"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)

2. CUATRO DÍAS

Tal y como fueron las cosas, Jimmy se equivocaba.

Dave Boyle volvió al vecindario cuatro días después de su desaparición. Regresó en el asiento delantero de un coche de policía. Los dos polis que le llevaron a casa le permitieron jugar con la sirena y tocar la culata de la escopeta que estaba guardada debajo del cuadro de mandos. Le regalaron una placa honorífica y cuando lo dejaron en casa de su madre, en la calle Rester, había periodistas gráficos y de televisión para captar el instante. Uno de los polis, un agente llamado Eugene Kubiaki, sacó a Dave en brazos del coche patrulla haciendo que las piernas del chico se balanceasen sobre la acera hasta colocarlo delante de su temblorosa madre, que reía y lloraba a la vez.

Aquel día había una multitud en la calle Rester: padres, niños, un cartero, los dos hermanos regordetes propietarios de la carnicería que había en la esquina de las calles Rester y Sydney e incluso la señorita Powell, la maestra de quinto curso de Dave y Jimmy de la escuela Lewis M. Dewey. Jimmy estaba con su madre. Ésta reclinaba la nuca de su hijo contra su pecho y le pasaba la húmeda palma de la mano por la frente, como si quisiera asegurarse de que no había cogido nada de lo que Dave tuviera; Jimmy sintió una punzada de celos cuando el agente Kubiaki columpió a Dave por encima de la acera, riéndose ambos como viejos amigos mientras la atractiva señorita Powell aplaudía.

Jimmy quería contar a alguien que él también había estado a punto de subir a ese coche. Deseaba contárselo a la señorita Powell más que a nadie. Era guapa y muy aseada, y cada vez que se reía se descubría uno de sus dientes superiores que estaba un poco torcido, lo que la hacía parecer aún más bella a los ojos de Jimmy, Éste se moría de ganas de explicarle que él había estado a punto de subir al coche, para ver si le miraba de la misma manera que a Dave. Deseaba confesarle que pensaba en ella a todas horas, que en sus pensamientos él era mayor y sabía conducir un coche para llevarla a sitios donde ella le sonreiría sin parar e irían de picnic, que cualquier cosa que él le contara la haría reír y dejaría entrever aquel diente, y ella le tocaría la cara con la palma de la mano.

Sin embargo, la señorita Powell se sentía incómoda allí. Jimmy se dio cuenta de ello. Después de haberle dicho unas cuantas palabras a Dave y de haberle tocado la cara y besado la mejilla (le había besado dos veces) otros se acercaron a Dave; la señorita Powell se hizo a un lado y permaneció en la acera destrozada, observando los bloques torcidos de tres plantas y los desconchones de la capa de brea que dejaban al descubierto la madera que había debajo. A Jimmy le pareció más joven y más dura a la vez, como si de repente hubiera algo monjil en su aspecto; se tocaba la cabeza para sentir el tacto del hábito, movía su nariz de botón con nerviosismo y mostraba su actitud crítica.

Jimmy anhelaba ir hacia ella, pero su madre seguía asiéndole con fuerza, pasando por alto sus intentos de librarse de ella; luego la señorita Powell se encaminó hacia la esquina de Rester y Sydney, y Jimmy vio cómo saludaba a alguien con desesperación. Un tipo de aspecto hippy aparcó su descapotable amarillo de apariencia igualmente hippy, con pétalos descoloridos de flores púrpuras pintadas sobre las puertas curtidas por el sol; la señorita Powell subió al coche y se alejaron. Jimmy se quedó pensando: «¡No!».

Por fin consiguió librarse de las garras de su madre. De pie, en medio de la calle, contempló la multitud que rodeaba a Dave, deseando haber subido al coche, aunque sólo fuera para sentir la admiración que su amigo estaba recibiendo en aquel momento y notar que todos aquellos ojos le miraban como si fuera alguien especial.

La calle Rester se convirtió en una gran fiesta, todo el mundo corría de una cámara a otra con la esperanza de salir por televisión o en los periódicos de la mañana: «Sí, conozco a Dave, es mi mejor amigo, crecí con él, es un chico estupendo, ¿saben?, gracias a Dios que está bien…».

Alguien abrió una boca de riego y el agua salió a chorro por la calle Rester como un suspiro de alivio; los niños lanzaron los zapatos a la alcantarilla, se arremangaron los pantalones y empezaron a bailar entre los borbotones de agua. Apareció el camión de los helados y a Dave le dijeron que podía escoger lo que quisiera, gratis; incluso el señor Pakinaw, un viudo viejo y desagradable que solía disparar su carabina de aire comprimido a las ardillas (ya veces también a los niños, si los padres no miraban) y que se pasaba el día gritando a la gente que se callara, abrió las ventanas, apoyó los altavoces junto a los cristales, y en un momento estábamos oyendo a Dean Martin cantar Memories Are Made of This, Volare y otras canciones igualmente horrorosas; en circunstancias normales Jimmy habría vomitado al oírlas, pero ese día eran apropiadas. La música flotaba por la calle Rester como relucientes serpentinas de papel crep y se mezclaba con el chorro estridente del agua al salir de la boca de riego. Algunos de los tipos que organizaban las partidas de cartas en la trastienda de la carnicería sacaron una mesa plegable y una pequeña barbacoa; al poco rato, alguien acarreó unas neveras portátiles llenas de Schlitz y Narragansett, y el aire se hizo espeso por el olor de los perritos calientes y las salchichas italianas a la parrilla. El olor a humo y a carbonilla que flotaba por el aire y el olorcillo a latas de cerveza abiertas le recordó a Jimmy el Fenway Park, los domingos de verano y la profunda alegría que sentía uno en el corazón cuando los adultos daban patadas al balón y se comportaban un poco como niños, todo el mundo riendo, con apariencia más joven y más ligera y felices de estar todos reunidos.

Eso era lo que, incluso desde lo más profundo de su odio después de que su viejo le pegara una paliza o después de que le hubieran robado algo que le gustaba mucho, precisamente esos momentos eran lo que en verdad hacía que a Jimmy le gustara tanto vivir allí. La forma en que la gente podía olvidarse de repente de un año de dolores y quejas, de labios agrietados, de preocupaciones laborales y de viejos rencores para dejarse ir, como si en su vida no hubiera sucedido nada malo. El día de San Patricio, el día de Buckingham, a veces el Cuatro de Julio, o cuando los Sox jugaban bien en el mes de septiembre o, como en aquel mismo momento, cuando se recuperaba algo colectivo que había desaparecido (especialmente en esos momentos), la gente del vecindario era capaz de irrumpir en una especie de delirio frenético.

Nada parecido sucedía arriba en la colina. Seguro que allí también organizaban fiestas de vecinos, pero siempre las planificaban con antelación, obtenían los permisos necesarios, todo el mundo se aseguraba de que los demás tuvieran cuidado con los coches y con el jardín; seguro que decían cosas del estilo: «¡Cuidado, acabo de pintar la valla!».

En las marismas, la mitad de la gente no tenía jardín y las vallas se caían a trozos, por lo tanto ¡qué más daba! Cuando uno tenía ganas de celebrar algo, sencillamente lo hacía, porque no había ninguna duda de que se lo merecía, joder. Ese día no había ningún jefe, ni asistentes sociales ni guardaespaldas de algún prestamista explotador. Y con respecto a los polis, los dos agentes estaban celebrándolo con todos los demás; el agente Kubiaki se estaba sirviendo una salchicha picante en un panecillo alargado de la barbacoa, mientras su compañero se guardaba una cerveza en el bolsillo para más tarde, Todos los periodistas ya se habían ido a casa y el sol empezaba a ponerse, revistiendo la calle de aquella luz que indicaba que era hora de cenar, aunque ninguna de las mujeres cocinaba y nadie entraba en casa.

A excepción de Dave. Jimmy se dio cuenta de que Dave se había ido cuando salió de debajo de la boca de riego; se bajó la vuelta del pantalón y se puso la camiseta de nuevo mientras se colocaba a la cola de los perritos calientes. La fiesta de Dave estaba en su máximo apogeo, pero Dave debía de haber entrado en casa, junto con su madre, y cuando Jimmy miró las ventanas de la segunda planta vio que las cortinas estaban corridas y solitarias.

Aquellas cortinas echadas, por algún motivo, le hicieron pensar en la señorita Powell y en el momento en que se subió al coche hippy; y al recordarse mirándola doblar la pantorrilla derecha y el tobillo para introducirlos en el coche antes de cerrar la puerta, se sintió sucio y triste. ¿Adónde habría ido? ¿Se encontraría en la autopista en aquel momento, con el viento entrando a raudales por su cabello del mismo modo que las notas musicales corrían por la calle Rester? ¿Estarían viendo anochecer desde aquel coche hippy mientras se dirigían a… dónde? Jimmy deseaba saberlo, pero a la vez no lo deseaba. La vería en la escuela al día siguiente, a no ser que les dieran un día de fiesta a todos para celebrar el regreso de Dave, y aunque tendría ganas de preguntárselo, no lo haría.

Jimmy cogió el perrito caliente y se sentó en la acera de enfrente de casa de Dave para comérselo. Cuando ya había engullido más de la mitad, se percató de que descorrían una de las cortinas y vio a Dave de pie junto a Ia ventana, mirándole fijamente. Jimmy Ievantó su perrito caliente a medio comer en señal de reconocimiento, pero Dave no le devolvió el saludo, a pesar de que Jimmy lo intentó una segunda vez. Dave sólo le miraba fijamente. Le seguía mirando con atención y aunque Jimmy no alcanzaba a verle los ojos, podía notar en ellos vacío, vacío y culpa.

La madre de Jimmy se sentó junto a él en la acera y Dave se alejó de la ventana, La madre de Jimmy era una mujer delgada y pequeña con un color de pelo muy claro. Para ser una persona tan delgada, se movía como si llevara un montón de ladrillos sobre cada hombro, y suspiraba sin parar de una manera que Jimmy no sabía si se daba cuenta de que aquellos sonidos salían de su interior. Solía mirar sus fotografías de antes de que estuviera embarazada de él y parecía más delgada y mucho más joven, como una adolescente (de hecho, cuando hizo los cálculos, se dio cuenta de que lo era). En las fotografías tenía la cara más redonda, sin arrugas alrededor de los ojos o en la frente, y tenía esa sonrisa tan amplia y tan atractiva que la hacía parecer un poco asustada, o tal vez curiosa, aunque Jimmy nunca llegó a saberlo con certeza. Su padre le había contado mil veces que Jimmy casi la había matado al nacer, y que sangró tanto que a los médicos les preocupaba que no se detuviera la hemorragia, Su padre le había explicado que aquello casi acaba con ella y que, sin lugar a dudas, ya no habría más niños. Nadie querría tener que volver a pasar por lo mismo.

Colocó la mano encima de la rodilla de Jimmy y preguntó a su hijo:

– ¿Cómo va todo, G.l. Joe?

Su madre siempre usaba motes diferentes para llamarlo, a menudo, recién inventados; por lo tanto, la mitad de las veces Jimmy no sabía a que hacían referencia esos nombres,

Se encogió de hombros y exclamó:

– ¡Ya ves!

– No le has dicho nada a Dave.

– Si ni siquiera me soltaste, mamá.

Su madre levantó la mano de la rodilla de su hijo y se abrazó a sí misma para protegerse del frío que, a medida que se hacía de noche, iba en aumento.

– Quiero decir después, cuando aún no había entrado en casa.

– Ya le veré mañana en el colegio.

Su madre se metió la mano en el bolsillo para coger el paquete de Kent, se encendió uno, expulsó el humo con rapidez y añadió:

– No creo que vaya mañana.

Jimmy se acabó el perrito caliente y afirmó:

– Bien, entonces pronto, ¿de acuerdo?

Su madre asintió con la cabeza y echó un poco más de humo por la boca. Se sostuvo un codo en la mano, siguió fumando y, mientras observaba la ventana de Dave, le preguntó:

– ¿Cómo te ha ido hoy el colegio? -aunque no parecía estar muy interesada en la respuesta.

Jimmy se encogió de hombros y respondió:

– Bien.

– He conocido a tu maestra. Es mona.

Jimmy no pronunció palabra alguna.

– Muy mona -repitió la madre, a la vez que expulsaba una bocanada de humo gris,

Jimmy seguía sin decir nada. La mayor parte del tiempo no sabía qué decir a sus padres. Su madre siempre estaba cansada. Se quedaba mirando fijamente lugares que Jimmy no alcanzaba a ver y fumaba sus cigarrillos, y la mitad del tiempo ni le oía hasta que él no le había repetido las cosas dos veces. Su padre casi siempre estaba cabreado, e incluso cuando no lo estaba y podía llegar a ser amable y divertido, Jimmy sabía que en cualquier momento se podía convertir en un borracho cabreado que le pegaría por decir algo de lo que media hora antes quizá habían estado riéndose. Tenía el convencimiento de que por mucho que intentara hacer ver que era de otra forma, tenía a su padre y a su madre dentro de él: los largos silencios de su madre y los repentinos ataques de cólera de su padre.

Cuando Jimmy no se preguntaba qué significaría ser el novio de la señorita Powell, se preguntaba lo que sería ser su hijo.

Su madre lo estaba mirando en aquel momento, sosteniendo el cigarrillo junto a la oreja, los ojos pequeños y penetrantes.

– ¿Qué? -preguntó, y le sonrió nervioso.

– Tienes una sonrisa maravillosa, Cassius Clay -confesó, devolviéndosela a su vez.

– ¿De verdad?

– ¡Y tanto! ¡Vas a ir rompiendo corazones por ahí!

– Pues muy bien -respondió Jimmy, y ambos se echaron a reír.

– Podrías hablar un poco más -le sugirió la madre.

«Y tú también», le hubiera gustado decir a Jimmy.

– Sin embargo, ya está bien. A las mujeres nos gustan los hombres que no hablan mucho.

Por encima del hombro de su madre, Jimmy vio que su padre salía de la casa a trompicones, con la ropa arrugada y la cara hinchada por el sueño o por la bebida, o por ambas cosas. Observaba la fiesta que se estaba celebrando delante de sus narices como si no supiera de dónde había surgido todo aquello.

La madre siguió la mirada de Jimmy y cuando volvió a posar la vista en él, estaba otra vez agotada; la sonrisa había desaparecido de su rostro de forma tan repentina que era difícil imaginarse que fuera capaz de sonreír.

– ¡Eh, Jim!

Le encantaba cuando le llamaba «Jim». Le hacía sentir que estaban haciendo algo juntos.

– ¿Sí?

– Estoy muy contenta de que no subieras a ese coche, cariño.

Le besó la frente y Jimmy vio cómo le brillaban los ojos; después se puso en pie y se dirigió hacia el lugar donde estaban las otras madres y dio la espalda a su marido.

Jimmy alzó los ojos y se dio cuenta de que Dave volvía a observarle desde la ventana, pero entonces había detrás de él una tenue luz amarillenta en algún lugar de la habitación. Esa vez, Jimmy ni siquiera se esforzó en saludarle. Al haberse marchado ya la policía y los periodistas, y al estar la fiesta en pleno apogeo, era muy probable que nadie recordara qué la había motivado. Jimmy notaba que Dave estaba solo en su casa, a excepción de su madre desequilibrada, rodeado de paredes marrones y mortecinas luces amarillentas mientras la fiesta vibraba abajo en la calle.

Una vez más, él también estaba contento de no haber subido a aquel coche.

Mercancía dañada. Eso era lo que el padre de Jimmy le había dicho a su mujer la noche anterior:

– Aunque lo encuentren con vida, el niño será mercancía dañada. Nunca volverá a ser el mismo.

Dave alzó una mano. La mantuvo en alto junto al hombro, pero no la movió durante un buen rato, y mientras le devolvía el saludo, Jimmy sintió que le invadía una sensación de tristeza, que se iba haciendo más profunda y se extendía en pequeñas ondas. No sabía si la tristeza tenía algo que ver con su padre, con su madre, con la señorita Powell, con aquel lugar o con el hecho de que Dave, de pie junto a la ventana, mantuviera la mano alzada de una forma tan estática; pero cualquiera que fuera el motivo (alguna de esas razones o todas a la vez), estaba convencido de que nunca podría librarse de la sensación. Jimmy, sentado en la acera, tenía once años, pero ya no se sentía un niño. Se sentía viejo. Viejo como sus padres y como aquella calle.

«Mercancía dañada», pensó, y dejó caer la mano sobre su regazo. Observó que Dave lo saludaba con la cabeza antes de echar las cortinas y de adentrarse de nuevo en aquel piso demasiado tranquilo, de paredes marrones y relojes que hacían tictac; Jimmy sintió la tristeza arraigarse en él, acurrucarse en su interior como si buscara un cálido hogar, y ni siquiera se esforzó en desear que se fuera, porque una parte de él comprendió que era inútil.

Se levantó de la acera, sin saber durante un momento qué iba a hacer a continuación. Sintió aquella necesidad imperiosa y nerviosa de pegarle a alguien o de hacer algo nuevo e imprudente. Pero entonces las tripas empezaron a gruñirle y se dio cuenta de que aún tenía hambre, por lo que se fue a buscar otro perrito caliente con la esperanza de que todavía quedaran algunos.


Durante unos cuantos días, Dave Boyle se convirtió en una especie de celebridad, no sólo en el vecindario, sino en todo el estado. Los titulares del Record American de la mañana siguiente decían: NIÑO PERDIDO/NIÑO ENCONTRADO, La fotografía sobre el pliegue del periódico mostraba a Dave sentado con los hombros caídos, a su madre ciñéndole el pecho con unos brazos delgados y a un montón de niños sonrientes de las marismas que hacían muecas ante la cámara a los lados de ambos; todo el mundo parecía de lo más feliz, a excepción de la madre de Dave, que tenía el aspecto de acabar de perder el autobús en un día gélido.

Los mismos niños que habían aparecido junto a él en la portada del periódico empezaron a llamarle «el bicho raro» a la semana de haber vuelto a la escuela. Si Dave les miraba a la cara, notaba un rencor que no estaba muy seguro de que ellos comprendieran mejor que él. Su madre le decía que seguramente provenía de sus padres y «no les hagas caso, Dave, tarde o temprano se cansaran, se olvidaran de todo y el año que viene volverán a ser amigos tuyos».

Dave asentía y se preguntaba si habría algo en él, quizá una cicatriz en la cara que él no viese, por lo que todo el mundo deseara hacerle daño. Como los tipos del coche. ¿Por qué le habían escogido a él? ¿Cómo habían sabido que él subiría en el coche, mientras que Jimmy y Sean no lo harían? Recordándolo, era la impresión que tenía, Esos hombres (sabía sus nombres, o como mínimo los nombres que habían usado para llamarse entre ellos, aunque nunca había tenido el valor suficiente para pronunciarlos) habían tenido la certeza de que Sean y Jimmy no habrían subido al coche. Con toda probabilidad, Sean habría salido corriendo hacia su casa, gritando, y Jimmy… A Jimmy tendrían que haberle dejado sin conocimiento para meterlo en el coche, Incluso el Gran Lobo lo había comentado cuando ya llevaban unas cuantas horas de coche: «¿Te fijaste en el crío ése que llevaba la camiseta blanca? Por la forma en que me miró, sin ningún rastro de miedo ni nada, está claro que algún día se va a cargar a alguien y que además eso no le quitará el sueño».

Su compañero, el Lobo Grasiento, le respondió con una sonrisa:

– Un poco de pelea no habría estado mal.

El Gran Lobo negó con la cabeza y añadió:

– Si hubiéramos intentado meterle en el coche, te habría arrancado el dedo pulgar a mordiscos. Hicimos bien en dejar a ese cabroncete en paz.

El hecho de ponerles motes estúpidos le servía de ayuda: el Gran Lobo y el Lobo Grasiento. Le ayudaba a verlos como criaturas, como lobos escondidos bajo la apariencia de humanos, y a verse él mismo como el personaje de una historia: el niño secuestrado por los lobos. El niño que consiguió escapar, atravesar los húmedos bosques y llegar hasta una gasolinera. El niño que no había perdido la calma ni la astucia, y que siempre buscaba una salida.

Sin embargo, en la escuela, era tan sólo el niño que se habían llevado, y todo el mundo dejaba volar la imaginación con respecto a lo que habría sucedido durante aquellos cuatro días en que estuvo perdido. Una mañana, en el lavabo, un alumno de séptimo curso llamado Junior McCaffery se acercó con cautela al urinario que había junto al de Dave y le preguntó:

¿Te obligaron a chupársela?

Y todos sus amigos de séptimo empezaron a reírse y a hacer ruiditos, como si se besaran.

Dave se subió la cremallera con manos temblorosas, la cara sonrojada y se dio la vuelta para ponerse de cara a Junior McCaffery. Intentó mirarle con malicia, pero Junior frunció el entrecejo y le abofeteó. El sonido retumbó por todo el cuarto de baño. Un chico de séptimo empezó a jadear como una chica.

– ¿Tienes algo que decir, mariquita? ¿Eh? -le preguntó-. ¿Quieres que te vuelva a pegar, mariposón?

– ¡Está llorando! -exclamó alguien.

– ¡Es verdad! -chilló Junior McCaffery, y Dave empezó a llorar con más intensidad.

Sentía cómo el entumecimiento de su rostro se convertía en una punzada, pero no era el dolor lo que le preocupaba. El dolor nunca le había inquietado en lo más mínimo y nunca le había hecho llorar, ni siquiera cuando se cayó de la bicicleta y se torció el tobillo al clavarse el pedal, yeso que le habían tenido que dar siete puntos. Era toda aquella serie de emociones que expresaban tumultuosamente los chicos del lavabo lo que le dolía. Odio, aversión, ira y desprecio. Todo eso dirigido contra él. No comprendía por qué. No se había metido con nadie en toda su vida; aun así, le odiaban. Y ese odio le hacía sentir huérfano. Le hacía experimentar una sensación de putrefacción, culpa e insignificancia; lloraba porque no quería sentirse así.

Todos se burlaron de sus lágrimas. Junior bailó a su alrededor por un momento, haciendo contorsiones y muecas con el rostro mientras imitaba los lloriqueos de Dave. Cuando, al fin, Dave consiguió controlar la situación y reducir sus lágrimas a algunos ruidos nasales, Junior le abofeteó de nuevo, en el mismo lugar y con la misma fuerza.

– ¡Mírame! -le ordenó, y Dave notó que le brotaba de los ojos un nuevo torrente de lágrimas-. ¡Mírame!

Dave alzó los ojos y le miró con la esperanza de ver compasión, humanidad o incluso lástima (él hubiera sentido lástima) en su rostro, pero lo único que atisbó fue una mirada feroz y sonriente.

– Sí -dijo Junior-, seguro que se la chupaste.

Le propinó otro bofetón a Dave y éste dejó caer la cabeza y se agachó; Junior se fue con sus amigos, que no dejaban de reír al salir del lavabo.

Dave recordó algo que le dijo una vez el señor Peters, un amigo de su madre que a veces se quedaba a pasar la noche: «Hay dos cosas que un hombre no puede permitir que le hagan: que le escupan o que le hagan un desaire. Ambas cosas son peores que un puñetazo; si alguien te hace alguna de esas dos cosas, mátalo si puedes».

Dave se sentó en el suelo del cuarto de baño y deseó sentir aquello en su interior: el deseo de matar a alguien. Se imaginó que empezaría con Junior McCaffery, y que continuaría con el Gran Lobo y con el lobo Grasiento si se los volvía a encontrar alguna vez. Pero la verdad es que dudaba que fuera capaz de hacerlo. No sabía por qué cierta gente era mala con los demás. No lo entendía de ninguna de las maneras.

Después del incidente del cuarto de baño, se corrió la voz por toda la escuela de lo que había pasado; por lo tanto, todos los alumnos a partir del tercer curso se enteraron de lo que Junior McCaffery le había hecho a Dave y de la forma en que éste había reaccionado. Se llegó a un acuerdo, y Dave se percató de que incluso los pocos compañeros de clase que habían sido más o menos amigos suyos al volver a la escuela, empezaron a tratarle como si fuera un leproso.

No es que todos ellos susurraran la palabra marica cuando él iba por el pasillo o se pasaran la lengua por las comisuras de los labios. De hecho, la mayoría de sus compañeros sencillamente pasaban de él. Pero en cierto modo, era mucho peor. Se sentía aislado a causa de aquel silencio.

Si se encontraban por casualidad al salir de casa, Jimmy Marcus solía andar en silencio junto a él de camino a la escuela, ya que habría sido violento no hacerlo, y solía saludarle cuando se lo encontraba en el pasillo o cuando coincidía con él en la cola que se formaba para entrar en clase. Cada vez que sus miradas se cruzaban, Dave notaba una extraña mezcla de lástima e incomodidad en el rostro de Jimmy, como si este deseara decirle algo y fuera incapaz de expresarlo con palabras; en el mejor de los casos, Jimmy nunca había sido muy hablador, a no ser que se le ocurriera alguna idea descabellada, como saltar a las vías del tren o robar un coche. Sin embargo, Dave tenía la sensación de que su amistad (en verdad, no estaba seguro de que hubieran sido realmente muy amigos; recordaba con algo de vergüenza todas las veces que había tenido que insistir en su camaradería con Jimmy) acabó en el momento en que él subió al coche y Jimmy se quedó inmóvil en medio de la calle.

Jimmy, tal y como fueron las cosas, no seguiría en la misma escuela que Dave; durante mucho más tiempo; por lo tanto, los paseos que hacían que juntos, a la larga, tocarían a su fin. En la escuda, Jimmy siempre había sido amigo de Val Savage, un psicótico bajito y con cerebro de chimpancé, al que expulsaron dos veces y que podía convertirse en una tormenta de arena repentina y violenta que hacía que todo el mundo, tanto profesores como alumnos, se cagara de miedo. El chiste que circulaba acerca de Val (aunque nadie se atrevía a contarlo si él estaba cerca) era que sus padres no ahorraban para pagarle los estudios universitarios, sino para costearle la fianza. Incluso antes de que Dave subiera a aquel coche, Jimmy siempre andaba con Val en la escuela. A veces le dejaban que fuera con ellos cuando hacían alguna incursión en la cocina del colegio en busca de algún bocadillo o cuando habían descubierto algún tejado nuevo para escalar; después del incidente del coche, le excluyeron incluso de eso. Cuando no le odiaba por haberle exiliado de forma tan repentina, Dave se percató de que la oscura nube que a veces se cernía sobre Jimmy se había convertido en algo permanente, como un halo invertido. Jimmy parecía mayor y más triste últimamente.

Al final, consiguió robar un coche. Había pasado casi un año desde su primer intento en la calle de Sean y eso hizo que lo expulsaran para siempre de la escuela Lewis M. Dewey; tenía que atravesar media ciudad en autobús para llegar a la escuela Carver y averiguar cómo era la vida para un chico blanco procedente de East Buckingham en una escuela en la que casi todo el mundo era negro. Sin embargo, a Val le hacían ir en el mismo autobús que a él y Dave se percató de que bien pronto se habían convertido en el terror de Carver, dos chicos blancos que estaban tan locos que no le tenían miedo a nada.

El coche era un descapotable. Dave oyó rumores de que pertenecía a un amigo de uno de los profesores, aunque nunca se enteró de cuál. Jimmy y Val lo robaron del aparcamiento de la escuela mientras los profesores, junto a sus cónyuges y amigos, celebraban una fiesta de final de curso en la sala de profesores después de las clases. Jimmy se puso al volante, y él y Val dieron una buena vuelta alrededor de Buckingham; iban tocando la bocina, saludaban a las chicas y aceleraban, hasta que los vio un coche patrulla y acabaron destrozando el coche al chocar contra un contenedor de escombros que había detrás de la tienda Zayres en Rome Basin. Val se torció el tobillo al salir del coche, y Jimmy, que ya estaba subiendo por una valla que conducía a un solar, regresó para ayudarle; Dave siempre se lo imaginó como un fragmento de una película de guerra: el valiente soldado que vuelve atrás para rescatar a su compañero herido, con las balas zumbando a su alrededor (a pesar de que Dave dudaba que los polis hubieran disparado, lo hacía parecer más emocionante). Los policías les pillaron allí mismo y tuvieron que pasar una noche en un centro de detención para menores. Les permitieron acabar sexto, ya que sólo quedaban unos días de clase; luego les dijeron a sus padres que tendrían que buscar otra escuela para la educación de sus hijos.

Después de aquel incidente, Dave apenas veía a Jimmy, tal vez una o dos veces al año hasta que llegaron a la adolescencia. La madre de Dave sólo le dejaba salir de casa para ir y volver de la escuela. Estaba convencida de que aquellos hombres aún seguían fuera, a la espera, en el coche que olía a manzanas y persiguiendo a Dave como misiles termodirigidos.

Dave sabía que no le perseguían. Al fin y al cabo, eran lobos y éstos olían la noche en busca de la presa más cercana y más débil; después la cazaban. Sin embargo, pensaba en todo ello más a menudo: en el Gran Lobo y en el Lobo Grasiento, junto con los recuerdos de lo que le habían hecho. Rara vez soñaba con ellos, pero se deslizaban hasta él entre la terrible calma del piso de su madre, entre los largos y tranquilos períodos de silencio en los que intentaba leer libros de cómics, ver la tele u observar la calle Rester desde la ventana. Se le aparecían y Dave cerraba los ojos con la intención de hacerlos desaparecer; intentaba olvidarse de que el Gran Lobo se llamaba Henry, y el Lobo Grasiento, George.

Henry y George, gritaba una voz junto con el torbellino de visiones que le aparecían en la mente. Henry y George, Henry y George, Henry y George, mierdecilla.

Dave solía decir a la voz que oía en su cabeza que él no era una mierdecilla. Él era el chico que había conseguido escapar de los lobos. A veces, para mantener aquellas visiones a raya, recordaba con todo lujo de detalles cómo se había escapado: la hendidura que había visto en la bisagra del tabique de la puerta, el sonido del coche al alejarse cuando se iban a tomar unas copas, el destornillador sin empuñadura que había utilizado para agrandar la grieta, cómo hizo saltar la bisagra oxidada junto con un trozo de madera en forma de hoja de cuchillo. Había conseguido salir por lo puerta, él, aquel chico que era listo, y se había abierto paso con dificultad a través del bosque, siguiendo el sol de última hora de la tarde, hasta llegar a una gasolinera que debía de estar a casi dos kilómetros de distancia. Le había impresionado mucho verla (el letrero redondo azul y blanco ya encendido pese a que aún había luz natural.) Dave, al ver el neón blanco, sintió una punzada de dolor que le hizo arrodillarse allí donde acababa el bosque y empezaba el antiguo asfalto de color gris. Así es como lo encontró Ron Pierrot, el dueño de la gasolinera: de rodillas y con la mirada fija en el letrero. Ron Pierrot era un hombre delgado, pero tenía unas manos que parecían capaces de romper una tubería de plomo. Dave a menudo se preguntaba qué habría sucedido si el chico que escapó de los lobos hubiera sido en realidad el personaje de una película. Porque él y Ron se habrían hecho amigos y Ron le habría enseñado todas esas cosas que los padres enseñan a sus hijos; ensillarían los caballos, cargarían los rifles y habrían partido en busca de interminables aventuras. Se lo habrían pasado muy bien, Ron y el chico. Habrían sido héroes, en medio de la naturaleza, y habrían vencido a todos aquellos lobos.

En el sueño de Sean, la calle se movía. Observaba la puerta abierta del coche que olía a manzanas, y la calle le asía los pies y tiraba de él. Dave estaba dentro, acurrucado en uno de los extremos del asiento junto a la puerta, con la boca abierta y profiriendo un grito inaudible, mientras la calle se llevaba a Sean hacia el coche. Todo lo que alcanzaba a ver en el sueño era esa puerta abierta y el asiento trasero. No podía ver al tipo que tenía aspecto de poli. Tampoco podía ver al compañero que se había quedado sentado en el asiento de al Iado. Era incapaz de ver a Jimmy, a pesar de que éste no se había movido de su lado ni un instante. Sólo podía ver en aquel asiento a Dave, la puerta y la basura que había en el suelo. Se dio cuenta de que aquél era el timbre de la alarma que no había oído: que había basura en el suelo. Envoltorios de comida rápida, bolsas arrugadas de patatas fritas, latas de cerveza y de gaseosa, tazas de poliestireno para el café y una camiseta sucia de color verde. Hasta que no se despertó y analizó el sueño no se percató de que el suelo del asiento trasero en el sueño era idéntico al suelo del coche en la vida real, y de que no se había acordado de la basura hasta ese momento. Ni siquiera cuando los polis fueron a su casa y le pidieron que hiciera todo lo posible para intentar recordar cualquier detalle que podría habérsele pasado por alto, se le ocurrió que la parte trasera del coche estaba sucia, pues no lo recordaba. Sin embargo, en el sueño habia vuelto a la memoria, y aquello, más que cualquier otra cosa, era lo que le había hecho percatarse, en cierto modo, de que había algo que no encajaba con el «poli», «su compañero» y el coche. Sean nunca había visto el asiento trasero de un coche patrulla en la vida real, al menos desde tan cerca, pero en cierta forma intuía que no estaría lleno de basura. Tal vez debajo de toda la basura había corazones de manzana medio comer, y por eso el coche olía de aquel modo.

Un año después de la desaparición de Dave, su padre entró en su dormitorio para decirle dos cosas.

Lo primero que le dijo fue que le habían aceptado en la escuela Latin, y que empezaría allí los estudios de séptimo curso en septiembre. Le confesó que tanto él como su madre estaban muy orgullosos de él. Latin era la escuela a donde uno iba si quería llegar a ser algo en la vida.

Lo segundo que le dijo a Sean, como quien no quiere la cosa y cuando ya estaba saliendo por la puerta fue:

– Han cogido a uno, Sean.

– ¿Qué?

– A uno de los tipos que se llevó a Dave. Le pillaron y ahora está muerto. Se ha suicidado en la celda.

– ¿De verdad?

Su padre le miró de nuevo y añadió:

– De verdad. Ahora ya no tendrás más pesadillas.

Sin embargo, Sean le preguntó:

– ¿Y el otro?

– El tipo al que cogieron -prosiguió su padre- contó a la policía que su compañero había muerto, que había perdido la vida en un accidente de coche el año anterior, ¿de acuerdo? -Le miró de tal forma que Sean tuvo la certeza de que aquélla sería la última vez que hablaría del tema-. Así que, arréglate un poco antes de bajar a cenar.

Su padre salió de la habitación y Sean se sentó en la cama; el colchón estaba un poco hundido en el lado en que había colocado su nuevo guante de béisbol con una pelota dentro, muy bien envuelto con gruesas cintas elásticas de color rojo.

El otro también había muerto. En un accidente de coche. Sean albergaba la esperanza de que hubiera ido conduciendo el coche que olía a manzanas, de que se hubiera caído por un precipicio y que, tanto él como el coche, hubieran ido a parar directamente al infierno.