"La Odisea De Troya" - читать интересную книгу автора (Cussler Clive)12En aquel momento el Pasaban las horas y el Ahora disponían de un torno y un cable que se utilizaban para bajar y subir a los sumergibles. Colocado en la cubierta de popa detrás de la grúa, de poco serviría para arrastrar un hotel flotante con un tonelaje superior al de un crucero. La mirada de Barnum intentaba traspasar la cortina de lluvia. – Tendríamos que verlo si no fuese por este condenado aguacero -protestó. – Según marca el radar, está a menos de tres kilómetros y medio -dijo Maverick. Barnum fue a la sala de comunicaciones para hablar con Mason Jar. – ¿Tienes alguna noticia del hotel? – Nada, señor. Permanece en el más absoluto silencio. – Dios, espero que no hayamos llegado tarde… – Prefiero no pensarlo, señor. – Prueba a ver si consigues que te respondan. Inténtalo vía satélite. Casi con toda seguridad, los huéspedes y el personal se comunican con las estaciones de tierra con los móviles más que con la radio. – Déjeme intentarlo primero con la radio, capitán. A esta distancia no habrá mucha interferencia. El hotel seguramente tiene los mejores equipos para comunicarse con los remolcadores cuando lo arrastran a través del mar como a una barcaza. – Conecta el micrófono y los altavoces del puente para que pueda hablar con ellos cuando respondan. – Sí, señor. Barnum volvió al puente en el momento en que se escuchaba la voz de Jar por los altavoces. – Aquí el Durante medio minuto solo se escucharon descargas estáticas. Después una voz tronó a través de los altavoces. – Paul, ¿estás preparado para trabajar? Debido a las interferencias, Barnum no reconoció la voz a la primera, así que cogió el micrófono y replicó: – ¿Quién habla? – Tu viejo camarada, Dirk Pitt. Estoy en el hotel con Al Giordino. Barnum se quedó boquiabierto al relacionar la voz con el rostro. – ¿Cómo es posible que precisamente vosotros dos estéis en un hotel flotante en medio de un huracán? – Nos dijeron que era una juerga, y no nos la quisimos perder. – Te aviso de que no disponemos del equipo necesario para remolcar al – Todo lo que necesitamos son vuestros poderosos motores. Durante los años que llevaba en la NUMA, Barnum había aprendido que Pitt y Giordino no estarían donde estaban sin un plan. – ¿Qué se le ha ocurrido a tu mente retorcida? – Ya tenemos formados los equipos para que nos ayuden a utilizar los cables de amarre del hotel como cables para el remolque. Una vez que los tengas a bordo del – Tu plan es una locura -afirmó Barnum, incrédulo-. ¿Cómo piensas arrastrar hasta mi barco, en medio de un mar embravecido, toneladas de cable que se arrastran por el fondo? Hubo una pausa, y después, cuando llegó la respuesta, Barnum se imaginó la sonrisa diabólica en el rostro de Pitt. – Tenemos grandes ilusiones. Disminuyó el aguacero y la visibilidad pasó de los doscientos metros a casi un kilómetro y medio. El – Dios, mira qué belleza -dijo Maverick-. Parece un castillo de cristal de un cuento de hadas. El hotel presentaba un aspecto magnífico e imponente en medio del oleaje. La tripulación y los científicos se amontonaron en las bordas y el puente para contemplar el espectáculo de un edificio en un lugar donde no podía haber ninguno. La noticia de que iban a intentar remolcarlo había encendido el entusiasmo de todos. – Es tan hermoso… -murmuró una rubia muy menuda, que era química marina-. Nunca habría imaginado una arquitectura creativa hasta ese extremo. – Yo tampoco -afirmó el químico que estaba a su lado-. Cubierto con tanta espuma salada, podría pasar por un iceberg. Barnum miró a través de los prismáticos el hotel, que se balanceaba con el embate de las olas. – Por lo que se ve, no ha quedado nada en la terraza. – Es un milagro que esté a flote -opinó Maverick, asombrado-. Desde luego, supera todas las expectativas. El capitán bajó los prismáticos y se dirigió a su segundo. – Ordena la maniobra para que nuestra popa quede a barvolento del hotel. – Cuando acabemos de soportar otra paliza para ponernos en posición de remolcarlos, capitán, ¿qué haremos? Barnum observó al – Esperaremos -respondió-. Esperaremos a ver qué saca Pitt de la manga después de usar su varita mágica. Pitt estudió los detallados planos de los cables de amarre que le había facilitado Morton. Ambos, con Giordino y Emlyn Brown, el jefe de mantenimiento del hotel, estaban de pie alrededor de una mesa en el despacho de Morton. – Tendremos que recoger los cables para saber qué longitud tienen después de romperse. Brown, que tenía el físico de un corredor, se pasó la mano por los cabellos negro azabache. – Hemos recogido lo que quedaba de ellos inmediatamente después de que se partieran. Me preocupaba que si los cabos se enganchaban en las rocas, el hotel se girara con el impacto de las endemoniadas olas. – ¿A qué distancia se cortaron de sus amarres los cables tres y cuatro? – Diría, aunque no sea muy fiable, que a unos doscientos o quizá doscientos veinte metros. Pitt y Giordino intercambiaron una mirada. – Eso no le deja a Barnum mucho espacio para maniobras. Además, si el – Si conozco bien a Paul -manifestó Giordino-, no vacilará en correr el riesgo con tantas vidas en juego. – ¿Debo entender que pretende utilizar los cables de amarre para remolcar el hotel? -preguntó Morton, desde el lado opuesto de la mesa-. Me han dicho que su barco es un remolcador oceánico. – Lo era -replicó Pitt-. Pero fue reconvertido de un remolcador rompehielos a nave de investigación oceánica. Quitaron el cabrestante y el cable de remolque como parte de la reforma. Ahora solo tiene una grúa para bajar y subir los sumergibles. Tendremos que improvisar y arreglarnos con lo que tenemos. – En ese caso, ¿de qué nos sirve? -preguntó Morton, airado. – Confíe en mí. -Pitt lo miró a los ojos-. Si conseguimos engancharlo, los motores del – ¿Cómo hará para llevar los extremos de los cables hasta el buque? -preguntó Brown-. En cuanto los soltemos, se hundirán hasta el fondo. – Los llevaremos flotando -respondió Pitt. – ¿Flotando? – Tendrá bidones de doscientos litros a bordo, ¿no es así? – Muy astuto, señor Pitt. Ya veo lo que pretende. -Brown hizo una pausa-. Tenemos en el almacén bidones de aceite lubricante, aceite de cocina y detergentes. – Nos harán falta todos los bidones que tenga. Brown se volvió hacia los cuatro hombres que formaban su grupo de mantenimiento. – Id a buscar todos los bidones vacíos y vaciad el resto lo más rápido que podáis. – A medida que usted y sus hombres vayan desenrollando los cables -explicó Pitt-, quiero que aten un bidón cada seis metros. Si conseguimos mantener a flote los cables, entonces los podremos arrastrar hasta el – Eso está hecho -afirmó Brown. – Si antes se partieron cuatro cables de amarre -interrumpió Morton-, ¿qué le hace pensar que dos bastarán para soportar el esfuerzo? – Para empezar -respondió Pitt con gran paciencia-, la tormenta ha amainado mucho. En segundo lugar, los cables son más cortos, así que la tensión será menor. Por último, remolcaremos al hotel por la manga más angosta. Cuando estaba amarrado, fue la fachada la que recibió todo el embate de la tormenta. -Sin darle tiempo a Morton para una réplica, se volvió hacia Brown-. Necesito que un buen mecánico se encargue de colocar ojetes en los extremos de los cables, para poder sujetarlos en los norayes del – Yo mismo me encargaré de hacerlo -dijo Brown-. Espero que tenga un plan para transportar los cables hasta el barco. No irán flotando solos, y mucho menos con este mar. – Ésa es la parte más divertida -contestó Pitt-. Necesitaremos dos o tres centenares de metros de soga de poco diámetro, pero con la resistencia de un cable de acero. – Tengo dos carretes de ciento cincuenta metros de soga Falcron en el almacén. Es delgada, ligera y con la resistencia suficiente para levantar un tanque Patton. – Ate un carrete en el extremo de cada cable. – Me parece lógico utilizar la soga Falcron para llevar los cables hasta el barco, pero… ¿cómo pretenden llegar hasta allí? Pitt y Giordino intercambiaron una mirada. – Esa será nuestra tarea -declaró Pitt, con una sonrisa severa. – Espero que no tarden mucho más -manifestó Morton con un tono lúgubre, al tiempo que señalaba a través de la ventana-. El tiempo es un bien escaso para nosotros. Como si fuesen espectadores en un partido de tenis, todos se volvieron al mismo tiempo. La línea de la costa estaba a poco más de tres kilómetros, y hasta donde alcanzaban a ver en ambas direcciones, las olas rompían con una fuerza tremenda contra lo que parecía ser una interminable pared de roca. En la sala de los equipos de aire acondicionado, ubicada en una de las esquinas del edificio, Pitt distribuyó en el suelo el contenido del bulto que había llevado. Primero se vistió con el traje de neopreno, de pantalón y manga corta. Prefería ese traje más sencillo para la tarea que tenía por delante porque la temperatura del agua era alta y no veía la necesidad de un traje más pesado. También disfrutaba con la libertad de movimientos que le daba tener los brazos y las piernas en contacto directo con el agua por debajo de los codos y las rodillas. A continuación se sujetó a la espalda el compensador de flotación, y se colocó la máscara Scuba Pro. Se abrochó el cinto de lastre y verificó el funcionamiento del cierre. Acabada esta parte, se sentó en el suelo para que uno de los hombres de mantenimiento lo ayudara a colocar en posición el respirador de circuito cerrado. Giordino y él habían decidido que los respiradores de circuito cerrado les darían más libertad de movimiento que las voluminosas botellas de aire. Lo mismo que en los equipos normales, el buceador respira el aire de la botella a través de un regulador, pero el aire exhalado va a un recipiente donde se elimina el dióxido de carbono y se añade oxígeno. La unidad SIVA55 que utilizaban había sido diseñada para las operaciones submarinas secretas de la inteligencia naval. El último paso fue comprobar el funcionamiento del equipo de comunicación submarina de – Al, ¿me escuchas? Giordino, que en esos momentos realizaba el mismo procedimiento en la esquina opuesta del hotel, respondió con una voz que parecía estar envuelta en algodones. – Todas las palabras. – Vaya, suenas muy coherente. – Si vas a criticarme, renuncio ahora mismo y me voy al bar. Pitt sonrió ante el imbatible sentido del humor de su amigo. Si había alguien en quien podía confiar con los ojos cerrados, era Giordino. – Listo cuando tú digas. – Di cuándo. – Señor Brown… – Emlyn. – De acuerdo. Emlyn, que sus hombres estén junto a los cabrestantes hasta que les demos la señal de que suelten los cables y los bidones. Brown le contestó desde la sala donde estaban los enormes cabrestantes con los cables de amarre. – No tiene más que decirlo. – Mantenga los dedos cruzados -dijo Pitt, mientras se calzaba las aletas. – Que Dios los bendiga, y buena suerte -manifestó Brown. Pitt le hizo un gesto a uno de los hombres de Brown, que estaba junto a uno de los carretes con la soga de Falcron. Era bajo y fornido e insistía en que lo llamaran Critter. – Suéltela poco a poco. Si nota la más mínima tensión, suelte un poco más rápido o frenará mi avance. – La soltaré con suavidad -le aseguró Critter. Luego Pitt llamó al – Paul, ¿estás preparado para recoger las sogas? – En el momento en que me las entregues. La voz firme de Barnum sonó con toda claridad en el receptor de Pitt. Sus palabras eran transmitidas por un transductor que había mandado sumergir en la popa de la nave. – Al y yo sólo podemos arrastrar unos sesenta metros de soga por debajo del agua. Tendrás que acercarte para llegar hasta nosotros. Barnum y Pitt sabían que cualquiera de las gigantescas olas podía empujar al – De acuerdo, allá vamos. Pitt hizo un lazo con la soga y se lo enganchó como un arnés. Se puso de pie e intentó abrir la puerta que daba a un pequeño balcón a unos seis metros del agua, pero la fuerza del viento la empujaba desde el otro lado. Antes de que pudiera pedir ayuda, Critter apareció a su lado. Empujaron con todas sus fuerzas. En cuanto consiguieron abrirla un poco, el viento se coló por la grieta y lanzó la puerta contra las bisagras como si la hubiese coceado una mula. El hombre del hotel recibió el embate del viento y acabó lanzado hacia atrás como el proyectil de una catapulta. Pitt consiguió mantenerse de pie, bien sujeto al marco. Pero en cuanto vio que una enorme ola venía hacia él, saltó por encima de la barandilla y se arrojó al agua. Lo peor de la furia había pasado. El ojo del huracán estaba muy lejos y el El choque de las olas contra la costa parecía cada vez más cercano con el paso de los minutos. El hotel había derivado hacia la orilla hasta una distancia desde la cual los centenares de huéspedes y empleados veían las enormes nubes de espuma que se levantaban cuando las olas rompían en los rocosos acantilados. Se estrellaban con la misma fuerza de una avalancha. Las nubes de espuma giraban en el aire cuando se encontraban con el reflujo de la ola anterior. La muerte estaba a menos de un kilómetro y medio de distancia, y la velocidad de deriva del Las miradas de todos iban alternativamente de la costa al Cubierto de pies a cabeza con un chubasquero amarillo, Barnum soportaba el aguacero y el viento junto a la grúa instalada en popa. Miraba el lugar de la cubierta donde había estado el gran cabrestante y pensó en lo útil que habría sido en esos momentos. Pero tendría que apañarse con lo que había. No podían hacer otra cosa que sujetar los cables manualmente. Protegido parcialmente por el armazón de la grúa, Barnum hizo caso omiso del viento y miró a través de los prismáticos la base del – Lanzad un par de boyas -ordenó, sin apartar los prismáticos- y preparad los bicheros. El capitán rogó para sus adentros no tener que llegar al extremo de emplear los bicheros si se daba el caso de que los buceadores perdieran el conocimiento. Habían acoplado unos tubos de aluminio suplementarios para que los ástiles alcanzaran una longitud de diez metros. Permanecieron expectantes aunque sin mucha fe, sin poder ver a Pitt o Giordino bajo el mar revuelto ni seguir el rastro de las burbujas, dado que el respirador de circuito cerrado no expulsaba al exterior la respiración del submarinista. – Paren máquinas -ordenó. – ¿Ha dicho paren máquinas, capitán? -replicó el jefe de máquinas desde las entrañas de la nave. – Sí, hay unos buceadores que traen las sogas. Tenemos que dejar que el mar nos lleve hacia la orilla y acortar la distancia para que ellos puedan llegar con las sogas. Volvió a mirar a través de los prismáticos la costa asesina, que parecía estar acercándose con una tremenda rapidez. Después de nadar unos treinta metros desde el hotel, Pitt emergió durante unos segundos para orientarse. La mole del Cada vez le resultaba más difícil avanzar con la soga, porque la resistencia aumentaba con cada palmo que soltaban. Agradeció que la soga de Falcron no fuera pesada o voluminosa, cosa que la habría hecho imposible de manejar. Para moverse con la menor resistencia aerodinámica posible, mantenía la cabeza gacha y las manos unidas detrás de la espalda por debajo del aparato respirador. Intentaba mantenerse a la profundidad justa para evitar que los senos de las olas perturbaran su avance. Se desorientó en más de una ocasión, pero una rápida mirada a la brújula lo volvió a situar en el rumbo correcto. Movía las aletas con toda la fuerza de las piernas para arrastrar la soga que se le clavaba en el hombro, pero por cada par de metros que avanzaba perdía uno por culpa de la corriente. Comenzaron a dolerle los músculos de las piernas y su avance perdió impulso. Notaba una cierta confusión mental provocada por el elevado consumo de oxígeno. El corazón le latía cada vez más rápido debido al esfuerzo y se le hacía difícil respirar. No se atrevía a hacer una pausa ante el riesgo de que la corriente le hiciera perder todo lo ganado. No había tiempo para un descanso. Todos los minutos contaban mientras el Tras otros diez minutos de esfuerzo máximo, sus fuerzas empezaron a disminuir. Notó que su cuerpo estaba a punto de rendirse. La mente lo urgía a echar el resto, pero había un límite al esfuerzo de los músculos. Impulsado por la desesperación comenzó a bracear en un intento por aliviar la tarea de las piernas, que notaba cada vez más entumecidas. Se preguntó si Giordino estaría pasando por el mismo trance, pero sabía que Al preferiría morir antes que renunciar, cuando estaban en juego las vidas de tantas mujeres y niños. Además, su amigo era fuerte como un toro. Si había alguien capaz de nadar a través de un mar arbolado con una mano atada a la espalda, ese era Al. Pitt no desperdició el aliento en comunicarse con su amigo para saber cómo estaba. Hubo momentos en que lo dominó la angustia al pensar que no lo conseguiría, pero fue capaz de apartar el derrotismo y apeló a sus reservas interiores para seguir adelante. Casi no podía respirar. El peso cada vez mayor de la soga semejaba una manada de elefantes que intentara arrastrarlo en la dirección opuesta. Comenzó a recordar los viejos anuncios de Charles Atlas, el hombre más fuerte del mundo, que arrastraba una locomotora. Ante la posibilidad de que se estuviera desviando de su objetivo, miró de nuevo la brújula. Milagrosamente, había conseguido nadar en línea recta hacia el La nube negra del agotamiento total comenzaba a asomar en su visión periférica, cuando escuchó una voz que decía su nombre. – Sigue, Dirk -gritó Barnum en su auricular-. Te vemos debajo del agua. ¡Sube! Pitt obedeció la orden y salió a la superficie. – ¡Mira a tu izquierda! Pitt se volvió. A menos de tres metros había una boya sujeta a un cabo que llevaba hasta el Se relajó mientras Barnum y sus hombres lo subían por la popa. Cuando estaba a media altura, engancharon el cabo con el bichero a un metro por detrás de Pitt y acabaron de subirlo con mucho cuidado hasta la cubierta. Pitt levantó las manos y Barnum le quitó rápidamente el lazo del hombro y lo enganchó en el cabrestrante, junto con la soga que había llevado Giordino. Dos tripulantes se encargaron de quitarle la máscara y el respirador. Absorbió afanosamente el aire salobre con los ojos cerrados y cuando los abrió se encontró mirando el rostro sonriente de Al. – Lentorro -murmuró Giordino, que también estaba al límite del agotamiento-. He subido a bordo casi dos minutos antes que tú. – Tengo suerte de estar aquí -respondió Pitt entre jadeos. Ahora que eran simples espectadores, se sentaron en la cubierta con la espalda contra la borda, que los protegía del agua que barría la cubierta, y esperaron a que les disminuyeran los latidos y la respiración volviera al ritmo normal. Observaron mientras Barnum le daba la señal a Brown, y los bidones que sostenían los cables de amarre invisibles debajo de la superficie comenzaban a asomar. El cabrestante se puso en marcha, se tensó la delgada soga de Falcron y los bidones se movieron. Los cables colgados de los flotadores de acero se agitaban al impulso de la corriente como serpientes rabiosas. Al cabo de diez minutos, los primeros bidones golpearon contra el casco. La grúa los levantó hasta la cubierta de popa junto con los extremos de los cables. La tripulación se apresuró a unirlos con los grilletes, que pasaron por los ojetes colocados por Brown. Luego, con la ayuda de Pitt y Giordino, que ya se habían recuperado del esfuerzo, los engancharon en la gran bita montada delante de la grúa. – ¿Preparado para el remolque, – Todo lo que se puede estar -respondió Brown. Barnum llamó al jefe de máquinas. – ¿Todo preparado en la sala de máquinas? – Sí, capitán -contestó una voz con un fuerte acento escocés. A continuación llamó al primer oficial en el puente: – Señor Maverick, controlaré la maniobra desde aquí. – Recibido, capitán. Es todo suyo. Barnum se acercó a la consola de control montada delante de la grúa. Separó las piernas para mantener el equilibro, sujetó las palancas cromadas de los aceleradores y los movió suavemente hacia delante, al tiempo que giraba un poco la cabeza para mirar el hotel, que con su tamaño hacía que el Pitt y Giordino permanecían uno a cada lado de Barnum. Todos los miembros de la tripulación y el equipo de científicos estaban en una de las alas del puente sin preocuparse de la lluvia, en el más absoluto silencio y con las miradas fijas en el La popa del Bajo cubierta, las máquinas no sonaban como motores diesel: las bombas que suministraban la potencia para las turbinas aullaban como endemoniadas. Barnum observó con preocupación los instrumentos que registraban el funcionamiento de los motores. Pitt se acercó a Barnum, que tenía las manos blancas por la fuerza que hacía en las palancas mientras las empujaba hasta los topes, como si quisiera llevarlas todavía más allá. – No sé hasta cuándo aguantarán los motores -gritó Barnum para hacerse escuchar por encima del ruido del viento y el aullido que llegaba desde la sala de máquinas. – Exprímelos al máximo -dijo Pitt con un tono glacial-. Si revientan, asumo la responsabilidad. Barnum era el capitán del barco, pero Pitt estaba muy por encima de él en la jerarquía de la NUMA. – Vaya consuelo que me das -replicó Barnun-. Si revientan, acabaremos destrozados contra las rocas. Pitt lo miró con una sonrisa que era dura como el granito. – Ya nos preocuparemos cuando llegue el momento. Para aquellos que estaban a bordo del – ¡Vamos, hazlo! -le suplicó Pitt al En el hotel, la angustia de los pasajeros comenzó a dar paso al pánico a medida que contemplaban horrorizados la furia de las olas contra las rocas más cercanas, en una catastrófica exhibición de surtidores de agua y espuma. El terror se multiplicó cuando un súbito temblor indicó que la parte más baja del edificio había golpeado contra el fondo. Nadie corrió hacia las salidas, como en el caso de un incendio o un terremoto. No había lugar alguno al que huir. Saltar al agua era algo más que un simple acto de suicidio: significaba una muerte lenta y dolorosa, ya fuera por ahogamiento o descuartizado contra las afiladas piedras de lava volcánica. Morton recorría las salas, en un intento por calmar y dar ánimos a los huéspedes y el personal, pero eran muy pocos quienes le prestaban atención. Se sentía dominado por un profundo sentimiento de frustración. Una mirada a través de las ventanas era más que suficiente para acabar con el coraje de cualquiera. Los niños lloraban al ver el miedo reflejado en los rostros de los padres. Algunas mujeres lloraban, otras gemían y había quienes mantenían una expresión pétrea. La mayoría de los hombres se tragaban el miedo y abrazaban a sus seres queridos, al tiempo que procuraban mostrarse valientes. El batir de las olas contra las rocas sonaba como una descarga de artillería, pero para muchos era el redoble de los tambores en un desfile fúnebre. En el puente de mando del Luego miró a través de la ventana hacia popa, donde Barnum estaba rígido como una estatua con las manos en los mandos de la consola, y después al Se frotó los ojos para asegurarse de que no se había imaginado el cambio. No había ninguna duda con respecto al mismo. A continuación miró el indicador de velocidad. El último dígito de la derecha oscilaba entre cero y un nudo. Permaneció como aturdido, dominado por el deseo de creer lo que estaba viendo sin tener muy claro que aquello no era el producto del deseo de que ocurriera un milagro. Pero el indicador de velocidad no mentía. Había un movimiento hacia delante, por minúsculo que fuese. Maverick cogió un megáfono y salió al exterior del puente. – ¡Se mueve! -gritó, con entusiasmo rabioso-. ¡Se mueve! Nadie respondió a su anuncio; era demasiado pronto para cantar victoria. El movimiento a través de las grandes olas era inapreciable para el ojo desnudo, tan mínimo que no se podía apreciar. Solo tenían la palabra de Maverick. Transcurrieron unos minutos de angustia mientras se esperaba la confirmación. Entonces Maverick volvió a gritar: – ¡Un nudo! ¡Nos estamos moviendo a un nudo! No era una ilusión. Con la lentitud de un caracol, se hizo evidente que la distancia entre el Ese día no habría desastre ni muerte en las rocas. |
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