"616. Todo es infierno" - читать интересную книгу автора (Zurdo David, Gutiérrez Ángel)

Capítulo 2

España, cinco años atrás.

Los mares de cereal desplegaban su áureo manto sobre las tierras monótonas y pobres de la provincia de Ávila. El Seat Toledo de color negro aminoró la marcha al pasar frente al cementerio de un pueblecito castellano, Horcajo de las Torres. Estaba en un terreno algo apartado del pueblo propiamente dicho. Lo circundaba una tapia blanqueada con cal, sólo abierta en una amplia puerta protegida por una verja de hierro.

El automóvil siguió avanzando hasta el pueblo y se detuvo en la plaza de la iglesia. Una vez allí, el conductor, elegantemente ataviado de uniforme, descendió del vehículo y abrió la puerta trasera a sus ocupantes, un grueso obispo y un sacerdote joven. Ambos bajaron del coche con paso quedo. El viaje desde Madrid no superaba la hora y media, pero la salud del obispo estaba muy deteriorada por la edad y la acumulación de grasa. Algo mareado, dio un mal paso al salir del coche, y el chófer tuvo que tenderle la mano para evitar que cayera sobre el empedrado de la plaza.

– Antonio, por favor -dijo el obispo-, ve a un bar y compra unos refrescos. Este calor es insoportable…

El obispo sudaba copiosamente. Se descubrió y se frotó la brillante calva con la palma de la mano. El otro sacerdote, de piel clara y ojos azules, le miró con gesto de leal condescendencia.

Enseguida volvió el conductor trayendo consigo unos botellines fríos. La chica del bar salió a ver qué personaje importante había llegado al pueblo. También se asomaron para curiosear los vejetes que a esa hora de la tarde echaban su partida de dominó. Vieron cómo el obispo y el sacerdote se encaminaban a la iglesia. Ahora comprendieron, pues lo habían oído en la última misa: eran los enviados de la Santa Sede para el proceso de canonización de don Higinio, quien fuera párroco de Horcajo de las Torres hasta su muerte, en los comienzos de la Guerra Civil española. El obispo era, sin duda, el clérigo encargado de hacer las últimas investigaciones para demostrar si la santidad de un hombre o una mujer era merecida.

Las gentes del pueblo se confundían en parte: el obispo era un acompañante impuesto por la Iglesia española. El enviado de la Congregación para las Causas de los Santos era el cura más joven, un jesuíta norteamericano que servía en Roma, llamado Albert Cloister. Su misión era exhumar los restos de don Higinio, beato desde hacía ya algunos años y con fama de santidad en toda la región. Su bondad, su alma pura, le hizo precisamente más proclive a los ataques del Maligno. Una intensa lucha interior lo llevó a la victoria con la ayuda de Dios, pero no pudo librarse de padecer estigmas en las palmas de sus manos.

La Iglesia considera a los estigmatizados como receptores de un don divino. Poco después de su fallecimiento, una anciana se encomendó a él para que salvara a su nieta, una niña de ocho años víctima de una enfermedad ósea, entonces incurable, que amenazaba con condenarla a una decrepitud prematura y a la muerte. La niña sanó sin que los médicos que la trataban pudieran dar una explicación científica satisfactoria. Cinco años después, el caso se había repetido en la persona de un hombre fervoroso que, siendo un muchacho, quedó paralítico al caer por un barranco. Desde que le ocurrió, rogaba cada día a don Higinio, sin excepción, que intercediera por él ante el Señor para que le librara de sus lesiones. El milagro tardó en producirse diez años, diez años exactamente. En el décimo aniversario de su caída, el hombre recuperó la capacidad de caminar cuando los doctores habían asegurado que tenía seccionada la médula ósea y ya nunca volvería a levantarse de su postración.

La parroquia de Horcajo, consagrada a san Julián y a santa Basilisa, estaba ahora regida por un severo y reaccionario sacerdote castellano, tan viejo como los muros de la iglesia. Hasta hacía unos meses tuvo como coadjutor a un jovenzuelo de Madrid que murió de una leucemia, y aún no había recibido un sustituto. Y quizá no lo recibiese, por lo pequeño del pueblo y la escasez de vocaciones en esos años de libertinaje y de internet. La Red Global era uno de los blancos favoritos de sus iras. «Ahí está el mal -decía-, la perversión que inunda el mundo.» También el curón pensaba a menudo en los cantantes modernos, e imaginaba a la «juventud» de las ciudades como manadas de pichones alocados y con el pelo largo, borrachos y drogadictos, seguidos por chiquillas vestidas con ropas provocativas y aire alelado. Se lamentaba de que ya no hubiera autoridad para frenar aquel despropósito…

– Cuánto me alegro de verle, monseñor -saludó el párroco al obispo-. Y también a usted, padre Cloistre. ¿Han tenido buen viaje?

– Un poco pesado y caluroso -contestó el obispo tendiendo su anillo al sacerdote, que flexionó su pierna derecha y lo besó mientras hacía la reverencia preceptiva.

Al padre Cloister, el cura le dio la mano con cierto recelo, el que sentía por todo lo foráneo. Además, le parecía demasiado joven para una tarea de tanta responsabilidad.

– Pongámonos manos a la obra cuanto antes, se lo ruego -dijo el jesuíta-. Debo estar de regreso en Roma para asistir mañana temprano a una recepción del Santo Padre.

La mención al Papa hizo abrir la boca al viejo párroco, que pronunció un leve «¡Oh!», al tiempo que echaba su cuerpo hacia atrás. Recobrado de su candida expresión de admiración, asintió y dijo:

– Por supuesto. Si son tan amables de acompañarme, los guiaré hasta el cementerio. He avisado a los sepultureros que estuvieran dispuestos para la exhumación.

Desde la reforma del reglamento de canonización en 1917 no era preceptivo exhumar los cuerpos para comprobar si estaban incorruptos o había arañazos en el interior de los ataúdes que los albergaban. Lo primero era signo inequívoco de santidad, mientras que lo segundo significaba que la persona enterrada no estaba realmente fallecida en el momento de ocupar su fosa, de modo que se habría despertado en el interior, de repente, y por desesperación habría tratado de escapar golpeando y arañando la madera. Vano intento que, por añadidura, al considerarse propio de la desesperación, hacía incompatible esa circunstancia con la santidad. Sin embargo, a pesar de la no obligación de hacerlo, la exhumación a menudo se seguía practicando cuando se podía acceder con facilidad a los restos.

Los tres sacerdotes salieron de la iglesia y ocuparon el Seat Toledo. Una nube de vecinos, avisados por la joven del bar y sus parroquianos, salió a paso ligero detrás del coche. Todos querían ver lo que hacían aquellos enviados de la Santa Sede con el cuerpo de su buen don Higinio.

En el interior del camposanto había un cierto olor a descomposición, potenciado por el calor. El sol caía como una losa sobre las cabezas de los cinco hombres que se reunieron en torno a la tumba de don Higinio. El obispo, a pesar de su sombrero, notaba cómo el sudor le iba bajando desde lo alto de la cabeza por la frente y todo su rostro. Los enterradores, que habían tenido que excavar la tierra, descansaban a la sombra y tenían las camisas completamente empapadas. Se quitaron las gorras y se acercaron a una llamada del párroco. Bajo la atenta mirada del padre Cloister, desclavaron con unas palancas la tapa de madera del ataúd de don Higinio, que, podrida, se quebró en varios pedazos a pesar del cuidado que los hombres pusieron en la tarea.

Los habitantes de Horcajo observaban la escena desde fuera, agolpados unos contra otros y pegados a la verja que daba acceso al cementerio, tratando de ver algo. Sólo podían atisbar desde allí a los sepultureros de cintura para arriba, metidos en la fosa y sacando trozos de madera, que iban dejando a un lado. Para los sacerdotes, el cuerpo del exhumado sí quedó a la vista, envuelto en un sudario raído. Mientras el padre Cloister se inclinaba para ver mejor, uno de los sepultureros, que estaba retirando la tela, lanzó un grito ahogado y salió corriendo hacia atrás, agarrándose a la tierra con las manos pero sin apartar la mirada del interior del ataúd. El otro hombre puso cara de extrañeza y severa censura, hasta que se apercibió de lo que había visto su compañero.

– ¡Jesús! -exclamó el obispo, mientras el párroco daba un paso atrás.

El único que se mantenía aparentemente impasible era el jesuíta, que se arrodilló junto a la fosa y miró adentro.

– ¡Tiene todos los huesos machacados! -exclamó el obispo, con los ojos encendidos de rabia-. Esto ha tenido que ser obra de algún desalmado. ¡Nos hallamos ante una profanación!

– Eso no puede ser, eminencia -terció el párroco.

La caja de pino era la original y la tierra no había sido removida. Una profanación era imposible.

Las gentes congregadas murmuraban en voz baja. Algunos hombres y mujeres se persignaban y empezaban a rezar. Ignoraban lo que sucedía, pero la reacción de los sepultureros y de los clérigos no hacía presagiar nada bueno. Don Higinio debía de haber sufrido desesperación y ya no sería santo.

En aquel aciago día, mejor hubiera sido no haber exhumado los restos de aquel hombre bueno. Haberlo olvidado para siempre, o haberlo santificado sin más investigaciones. Ante los ojos del obispo, del párroco y del padre Cloister, los huesos de don Higinio habían aparecido quebrados por cien lugares, reducidos a pedazos. ¿Una profanación? No. El padre Cloister sabía que esa no podía ser la causa de las fracturas, aunque nunca hubiera visto nada similar. Era imposible que el hombre se hubiera producido él mismo tales lesiones. Pero, entonces, ¿cómo…?

Algo destacó bajo el sol apabullante que lo inundaba todo. Sus pensamientos se interrumpieron con brusquedad. Vio una inscripción en uno de los fragmentos a los que había quedado reducida la tapa del ataúd. Estaba grabada en el interior, en la madera podrida por el paso del tiempo. Era una frase breve y concisa, escrita con una firmeza que no se correspondía con la posible acusación de desesperanza de don Higinio. Y, sin embargo, aquella frase transmitía la más aguda y terrible desesperación que un ser humano puede experimentar. La más aguda y terrible desesperación imaginable: «TODO ES INFIERNO».