"El eco negro" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

NOVENA PARTE

Lunes, 28 de mayo Día de los Caídos

Cuando Bosch llegó al cementerio de veteranos en Westwood, eran más de las doce de la noche. Había sacado otro coche de la flota de la comisaría de Wilcox y conducido hasta el apartamento de Eleanor Wish. No vio luces. Bosch se sentía como un adolescente espiando a una novia que le había dejado. Aunque iba solo, estaba avergonzado. No sabía lo que habría hecho si hubiera visto alguna luz. Finalmente puso rumbo al este, en dirección al cementerio, mientras pensaba en cómo Eleanor le había traicionado en el amor y en el trabajo.

Bosch partió de la suposición de que Eleanor le había hecho esa pregunta a Tiburón porque ella estaba en el jeep que transportó el cadáver de Meadows a la presa. Eleanor temía que el chico pudiera haberla reconocido, pero no fue así. Cuando Bosch se unió al interrogatorio, Tiburón declaró que había visto dos hombres y que el más pequeño de los dos se había quedado en el asiento del pasajero y no había ayudado a cargar con el cuerpo. Bosch pensó que aquel error del chico debería haberle salvado la vida. Pero sabía que había sido él quien había condenado a Tiburón cuando sugirió hipnotizarlo. Eleanor se lo dijo a Rourke, y éste decidió no correr ese riesgo.

La siguiente pregunta era por qué. La respuesta más obvia era el dinero, pero Bosch no podía atribuir ese móvil a Eleanor y quedarse tan ancho. Había algo más. Todos los otros implicados -Meadows, Franklin, Delgado y Rourke- tenían en común Vietnam, además de un conocimiento personal de los dos objetivos: Tran y Binh. ¿Cómo encajaba Eleanor en todo aquello? Bosch pensó en su hermano. ¿Sería él la conexión? Recordaba que ella había dicho que se llamaba Michael, pero no había mencionado cómo murió. Bosch no la había dejado. Ahora se arrepintió de haberla interrumpido cuando ella quiso hablarle del asunto. Eleanor también había mencionado su visita al monumento de Washington y cómo aquello la había cambiado. ¿Qué habría visto allí que la había empujado a actuar de esa forma? ¿Qué podría haberle dicho esa pared que no supiera ya antes?

Bosch llegó al cementerio situado junto a Sepulveda Boulevard y aparcó frente a las grandes puertas de hierro forjado que cerraban el paso al camino de grava. Salió del coche y caminó hasta ellas, pero estaban trabadas con una cadena y un candado. Al mirar a través de los barrotes, divisó una caseta de piedra a unos treinta metros de la puerta. Tras una cortina se adivinaba el pálido fulgor azul de un televisor. Bosch volvió al coche y encendió la sirena, dejándola aullar hasta que se encendieron las luces detrás de la cortina. Unos segundos más tarde, el guarda del cementerio salió de la caseta y caminó hacia la verja con una linterna. Antes de que llegara, Bosch ya le estaba mostrando la placa por entre los barrotes. El hombre llevaba unos pantalones oscuros y una camisa azul clara con una chapa.

– ¿Es usted policía? -preguntó.

A Bosch le entraron ganas de contestar que no, pero en cambio dijo:

– Departamento de Policía de Los Ángeles. ¿Podría abrirme la puerta?

El guarda enfocó la linterna sobre la placa y la tarjeta de identificación de Bosch. Bajo aquella luz, Harry reparó en el bigote blanco del hombre y notó un ligero olor a bourbon y sudor.

– ¿Qué pasa, agente?

– Detective -contestó-. Estoy investigando un homicidio, señor…

– Kester. ¿Homicidio? Aquí no nos faltan muertos, pero yo diría que estos casos están cerrados…

– Señor Kester, no tengo tiempo de explicárselo, pero necesito entrar a ver el monumento a los caídos en Vietnam, bueno, la réplica que han montado para el fin de semana.

– Oiga, ¿qué le pasa en el brazo? ¿Y dónde está su compañero? Ustedes suelen ir de dos en dos.

– Me caí, señor Kester. Y mi compañero está trabajando en otra parte de la investigación. Ve usted demasiada tele en su garita, demasiadas series de polis.

A pesar de que Bosch dijo esto último con una sonrisa, empezaba a cansarse del viejo guarda de seguridad. Kester se volvió a mirar hacia la caseta y luego a Bosch.

– Ha visto usted la luz de la tele, ¿verdad? Ya lo entiendo -dijo con satisfacción por haberlo deducido-. Bueno, esto es propiedad federal y no sé si puedo abrir sin…

– Mire, Kester, sé que usted es un funcionario y que seguramente no han despedido a ninguno desde que Truman era presidente, pero si usted me pone problemas, yo se los voy a poner a usted. El martes por la mañana se va encontrar con una denuncia por beber en horas de servicio. A primera hora. Así que ábrame la puerta y no le molestaré. Sólo quiero echar un vistazo a la pared.

Bosch agitó la cadena. Kester se quedó un segundo con la mirada perdida, pero finalmente sacó una serie de llaves de su cinturón y abrió la verja.

– Lo siento -se disculpó Bosch.

– Sigo pensando que no está bien -opinó Kester, enfadado-. Además, ¿qué tiene que ver esa piedra negra con un homicidio?

– Tal vez todo -respondió Bosch. Estaba a punto de meterse en su coche, pero entonces se dio la vuelta al recordar algo que había leído sobre el monumento-. Hay un libro con los nombres ordenados alfabéticamente que indica su situación en la pared. ¿Está el libro junto al monumento?

Incluso a través de la oscuridad, Bosch vio que Kester lo miraba con una expresión de perplejidad.

– No sé nada de un libro. Sólo sé que la gente del Servicio de Parques trajeron esa cosa y la plantaron aquí. ¡Y tuvieron que usar una excavadora! -se sorprendió Kester-. Tienen a un tío que está allí durante las horas de visita. Es a él a quién debería hablarle sobre libros. Y no me pregunte dónde está. Ni siquiera sé cómo se llama. ¿Va estar mucho rato o dejo la puerta abierta?

– Más vale que cierre. Yo ya vendré a buscarle cuando haya terminado.

El coche de Bosch franqueó la entrada después de que el viejo abriera la verja. Al llegar al aparcamiento de grava al pie de la colina, Bosch vio el brillo negro de la pared que se alzaba en la cima. El lugar estaba completamente oscuro y desierto. Bosch sacó una linterna del coche y comenzó a subir por la ladera.

Primero enfocó la linterna desde lejos para hacerse una idea de la envergadura de la pared. Bosch calculó que tenía unos dieciocho metros de largo y se estrechaba en los extremos. Entonces se acercó para leer los nombres, pero de pronto le invadió una sensación de temor, se dio cuenta de que no quería leerlos. Habría demasiados conocidos y, peor aún, nombres inesperados, de gente que no sabía que estaba allí. Buscó con la linterna y vio un soporte de madera con un atril, como un facistol de iglesia. Sin embargo, no encontró el libro. La gente del Servicio de Parques debía de haberlo guardado para que no quedara a la intemperie. Bosch se volvió y contempló la pared que se perdía en la oscuridad. Entonces repasó sus cigarrillos y descubrió que le quedaba un paquete casi entero. Se rindió ante lo inevitable; tendría que leerse todos los nombres. Ya lo había imaginado antes de venir, por lo que encendió un cigarrillo con resignación y apuntó la linterna al primer panel del muro.

Pasaron cuatro horas antes de que Bosch viera un nombre conocido. No era Michael Scarletti, sino Darius Coleman, un chico que Bosch había conocido en el Primero de Infantería. Coleman fue el primer amigo de Bosch que murió en la guerra. Todo el mundo lo llamaba Pastel, porque llevaba esa palabra tatuada en el antebrazo. Coleman cayó bajo fuego propio cuando un teniente de veintidós años se equivocó al dar las coordenadas de un ataque aéreo en el Triángulo.

Bosch pasó los dedos por las letras del nombre del soldado muerto, tal como hacía la gente en la televisión y en las películas. Entonces le vino a la memoria la imagen de Pastel con un porro detrás de la oreja, sentado en una mochila y comiendo tarta de una lata. Siempre le cambiaba la tarta a todo el mundo. La marihuana le daba ganas de comer chocolate.

Harry prosiguió, parando únicamente para encender cigarrillos hasta que se le acabaron. Al cabo de casi cuatro horas había leído más de una docena de nombres conocidos, pero ninguno de ellos le sorprendió, por lo que sus temores eran infundados. No obstante, la desesperación asomó por otro sitio. En una rendija entre dos paneles de mármol falso Bosch halló una pequeña foto de un hombre de uniforme. El hombre ofrecía al mundo su sonrisa amplia y orgullosa. Pero ahora era un nombre en una pared.

Bosch sostuvo la foto en la mano y le dio la vuelta. En el dorso decía: «George, echamos de menos tu sonrisa. Te quieren, Mamá y Teri.»

Volvió a colocar la foto en la rendija, sintiéndose como un intruso en aquella relación tan privada. Pensó un rato en George, aquel hombre a quien nunca había conocido, y se entristeció por alguna razón que no supo explicarse. Al cabo de un rato siguió con la búsqueda.

Finalmente, después de leer 58.132 nombres, había uno que seguía sin haber visto: Michael Scarletti. Tal como había imaginado. Bosch levantó la vista al cielo, que se estaba tornando naranja en el extremo oeste y sintió una ligera brisa procedente del noroeste. Al sur, el edificio federal se alzaba sobre los árboles del cementerio, como una lápida oscura y gigantesca. Bosch se sentía perdido. No sabía por qué estaba allí ni si su hallazgo significaba algo. ¿Seguía vivo Michael Scarletti? ¿Había existido alguna vez? La historia de Eleanor sobre su visita al monumento le había parecido tan real… No entendía nada. Entonces Bosch observó que la luz de la linterna era cada vez más débil y la apagó.

Bosch durmió un par de horas en el coche, aparcado en el cementerio. Cuando despertó, el sol había salido y por primera vez advirtió que el césped estaba atestado de banderas de barras y estrellas; clavada al suelo de cada tumba había una pequeñita de plástico. Se puso en marcha y se abrió paso por los estrechos caminos del cementerio en busca del lugar donde iban a enterrar a Meadows.

No tardó mucho en encontrarlo. En un rincón junto a uno de los caminos de la sección noreste del camposanto se congregaban cuatro camiones con antenas y un grupito de coches: los medios de comunicación. Bosch no se esperaba las cámaras de televisión y periodistas, pero cuando los vio recordó que los días de fiesta había pocas noticias. Y el golpe del túnel, tal como lo había bautizado la prensa, todavía tenía interés. Aquellos vampiros armados con cámaras necesitaban sangre nueva para las noticias de la noche.

Bosch decidió quedarse en el coche mientras el breve funeral ante el ataúd gris de Meadows era filmado por cuadruplicado. El maestro de ceremonias era un sacerdote con un traje arrugado, a quien Bosch imaginó que habrían sacado de una de las misiones del centro. No había nadie para llorar el cadáver, excepto un par de plañideras profesionales de la Asociación de Veteranos. Una guardia de honor compuesta por tres hombres guardaba el ataúd en actitud de firmes.

Cuando terminó, el sacerdote pisó un pedal y el féretro descendió lentamente, momento en que las cámaras se acercaron ávidamente. A continuación los equipos de televisión se dispersaron en todas direcciones para filmar a sus periodistas desde ángulos distintos del cementerio. Dispuestos en forma de abanico, parecía que cada periodista hubiese estado solo en el funeral. Bosch los examinó y reconoció a unos cuantos, que en alguna ocasión le habían plantado un micrófono en la cara. Y entonces se dio cuenta de que uno de los hombres de la Asociación de Veteranos era en realidad Bremmer. El periodista del Times se alejaba de la tumba en dirección a un vehículo aparcado en uno de los caminos de acceso. Bosch esperó a que llegara hasta su coche antes de bajar la ventanilla y llamarle.

– Harry, pensaba que estabas en el hospital.

– Pasaba por aquí. Pero nunca pensé que esto se iba a convertir en un circo. ¿No tenéis nada mejor que hacer?

– Eh, que yo no tengo nada que ver. Esto es cosa de los cerdos.

– ¿Qué?

– De los de televisión -aclaró Bremmer-. Venga, dime, ¿qué haces aquí? No esperaba que salieras tan pronto.

– Me escapé. ¿Por qué no entras y damos un paseo? -Señalando a los reporteros de televisión, Bosch comentó-: Si me ven aquí se lanzarán sobre nosotros.

Bremmer dio la vuelta y entró en el coche. Se dirigieron hacia la sección oeste del cementerio, donde Bosch aparcó bajo la sombra de un enorme roble desde el que se divisaba el monumento a los caídos. Allí había varias personas, en su mayoría hombres solos. Todos contemplaban la piedra negra en silencio. Algunos llevaban viejas chaquetas militares con las mangas cortadas.

– ¿Has visto los periódicos o la televisión? -preguntó Bremmer.

– Todavía no. Pero me han contado lo que ha salido.

– ¿Y qué?

– Que todo es mentira. Bueno, casi todo.

– ¿Puedes decirme algo?

– Sin que me cites.

Bremmer asintió. Como hacía mucho tiempo que se conocían, Bosch no tenía que pedir promesas y Bremmer no se veía obligado a explicar las diferencias entre declaraciones extraoficiales, de fondo y anónimas. Entre ellos había una confianza mutua basada en la experiencia de muchos años.

– Hay tres cosas que deberías comprobar -le aconsejó Bosch-. Nadie se ha cuestionado la presencia de Lewis y Clarke en el tiroteo. No formaban parte de mi equipo de vigilancia, sino que trabajaban para Irving en Asuntos Internos. Sabiendo esto, puedes presionarles para que te expliquen lo que estaban haciendo exactamente.

– ¿Y qué estaban haciendo?

– Eso tendrás que sacarlo de otro sitio. Sé que tienes otras fuentes en el departamento.

Bremmer tomaba notas en un tipo de libreta de espiral, delgada y larga, que siempre delataba a los periodistas. Mientras escribía, iba asintiendo con la cabeza.

– En segundo lugar, entérate de dónde se celebrará el funeral de Rourke. En algún sitio fuera del estado, supongo. Lo suficientemente lejos para que la prensa no se moleste en enviar a alguien. Pero tú envía a alguien de todos modos, a ser posible con una cámara. Seguramente será la única persona presente. Casi como hoy. Eso debería decirte algo.

Bremmer levantó la vista.

– ¿Quieres decir que no será un entierro de héroe? ¿Me estás diciendo que Rourke era parte de esto o que la pifió de alguna manera? ¡Pero si el FBI y nosotros lo estamos pintando como el nuevo John Wayne!

– Bueno, le habéis dado vida después de muerto. Así que también podéis quitársela.

Bosch lo miró un momento, considerando cuánto podía contarle. Por un momento se sintió tan indignado que estuvo a punto de explicarle a Bremmer todo lo que sabía y a la mierda las consecuencias y lo que le había dicho Irving. Pero se controló.

– ¿Cuál es la tercera cosa? -preguntó Bremmer.

– Consigue los expedientes militares de Meadows, Rourke, Franklin y Delgado; con eso lo ligarás todo. Estuvieron juntos en Vietnam, en la misma época y la misma unidad. Ahí es donde empieza todo. Cuando llegues hasta allí, llámame y yo intentaré decirte lo que no sepas.

De repente, Bosch se cansó de la farsa organizada por su departamento y el FBI. La imagen del chico, Tiburón, no le dejaba en paz. De espaldas, con la cabeza inclinada en ese ángulo extraño y repugnante. Toda esa sangre… Sus jefes querían olvidar ese caso como si no tuviera importancia.

– Hay una cuarta cosa -dijo-, un chico.

Cuando Bosch hubo terminado la historia de Tiburón, acompañó a Bremmer a su propio coche. Los reporteros de televisión ya se habían marchado y un hombre con una pequeña excavadora rellenaba la tumba de Meadows mientras otro lo contemplaba apoyado en una pala.

– Seguramente necesitaré otro trabajo cuando salga tu artículo -comentó Bosch mientras observaba a los sepultureros.

– No te preocupes; no te citaremos. Además, los expedientes militares hablarán por sí mismos. Ya me las arreglaré para que la oficina de información al público me confirme el resto y que parezca que viene de ellos. Y hacia el final de la historia pondré: «El detective Harry Bosch se negó a hacer comentarios.» ¿Qué te parece?

– Que seguramente necesitaré otro trabajo cuando salga tu artículo.

Bremmer se quedó mirando a Bosch.

– ¿Vas a acercarte a la tumba?

– Es posible. Cuando me dejes en paz.

– Ya me voy. -Bremmer abrió la puerta y salió, pero en seguida volvió a asomar la cabeza-. Gracias, Harry. Esto es una bomba. Van a rodar cabezas.

Bosch miró al reportero y sacudió la cabeza con tristeza.

– No, no van a rodar.

Bremmer lo miró confuso, y Bosch le dijo adiós con la mano.

El periodista cerró la puerta y se fue a su coche.

Bosch no se engañaba con respecto a Bremmer. Al periodista no le guiaba un sentido de indignación genuina ni de responsabilidad frente a la opinión pública.

Todo lo que le interesaba era obtener una exclusiva, una noticia que no tuviera ningún otro periodista. Bremmer pensaba en eso y tal vez en el libro que vendría después, en la película de televisión, en el dinero y en la fama.

Eso era lo que le motivaba, no la exasperación que había impulsado a Bosch a contarle la historia. Bosch lo sabía y lo aceptaba porque así funcionaban las cosas.

«Nunca ruedan las cabezas», se dijo.

Bosch siguió contemplando a los sepultureros hasta que acabaron su trabajo. Al cabo de un rato salió y se encaminó hacia la tumba. Un pequeño ramo de flores yacía junto a la bandera clavada en la tierra blanda y anaranjada; era de la Asociación de Veteranos. En aquel momento Bosch no supo qué debería sentir. ¿Un cierto afecto sentimental, o tal vez remordimiento? A pesar de que Meadows estaba bajo tierra para siempre, Bosch descubrió que no sentía nada. Al cabo de unos instantes, alzó la vista hacia el edificio federal y comenzó a caminar en esa dirección. Parecía un fantasma, emergiendo de su tumba en busca de justicia. O quizá sólo de venganza.

Si le sorprendió la visita de Bosch, Eleanor Wish no lo mostró. Harry le había enseñado su placa al guarda del primer piso y le habían dejado entrar. Como era fiesta la recepcionista no estaba, así que tuvo que pulsar el timbre. Fue Eleanor quien abrió la puerta. Llevaba unos téjanos gastados y una camisa blanca; sin pistola.

– Me imaginaba que vendrías, Harry. ¿Has ido al funeral?

Él asintió, pero no se acercó a la puerta que ella mantenía abierta. Ella lo miró un buen rato con las cejas arqueadas. A Harry le encantaba aquella mirada inquisitoria.

– Bueno, ¿vas a quedarte ahí todo el día?

– Podríamos ir a dar una vuelta.

– Tengo que coger mi tarjeta o me quedaré fuera. -Ella hizo un gesto para entrar, pero se detuvo-. No creo que lo sepas porque aún no han dicho nada, pero han encontrado los diamantes.

– ¿Qué?

– Sí, acabo de enterarme. Rourke tenía unos recibos que les llevaron a una consigna pública en Huntington Beach. Esta mañana consiguieron la orden y abrieron la taquilla. Dicen que hay cientos de diamantes; tendrán que encontrar un tasador. Teníamos razón, Harry: diamantes. Bueno, tú tenías razón. También encontraron todo lo demás en otra taquilla; Rourke no lo había destruido. Los propietarios de las cajas de seguridad recuperarán sus cosas. Habrá una rueda de prensa, pero dudo que digan a quién pertenecían las taquillas.

Bosch asintió y ella desapareció por la puerta.

Bosch se dirigió a los ascensores y apretó el botón mientras la esperaba. Cuando volvió, ella llevaba su bolso, lo cual le recordó que no iba armado y secretamente se avergonzó de que aquello pudiera ser un problema.

Harry y Eleanor no hablaron hasta que salieron del edificio y se encaminaron hacia Wilshire. Bosch había estado sopesando sus palabras, al tiempo que se preguntaba si el hallazgo de los diamantes significaba algo. Ella parecía esperar a que él comenzara, pero el silencio la incomodaba.

– Te queda bien el cabestrillo azul -dijo finalmente-. ¿Cómo estás? Me sorprende que te hayan dado de alta tan pronto.

– Me fui yo. Estoy bien. -Bosch había comprado un paquete de tabaco en la máquina del vestíbulo y se detuvo a meterse un cigarrillo en la boca. Lo encendió con su nuevo mechero.

– ¿Sabes qué? Éste sería un buen momento para dejarlo -sugirió ella-. Volver a empezar.

Él hizo caso omiso de la sugerencia e inhaló el humo.

– Eleanor, hablame de tu hermano. -¿Mi hermano? -preguntó sorprendida-. Ya te lo conté.

– Ya lo sé, pero quiero que me lo vuelvas a contar. Lo que le pasó en Vietnam y lo que te pasó a ti cuando fuiste a Washington a ver el monumento. Tú me dijiste que cambió tu visión de las cosas. ¿Por qué?

Estaban en Wilshire. Bosch señaló la calle y cruzaron hacia el cementerio.

– He dejado el coche ahí dentro. Luego te llevo al Buró.

– No me gustan los cementerios. Ya lo sabes.

– A nadie le gustan.

Bosch y Wish atravesaron el seto e inmediatamente el ruido del tráfico disminuyó. Ante ellos se extendía un mar de césped verde, lápidas blancas y banderas estadounidenses.

– Mi historia es la misma que la de cientos de personas -explicó ella-. Mi hermano fue a Vietnam y no volvió. Y cuando yo fui al monumento, bueno, me invadieron un montón de sentimientos.

– ¿Rabia?

– Sí, en parte.

– ¿ Indignación?

– Sí, supongo. No lo sé. Fue muy personal. ¿Qué pasa, Harry? ¿A qué viene todo esto?

Los dos caminaban por el sendero de grava que discurría junto a las filas de lápidas blancas. Bosch la estaba conduciendo hacia la réplica.

– Dices que tu padre era militar. ¿Os dieron los detalles de lo que le ocurrió a tu hermano?

– Se los dieron a él, pero él y mi madre no me contaron nada… de los detalles. Bueno, me dijeron que iba a regresar pronto y yo recibí una carta de él diciéndome que volvía. La semana siguiente me enteré de que había muerto. Al final no llegó a casa. Harry, me estás haciendo sentir… ¿Qué quieres? No lo entiendo.

– Claro que lo entiendes, Eleanor.

Ella se paró y miró al suelo. Bosch vio que su rostro empalidecía y su expresión se convertía en resignación. Fue un cambio apenas perceptible, pero claro. Como el de las madres y esposas a las que Bosch había notificado la muerte de una víctima de asesinato. No tenías que decirles que alguien había muerto; abrían la puerta e inmediatamente adivinaban lo que había ocurrido. Del mismo modo, el rostro de Eleanor no mentía: sabía que Bosch había descubierto su secreto. Al levantar la cabeza, fue incapaz de mirarle a los ojos. Desvió la vista, y ésta se posó en el monumento negro que brillaba bajo el sol.

– Es esto, ¿no? Me has traído aquí para ver esto.

– Podría pedirte que me enseñaras el nombre de tu hermano, pero los dos sabemos que no está allí.

– No…, no está.

Eleanor se había quedado hipnotizada por el monumento. Bosch leyó en su cara que la dura coraza se había quebrado. El secreto quería salir.

– Pues cuéntamelo -le pidió él.

– Es verdad que tuve un hermano y es verdad que murió. Yo nunca te he mentido, Harry. No te dije que lo mataran allí. Te dije que no volvió y no lo hizo; eso es cierto. Pero no murió en Vietnam, sino aquí, en Los Ángeles, de camino a casa. En 1973.

Eleanor pareció dejarse llevar por el recuerdo, pero en seguida volvió a concentrarse.

– Es increíble. Quiero decir, sobrevivir una guerra y no el viaje de vuelta. Aún no lo entiendo. Tenía un permiso de dos días en Los Ángeles antes de volver a Washington, donde le esperaba una bienvenida de héroe y un empleo seguro en el Pentágono, que le había obtenido nuestro padre. Pero, en cambio, lo encontraron en un prostíbulo de Hollywood con un pico en el brazo. Heroína.

Ella miró a Bosch, pero desvió la mirada rápidamente.

– Eso es lo que parecía, pero no lo que pasó. Aunque dijeron que había sido una sobredosis, mi hermano fue asesinado. Exactamente igual que Meadows, años más tarde. La única diferencia es que nadie se cuestionó su muerte.

Bosch pensó que Eleanor estaba a punto de echarse a llorar. Tenía que obligarla a seguir, a no perder el hilo de la historia.

– ¿Por qué lo dices, Eleanor? ¿Qué tiene eso que ver con Meadows?

– Nada -respondió, y se volvió para mirar el camino por donde habían venido.

Ahora estaba mintiendo. Bosch sabía que había algo más. Tenía la horrible sensación de que ella era el eje de todo el asunto. Pensó en las margaritas que había llevado a su habitación del hospital, en la música que habían puesto en su apartamento, en la forma en que ella lo había encontrado en el túnel… Demasiadas casualidades.

– Todo -dijo él- formaba parte de tu plan.

– No, Harry.

– Eleanor, ¿cómo sabías que hay margaritas debajo de mi casa?

– Las vi cuando…

– Viniste a verme de noche, ¿recuerdas? No se veía nada debajo del balcón. -Bosch dejó que asimilara aquello-. Ya habías estado allí, Eleanor. Cuando yo me ocupé de Tiburón. Y tu visita no fue tal visita, sino una prueba de recepción. Como la llamada. Fuiste tú.

»Tú me pinchaste el teléfono. Todo este asunto… ¿por qué no me lo cuentas?

Eleanor asintió sin mirarlo, pero Harry no podía despegar los ojos de ella. Eleanor respiró hondo y empezó a hablar.

– ¿Sabes lo que es tener algo que sea tu centro, el núcleo de tu existencia? Todo el mundo se aferra a una verdad absoluta. En mi caso era mi hermano: él y su sacrificio. Así es como me enfrenté a su muerte; idealizándolo, convirtiéndolo en un héroe. Aquélla era la semilla que protegí y alimenté. Construí una cascara dura a su alrededor y la regué con mi adoración y al hacerme mayor, ella creció conmigo. Se convirtió en el árbol que daba sombra a mi vida. Entonces, un día, de repente desapareció. La verdad era falsa. Habían talado el árbol, Harry. Ya no había sombra; sólo un sol cegador.

Ella se calló un instante y Bosch la observó. De pronto le pareció tan frágil que le entraron ganas de sentarla antes de que se desmayara. Eleanor apoyó el codo sobre una mano y se llevó la otra mano a los labios. Entonces él comprendió lo que había querido decir.

– No lo sabías, ¿verdad? -preguntó Bosch-. Tus padres… nadie te contó la verdad.

Ella asintió.

– Crecí creyendo que era el héroe que mi padre y mi madre me dijeron que era. Me protegieron, me mintieron. Pero cómo iban a saber ellos que un día levantarían un monumento con todos los nombres…, todos excepto el de mi hermano.

Ella se detuvo, pero esta vez Bosch esperó a que continuara.

– Un día, hace unos años, fui a ver el monumento. Había un libro con un índice de nombres y lo busqué, pero no estaba en la lista. No había ningún Michael Scarletti. Grité a la gente del parque: «¿Cómo han podido dejarse el nombre de una persona?» Así que me pasé el resto del día leyendo los nombres en la pared. Los leí todos. Iba a demostrarles lo equivocados que estaban. Pero… tampoco estaba allí. No pude… ¿sabes lo que es pasarte casi quince años de tu vida creyendo una cosa, basando tus creencias en un único hecho… y de repente darte cuenta de que esa luz era en realidad un oscuro cáncer que crecía dentro de ti?

Bosch le enjugó las lágrimas de la mejilla con la mano y acercó su cara a la suya.

– ¿Y qué hiciste entonces?

Eleanor apretó el puño sobre los labios y sus nudillos se tornaron blancos como los de un cadáver. Bosch reparó en un banco y, cogiéndola por los hombros, la acompañó hasta allí.

– Todo esto… -dijo él después de sentarse-. No lo entiendo, Eleanor. Todo este asunto. Tú eras la… Perseguías una especie de venganza contra…

– Justicia. No venganza.

– ¿Hay alguna diferencia?

Ella no contestó.

– Cuéntame lo que hiciste…

– Se lo pregunté a mis padres. Y finalmente me contaron lo de Los Ángeles. Rebusqué entre las pertenencias de mi hermano y encontré una carta; su última carta. Estaba en casa de mis padres, pero me había olvidado. La tengo aquí.

Cuando Eleanor abrió su bolso para sacar el monedero, Bosch vislumbró la culata de su pistola en el interior. Del monedero, Eleanor extrajo un papel rayado que desdobló delicadamente para que Bosch lo leyera. Él no lo tocó.

Ellie,

Me queda tan poco tiempo aquí que ya casi noto el sabor de los cangrejos. Estaré en casa dentro de unas dos semanas, pero antes tengo que parar en Los Ángeles para ganar un poco de dinero. ¡Ja, ja!, tengo un plan (pero no se lo digas al V). Me he comprometido a llevar un paquete «diplomático» a Los Ángeles, pero puede que haga algo mejor con él. Cuando llegue a casa, quizá podamos regresar a las Poconos antes de que tenga que volver a trabajar para la «máquina de guerra». Ya sé lo que piensas sobre lo que voy a hacer, pero no puedo decirle que no al V. Ya veremos cómo va la cosa. Lo que está claro es que estaré encantado de irme de aquí. Me he tirado seis meses en el campo antes de que me dejasen divertirme un poco en Saigón. No quiero volver allí, así que me las he arreglado para que me diagnosticasen disentería (pregúntale al V qué es eso, ¡ja, ja!). Sólo he tenido que comer un par de días en los restaurantes de esta ciudad para padecer los síntomas. Bueno, eso es todo de momento. Estoy bien y pronto estaré en casa. Así que ya puedes ir sacando las trampas para pescar cangrejos. Besos,

MlCHAEL.

Ella dobló la carta y la guardó cuidadosamente.

– ¿El V.? -preguntó Bosch.

– El viejo.

– Ah.

Eleanor estaba recobrando la compostura. Su cara comenzaba a tener aquella mirada dura que Bosch había visto el día que la conoció. Ella lo miró a los ojos y luego al brazo que reposaba en el cabestrillo.

– No llevo micrófonos, Eleanor -le dijo-. Estoy aquí por mí. Quiero saberlo por mí.

– Eso no es lo que estaba mirando -protestó ella-. Sé que no llevarías un micrófono. Estaba pensando en tu brazo. Harry. Ya sé que no me creerás, pero te aseguro que nadie tenía que resultar herido. Nadie… Todo el mundo iba a perder, pero eso era todo. Después de aquel día, en el monumento, busqué por todas partes y descubrí lo que le había sucedido a mi hermano. Utilicé a Ernst en el Departamento de Estado, utilicé el Pentágono, a mi padre, lo que fuera, con tal de averiguar lo que le ocurrió.

Ella lo escudriñó con la mirada, pero él intentó que no pudiera leerle el pensamiento.

– ¿Y?

– Y fue tal como nos lo explicó Ernst. Al final de la guerra, los tres capitanes, el triunvirato, participaron en el transporte de heroína a Estados Unidos. Uno de los conductos fue Rourke y sus amigos de la embajada, la policía militar. Eso incluía a Meadows, Delgado y Franklin. Ellos encontraban a gente que estaba a punto de volver a casa y les hacían una propuesta: un par de miles de dólares por llevar un paquete diplomático sellado a través de aduanas. No entrañaba ningún peligro. Ellos lo organizaban para que la persona obtuviera el cargo temporal de mensajero. Entonces los metían en un avión y enviaban a alguien a recibirlos en Los Ángeles. Mi hermano fue uno de los que aceptó… Pero Michael tenía un plan. No hacía falta ser un genio para deducir lo que había dentro. Y él creyó que podría encontrar a un mejor cliente. No sé cuánto tiempo dedicó al plan, pero no tiene importancia. La cuestión es que lo encontraron y lo mataron.

– ¿Quiénes?

– No lo sé. Gente que trabajaba para los capitanes o para Rourke. Fue perfecto. Lo mataron de forma que el ejército, su familia y prácticamente todo el mundo hubiese preferido mantener en secreto. La policía cerró el caso y punto.

Bosch se sentó junto a ella mientras narraba la historia y decidió no interrumpirla hasta que terminara, hasta que surgiera de ella como un demonio.

Eleanor explicó cómo encontró primero a Rourke. Para su enorme sorpresa, él estaba trabajando en el FBI. Ella llamó a sus amigos y logró el traslado de Washington a su brigada. Como usaba su apellido de casada, Rourke nunca supo quién era. Después de eso, Meadows, Franklin y Delgado fueron fáciles de localizar a través de las prisiones. No se le escaparían.

– Rourke fue la clave -dijo ella-. Me dediqué a convencerlo. Se puede decir que lo seduje con el plan.

Bosch sintió que algo se rompía dentro de él, un último sentimiento hacia ella.

– Le insinué claramente que quería dar un golpe. Sabía que él picaría porque tantos años de corrupción lo habían carcomido. Su codicia no tenía límites. Una noche me contó lo de los diamantes y cómo había ayudado a esos dos tíos, Tran y Binh, a sacarlos clandestinamente de Vietnam. A partir de ahí fue fácil planearlo todo. Rourke reclutó a los otros tres y usó sus influencias, anónimamente, claro, para que se reunieran en Charlie Company. Era un plan perfecto y, lo mejor era que Rourke creía que era suyo. Al final yo desaparecería con el dinero, Binh y Tran perderían la fortuna que habían amasado durante toda su vida y los otros cuatro saborearían el golpe de su vida para luego quedarse con la miel en los labios. Sería la mejor forma de hacerles daño. Pero nadie fuera del círculo de culpables iba a resultar herido… Las cosas se me fueron de las manos.

– Sí, Meadows se llevó el brazalete -le recordó Bosch.

– Sí. Lo vi en una de las listas de objetos empeñados que me mandaba el Departamento de Policía. Era pura rutina, pero me asusté. Esas listas iban a todas las unidades de robos del país. Pensé que alguien podía darse cuenta. Si arrestaban a Meadows, él cantaría. Se lo conté a Rourke y él también se asustó. Esperó a que estuviera casi terminado el segundo túnel y entonces hizo que los demás se enfrentaran a Meadows. Yo no estaba allí.

Sus ojos quedaron fijos en un punto lejano. En su voz ya no quedaba emoción alguna; sólo una lánguida monotonía. Bosch no tuvo que animarla a hablar. El resto salió solo.

– Yo no estaba allí -repitió ella-. Rourke me 11amó y me dijo que Meadows había muerto sin entregarles el recibo de la casa de empeños. Me contó que había hecho que pareciera una sobredosis. El muy cabrón incluso me explicó que conocía a alguien que lo había hecho antes y le había salido bien. ¿Te das cuenta? Estaba hablando de mi propio hermano. Cuando dijo eso supe que estaba haciendo lo correcto… Total, que Rourke necesitaba mi ayuda. Había registrado el piso de Meadows y no había encontrado el recibo. Eso significaba que Delgado y Franklin tendrían que robar la tienda para recuperarlo. Pero Rourke necesitaba que yo le echase un mano con el cuerpo de Meadows. No sabía qué hacer con él.

Eleanor explicó que sabía por el expediente de Meadows que lo habían arrestado por vagabundear en la presa. Según ella, no fue difícil convencer a Rourke de que sería un buen sitio para dejar el cadáver.

– Pero yo también era consciente de que la presa estaba en la División de Hollywood y que si el caso no te tocaba a ti al menos te enterarías y te interesarías por él en cuanto identificaran a Meadows. Yo sabía que lo conocías. Rourke estaba fuera de control y tú eras mi válvula de seguridad, en caso de que tuviera que cancelarlo todo. No podía dejar que Rourke volviera a salirse con la suya.

Ella miró hacia las lápidas. Alzó una mano distraídamente y la dejó caer, con resignación.

– Después de meter el cadáver en el todoterreno y cubrirlo con la manta, Rourke fue a echar un último vistazo al piso. Yo me quedé fuera. Había un gato en el maletero. Lo cogí y le pegué en los dedos a Meadows para que vieran que había sido asesinado. Recuerdo el sonido muy claramente. El hueso. Sonó tan fuerte que pensé que Rourke podría haberlo oído…

– ¿Y Tiburón? -preguntó Bosch.

– Tiburón -repitió con melancolía, como si intentara decir el nombre por primera vez-. Después de la entrevista le dije a Rourke que Tiburón no nos había visto la cara en la presa y que incluso había pensado que yo era un hombre. Pero cometí un error; le conté a Rourke tu sugerencia de hipnotizarlo. Aunque yo te frené y confiaba en que no harías nada sin mi permiso, Rourke no se fiaba de ti. Así que hizo lo que hizo. Cuando nos llamaron y vi a Tiburón…

Ella no terminó, pero Bosch quería saberlo todo.

– ¿Qué?

– Después, hablé con Rourke y discutimos porque le dije que lo estaba estropeando todo. Que estaba desmadrado matando a gente inocente. Me dijo que no había forma de pararlo. Franklin y Delgado estaban ilocalizables dentro del túnel. Habían desconectado las radios cuando metieron el C-4 porque era demasiado peligroso.

»Rourke dijo que no había forma de parar sin derramar más sangre. Y esa noche casi nos arrollan. Ése fue Rourke; estoy segura.

Eleanor confesó que a partir de ese momento los dos habían jugado a un juego de desconfianza mutua. El robo del Beverly Hills Safe amp; Lock había continuado tal como estaba planeado. Rourke despistó a Bosch y a todo el mundo para que no entraran a detenerlos.

Tenían que dejar que Franklin y Delgado lo hicieran aunque no hubieran diamantes en la caja de Tran. Rourke tampoco podía arriesgarse a bajar para avisarles.

Eleanor acabó con el juego cuando siguió a Bosch y mató a Rourke, que la miró a los ojos mientras se hundía en el agua negra.

– Y ésa es toda la historia -susurró.

– Mi coche está por allá -le señaló Bosch cuando se levantó del banco-. Voy a acompañarte.

Encontraron el vehículo en el camino y Bosch vio que ella se fijaba en la tierra fresca que cubría la tumba de Meadows.

Se preguntó si habría contemplado el entierro desde el edificio federal. Mientras conducía hacia la salida, Harry preguntó:

– ¿Por qué no lo olvidaste? Lo que le pasó a tu hermano fue en otro tiempo, en otro lugar. ¿Por qué no lo olvidaste?

– No sé cuántas veces me he preguntado eso y cuántas veces no he sabido la respuesta. Y todavía no la sé.

Estaban en el semáforo de Wilshire y Bosch se preguntaba qué iba a hacer.

Una vez más ella adivinó lo que pensaba, presintió su indecisión.

– ¿Vas a entregarme, Harry? Puede que te cueste probarlo. Todo el mundo está muerto. Y podría parecer que tú también eres parte de ello. ¿Vas a arriesgarte?

Él no dijo nada. El semáforo se puso verde y condujo hasta el edificio federal, aparcando cerca de la acera junto a las banderas.

– Si significa algo para ti, lo que pasó entre tú y yo, no era parte de mi plan. Ya sé que nunca sabrás si es la verdad, pero quería decirte que…

– No -la cortó él-. No digas nada.

Pasaron unos momentos de incómodo silencio.

– ¿Me vas a soltar?

– Creo que sería mejor para ti si te entregaras. Ve a buscar un abogado y vuelve. Diles que no tuviste nada que ver con los asesinatos, cuéntales la historia de tu hermano. Son gente razonable y querrán evitar el escándalo. El fiscal seguramente lo dejará en un delito menor. El FBI estará de acuerdo.

– ¿Y si no me entrego? ¿Se lo dirás?

– No. Como tú has dicho, yo formo parte de ello. Nunca me creerían.

Bosch pensó un momento. No quería decir lo que iba a decir sin estar seguro de que lo cumpliría.

– No, no se lo diré a ellos. Pero si en un par de días no me entero de que te has entregado, se lo diré a Binh. Y luego a Tran. No tendré que probárselo. Les contaré la historia con suficientes datos para que sepan que es verdad.

»¿Y sabes lo que harán? Actuarán como si no supieran de qué cono hablo y me dirán que me largue. Luego irán a por ti, Eleanor, buscando la misma justicia que tú perseguías para tu hermano.

– ¿Harías eso?

– Te he dicho que sí. Te doy dos días para entregarte. Después les contaré toda la historia.

Ella lo miró y su rostro angustiado le preguntó por qué.

– Alguien tiene que pagar por Tiburón -explicó Bosch.

Ella se volvió, puso la mano en la puerta y, a través de la ventanilla, contempló las banderas que ondeaban al viento de Santa Ana.

– Supongo que me equivoqué contigo -admitió ella sin mirarlo.

– Si te refieres al caso del Maquillador, la respuesta es sí. Te equivocaste.

Ella lo miró y con una sonrisa débil abrió la puerta del coche.

Se inclinó rápidamente y lo besó en la mejilla.

– Adiós, Harry Bosch.

Entonces Eleanor salió del coche y se quedó de pie de cara al viento, mirándole fijamente. Dudó un instante y cerró la puerta.

Mientras Harry se alejaba, echó una última ojeada por el retrovisor y la vio todavía junto al bordillo. Estaba cabizbaja, como alguien a quien se le hubiese escurrido algo por la oscura alcantarilla. Harry no volvió la vista atrás.