"616. Todo es infierno" - читать интересную книгу автора (Zurdo David, Gutiérrez Ángel)

Capítulo 11

Boston.

Audrey aguardaba frente a la puerta del despacho del profesor Michael W. McGale, en el segundo piso del Laboratorio Jefferson, en Harvard. Susan, su secretaria, le había conseguido una cita para esa misma tarde, y Audrey estaba tan impaciente por hablar con él que había llegado con media hora de antelación.

Era la primera vez que pisaba el campus de Harvard desde que se graduó. En todos los años que habían pasado, siempre evitó volver. Y este día había entrado en la universidad por el norte, intencionadamente, para no pasar junto al Old Yard y el Harvard Hall. Habría podido hablar con el científico por teléfono, pero era mejor tratar en persona ciertos asuntos; eso le hizo decidirse por una entrevista cara a cara, aunque tuviera que volver a Harvard para ello.

– ¿Audrey, Audrey Barrett? ¿Eres tú? ¡Claro que eres tú! No has cambiado nada.

– ¿Michael?

Él sí que había cambiado. Para empezar, debía de pesar veinte kilos más que la última vez que lo vio. Y una nueva barba espesa le cubría gran parte de la cara. Audrey y él se conocieron en sus tiempos de estudiantes. Michael formaba parte de un grupo amplio de personas con las que ella se relacionaba, aunque no al mismo nivel que con Leo o Zach. Después de lo ocurrido aquella fatídica noche, Audrey dejó de ver a casi todas ellas. Además, Zach la abandonó, y Leo fue alejándose progresivamente, quizá como un modo de expiación. Audrey se enteró de su muerte, años después, sólo porque la madre de Leo se lo dijo a la suya. Estas razones y otras hicieron que acabara teniendo una relación más estrecha con Michael McGale, que era entonces un brillante joven con deseos de convertirse en físico. El había logrado ese objetivo, además de una plaza de profesor en el Departamento de Física de Harvard.

– Estoy un poco más gordo de lo que recordabas, ¿verdad?

– Un poco, sí.

– Los cheeseburgers son mi perdición… ¿Llevas mucho tiempo esperándome?

– Quince minutos.

Entraron en el pequeño despacho de Michael. Audrey esperaba encontrarse con la típica guarida de un genio de la ciencia, llena de artefactos y papeles por todos lados, con estanterías a punto de romperse bajo el peso de los libros. Pero encontró justo lo contrario: un espacio ordenado al milímetro, con una mesa en la que no había un solo papel fuera de su lugar y cuyos únicos artefactos eran un monitor plano de ordenador y una fotografía de familia feliz. Audrey la cogió, aunque tuvo que dejarla rápidamente otra vez sobre la mesa. Los temblores que comenzaron en su mano, al verla de cerca, le impidieron sostenerla por más tiempo.

– Es una foto genial, ¿eh? -dijo Michael, que no se percató del cambio en el ánimo de su vieja amiga-. Nos la sacaron en el parque de atracciones de Coney Island. El pequeño Michael va a romper muchos corazones cuando sea mayor, ¿verdad? Se nota que ha salido a su madre… Por cierto, ¿qué tal está tu…?

Audrey le cortó.

– Tengo un poco de prisa, Michael.

Ella sabía lo que iba a preguntarle, y no podría soportar dar explicaciones sobre ese tema.

– Sí, claro. Perdona. Mi mujer, Karen, dice que tengo incontinencia verbal, y tiene toda la razón… Bien. Pues tú dirás.

Los dos se habían sentado. Una luz agradable entraba por la ventana a su izquierda. Los días pueden ser luminosos aunque uno tenga el alma a oscuras. A Audrey le parecía que eso era tremendamente injusto.

– Estoy tratando a un paciente retrasado mental que estuvo a punto de perder la vida en un incendio. Presenta varios síntomas de estrés postraumático: pesadillas relacionadas con el fuego, insomnio, cosas por el estilo. Yo he empezado un tratamiento psicológico, además de recomendar la administración de antidepresivos y calmantes y… -Michael se removió en su silla, a la vez que tosía ligeramente. Audrey estaba dando rodeos-. De acuerdo, Michael. Lo diré de un modo claro: mi paciente sabe cosas que no puede saber.

– Ya. ¿Y qué explicación le das tú a eso? Porque imagino que tienes una teoría. Si no, no estarías aquí, ¿me equivoco?

Michael no se equivocaba, aunque Audrey no diría algo tan categórico como que «tenía una teoría». Era más apropiado decir que se le había ocurrido una explicación plausible y quería confirmar con Michael hasta qué punto podía ser o no válida.

– Creo que mi paciente puede ser telépata. En una de sus personalidades, al menos. Le he estado dando muchas vueltas y no se me ocurre otra cosa. Lo que él sabe sólo lo conocen tres personas. Una, lleva años muerta. Otra debe de estar en algún lugar de África, probablemente trabajando como mercenario. Y apostaría mi vida a que mi paciente nunca llegó a conocer a ninguna de las dos.

– Y supongo -intervino Michael- que la tercera persona que sabe el secreto eres tú.

Llamar secreto a lo que Daniel le había dicho a Audrey era un simple modo de hablar para Michael, pero ella se sintió incómoda al escuchar esa palabra.

– Sí -admitió Audrey-. Yo soy la tercera persona que conoce el secreto, como tú lo llamas. ¿Qué opinas de lo que te he contado?

Un pájaro de plumas rojas se posó en la repisa exterior de la ventana. Sus ojillos negros se quedaron mirando a Michael con interés, como si estuviera planteándose si era o no comestible. Debió de llegar a la conclusión de que el físico no era el gusano más grande del mundo, porque volvió el pico hacia la calle y salió volando en dirección a un árbol próximo.

– Opino que podría hacerse un estudio sencillo con cartas Zener de ese paciente tuyo, para determinar si es cierto o no que tiene capacidades telepáticas. Pero si te refieres a si opino que la telepatía u otros poderes extrasensoriales no son un mito, sino realidades físicas, la respuesta es que estoy convencido de que así es. Y no soy el único… No puedes imaginarte la cantidad de proyectos que existen, y el dinero que se ha gastado, y se sigue gastando, en investigaciones sobre la telepatía, la clarividencia o la telequinesia. Nuestro querido gobierno es uno de los más fervorosos interesados en estas cuestiones.

– ¿De veras?

Ella preguntó sólo por cortesía. Los detalles no le importaban demasiado. Quería respuestas directas y concisas. Pero Michael se tomó su reacción como una muestra de interés.

– Puedes estar segura de que el gobierno está detrás de muchos proyectos. A principios de los setenta, la CIA y el Departamento de Defensa crearon un programa secreto, cuyo último nombre en clave fue STAR GATE, que pretendía adiestrar y utilizar a psíquicos para labores de espionaje a distancia. El proyecto lo dirigió un físico de la Universidad de Stanford, el profesor Puthoff. Se supone que lo cancelaron por falta de resultados a mediados de los noventa, pero Puthoff ha afirmado públicamente que el programa funcionaba y que él fue testigo de cómo sus espías psíquicos eran capaces de husmear, desde Estados Unidos, bases ultrasecretas en el interior de Rusia. ¿Sabes una cosa, Audrey? Yo apostaría a que el proyecto continúa en un nivel todavía más secreto. Estoy convencido. Igual que los programas de los propios rusos, o de los chinos.

»Y el asunto no es exclusivo de los gobiernos. Hay también universidades, y hasta empresas privadas, que están investigando las capacidades paranormales. Sony Corporation, la misma empresa que fabrica tu televisor o este monitor, financió durante años un programa llamado ESPER. No fue cancelado hasta después de que el portavoz de Sony revelara a un periodista que habían conseguido demostrar la existencia de los poderes paranormales. Por cierto, una de sus conclusiones fue que los niños estaban más dotados que los adultos en lo que se refiere a poderes psíquicos. ¿Y no me has dicho que tu paciente es retrasado mental? Los deficientes son una especie de niños grandes. La Universidad de Princeton lleva más de un cuarto de siglo con su investigación PEAR, en la que se ha probado que la mente puede actuar a distancia sobre la materia. Y hay cosas todavía más sorprendentes, como un estudio en curso al que llaman proyecto Conciencia Global, en el que parece estar verificándose la existencia de una especie de mente colectiva en el mundo… Podría seguir toda la tarde contándote cosas parecidas.

Audrey no lo dudaba. Había querido hablar con Michael porque, para ella, los físicos eran la quintaesencia de los científicos. Ninguna mente estaba más abierta y era, al mismo tiempo, más rigurosa que la de un físico. Y, además, Michael era un experto en el tema de los poderes paranormales. Esto último, aunque conveniente, le hacía sentirse inquieta, porque la vida rara vez es conveniente y lineal. Sólo el Destino puede obligar a que las cosas sigan un camino sin desvíos, y ella no creía en el Destino. No quería creer en ninguna clase de Destino, porque éste parecía acabar casi siempre conduciendo a la infelicidad y la muerte.

– Me abruman tus conocimientos sobre el tema, Michael.

– Yo soy un creyente en lo que llaman capacidades psíquicas. ¿Y sabes por qué? No porque tenga fe, sino porque no la tengo. Esos temas me interesan desde hace mucho y, además, ahora estoy en un equipo de investigación, aquí, en Harvard, que se llama Grupo daVinci. Lo que pretendemos es explicar la esencia del ser humano, y de todo lo que tiene vida, desde un punto de vista puramente material. Quiero encontrar una ecuación física para la vida, porque la alternativa de que un Dios nos haya creado me parece imposible. ¿Sabes que el supremo genio científico, Albert Einstein, pensaba que la telepatía era más que probable? Cuentan que le dijo a un colega suyo investigador que cuando se demostrara su existencia y la de otras capacidades similares, el mundo se daría cuenta de que todas ellas tenían más que ver con la física que con el mundo sobrenatural. Somos meras partículas elementales unidas para formar este ser que vemos, Audrey. Y todo lo que hacemos y sentimos, todas nuestras capacidades, responden simplemente a leyes físicas que, en su esencia más íntima, son elementales. E inevitables, también.

– Nuestro destino está marcado, ¿no es eso?

– Desde el mismo instante en el que empezamos a existir. Sí.

– ¿Y dónde entra el alma en esa teoría?

– El alma no existe.

Audrey miró a la calle, a través de la ventana. El sol estaba ya en mitad de su curva descendente. Las sombras alargadas de los árboles y los edificios se estiraban sobre la hierba, como si quisieran desperezarse.

Michael se equivocaba: el alma sí que existía. Y Audrey estaba segura de que la suya iría a parar al Infierno, porque ella odiaba a Dios. Lo odiaba con toda su rabia, con todas sus fuerzas. É1 la había castigado por la muerte de aquel pobre guardia. Dios esperó pacientemente ocho años. Le permitió a Audrey alcanzar la felicidad con el único fin de arrebatársela luego. Perder a su hijo fue el castigo. Audrey era un Job a quien Dios no pensaba darle ninguna recompensa al final de sus tormentos.

– El alma sí existe, Michael. Te lo aseguro.

La conversación entre ella y su amigo se prolongó durante un cuarto de hora más. Ése fue el tiempo que Michael tardó en describir un modo simple de verificar las supuestas capacidades telepáticas de Daniel. Se trataba de algo realmente sencillo, que hubiera podido explicarse en tan sólo un par de minutos, pero Michael no logró resistirse a contarle todo tipo de historias y anécdotas innecesarias sobre la prueba. El físico se ofreció a ayudar a Audrey a realizarla, pero ésta se negó amablemente. Lo que Daniel y ella sabían no podía saberlo nadie más. Cuando Audrey salió por fin del edificio, llevaba consigo en el bolso una baraja de cartas Zener. Entonces se encontró a alguien a quien no esperaba encontrar.

– ¡Joseph! Pero ¿qué hace aquí?

Al bombero lo acompañaban dos crios pequeños, un niño y una niña, que observaban a Audrey con curiosidad.

– He llamado a su consulta y Susan me ha dicho que tenía una cita con un cerebrito de ahí dentro. Así es que he venido a verla. Hemos venido, ¿verdad, chicos?

En un susurro al oído de Audrey, Joseph dijo:

– Supuse que no se atrevería a darme largas delante de dos tiernos retoños.

Era una estratagema muy baja. Y, encima, debían de llevar esperándola un buen rato.

– Yo me llamo Audrey -se presentó a los hijos de Joseph-. ¿Y vosotros?

– Yo soy Tiffany -dijo la niña.

Era una pequeña señorita, rubia y de ojos claros, que sólo se parecía vagamente a Joseph. Quien sí era idéntico al padre era el niño: moreno y con los ojos castaños.

– ¿Y tú cómo te llamas, hombrecito?

– Howard.

– Encantada, Howard. Encantada, Tiffany. Ha sido un placer conoceros, pero tengo que irme.

Esta vez fue Audrey la que susurró al oído de Joseph:

– Voy a darle largas de todos modos.

– ¡Oh, vamos! No puede ser tan mala como parece… -Joseph se dio cuenta de que había dicho algo que no debía-. Quiero decir…

– No importa. Sé lo que quería decir.

– Es usted muy guapa -dijo la niña, de repente.

Audrey sonrió. Con tristeza al principio, hasta que descubrió al pequeño Howard mirándola, y vio cómo éste se sonrojaba. Joseph puso una mano sobre su corazón y dijo:

– Le juro que esto no lo hemos ensayado.

Ella tuvo que rendirse, aunque no estaba muy segura de que Joseph dijera la verdad.

– Supongo que puedo quedarme un poco y dar un paseo.

– ¡Estupendo! -exclamó Joseph-. Dame la mano, Tiffany. ¿Howard?

La niña se apresuró a hacer lo que le había dicho su padre, pero Howard no. Lo que hizo fue ponerse junto a Audrey y agarrar una de sus manos. Ella tomó la de Howard con una extrema delicadeza. Era tan frágil…

– Parece que la tienes en el bote, ¿eh, amigo? -le dijo Joseph a su hijo-. Fíjate en cómo te está mirando y grábate esa mirada, campeón. No la verás muchas veces en tu vida. Yo diría que es amor.

El bombero se dijo que el pequeño Howard tenía mucha suerte. Había una mujer excepcional bajo esa dura corteza. Y Joseph se había propuesto sacarla a la luz.


El paseo que Audrey dio con Joseph y los hijos de éste acabó siendo muy agradable. A pesar de todas las preocupaciones de ella y de su constante tristeza, el bombero consiguió hacerle recuperar la sonrisa. Era un hombre divertido. Y parecía, además, un padre cariñoso y dedicado. A Audrey se le pasó muy deprisa el resto de aquella tarde. Para alargarla un poco, se ofreció a llevar a Joseph a casa, donde iban a pasar la noche sus hijos. Se despidieron en el portal, y en los rostros de todos se notó que la hora de separarse había llegado demasiado pronto. Audrey se olvidó esa tarde de contar las horas que le faltaban para irse a dormir. Solía hacerlo, porque cada noche esperaba soñar con el ser al que más había amado en este mundo.

En él estaba pensando también ahora, dos días después de su paseo por el campus de Harvard, mientras el padre Cannon daba su sermón dominical. Audrey asistía todos los domingos a misa en la misma iglesia, la de San Vicente de Paúl, un baluarte para descendientes de irlandeses como ella. Los padres de Audrey habían sido católicos ardorosos, casi fanáticos, que siempre se esforzaron por inculcarle el temor de Dios. E hicieron bien su trabajo. Sentía desde pequeña un enorme temor hacia él, en su acepción más negativa. Su miedo hacia Dios era casi tan grande como el odio que había llegado a tenerle.

La parroquia se enorgullecía de su «sangre irlandesa», y ese orgullo siempre fue correspondido. Originalmente, el templo estuvo emplazado en otro lugar, pero cuando la expansión de la ciudad de Boston en el siglo XIX amenazó con su derribo, los feligreses -en su mayoría inmigrantes de Irlanda- decidieron trasladarlo a su localización actual. La misma fe que es capaz de mover montañas, pudo también mover, una a una, las piedras de la iglesia de San Vicente de Paúl. La fe de Audrey no le bastó, sin embargo, para alcanzar ningún tipo de paz interior. Pero al menos la condujo hasta la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad y hasta la madre Victoria.

Incluso en un lugar sagrado como la iglesia de San Vicente de Paúl, luchaban sin tregua dentro de Audrey las convicciones religiosas y su despecho hacia Dios. En un momento en el que pareció tomar ventaja lo primero, trató de concentrarse en las palabras del sacerdote. Pero fue inútil. Empezó entonces a fijarse en los frescos de las paredes, que tantas veces había contemplado. Mostraban las etapas de la Pasión de Cristo, los catorce pasos que lo llevaron de su condena a muerte a yacer en un sepulcro, tras sufrir un indecible tormento. Tampoco en esos cuadros encontró ningún consuelo. Sintió deseos de marcharse, pero se quedó donde estaba. Si ese pequeño sacrificio suyo hacía sentirse culpable a Dios, valdría la pena, se dijo. Volvió otra vez su atención hacia el padre Cannon. Era el primer domingo tras el día de Todos los Santos, y su sermón hablaba de la vida después de la muerte.

Acabado el oficio, todos los feligreses se mostraban alegres y sonrientes, quizá felices por compartir unas creencias que les ofrecían la salvación a cambio de sus miserias. Audrey sintió envidia. Y la inquietud que la atosigaba desde su último encuentro con Daniel regresó con más fuerza que nunca. El día anterior no había querido ir a verlo. Algo iba a ocurrir si se encontraba de nuevo con Daniel. Nunca como entonces había estado tan segura de uno de sus presentimientos. Audrey temía que pudiera tratarse de algo horrible, aunque de todos modos estaba decidida a visitarlo aquella tarde. Se resistía a olvidar simplemente al anciano jardinero y abandonarlo sin más. Resultaba curioso que alguien que carecía de toda esperanza pudiera dar esperanza a otro. Pero eso era exactamente lo que había ocurrido entre ellos dos. Daniel confiaba en que Audrey poseyera la cura para su sufrimiento, y ése era un milagro que ella se sentía obligada a honrar.

Había otra razón, además, para que no quisiera desistir: su curiosidad demasiado humana le exigía saber qué era eso sobre lo que su intuición la precavía.

Tardó un cuarto de hora en recorrer la distancia que separaba la iglesia y la residencia de ancianos. No salió inmediatamente del coche después de aparcar, sino que permaneció sentada en el interior durante un par de minutos. Ahora se sentía un poco más tranquila. Ya no tenía la sensación de que algo sombrío la aguardaba en la residencia. Quizá, después de todo, su intuición no resultara infalible. Antes de salir comprobó que seguían en su bolso las cartas Zener que le había prestado su amigo Michael McGale, profesor de física de Harvard. Estaba más dispuesta que nunca a utilizarlas para dilucidar si Daniel era realmente telépata.

Conforme a lo que ya se había convertido en un hábito, Audrey trató de imaginarse dónde podría estar Daniel. El día era soleado, así es que su primera elección fue el jardín. Encontró allí a varios ancianos, pero no a Daniel. Decidió entonces probar suerte en su habitación, también sin éxito. De los lugares habituales, sólo le quedaba la sala de ocio, hacia la que Audrey se encaminó. No había ya en la psiquiatra ninguna inquietud. Hacer frente a los propios temores era lo que se necesitaba para ahuyentarlos. Eso les decía a menudo a sus pacientes de la consulta, y Audrey estaba siguiendo su propio consejo.

La sensación de que todo estaba en orden se mantuvo, a pesar de que tampoco había rastro de Daniel en la sala de ocio. En ella vio a media docena de ancianos, sentados en butacones de hule. Sus miradas anhelantes de visitas que nunca recibirían le hicieron sentir una punzada aguda de compasión.

Daniel parecía haberse propuesto jugar al escondite. Y no sólo él. La madre superiora tampoco estaba en su despacho. Audrey se alarmó al ocurrírsele que quizá hubiera ocurrido algo malo. Imaginó a la madre Victoria con Daniel en las urgencias de un hospital. La salud del viejo era muy frágil desde el incendio del convento.

Audrey quería descartar cuanto antes esa idea para no perder su recuperada tranquilidad, así es que decidió preguntar a alguna de las otras monjas. De vuelta por el corredor, se percató de que aún no había mirado en un sitio, la sala de terapia. Su puerta entreabierta dejaba ver su interior en completa oscuridad. Abrió un poco más la puerta y tanteó con la mano en busca del interruptor, hasta que consiguió encender la luz.

Daniel estaba allí, acurrucado en una esquina de la sala. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, con su inseparable rosa aferrada entre ellos. Sollozaba débilmente, al tiempo que mecía su propio tronco hacia delante y hacia atrás.

– Auuudreyyy -dijo en un tono suplicante, aterrado-. Ayúuu… daaa… meee.

Todos los temores de Audrey volvieron de repente. La pared del fondo estaba llena de marcas de un color rojo oscuro. «Por favor, que no sea sangre…», imploró ella. Las marcas representaban siempre un círculo, una cruz, un cuadrado, una estrella de cinco puntas o tres líneas sinuosas verticales: los símbolos de las cartas Zener.

Una idea absurda cruzó la mente de Audrey. Metió la mano en su bolso y extrajo las cartas de su amigo Michael. En su esquina de la pared, Daniel seguía gimoteando, sin atreverse a levantarse del suelo. Las manos de Audrey sudaban. Le costó dar la vuelta a la primera carta. Mostraba un círculo, igual que el primer símbolo de la pared. La mano temblorosa de Audrey metió esta primera carta bajo el mazo, para dejar al descubierto la segunda. Un cuadrado. Audrey alzó los ojos hacia el muro.

– Dios mío…

Cerca de perder por completo el control de sus manos, empezó a pasar las cartas una tras otra, cada vez más deprisa. Ya no se molestaba en colocarlas al final del mazo. Simplemente iba dejándolas caer al suelo.

Revisó las veinticinco cartas Zener. Todos y cada uno de los símbolos pintados en la pared estaban en el orden exacto de las cartas del mazo. Todos. Sin excepción.


Habían pasado tres horas. Daniel estaba en su cama, bajo los cuidados de Audrey y la madre superiora.

– Ya tiene menos fiebre -dijo Audrey.

Era una noticia tranquilizadora, pero eso no disminuyó la angustia de la religiosa. El anciano tenía el rostro demacrado y no paraba de toser. Unos ojos sin brillo se veían apenas en el fondo de las cuencas oscuras. Audrey le había administrado un sedante fuerte, pero ni siquiera eso logró calmarle del todo. Agarraba las sábanas con los puños cerrados, justo por debajo de su barbilla. La maceta con su planta estaba a un lado, sobre la mesilla de noche.

El anciano no había dicho una sola palabra desde que Audrey consiguiera hacerlo reaccionar en la sala de terapia y sacarlo de ella. La madre superiora, que fue informada inmediatamente de lo ocurrido, había ordenado cerrar esa sala bajo llave. Al día siguiente, dos de las hermanas que se encargaban de los trabajos de mantenimiento de la residencia, harían desaparecer esos símbolos que parecían escritos con sangre. Cuando los vio, la religiosa no pudo evitar santiguarse y musitar una breve plegaria protectora. Notaba allí la intervención del Diablo, le confesó a Audrey, y ésta tuvo la clara impresión de que esa sospecha no era reciente, ni se debía sólo a lo ocurrido en la sala de terapia.

Descubrieron también manchas rojas en las manos de Daniel, que Audrey tomó en un primer momento por sangre, al igual que los dibujos de la pared. Afortunadamente se trataba de la pintura que Daniel había utilizado para dibujar los símbolos Zener. Encontraron un pincel y una lata medio vacía tirados en un rincón de la sala de terapia, que Daniel había cogido del cobertizo de las herramientas.

La madre superiora acarició con ternura la cabeza del anciano. Estaba sentada en una silla junto a la cama, mientras que Audrey permanecía de pie, reflexionando frenéticamente. Lo que había presenciado demostraba con total certeza que Daniel era telépata. Más aún, demostraba que tenía la capacidad de visión remota, como esos «espías psíquicos» de los que le habló su amigo Michael. Por eso consiguió adivinar las cartas Zener a distancia. Pero a Audrey no le parecía que esa explicación fuera suficiente. Su corazón insistía en que algo mucho más profundo se ocultaba bajo aquel hecho excepcional. Algo mucho más temible a lo que quizá ella misma había abierto la puerta. Puede que la madre superiora tuviera razón, que la mano del Demonio estuviera allí. Audrey no descartaba esa posibilidad. Ella creía en el Demonio igual que creía en Dios, porque estaba convencida de que la existencia de uno implicaba necesariamente la del otro. No había Bien sin Mal, blanco sin negro, luz sin oscuridad. Su formación académica y su mente racional nunca la habían apartado de esa creencia. Al contrario: le permitían distinguir con claridad la frontera entre las enfermedades mentales y las del alma. Daniel se hallaba justo en esa frontera. Audrey aún no estaba dispuesta a admitir que el anciano se hallara poseído, como pensaba la madre superiora. Porque a eso se refería la religiosa cuando hablaba de la intervención del Diablo, aunque se resistiera a decirlo tan claramente. Audrey, en cambio, necesitaba más pruebas. Incluso con sus presentimientos negativos, creía que todo lo ocurrido era aún explicable sin tener que apelar al Maligno. Aunque fuera recurriendo a causas extraordinarias.

– Yo… no… quería… -habló Daniel por fin.

– No te esfuerces, hijo mío -dijo la madre Victoria-. Descansa ahora.

Daniel necesitaba reposo. Audrey asintió con la cabeza al oír la recomendación de la superiora. Pero él siguió hablando.

– Había… muertos. Mu… chos… Muchos… muertos. La tierra… estaba… llena de… muertos. Plumas…

Daniel estaba describiendo otra de sus pesadillas, o quizá una especie de alucinación que tuvo cuando el otro Daniel tomó el control de su mente y de su cuerpo. El modo de expresarse del anciano era más inarticulado de lo habitual, seguramente por causa del sedante. Eso hacía muy difícil entenderle, pero Audrey recordaba que, en una visita anterior, el anciano se había ya referido a una pluma, blanca, grande y ensangrentada.

– ¿Las plumas estaban manchadas de sangre, Daniel?

La monja dirigió a Audrey una mirada reprobadora.

– Daniel tiene que descansar.

– Las plumas eran… blancas… y negras. Alas… blancas… y negras. Sangre. Todos… muertos.

– ¿De qué estás hablando, Daniel? -insistió Audrey.

– «Y comenzó a librarse una batalla en el Paraíso -respondió por él la madre superiora. Su voz resonó de un modo luctuoso en la habitación-. El arcángel Miguel y sus ángeles se dispusieron a combatir a la Bestia, y la Bestia y sus ángeles los atacaron…»

– «… pero la Bestia no era lo suficientemente poderosa, y todos los suyos perdieron su lugar en el Cielo» -terminó Audrey.

Sus padres la habían obligado durante años a leer todos los días fragmentos de los libros sagrados. Luego le hacían preguntas, y el castigo por no acertar en las respuestas era muy severo. Audrey todavía era capaz de recordar una infinidad de esos pasajes.

La chocante nueva pesadilla era un nudo más en la enredada madeja en que se había convertido el caso de Daniel. Todo aquello era muy difícil de asimilar para Audrey. Y había llegado, además, de un modo inesperado. El origen fue una inofensiva petición de ayuda de la madre superiora para un caso de estrés postraumático. Lo único que se salía entonces de lo común era que el paciente fuera retrasado mental. Su primer encuentro con Daniel, en el jardin de la residencia, fue intrascendente. Pero, en el segundo, la situación cambió… Todo empezó a cambiar al aparecer ese otro Daniel y mencionar la estatua de John Harvard. Desde ese momento, nada había vuelto a ser normal. Y lo ocurrido hoy sólo confirmaba que la realidad estaba desquiciándose. Audrey sentía que empezaba a perder el control. No sólo del tratamiento psicológico de su paciente, sino de todo; de ella misma, de su propia racionalidad. Se preguntó ahora si habría tenido en algún momento el menor control sobre lo que estaba ocurriendo con Daniel. No le llevó mucho tiempo contestarse, y la respuesta fue que no. Tenía la sensación, cada vez más fuerte, de que había empezado a girar una rueda de un modo ajeno a su voluntad, y de que ella misma y cuantos rodeaban a Daniel eran meros engranajes de ella. Lo que Audrey ignoraba por completo era adonde los llevaría eso.

– Debo irme -dijo la madre superiora, con resignación-. No puedo descuidar mis obligaciones por más tiempo. ¿Te importaría quedarte tú con él?

– En absoluto.

– Gracias, Audrey. Pero prométeme que hoy no le harás más preguntas.

– Lo prometo.

La religiosa besó la frente de Daniel antes de abandonar la habitación.

– Que Dios te proteja, hijo mío.