"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)

4. DEJA YA DE REPRIMIRTE TANTO

Dave Boyle acabó yendo al McGills aquella noche. Se sentó con Stanley el Gigante en una esquina del bar y vio a los Sox jugar un partido fuera de casa. Pedro Martínez se había hecho el amo del montículo, por lo que los Sox les estaban pegando una paliza a los Angels. Pedro lanzaba la pelota de un modo tan atroz que cuando ésta cruzaba el área de casa parecía una maldita tableta. En la tercera entrada, los bateadores de los Angels parecían asustados; en la sexta, daba la impresión de que lo único que querían era irse a preparar la cena. Garret Anderson lanzó la pelota con efecto de retroceso e hizo que ésta cayera en el plato de la derecha; al realizar una jugada tan perfecta, el poco entusiasmo que quedaba en un partido en el que iban ocho a cero desapareció de las gradas; Dave se dio cuenta de que prestaba más atención a las luces, a los ventiladores y al Estadio Anaheim que al partido en sí.

Observó los rostros de la gente de las gradas: casi todos tenían una expresión de animosidad y de gran cansancio y parecía que los hinchas se tomaban la derrota de modo más personal que los mismos jugadores. Tal vez lo hicieran. Dave se imaginó que para muchos sería el único partido al que irían aquel año. Habían llevado a los niños, a la mujer y habían salido de su casa de California a última hora de la tarde con neveras portátiles para la fiesta ele después del partido; además, cada una de las cinco entradas les había costado treinta dólares, y eso para acabar sentándose en los asientos más baratos, colocarles a sus hijos gorras de veinticinco dólares, comer hamburguesas de rata de seis dólares, perritos calientes de cuatro dólares y medio, Pepsi aguada y barras pegajosas de helado que se les derretían por las muñecas. Dave sabía que habían ido allí para sentirse eufóricos y exultantes, para que el excepcional espectáculo de la victoria les hiciera olvidar sus vidas por un momento. Ése era el motivo por el cual los anfiteatros y los estadios de béisbol se asemejaban a las catedrales: por el zumbido de las luces, por las oraciones que se decían en voz baja y por los cuarenta mil corazones que latían al unísono con la misma esperanza colectiva.

Gana por mí. Gana por mis hijos. Gana por mi matrimonio, gana para que pueda llevarme esa victoria al coche y pueda disfrutar de ese triunfo con la familia mientras regresamos a nuestras vidas llenas de fracasos.

Gana por mí. Gana. Gana. Gana.

Sin embargo, cuando el equipo perdió, toda aquella esperanza colectiva se rompió en mil pedazos y toda la apariencia de unidad que se había sentido con el resto de feligreses desapareció con ella. Tu equipo te había fallado y sólo sirvió para recordarte que, en general, cada vez que intentabas algo, perdías. Cuando uno albergaba esperanzas, la esperanza moría. Y te quedabas allí sentado entre los restos de envoltorio de celofán, de palomitas de maíz, de vasos blandos y empapados amontonados entre los despojos entumecidos de tu propia vida; además, tenías que recorrer un pasillo largo y oscuro para llegar a un aparcamiento igualmente largo y oscuro, entre una gran multitud de extraños borrachos y airados, una esposa silenciosa que te hacía recordar tu último fracaso y tres niños maniáticos. Lo único que uno podía hacer era meterse en el coche y volver a casa, al mismo lugar del que aquella catedral había prometido transportarte.

Dave Boyle, que había sido una estrella pasajera de los equipos de béisbol durante los gloriosos años (78 a 82) en el Centro de Formación Profesional Don Bosco, sabía que había muy pocas cosas en el mundo que pudieran ser más temperamentales que un hincha. Sabía lo que era necesitarles, odiarles, arrodillarse ante ellos y suplicarles que te ovacionaran una vez más; asimismo sabía hasta qué punto deseaban destruirte cuando les habías roto su corazón colectivo y enfadado.

– ¿Crees que es normal que esas chicas se comporten así? -le preguntó Stanley el Gigante.

Dave alzó la mirada y vio que de repente dos chicas se subían a la barra y empezaban a bailar; lo hacían mientras otra chica cantaba una versión desafinada de Brown Eyed Girl. Las dos chicas que había encima de la barra bamboleaban el culo y agitaban las caderas. La de la derecha estaba entrada en carnes y tenía unos ojos de color gris brillante que decían «fóllame», Dave se imaginó que debía de estar en la mismísima flor de la vida, el tipo de chica que seguramente sería muy buena en la cama durante los seis meses siguientes. Sin embargo, dos años más tarde ya se habría echado a perder; era fácil de prever por la mandíbula, gruesa y flácida, y si uno se la imaginaba con la ropa de estar por casa, parecería imposible pensar que hubiera sido motivo de lujuria en un tiempo no tan lejano.

Pero la otra…

Dave la conocía desde que era una niña pequeña: Katie Marcus, la hija de Jimmy y de la difunta Marita, aunque entonces era la hijastra de Annabeth, la prima de su mujer; ahora se la veía adulta y su cuerpo, que rezumaba firmeza y frescura, desafiaba las leyes de la gravedad, Mientras contemplaba cómo bailaba y se balanceaba, cómo se contoneaba y se reía, con el pelo rubio cayéndole sobre la cara y la espalda como si fuera un velo cada vez que echaba la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto un cuello pálido y arqueado, Dave sentía una esperanza oscura y que le consumía todo el cuerpo como si fuera un fuego abrasador. No es que se sintiera así de repente, sino que era ella la que lo provocaba. El cuerpo de Katie se lo transmitía al suyo; de súbito, ella, con la cara sudada, lo reconoció y sus miradas se cruzaron; entonces ella le sonrió y a modo de saludo le hizo un gesto con el dedo meñique, que le atravesó limpiamente los huesos del pecho y le abrasó el corazón,

Echó un vistazo a los tipos del bar y vio que tenían una expresión de asombro mientras contemplaban bailar a las dos chicas, como si fueran apariciones divinas. Dave veía en sus rostros la misma ansia que había visto en los hinchas de los Angels durante las primeras entradas del partido, un anhelo triste mezclado con la patética aceptación de que regresarían a casa sin ver cumplidos sus deseos; resignados a acariciarse la polla en el cuarto de baño a las tres de la madrugada, mientras la mujer y los niños roncaban en el piso de arriba.

Dave contempló cómo Katie resplandecía sobre la barra y recordó a Maura Keaveny, desnuda bajo él, con las gotas de sudor cubriéndole las cejas, con los ojos relajados y adormilados a causa de la bebida y del deseo. Deseo por él. Dave Boyle. La estrella del béisbol. El orgullo de las marismas durante tres cortos años. Ya nadie se refería a él como el niño que había sido secuestrado cuando tenía once años. No, era un héroe local. Maura estaba en su cama y la suerte estaba de su lado.

Dave Boyle. Por aquel entonces, aún desconocía lo poco que suelen durar las rachas de buena suerte, la rapidez con la que pueden desaparecer y dejarte con nada, a excepción de un monótono presente que nunca depara ninguna sorpresa, sin motivos para la esperanza, sólo días que se convierten en otros días y que son tan poco emocionantes que aunque pasara un año, la página del calendario de la cocina seguiría siendo la del mes de marzo.

Uno se decía a sí mismo que ya no iba a soñar más. Que ya no estaba dispuesto a seguir sufriendo. Pero entonces, los equipos jugaban las finales o veías una película, o relucientes carteles publicitarios color naranja que hacían propaganda de Aruba, o una chica que se parecía mucho a una mujer con la que había salido en el instituto, una mujer que había amado y perdido, y que había bailado encima de ti con ojos relucientes, y uno se decía: «¡Qué coño, soñemos una vez más!».

Cuando Rosemary Savage Samarco estaba en su lecho de muerte (el quinto de diez), le dijo a su hija, Celeste Boyle: «Te juro por Dios que lo único que me ha producido placer en esta vida ha sido tocarle las pelotas a tu padre siempre que he podido».

Celeste le había dedicado una sonrisa distante y había intentado alejarse, pero su madre le había asido la muñeca con una garra artrítica, y la había apretado con fuerza.

Haz el favor de escucharme, Celeste. Me estoy muriendo y te estoy hablando muy en serio. Eso es lo que conseguirás, si tienes mucha suerte en esta vida, pues en primer lugar, no hay mucho. Mañana ya estaré muerta y quiero asegurarme de que lo hayas entendido: Sólo se consigue una cosa. ¿Me oyes? Sólo hay una cosa en este mundo que te de placer. El mío fue tocarle las pelotas al cabronazo de tu padre siempre que se me presentaba la oportunidad -le brillaban los ojos y tenía los labios salpicados de gotas de saliva-, y créeme, después de cierto tiempo, le encantaba.

Celeste le secó la frente a su madre con una toalla. Le sonrió y le dijo; «Mamá», con un tono de voz dulce y arrullador. Le quitó la saliva de los labios y le acarició la palma de la mano, sin dejar de pensar: «Tengo que salir de aquí, de esta casa, de este barrio, de este lugar desequilibrado en el que la gente tiene el cerebro totalmente podrido, por ser demasiado pobre, estar demasiado cabreada y por haber sido demasiado incapaz de cambiar las cosas durante un período de tiempo tan jodidamente largo».

Sin embargo, su madre siguió viviendo. Sobrevivió a pesar de una colitis, de los ataques de diabetes, de una insuficiencia renal, dos infartos de miocardio y tumores cancerígenos en un pecho y en el colon. Un día, el páncreas le dejó de funcionar, de repente, y una semana más tarde volvió a funcionar, con muchas ganas de empezar de nuevo; los médicos no hacían más que preguntar a Celeste si podrían examinar el cuerpo de su madre una vez que ésta hubiera muerto.

Celeste les preguntaba las primeras veces:

– ¿Qué partes?

– Todas.

Rosemary Savage Samarco tenía un hermano, al que odiaba, en las marismas, dos hermanas que vivían en Florida y que no le dirigían la palabra, y le había tocado las pelotas a su marido con tanta habilidad que éste se había cavado su propia tumba para librarse de ella. Celeste fue la única hija que tuvo después de ocho abortos. Celeste solía imaginarse de pequeña que todos sus mediohermanos y hermanas flotaban en el limbo y que les decía: «Estáis como de vacaciones».

Cuando Celeste era adolescente, estaba convencida de que aparecería alguien que se la llevaría de allí. No era fea ni estaba amargada; además, tenía buen carácter y sabía reírse. Se imaginaba que si uno tenía en cuenta todas esas cosas, acabaría sucediéndole. Aunque había conocido a algunos candidatos, no había ninguno que acabara de gustarle. La mayoría eran de Buckingham, casi todos gamberros de la colina o de las marismas de East Bucky, algunos de Rome Basin, y un tipo de las afueras que había conocido cuando asistía a la escuela de peluquería Blaine, que era homosexual, aunque por aquel entonces ella aún no lo sabía.

El seguro médico de su madre era una mierda, y bien pronto Celeste se encontró que tenía que trabajar para cubrir unas facturas médicas monstruosas por unas enfermedades monstruosas que no lo eran tanto para poner fin a su sufrimiento. Y no es que su madre no disfrutara de su propio padecimiento. Cada vez que sufría una enfermedad disponía de un nuevo triunfo para jugar a lo que Dave llamaba «Rosemary tiene todos los boletos de la rifa para que su vida sea peor que la de los demás».

Una vez, en las noticias vieron a una madre acongojada que lloraba en la acera, después de presenciar como su casa y sus dos hijos habían volado por los aires a causa de un incendio. Rosemary hizo un chasquido con la lengua:

– Siempre puedes tener más hijos. En cambio, intenta vivir con colitis y un pulmón colapsado en un mismo año y ya verás -comentó.

En momentos así, Dave le dedicaba una tensa sonrisa y se iba a buscar otra cerveza.

Rosemary, cuando oía el ruido del frigorífico al abrirse, le decía a Celeste:

– Tú sólo eres su amante, cariño. Su mujer se llama Budweiser.

– ¡Mamá, déjalo ya! -solía responderle Celeste.

– ¿Qué? -le contestaba ella.

A la larga, Celeste había optado por Dave. Era atractivo y divertido y había muy pocas cosas que le alteraran. Cuando se casaron, él tenía un buen trabajo en una oficina de correos de Raytheon, y aunque lo perdió cuando hicieron reducción de personal, al cabo de un tiempo consiguió otro en la zona de carga y descarga de un hotel del centro (por la mitad de su antiguo salario) y nunca se quejó de ello. De hecho, Dave nunca se quejaba de nada y apenas hablaba de su infancia y de la época anterior al instituto, lo cual sólo empezó a parecer extraño a Celeste un año después de que muriera su madre.

Fue una apoplejía lo que al final acabó con su vida. Un día que Celeste volvía del supermercado, se encontró que su madre estaba muerta en la bañera, con la cabeza inclinada, y apretados en una mueca los Iabios torcidos hacia el lado derecho, como si hubiera mordido algo demasiado ácido.

Durante los meses que siguieron al funeral, Celeste se consolaba al saber que, como mínimo, las cosas serían más fáciles a partir de entonces, ya que no tendría que soportar los reproches constantes y los comentarios crueles. Pero, en realidad, las cosas no habían ido de ese modo. Dave cobraba más o menos lo mismo que Celeste, y eso sólo suponía un dólar más por hora de lo que pagaban en McDonald's, y aunque era de agradecer que las facturas que Rosemary acumuló a lo largo de su vida no pasaran a su hija, ésta tuvo que pagar las facturas del funeral y del entierro. Celeste examinaba el desastre económico en el que estaban sumidos, las facturas que hacía años que pagaban, la falta de ingresos, las enormes cantidades de dinero que gastaban, el nuevo montón de facturas que Michael y su futura educación representaban, la falta de solvencia, y tenía la sensación de que tendría que vivir con la respiración contenida para el resto de su vida. Ni ella ni Dave habían ido a la universidad y tampoco parecía probable que fueran a ir, y a pesar de que en el telediario la gente se jactaba del bajo índice de desempleo y de la seguridad laboral de todo el estado, nadie mencionaba que esto sólo afectaba a la mano de obra cualificada ya la gente que estaba dispuesta a trabajar como empleado eventual sin ninguna asistencia médica o dental y con muy pocas perspectivas laborales.

Algunas veces, Celeste se sentaba en el lavabo junto a la bañera en la que se había encontrado a su madre. Solía sentarse en la oscuridad. Se sentaba allí e intentaba no llorar; se preguntaba cómo podía ser que su vida hubiera llegado a semejante extremo, yeso mismo estaba haciendo un domingo a las tres de la madrugada, mientras la persistente lluvia golpeaba las ventanas, cuando Dave entró cubierto de sangre.

El hecho de encontrársela allí le sorprendió y se echó hacia atrás de un salto cuando ella se puso en pie.

– Cariño, ¿qué te ha pasado? -le preguntó, acercándose a él. Volvió a saltar hacia atrás, se dio un golpe en el pie con la jamba de la puerta, y contestó:

– Me han rajado.

– ¿Qué?

– Que me han rajado.

– ¡Por el amor de Dios, Dave! ¿Qué es lo que ha pasado?

Se levantó la camisa y Celeste observó con atención una cuchillada bastante profunda en la caja torácica, de la que salía sangre a borbotones.

– ¡Santo cielo! Tienes que ir al hospital, cariño.

– ¡No, no! -insistió-. Mira, no es tan profunda, lo único que pasa es que sangra mucho.

Tenía razón. Cuando la miró por segunda vez, se dio cuenta de que era bastante superficial; sin embargo era larga y sangraba mucho, aunque no hasta el punto que justificara la sangre de la camisa y del cuello.

– ¿Quién te lo ha hecho?

– Un psicópata negro lleno de crack hasta las orejas -respondió; se quitó la camisa y la dejó en el fregadero-. ¡Cariño, la he cagado!

– ¿Qué dices? ¿Cómo?

La miró, con los ojos inquietos, y añadió:

– EI tipo ése intentó atracarme, ¿De acuerdo? Yo traté de golpearle y entonces me hirió con la navaja.

– ¿Intentaste golpear a un tipo que tenía una navaja, Dave?

Abrió el grifo, metió la cabeza en el fregadero, tragó un poco de agua y prosiguió:

– No sé por qué lo hice. Se me fue la cabeza. Se me fue la cabeza de verdad, cariño, y me lo cargué.

– ¿Que tu…?

– Lo dejé hecho polvo, Celeste. Me puse hecho una fiera cuando noté que me clavaba la navaja, ¿sabes? Le derribé, me puse encima de él y cariño…, perdí la cabeza.

– Así pues, fue en defensa propia.

Hizo una especie de gesto con la mano e insinuó:

– A decir verdad, no creo que el tribunal lo vea de ese modo.

– ¡No me lo puedo creer! ¡Amor mío! -le cogió las muñecas con las manos-. Cuéntame exactamente lo que pasó.

Y durante una milésima de segundo, al mirarle a la cara, sintió náuseas. Notó una sonrisa maliciosa en lo más profundo de sus ojos, como si algo se hubiera activado y se felicitara a sí mismo por ello.

Decidió que era la luz, ese fluorescente barato que tenía justo encima de la cabeza, pues al bajar ella la barbilla hacia el pecho, él le acarició las manos, y la sensación de náusea desapareció y su rostro volvió a la normalidad; asustado, pero normal.

– Iba andando hacia el coche -Celeste se sentó de nuevo sobre la tapa cerrada del retrete y él se arrodilló delante de ella- cuando el tipo ése se me acercó y me pidió fuego. Le dije que no fumaba y él me respondió que él tampoco.

– Que él tampoco.

Dave asintió con la cabeza y añadió:

– En aquel momento el corazón me empezó a latir a toda velocidad, ya que no había nadie a nuestro alrededor. Entonces fue cuando vi la navaja; él me dijo: «La cartera o la vida, hijo de perra. Tengo intención de marcharme con una cosa o la otra».

– ¿De verdad te dijo eso?

Dave se inclinó hacia atrás, ladeó la cabeza y exclamó:

– ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada.

Por algún motivo le pareció que sonaba gracioso, tal vez demasiado ocurrente, como si lo hubiera sacado de una película. Sin embargo hoy en día casi todo el mundo veía películas, y cada vez más gracias a la televisión por cable; así pues, era posible que el ladrón hubiera aprendido la frase de un atracador cinematográfico y que se hubiera pasado la noche entera repitiéndola delante de un espejo hasta que creyera parecerse a Wesley o Denzel.

– Bien… bien, entonces -prosiguió Dave-, empecé a decirle: «Venga hombre, deja que me suba al coche y que me vaya a casa», lo que fue una gran estupidez por mi parte porque entonces me pidió las llaves del coche. Y yo… no sé lo que me pasó, cariño, en vez de asustarme me enfadé. Tal vez fue el whisky lo que me dio valor, no estoy seguro, pero entonces le empujé y él me clavó la navaja.

– Creía que habías dicho que le habías golpeado.

– ¡Celeste: deja que acabe de contar la historia, joder!

– ¡Lo siento, amor mío! -exclamó ella acariciándole la mejilla.

Él le besó la palma de la mano y continuó:

– Bien, pues, me empujó contra el coche, me asestó un golpe y yo esquivé el puñetazo; entonces el tipo me clavó la navaja y cuando sentí que el cuchillo me atravesaba la piel, sencillamente enloquecí. Le pegué un puñetazo en un lado de la cabeza y como no se lo esperaba empezó: «¡Joder con el cabrón éste!», y volví a darle en el cuello; se cayó al suelo, la navaja rebotó a su lado, me puse encima de él de un salto, y, y, y…

Dave miró el interior de la bañera, con la boca aún abierta y con los labios un poco fruncidos.

– ¿Qué? -preguntó Celeste, que aún estaba intentando ver cómo el atracador le había dado un puñetazo con una mano y sostenía a la vez la navaja en la otra-. ¿Qué hiciste?

Dave se dio la vuelta, le miró las rodillas y respondió:

– Fui a por él como un loco, nena. Por lo que sé, podría estar muerto. Le golpeé la cabeza, le aporreé la cara, le destrocé la nariz, todo lo que te puedas imaginar. Estaba tan enfadado y tan asustado que no podía dejar de pensar en ti y en Michael, y en que había estado a punto de no poder llegar hasta el coche con vida, y que podría haber muerto en un aparcamiento de mierda sólo porque un tarado era demasiado vago para ganarse la vida trabajando. La miró a los ojos y se lo repitió. -Es posible que le haya matado, cariño,

Parecía tan joven. Los ojos grandes, el rostro pálido y sudoroso, y el pelo pegado a la cabeza por el sudor y el miedo y, ¿era eso sangre? Si, si que lo era.

«El sida -pensó por un instante-. ¿Qué pasaría si ese tipo tuviera el sida?» No. Tenía que enfrentarse a aquello en ese mismo momento, se dijo.

Dave la necesitaba. No solía actuar así. Y entonces se percató de por que había empezado a preocuparle que nunca se quejara. En cierta manera, cuando uno expresaba sus quejas a alguien, en realidad estaba pidiendo ayuda, pidiendo a esa persona que le ayudara a solucionar sus problemas. Sin embargo, Dave nunca la había necesitado con anterioridad y, por lo tanto, nunca se había quejado, ni siquiera cuando perdió el trabajo, ni cuando Rosemary vivía. Pero en ese momento, arrodillado ante ella, contándole con desesperación que era posible que hubiera matado a un hombre, le estaba pidiendo que le dijera que no pasaba nada.

Y así era, ¿no es verdad? Si alguien intentaba robar a un ciudadano honrado, tenía que aguantarse si las cosas no le salían tal y como había planeado. Y si a uno lo matan, pues mala suerte. «Lo siento, pero es así. El que la hace, la paga», pensaba Celeste.

Besó a su marido en la frente y le susurró:

– Cariño, métete en la ducha. Yo ya me ocuparé de la ropa.

– ¿De verdad?

– Pues claro.

– ¿Qué piensas hacer con ella?

No tenía ni la menor idea. ¿Quemarla? Claro, pero ¿dónde? En su casa, no. Sólo tenía otra posibilidad: el patio trasero. Sin embargo, enseguida se percató de que si se ponía a quemar ropa en el patio a las tres de la madrugada, o a cualquier otra hora, la gente se daría cuenta.

– La lavaré -dijo en el mismo momento en que se le ocurrió-. La lavaré bien, la meteré en una bolsa de basura y después la enterraremos

– ¿Enterrarla?

– Podemos llevarla al vertedero. ¡Ah, no, espera! -Los pensamientos le fluían con más rapidez que las palabras-. Podemos esconder la bolsa hasta el martes por la mañana. Es el día que pasan a recoger la basura, ¿no es verdad?

– Así es…

Se dio la vuelta en la ducha y la miró, expectante, mientras la raja del costado se iba oscureciendo y ella volvía a preocuparse por el sida, o por la hepatitis, o por cualquier otra enfermedad por la que la sangre de otra persona pudiera matarte o envenenarte.

– Sé cuándo pasan. A las siete y cuarto, ni un minuto más ni un minuto menos, cada semana, excepto la primera semana de junio, pues los universitarios, que acaban el curso, dejan un montón de basura y, por lo tanto, el camión de recogida llega un poco tarde, pero aun así…

– ¡Celeste, amor mío! ¡Vayamos al grano!

– ¡Ah, vale! Cuando oiga el camión, bajaré corriendo detrás de ellos las escaleras, como si me hubiera olvidado una bolsa, y la tiraré directamente a la parte trasera. ¿De acuerdo? -sonrió, a pesar de que no tenía ganas,

Colocó una mano debajo del grifo de la ducha, aunque aún seguía vuelto hacia ella, y le respondió:

– De acuerdo, mira…

– ¿Qué?

– ¿Crees que podrás soportarlo?

– Sí.

«Hepatitis A, B y C -pensó-. Ébola. Enfermedades tropicales.» Volvió a abrir mucho los ojos de nuevo y exclamó:

– ¡Santo cielo! Es posible que haya matado a alguien.

Deseaba acercarse a él y tocarlo. Quería salir de la habitación, acariciarle el cuello y asegurarle que todo saldría bien. Ansiaba huir de allí hasta haber analizado la situación hasta el último detalle.

Se quedó donde estaba y anunció:

– Me voy a lavar la ropa.

– De acuerdo -contestó-. Muy buena idea.

Encontró unos guantes de plástico debajo del fregadero; eran los que solía usar cuando limpiaba el cuarto de baño. Se los puso y comprobó que no tuvieran ningún desgarrón. Al ver que no había ninguno, cogió la camisa del fregadero y los vaqueros del suelo. Los pantalones también estaban manchados de sangre y dejaron una mancha en las baldosas blancas.

– ¿Cómo es posible que también haya en los pantalones?

– ¿Haya, qué?

– Sangre.

Los observó mientras ella los sostenía con la mano, miró al suelo y dijo:

– Me arrodillé encima de él -se encogió de hombros -. No lo sé. Supongo que se llenaron de salpicaduras, igual que la camisa.

– ¡Si, claro!

Sus miradas se cruzaron y él asintió:

– Sí, debe de ser eso.

– ¡Bien! -exclamó ella.

– ¡Bien!

– Pues voy a lavarlos en el fregadero de la cocina.

– De acuerdo.

– Vale -respondió ella y salió reculando del lavabo.

Lo dejó allí de pie, moviendo una mano debajo del agua, mientras esperaba a que saliera caliente.

Una vez en la cocina, metió la ropa dentro del fregadero y abrió el grifo. Observó cómo la sangre y diminutos trozos de piel y, Santo cielo trozos de cerebro -estaba casi segura- se colaban por el desagüe. El hecho de que el cuerpo humano pudiera sangrar tanto le sorprendió. Había oído decir que teníamos tres litros y medio de sangre en nuestro interior, pero a Celeste siempre le había parecido que debían de ser muchos más. Cuando iba a cuarto de primaria, tropezó mientras correteaba por un parque con sus amigos. Al intentar parar el golpe se clavó en la palma de la mano una botella rota que apuntaba hacia arriba y sobresalía del césped. Todas las arterias principales y las venas de la mano resultaron heridas de gravedad y sólo se recuperaron poco a poco durante los diez años siguientes gracias a su juventud. Aun así, hasta que no cumplió los veinte, no recuperó el sentido del tacto en los cuatro dedos, Sin embargo, lo que más recordaba era la sangre. Cuando había levantado el brazo del césped, sacudiendo el codo como si acabara de darse un golpe en el hueso de la alegría, la sangre le salía a borbotones de la mano herida, y dos de sus amigos habían empezado a gritar. Al llegar a casa, había llenado el fregadero de sangre mientras su madre llamaba a una ambulancia. Una vez dentro, le habían cubierto la mano con una venda tan gruesa como sus pantorrillas y en menos de dos minutos las gasas ya se habían vuelto de color rojo. En el hospital, se había tumbado en una camilla blanca y se había dedicado a observar cómo las arrugas de la sábana formaban pequeños agujeros que se iban volviendo de color rojo. Cuando la camilla estaba a rebosar, la sangre empezó a gotear y acabó formando charcos en el suelo. Su madre tuvo que gritar lo suficientemente alto y durante un buen rato para que uno de los residentes de la sala de urgencias decidiera que Celeste debería ocupar el primer puesto de la cola. Toda aquella sangre procedía de una sola mano.

Y ahora, era la sangre de una cabeza. Todo porque Dave había golpeado el rostro de otro ser humano y le había aplastado el cráneo contra el suelo. Estaba convencida de que se había puesto histérico a causa del miedo. Colocó las manos enguantadas debajo del agua y volvió a comprobar que no hubiera ningún agujero. No había ninguno. Vertió líquido lavavajillas sobre la camiseta, la fregó con el estropajo de aluminio y la retorció; fue repitiendo todo el proceso hasta que el agua que goteaba de la camiseta al estrujarla era transparente, y no de color rosa. Hizo lo mismo con los pantalones vaqueros y cuando acabó, Dave ya había salido de la ducha y se había sentado a la mesa de la cocina con una toalla enrollada alrededor de la cintura; se estaba fumando unos de aquellos cigarrillos largos y blancos que su madre se había dejado en el armario, bebía una cerveza y la miraba con atención.

– La he cagado -dijo con dulzura.

Ella asintió con la cabeza.

– Lo que quiero decir -susurró- es que cuando uno sale tiene otras expectativas, no sé, buen tiempo, sábado por la noche… -Se puso en pie y se le acercó; después se apoyó en el horno y observó cómo escurría la pernera izquierda de los vaqueros-. ¿Por qué no usas la lavadora de la despensa?

Le observó y se dio cuenta de que la cuchillada que tenía en el costado se había vuelto de color blanco arrugado después de la ducha. Sintió una necesidad nerviosa de reírse. Tragó saliva para contener la risa y respondió:

– Porque quiero eliminar las pruebas, cariño.

– ¿Las pruebas?

– Bien, no lo sé seguro, pero me imagino que la sangre y todo lo demás es más fácil que se quede pegada en el interior de la lavadora que en el desagüe del fregadero.

Silbó en voz baja y exclamó:

– ¡Pruebas!

– Pruebas -repitió, pero esa vez sonriendo, sintiéndose parte de la conspiración y del peligro, de algo grande e importante.

– ¡Caramba, nena! -exclamó-. ¡Eres un genio!

Acabó de escurrir los pantalones, cerro el grifo he hizo una pequeña reverencia.

Eran las cuatro de la madrugada, pero hacía años que no se sentía tan despierta. Era una sensación parecida a la de la mañana del día de Navidad a la edad de ocho años. Su sangre era pura cafeína.

Uno se había pasado la vida esperando que sucediera algo así, e intentaba convencerse a sí mismo que no era verdad, pero lo era. Estar implicado en un drama. Pero no el drama de las facturas sin pagar y de las pequeñas y ensordecedoras disputas maritales. No. Esto sí que era la vida real. De hecho, era más grande que la vida real, era hiperreal. Existía la posibilidad de que su marido hubiera matado a un hombre malo. Y si en realidad estaba muerto, la policía tendría mucho interés en conocer a la persona que lo había hecho. Y si en algún momento las pistas les llevaban a su casa, a Dave, necesitarían pruebas.

Ya se los imaginaba sentados a la mesa de la cocina, con las libretas abiertas, oliendo a café y a los bares de la noche anterior, haciendo preguntas a Dave y a ella. A pesar de que estaba segura de que se comportarían con educación, le infundirían miedo. Dave y Ella también serian educados e imperturbables.

Porque todo se basaba en las pruebas. Y ella acababa de hacer desaparecer las pruebas por el desagüe del fregadero de la cocina y por el oscuro alcantarillado. Por la mañana, desmontaría el tubo del desagüe y también lo lavaría; tiraría lejía por dentro del tubo y lo volvería a colocar en su sitio. Pondría la camisa y los pantalones vaqueros dentro de una bolsa de basura y la escondería hasta el martes por la mañana; entonces la lanzaría a la parte trasera del camión de la basura y allí sería aplastada, estrujada y prensada junto con los huevos podridos, los pollos pasados y el pan seco. Haría todo eso y se sentiría más importante y se encontraría mejor de lo que se encontraba habitualmente.

– Te hace sentir solo -confesó Dave.

– ¿El qué?

– Hacerle daño a alguien -contestó con dulzura.

– Pero no tenías más remedio.

Asintió con la cabeza. En la penumbra de la cocina, la piel se le veía de color gris. Aun así, parecía más joven, como si acabara de salir del vientre de su madre y respirara con dificultad.

– Ya lo sé. Era la única alternativa. Sin embargo, te hace sentir solo. Te hace sentir…

Celeste le acarició la cara y a el se le marcó la nuez de la garganta mientras tragaba saliva.

– …como un extraño- añadió