"Rio Mistico" - читать интересную книгу автора (Lehane Dennis)

5. CORTINAS DE COLOR NARANJA

El domingo a las seis de la mañana, cuatro horas y media antes de que su hija Nadine hiciera la Primera Comunión, Jimmy Marcus recibió una llamada de Pete Gilibiowski desde la tienda, diciéndole que ya estaba a punto.

– ¿A punto? -Jimmy se sentó en la cama y miró el reloj-. ¡Pete, joder, son las seis de la mañana! Si Katie y tú ya estáis nerviosos a las seis, ¿cómo vais a estar a las ocho cuando la gente empiece a entrar en la iglesia?

– Ése es el problema, Jim. Katie no está aquí.

– ¿Cómo dices? -Jimmy apartó el edredón y salió de la cama.

– Que Katie no está. En teoría, tenía que venir a las cinco y media, ¿no es así? Le he dicho al repartidor de donuts que se esperara ahí afuera y todavía no he preparado el café porque…

– ¡Aja! -exclamó Jimmy, y fue pasillo abajo en dirección al dormitorio de Katie, sintiendo las corrientes de aire frío de la casa en los pies, ya que las mañanas de mayo aún tenían la frialdad propia de las tardes de marzo.

– … un grupo de obreros de la construcción, de esos que van de bar en bar, que beben en los parques y que se llenan el cuerpo de anfetaminas, se han presentado a las seis menos veinte y se han acabado el torrefacto colombiano y el francés, y los pasteles tienen una pinta horrible. ¿Cuanto les pagas a esos chicos para que trabajen el sábado por la noche, Jim?

– ¡Aja!-repitió Jim, y después de llamar brevemente a la puerta del dormitorio de Katie, la abrió de par en par.

La cama estaba vacía, mucho peor, estaba hecha, lo que indicaba que no había dormido allí la noche anterior.

– … porque o les aumentas el sueldo o les das una patada en el culo -añadió Pete-. Tardaré más de una hora en hacer los preparativos antes de que pueda… ¿Cómo está, señora Carmody? El café ya está en el fuego, querida. Estará listo enseguida.

– Voy hacia allí -declaró Jimmy.

– Además, los periódicos del domingo aún están amontonados, con las circulares encima, hechos una porquería y…

– Te acabo de decir que voy para allá.

– ¿De verdad, Jim? Gracias.

– ¿Pete? Llama a Sal y pregúntale si puede ir a las ocho y media en vez de a las diez.

– ¿Cómo?

AI otro lado de la línea, Jimmy oyó el sonido ininterrumpido de una bocina, y exclamó:

¡Pete, por el amor de Dios, haz el favor de abrirle la puerta! ¿Qué quieres, que se pase todo el día ahí con los donuts?

Jimmy colgó y se dirigió de nuevo hacia el dormitorio, Annabeth estaba sentada en la cama, destapada y bostezando.

– ¿Llamaban de la tienda? -preguntó, aunque las palabras se le entremezclaron con un largo bostezo.

Asintió con la cabeza y añadió:

– Katie no ha aparecido por allí.

– Precisamente hoy -dijo Annabeth-, el día de la Primera Comunión de Nadine, va y no se presenta al trabajo. ¿Qué pasará si no va a la iglesia?

– Estoy seguro de que irá.

– No sé, Jimmy. Si ayer por la noche se emborrachó tanto que no ha ido ni a la tienda, nunca se sabe…

Jimmy se encogió de hombros. Era inútil hablar con Annabeth cuando se trataba de Katie. Annabeth sólo tenía dos maneras de tratar a su hijastra: o estaba enfadada con ella y se mantenía distante o estaba eufórica porque eran las mejores amigas del mundo. No había punto medio y Jimmy sabía, con un pequeño sentimiento de culpa, que casi toda la confusión era consecuencia de que Annabeth apareciera en escena cuando Katie tenía siete años, y apenas se había recuperado de la muerte de su madre. Katie agradeció sin tapujos y con sinceridad que hubiera una presencia femenina en el piso solitario que había compartido con su padre. Sin embargo, la muerte de su madre también le había afectado. Jimmy sabía que, aunque no era irreparable, le había afectado mucho, y cada vez que, a lo largo de todos aquellos años, el sentimiento de pérdida se deslizaba de nuevo por las paredes de su corazón, Katie solía desahogarse con Annabeth que, como madre, nunca estuvo a la altura de lo que el fantasma de Marita era o habría sido.

– ¡Por el amor de Dios, Jimmy! -exclamó Annabeth, mientras Jimmy se ponía una sudadera por encima de la misma camiseta con la que había dormido e iba en busca de sus vaqueros-. ¡No me digas que te vas a la tienda!

– Sólo una hora -Jimmy encontró sus pantalones enrollados alrededor de la pata de la cama-. Dos, como máximo. De todos modos, Sal tenía que sustituir a Katie a las diez. Pete ya le está llamando para ver si puede ir antes.

– Sal tiene más de setenta años.

– Por eso mismo. ¿Te crees que va a estar durmiendo? Estoy convencido de que la vejiga lo despertó a las cuatro de la madrugada y que ha estado viendo Clásicos del Cine desde entonces.

– ¡Mierda! -Annabeth acabó de apartar las sábanas y salió de la cama-. ¡Joder con Katie! ¿También va a fastidiarnos un día como hoy?

Jimmy notó que el cuello se le tensaba, y le preguntó:

– ¿Cuándo fue la última vez que Katie nos fastidió un día? Annabeth le mostró el dorso de la mano al tiempo que se dirigía hacia el cuarto de baño y le preguntó:

– ¿Tienes alguna idea de dónde puede estar?

– En casa de Diane o de Eve -respondió Jimmy, pensando todavía en el gesto despectivo que le había hecho al pasar la mano por encima del hombro. Annabeth, el amor de su vida, sin duda, no tenía ni idea de lo fría que podía llegar a ser a veces, ni idea (y eso era característica de toda la familia Savage) de hasta qué punto sus momentos y esta dos de ánimo negativos podían afectar a los demás-. Quizá esté en casa de algún novio.

– ¿Tú crees? ¿Con quien sale últimamente?

Annabeth abrió el grifo de la ducha, se echo un poco para atrás y espero a que el agua saliera caliente.

– Me imaginaba que tú lo sabrías mejor que yo.

Annabeth revolvió el botiquín en busca de la pasta de dientes, negó con la cabeza y añadió:

– Dejó de salir con el Pequeño César en noviembre. Eso ya me provocó suficiente satisfacción.

Jimmy, que se estaba poniendo los zapatos, sonrió. Annabeth siempre llamaba a Bobby O'Donnell «Pequeño César», a no ser que le llamara algo peor, y no sólo porque quisiera parecer un gánster y tuviera una mirada fría, sino porque era bajito y gordo como Edward G. Robinson. Aquéllos habían sido unos meses muy tensos; Katie había empezado a salir con él el verano anterior y los hermanos Savage habían dicho a Jimmy que, si era necesario, le cortarían la polla; Jimmy no estaba muy seguro de si era debido a que sentían repulsión moral por hecho de que su estimada sobrina saliera con semejante cabronazo, o porque Bobby O'Donnell se había convertido en un rival demasiado importante.

Sin embargo, Katie fue la que decidió poner fin a la relación, y aparte de de un montón de llamadas a las tres de la madrugada y de una escena un poco violenta en Navidades, cuando Bobby y Roman Fallow se presentaron en el porche delantero, las secuelas de la ruptura no habían sido demasiado dolorosas.

El odio que Annabeth sentía por Bobby O'Donnell divertía a Jimmy en cierta manera, ya que a veces se preguntaba si Annabeth odiaba a Bobby no sólo porque se pareciera a Edward G. y porque se hubiera acostado con su hijastra, sino porque era un criminal de pacotilla en comparación con sus hermanos, que Annabeth creía que eran sin duda profesionales; además, sabía que Jimmy también lo había sido antes de que Marita muriera.

Marita había muerto catorce años atrás, mientras Jimmy cumplía una sentencia de dos años en el Correccional Deer Island de Winthrop. Un sábado de visita, mientras una Katie de cinco años se movía sin parar en su regazo, Marita contó a Jimmy que un lunar que tenía en el brazo se le había oscurecido últimamente y que tenía intención de ir a ver a un médico de la clínica comunitaria. «Sólo para asegurarme de que todo va bien», le había dicho. Cuatro sábados más tarde, ya había empezado el tratamiento de quimioterapia. Seis meses después de haberle contado lo del lunar, ya estaba muerta..Jimmy se había visto obligado a contemplar la destrucción del cuerpo de su mujer sábado tras sábado desde el otro lado de una mesa de madera oscura, cubierta de quemaduras de cigarrillos, sudor, manchas de semen, y de los lamentos y de toda la mierda de los convictos durante más de un siglo. Durante el último mes de su vida, Marita estaba demasiado enferma para ir a verle, demasiado débil para escribirle, y Jimmy tuvo que conformarse con llamadas telefónicas durante las que Marita estaba agotada, drogada o ambas cosas. Normalmente, ambas.

– ¿Sabes con lo que sueño? -le confesó una vez que ya hablaba con dificultad-. Cada vez pienso más en ello.

– ¿En qué, cariño?

– En cortinas de color naranja. Cortinas de color naranja amplias y tupidas… -se relamió los labios y Jimmy oyó el ruido que hizo al tragar saliva-, que ondean al viento, colgando de unas altas barras, Jimmy. Sólo ondean al viento. No hacen nada más que ondear, ondear, ondear. Cientos de ellas en ese campo tan grande. Ondean a lo lejos…

Esperó a que prosiguiera, pero ya había acabado, y como no quería que Marita se quedara dormida a media conversación, como ya había hecho muchas otras veces, le preguntó:

– ¿Cómo está Katie?

– ¿Eh?

– ¿Qué tal Katie, cariño?

– Tu madre nos cuida muy bien. Está triste.

– ¿Quién está triste, mi madre o Katie?

– Las dos. Mira, Jimmy, tengo que colgar. Tengo náuseas y estoy cansada.

– De acuerdo, nena.

– Te quiero.

– Yo también te quiero.

– Jimmy, nunca hemos tenido cortinas de color naranja, ¿verdad?

– No, nunca.

– ¡Qué extraño! -exclamó; luego colgó el teléfono.

Fue la última palabra que le dijo, extraño.

Sí, era muy extraño. El lunar que había tenido en el brazo desde que estaba en la cuna observando un móvil de cartón, de repente se había vuelto mas oscuro; veinticuatro semanas mas tarde, después de casi dos años de no compartir la cama con su marido y de no poder pasar la pierna por encima de la suya, la habían metido en una caja y la habían enterrado bajo tierra, mientras el marido lo observaba de pie a unos cuarenta metros de distancia, escoltado por dos policías armados, con grilletes en las muñecas y en los tobillos.

Jimmy salió de la cárcel dos meses después del funeral; se fue a casa, paso un buen rato en la cocina sin cambiarse la ropa que llevaba dentro y sonrió a la extraña que tenía por hija. Tal vez él fuera capaz de recordar los primeros cuatro años de vida de su hija, pero ella no. Ella sólo recordaba los dos últimos, tal vez algunos fragmentos dispersos del hombre que había vivido en aquella casa, antes de que permitieran verle los sábados y sólo desde el otro lado de una mesa vieja en un lugar húmedo y maloliente, construido sobre un cementerio encantado de los indios, donde el viento soplaba con fuerza, las paredes goteaban y los techos eran demasiado bajos. De pie en la cocina, mirando cómo ella le observaba, Jimmy tuvo la sensación de no haberse sentido nunca tan inútil. Jamás había estado la mitad de solo o asustado que en el momento en que, arrodillándose junto a Katie, le cogió ambas manos con las suyas y se los imaginó a los dos como si flotaran por encima de la habitación. Y el hombre que flotaba sobre ellos le dijo: «Éstos dos me dan mucha pena. Extraños en una cocina de mierda, intentando formarse una idea el uno del otro, haciendo un esfuerzo por no odiarse, pues elIa había muerto y los había dejado colgados a los dos, incapaces de saber qué demonios iban a hacer a continuación».

Aquella hija, esa criatura, que vivía, respiraba y que, en muchos aspectos ya estaba casi formada, dependía de él, tanto si les gustaba como si no.

– Nos sonríe desde el cielo -dijo Jimmy a Katie-. Está orgullosa de nosotros. Muy orgullosa.

– ¿Tienes que regresar a ese sitio? -le preguntó Katie.

– No. Nunca jamás.

– ¿Piensas irte a algún otro lugar?

En aquel momento, Jimmy habría cumplido con gusto seis años más de condena en cualquier agujero de mierda como Deer Island, o incluso en otro sitio peor, para no enfrentarse las veinticuatro horas del día con aquella niña (medio hija medio extraña), con el temor ante un futuro incierto, ni con la certeza de que su juventud, sin duda, había acabado.

– ¡De ninguna de las maneras!-, Pienso quedarme contigo.

– Tengo hambre.

Y le llegó a lo más profundo de su ser: «Dios mío, tendré que alimentar a esta niña cada vez que tenga hambre. Durante el resto de nuestras vidas. ¡Santo cielo!».

– Bien, de acuerdo -respondió, y sintió que la sonrisa le temblaba en el rostro-. Comeremos algo.


Jimmy llegó a Cottage Market, la tienda de la que era dueño, a las seis y media de la mañana. Se hizo cargo de la caja registradora y de la máquina de lotería, mientras Pete llenaba las estanterías con los donuts que había traído Yser Gaswami del Dunkin' Donuts de la calle Kilmer, y con los pasteles, los cannolis y los bocadillos de salchichas de la panadería de Tony Buca. Cuando tenía un momento de calma, Jimmy vertía el café de las cafeteras en los termos enormes que había encima del mostrador y cortaba las cuerdas de los paquetes de Globe, Herald y New York Times del domingo. Colocaba las circulares y los cómics en el medio y, después, los apilaba ordenadamente dentro de las estanterías de golosinas que había debajo del mostrador de la caja.

– ¿Te ha dicho Sal a qué hora vendrá?

– No puede venir hasta las nueve y media -respondió Pete-. Se le han jodido los bajos del coche y lo ha llevado al taller. Así pues, tendrá que coger dos trenes y un autobús, y me dijo que ni siquiera estaba vestido.

– ¡Mierda!

Alrededor de las siete y cuarto, tuvieron que atender a una multitud de gente que salía del turno de noche: policías, casi todos del Distrito 9, algunas enfermeras del Saint Regina y unas cuantas prostitutas que trabajaban en los after hours, del otro lado de la avenida Buckingham en las marismas y más arriba, en Rome Basin. Aunque parecían muy cansadas, se mostraban cordiales y comunicativas, y emanaban un halo de gran alivio, como si acabaran de abandonar el mismo campo de batalla juntas, cubiertas de barro y de sangre, pero sanas y salvas.

Durante un receso de cinco minutos, antes de que la multitud que iba a la primera misa del día empezara a hacer cola delante de la puerta, Jimmy llamó a Drew Pigeon y le preguntó si había visto a Katie.

– Sí, creo que está aquí- contestó Drew.

– ¿De verdad?

Jimmy notó cierta esperanza en su propia voz y sólo entonces se dio cuenta de que estaba más preocupado de lo que había querido admitir.

– Creo que sí -dijo Drew-. Deja que vaya a mirarlo.

– Te lo agradezco, Drew.

Oyó el ruido de los pesados pies de Drew que se alejaban por un pasillo recubierto de madera mientras canjeaba dos boletos de la Loto a la señora Harmon, y tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le saltasen las lágrimas por la violenta agresión de aquel perfume de anciana. Oyó cómo Drew se encaminaba de nuevo hacia el teléfono y sintió una ligera emoción en el pecho; mientras tanto, le daba los quince pavos de cambio a la señora Harmon y le decía adiós con la mano.

– ¿Jimmy?

– Dime, Drew.

– Lo siento. La que se ha quedado a dormir es Diane Cestra. Está durmiendo en el suelo del dormitorio de Eve, pero Katie no está.

El aleteo que Jimmy había sentido en el pecho se detuvo en seco, como si se lo hubieran arrancado con unas pinzas.

– No pasa nada.

– Eve me ha dicho que Katie las dejó delante de casa alrededor de la una y que no les dijo a dónde iba.

– De acuerdo, hombre. -Jimmy intentó poner un tono de voz alegre-. Ya la encontraré.

– ¿Sale con alguien?

– Con las chicas de diecinueve años, Drew, es imposible llevar la cuenta.

– Eso sí que es verdad -asintió Drew con un bostezo-. Todas las llamadas que Eve recibe son de tipos diferentes. Te juro, Jimmy, que debería colgar una lista junto al teléfono para tenerlos controlados.

Jimmy hizo un esfuerzo por reírse y dijo:

– Bien, gracias una vez más, Drew.

– Estoy a tu disposición, Jimmy. Cuídate.

Jimmy y colgó y se quedó mirando las teclas de la caja registradora como si fueran a decirle algo. No era la primera vez que Katie pasaba toda noche fuera. Ni tampoco era la décima, joder. Ni tampoco era la primera vez que faltaba al trabajo, pero en ambos casos, solía llamar. Aun así, si había conocido a un tipo con pinta de estrella de cine y con un encanto extraordinario… Jimmy recordaba demasiado bien como se sentía él mismo a los diecinueve años y lo comprendía. Y aunque nunca permitiría que Katie pensara que estaba dispuesto a tolerarlo, en el fondo de su corazón no podía ser tan hipócrita que lo condenase.

Sonó la campana que colgaba de una cinta clavada en el extremo superior de la puerta; Jimmy alzó los ojos y vio al primer grupo de mujeres con pelo azul de peluquería que salían de rezar el rosario irrumpir en la tienda, protestando del mal tiempo, de la dicción del cura y de la basura que había en la calle.

Pete asomó la cabeza por detrás del mostrador y se secó las manos con el trapo que había usado para limpiar las mesas. Lanzó una caja entera de guantes de plástico sobre el mostrador y apareció tras la segunda caja registradora. Se inclinó hacia Jimmy y le dijo:

– Bienvenido al infierno -y el segundo grupo de apisonadoras sagradas entró pisando los talones del primero.

Hacía casi dos años que Jimmy no trabajaba un domingo por la mañana y se había olvidado del zoo en que podía convertirse aquello. Pete tenía razón. Todos esos fanáticos de pelo azul que iban a misa de siete y que abarrotaban la iglesia de Santa Cecilia mientras la gente normal estaba durmiendo, llevaban consigo todo ese frenesí bíblico a la tienda de Jimmy y diezmaban las bandejas de pasteles y de donuts, dejaban la cafetera seca, vaciaban las neveras de productos lácteos y se hacían con la mitad de la pila de periódicos. Se daban contra las estanterías y pisaban las bolsas de patatas fritas y los envoltorios de plástico de los cacahuetes que se les caían al suelo. Hacían sus pedidos a gritos: pasteles, Loto, boletos de rasca y gana, Pall Mall y Chesterfield, furiosamente, sin tener en cuenta en absoluto el lugar que ocupaban en la cola, Después, mientras un mar de cabezas azules, blancas y calvas asomaban tras ellos, se entretenían ante el mostrador para preguntar por la familia de Jimmy y de Pete mientras recogían el cambio exacto; no se olvidaban de coger hasta el último penique y tardaban una eternidad en quitar las compras del mostrador y apartarse para dejar paso al griterío furioso que se apiñaba tras ellos.

Jimmy no había presenciado un caos semejante desde la última vez que fue a una boda irlandesa con barra libre, y cuando, por fin, pudo ver que eran las nueve menos cuarto y que el último del grupo salía por la puerta, se percató de que el sudor, que le empapaba la camiseta bajo la sudadera, le había mojado la piel. Contempló la bomba que acababa de estallar en medio de su tienda y luego miró a Pete; de repente sintió una oleada de afinidad y de camaradería hacia él que le hizo pensar en el grupo de policías, enfermeras y prostitutas de las siete y cuarto, como si él y Pete hubieran alcanzado un nuevo nivel de amistad por haber sobrevivido juntos a la avalancha de famélicos ancianos del domingo a las ocho de la mañana.

Pete le miró con gesto cansado y le dijo:

– Durante la próxima media hora estará un poco más tranquilo. ¿Te importa si salgo un momento y me fumo un cigarrillo?

Jimmy sonrió, volvía a sentirse bien y le recorría una especie de orgullo extraño y repentino al ver que el pequeño negocio que había montado se había convertido en una institución en el barrio.

– ¡Joder, Pete, por mí como si te quieres fumar el paquete entero!

Acababa de limpiar los pasillos, de reponer existencias en la nevera de los lácteos y de rellenar las bandejas de donuts y de pasteles, cuando repicó la campanita. Alzó la mirada y vio pasar ante el mostrador a Brendan Harris y su hermano pequeño, Ray el Mudo, que se dirigían hacia la pequeña zona de pasillos donde se almacenaba el pan, el detergente, las galletas y el té. Jimmy se ocupó de los envoltorios de celofán de los pasteles y de los donuts, y deseó no haber dado la impresión a Pete de que se podía coger unas mini vacaciones y que entrara de nuevo en la tienda de inmediato.

Echo un vistazo y se percató de que Brendan observaba las cajas registradoras desde detrás de las estanterías, como si tuviera intención de perpetrar un atraco o esperase ver a alguien. Durante un segundo de insensatez Jimmy se preguntó si tendría que despedir a Pete por cerrar tratos delante de la tienda. Pero luego se refrenó y recordó que Pete, mirándole fijamente a los ojos, le había jurado que nunca pondría en peligro la tienda de Jimmy por vender marihuana en el trabajo. Jimmy sabía que le había dicho la verdad porque, a no ser que uno fuera el mejor mentiroso del mundo, era casi imposible mentir a Jimmy cuando éste te miraba a los ojos después de haberte hecho una pregunta directa; conocía todos los tics y todos los movimientos de ojos, por pequeños que fuesen, que podían traicionarle a uno. Era algo que había aprendido al observar como su padre hacía promesas de borracho que nunca cumpliría; si uno lo había presenciado suficientes veces, reconocía al animal cada vez que intentaba volver a salir a la superficie. Así pues, Jimmy recordó que Pete le había mirado directamente a los ojos y que le había prometido que nunca traficaría en la tienda; Jimmy sabía que era verdad.


Entonces, ¿a quién buscaba Brendan? ¿Sería lo bastante estúpido para ocurrírsele atracar la tienda? Jimmy había conocido al padre de Brendan, Ray Harris, Simplemente Ray; por lo tanto, sabía que les corría por los genes una buena dosis de estupidez, pero no existía nadie lo bastante tonto para querer atracar una tienda de East Bucky, situada en el límite de las marismas y con la colina, mientras carga con un hermano mudo de trece años. Además, si había alguien que tuviera cerebro en toda la familia, a Jimmy no le quedaba más remedio que admitir que era Brendan. Era un chico tímido, pero muy atractivo, y ya hacía mucho tiempo que Jimmy había aprendido a ver la diferencia entre la gente que callaba porque desconocía el significado de muchas palabras y la que lo hacía porque era reservada y le gustaba observar, escuchar y comprender. Brendan tenía esa cualidad; uno tenía la sensación de que comprendía demasiado bien a la gente, y que ese hecho le ponía nervioso.

Se volvió hacia Jimmy y sus miradas se cruzaron; el chico le dedicó una sonrisa nerviosa y amistosa a Jimmy, haciendo un gran esfuerzo, como si quisiera compensar el hecho de que estaba pensando en otra cosa.

– ¿Te puedo ayudar, Brendan? -le preguntó Jimmy.

– No, no, señor Marcus, sólo quiero un poco de ese té irlandés que le gusta tanto a mi madre.

– ¿Barry's?

– Sí, eso es.

– Está en el siguiente pasillo.

– ¡Ah, gracias!

Jimmy se volvió a colocar detrás de la caja registradora en el momento en que Pete entraba, apestando todo él al olor rancio característico de quien se ha fumado un cigarrillo a toda prisa.

– ¿A qué hora me has dicho que va a llegar Sal? -le preguntó Jimmy.

– Debe de estar a punto de llegar. -Pete se apoyó en la estantería corrediza de cigarrillos que había bajo los fajos de boletos y soltó un suspiro-. Va muy lento, Jimmy.

– ¿Sal?- Jimmy observo como Brendan y Ray el Mudo se comunicaban por signos; estaban de pie en medio del pasillo central y Brendan llevaba una capa de Barry`s bajo el brazo. -¡Tiene mas de setenta años hombre!

– ¡Ya sé que es por eso por lo que va tan lento! -exclamó Pete-solo hablaba por hablar. Si a las ocho de la mañana hubiéramos estado aquí él y yo en vez de nosotros dos, Jim… aún estaríamos colocándolo todo.

– Por eso lo pongo en turnos en los que no hay tanto trabajo. Bien, de todas maneras, esta mañana no nos tocaba a ti y a mí, o a ti y a Sal. En teoría, teníais que ser tú y Katie.

Brendan y Ray el Mudo habían llegado hasta el mostrador y Jimmy, que Brendan hacía un gesto raro al oír que pronunciaban el nombre de Katie.

Pete salió de detrás de los estantes de cigarrillos y le preguntó:

– ¿Eso es todo, Brendan?

– Yo… yo… yo… -tartamudeó Brendan y después miró a su hermano pequeño-. Creo que sí. Espere que se lo pregunte a Ray.

Empezaron a mover las manos por el aire otra vez, y los dos iban tan deprisa que aunque hubieran hablado en voz alta, habría sido muy difícil para Jimmy seguir la conversación. Sin embargo, el rostro de Ray el Mudo, a diferencia de sus manos ágiles y veloces, era como una piedra. Según Jimmy, siempre había sido un niño extraño, más parecido a la madre que al padre, con la vanidad siempre instalada en su rostro, como un acto de desafío. Se lo había comentado una vez a Annabeth, pero ésta le había acusado de tener poca sensibilidad con los discapacitados, aunque Jimmy no estaba de acuerdo. Había algo en la cara inexpresiva de Ray y en su boca silenciosa que uno deseaba sacar a martillazos.

Dejaron de mover los brazos arriba y abajo; Brendan se agachó delante de la estantería de golosinas y cogió una barrita de chocolate CoIeman, lo que le hizo a Jimmy pensar en su padre y en el olor que desprendía aquel año que trabajó en la fábrica de golosinas.

– Y un Globe, también -indicó Brendan.

– Por supuesto, chico -le contestó Pete mientras empezaba a hacer la suma.

– Bueno, pues… yo creía que Katie trabajaba los domingos -Brendan entrego a Pete un billete de diez.

Pete alzo las cejas al apretar la tecla de la caja; el cajón se abrió y le dio en la barriga.

– Estas un poco enamorado de la hija de mi jefe, ¿no Brendan? Sin mirar a Jimmy exclamó.


– ¡No, no, no! -soltó una risa que desapareció tan pronto como le salió de la boca-. Sólo lo preguntaba porque los domingos suelo verla por aquí.

– Su hermana pequeña hace hoy la Primera Comunión -anunció Jimmy.

– ¿Ah, Nadine?

Brendan miró a Jimmy, con los ojos demasiado abiertos y con una sonrisa demasiado ancha.

– Nadine -repitió Jimmy, sorprendido de que Brendan se hubiera acordado del nombre tan fácilmente-. Sí.

– Bien, felicítela de mi parte y de la de Ray.

– Claro, Brendan.

Brendan bajó la mirada hasta el mostrador y asintió varias veces con la cabeza mientras Pete ponía en una bolsa el té y la barrita.

– Bien, bueno, encantado de verles. ¡Vamos, Ray!

Ray no estaba mirando a su hermano cuando se lo dijo, pero empezó a andar de todas maneras; Jimmy recordó una vez más lo que la gente solía olvidar acerca de Ray: no era sordo, sólo mudo. Jimmy estaba convencido de que había muy pocas personas del barrio o en los alrededores que conocieran a alguien como él.

– ¡Eh, Jimmy! -exclamó Pete cuando los hermanos se hubieron marchado-. ¿Puedo hacerte una pregunta?

– Dispara.

– ¿Por qué odias tanto a ese chico?

Jimmy se encogió de hombros y respondió:

– La verdad, no sé si lo que siento es odio, pero… ¡Venga, hombre, no me digas que ese cabroncete mudo no te parece un poco horripilante!

– ¿Ah, es él? -preguntó Pete-. Sí. Es una mierdecilla extraña, siempre mirándote fijamente como si viera algo en tu cara que deseara arrancar. ¿Sabes? Pero yo hablaba del otro. Yo me refería a Brendan. Hombre, el chico parece majo, Tímido, pero amable, ¿sabes lo que te quiero decir? ¿Te has dado cuenta de cómo utiliza el lenguaje de signos con su hermano aunque no tenga que hacerlo? Es como si quisiera que el chico no se sintiera solo; es un gesto muy bonito. Pero Jimmy, tío, cada vez que le miras tengo la sensación de que quieres cortarle la nariz y hacérsela comer.

– ¿Que dices?

– Sí.

– ¿De verdad?

·-Tal como lo oyes.

Jimmy miró por la polvorienta ventana que había encima de la máquina de la Loto y vio que la avenida Buckingham aparecía gris y húmeda bajo el sol de la mañana. Notó aquella maldita sonrisa tímida de Brendan Harris en su propia sangre, como si le picara.

– ¿Jimmy? Sólo estaba jugando contigo. No tenía ninguna intención de…

– ¡Ahí viene Sal! -exclamó Jimmy, de espaldas a Pete y sin apartar la mirada de la ventana, mientras veía al viejo arrastrar los pies y atravesar la avenida camino de la tienda-. ¡Ya era hora, joder!