"616. Todo es infierno" - читать интересную книгу автора (Zurdo David, Gutiérrez Ángel)Capítulo 10 Audrey ya estaba despierta cuando sonó el teléfono, pero seguía tumbada en la cama. Apenas se había levantado desde su noche de borrachera. El día anterior no fue a trabajar ni se molestó en responder a las llamadas de su secretaria. Era otra vez ella la que llamaba. – Dime, Susan -dijo Audrey, tras descolgar por fin el auricular. – ¡Ya era hora! ¿Dónde te habías metido? Ayer estuve llamándote durante todo el día, a casa y al móvil, y tuve que cancelar todas las visitas de tu agenda. Audrey se restregó los ojos. Le dolían la cabeza y los músculos del vientre. – Dame un respiro, Susan, ¿quieres? Ayer fue un mal día. La secretaria llevaba tres años trabajando con Audrey y aún no le había visto tener un solo día bueno. Uno en el que no acabara al final de la tarde contemplando, triste y meditabunda, la avenida Commonwealth. – Está bien, Audrey. Pero dime una cosa, ¿piensas venir hoy? – Por la mañana, no. Tengo que ver a un paciente. – ¿A uno de la residencia de ancianos? – Sí. – Ésos no dan dinero. Audrey hubiera podido dejar de trabajar aquel mismo día y, con sus ahorros y lo que le dieran por su elegante casa, vivir el resto de su vida sin el menor problema económico. Susan debía ser consciente de ello, pero estaba obsesionada con hacer ganar dinero a Audrey, y no sólo porque de ello dependiera su empleo. – Esos ancianos no dan dinero, es verdad… -reconoció Audrey-. Intenta pasar para otros días mis citas de hoy por la mañana y de ayer, ¿de acuerdo? – Tú mandas. – Gracias. Audrey estaba a punto de colgar el teléfono cuando Susan preguntó: – ¡Audrey! ¿Sigues ahí? – Sí. – Se me olvidaba decirte que ha llamado un tal Joseph Nolan, preguntando por ti. – ¿Joseph Nolan? Esto era una sorpresa para Audrey. – Dijo que os habíais conocido en la residencia de ancianos. Por lo visto, consiguió tu número de la madre superiora, y quería saber si podía hablar contigo. – ¿Para qué? – Ni idea. No quiso dejar ningún recado, pero yo que tú indagaría. ¡Tiene una voz sexy! ¿Es guapo? Los hombres eran otra de las fijaciones de Susan. La lista de sus novios era tan extensa como el listín telefónico de la ciudad de Boston. Continuamente andaba pretendiendo buscarle pareja a Audrey, que no estaba interesada en el asunto. Ya se lo había hecho saber muchas veces, pero Susan no desistía con facilidad. – Hablamos luego, Susan. Audrey no estaba de humor para conversaciones intrascendentes. Colgó el teléfono. Quería volver a tumbarse en la cama durante un rato más, pero venció la tentación y se incorporó. Tenía cosas urgentes que hacer. En ocasiones, la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad parecía una especie de roca. Al menos, ésa era la impresión de Audrey. Nada cambiaba en la residencia, o los cambios eran tan leves que resultaba casi imposible detectarlos. El tiempo pasaba despacio en aquel lugar. Audrey estaba segura de que, si pudiera viajar dos mil años hacia el futuro, encontraría el descuidado edificio de ladrillo exactamente igual a como lo veía en este momento. Era como las pirámides. Eterno. Pero no por ser capaz de sobrevivir al tiempo, sino por poder seguir estando perpetuamente muerto. Audrey no fue a la habitación de Daniel esta vez. Pensó que el anciano estaría disfrutando del soleado día en el jardín trasero, y acertó. Estaba sentado en el mismo banco en donde lo encontró cuando se conocieron. Al verla, el viejo sonrió con su habitual expresión bobalicona. – Tienes… mala… cara, Audrey. – Sí, lo sé. ¿Puedo sentarme? – Claro. Permanecieron uno junto al otro, sin hablarse. Los dos con el rostro hacia delante, viendo pasear por la hierba a los otros ancianos residentes, que las monjas llevaban de la mano. – ¿Hice algo… malo, el otro día? Audrey se volvió hacia Daniel, sorprendida. El siguió con la mirada puesta en el mismo sitio. – No, claro que no. ¿Por qué dices eso? – Él… estaba… con… tentó. – ¿Ese que habla contigo estaba contento? – Sí. Yo no sé… qué te dije…, pero él me dijo que… lo había hecho… muy bien, que te había… asustado. Audrey sintió un escalofrío. No era la primera vez que le ocurría estando con Daniel. – Se supone que nunca recuerdas lo que te dice esa voz. Daniel se encogió de hombros y respondió: – Él quiso que me… acordara… de eso. Otra vez, Audrey detectó miedo en Daniel. En un paciente normal, ella tendría claro cuál era el siguiente paso en la evaluación psicológica y el tratamiento. Pero el viejo jardinero no era un paciente normal. Ni tampoco era común lo que había ocurrido en la última sesión. Audrey no podía apartar de sus pensamientos esa mención de Daniel a cuatro mentiras. ¿Habría sido una inimaginable casualidad? Y, en el caso de que no fuera así, ¿cómo podría entonces explicar aquello? Éstas eran las preguntas a las que se había propuesto encontrar una respuesta. Desde que consiguió levantarse de la cama, no había parado de reflexionar sobre el mejor modo de conseguirlo. Le parecía obvio que para ello necesitaba poner al descubierto a esa otra personalidad de Daniel -tan enigmática-, que, en efecto, había conseguido asustarla. Y mucho. La hipnosis era una opción, aunque se trataba de una técnica ya algo anticuada. Además, dadas las características mentales de Daniel, podría ser difícil utilizarla con él. Existía, sin embargo, un método relativamente nuevo, aún casi experimental, conocido por EMDR. El EMDR era llamado así por las siglas de – ¿Quieres jugar a un juego, Daniel? Audrey no mostró la menor alegría al decir esto, pero el anciano respondió de todos modos con entusiasmo: – ¡Sí! Hacía tiempo que Audrey no entraba en la sala que la madre superiora había acondicionado para servir de consultorio. La encontró deprimente, como de costumbre, con sus muebles baratos y sus paredes llenas de manchas de humedad. Pero Audrey creyó que era mejor poner allí en práctica el método EMDR. En el jardín habría demasiadas distracciones para Daniel y, sobre todo, demasiadas miradas curiosas. – Siéntate, Daniel. Ella se sentó a su vez en la otra única silla que había en la habitación. Ambos quedaron separados por una pequeña mesa de colegio que, junto con las dos sillas, constituía todo el mobiliario de la sala. Entre Daniel y Audrey quedó también la rosa de él, de la que nunca se separaba desde el incendio y que había colocado ahora sobre sus piernas. – Este juego es muy divertido y muy simple -dijo Audrey mientras sacaba un bolígrafo del bolsillo interior de su chaqueta-. Sólo tienes que seguir con los ojos este bolígrafo e ir respondiendo a las preguntas que yo te haga. ¿De acuerdo, Daniel? – Eso no parece… divertido. – Lo es, créeme. ¿Estás listo? – Bueno. Audrey colocó su bolígrafo frente a los ojos de Daniel, y después empezó a moverlo de un lado a otro; primero despacio, y luego cada vez más rápidamente. – Habíame de tus pesadillas. Porque sigues teniendo pesadillas, ¿verdad? -Audrey lo sabía por la madre supe-riora. Daniel dejó de seguir el bolígrafo con la mirada, que posó sobre la planta de su regazo. – No pierdas de vista el bolígrafo. Las pesadillas, Daniel. Habíame de ellas. – Esto no es… divertido. Audrey tiró con rabia el bolígrafo sobre la minúscula mesa. Hoy no tenía paciencia para nada. Y la poca que aún le quedaba fue consumida por lo que ocurrió justo en ese momento. La luz de la bombilla desnuda que colgaba del techo vaciló hasta extinguirse por completo. En la oscuridad en que la sala quedó sumida, Audrey gritó con exasperación: – ¡Maldita bombilla! El problema no era la bombilla, sino la instalación eléctrica. El día menos pensado saldría todo ardiendo, como el convento en el que Daniel estuvo a punto de morir. La luz regresó. Aunque precedida por breves ráfagas de iluminación y oscuridad alternas. Así estaba mejor, se dijo Audrey, que vio cómo Daniel la observaba con cierta cautela. – Siento haber gritado, Daniel. Hoy no tengo un buen día. ¿Te parece bien si lo intentamos de otro modo? -Él asintió-. Muy bien. Voy a golpearme en los muslos con las manos. Y quiero que tú hagas lo mismo usando, cada vez, la mano contraria a la mía. ¿Me entiendes? Por la expresión de Daniel, estaba claro que no había entendido nada. Audrey suspiró de nuevo. Le quedara o no paciencia, tendría que sacarla de algún sitio, o perdería al anciano quizá para siempre. – No… entiendo -confirmó Daniel. Audrey apartó la mesa y movió su silla para colocarse justo enfrente de él. – No te preocupes. Vamos a hacer una prueba. Yo me golpeo con la mano derecha En vez de contestar, Daniel se golpeó también el muslo. Lo hizo con la mano correcta, la izquierda, aunque Audrey le dio una pequeña ayuda al negar con la cabeza cuando Daniel iba a hacerlo con la otra. Ella siguió hablando: – Ahora yo golpeo con mi izquierda – ¿Mi… derecha? – ¡Eso es! Y empezamos de nuevo. Derecha – Esto es… divertido. – ¿No te lo había dicho? Un poco más rápido… Muy bien. Y ahora vamos a complicar el juego. Tienes que contestarme sin parar de golpearte en los muslos, ¿de acuerdo? – Cuéntame tu última pesadilla. Transcurrió un minuto completo antes de que Daniel respondiera: – Había… una mon… taña. Yo no quería ir… hacia allí, pero él me… obligó. Encontré… una… pluma. Era muy… grande y… blanca. Tenía… sangre. – Habíame de la montaña, Daniel. ¿Qué había en ella? – ¿Daniel? -insistió Audrey. – Al… mas. Almas de… ino… centes. Caían… al fuego. – ¿Qué había en el fuego, Daniel? ¿Quién estaba allí? Los golpes en los muslos se detuvieron. De nuevo vaciló la luz de la bombilla del techo, antes de que una completa negrura los envolviera por segunda vez. – ¡Y se hizo la oscuridad! ¿Tienes miedo a la oscuridad, Audrey?… ¡BUUU! Audrey sintió un aliento cálido a escasos centímetros de su propia boca. El susto le hizo echarse con violencia hacia atrás. A punto estuvo de caerse de la silla, de espaldas. La luz se encendió durante un segundo, para volver a apagarse. Le dio tiempo a ver que Daniel la miraba fijamente, con una sonrisa maligna en los labios. Sólo que aquel ya no era Daniel… – ¡Tú! – Eres muy curiosa, Audrey. Y ya sabes lo que dicen: la curiosidad mató al gato. Otra vez, Audrey era testigo de esa transformación radical de Daniel, que le hacía a éste capaz de expresarse sin vacilaciones y de un modo demasiado elaborado para él. Resultaba sobrecogedor. Y más entonces, a oscuras. Audrey trató de recomponerse y vencer el impulso de salir de la habitación porque, si lo hacía, quizá perdiera el enlace. Pero no le resultó fácil resistir la idea de marcharse. Aquel otro Daniel le daba miedo. Racionalmente se decía que eso resultaba absurdo, que Daniel no era más que un hombre cuya mente estaba enferma y que ese otro ser no era más que algo creado por el anciano para conseguir superar una realidad que temía o detestaba. Pero no era eso lo que ella sentía. Y a Audrey nunca le habían fallado sus intuiciones. Adivinó que Zach ocultaba algo esa noche terrible de Harvard, cuando aquel pobre guardia murió entre llamas, gritando de pánico y dolor. Audrey presentía ahora algo que era incapaz de racionalizar en pensamientos, pero que le causaba tanto vértigo como mirar a una sima sin fondo. – No me das miedo -dijo Audrey. Su voz era firme, a pesar de las dudas. – Sí que te lo doy. Pero sabes que no debes mostrarte frágil. Eres una chica lista, Audrey. Eso es lo que más me gusta de ti. Las dos últimas frases encendieron una luz roja en el fondo de la memoria de Audrey, aunque no acertaba a saber por qué. Cuando ella habló de nuevo, se mostró menos firme de lo que hubiera deseado: – Daniel no te necesita. Esto iba a dirigido al Daniel que se escondía tras aquella otra personalidad. Audrey deseaba hacer creer al verdadero Daniel que no le hacían falta máscaras, que con su ayuda podía superar lo que quiera que fuese. Regresaba a su labor de psiquiatra, olvidando qué la había traído hoy a aquí. – Daniel no me necesita, es verdad. Pero tú sí. – ¿Y para qué podría necesitarte yo? – Para descubrir la verdad, por supuesto. ¿Hay algo más importante que la verdad? No. Por eso VERITAS es el lema de Harvard. – ¡Qué sabrás tú de Harvard! Audrey dijo esto con furia. Sentía deseos de lanzarse sobre su interlocutor y hacerle daño. Ésa era la expresión: «hacerle daño». No le parecía bastante abofetearle simplemente, o algo similar. En la oscuridad en la que no podía ver al Daniel ingenuo e inocente, resultaba fácil imaginarse al ser despreciable dueño de esa voz. Y odiarle. – ¿Qué sé yo de Harvard?… Todo, Audrey. Lo sé todo. Los remordimientos son algo terrible, ¿verdad? -Hizo una breve pausa en la que se escuchó una casi imperceptible pero malévola risilla-. ¿Sabes que tenía dos hijas? Audrey dejó de respirar. Y creyó que no conseguiría empezar de nuevo a hacerlo. – ¿De quién… estás… hablando? Sus palabras vacilaron, como solía a ocurrirle a Daniel. La respuesta a su pregunta sólo podía ser una, pero quería oírla. Lo necesitaba, para que ya no le cupieran dudas de que estaba ocurriendo algo insólito. – Hablo del guardia al que prendisteis fuego en el Harvard Hall, claro está. Se llamaba Abraham, por si quieres saberlo. A sus hijas no les dejaron ver el cadáver. No querían que dos niñas virginales tuvieran aquella horrenda visión como última imagen de su querido papá. Qué atentos, ¿no te parece? La luz regresó. Audrey dio un salto en la silla cuando lo hizo. Su corazón latía tan deprisa que el pecho comenzaba a resentirse. Notaba las venas del cuello hinchadas y palpitantes. – ¿Ya… no… jugamos? -preguntó Daniel. El verdadero. – No, Daniel. Creo que el juego se ha acabado por hoy. Audrey estaba en su despacho. Se le había pasado por la cabeza tomarse un Jack Daniel's -también allí guardaba una botella-, pero no lo hizo. Había aprendido la lección de la otra noche. Llevaba sentada en su butaca más de dos horas. Pensando. Se incorporó y pulsó el botón del intercomunicador. – ¿Sí? – Toma nota, Susan. – Antes, te recuerdo que tienes una cita a las tres, con la señora Steiner. Sin prestar atención al tono mordaz de su secretaria, Audrey continuó: – Busca el número del Departamento de Física de Harvard, y ponte en contacto con el profesor McGale, Michael W. McGale. Haz todo lo posible para concertarme una cita con él cuanto antes. Para hoy mismo, si es posible. – Pero, Audrey… – ¡Haz lo que te he dicho! – Bien. Profesor Michael W. McGale del Departamento de Física de Harvard. Para hoy mismo, si es posible. ¿Algo más? Susan estaba dolida y Audrey se dio cuenta de ello. – No. |
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