyó el ladrido de un perro y éste sonó tan seco como el del bate y la pelota.

Celeste se dio la vuelta y se puso boca arriba; sólo entonces se dio cuenta de que estaba desnuda y de que había dormido hasta pasadas las diez. Era algo que no había sucedido a menudo, si es que había sucedido alguna vez desde que Michael había aprendido a andar. Notó como una oleada de culpabilidad le inundaba el pecho, para luego desaparecer en la boca del estómago a medida que recordaba cómo había besado la piel que había alrededor de la nueva cicatriz de Dave a las cuatro de la madrugada y en la cocina, arrodillada, probando el miedo y la adrenalina de sus poros, olvidándose de cualquier preocupación por el sida o por la hepatitis al sentir ese deseo repentino de saborearle y abrazarse a el lo más estrechamente posible. Había dejado que la bata de baño le cayera de los hombros mientras continuaba recorriéndole la piel con la lengua, arrodillada con una camiseta y en ropa interior de color negro, sintiendo como la noche se adentraba por debajo de la puerta del porche y le helaba los tobillos y las rótulas. El miedo había provocado que la piel de Dave adquiriera un sabor medio amargo y medio dulce; le pasaba la lengua desde la cicatriz hasta la garganta y le rodeaba las pantorrillas con las manos mientras notaba que se endurecía y que se le intensificaba la respiración. Deseaba que todo eso durara para siempre: el hecho de saborearlo, el poder que de repente sentía en su cuerpo; por lo tanto, se levantó y le rodeó con los brazos. Deslizó la lengua sobre la de él, le agarró el pelo con los dedos y se imaginó que así absorbía el dolor causado por el encuentro del aparcamiento. Le sostuvo la cabeza y le apretó contra su cuerpo hasta que él le arrancó la camiseta y hundió la boca entre sus pechos; luego se balanceó contra la ingle de él y oyó cómo empezaba a gemir. Deseaba que Dave comprendiera que ellos eran eso: estrecharse uno contra el otro, la fusión de sus cuerpos, el olor, la necesidad, el amor, sí, el amor, porque nunca le había amado tanto como entonces, ya que se había dado cuenta de que había estado a punto de perderlo.

Dave le mordió el pecho con los dientes y, aunque le dolía y se lo chupaba con demasiada dureza, aún se le acercó más a la boca y recibió el dolor con los brazos abiertos. Aunque le hubiera chupado la sangre no le habría importado porque la lamía y la necesitaba a ella, le clavaba las uñas en su espalda y se liberaba de su miedo para dejarlo encima y dentro de ella. Se lo tragaría todo y luego lo escupiría por él; los dos se sentirían más fuertes que nunca. No tenía ninguna duda al respecto.

Cuando empezó a salir con Dave, su vida sexual se había caracterizado por una carencia total de límites. Solía llegar al piso que compartía con Rosemary llena de morados, de mordiscos y de arañazos en la espalda, que le llegaban hasta los mismísimos huesos a causa de esa especie de agotamiento apremiante que se imaginaba que debían sentir los adictos entre chute y chute. Desde el momento en que nació Michael, en realidad desde que Rosemary fuera a vivir con ellos después del cáncer número uno, Celeste y Dave habían caído en esa especie de rutina predecible de pareja casada de la que se reían tanto en las comedias; es decir, la pareja que o bien suele estar demasiado cansada o que no tiene suficiente intimidad y que se tiene que contentar con algunos minutos de caricias rutinarias y un poco de sexo oral, hasta pasar al acontecimiento principal, que, con el paso de los años, deja de ser tan importante y cada vez se parece más a una forma de matar el tiempo entre la información meteorológica y Leno [4].

Sin embargo, la noche anterior había sido sin lugar a dudas ese tipo de pasión que merecía llamarse acontecimiento principal y que la había dejado, hasta aquel preciso momento en que seguía en la cama, totalmente magullada.

Solo al volver a oír la voz de Dave procedente del jardín, repitiéndole a Michael que hiciera el favor de concentrarse, fue capaz de recordar lo que le había estado preocupando, antes de las tuberías, antes del recuerdo del sexo loco en la cocina, tal vez incluso antes de que se metiera en la cama a altas horas de la madrugada: Dave le había mentido.

Lo había sabido desde el primer momento en que él entró en el cuarto de baño; sin embargo, había decidido cerrar los ojos ante la evidencia. Después, tumbada en el suelo de linóleo, y arqueando la espalda y el culo para que él pudiera penetrarla, lo había vuelto a saber. Le examinó los ojos, algo vidriosos, mientras se introducía dentro de ella y mientras tiraba de sus pantorrillas con fuerza para colocarlas encima de sus caderas; aceptó sus primeras embestidas con el convencimiento de que la historia que le acababa de contar no tenía ningún sentido.

Para empezar, a quién podría ocurrírsele decir cosas del estilo «la cartera o la vida, hijo de perra. No me pienso ir sin una cosa o la otra». Absurdo. Era, tal y como había pensado en el cuarto de baño, una frase extraída de una película. Y aunque el ladrón se hubiera preparado la frase con anterioridad, dudaba mucho que en realidad la hubiera pronunciado cuando llegara el momento. Imposible. A Celeste la habían atracado una vez en un parque público cuando debía de tener unos veinte años. El atracador, un negro de piel no demasiado oscura, de muñecas planas y delgadas y ojos inquietos color castaño, se había acercado a ella en el desamparo de un frío anochecer, le había colocado una navaja de resorte en la cadera y le había dejado entrever por un instante sus fríos ojos mientras le susurraba: «¿Qué tienes?».

No había nada en los alrededores, a excepción de unos árboles pelados propios de diciembre; la persona que tenían más cerca era un hombre de negocios que se apresuraba hacia su casa por Beacon al otro lado de una valla de hierro forjado que debía de estar a unos dieciocho metros de distancia. El atracador le apretaba más con la navaja en los pantalones vaqueros, sin cortarla, pero presionando con fuerza contra ella; notó que el aliento le olía a caries y a chocolate. Le había entregado la cartera, intentando evitar sus inquietos ojos castaños y esa sensación irracional de que el tipo tenía muchos más brazos de los que mostraba; él se había metido la cartera en el bolsillo del abrigo y le había dicho: «Estás de suerte, ya que no tengo mucho tiempo», y se había alejado poco a poco por la calle Park, sin prisas y sin miedo.

Muchas mujeres le habían contado historias parecidas. Al menos en aquella ciudad no solían atracar a los hombres, a no ser que buscaran jaleo; en cambio, a las mujeres las atracaban muy a menudo. La amenaza de la violación siempre estaba presente, implícita o imaginada, y de entre todas las historias que le habían contado, nunca había habido un atracador que dijera frases inteligentes. No tenían tiempo. Necesitaban ser lo más sucintos que fuera posible. Conseguir lo que querían y marcharse de allí antes de que alguien se pusiera a gritar.

Además estaba el asunto ése de que le había pegado un puñetazo mientras sostenía la navaja en la otra mano. Si uno daba por supuesto que sostenía la navaja con la mano diestra, bien, venga hombre, ¿quién daba puñetazos con una mano que no fuera la que usaba para escribir?

Sí, creía que Dave se había visto inmerso en una horrible situación en la que se había visto obligado a sucumbir a una mentalidad del tipo «o matas, o te matan». Sí, estaba segura de que no era el tipo de hombre que habría ido en busca de pelea. Pero… pero aún así, la historia que había contado tenía lagunas y cosas que no encajaban. Era como si alguien que llevara la camisa manchada de barra de labios deseara justificarse: no quería decir que uno hubiera sido infiel, pero la explicación, por ridícula que fuera, debería tener algún sentido.

Se imaginó a los dos detectives en la cocina de su casa, haciéndole preguntas, y estaba convencida de que Dave no soportaría la presión. Ante una mirada imparcial y un sinfín de preguntas, su historia caería por su propio peso. Reaccionaria de la misma forma que cuando le preguntaba por su infancia. Sin lugar a dudas había oído contar historias, ya que las marismas no dejaban de ser un pequeño pueblo dentro de una gran ciudad y la gente rumoreaba. Así pues, una vez le había preguntado a Dave si le había sucedido algo terrible cuando era niño, algo que sintiera que no podía compartir con nadie, y le había hecho saber que podía compartirlo con ella, su mujer, que además estaba embarazada de su hijo en aquel momento.

Le había mirado con un gesto de confusión y le había dicho: «¡Ah, te refieres a eso!».

– ¿A qué?

– Estaba jugando con Jimmy y con otro niño, Sean Devine. SÍ, ya le conoces. Le has cortado el pelo una o dos veces, ¿verdad?

Celeste le recordaba. Trabajaba para algún departamento relacionado con la ley, pero no en la ciudad. Era alto, con el pelo rizado y una voz color ámbar que te embriagaba. Tenía la misma seguridad inherente que Jimmy, esa que tenían los hombres que o bien eran muy atractivos o que rara vez se veían afligidos por la duda.

Era incapaz de imaginarse a Dave con aquellos dos hombres; ni siquiera de niños.

– De acuerdo -le había respondido.

– Bien, el coche se detuvo, subí, y poco después, me escapé.

·-Te escapaste.

Había asentido él haciendo un gesto con la cabeza.

– No hay mucho más que contar, cariño.

– Pero Dave…

Le había dicho tapándole los labios con el dedo:

– Démoslo por finalizado, ¿vale?

Sonreía, pero Celeste captó una especie de… ligera histeria en sus ojos.

– ¿Que más quieres saber? Recuerdo que jugaba a pelota y a dar patadas a las latas -dijo Dave-.Y que también iba a la escuela Lewis M. Dewey y que tenía que hacer grandes esfuerzos para no dormirme en clase. También recuerdo haber ido a algunas fiestas de cumpleaños y chorradas de ésas. Pero, venga, era una vida muy aburrida. Si quieres te cuento la época de instituto…

Sin embargo, ella lo dejaba correr, tal y como hacía cuando él le mentía sobre por que había perdido el trabajo en la Empresa Americana de Mensajeros (Dave le había dicho que habían hecho reducción de plantilla, pero otros tipos del barrio salieron a la calle durante las semanas que siguieron y les llovieron las ofertas de empleo), o como cuando le había contado que su madre había muerto de un ataque al corazón cuando todo el barrio sabía la historia de que Dave, al regresar a casa cuando cursaba el penúltimo curso en el instituto, se había encontrado a su madre sentada junto al horno, con las puertas de la cocina cerradas, con unas toallas que tapaban las ranuras y con la habitación llena de gas. Al final se había convencido de que Dave necesitaba sus mentiras y que le hacía falta re inventar su propia historia e idearla de tal modo que le permitiera aceptarla y enterrarla. Y si eso le convertía en una persona mejor, en un marido cariñoso, aunque en ocasiones distante, y en un padre atento, ¿quién era ella para juzgarle?

Sin embargo, mientras Celeste sacudía los pantalones vaqueros y algunas camisas de Dave, supo que esa mentira podría acabar con él. Con ellos, ya que al lavarle la ropa, ella también había participado en la conspiración de la obstrucción a la justicia. Si Dave no se sinceraba con ella, sería incapaz de ayudarle. Y cuando la policía fuera a su casa (porque lo harían, ya que eso no era la televisión; incluso el detective más tonto y más borracho era más listo que ellos cuando se trataba de crímenes) despedazarían la historia de Dave con la misma facilidad que si cascaran un huevo en el canto de una sartén.


La mano derecha le estaba matando. A Dave se le habían hinchado los nudillos el doble de lo normal y tenía la sensación de que los huesos más cercanos a la muñeca estaban a punto de perforarle la piel. Así pues, podría haber pasado por alto que le había lanzado la pelota a Michael con torpeza, pero se negaba a hacerlo. Si el chaval era incapaz de darle a la pelota Wiffle cuando ésta volaba en curva o por lo bajo, nunca sería capaz de seguir la trayectoria de una pelota más dura que fuera al doble de velocidad, ni de darle con un bate diez veces más pesado.

Su hijo, que tenía siete años, era demasiado pequeño para su edad y demasiado confiado para el mundo en que vivían. Era obvio por la franqueza de su rostro y por la sensación de esperanza que irradiaba de sus ojos azules. A Dave le encantaba esa faceta de su hijo, pero también la odiaba. No sabía si tendría la fortaleza para quitársela, pero tenia la certeza de que pronto tendría que hacerlo, y que si no lo hacía, el mundo lo haría por el. Esa cosa tierna y frágil de su hijo era una maldición de los Boyle, la misma que hacia que a Dave, a la edad de treinta y cinco años, aún le siguieran confundiendo por un universitario y que le pidieran el carné de identidad en las tiendas de bebidas alcohólicas fuera del barrio. Tenía la misma mata de cabello que cuando tenía la edad de Michael y no tenía ni una sola arruga; sus propios ojos azules eran vitales e inocentes.

Dave observó cómo Michael se atrincheraba tal y como le había enseñado, cómo se arreglaba la gorra y cómo ladeaba el bate por encima de su cabeza. Balanceaba un poco las rodillas y las flexionaba, un hábito del que Dave se iba liberando poco a poco, pero que le volvía con la misma naturalidad que si fuera un tic. Dave lanzaba la pelota con rapidez, para sacar partido de sus debilidades, escondiendo las nudiIleras al arrojar la plata antes de extender el brazo del todo; retorciendo la palma de la mano a causa del movimiento.

Sin embargo, Michael dejó de flexionar las rodillas tan pronto como Dave empezó a moverse con la rapidez que lo caracterizaba cuando la pelota voló y luego cayó en casa, Michael intentó golpearla bajo y le dio como si sostuviera un palo de golf. Dave vio el indicio de una sonrisa esperanzadora en el rostro de Michael mezclada con algo de sorpresa al darse cuenta de su proeza; Dave estuvo a punto de dejar escapar la pelota, pero en vez de eso la arrojó de nuevo al suelo; sintió cómo algo se le desmoronaba en el pecho mientras la sonrisa se desvanecía del rostro de su hijo.

– ¡Eh! -exclamó Dave, decidido a permitir que su hijo disfrutara de la satisfacción de haber hecho un golpe lateral tan bueno-. Ha sido un golpe estupendo, campeón.

Michael, que aún seguía perfeccionando el golpe con el entrecejo fruncido, le preguntó:

– ¿Como has podido lanzarla al suelo?

Dave recogió la pelota del suelo y respondió:

– No lo sé. ¿Crees que será porque soy mucho más alto que los demás niños de la liga infantil?

Michael sonrió con indecisión, a la espera de volver a batear y le dijo:

– ¿Eso crees?

– Déjame que te haga una pregunta: ¿conoces a algún niño de segundo curso que mida más de metro sesenta?

– No.

– Y además tuve que saltar para conseguirlo.

– ¡Es verdad!

– Y por mucho que mida más de metro sesenta, sólo he podido hacer un sencillo.

Entonces Michael se rió; su risa era una cascada, como la de Celeste.

– De acuerdo…

– Sin embargo, has flexionado los músculos.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé!

– Una vez que hayas encontrado la posición, colega, deberías dejar de moverte.

– Pero Nomar…

– Ya sé todo lo que hacen Nomar y Derek Jeter. Son tus héroes, de acuerdo. Pero cuando uno tiene la posibilidad de ganar diez millones de dólares en un partido, se puede permitir el lujo de moverse. ¿Hasta entonces?

Michael se encogió de hombros y le pegó una patada al suelo.

– Mike, ¿hasta entonces?

Michael suspiró y dijo:

– Hasta entonces, me concentraré en lo básico.

Dave sonrió, lanzó la pelota por encima de él y la cogió sin ni siquiera mirarla; luego añadió:

– Sin embargo, has hecho un lanzamiento muy bueno.

– ¿De verdad?

– Hijo, esa cosa ha salido volando hacia la colina, directo a la zona alta de la ciudad.

– A la zona alta -repitió Michael, y soltó otra risa como las de su madre.

– ¿Quién se va a la zona alta?

Ambos se dieron la vuelta y vieron a Celeste de pie junto al porche trasero. Llevaba el pelo recogido, los pies descalzos, y una de las camisas de Dave le colgaba por encima de unos pantalones vaqueros descoloridos.

– ¡Hola mamá!

– ¡Hola, preciosidad! ¿Te vas a la zona alta con tu padre?

Michael se quedó mirando a Dave. De repente se había convertido en un chiste privado. Se rió con disimulo y contestó;

– No mamá.

– ¿Dave?

– Se trata de la pelota, cariño. De la pelota que acaba de lanzar.

– ¡Ah, la pelota!

– Le dio de pleno. Papá sólo fue capaz de pararla porque es muy alto.

Dave sentía que Celeste lo observaba incluso cuando ésta tenía los ojos puestos en Michael. Le observaba y esperaba como si deseara preguntarle algo. Recordó cómo la noche anterior le había susurrado: «Ahora formo parte de ti y tú de mí» con voz ronca, mientras se levantaba del suelo de la cocina para asirle del cuello y acercar los labios a su oído.

Dave no tenía ni idea de lo que le estaba hablando, pero le gustó el sonido; además, la ronquera de sus cuerdas vocales había hecho que alcanzara un orgasmo más intenso.

Sin embargo, en ese momento tenía la sensación de que sólo se trataba de uno más de los intentos de Celeste de adentrarse en su cabeza y fisgar; eso le cabreaba, ya que una vez que alguien se metía allí dentro, no le gustaba lo que veía y se iba corriendo.

– ¿Qué te pasa, cariño? -le preguntó Dave.

– ¿Eh? Nada -se estrechó el cuerpo con los brazos a pesar de que la temperatura aumentaba con rapidez-. Mike, ¿ya has almorzado?

– Aún no.

Celeste frunció a Dave el entrecejo, como si fuera el peor de los crímenes que Michael se hubiera puesto a golpear pelotas antes de haber obtenido el azúcar necesario que le aportaban los cereales de color carmesí que solía comer.

– Te he llenado la taza y la leche está en la mesa.

– ¡Estupendo! ¡Tengo un hambre que me muero!

Michael soltó el bate y Dave sintió que le traicionaba al dejar el bate de aquel modo e irse corriendo hacia las escaleras. «¿Que te morías de hambre? ¿Qué pasa? ¿Te he tapado la boca para que no me lo pudieras decir? ¡Joder!»

Michael echó a trotar al lado de su madre y subió las escaleras que llevaban al tercer piso con tal velocidad que daba la impresión que éstas iban a desaparecer si no llegaba hasta arriba con la suficiente rapidez.

– ¿No vas a almorzar Dave?

– ¿Vas a dormir hasta el mediodía, Celeste?

– Solo son las diez y cuarto- respondió celeste.


Dave sintió que toda la buena voluntad que habían conseguido infundir a su matrimonio con la locura de la noche anterior en la cocina se convertía en humo y se alejaba más allá de su propio jardín.

Hizo un esfuerzo por sonreír. Si uno conseguía aparentar que la sonrisa era auténtica, nadie podía llegar hasta él.

– ¿Qué pasa, cariño?

Celeste bajó hasta el jardín y sus pies descalzos se veían de un tono color castaño claro sobre la hierba.

– ¿Qué hiciste con el cuchillo?

– ¿Qué?

– Con el cuchillo -susurró, volviendo la cabeza hacia la ventana del dormitorio de los McAlister-. Con el cuchillo del atracador. ¿Dónde fue a parar, Dave?

Dave lanzó la pelota al aire, la cogió por detrás de la espalda, y respondió:

– Ha desaparecido.

– ¿Desaparecido? -se mordió los labios y se quedó mirando el suelo-. Lo que quiero decir es que… ¡Mierda, Dave!

– ¿Qué pasa, cariño?

– ¿Dónde ha desaparecido?

– No lo sé.

– ¿Estás seguro?

Dave no tenía ninguna duda. Sonrió, le miró a los ojos y contestó:

– Del todo.

– Piensa que tiene rastros de tu sangre. Tu ADN, Dave. ¿Está tan «desaparecido» que nadie sea capaz de encontrarlo nunca?

Dave no podía responderle, así que simplemente se quedó mirando a su mujer con la esperanza de que cambiara de tema.

– ¿Has ojeado el periódico de la mañana?

– ¡Claro! -contestó.

– ¿Has visto algo?

– ¿De qué?

– ¿Cómo que de qué? -siseó Celeste.

– ¡Ah…Ah, sí! -Dave negó con la cabeza-. No, no había nada. Ni lo mencionaban. Recuerda, cariño, que era muy tarde.

– Era tarde. ¡Venga, hombre!

Las páginas del Metro siempre eran las ultimas en salir, pues siempre esperaban los últimos informes de la policía.

– ¿Ahora trabajas para un periódico?

– No es para tomárselo a broma, Dave.

– No, no lo es, cariño. Sólo te estoy diciendo que no aparece en el periódico de la mañana. Eso es todo. ¿ Por qué? Pues no lo sé. Ya veremos las noticias del mediodía, a ver si dicen algo.

Celeste volvió a mirar hacia el suelo, asintió con la cabeza varias veces, y le preguntó:

– ¿De verdad crees que van a decir algo, Dave?

Dave se alejó un poco de ella.

– Quiero decir, sobre un tipo negro que fue encontrado medio muerto en el aparcamiento de delante de… ¿de dónde era?

– De… eh… El Last Drop

– ¡Ah, el Last Drop!

– Sí, Celeste.

– ¡De acuerdo, Dave! -exclamó-. ¡Claro!

Y le dejó allí. Le dio la espalda y subió las escaleras que llevaban al porche, entró, y Dave prestó atención al ruido suave de sus pies descalzos al subir la escalera.

Eso era lo que hacían. Te abandonaban. Tal vez no lo hicieran siempre físicamente, pero, ¿emocionalmente, mentalmente? Nunca estaban allí cuando les necesitabas. Con su madre le había sucedido lo mismo. La mañana después de que la policía le hubiera llevado a casa, su madre le había preparado el desayuno, de espaldas a él, tarareando Old MacDonald [5], y de vez en cuando se volvía a mirarle y le obsequiaba con una sonrisa nerviosa, como si fuera un huésped del que no se fiara.

Le había colocado el plato de huevos a medio hacer, de tocino carbonizado y de tostadas medio crudas delante de él, y le había preguntado si quería zumo de naranja.

– Mamá -le había dicho-. ¿Quiénes eran aquellos tipos? ¿Por que se me…?

– Davey -le había respondido ella-, ¿quieres zumo de naranja? No te he oído.

– Claro. Mira, mamá, no entiendo por qué…

– ¡Ya volvemos con lo mismo! -Le había colocado el vaso de zumo delante-. Cómete el desayuno y yo me voy a… -Había agitado las manos en el aire sin tener ni la más remota idea de lo que iba a hacer… – lavar la ropa, ¿de acuerdo? Después, Davey, nos iremos al cine. ¿Qué te parece?

Dave se había quedado mirando a su madre, esperando encontrar algo que le hiciera abrir la boca y contarle lo del coche, lo de la casa en el bosque y el olor a loción de después del afeitado del tipo más grande. Pero sólo había encontrado esa mirada de alegría y de regocijo que a veces tenía cuando se preparaba para salir el viernes por la noche, e intentaba encontrar la ropa adecuada para ponerse, desesperada en su esperanza.

Dave había bajado la cabeza y se había comido los huevos. Había oído cómo su madre se alejaba de la cocina, tarareando Old MacDonald por el pasillo.

De pie en el jardín, con un gran dolor en los nudillos, seguía oyendo la canción. El viejo MacDonald tenía una granja. Allí todo era estupendo. Uno cultivaba la tierra y labraba, sembraba y cosechaba, y lodo era maravilloso. Todo el mundo participaba, incluso las gallinas y las vacas, y a nadie le hacía falta hablar de nada porque allí no sucedía nada malo, y nadie tenía secretos porque los secretos eran para la gente mala, para la gente que no se comía los huevos, que se subía en coches que olían a manzana y que se marchaban con hombres desconocidos y que tardaban cuatro días en aparecer, para volver a casa y encontrarse con que la gente que conocía también había desaparecido, y había sido reemplazada por gente de apariencia similar que no dejaba de sonreír y que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por uno, a excepción de escucharle. Cualquier cosa menos eso.