"616. Todo es infierno" - читать интересную книгу автора (Zurdo David, Gutiérrez Ángel)

Capítulo 9

Padua, Italia

Nunca antes una sensación tan apabullante de soledad había inundado el pecho de Albert Cloister como la que sentía frente a los gruesos muros del monasterio de Santa Justina, construido hacía más de mil años. Un milenio disuelto en el torrente inexorable del tiempo. Una infinidad de cosas que se habían ido mientras aquellas piedras labradas permanecían, íntegras y en su sitio. El frío, el calor, la lluvia, la nieve, todo fue y se marchó. Una mano invisible oprimía el corazón del sacerdote, yun vértigo extraño de vaciedad se había instalado dentro de su ser. Estaba tranquilo, con la tranquilidad que precede a menudo a las convulsiones y a los más cruciales acontecimientos.

– Pase, por favor, padre -saludó la voz casi inaudible de un exiguo monje que había salido a recibir a Albert.

El día era espléndido, aunque hacía mucho frío. El aire del interior del monasterio era gélido y húmedo. Después de caminar por un corredor en penumbra, los dos hombres salieron al claustro de columnas góticas, reformado sobre el original románico. A Albert Cloister siempre le había seducido más el estilo románico que el gótico, al revés que a casi todo el mundo. La pesadez de la piedra en bloque compacto, la magnitud de las construcciones, la apariencia de solidez sobria y recta, pura, le hacían preferir los edificios románicos en contraposición con la elevación espigada y estudiadamente hermosa de los góticos. El románico era más noble, más auténtico.

– Fray Giulio lo recibirá en su celda. Hace meses que está postrado en cama. Espero que no le moleste la oscuridad. Sus ojos no toleran la luz. Su enfermedad… Hágase cargo, el mes pasado cumplió ciento diez años.

– ¡Ciento diez! -exclamó Albert en un vehemente susurro que, aun así, retumbó entre los muros de la galería por la que ahora caminaban.

– El Señor ha querido que esté con nosotros todo ese tiempo para inspirarnos y aumentar nuestra fe. Para mí es un santo en vida. Los médicos han dicho que puede morir ya en cualquier momento. El pobre sufre tanto… Aquí es.

El pequeño monje golpeó con los nudillos la puerta de madera de la celda. No esperó respuesta, sino que abrió enseguida y elevó cuanto pudo su vocecilla para anunciar la llegada del jesuita.

– Le traigo al padre que viene de Roma y que es amigo del cardenal Ignatius Franzik.

– Lo estaba esperando. Siéntese por favor.

En la oscuridad sólo rota por la luz que entraba desde la puerta abierta, Albert pudo ver un rostro venerable, enjuto y alargado, lleno de arrugas. El pelo era vaporoso, como una seda de albura incomparable. El anciano monje alzó una mano temblorosa y la giró señalando hacia la única silla que había en la celda, junto a su lecho.

– Gracias, fray Giulio -dijo Cloister-. Espero no importunarle.

– No lo haces, hijo mío. Tu alma está afligida y deseas hacerme preguntas. Espero tener yo las respuestas. Y que esas respuestas sirvan para apaciguar tu espíritu.

Mientras Albert se acomodaba en la silla, el otro monje, el que lo había acompañado, se retiró cerrando la puerta tras de sí. La celda quedó en total oscuridad. Aunque, al poco tiempo, el jesuíta se dio cuenta de que un único rayo de luz penetraba el interior por una rendija en el óculo de la pared que daba afuera.

– El buen Ignatius me ha contado lo que aflige tu alma. La visión de un ser maligno en el fuego, y también las experiencias que has investigado de personas con visiones de un más allá diabólico. Y la frase que se te ha presentado ya en varias ocasiones: «Todo es Infierno». Estás preocupado. Tienes recelo y se despiertan tus dudas. Quieres saber qué significa todo esto, y qué tienes tú que ver en ello.

La voz del anciano sonaba profunda y dulce a la vez. No parecía haber en ella un ápice de miedo a la muerte que, tan próxima, aguardaba a su dueño.

– Confieso que estoy bastante confundido. Muy confundido.

– Es natural que lo estés. Ignatius me ha hablado muy bien de ti. Dice que eres un joven honesto, aplicado, trabajador. Tu fe es sólida aunque eres hombre de ciencia. Quizá el Maligno te haya elegido para crear confusión precisamente por eso. Él ataca a los más fieles a Dios Nuestro Señor. A los que mejor le sirven. A esos, el Demonio los odia con mayor intensidad. No los soporta. Es un misterio por qué el Todopoderoso permite a Satanás obrar en el mundo. Los teólogos no alcanzan a explicárselo. Debe de ser parte de un plan cuyos motivos y objeto no comprendemos. Son los renglones torcidos de una escritura siempre recta.

– Pero mi visión, la frase, los huesos rotos de…

– Todo ello es turbador, lo reconozco. Sin embargo, el bien es superior al mal. Este Valle de Lágrimas es como un infierno que todos hemos de superar antes de llegar a la Gloria. Yo creo que es como el colegio para los niños. Dios quiere que sepamos qué es el dolor para comprender el placer, la alegría y la felicidad. Al igual que un padre deja a su hijo equivocarse y tropezar, no porque no lo quiera, sino precisamente porque lo quiere. Lo deja libre y permite que aprenda por sí mismo.

Albert levantó la mirada sin ver en la negrura. Sus ojos estaban trémulos y humedecidos al recordar otros ojos que lo miraron hacía pocos días.

– Fray Giulio, el mal se encontró conmigo. Emergió del fuego. Me buscó. Yo me he inmiscuido en sus planes, investigando los casos de experiencias cercanas a la muerte, y ahora soy parte de… ¡Estoy dentro de mi propia investigación!

– Un rostro emergió del fuego, unos ojos, una mirada. Ha sucedido otras veces. -El anciano pronunció estas palabras como si salieran del fondo de su alma-. Conozco ese rostro y esos ojos. Yo también los vi hace mucho tiempo. Igual que a ti, esa entidad me buscó y me halló.

Un largo suspiro del anciano siguió al asentimiento casi ahogado de Albert. Luego continuó:

– La batalla es dura y difícil. Tú perteneces al ejército de Nuestro Señor. No flaquees. Sé valiente. En mi juventud, yo mismo fui tentado por un ser que sólo puedo imaginar como el Demonio. Por eso Ignatius te ha enviado a, mí. Él conoce la historia. Todo este tiempo he estado esperando a quien pudiera compartir mi aflicción. Ahora sé que esa persona eres tú… Ocurrió en 1922. Yo tenía entonces veintisiete años y acababa de ser destinado como párroco a un pueblecito de Sicilia llamado Canneto di Caronia.

– ¿Canneto di Caronia? -exclamó Albert.

– Sí, sí. ¿Por qué te sorprende, muchacho? ¿Lo conoces?

– Ha sido un pueblo investigado hace un año por un caso paranormal de combustiones espontáneas. Casas que ardían solas, explosiones sin motivo, fuegos que surgían de la nada. Al parecer, algo relacionado con la práctica de la ouija.

– Hummm… Lo que yo presencié allí, al poco de llegar a la parroquia, también guarda relación con el fuego y las llamas, pero no espontáneas. Provocadas. Un crimen terrible de unas niñas. Ellas no fueron las víctimas, sino las asesinas. Algo casi imposible de creer en unas criaturas de seis años. Eran seis también, todas hijas de padres descreídos, que no frecuentaban la iglesia más que la taberna. Gentes de mal vivir, con bajos sentimientos, que habíandejado crecer a las niñas en la amoralidad, como bestias del campo. Ninguna de las seis niñas iba a la escuela. La pobreza, pero sobre todo la negligencia de ios progenitores, las había hecho desnutridas. Siempre estaban sucias y despeinadas. Pero nadie hubiera pensado jamás que pudieran cometer un acto tan atroz que incluso quedó borrado de la memoria con los años. Sólo unos pocos sabíamos la verdad, y todos los que pudimos, consentimos en no hablar del hecho jamás. Hasta hoy, en lo que a mí respecta. De los demás no puedo responder. Aunque algo me dice que todos se llevaron el secreto a la tumba, ya que los que lo sabían murieron en pocas semanas.

La expectación del padre Cloister iba en aumento. Aún no sabía el curso que tomaría la historia, ni qué tenía que ver con su caso. Pero estaba seguro de que tendría que ver mucho. Quizá demasiado. El vello de la nuca se le erizó mientras el anciano continuaba.

– Una de las niñas, la cabecilla, pertenecía a una familia a la que tachaban de maldita. Veinte años antes, en un pueblo cercano, llamado Torremuzza, las gentes mataron a un abuelo suyo, su esposa y varios de sus hijos. Cavaron una gran fosa común y enterraron en ella sus cuerpos, junto con los restos de varios animales que les pertenecían, y una gran cantidad de azufre. El niño más pequeño tenía sólo cuatro años… Pero esa familia atemorizaba a las gentes de la región. Después de que dos de los hijos violaran y asesinaran a una joven del pueblo, a la que descuartizaron tras ahorcarla en un árbol, los habitantes, entre los que se incluía el párroco, decidieron tomarse la justicia por su mano y mataron a los miembros de la familia. Acabaron con ellos como perros, sin juicio ni defensa. El mal había penetrado en los corazones de todos. El dolor se pagó con dolor. El mal se tapó con sangre, tierra y azufre. Esto último fue idea del sacerdote. En tiempos, el azufre fue usado por la Inquisición para espolvorear las ropas de los condenados por ella antes de quemarlos. Desde siempre se ha asociado el Infierno con este elemento químico y sus emanaciones desde las profundidades de la tierra. El odio alcanzó las más elevadas cotas imaginables. Cuando el mal es verdaderamente profundo y real, los seres humanos vuelven a sus orígenes primitivos. Aflora el cazador sediento de sangre, la criatura inmisericorde, el temible depredador. En aquella región de Sicilia, el mal había arraigado con raíces de roble y vigor de hiedra. Estaba entremetido por las rendijas más pequeñas. Llegaba a los sitios más recónditos.

»En cuanto al crimen de las niñas, el silencio imperó. Y el olvido. Quienes nunca llegaron a comprender, también quisieron olvidar. El dolor terrible, que hiere lacerante, no se puede soportar mucho tiempo. Para el pueblo, doce niños habían muerto en un desgraciado incendio. Cómo pudieron llegar las seis niñas y otros seis bebés varones a estar solos en un pajar, quedó como un misterio. Pero yo sí sé lo que pasó. Las seis niñas llevaron a los bebés al pajar y los asfixiaron. Luego prendieron fuego al sitio. El alcalde, el coadjutor de la parroquia, dos hombres del campo y yo mismo, llegamos antes del desenlace. Vimos a las niñas riéndose y dando saltos, con los rostros… No sé cómo definir las expresiones de esas caritas mientras contemplaban su macabro crimen. Para mí, aquello era obra de Satanás. De algún modo las había poseído. Pero los endemoniados no pierden del todo su voluntad, así es que mi ánimo se perturbó hasta lo indecible. Entre todos tratamos de agarrarlas. Uno de los rudos labriegos se derrumbó de la impresión como un fardo. Los demás reaccionamos, aunque no lo bastante rápido para evitar el incendio. Lo provocó una de las niñas, con una botella de gasolina. Las llamas crecieron y se fueron extendiendo. Nosotros corríamos para sacar a las chiquillas. Lo intentamos todo, pero en vano. Las seis murieron junto a los cadáveres de los recién nacidos. El labriego que se desmayó pereció esa misma noche por la impresión. El alcalde se quemó medio cuerpo mientras luchaba para salvar a las niñas, y no vivió más que unos días. El otro labriego falleció dos meses después sin que nadie supiera por qué. Su mujer lo encontró en la cama con los ojos abiertos como platos y los dedos de las manos crispados. Mi coadjutor, un hombre bueno y noble, se ahorcó un poco después. Yo también me quemé las manos y el rostro. La niña de la botella me roció con gasolina cuando ella misma estaba envuelta en llamas. Pero, a diferencia de ellos, mi vida ha sido larga. Quizá sea un castigo o una maldición. Entre las llamas que consumían mi rostro vi, como en un espejo, otro rostro. Su serenidad era infinita. Me pareció incluso triste o melancólico. Me miró, y yo supe que era el mal personificado. No se burló de mí, ni hizo nada. Sólo se mantuvo un instante y luego desapareció. Aquella mirada nunca la he olvidado ni la olvidaré. Cuando cierro los ojos, la veo frente a mí. En la negrura, siempre está presente.

– Todo lo que acaba de contarme es terrible. Y ese rostro que usted describe… Así hubiera definido el que yo mismo vi. Era sereno y sobrecogedor. Pero ¿adonde conduce esto? ¿Qué significa?

El anciano agitó la cabeza sobre su almohada. Sus brazos caían, lánguidos, sobre la áspera colcha de lana tosca. En una de sus manos aferraba una cruz de plata. Aquella visita iba más allá de la de un joven enfrentado por primera vez a los poderes oscuros. Su alma necesitaba apoyo, ser confortada, guiada con consejos. En su larga vida, fray Giulio nunca pensó que, de un modo tan poco ruidoso, sin convulsiones ni revoluciones, llegaría hasta él quien cerrara su círculo. Quien comprendiera su visión porque él mismo la hubiera tenido. ¿Qué podía significar? ¿Adonde podía conducir? Lo ignoraba. La fortaleza que en sus muchos años demostró frente a todas las situaciones, incluso frente a dos guerras mundiales, ahora estaba quebrada, hecha añicos como un frágil cristal. Y más aún desde que la madre Teresa de Calcuta y el mismo papa Juan Pablo II murieran… Pero de eso no pensaba! hablarle al joven sacerdote. No podía pensar en ello. No quería pensar en ello. Sus últimos momentos se tornaban amargos, de una amargura que empezaba a extenderse por su interior como un veneno. Sólo por pura heroicidad logró reponerse para contestar a Albert con una mentira piadosa que era más para conjurar los propios fantasmas que para apaciguar al jesuíta. La mentira era mejor que la verdad cuando la verdad no puede hacerle a uno libre.

– Esa entidad maléfica pretende desviarte de tu recto camino y de tu labor. Pero no dejes que infunda el mal en ti. Debes mantenerte firme, con voluntad y resolución. Confía siempre en Dios. Él es la luz que nos ilumina en el camino tenebroso, aunque no comprendamos sus acciones. Confía en Dios, en Dios Nuestro Señor, y él abrirá tu mente.

Aquellas palabras no sonaron tan convincentes como lo habrían sido de haberse pronunciado con auténtica convicción. Ni siquiera tenían un sentido pleno. Y la última frase, en la que el viejo monje le exhortaba a poner su confianza en el Todopoderoso, le recordaba demasiado a sus propias palabras en más de una ocasión, cuando las respuestas no llegaban, cuando no había respuestas claras que dar a una persona anhelante.

– Necesito saber la verdad -masculló Albert, y luego repitió la misma frase en voz alta.

– Ahora debes volver a Roma. Estoy cansado. Dile a Ignatius que le tengo presente en mis oraciones, y que él rece también por mí. Lo necesitaré muy pronto.

Fray Giulio reflexionó durante unos segundos. Desde el primer momento había dudado sobre si Cloister debía o no llegar hasta el final. Sentía miedo por él, a la vez que compasión. Pero las palabras del joven jesuita le convencieron por fin de que debía tener conocimiento de todos los datos, y volvió a pensar lo mismo que antes de conocerlo, cuando el cardenal Franzik le contó su caso: tenía derecho, y casi obligación como sacerdote, a buscar la verdad.

– Cuando regreses a Roma, dile a monseñor Franzik que te muestre el códice que se custodia en el Archivo Secreto.

– ¿Un códice? -inquirió Albert, extrañado.

– Sí. Un códice antiguo cuya procedencia se ignora. Espero que te sirva de algo en este camino espinoso que has de recorrer. El mismo Juan Pablo II transitó por él, al menos en los últimos momentos de su vida -el anciano reconsideró contarle todo, y lo hizo-: El también tuvo una visión del más allá y, como muchos otros, esa visión no fue feliz.

– ¿El Papa?

– Él también compartió nuestro desasosiego. Sabía de tus investigaciones a través del buen Ignatius. Nunca las tomó demasiado en serio hasta el final…

– ¿Qué fue lo que vio Su Santidad?

– Sólo dijo una frase, articulada en un susurro. Una frase que yo no voy a pronunciar.

Cloister supo al instante cuál debió de ser esa frase, y sintió un repentino escalofrío. Quiso hablar de nuevo, pero fray Giulio se lo impidió. Su voz sonó ahora más profunda y pausada, como si arrastrara cada sílaba:

– La santa madre Teresa estuvo también en ese lugar terrible. Justo antes de expirar, el arzobispo de Calcuta le practicó en persona un exorcismo. Creía que el demonio se había apoderado de su cuerpo. Pero lo que sucedió fue bien distinto… Ahora déjame, hijo mío. Vuelve a Roma. Vete, por favor, déjame solo. Iluso de mí. Quise confortarte y este encuentro ha aumentado mi propio desasosiego. No puedo decirte ya nada más y debo preparar mi alma para los últimos momentos de vida de mi cuerpo. En verdad no sé qué más decirte. Ya no sé nada, ni siquiera lo que sé y lo que no sé. Ojalá en el otro mundo mis dudas se disipen. Tú aún tienes tiempo de resolver las tuyas, si es que Dios lo quiere. Regresa a Roma, y que la Providencia te guíe.

Las palabras finales del monje sonaron categóricas. Albert se levantó de la silla, turbado, y tomó su mano enjuta. La piel sobre ella era como un pergamino seco. La apretó suavemente y, sin decir nada, se dio la vuelta y salió de la habitación. Era su despedida. Ahogó el llanto, pero no pudo hablar. El pobre anciano moribundo le había hecho internarse más y más hacia el centro de la espiral que lo absorbía como un remolino en el mar. Era un hombre bueno y un sabio. Pero no dio sentido a lo que el jesuita acumulaba dentro de sí. Al contrario: la mención a Juan Pablo II, a la madre Teresa y su propia visión en Sicilia, siendo joven, le infundían aún mayores miedos y dudas. Era como si le hubiera estado esperando para tenderle un puente hacia la comprensión -hacia la clave que necesitaba- de una realidad que seguía oculta. Oculta, pero quizá a la vista de los ojos de su espíritu y de su mente.

Recordó entonces un poema que, al leerlo por primera y única vez siendo un adolescente, le sobrecogió de tal modo que nunca pudo olvidarlo, aunque no podía recordar quién era su autor o su título, ni el libro que lo citaba entre sus páginas. El poema, no obstante, se había grabado a fuego dentro de él.

La noche es luminosa cuando se compara con un alma oscura.

El cielo sin estrellas y sin luna parece claro. Qué densa es la tristeza de la negrura. Qué grávida y atroz.

¿Qué es la felicidad? Una realidad y una ilusión. Para algunos, existe. Para otros es quimera. Y locura.

Y espejismo.

Una lágrima no abre una verja. No rompe un candado. Se conmueven los corazones. Sí. Pero no lo suficiente. Qué pálido es el héroe. Qué falso cuando sólo puede arrojarse a la batalla. La felicidad, a veces, no es ni siquiera un anhelo.