"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)

II. SINATRAS DE OJOS TRISTES

(2000)

3. LAGRIMAS EN EL PELO

Brendan Harris amaba a Katie Marcus con locura; era como un amor de película, con una orquesta que le hacía bombear la sangre y que le anegaba los oídos. La amaba cuando se despertaba, cuando se iba a dormir, las veinticuatro horas del día y segundo a segundo. Brendan Harris amaría a Katie Marcus aunque ésta fuera gorda y fea. La amaría aunque tuviera un cutis repugnante, vello sobre el labio superior y aunque careciera de pechos. Seguiría queriéndola incluso sin dientes y calva.

Katie. La vibración que le recorría el cerebro cada vez que pronunciaba su nombre era suficiente para que Brendan sintiera que sus miembros estaban repletos de óxido nitroso, como si fuera capaz de andar sobre el agua, levantar un tractor del suelo y lanzarlo al otro lado de la calle cuando hubiera acabado de usarlo.

En ese momento Brendan Harris amaba a todo el mundo porque él quería a Katie y ésta le quería a él. A Brendan le encantaba el tráfico, la niebla tóxica y el sonido de las taladradoras. Amaba a su viejo inútil, que no le había mandado ni una sola postal de felicitación por su cumpleaños ni por Navidad desde que abandonara a Brendan y a su madre cuando éste tenía seis años. Le gustaban los lunes por la mañana, las comedias que no harían reír ni a un retrasado mental y hacer cola en el Registro de Vehículos. Incluso adoraba su trabajo, aunque nunca pensara volver.

Brendan iba a dejar su casa a la mañana siguiente, iba a abandonar a su madre, iba a salir por aquella ajada puerta y a bajar por las escaleras resquebrajadas, subiría por la amplia avenida llena de coches aparcados en doble fila por doquier y en la que todo el mundo se sentaba en la entrada de las casas; tenía intención de salir de allí como si formara parte de una maldita canción de Springsteen, pero no el Springsteen de Nehraska o Ghost of Tom Joad, sino el de Born to Run, Two Hearts Are Better Than One o Rosalita, Won't You Come Out Tonight? El Bruce del himno. Sí, un himno. Eso es lo que sería cuando bajara por en medio del asfalto, por mucho que los parachoques le rozaran las piernas y la gente tocara la bocina; recorrería esa calle y llegaría al mismísimo centro de Buckingham para cogerle la mano a Katie, para dejarlo todo atrás para siempre y subirse a aquel avión con destino a Las Vegas y casarse, con los dedos entrelazados, Elvis leyendo la Biblia y preguntándole si aceptaba a aquella mujer, y Katie diciendo que aceptaba a ese hombre y después… Después a olvidarse de todo: estarían casados, se habrían ido y no tenían intención de regresar, de ningún modo, sólo serían él y Katie y el resto de sus vidas abierto y limpio ante ellos como un alma despojada de pasado, aislada del mundo.

Contempló su dormitorio. Ya había hecho las maletas. Había guardado los cheques de viaje de American Express, los zapatos, las fotografías de Katie y de él, el reproductor de CD portátil, los CD y el neceser.

Observó lo que dejaba atrás. El póster de Bird y Parrish. El de Fisk saludando a la gente del festival que habían organizado en el 75. El póster de Sharon Stone, enfundada en un vestido blanco de tubo (aunque enrollado debajo de la cama desde la primera noche en que él y Katie se habían acostado allí), la mitad de sus discos compactos. ¡Maldita sea! La mayoría sólo los había podido escuchar dos veces. ¡MC Hammer, por el amor de Dios! ¡Billy Ray Cyrus, santo cielo! Un par de altavoces Sony muy buenos que había usado para complementar un ordenador Jensen, que sumaban doscientos vatios, y que había comprado el verano anterior con el dinero que había ganado montando techos para Bobby O'Donnell.

Aquello había sido lo que le permitió acercarse a Katie lo suficiente para iniciar una conversación. ¡Dios! ¡Solo hacía un año! A veces le parecía que habían pasado diez años, en el buen sentido, mientras que otras tan solo un minuto. Katie Marcus. Por supuesto, ya la había visto con anterioridad, al igual que toda la gente del barrio. ¡Era tan atractiva! Sin embargo, muy poca gente la conocía en realidad. La belleza podía causar esos efectos: que la gente se asustara y que te mantuviera a distancia. No era como en las películas, en que la cámara hace que la belleza parezca algo que te invita a participar. En el mundo real, la belleza era como una valla que te dejaba fuera y que te hacía retroceder.

Pero Katie, curiosamente, desde el primer día que pasó con Bobby O'Donnell por la obra y éste se fue apresuradamente con algunos de sus chicos a la ciudad por asuntos urgentes, dejándola atrás como si se hubiera olvidado de su existencia, desde aquel primer día, ella se había convertido en una persona sencilla y muy normal; hablaba con Brendan con mucha naturalidad mientras éste colocaba láminas de metal en el tejado. Sabía incluso cómo se llamaba y le había dicho: «¿Cómo puede ser que un tipo tan majo como tú, Brendan, trabaje para Bobby O'Donnell?». Brendan. La palabra le salió de la boca como si la dijera cada día; y allí arriba, Brendan, arrodillado al borde del tejado, sintió que estaba a punto de desmayarse, sí, sí, de desmayarse, era algo serio. Así era cómo le hacía sentirse.

Al día siguiente, tan pronto como le llamara, se irían; se marcharían juntos y para siempre.

Brendan, tumbado en la cama, se imaginaba que el rostro de Katie flotaba por encima de él. Sabía que no podría dormir, estaba demasiado emocionado. Sin embargo, no le importaba. Siguió allí echado, mientras Katie flotaba y sonreía, con los ojos resplandecientes en la oscuridad de detrás de sus ojos.


Aquella noche, después de salir del trabajo, Jimmy Marcus fue a tomarse una cerveza al Warren Tap con su cuñado, Kevin Savage. Se sentaron junto a la ventana y se dedicaron a observar a unos niños que jugaban al hockey en la calle. Eran seis y se batían contra la oscuridad; esta hacía imposible vislumbrar los rasgos de su rostro. El Warren Tap quedaba enclavado en una calle lateral del antiguo barrio de ganaderos. Era un lugar estupendo para jugar al hockey, ya que no había mucho tráfico; sin embargo, por la noche era horrendo porque hacía muchísimo tiempo que las farolas no funcionaban.

Kevin era una compañía muy buena, ya que por norma general, al igual que Jimmy, no hablaba mucho; así que estuvieron allí sentados, tomando tragos de cerveza y escuchando la refriega y el roce de las suelas de goma y de los palos de madera, el ruido metálico y repentino de la pelota de goma dura al golpear el tapacubos.

A los treinta y seis años, había llegado a apreciar la tranquilidad de los sábados por la noche. Detestaba los bares ruidosos y abarrotados, así como también las confesiones de los borrachos. Hacía trece años que había salido de la cárcel; era el dueño de una tienda de barrio y en casa le esperaban su mujer y sus tres hijas. Creía que el chico malhumorado que fue una vez había dejado de existir para dar paso a un hombre que apreciaba un ritmo de vida tranquilo: una cerveza bebida a sorbos lentos, un paseo matinal, el sonido de los partidos de béisbol por la radio.

Contempló la calle. Cuatro de los niños ya habían dejado de jugar y se habían marchado a casa, mientras que los otros dos se habían quedado en la calle lanzando la pelota de un lado a otro, envueltos en la noche. Jimmy apenas alcanzaba a verlos, pero sentía el furor de su energía en los golpes que daban y en su alocada forma de correr.

Toda esa vitalidad juvenil tenía que salir de un modo u otro. Cuando Jimmy era niño (de hecho, hasta casi los treinta y tres años) aquella energía había dictado cada una de sus acciones. Y después… Después, uno sencillamente aprendía a canalizarla de algún modo, o a esconderla. Eso suponía él.

Su hija mayor, Katie, estaba pasando por ello en aquel momento. Tenía diecinueve años, una belleza fuera de lo normal y todas las hormonas agitadas y en estado de alerta roja. Sin embargo, se había percatado recientemente de que su hija tenía cierto aire de elegancia. No estaba muy seguro de dónde procedía (algunas chicas se convertían en mujeres elegantes, mientras que otras seguían siendo chicas el resto de sus vidas), pero Katie había adquirido de repente un aire de tranquilidad, incluso de serenidad.

Esa misma tarde, en la tienda, al marcharse, le había dado un beso a Jimmy en la mejilla y le había dicho: «Hasta luego, papá», y cinco minutos más tarde Jimmy se dio cuenta de que aún oía su voz en el pecho. Advirtió que era la misma voz de su madre, aunque le parecía recordar que su hija tenía la voz un poco más aguda y más segura; Jimmy se encontró preguntándose cuándo habrían ocurrido los cambios en las cuerdas vocales y por qué él no lo había notado hasta entonces.

La voz de su madre. Hacía casi catorce años de la muerte de la madre de Katie, y regresaba a él a través de su hija, y le decía: «Jim, ahora es una mujer. Es una adulta».

Una mujer. ¡Caramba! ¿Cómo había sucedido?


Dave Boyle ni siquiera se había propuesto salir esa noche.

Claro, era sábado por la noche, después de una larga semana de trabajo, pero había llegado a una edad en que el sábado no le parecía muy diferente del martes, y beber en un bar no le parecía más divertido que beber en casa; allí, por lo menos, tenía el control del mando a distancia.

Así pues, más tarde, cuando hubo acabado todo, se dijo a sí mismo que el destino había tenido algo que ver. El destino ya había hecho acto de presencia con anterioridad en la vida de Dave Boyle, o como mínimo la suerte, aunque casi siempre mala, pero nunca había tenido la sensación de que fuera una mano que le guiara, sino más bien una mano colérica y caprichosa. Como si el destino hubiera estado sentado entre las nubes y alguien le hubiera preguntado: «¿Te aburres hoy, destino?», y éste hubiera respondido: «Sí, es cierto, pero creo que voy a ir fastidiar un poco a Dave Boyle para ver si me animo. ¿Tú qué vas a hacer?».

Por lo tanto, Dave reconocía al destino cuando lo veía.

Es posible que aquel sábado por la noche el destino estuviera celebrando su cumpleaños o algo así, y decidiera por fin darle un respiro al viejo Dave, dejar que se desahogara sin tener que sufrir las consecuencias. Como si el destino le dijera: «Dale un golpe al mundo, Dave. Te prometo que esta vez no se desquitará». Como si Lucy sostuviera la pelota de fútbol de Charlie Brown, y se comportarse como es debido por una vez, y le permitiera darle un puntapié a sus anchas. Porque no fue premeditado, no lo fue. Dave, solo y a altas horas de la noche en los días posteriores, extendía las manos como si estuviera hablando a un jurado, y le decía con dulzura a la cocina vacía: «Tienes que comprenderlo porque no ha sido deliberado».

Aquella noche, acababa de bajar las escaleras después de darle el beso de buenas noches a su hijo, Michael, y se dirigía hacia el frigorífico para coger una cerveza cuando su mujer, Celeste, le recordó que era la noche de las chicas.

– ¿Otra vez?- Dave abrió la nevera

– ¡Ya han pasado cuatro semanas! -exclamó Celeste con aquel sonsonete alegre tan suyo y que a veces le corroía la columna vertebral de arriba abajo a Dave Boyle.

– ¿De verdad? -Dave se apoyó en el lavavajillas y abrió la cerveza-. ¿Qué programa tenéis para esta noche?

– Madrastra -respondió Celeste, con los ojos relucientes y las manos entrelazadas.

Una vez al mes, Celeste y tres compañeras de trabajo de la peluquería Ozma se reunían en el piso de Dave y Celeste Boyle para echarse las cartas de Tarot, beber un poco de vino y cocinar algo nuevo. Terminaban la velada con alguna película de moda; a menudo se trataba de películas sobre alguna mujer con personalidad y estudios pero que se sentía sola y que encontraba el amor verdadero y una ardiente vida sexual con algún viejo vaquero al que ya le colgaban las pelotas; otras veces iba sobre dos mujeres que descubrían el significado de la feminidad y hasta qué punto eran amigas en el preciso momento en que una de ellas contraía una enfermedad incurable en el tercer acto, y moría de lo más guapa y repeinada en una cama del tamaño de Perú.

Esas noches, Dave tenía tres opciones: sentarse en el dormitorio de Michael y mirar cómo dormía su hijo, esconderse en el dormitorio trasero que compartía con Celeste y hacer zapping ante el televisor o salir a toda prisa por la puerta e intentar encontrar un sitio donde no tuviera que escuchar a cuatro mujeres que empiezan a gimotear porque Pelotas Caídas decide que no puede dejarse atar y vuelve a las montañas en busca de una vida simple.

Dave a menudo escogía la opción número tres.

Hizo lo mismo aquella noche. Acabó la cerveza y se despidió de Celeste con un beso; sintió un ligero retortijón en el estómago cuando ella le asió el culo y le devolvió el besó con entusiasmo; después salió por la puerta, bajó las escaleras por delante del piso del señor McAllister y, atravesando la puerta principal, se adentró en el sábado noche de las marismas. Pensaba ir dando un paseo hasta Bucky's o Tap, pero se quedó delante de la casa para pensárselo bien y luego decidió coger el coche. Tal vez podría subir hasta la colina y echar un vistazo a las estudiantes universitarias y a los ejecutivos que últimamente iban allí en tropel; de hecho, en la colina había tanta gente que tenían que apartarse a codazos y algunos ya habían optado por irse al barrio de las marismas.

Habían comprado los bloques de ladrillo de tres plantas a precio de ganga y éstos de repente se convirtieron en Queen Annes. Los rodearon de andamios, echaron abajo el interior de las casas y pusieron gente a trabajar las veinticuatro horas del día; tres meses más tarde, aquellos aficionados al deporte de aventura aparcaban los Volvos delante de la entrada principal y entraban sus cajas repletas de objetos de cerámica por la puerta. Las notas de jazz se escapaban suaves por los cristales de sus ventanas, compraban mariconadas tales como vino de Oporto en las tiendas de licores, paseaban a sus perros-rata por el barrio y modelaban sus pequeños jardines. Sólo quedaban los edificios de ladrillo de tres plantas que había entre las avenidas Galvin y Twoomey, pero si la colina marcaba las pautas, bien pronto se verían coches Saab y bolsas de tiendas caras de comestibles por todas partes, incluso alrededor del Pen Channel en la parte más baja de las marismas.

La semana anterior sin ir más lejos, el señor McAllister, el casero de Dave, había dicho a éste, como quien no quiere la cosa: «El precio de las casas está subiendo. Lo que le quiero decir es que está subiendo de forma desorbitada».

– Pues no dé su brazo a torcer- le contestó Dave, contemplando la casa en que hacía diez años que vivía-, y además un poco más adelante…

– ¡Un poco más adelante! -McAllister le miró-. Dave, es posible que bien pronto ya no pueda pagar los impuestos de propiedad. Tengo unos Ingresos fijos, ¡por el amor de Dios! Si no vendo pronto, de aquí a dos años, tal vez tres, Hacienda me embargará las casas.

– ¿Y adónde irá? -preguntó Dave-. ¿Y adónde iré yo?

McAllister se encogió de hombros y contestó:

– No lo sé. Es posible que a Weymouth. Tengo algunos amigos en Leominster.

Lo dijo como si ya hubiera hecho unas cuantas indagaciones y hubiera ido a ver algunas casas en alquiler.

Mientras Dave conducía su Accord por la colina, intentaba recordar si conocía a alguien de su edad o más joven que siguiera viviendo allí. Se detuvo poco a poco delante del semáforo en rojo y vio a dos ejecutivos que llevaban suéteres de cuello redondo de color arándano a juego y pantalones cortos abombados de color caqui; estaban sentados delante de lo que había sido Primo’s Pizza. Ahora se llamaba Café Society y los dos ejecutivos, asexuados y fuertes, se llevaban cucharadas de helado o de yogur frío a la boca, las piernas bronceadas estiradas en la acera, con los tobillos cruzados, sus relucientes bicicletas de montaña apoyadas en el escaparate de la tienda bajo una luz de neón blanca resplandeciente.

Dave se preguntaba dónde demonios iba a vivir si esa frontera mental se iba materializando cada vez más. Y con el dinero que sacaban él y Celeste, si los bares y las pizzerías seguían convirtiéndose en cafés, con suerte les asignarían un piso de protección oficial de dos habitaciones en Parker Hill. Con toda probabilidad les pondrían en una lista de espera de dieciocho meses; y todo eso para poder trasladarse a un lugar en el que las escaleras olían a meados, el hedor a rata muerta se colaba por las paredes enmohecidas, y donde yanquis y profesionales de la navaja deambulaban por el vestíbulo, a la espera de que te despistaras.

Desde el día en que un tipo de Parker Hill intentó robarle el coche, a pesar de que él y Michael estuvieran dentro, Dave guardaba una pistola del 22 debajo del asiento. No la había disparado nunca, ni siquiera de lejos, pero a menudo la sostenía y apuntaba con el cañón. Se dio el gusto de preguntarse qué aspecto tendrían aquellos dos ejecutivos a juego al otro lado del cañón, y sonrió.

Sin embargo, el semáforo se había puesto verde y él seguía allí parado; el sonido de las bocinas estalló tras él, y los ejecutivos alzaron los ojos y se quedaron mirando su coche abollado para ver qué causaba tanto alboroto en su nuevo barrio.

Dave atravesó el cruce, sofocado por sus miradas repentinas y tan poco razonables.


Esa noche Katie Marcus salió con sus dos mejores amigas, Diane Cestra y Eve Pigeon, para celebrar la última noche de Katie en las marismas, y con toda probabilidad en Buckingham. Al celebrarlo se habían sentido como si las hubieran recubierto con polvo de oro y les hubieran dicho que todos sus sueños se harían realidad. Como si compartieran un número de lotería premiado y la prueba del embarazo les hubiera dado negativo a todas el mismo día.

Arrojaron los paquetes de tabaco mentolados sobre la mesa de la parte trasera del Spires Pub y empezaron a responder con disparos de kamikaze y a gritar cada vez que un tipo atractivo le lanzaba alguna de ellas La Mirada. Debía de hacer una hora que se habían pegado un gran atracón en el East Coast Grill y después habían decidido regresar a Buckingham; antes de entrar en el bar, se habían fumado un canuto en el aparcamiento. Cualquier cosa, viejas historias que ya se habían contado un centenar de veces, como la última paliza que le había dado a Diane el estúpido de su novio, o cuando a Eve se le corrió la pintura de labios de forma inesperada, o dos tipos gordinflones contoneándose junto a la mesa de billar, era de lo más divertida.

Cuando llegó el momento en que el bar estaba tan atestado que había tres hileras de gente delante de la barra y tardabas veinte minutos en conseguir una consumición, se fueron al Curley's Folly de la colina. Se fumaron otro canuto en el coche y Katie empezó a sentir que le arañaban el cerebro fragmentos recortados de paranoia.

– Ese coche nos sigue.

Eve observó las luces por el espejo retrovisor y dijo:

– No es verdad.

– Nos ha estado siguiendo desde que salimos del bar.

– ¡Por el amor de Dios, Katie, sólo hace treinta segundos que hemos salido de allí!

– ¡Ah!

– ¡Ah! -la imitó Diane; soltó una mezcla de hipo y carcajada y volvió a pasar el canuto a Katie.

– ¡Todo está muy tranquilo! -exclamó Eve con un tono de voz más profundo.

– ¡Cállate! -Katie se dio cuenta de adónde quería llegar a parar.

– ¡Demasiado tranquilo! -asintió Diane; luego soltó una carcajada.

– ¡Seréis zorras! -exclamó Katie, y le dio un ataque de risa, aunque en realidad tenía la intención de parecer ofendida.

Perdió el equilibrio y se cayó en el asiento de atrás; la nuca le fue a parar entre el respaldo y el asiento y empezó a sentir esa sensación de hormigueo en las mejillas que notaba las pocas veces que fumaba marihuana. La risa tonta dio paso a un estado de adormecimiento y mientras contemplaba la pálida luz del techo, pensaba que eso era para lo que uno vivía, para reírse como una tonta con sus mejores amigas igualmente tontas y sonrientes, la noche antes de casarse con el hombre que amaba. En Las Vegas, de acuerdo. Con resaca, muy bien. Sin embargo, ésa era la idea. Ese era el sueño que albergaba. Después de haber estado en cuatro bares, de haberse bebido tres chupitos y de haberse apuntado un par de números de teléfono en una servilleta, Katie y Diane estaban tan borrachas que se subieron a la barra del McGills y empezaron a bailar Brown Eyed Girl, a pesar de que el tocadiscos estaba parado. Eve comenzó a cantar Slipping and a Sliding [Resbalarse y deslizarse] yeso mismo es lo que hicieron Katie y Diane, a la vez que se daban golpes en la cadera y sacudían la cabeza de tal modo que el pelo les cubría el rostro. En el McGills, la gente pensó que aquello era divertidísimo, pero en el Brown, veinte minutos más tarde, ni siquiera las dejaron pasar por la puerta.

Por aquel entonces, Diane y Katie ya habían conseguido que Eve se subiera a la barra y en aquel momento cantaba I Will Survive de Gloria Gaynor, lo cual era la mitad del problema; además, se balanceaba como si fuera un metrónomo, yeso representaba la otra mitad.

Así pues, las pusieron de patitas en la calle incluso antes de que pudieran entrar en el Brown, lo que quería decir que la única opción que quedaba para tres chicas borrachas de East Buckingham era ir al Last Drop, un antro depresivo y húmedo situado en la peor zona de las marismas; era un horrible edificio de tres plantas en el que se aparejaban las prostitutas más drogadictas y sus clientes, y un lugar en el que un coche sin alarma solía durar un minuto y medio.

Allí se encontraban cuando Roman Fallow apareció con la última ejecutiva que tenía por novia. A Roman le gustaban las mujeres menudas, rubias y de ojos grandes. Los camareros estuvieron muy contentos de ver a Roman porque solía dar unas propinas que rondaban el cincuenta por ciento de la consumición; en cambio, para Katie fue mala suerte, ya que Roman era amigo de Bobby O'Donnell.

– . ¡Estás algo trompa, Katie! -exclamó Roman.

Katie sonrió porque le tenía miedo a Roman. De hecho, Roman asustaba a casi todo el mundo. Era un tipo atractivo y elegante; podía ser de lo más divertido, pero Roman tenía un defecto: una carencia total de cualquier cosa que pudiera asemejarse a sentimientos verdaderos y aquello pendía de sus ojos como un letrero que indicara que aún quedaban habitaciones libres.

– Estoy un poco colocada -admitió ella.

Roman lo encontró divertido. Le dedicó una breve sonrisa exhibiendo su dentadura perfecta; tomó un sorbo de Tanqueray y le dijo:

– Un poco colocada ¿verdad? Si, muy bien, Katie. Déjame que te haga una pregunta -le dijo con dulzura-. ¿Crees que a Bobby le gustaría enterarse de que te estás comportando como una estúpida en el Mcgills? ¿Crees que le gustaría saberlo?

– No.

– Porque a mí no me gustaría, Katie. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Sí.

Roman se colocó la mano detrás de la oreja y dijo:

– ¿Cómo?

– Sí.

Roman dejó la mano donde estaba, se inclinó hacia ella y repitió:

– Lo siento. ¿Cómo has dicho?

– Me voy a casa ahora mismo -anunció Katie.

Roman sonrió y le preguntó:

– ¿Estás segura? No me gustaría que te sintieras obligada a hacer algo que no deseas hacer.

– No, no, ya he tenido bastante.

– ¡Claro, claro! ¿Os pago las bebidas?

– No, no. Gracias, Roman, pero ya hemos pagado.

Roman rodeó con un brazo a la tontita que lo acompañaba y preguntó a Katie:

– ¿Te pido un taxi?

Katie casi metió la pata porque estuvo a punto de decir que había ido en coche hasta allí, pero se contuvo y respondió:

– No, no hace falta. A estas horas encontraremos uno sin ningún problema.

– Es verdad. Muy bien, pues. Ya nos veremos, Katie.

Eye y Diane ya estaban junto a la puerta; de hecho, habían ido hacia allí tan pronto como habían visto a Roman.

Cuando ya estaban en la acera, Diane exclamó:

– ¡Santo cielo! ¿Creéis que llamará a Bobby?

Katie que no estaba muy segura, negó con la cabeza y contestó:

– No. A Roman no le gusta tener que dar malas noticias. Sólo se encarga de ponerles remedio.

Se cubrió el rostro con la mano por un instante y, en la oscuridad, notó como el alcohol le corría por las venas con impaciencia; también notó el peso de su propia soledad. Desde la muerte de su madre siempre se había sentido sola y ya había pasado mucho tiempo desde entonces.

Eve vomitó al llegar al aparcamiento y salpicó uno de los neumáticos traseros del Toyota azul de Katie. Cuando acabó, Katie sacó un pequeño frasco de enjuague bucal del bolso y se lo pasó a Eve.

– ¿Crees que puedes conducir? -le preguntó Eve.

Katie asintió con la cabeza y contestó:

– Sin ningún problema; además sólo estamos a unas catorce manzanas de distancia.

– Una razón de más para irse -añadió Katie mientras salían del aparcamiento-. Otra razón para abandonar este barrio de mierda.

Diane asintió con poco entusiasmo.

Atravesaron la zona con precaución y Katie, que no pasó de cuarenta y que estaba muy concentrada, no se movió del carril de la derecha, Siguieron por la calle Dunboy a lo largo de doce manzanas y después cogieron la calle Crescent, que estaba un poco más oscura y más tranquila. Al llegar a la parte baja del barrio, tomaron la calle Sydney para ir a casa de Eve. Mientras estaban en el coche, Diane había decidido que pasaría la noche en el sofá de Eve porque si volvía a casa de su novio, Matt, en semejante estado, tendría que comerse un marrón; así pues, ella y Eve salieron del coche bajo una farola rota en la calle Sydney. Había empezado a llover y las gotas caían encima del limpiaparabrisas de Katie; sin embargo, Diane y Eve no parecían darse cuenta.

Ambas se agacharon hasta la altura de la cintura y miraron a Katie por la ventana abierta del copiloto. El cariz amargo que había tomado la noche en la última hora hizo que les flaqueara el rostro y que inclinaran los hombros; Katie sintió la tristeza de ambas mientras contemplaba las gotas de lluvia a través del parabrisas. Sentía cómo el resto de sus vidas se cernía sobre ellas con tristeza y desdicha. Eran las mejores amigas que había tenido desde el jardín de infancia y era posible que no volviera a verlas nunca más.

– ¿Te las arreglarás sola? -la voz de Diane tenía un tono de voz agudo y quebrado.

Katie volvió la cabeza hacia ellas y les sonrió con todo el entusiasmo que pudo, aunque tuvo la sensación de que se le iba a partir la mandíbula por la mitad a causa del esfuerzo.

– Sí, claro. Ya os llamare desde Las Vegas y espero que vengáis a visitarme.

– Los vuelos son baratos -apuntó Eve

– Muy baratos.

– Muy baratos -asintió Diane; su voz se hacía inaudible a medida que contemplaba la deteriorada acera.

– Bien -añadió Katie. La palabra le brotó de la boca como si fuera una resplandeciente explosión-. Vaya irme antes de que alguien se ponga a llorar.

Eve y Diane tendieron las manos por la ventana y Katie se las estrechó durante un buen rato; después se apartaron del coche y le dijeron adiós con la mano. Katie les devolvió el saludo, dio un bocinazo y se alejó.

Se quedaron de pie en la acera, mirándola, mucho después de que las luces traseras de Katie se encendieron y desaparecieron al girar la cerrada curva que había en medio de la calle Sydney. Tenían la sensación de que les habían quedado cosas por decir. Podían oler la lluvia y el papel de aluminio procedente del Penitentiary Channel, que se extendía oscuro y silencioso al otro lado del parque.

Durante el resto de su vida, Diane deseó haberse quedado en aquel coche. En menos de un año tuvo un hijo; y cuando éste era joven (antes de ser padre, antes de volverse cruel, antes de conducir borracho y atropellar a una mujer que iba a cruzar la calle en la colina) solía decirle que ella creía que tenía que haberse quedado en aquel coche, y que cuando decidió salir, por capricho, sabía que había cambiado algo, que se había salvado por muy poco. Llevaría eso con ella, junto con una imperiosa sensación de que pasaba la vida como una observadora pasiva de los impulsos trágicos de otra gente, impulsos que ella nunca hizo lo suficiente por refrenar. Solía repetirle todas estas cosas a su hijo cuando iba a visitarle a la cárcel y él alzaba los hombros, cambiaba de postura y le preguntaba: «¿Me has traído los cigarrillos, mamá?».

Eve se casó con un electricista y se fue a vivir a un chalé en Braintree. A veces, bien entrada la noche, le ponía la palma de la mano sobre el pecho grande y blando y le contaba cosas de Katie, cosas acerca de esa noche, y él la escuchaba y le acariciaba el pelo y la espalda; sin embargo, no le decía casi nada, ya que él sabía que no había nada que decir. Otras veces, Eve sólo necesitaba pronunciar el nombre de su amiga, oírlo, sentir su peso sobre la lengua. Tuvieron hijos y Eve solía ir a ver como jugaban a fútbol; ella se mantenía aparte y, de vez en cuando, separaba los labios y pronunciaba el nombre de Katie, en voz baja, para sus adentros, en los húmedos campos de abril.

Sin embargo, aquella noche sólo eran dos chicas de East Bucky que habían bebido demasiado; Katie contempló cómo desaparecían en el espejo retrovisor mientras tomaba la curva de la calle Sydney y se dirigía hacia casa.

Allí estaba todo muy tranquilo por la noche, ya que la mayor parte de las casas que daban al parque del Pen Channel se habían quemado en un incendio, ocurrido cuatro años atrás; lo poco que quedaba de las casas estaba destrozado, ennegrecido y cubierto con tablas. Katie sólo deseaba llegar a casa, meterse en la cama, levantarse por la mañana y marcharse mucho antes de que a su padre o a Bobby se les ocurriera la idea de buscarla, Quería marcharse de allí del mismo modo que uno desea deshacerse de la ropa que ha llevado durante una tormenta. Formar una bola, lanzarla a un lado y no volver nunca la vista atrás.

Recordó algo en lo que hacía muchos años que no pensaba. Recordó que, cuando tenía cinco años, fue andando hasta el zoo con su madre. No lo evocó por ninguna razón en particular; con toda probabilidad los restos de marihuana pasada y de alcohol que tenía en el cerebro debieron de toparse con la célula que almacenaba la memoria. Su madre le cogía de la mano mientras bajaban por la calle Columbia en dirección al zoo, y Katie sentía los huesos de su mano cuando temblaban ligeramente bajo la piel junto a su muñeca. Alzó los ojos para mirar la cara delgada y los severos ojos de su madre; la nariz se le había vuelto afilada por la pérdida de peso, y la barbilla era apenas un bultito. Y Katie, con cinco años, curiosa y triste, le había preguntado: «¿Por qué estás siempre cansada?».

El rostro inflexible y quebradizo de su madre se había desmenuzado como una esponja seca. Se acurrucó junto a Katie, le puso las manos sobre las mejillas y la miró fijamente con los ojos rojos. Katie había pensado que estaba loca, pero en aquel momento su madre le había sonreído aunque la sonrisa desapareció de inmediato y, sin poder evitar el temblor de su barbilla, le había dicho: «Oh, nena», indicándole que se acercara. Había apoyado la barbilla en el hombro de Katie y había repetido: «Oh, nena», y entonces Katie había sentido como las lágrimas le bajaban por el pelo.

Volvía a sentirlo en ese momento, la suave llovizna de sus lágrimas en el pelo como las ligeras gotas de lluvia que caían encima del parabrisas. Cuando estaba intentando recordar el color de los ojos de su madre, vio el cuerpo tumbado en medio de la calle, Estaba echado como un saco delante de sus neumáticos y viró con brusquedad hacia la derecha; al notar que el neumático izquierdo de la parte trasera chocaba contra algo, pensó: «¡Santo cielo! ¡Por favor, Dios, dime que no le he dado! ¡Por favor!».

Frenó el Toyota como pudo junto al bordillo derecho de la calle, apartó el pie del embrague, y el coche se movió hacia delante, renqueando; luego se paró.

– ¡Eh! ¿Se encuentra bien? -le gritó alguien.

Katie vio cómo se acercaba y empezó a relajarse ya que había algo en él que le resultaba familiar e inofensivo, hasta que se percató de la pistola que llevaba en la mano.


A las tres de la mañana, Brendan Harris finalmente se durmió.

Lo hizo sonriendo, con la imagen de Katie flotando sobre él, diciéndole que le amaba, susurrando su nombre; el dulce aliento de Katie era como un beso en la oreja.