"El eco negro" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)PRIMERA PARTEEn aquella oscuridad el chico no veía nada, pero tampoco le hacía falta. La experiencia acumulada le decía que iba bien. Nada de gestos bruscos; el truco era deslizar el brazo con suavidad y girar la muñeca lentamente para mantener la bolita en movimiento. Sin chorretones; perfecto. El silbido del aerosol y la rotación de la bola le producían una sensación reconfortante. El olor de pintura le recordó el calcetín que tenía en el bolsillo y le hizo pensar en colocarse un poco. «Quizá más tarde», se dijo. No quería detenerse antes de haber terminado la línea de un solo trazo. No obstante, se detuvo. Había oído el ruido de un motor pero, al levantar la cabeza, las únicas luces que vio fueron el reflejo plateado de la luna sobre el embalse y la pálida bombilla de la caseta de turbinas que había en el centro de la presa. Sin embargo, sus oídos no le engañaban: no cabía duda de que se aproximaba un vehículo. Al chico le pareció que era un camión e incluso creyó oír el crujido de las ruedas sobre el camino de grava que circundaba el embalse. El crujido era cada vez más fuerte; alguien se estaba acercando casi a las tres de la madrugada. ¿Por qué? El chico se puso en pie y arrojó el aerosol en dirección al agua, pero éste voló por encima de la verja y acabó aterrizando entre las matas de la orilla. Se había quedado corto. A continuación se sacó el calcetín del bolsillo y decidió inhalar un poco para infundirse valor. Hundió la nariz en él y respiró hondo los gases de pintura. Aquello lo aturdió un instante, haciéndole parpadear y tambalearse. Finalmente se deshizo también del calcetín. El chico levantó su motocicleta y la empujó a través de la carretera hacia un pinar cubierto de hierba alta y arbustos al pie de una colina. Era un buen escondite, pensó; desde allí podría observar sin ser visto. En ese momento el ruido del motor era ya muy fuerte. Debía de estar muy cerca, pero todavía no se veía la luz de los faros. Aquello le desconcertó, pero ya no tenía tiempo de escapar. El chico tumbó la motocicleta en el suelo, entre la hierba alta, detuvo con la mano la rueda delantera que giraba descontrolada y se agazapó a esperar lo que fuera que se avecinaba. Harry Bosch oía el zumbido de un helicóptero que trazaba círculos sobre su cabeza, en un mundo de luz más allá de la oscuridad que lo envolvía. ¿Por qué no aterrizaba? ¿Por qué no traía refuerzos? Harry avanzaba por un túnel negro y lleno de humo, y se le estaban acabando las pilas de la linterna. El haz de luz se hacía más débil a cada paso. Necesitaba ayuda. Necesitaba moverse más rápido. Necesitaba llegar al final del túnel antes de quedarse solo en la más completa oscuridad. Harry oyó pasar el helicóptero una vez más. ¿Por qué no aterrizaba? ¿Dónde estaba la ayuda que esperaba? Cuando el zumbido de las hélices volvió a alejarse, sintió que el terror se apoderaba de él y apretó el paso, gateando sobre sus rodillas ensangrentadas. Con una mano aguantaba la linterna, y con la otra se apoyaba en tierra para mantener el equilibrio. No miró atrás, porque sabía que el enemigo se hallaba a sus espaldas, entre las tinieblas. Era un enemigo invisible, pero siempre presente. Y cada vez más cercano. Cuando sonó el teléfono de la cocina, Bosch se despertó al instante. Mientras contaba los timbrazos, se preguntó si haría rato que le llamaban y si habría dejado puesto el contestador. Pero no. El contestador no se conectó, por lo que el teléfono sonó las ocho veces de rigor. Bosch sentía curiosidad por saber de dónde vendría esa costumbre. ¿Por qué no seis veces? ¿O diez? Se frotó los ojos y miró a su alrededor. Una vez más se encontró arrellanado en la butaca del salón, un sillón reclinable que constituía la pieza principal de su escaso mobiliario. Él la llamaba su butaca de vigilancia, lo cual no era del todo preciso, ya que dormía en ella a menudo, incluso cuando no estaba de guardia. La luz de la mañana se filtraba por una rendija entre las cortinas y dejaba su marca afilada sobre el suelo de madera descolorida. Bosch contempló las motas de polvo que flotaban perezosas en el haz de luz, junto a la puerta corredera de la terraza. Contra la pared, un televisor con el volumen muy bajo mostraba uno de esos programas evangélicos que dan los domingos por la mañana. En la mesa junto a la butaca, a la luz de una lámpara, yacían sus compañeros de insomnio: una baraja de cartas, unas cuantas revistas y un par de novelas de misterio, sólo hojeadas ligeramente antes de ser abandonadas. También había una cajetilla de cigarrillos estrujada y tres botellas de cerveza vacías que habían sobrado de paquetes de seis de distintas marcas. Bosch estaba totalmente vestido, y hasta llevaba una corbata arrugada y un alfiler plateado con el número 187 sujeto a su camisa blanca. El policía se llevó la mano a los riñones. Esperó a que sonara el buscapersonas y atajó de golpe su irritante pitido. Al desenganchar el aparato del cinturón, comprobó el número y no se sorprendió en absoluto. Se levantó de la silla con esfuerzo, se desperezó e hizo crujir los huesos del cuello y de la espalda. Caminó hacia la encimera de la cocina, donde estaba el teléfono, y antes de llamar, escribió «Domingo, 8.53» en una libreta que sacó del bolsillo de su chaqueta. Al cabo de unos segundos, una voz respondió: – Departamento de Policía de Los Ángeles, División de Hollywood. Aquí el agente Pelch, ¿en qué puedo ayudarle? – Alguien podría haber muerto en el tiempo que ha tardado en decir todo eso. Póngame con el sargento de guardia. Bosch encontró una cajetilla nueva en un armario de la cocina y encendió el primer cigarrillo del día. Después de enjuagar un vaso polvoriento con agua del grifo, sacó dos aspirinas de un frasquito de plástico que también halló en el armario. Estaba tragándose la segunda cuando un sargento llamado Crowley se puso al teléfono. – ¿Estás en misa? He llamado a tu casa, pero no contestaban. – Muy gracioso, Crowley. ¿Qué pasa? – Bueno, ya sé que anoche te tuvimos ocupado con el asunto de la tele, pero tanto tú como tu compañero estáis de servicio todo el fin de semana y os ha tocado un fiambre en Lake Hollywood. Lo hemos encontrado en una tubería, en el camino de acceso a la presa de Mulholland. ¿Sabes dónde está? – Sí. ¿Qué más? – La patrulla ya está allí, y hemos avisado al forense y a los de la policía científica. Mi gente no sabe nada, excepto que es un cadáver. El tío está dentro de la tubería, a unos diez metros de la entrada, y mis hombres no quieren meterse por si se trata de un crimen; prefieren no tocar nada. Les he mandado avisar a tu compañero, pero él tampoco contestaba. Por un momento he pensado que quizás estuvierais juntos, pero luego me he dicho que no, que no era tu tipo. Ni tú el suyo. – Ya lo localizaré yo. Oye, si no han entrado en la tubería, ¿cómo saben que es un fiambre y no un tío durmiendo la mona? – Bueno, entraron un poco y lo tocaron con un palo; lo estuvieron pinchando un rato y estaba más tieso que la picha del novio la noche de bodas. – Fantástico. No quieren estropear la escena del crimen y se dedican a manosear el cadáver. ¿De dónde has sacado a esos palurdos? – Mira, Bosch. A nosotros nos llaman y vamos a ver qué pasa, ¿vale? ¿O es que preferirías que os pasásemos todos los avisos a Homicidios? Os volveríais locos, os lo aseguro. Bosch aplastó la colilla en el fregadero de acero inoxidable y echó un vistazo por la ventana de la cocina. Al pie de la montaña un tranvía para turistas recorría los enormes estudios de sonido de la Universal. Uno de aquellos larguísimos edificios tenía una pared azul cielo con nubecillas blancas que se usaba para filmar exteriores cuando el exterior natural de Los Ángeles se tornaba del color del agua sucia. – ¿Quién dio el aviso? -preguntó Bosch. – Una llamada anónima a Emergencias, poco después de las cuatro de la madrugada. El agente de servicio dice que fue desde una cabina del Boulevard. Lo debió de encontrar alguien haciendo el burro por las tuberías. No quiso dar su nombre; sólo dijo que había un cadáver. Los de centralita tendrán la grabación. Bosch empezaba a mosquearse. Sacó el frasco de aspirinas del armario y se lo metió en el bolsillo. Mientras pensaba en la llamada de las cuatro, abrió la nevera y se inclinó para mirar, pero no vio nada interesante. – Crowley, si el aviso llegó a las cuatro, ¿por qué me lo dices ahora, casi cinco horas más tarde? -preguntó tras consultar su reloj. – Sólo teníamos una llamada anónima; nada más. Me dijeron que el aviso lo había dado un chaval, imagínate. No iba a mandar a uno de mis hombres en plena noche con tan poca información. Podría haber sido una broma pesada, una emboscada o cualquier cosa. Así que esperé a que se hiciera de día y las cosas se calmaran un poco por aquí, y envié a uno de mis hombres cuando acababa su turno. Hablando de turnos que se acaban, yo me largo. Sólo estaba pendiente de hablar con la patrulla y luego contigo. ¿Algo más? Bosch tenía ganas de preguntarle si se le había ocurrido que la tubería iba a estar oscura tanto a las cuatro como a las ocho, pero lo dejó pasar. ¿Para qué molestarse? – ¿Algo más? -repitió Crowley. A Bosch no se le ocurrió nada más, pero Crowley llenó el silencio. – No creo que se trate de un 187. Seguramente es un yonqui que murió de sobredosis, Harry; pasa todos los días. ¿Te acuerdas de aquel que sacamos de la tubería el año pasado?… Ah no, fue antes de que llegaras a Hollywood… Bueno, pues resulta que un tío se metió en la misma tubería (ya sabes que los vagabundos duermen allí muchas veces), pero se chutó una mierda y se quedó seco. Claro que aquella vez no lo encontramos tan rápido y, con el sol que pegaba, se estuvo cociendo durante dos días. Acabó más asado que un pavo de Navidad, aunque te aseguro que no olía tan bien. Crowley se rió de su propio chiste, pero a Bosch no le hizo ninguna gracia. – Cuando lo sacamos todavía tenía el pico clavado en el brazo -continuó el sargento de guardia-. Esto es lo mismo, un caso de rutina; si te vas para allá ahora, estarás de vuelta a la hora de comer. Luego te echas una siestecita y te vas a ver a los Dodgers. El próximo fin de semana le tocará a otro; tú no estás de guardia. Ya sabes que la semana que viene tienes un permiso de tres días y un fin de semana largo. Así que hazme un favor: vete para allá a ver qué es lo que hay. Bosch estuvo considerando colgar el teléfono, pero luego dijo: – Crowley, ¿por qué dices que el otro cadáver no lo encontrasteis tan rápido? ¿Qué te hace suponer que hemos encontrado éste inmediatamente? – Mis hombres me han dicho que, aparte de a meado, la tubería no huele a nada. Tiene que estar fresco. – Di a tus hombres que estaré allí dentro de quince minutos y que dejen de joder con el muerto. – Oye, Bosch… Bosch sabía que Crowley iba a defender a su gente de nuevo, así que prefirió ahorrárselo y colgó. Después de encender otro cigarrillo, se dirigió a la puerta de entrada y recogió el Times que descansaba en el peldaño del porche. Al depositar sus cinco kilos de papel sobre la encimera de la cocina, Bosch se preguntó cuántos árboles habrían talado para confeccionarlo. Sacó el suplemento inmobiliario y lo hojeó hasta que encontró un gran anuncio de la empresa Valley Pride Properties. Pasó el dedo por una lista de casas en venta y se detuvo en una cuya descripción estaba rematada con la frase «Pregunte por Jerry». Bosch marcó el número. – Valley Pride Properties, ¿dígame? – ¿Está Jerry Edgar? Al cabo de unos segundos y unos cuantos ruidos extraños, le pasaron a su compañero. -¿Dígame? – Jed, tenemos otro trabajo. En la presa de Mulholland. ¿Por qué no llevas el busca? – Mierda -dijo Edgar. Hubo un silencio. Bosch jugaba a adivinarle el pensamiento: «Hoy tengo tres casas que enseñar.» Más silencio. Bosch se imaginó a su compañero al otro lado de la línea con un traje de novecientos dólares y cara de bancarrota-. ¿Cuál es el trabajo? Bosch le contó lo poco que sabía. – Si quieres que lo haga yo solo, no me importa -le ofreció Bosch-. Si Noventa y ocho dice algo, ya te cubriré. Le explicaré que tú llevas el asunto de la tele y yo el fiambre de la tubería. – Te lo agradezco, pero no hace falta. En cuanto encuentre a alguien que me sustituya, voy para allá. Acordaron encontrarse junto al cadáver y Bosch colgó el teléfono. Acto seguido conectó el contestador automático, sacó dos paquetes de cigarrillos del armario y se los metió en el bolsillo de la cazadora. Entonces abrió otro armarito y sacó su pistola de una funda de nailon; una Smith amp; Wesson de nueve milímetros. Era un arma de acero inoxidable con acabado satinado que venía con un cargador de ocho balas XTP. Bosch recordó el anuncio que había leído en una revista de la policía: «Máxima capacidad mortífera. Tras el impacto, las balas XTP se expanden hasta 1,5 veces su diámetro, alcanzando una profundidad letal y dejando los mayores surcos de entrada.» El que lo había escrito tenía razón. Bosch había matado a un hombre el año anterior desde una distancia de seis metros. La bala entró por debajo de la axila derecha y salió un poco más abajo del pezón izquierdo, destrozando el corazón y los pulmones a su paso. «Balas XTP: los mayores surcos de entrada.» Bosch se prendió la funda al cinturón en el costado derecho para poder cruzar el brazo y desenfundar con la mano izquierda. A continuación se dirigió al cuarto de baño, donde se cepilló los dientes sin pasta dentífrica: no le quedaba y se había olvidado de bajar a la tienda. Después se pasó un peine mojado por el pelo y se quedó un buen rato mirando sus ojos enrojecidos, los ojos de un hombre de cuarenta años. Se fijó en las canas que comenzaban a poblar su pelo castaño y rizado… hasta el bigote se estaba tornando gris. Últimamente incluso había empezado a encontrar pelitos blancos en el lavabo cuando se afeitaba. Esta vez se llevó una mano a la barbilla y decidió no afeitarse. Salió de casa sin siquiera cambiarse de corbata. Sabía que a su cliente no le importaría. Bosch encontró un lugar sin cagadas de paloma donde apoyarse en la barandilla que recorría el muro de contención del embalse de Mulholland. Con un cigarrillo colgado de los labios, contempló la ciudad que asomaba entre las montañas. El cielo era de un gris pólvora y la contaminación parecía una mortaja que envolvía Hollywood. El aire envenenado dejaba entrever unos cuantos rascacielos lejanos, pero el resto se hallaba completamente cubierto por aquel manto que le daba a Los Ángeles un aspecto de ciudad fantasma. La cálida brisa esparcía un ligero olor químico que Bosch identificó al cabo de un rato: insecticida. Había oído por la radio que los helicópteros habían estado allí la noche anterior, fumigando North Hollywood a través del paso de Cahuenga. Bosch se acordó de su sueño y del helicóptero que no aterrizaba. A sus espaldas se hallaba la gran masa verdiazul del pantano: doscientos mil metros cúbicos de agua potable destinados al consumo de la ciudad, contenidos por una vieja y venerable presa en un cañón entre dos de las colinas de Hollywood. Una franja de dos metros de arcilla seca que bordeaba la orilla, recordaba que Los Ángeles pasaba su cuarto año de sequía. Un poco más arriba, una alambrada de unos tres metros de alto circundaba el embalse. Al llegar, Bosch se había fijado en ella y se había preguntado si la protección estaría destinada a la gente o al agua. Sobre su traje arrugado Bosch llevaba un mono azul que, a pesar de las dos capas de ropa, ya mostraba manchas de sudor en sobacos y espalda. Tenía el pelo y el bigote húmedos porque acababa de salir de la tubería y en la nuca notaba el cálido cosquilleo de los vientos de Santa Ana, que aquel año se habían adelantado. Harry no era un hombre corpulento. Medía poco más de un metro setenta y era delgado. Los periódicos lo habían descrito como un hombre nervudo. Debajo del mono, sus músculos eran como cuerdas de nailon, más fuertes de lo que su tamaño hacía sospechar. Las canas que salpicaban su cabello eran más abundantes en el lado izquierdo y sus ojos castaño oscuro rara vez traslucían sus sentimientos o intenciones. La tubería tenía unos cincuenta metros y yacía en el suelo junto al camino de acceso a la presa. Estaba oxidada por dentro y por fuera. Su única utilidad aparente era servir de refugio a quienes dormían en su interior y de soporte para las pintadas que cubrían el exterior. Bosch no supo para qué servía hasta que el guarda de la presa le contó que era una barrera contra el lodo. Cuando llovía mucho, le había explicado el guarda, se producían desprendimientos en la ladera de la montaña. La tubería de un metro de diámetro, seguramente una sobra de algún proyecto o chapuza municipal, había sido colocada en el lugar más proclive a dichos desprendimientos como primera y única defensa. Había sido fijada al suelo mediante una anilla de hierro de un centímetro de grueso empotrada en cemento. Antes de entrar en la tubería, Bosch se había puesto un mono del Departamento de Policía con las letras «LAPD» en la espalda. Al sacarlo del maletero de su coche, había pensado que el mono probablemente estaba más limpio que el traje que quería proteger. De todos modos se lo puso, porque era su costumbre. Bosch era un detective supersticioso y metódico, a la antigua usanza. Mientras avanzaba con la linterna en la mano por el claustrofóbico cilindro que apestaba a humedad, Bosch sintió que la garganta se le secaba y el corazón se le aceleraba. Una sensación familiar de vacío en el estómago se apoderó de él: miedo. Pero en cuanto encendió la linterna y la oscuridad se desvaneció, también lo hizo su desasosiego, y se puso manos a la obra. Ahora se encontraba junto a la presa, fumando y pensando. Crowley, el sargento de guardia, tenía razón; el hombre de la cañería estaba muerto. Pero también se equivocaba, porque el caso no iba a ser fácil. Harry no volvería a casa a tiempo para su siesta o para escuchar el partido de los Dodgers por la radio. Las cosas no estaban claras, y Harry lo había sabido al instante. Dentro de la tubería, Bosch no encontró huellas o, mejor dicho, no encontró huellas de utilidad. El suelo estaba oculto bajo una capa de tierra naranja, cubierta a su vez de bolsas de papel, botellas de vino vacías, bolas de algodón, jeringas usadas y papel de periódico dispuesto para dormir encima; en definitiva, los restos de vagabundos y drogadictos. A medida que avanzaba hacia el cadáver, Bosch lo estudiaba todo meticulosamente a la luz de la linterna. No encontró ningún rastro atribuible al muerto, que yacía en el suelo con la cabeza en primer plano. Algo no encajaba. Si el hombre hubiese entrado por su propio pie, habría dejado alguna huella. Si lo hubiesen arrastrado, también debería haber alguna señal. Pero no había nada, y aquel dato no fue lo único que preocupó a Bosch. Cuando llegó hasta el cuerpo, lo encontró con la camisa subida hasta la cabeza y los brazos enrollados dentro. Bosch había visto suficientes muertos como para saber que todo era posible durante los últimos estertores. Una vez trabajó en un caso de suicidio en el que un hombre que se había disparado en la cabeza se cambió los pantalones antes de morir. Al parecer lo hizo para que no encontraran el cuerpo manchado con sus propias deyecciones. No obstante, a Harry no le convenció la posición del cadáver. Más bien parecía que alguien lo hubiera agarrado por el cuello de la camisa y lo hubiera metido a rastras en la cañería. No lo movió ni le retiró la camisa de la cara; únicamente observó que se trataba de un hombre de raza blanca. A simple vista no estaba clara la causa de la muerte. Después de examinar el cadáver, lo sorteó cuidadosamente -con el rostro a apenas a un palmo de él- y continuó recorriendo a rastras los cuarenta metros de cañería. Al cabo de veinte minutos salió de nuevo a la luz del día sin haber encontrado ninguna pista. Entonces envió a un experto llamado Donovan para que tomara nota de los objetos encontrados y grabara en vídeo la situación del cadáver. La cara del experto delató su sorpresa, ya que no esperaba tener que meterse en la tubería en un caso tan claro de sobredosis. Tendría entradas para los Dodgers, pensó Bosch. Después de dejar a Donovan con lo suyo, Bosch encendió otro cigarrillo y caminó hacia la presa para contemplar la ciudad contaminada y sus criaturas. Se apoyó en la barandilla. Desde aquella distancia el sonido del tráfico procedente de la autopista de Hollywood parecía un rumor suave, como un océano tranquilo. A través de la abertura de la cañada, Bosch distinguió las piscinas azules y los tejados de estilo mexicano típicos de aquella zona. Una mujer con una camiseta blanca de tirantes y pantalones cortos verde lima pasó corriendo a su lado. Enganchado al cinturón llevaba un minitransistor con un cablecito amarillo conectado a unos auriculares. Parecía inmersa en su propio mundo, ajena al grupo de policías que se agolpaban un poco más adelante. Al llegar al final de la presa, la mujer se percató del precinto amarillo que le ordenaba, en dos idiomas, que se detuviera. Se detuvo sin dejar de saltar en el mismo sitio, mientras su larga cabellera rubia se pegaba a los hombros sudados. La mujer contempló a los policías, la mayoría de los cuales a su vez la estaban mirando a ella, dio media vuelta y volvió a pasar por delante de Bosch, que también la siguió con la mirada. Éste observó que la mujer se desviaba al pasar por delante de la caseta de las turbinas y decidió averiguar por qué. Al llegar allí descubrió unos cristales en el suelo y, al alzar la cabeza, una bombilla rota todavía enroscada a la lámpara que colgaba sobre la puerta de la caseta. Se propuso preguntarle al portero si había comprobado el estado de la bombilla recientemente. Cuando volvió a su puesto en la barandilla, un movimiento captó su atención. Al bajar la mirada, descubrió un coyote olisqueando la mezcla de pinaza y basura que cubría el terreno arbolado junto a la presa. El animal era pequeño, con el pelaje sucio y lleno de calvas. Al igual que los pocos coyotes que quedaban en las reservas naturales próximas a la ciudad, aquél, si quería sobrevivir, tenía que escarbar entre los restos que los vagabundos ya habían escarbado antes. – Ya lo sacan -anunció una voz detrás de él. Bosch se volvió y vio a uno de los hombres de uniforme asignados a aquel caso. Asintió con la cabeza y lo siguió, alejándose de la presa y pasando por debajo del precinto amarillo en dirección a la tubería. De la entrada de aquella cañería cubierta de pintadas salía un murmullo de gruñidos y exclamaciones. Un hombre sin camisa, con la espalda musculosa cubierta de rasguños y suciedad, emergió arrastrando una tela de plástico resistente sobre la que yacía el cuerpo. El muerto todavía estaba boca arriba con la cabeza y las manos prácticamente ocultas por la camisa negra. Bosch buscó a Donovan con la mirada y lo encontró guardando una cámara de vídeo en la camioneta azul de la policía. Inmediatamente se dirigió hacia él. – Necesito que vuelvas a entrar. Toda esa mierda que hay ahí dentro… periódicos, latas, bolsas (también vi unas hipodérmicas), algodón, envases…, quiero que lo recojas todo. – De acuerdo -respondió Donovan. Hizo una pausa y después añadió-: Oye, a mí no me importa, pero… ¿tú crees que tenemos un caso? ¿Vale la pena que nos matemos a trabajar? – No creo que lo sepamos hasta la autopsia. Bosch empezó a alejarse, pero se detuvo un instante. -Donnie, ya sé que es domingo… bueno… gracias por volver a entrar. – De nada. Es mi trabajo. El hombre descamisado y el ayudante del forense estaban en cuclillas junto al cuerpo. Ambos llevaban guantes blancos. El ayudante era Larry Sakai, un tipo que Bosch conocía desde hacía años, pero que nunca le había caído bien. Sakai tenía a su lado una caja de plástico de las que se utilizan para guardar utensilios de pesca, de la cual sacó un bisturí. Con él hizo una incisión de un par de centímetros en el costado del hombre, encima de la cadera izquierda, de la que no salió sangre. Entonces cogió un termómetro de la caja y lo fijó al extremo de una sonda curvada, la introdujo en el corte y, con gran habilidad, pero poca delicadeza, fue dándole vueltas para llegar al hígado. El hombre descamisado puso cara de asco y Bosch se fijó en que tenía una lágrima azul tatuada en el rabillo del ojo derecho. A Bosch le pareció extrañamente apropiado, seguramente era la máxima lástima que el difunto iba a suscitar entre sus colegas. – La hora de la muerte va a ser una putada -comentó Sakai sin apartar la vista de su trabajo-. La tubería, con el calor, va a desvirtuar la pérdida de temperatura del hígado. Cuando estábamos ahí dentro, Osito le ha puesto el termómetro y marcaba 27,2°. Diez minutos más tarde marcaba 28,3°. O sea, que no tenemos la temperatura exacta ni del cuerpo ni de la cañería. – ¿Y eso qué significa? -dijo Bosch. – Que no puedo decirte nada aquí mismo. Tengo que llevármelo y hacer números. – Es decir, dárselo a alguien que realmente sepa hacerlo -apuntó Bosch. – Lo tendrás cuando asistas a la autopsia; no te preocupes. – Por cierto, ¿quién corta hoy? Sakai no contestó; estaba demasiado ocupado con las piernas del muerto. Primero agarró los zapatos y movió un poco los tobillos, luego fue palpando las piernas y finalmente las levantó por los muslos para comprobar si se doblaban las rodillas. A continuación apretó las manos sobre el abdomen como si estuviera buscando droga. Por último metió la mano por debajo de la camisa e intentó girar la cabeza, pero ésta no se movió. Bosch sabía que el rigor mortis se extendía de la cabeza al tronco y luego a las extremidades. – El cuello está tieso -explicó Sakai-. El estómago lo está a medias y las extremidades todavía tienen flexibilidad. Sakai se sacó un lápiz de detrás de la oreja y lo usó para apretar la piel del costado. La parte del cuerpo más cercana al suelo presentaba unas manchas violáceas, como si estuviera lleno de vino hasta la mitad. Era la lividez post mórtem; cuando el corazón deja de bombear sangre, ésta se concentra en la zona más baja del cuerpo. Al apretar la goma del lápiz contra la piel oscura, el área no emblanqueció, lo cual indicaba que la sangre se había coagulado. El hombre llevaba varias horas muerto. – La lividez es uniforme -prosiguió Sakai-. Según ese dato y el rigor mortis, yo diría que este tío lleva muerto entre seis y ocho horas. No te puedo decir más hasta que analice la temperatura, así que de momento tendrás que conformarte. Sakai no levantó la mirada al decir esto, sino que él y su amigo Osito empezaron a registrar los bolsillos del pantalón militar del cadáver. Todos, incluidos los enormes bolsillos laterales, estaban vacíos. Luego le dieron la vuelta para verificar los de atrás, hecho que Bosch aprovechó para examinar de cerca la espalda desnuda del cadáver. La piel se había tornado violácea a causa de la lividez y la suciedad, pero Bosch no vio ningún rasguño o marca que indicara que el cuerpo había sido arrastrado. – En los pantalones no hay nada para identificarlo -dijo Sakai, todavía sin alzar la vista. A continuación empezaron a tirar cuidadosamente de la camisa negra con el objeto de descubrir la cabeza. El muerto tenía el cabello ondulado, con más canas que pelo negro. Llevaba una barba descuidada y aparentaba unos cincuenta años, por lo que Bosch dedujo que tendría unos cuarenta. En el bolsillo de la camisa había algo que el ayudante del forense se apresuró a sacar; después de examinarlo un momento, lo metió en una bolsita de plástico que le ofreció su compañero. – ¡Eureka! -comentó Sakai, pasándole la bolsita a Bosch-. El equipo completo. Esto nos facilita el trabajo. Acto seguido, Sakai levantó los párpados agrietados del cadáver. Los ojos eran azules, con un barniz lechoso y unas pupilas reducidas al tamaño de la punta de un lápiz. Bosch sintió que le miraban, y cada pupila era un pequeño agujero negro. Sakai tomó notas en un bloc, aunque ya había tomado una decisión. Sacó una almohadilla de tinta y una ficha de su caja, entintó los dedos de la mano izquierda del cadáver y los estampó sobre la ficha. Bosch estaba admirando la destreza y rapidez con la que llevaba a cabo esta operación cuando, de pronto, el ayudante del forense se detuvo. – Eh, mira. Movió el dedo índice con delicadeza y lo hizo girar en todas direcciones. La articulación estaba rota, aunque no había señal de inflamación o hemorragia. – Parece post mórtem -opinó Sakai. Bosch se acercó para examinar el dedo con cuidado, quitándole la mano a Sakai y palpándola directamente, sin guantes. Luego lanzó una mirada recriminatoria, primero a Sakai y luego a Osito. – No empieces, Bosch -protestó Sakai-. A él no lo mires. Nunca haría algo así; es alumno mío. Bosch no le recordó a Sakai que era él quien iba al volante de la camioneta de Homicidios cuando, unos meses antes, perdieron un cadáver atado a una camilla de ruedas en plena autopista. La camilla rodó por la salida de Lankershim Boulevard y se estrelló contra un coche aparcado en una gasolinera. Para colmo, por culpa de la separación de vidrio en la camioneta, Sakai no se enteró hasta que llegó al depósito. Bosch devolvió la mano del muerto al ayudante del forense, quien se volvió hacia Osito y le hizo una pregunta en español. El rostro pequeño y moreno de Osito se ensombreció y luego negó con la cabeza. – Ni siquiera le ha tocado las manos. Antes de acusar a alguien, asegúrate de que es el culpable. Cuando Sakai terminó de tomar las huellas dactilares, le pasó la ficha a Bosch. – Mete las manos en bolsas -le dijo éste, a pesar de que no hacía falta-. Y los pies. Bosch retrocedió un poco y empezó a agitar la ficha para secar la tinta, mientras con la otra mano aguantaba la bolsa con la prueba que le había pasado Sakai. Contenía una aguja hipodérmica, una ampollita medio llena de algo que parecía agua sucia, un poco de algodón y una caja de cerillas. Era un equipo completo para chutarse, con aspecto de estar relativamente nuevo. La aguja estaba limpia, sin rastro alguno de corrosión. El algodón, supuso Harry, sólo había sido usado como colador una o dos veces, porque había unos cristalitos de color marrón blancuzco entre las fibras. Dándole la vuelta a la bolsa de plástico consiguió ver el interior de la caja de cerillas y descubrió que sólo faltaban dos. En ese momento, Donovan salió a gatas de la tubería. Llevaba un casco de minero y unas cuantas bolsitas de plástico que contenían objetos tan diversos como un periódico amarillento, un envoltorio y una lata de cerveza arrugada. En la otra mano sostenía un plano que mostraba dónde había encontrado cada cosa en la tubería. Le colgaban telarañas del casco y el sudor le surcaba el rostro, manchando la mascarilla que le tapaba boca y nariz. Cuando Bosch le mostró la bolsa con el equipo para chutarse, Donovan se paró en seco. – ¿Has encontrado una olla? -le preguntó Bosch. – ¡No me digas que es un yonqui! -exclamó Donovan-. Lo sabía… ¿Entonces por qué cono estamos haciendo todo esto? Bosch no contestó, sino que esperó a que se calmara. – La respuesta es sí. He encontrado una lata de Coca-Cola -contestó finalmente Donovan. El experto en huellas repasó las bolsitas de plástico y le pasó a Bosch una que contenía dos mitades de una lata de Coca-Cola. La lata parecía bastante nueva; la habían cortado en dos con una navaja y habían usado la superficie cóncava de la parte inferior para calentar la heroína y el agua: una olla. La mayoría de drogadictos ya no utilizaban cucharas porque llevar una encima constituía motivo de detención. Las latas, sin embargo, eran fáciles de obtener y se podían usar y tirar. – Necesitamos las huellas dactilares del equipo y la lata lo antes posible -afirmó Bosch. Donovan asintió y se llevó su cargamento de bolsitas de plástico hacia la camioneta. Harry volvió su atención a los hombres del forense. – ¿Llevaba navaja? -preguntó. -No -confirmó Sakai-. ¿Por qué? -Me falta la navaja. Sin navaja, la escena está incompleta. – ¿Y qué? El tío es un yonqui. Los yonquis se roban entre ellos. Seguramente la navaja se la llevaron sus colegas. Con las manos enguantadas, Sakai enrolló las mangas de la camisa del muerto, dejando al descubierto una red de cicatrices en ambos brazos: viejas señales de pinchazos y cráteres que eran el resultado de abscesos e infecciones. En el pliegue del codo izquierdo había un pinchazo fresco y una gran hemorragia amarilla y violácea bajo la piel. – Voila -dijo Sakai-. El tío se metió una mierda en el brazo y la diñó. Yo ya decía que era un caso de sobredosis, Bosch. Hoy te podrás ir a casa temprano y ver a los Dodgers. Bosch se inclinó otra vez para examinar el brazo más de cerca. – Eso me dice todo el mundo -comentó. Sakai probablemente tenía razón, pensó Bosch, pero aún no quería dar carpetazo al caso. Había demasiados cabos sueltos: la ausencia de huellas en la tubería, la camisa sobre la cabeza, el dedo roto, la falta de navaja. – ¿Por qué todas las marcas son antiguas excepto ésa? -preguntó Bosch, más para sí mismo que para Sakai. – ¿Quién sabe? -respondió el ayudante del forense-. Quizá llevaba un tiempo desenganchado y decidió volverse a chutar. Un yonqui es un yonqui, tío. No busques más razones. Mientras examinaba las cicatrices, Bosch se fijó en mu marca de tinta azul sobre la piel del bíceps izquierdo. La camisa enrollada le impedía ver lo que ponía. – Súbele la manga -dijo Bosch, señalando con el dedo. Sakai lo arremangó hasta el hombro, revelando un tatuaje azul y rojo. El dibujo era el de una rata, estilo tebeo, con una sonrisa malévola, dentuda y vulgar. La rata estaba de pie sobre las patas traseras; sostenía una pistola en una mano, y en la otra una botella de licor marcada «XXX». Sakai intentó leer las palabras azules que había encima y debajo del dibujo, a pesar de que estaban parcialmente borradas por el tiempo y el estiramiento de la piel. – «Primura», no, «Primero». «Primero de Infantería.» Este tío estuvo en el ejército. La parte de abajo no la entien…, espera, está en otro idioma. «Non… Gratum… Anum… Ro…» El final no se lee. – Rodentum -dijo Bosch. Sakai lo miró. – Es latín macarrónico. Significa: «Peor que el culo de una rata» -explicó Bosch-. Este hombre era una rata de los túneles. En Vietnam. – Ah -dijo Sakai, mirando a su alrededor-. Pues al final ha acabado en un túnel. Bueno, más o menos. Bosch alargó la mano hasta el rostro del hombre muerto y le apartó los rizos canosos de la frente y de los ojos sin expresión. Este gesto, sin guantes, hizo que los demás dejasen sus tareas y contemplaran un comportamiento tan extraño como antihigiénico. Bosch no les prestó atención; se quedó mirando aquella cara durante un buen rato, ajeno al mundo. En cuanto se dio cuenta de que conocía ese rostro tan bien como el tatuaje, le asalte la imagen de un hombre joven: huesudo y moreno, con el pelo rapado. Vivo, no muerto. Entonces se puso en pie y se volvió rápidamente. Aquel movimiento tan brusco e inesperado le hizo chocar con Jerry Edgar, que finalmente había llegado y se disponía a examinar el cadáver. Los dos dieron un paso atrás, momentáneamente aturdidos. Bosch se llevó una mano a la frente, mientras Edgar, que era mucho más alto, se palpaba la barbilla. – ¡Mierda, Harry! -exclamó Edgar-. ¿Estás bien? – Sí. ¿Y tú? Edgar se miró la mano para ver si sangraba. -Sí, perdona. ¿Por qué has pegado ese salto? -No lo sé. Bosch empezó a alejarse del grupo y su compañero lo siguió, después de echarle un vistazo rápido al cadáver. – Lo siento, Harry -se disculpó Edgar-. He tenido que esperar una hora a que alguien viniera a sustituirme. Dime qué has encontrado. Mientras hablaba, Edgar seguía frotándose la mandíbula. – Aún no estoy seguro -le respondió Bosch-. Quiero que busques uno de esos coches patrulla con un terminal conectado al ordenador central. Uno que funcione. A ver si consigues los antecedentes de Meadows, Billy, mejor dicho, William. Fecha de nacimiento: alrededor de 1950. También necesitamos su dirección. Prueba con el Registro de Vehículos. – ¿Es ése el fiambre? Bosch asintió. – ¿No ponía el domicilio en la documentación? – No llevaba documentación. Lo he identificado yo, así que compruébalo en el ordenador. Tiene que haber alguna referencia a los últimos años; al menos como toxicómano, en la División Van Nuys. Edgar se dirigió lentamente hacia la fila de coches negros y blancos en busca de uno con una pantalla en el salpicadero. Como era un hombre corpulento, parecía que caminase despacio, pero Bosch sabía por experiencia lo que costaba seguirle el paso. Ese día iba impecablemente vestido con un traje marrón con finas rayas blancas. Llevaba el pelo muy corto y tenía la piel tan suave y negra como la de una berenjena. Mientras se alejaba, Bosch no pudo evitar preguntarse si habría llegado tarde a propósito para no tener que ponerse el mono y entrar en la tubería, lo que habría arruinado su estupendo conjunto. Bosch fue a buscar una cámara Polaroid al maletero de su coche y regresó al lugar donde estaba el cuerpo. Se colocó con una pierna a cada lado del cadáver y empezó a hacerle fotos de la cara. Decidió que tres serían suficientes y las fue dejando una a una sobre la tubería. Al observar los estragos causados por el tiempo en aquel rostro, Bosch pensó en la sonrisa ebria que mostraba la noche en que todas las ratas del Primero de Infantería salieron de la tienda de tatuajes de Saigón. Habían tardado cuatro horas, pero los que formaban aquel grupo de soldados agotados se convirtieron en hermanos de sangre gracias al dibujo que todos se habían tatuado en el hombro. Bosch recordó a Meadows participando del espíritu de compañerismo y también del miedo que los embargaba a todos. Harry se alejó del cuerpo mientras Sakai y Osito acercaban una pesada bolsa de plástico negro con una cremallera en el centro. Una vez desdoblada y abierta, los hombres del forense levantaron a Meadows y lo depositaron sobre ella. – Parece la Fea Durmiente -comentó Edgar. Cuando Sakai subió la cremallera, Bosch observó que había pillado algunos de los rizos canosos de Meadows. A éste no le habría importado; una vez le había contado a Bosch que él estaba destinado a acabar en una bolsa como aquélla. Según él, todos lo estaban. Edgar sostenía una libretita en una mano y una estilográfica de oro en la otra. – William Joseph Meadows, nacido el 21 de julio de 1950. ¿Crees que se trata de él, Harry? – Sí. – Pues tenías razón; tiene antecedentes, aunque no son sólo por drogadicción. También hay atraco a un banco, intento de robo, posesión de heroína. Hace más o menos un año lo arrestaron por vagabundear por aquí mismo. Y hay un par de peleas entre yonquis, entre ellas la que has mencionado de Van Nuys. ¿Qué era para ti?, ¿un confidente? – No. ¿Has encontrado su dirección? -Vive en el valle de San Fernando en Sepúlveda, cerca de la fábrica de cerveza. Es un barrio difícil para vender una casa. -Edgar hizo una pausa-. Si no era un chivato, ¿de qué lo conocías? – No lo conocía, al menos en los últimos años. Fue en otra vida. – ¿Y eso qué significa? ¿Cuándo lo conociste? -La última vez que vi a Billy Meadows fue hace unos veinte años. Él era… Fue en Saigón. – Sí, fue en Vietnam hace ya veinte años. -Edgar se acercó a las fotos y examinó las tres instantáneas de Billy-. ¿Lo conocías mucho? – No…, bueno, tanto como era posible llegar a conocer a alguien en aquel lugar. Aunque aprendes a confiar tu vida a otras personas, cuando todo se acaba te das cuenta de que a la mayoría apenas los conoces. Ni siquiera lo volví a ver cuando regresamos. Hablé con él por teléfono el año pasado; eso es todo. – ¿Y cómo lo has reconocido? – Al principio no me he dado cuenta, pero al ver el tatuaje en el brazo, me ha venido la imagen de la cara, Supongo que uno se acuerda de tipos como él. Bueno, al menos yo sí. – Supongo que sí-Permanecieron un momento en silencio. Bosch intentaba decidir qué hacer, pero sólo podía pensar en la casualidad de ser llamado a ver un cadáver y descubrir que era Meadows. Edgar rompió el encantamiento. – Bueno, ¿quieres decirme qué es eso tan sospechoso que has encontrado? Donovan está que muerde con todo el trabajo que le estás dando. Bosch le contó a Edgar lo que no encajaba: la ausencia de huellas en la cañería, la camisa sobre la cabeza, el dedo roto y el hecho de que no hubiera una navaja. – ¿Una navaja? -preguntó su compañero. – Necesitaba algo con que cortar la lata en dos para hacerse una olla…, si es que la olla era suya. – Podría haberla traído consigo. O tal vez alguien entró y se llevó la navaja una vez muerto. Si es que había una navaja. – Puede ser, pero no hay huellas que lo confirmen. – Bueno, sabemos por sus antecedentes que era un yonqui total. ¿Ya era así cuando lo conociste? – Más o menos. Consumía y vendía. – Es lo mismo: un drogadicto toda su vida. Es imposible predecir lo que va a hacer esa gente, ni cuándo se van a enganchar o desenganchar. Son casos perdidos, Harry. – Pero él lo había dejado, o al menos eso creo. Sólo tiene un pinchazo fresco en el brazo. – Harry, me has dicho que no lo veías desde Saigón ¿Cómo sabes si lo había dejado o no? – No lo vi, pero hablé con él. Me llamó por teléfono una vez, el año pasado. Fue en julio o agosto. Los de estupefacientes lo habían detenido después de una redada. No sé cómo, quizás a través del periódico o algo así (era la época del caso del Maquillador), descubrió que yo era policía y me llamó a Robos y Homicidios. Me telefoneo desde la cárcel de Van Nuys para pedirme ayuda. Sólo tenía que pasar, no sé, unos treinta días en chirona, pero; estaba hecho polvo, me dijo. Me contó que no lo soportaría, que no tenía fuerzas para dejar la droga solo… Bosch se quedó callado sin terminar la historia. Al cabo de un rato, Edgar lo animó a continuar. – ¿Y qué pasó? ¿Qué hiciste? – Le creí. Hablé con el poli. Recuerdo que se llamaba Nuckles, porque ese nombre me hacía pensar en kruckses, «nudillos», muy adecuado para un policía callejero. Llamé a la clínica de la Asociación de Veteranos de Sepúlveda y metí a Meadows en un programa de desintoxicación. Nudillos me ayudó; él también estuvo en Vietnam y consiguió que el fiscal pidiera al juez una suspensión de condena y su traslado. Total, que a un centro de rehabilitación; Meadows entró en la clínica de la Asociación de Veteranos. Yo me pasé por allí seis semanas más tarde y me dijeron que había completado el programa; había dejado la droga y estaba bien. Bueno, al menos eso es lo que me dijeron. Se encontraba en la segunda etapa, la de mantenimiento: sesiones con el psiquiatra, terapia de grupo y todo eso. No volví a hablar con Meadows después de esa primera llamada. Él nunca me volvió a llamar y yo nunca intenté localizarlo. Edgar bajó la vista hacia su libreta, aunque Bosch veía que la página estaba en blanco. – Mira, Harry -dijo Edgar-, de eso hace casi un año. Para un yonqui es mucho tiempo. Desde entonces podría haberse enganchado y desenganchado tres veces. ¿Quién sabe? Ése no es nuestro problema en este momento. Ahora mismo la cuestión es: ¿qué quieres hacer con lo que tenemos aquí? – ¿Tú crees en las casualidades? -preguntó Bosch. – No lo sé. Yo… – Yo no. – Harry, no sé de qué me estás hablando, pero ¿sabes lo que pienso? Que no veo nada que me llame la Mención. Un tío se mete en la tubería, en la oscuridad no v. muy bien lo que hace, se chuta demasiado caballo y la palma. Ya está. Tal vez había alguien con él, alguien que porro las huellas al salir y le birló la navaja. Hay miles de posibilidades dis… – A veces las cosas no llaman la atención, Jerry. Ése es el problema. Es domingo: todo el mundo quiere irse a descansar, jugar al golf, vender casas o ver el partido de béisbol. A ninguno de nosotros le importa demasiado; sólo estamos cubriendo el expediente. ¿No ves que ellos cuentan con eso? – ¿Quiénes son «ellos», Harry? – Los que hicieron esto. Bosch se calló un momento. No estaba convenciendo a nadie, ni siquiera a él mismo. Además, atacar la dedicación de Edgar no era buena idea. A Edgar le faltaban veinte años para retirarse. Cuando llegara ese momento pondría un pequeño anuncio en la revista de la policía -«Agente jubilado. Descuentos para compañeros»- y ganaría un cuarto de millón de dólares al año vendiendo casas de policías o para policías en el valle de San Fernando, el valle de Santa Clarita, el valle de Antelope o en el próximo valle que se les pusiera por delante a las excavadoras. – ¿Por qué iba a meterse en la tubería? -continuó Bosch-. Dices que vivía en el valle de San Fernando, en, Sepúlveda. ¿Por qué venir aquí? – ¿Y yo qué sé, Harry? El tío era un yonqui; igual lo echó su mujer o la palmó y sus amigos lo trajeron aquí para no tener que dar explicaciones. – Eso sigue siendo un delito. – Sí, pero ya me dirás qué fiscal del distrito presenta los cargos. – Su equipo estaba limpio, nuevo. Las marcas de brazo, en cambio, parecían viejas. No creo que se estuviese pinchando otra vez, al menos regularmente. Hay algo que no encaja. – Bueno, ya sabes, con el sida y todo eso han de llevarlo todo limpio. Bosch tenía la mirada perdida. – Harry, escúchame -insistió Edgar-. Lo que quiero decir es que quizás hace veinte años este tío fuera tu compañero de trinchera, pero este año era un yonqui; no vas a encontrar explicaciones para todas sus acciones. Lo del equipo y las huellas no lo sé, pero lo que sí sé es que éste no parece un caso por el que valga la pena matarse. Éste es un caso de nueve a cinco sin fines de semana. Bosch se rindió…, de momento. – Yo me voy a Sepúlveda -dijo-. ¿Tú vienes, o te vuelves a tus casas? – Ya sabes que yo hago mi trabajo -respondió Edgar suavemente-. El que no estemos de acuerdo en algo no significa que no vaya a hacer lo que se me paga por hacer. Ya sabes que nunca ha sido así y nunca lo será. De todos modos, si no te gusta, mañana por la mañana vamos a ver a Noventa y ocho y le pedimos un cambio. Bosch se arrepintió inmediatamente de haber hecho aquel comentario, pero no dijo nada. Muy bien -decidió Bosch-. Tú vete a compro-i hay alguien en la casa. Yo me reuniré contigo en cuanto acabe por aquí. Edgar se dirigió hacia la tubería y cogió una de las fotos de Meadows. Sin dirigir la palabra a Bosch, se la metió en el bolsillo del abrigo y se encaminó hacia el camino de acceso, donde había aparcado el coche. Después de quitarse el mono, plegarlo y meterlo en el maletero de su coche, Bosch contempló a Sakai y a Osito mientras colocaban el cuerpo sobre una camilla y lo metían en la parte trasera de una camioneta azul. Bosch se dirigió hacia ellos, pensando en cómo conseguir que dieran prioridad a esa autopsia para obtener el resultado al día siguiente, en lugar de cuatro o cinco días más tarde. Cuando los alcanzó, el ayudante del forense estaba abriendo la puerta de la camioneta. – Bosch, nos vamos. Bosch le aguantó la puerta. – ¿Quién corta hoy? – ¿A éste? Nadie. – Venga, Sakai. ¿A quién le toca? – A Sally. Pero a éste ni se va a acercar. – Mira, acabo de tener la misma discusión con mi compañero. ¡No empieces tú también! – Mira tú, Bosch. Y escucha. Llevo trabajando desde las seis de la tarde de ayer y éste es el séptimo cadáver que examino. Tenemos varios atropellados, un par de ahogados, un caso de agresión sexual. La gente se muere por conocernos, Bosch. Estamos hasta las orejas de trabajo y no tenemos tiempo para algo que no se sabe si es un caso. Por una vez escucha a tu compañero. Este fiambre pasará a la cola, así que le haremos la autopsia el miércoles o el jueves. Te prometo que como mucho el viernes. Además, ya sabes que las análisis del laboratorio tardan diez días como mínimo. ¿Me quieres decir a qué viene tanta prisa? – Los análisis, no las análisis. – Vete a la mierda. – Dile a Sally que necesito el informe preliminar para hoy y que me pasaré más tarde. – Joder, Bosch. Te estoy diciendo que tenemos pasillo lleno de cuerpos que son 187 seguro. Salazar va a tener tiempo para algo que todo el mundo menos opina que es un caso clarísimo de sobredosis. ¿Qué quieres que le diga para convencerle de que haga la autopsia hoy? – Enséñale el dedo, dile que no había huellas en tubería. Ya se te ocurrirá algo. Dile que el muerto sabía demasiado de inyectarse para morir de una sobredosis Sakai apoyó la cabeza sobre la chapa de la camioneta, soltó una carcajada y luego sacudió la cabeza como un niño hubiera hecho un chiste. – ¿Y sabes lo que me dirá? Me dirá que no importa el tiempo que llevara picándose. Todos acaban palmandola. A ver, ¿cuántos yonquis de sesenta y cinco año conoces? Ninguno dura tanto; al final los mata la jeringa, como a este tío de la tubería. Bosch se dio la vuelta y miró a su alrededor par; comprobar que ninguno de los policías de uniforme es taba mirando o escuchando. Después se volvió hacia Sakai. – Sólo dile que pasaré más tarde -susurró-. Si no encuentra nada en el preliminar, vale; podéis sacar el cada. ver al pasillo y ponerlo al final de la cola, o aparcarlo en la gasolinera de Lankershim; a mí me importa un bledo. Pero díselo a Sally; es él quien tiene que decidir, no tú. Retiró la mano de la puerta de la camioneta y dio un paso atrás. Sakai entró en el vehículo y cerró de un portazo. Después de arrancar el motor, se quedó mirando a Bosch a través de la ventanilla y luego la bajó para decirle: – Eres un pesado, Bosch. Mañana por la mañana; no puedo hacer más. Hoy es imposible. – ¿La primera autopsia del día? – ¿Y nos dejarás en paz? – ¿La primera? – Bueno, bueno. La primera. – Muy bien, os dejo en paz. Hasta mañana. – A mí no me verás. Yo estaré durmiendo. Sakai subió la ventanilla, se puso en marcha y Bosch lio un paso atrás para dejarlo pasar. Lo siguió con la mirada y luego posó de nuevo la vista en la tubería. En ese momento se fijó por primera vez en las pintadas; aunque ya había visto que el exterior estaba totalmente cubierto con mensajes, esta vez se puso a leerlos. Muchos eran antiguos y se confundían unos con otros, una sopa de letras en la que se mezclaban amenazas ya olvidadas o cumplidas con eslóganes del tipo «Abandona Los Ángeles». Tampoco faltaban los nombres de guerra de los autores: Ozono, Bombardero, Artillero… Uno de los garabatos más recientes le llamó la atención; estaba a unos cuatro metros del final de la tubería y decía «Ti». Las dos letras habían sido pintadas con soltura, de un solo trazo. El palo de la «T» se curvaba hacia abajo como si fuera una boca abierta. Aunque no tuviera dientes, Bosch se los imaginó; era como si el dibujo estuviera inacabado. Aún así, estaba bien hecho y era original. Bosch le hizo una foto. Tras meterse la Polaroid en el bolsillo, Bosch se dirigió a la furgoneta de la policía. Donovan estaba guardando su equipo en unos estantes y las bolsitas de pruebas en unas cajas de madera que anteriormente habían contenido vino de Napa Valley. – ¿Has encontrado alguna cerilla quemada? – Sí, una reciente -contestó Donovan-. Totalmente consumida, a unos tres metros de la entrada. Está ahí marcada. Bosch cogió el diagrama de la tubería, que mostraba la posición del cuerpo y el lugar donde se habían hallado las diversas pruebas y se fijó en que habían encontrado; cerilla a unos cuatro metros y medio del cadáver. Donovan se la enseñó, dentro de su bolsita de plástico. – Ya te diré si coincide con el paquete que encontramos en el cuerpo -prometió Donovan-. ¿Es eso que querías? – ¿Y los de uniforme? ¿Qué han encontrado? – Está todo ahí -respondió Donovan, señalan con el dedo un cubo en el que se apilaban aún más bolsitas de plástico. Éstas contenían desperdicios recogidos por los oficiales de patrulla en un radio de cincuenta metros de la tubería y cada una llevaba una descripción del lugar donde la habían encontrado. Bosch empezó sacarlas del cubo para examinar su contenido, que en general era basura que seguramente no tenía nada que ver con el cadáver: periódicos, trapos, un zapato de tacón, un calcetín blanco lleno de pintura seca de color azul… Esto último debía de ser para colocarse. Bosch cogió una bolsa que contenía el tapón de u aerosol; la siguiente bolsa contenía el recipiente, cuya etiqueta describía el color como «azul mar». Al sopesarlo, descubrió que todavía quedaba pintura. Sin pensarlo dos veces, se llevó la bolsa hasta la tubería, la abrió y, apretando el botón con un bolígrafo, dibujó una línea azul junto a las letras «Ti». Como había apretado demasiado, la pintura se corrió, deslizándose por la pared curvada de la tubería y goteando sobre el suelo de grava. De todos modos, había comprobado que el color coincidía. Bosch reflexionó sobre ello un instante. ¿Por qué iba alguien tirar un aerosol medio lleno? La nota dentro de la bolsa decía que lo habían descubierto cerca de la orilla del embalse. Alguien había intentado arrojarlo al agua, pero se había quedado corto. De nuevo se preguntó por qué. Se agachó junto a la tubería y, tras examinar las letras detenidamente, decidió que, cualquiera que fuese el mensaje, estaba inacabado. Algo había ocurrido que había obligado al artista a dejar lo que estaba haciendo y tirar el aerosol, el tapón y su calcetín por encima de la valla. ¿La policía? Bosch sacó su libreta y escribió una nota para acordarse de llamar a Crowley después de las doce y preguntarle si alguno de sus hombres había patrullado la presa durante el turno de noche. Pero ¿y si no fue un poli el que hizo que el artista arrojara la pintura? ¿Y si el artista había visto cómo metían el cadáver en la tubería? Bosch recordó lo que Crowley había dicho sobre la persona que había dado el aviso, «un chaval, imagínate». ¿Fue el artista quien llamó? Bosch se llevó el aerosol a la furgoneta de la policía y se lo devolvió a Donovan. – Cuando acabes con el equipo y la olla, le sacas las huellas dactilares -dijo-. Creo que pueden pertenecer a un testigo. – Lo que tú digas -respondió Donovan. Bosch dejó atrás la montaña y descendió por Barham Boulevard hasta llegar a la autopista de Hollywood. Desde allí puso rumbo al norte, atravesó el paso de Cahuenga, cogió la carretera de Ventura hacia el oeste y luego la autopista de San Diego hacia el norte. Sólo tardó veinte minutos en recorrer los dieciséis kilómetros que le si paraban de la salida de Roscoe porque, al ser domingo no había mucho tráfico. Al dejar la autopista se diría hacia el este por Langdon y, tras atravesar unas cuanta manzanas, llegó al barrio de Meadows. Sepúlveda, como casi todas las poblaciones de los alrededores de Los Ángeles, tenía barrios buenos y barrio malos. En la calle de Meadows, Bosch no esperaba encontrar céspedes cuidados ni Volvos aparcados junto a la acera, así que su aspecto no le sorprendió. Los pisos habían dejado de ser atractivos hacía al menos diez año había barrotes en las ventanas de las plantas bajas y pintadas en las puertas de todos los garajes. El fuerte olor de la fábrica de cerveza de Roscoe lo impregnaba todo, dándole al barrio un ambiente de bodega barata. El edificio donde se alojaba Meadows tenía forma de U y fue construido en los años cincuenta, cuando el aire todavía no olía a droga, no había delincuentes apostado en todas esquinas y la gente aún tenía esperanzas. En el patio central se hallaba una piscina que alguien había rellenado con tierra y arena, por lo que ahora el patio consistía en un parterre de césped en forma de riñón rodeado de cemento sucio. El apartamento de Meadows estaba en una esquina. Mientras Bosch subía las escaleras y caminaba por la balconada que llevaba a los apartamentos, se oía el zumbido constante de la autopista. A llegar al 7B, Bosch descubrió que la puerta estaba abierta, dejando a la vista un pequeño salón-comedor-cocina en el que Edgar estaba tomando notas. – Menudo sitio. – Sí -convino Bosch, mientras miraba a su alrededor-. ¿No hay nadie en casa? – No. He hablado con la vecina de al lado y me ha dicho que no ha visto entrar a nadie desde anteayer. El tío que vivía aquí le dijo que se llamaba Fields, no Meadows. Qué ingenioso, ¿no? Según ella, vivía solo, llevaba un año en el apartamento y no era muy sociable. Eso es todo lo que sabía. ¿Le has enseñado la foto? – Sí. Lo ha reconocido, aunque no le ha hecho mucha gracia mirar la foto de un cadáver. Bosch salió a un pequeño pasillo que daba al baño y al dormitorio, – ¿Has forzado la puerta? -preguntó. – No… no estaba cerrada con llave. Llamé un par de Veces primero y estaba a punto de ir al coche para sacar la ganzúa, pero entonces pensé: «¿Por qué no pruebas abrirla?» – Y se abrió. – Sí. – ¿Has podido hablar con el portero de los apartamentos? – La portera no está. Habrá salido a comer o a pillar c aballo. Por aquí todos tienen pinta de pincharse. Bosch volvió al salón y miró a su alrededor, aunque no había mucho que ver: contra una pared había un sofá de plástico verde y, enfrente, una butaca y un pequeño televisor sobre la alfombra. La zona «comedor» no era más que una mesa de fórmica con tres sillas dispuestas a su alrededor y una cuarta contra la pared. Bosch echó un vistazo a la mesa baja delante del sofá; sobre su superficie vieja y cubierta de quemaduras de cigarrillo estaba dispuesta una partida inacabada de solitario, un cenicero rebosante de colillas y una guía de la programación televisiva. Bosch ignoraba si Meadows fumaba, pero como no habían encontrado ningún cigarrillo en el cuerpo, tomó nota para comprobarlo. – Alguien ha entrado en el piso, Harry -le informó Edgar-. No lo digo sólo por la puerta, sino por otras cosas. Lo han registrado todo, no demasiado mal, pero se nota. Tenían prisa. Fíjate en la cama y el vestidor y verás. Yo voy a intentar hablar con la portera. Cuando Edgar se marchó, Bosch cruzó el salón y se dirigió al dormitorio. Por el camino notó un ligero olor a orina y al entrar en la habitación vio una cama de matrimonio sin cabezal. Había quedado una mancha grasienta en la pared, justo donde Meadows habría apoyado la cabeza al sentarse. Junto a la pared de enfrente había una vieja cómoda de seis cajones y, al lado de la cama, una mesilla barata de junco con una lámpara. No había nada más; ni siquiera un espejo. Bosch estudió primero la cama. Estaba sin hacer, con las almohadas y las sábanas puestas en una pila. Bosch se percató de que la esquina de una de las sábanas estaba metida entre el colchón y el somier, en la parte central del lateral izquierdo. Obviamente nadie habría empezado a hacer la cama así. Bosch tiró de la esquina y la dejó colgando. Luego levantó el colchón, como si fuera a mirar debajo y, al dejarlo caer, vio que la esquina volvía a quedarse cogida entre el colchón y el somier. Edgar tenía razón. A continuación Bosch, abrió los seis cajones de la cómoda. La ropa -calzoncillos, calcetines blancos y oscuros y unas cuantas camisetas- estaba bien doblada y parecía intacta. Sin embargo, cuando llegó al cajón inferior izquierdo, notó que se deslizaba con dificultad, que no se cerraba del todo, así que tiró de él para sacarlo de la cómoda, y luego hizo lo mismo con el resto. Una vez tuvo todos los cajones fuera, los examinó por debajo para ver si había algo enganchado, pero no encontró nada. Fue probando a meterlos en la cómoda en distinto orden, hasta que finalmente se deslizaron y cerraron perfectamente. Tras aquella operación, los cajones acabaron en una disposición diferente: la correcta. Bosch estaba convencido de que alguien los había sacado todos para registrarlos por debajo y por detrás y luego los había vuelto a colocar en el lugar equivocado. Después, entró en el vestidor, que también estaba casi vacío. En el suelo había dos pares de zapatos, unas zapatillas negras de la marca Reebok, manchadas de arena y polvo gris, y un par de botas de trabajo recién limpiadas y engrasadas. Se fijó en que había más polvo gris en la moqueta y, al tocarlo, le pareció que se trataba de cemento. Inmediatamente sacó una bolsita de plástico y metió algunos de los gránulos dentro. Luego se guardó la bolsa y se levantó. En el vestidor también había colgadas cinco camisas: una blanca clásica, y cuatro negras de manga larga, como la que llevaba puesta Meadows cuando lo encontraron. Junto a las camisas había unas cuantas perchas con dos pares de téjanos viejos y dos pantalones de color negro. Los bolsillos de los cuatro pares de pantalones estaban del revés. En el suelo vio una cesta de plástico con ropa sucia: otros pantalones negros, camisetas, calcetines y un par de calzoncillos. Bosch salió del vestidor y del dormitorio y se encaminó al cuarto de baño. En el armarito de encima del lavabo encontró un tubo de pasta de dientes a medio usar, un frasco de aspirinas y una caja vacía de inyecciones de insulina. Al cerrar el botiquín, vio el cansancio en sus ojos reflejado en el espejo y se mesó el cabello. De vuelta en el salón, Harry se sentó en el sofá frente a la partida inacabada de solitario. – Meadows alquiló el piso el 1 de julio del año pasado -anunció Edgar al entrar-. He encontrado a la portera. Se suponía que el alquiler era mensual, pero él pagó los primeros once meses de golpe. Cuatrocientos dólares al mes; eso son casi cinco de los grandes. Ella no le pidió referencias; cogió el dinero y basta. Meadows vivía… – ¿Por qué once meses? -interrumpió Bosch-. ¿Doce por el precio de once? – Ya se lo he preguntado y me ha dicho que no, que fue él quien quiso pagar así porque planeaba marcharse el 1 de junio de este año, que cae… ¿cuándo?… dentro de diez días. Según ella, le contó que había venido a trabajar desde Phoenix, si no recuerda mal. Él le dijo que en ese momento era una especie de capataz en el túnel de metro que están excavando en el centro. La mujer entendió que eso era lo que duraría su trabajo, once meses, y que luego él volvería a Phoenix. Edgar miraba su libreta para repasar su conversación con la portera. – Eso es todo, creo. También ha identificado a Meadows por la foto, aunque ella también lo conocía como Fields, Bill Fields. Dice que entraba y salía a horas raras, como si tuviera un turno de noche o algo así. También me ha contado que una mañana de la semana pasada vio que lo traían a casa en un todoterreno beige. No se fijó en la matrícula, pero dijo que estaba sucio, como si vinieran de trabajar. Los dos se quedaron en silencio, pensando. – J. Edgar, te propongo un trato -dijo Bosch finalmente. – ¿Un. trato? ¿Cuál? – Tú te vas a casa, a tu oficina o a donde quieras, y yo me encargo de esto. Primero me voy a buscar la grabación al centro de comunicaciones y luego vuelvo a la oficina y empiezo con el papeleo. También tengo que comprobar si Sakai ha avisado al pariente más cercano. Si no recuerdo mal, Meadows era de Luisiana. La autopsia es mañana a las ocho, o sea que ya me pasaré antes de entrar a trabajar. -Bosch hizo una pausa-. Tu parte del trato es acabar lo de la tele mañana y llevárselo al fiscal del distrito. No creo que tengas problemas. – O sea, que tú te quedas con la parte más mierda y me dejas a mí la más fácil. El caso del travesti asesino de travestís está más claro que el agua. – Sí, por eso te pido un favor. Cuando vengas del valle de San Fernando mañana, pásate por la Asociación de Veteranos de Sepúlveda e intenta convencerlos de que te dejen ver el expediente de Meadows. Puede que tengan algunos nombres que nos sean de ayuda. Meadows siguió tratamiento psiquiátrico en régimen externo y participó en una de esas idioteces de terapia de grupo. Quizás alguien del grupo se picaba con él y sepa algo. Es poco probable, ya lo sé, pero vale la pena intentarlo. Si te ponen pegas, me llamas y yo ya pediré una orden de registro. – Trato hecho, pero me preocupas, Harry. Ya sé que no hace mucho que somos compañeros, y que seguramente estás deseando que te den un ascenso para poder volver a la central de Robos y Homicidios, pero no creo que valga la pena matarse por este caso. Vale, han entrado en el piso, pero eso no importa. Lo que importa es el motivo y, por lo que hemos visto, aquí no hay nada raro. En mi opinión, Meadows la palmó de una sobredosis, alguien lo llevó a la presa y luego registró su casa por si tenía droga. – Seguramente tienes razón -comentó Bosch al cabo de unos instantes-. Pero todavía me preocupan un par de cosas. Quiero darles unas cuantas vueltas en la cabeza hasta estar seguro. – Bueno, ya te he dicho que a mí no me importa Me has dado la parte más sencilla. – Creo que voy a quedarme a mirar un rato más Vete tú y ya nos veremos mañana cuando vuelva de 1 autopsia. – De acuerdo, colega. -¡Ah! Y una cosa. -¿Qué? – Esto no tiene nada que ver con volver a la oficina central. Bosch se quedó solo, sentado en el sofá, pensando y recorriendo la habitación con la mirada en busca de pistas. Finalmente, sus ojos volvieron a los naipes dispuestos sobre la mesa baja: la partida de solitario. Los cuatro ases habían salido, así que cogió la pila de cartas sobrantes y fue descubriéndolas de tres en tres. Por el camino le salieron el dos y el tres de picas y el dos de corazones. El jugador no había terminado la partida; le habían interrumpido. Para siempre. Aquello animó a Bosch a seguir adelante. Primero echó un vistazo al cenicero de vidrio verde y observó que todas las colillas eran de Camel sin filtro. ¿Era ésa la marca de Meadows o la de su asesino? Mientras daba otra vuelta por la habitación, Bosch volvió a notar el olor a orina. Se dirigió de nuevo hacia el dormitorio, abrió los cajones y miró en su interior una vez más. No vio nada que le llamara la atención. Se acercó a la ventana, que daba a la parte trasera de otro edificio de pisos. En el callejón, un hombre con un carrito de supermercado lleno de latas de aluminio escarbaba con un palo en un contenedor de basura. Bosch se alejó, se sentó en la cama y apoyó la cabeza en la pared. Al no haber cabezal, la pintura blanca se había vuelto de un color gris sucio. Bosch sintió el frío del cemento en la espalda. – Dime algo -le susurró al aire. Todo apuntaba a que alguien había interrumpido la partida de cartas de Meadows, y a que él había muerto allí. Después, ese alguien lo había llevado a la tubería, pero ¿por qué? ¿Por qué no dejarlo allí mismo? Bosch apoyó la cabeza y miró directamente al frente. Fue entonces cuando se percató del clavo en la pared, aproximadamente a un metro de la cómoda. Lo debían de haber cubierto con pintura al pintar la pared; por eso no lo había visto antes. Bosch se levantó y fue a mirar detrás de la cómoda. En el espacio de unos cuatro dedos que la separaba de la pared, Bosch atisbo el marco de un cuadro caído. Con el hombro retiró el mueble y lo recogió. Luego dio un paso atrás y se sentó en la cama para examinarlo. El vidrio se había roto en forma de telaraña, seguramente al caerse al suelo, y las resquebrajaduras ocultaban una fotografía en blanco y negro de veinte por veinticinco. Por su aspecto, granuloso y amarillento en los bordes, parecía tener más de veinte años. Bosch sabía seguro que los tenía, porque entre dos de las grietas del vidrio distinguió su propia cara, mucho más joven, mirándole y sonriendo. Le dio la vuelta al cuadro y desdobló cuidadosamente los pestillitos metálicos que aguantaban el cartón de detrás. Al sacar la foto, el vidrio cedió y cayó al suelo roto en mil pedazos. Bosch retiró los pies, pero no se levantó, sino que se quedó estudiando la foto. Ni delante ni detrás había nada que indicase cuándo fue tomada, pero él sabía que tuvo que ser a finales de 1969 o principios de 1970, porque algunos de los hombres que aparecían en ella habían muerto después de aquella fecha. Había siete hombres en la imagen: todos ellos ratas de los túneles. Todos iban sin camisa, mostrando con orgullo el moreno de albañil, los tatuajes y las placas de identificación, sujetas al cuerpo para que no tintinearan mientras avanzaban bajo tierra. Bosch supuso que se encontraban en el Sector del Eco, en el distrito de Cu Chi, pero no sabía o no recordaba de qué pueblo se trataba. Los soldados estaban de pie en una trinchera, a ambos lados de la boca de un túnel no mucho más ancho que la tubería en que hallaron a Meadows. Bosch se contempló en la foto y su sonrisa le pareció la de un idiota. Ahora que sabía lo que iba a ocurrir tras ese momento, se sintió avergonzado. Meadows, en cambio, mostraba una leve sonrisa y la mirada ausente. Todos decían de él que siempre parecía estar a varios kilómetros de distancia. Al bajar la vista al suelo cubierto de vidrio, Bosch reparó en un papelito rosa del tamaño de un cromo. Lo cogió por el borde y lo examinó detenidamente. Era el recibo de una casa de empeño del centro con el nombre del cliente, William Fields, y el del objeto empeñado: un antiguo brazalete de oro con incrustaciones de jade. El recibo llevaba fecha de hacía seis semanas e indicaba que Fields había obtenido ochocientos dólares por la pieza. Bosch lo introdujo en una bolsita para pruebas que llevaba en el bolsillo y se levantó. El viaje de vuelta al centro le llevó casi una hora por culpa de la multitud de coches que se dirigían al estadio de los Dodgers. Bosch se entretuvo pensando en el apartamento. Alguien había entrado, pero Edgar tenía razón; había sido un trabajo hecho con prisas. Los bolsillos de los pantalones lo probaban; si hubieran registrado el lugar a conciencia, habrían colocado los cajones en el orden correcto y no se les habría pasado por alto el cuadro roto ni el recibo de la casa de empeños. ¿Por qué, pues, tanta urgencia? Bosch llegó a la conclusión de que el cadáver de Meadows estaba en el apartamento y tuvieron que deshacerse de él lo antes posible. Bosch cogió la salida de Broadway en dirección al sur y atravesó Times Square hasta llegar a la casa de empeños, situada en el edificio Bradbury. Al ser domingo, el centro de Los Ángeles estaba muerto, por lo que Bosch no esperaba encontrar abierto el Happy Hocker; sólo quería echarle una ojeada antes de ir al centro de comunicaciones. Sin embargo, al pasar por delante de la fachada, vio a un hombre que pintaba con un aerosol negro la palabra ABIERTO en un tablón de conglomerado. Bosch se fijó en que el tablón sustituía el vidrio del escaparate y en que la acera sucia estaba cubierta de cristales rotos. Cuando Bosch llegó hasta la puerta de la casa de empeños, el hombre ya estaba dentro. Al entrar el detective, una célula fotoeléctrica hizo sonar un timbre que resonó por entre los montones de instrumentos musicales que colgaban del techo. – No está abierto. Es domingo -gritó alguien desde el fondo de la tienda. La voz provenía de detrás de la caja registradora, una máquina cromada que descansaba sobre el mostrador de cristal. – Pues ahí fuera dice que sí. – Ya lo sé, pero eso es para mañana. La gente ve tablones en los escaparates y cree que las tiendas están cerradas. Yo sólo cierro los fines de semana. Sólo tendré el tablón unos cuantos días. He pintado ABIERTO para que la gente lo sepa, pero empezamos mañana. – ¿Es usted el propietario de este negocio? -preguntó Bosch, al tiempo que sacaba la cartera de identificación y le mostraba su chapa-. Sólo serán unos minutos. – ¡Ah, la policía! ¿Por qué no me lo ha dicho? Llevo todo el día esperándoles. Bosch miró a su alrededor, desconcertado, aunque en seguida comprendió la situación. – ¿Lo dice por lo de la ventana? Yo no he venido por eso. – ¿Qué quiere decir? La patrulla me dijo que esperara a un detective de la policía. Llevo aquí desde las cinco de la mañana. Bosch echó un vistazo a la tienda, que estaba llena de! la habitual mezcla de instrumentos musicales, electrodomésticos, joyas y antigüedades. – Mire, señor… – Obinna. Oscar Obinna, prestamista, con tiendas en Los Ángeles y Culver City. – Señor Obinna, los fines de semana los detectives no se ocupan de gamberradas. Es posible que ni siquiera lo hagan durante la semana. – ¿Qué gamberrada? Esto ha sido un robo con todas las letras. – ¿Un robo? ¿Y qué se han llevado? Obinna le indicó dos vitrinas hechas añicos a ambos lados de la caja registradora. Bosch se acercó y vio unos cuantos pendientes y anillos de aspecto barato entre los cristales rotos. Los pedestales tapizados de terciopelo, las bandejas de espejo y los estuches que antes habían contenido joyas ahora estaban vacíos. Aparte de aquello, no había más desperfectos. – Señor Obinna, lo único que puedo hacer es llamar al detective de guardia y preguntarle si alguien va a pasarse hoy. Pero yo no venía por eso. Entonces Bosch sacó la bolsa de plástico transparente con el recibo y se lo mostró a Obinna. – ¿Podría enseñarme este brazalete, por favor? En cuanto formuló la pregunta, Bosch tuvo un mal presagio. El prestamista, un hombre bajito y rechoncho de piel aceitunada y escaso cabello negro con el que intentaba cubrir -sin éxito- su cráneo, miró a Bosch con incredulidad. Sus pobladas cejas negras se juntaron en un gesto ceñudo. – ¿No va a tomar nota de mi denuncia? – Lo siento, pero yo estoy investigando un asesinato. ¿Me puede enseñar el brazalete que corresponde a este recibo? -insistió Bosch-. Después ya averiguaré si va a venir alguien para esto. Ahora le agradecería mucho que colaborara. – ¡Como si yo no colaborara! Cada semana les envío mis listas e incluso saco las fotos que me pidieron. A cambio sólo pido que me envíen un detective para que investigue un robo y resulta que me mandan a uno que únicamente investiga asesinatos. Ya está bien, oiga. ¡Llevo esperando desde las cinco de la mañana! – Déme su teléfono y le pediré a alguien. Obinna descolgó el auricular de un teléfono-góndola situado detrás de uno de los mostradores dañados y Bosch le dio el número que tenía que marcar. Mientras Bosch hablaba con el detective de guardia de Parker Center, el prestamista buscó el número del recibo en un libro. El detective de servicio ese día era una mujer que nunca había participado en una investigación de campo durante toda su carrera en la División de Robos y Homicidios. La mujer le preguntó a Bosch cómo le iba la vida y luego le informó de que había pasado el robo de la casa de empeños a la comisaría de la zona aun sabiendo que no habría ningún detective disponible. La comisaría de la zona era la División Central, pero Bosch se metió detrás del mostrador y los llamó de todos modos. Nadie contestó. Mientras sonaba el teléfono sin que nadie lo cogiera, Bosch inició un pequeño monólogo: – Sí, aquí Harry Bosch, detective de Hollywood. Llamo para comprobar la situación del robo en la ti Happy Hocker de Broadway… Muy bien. ¿Sabes cuándo llegará?… Aja… Aja… Sí, Obinna, O-B-I-N-N-A. Bosch miró al prestamista, quien confirmó que bía deletreado su apellido correctamente. – Sí, está aquí esperando… Vale… Se lo diré. Gracias -contestó. Colgó el teléfono y se dirigió a Obinna, que lo n raba con cara de expectación. – Hoy ha sido un día de muchísimo trabajo, señor Obinna -explicó Bosch-. Los detectives no están, pero pasarán por aquí. No creo que tarden mucho. Le dado su nombre al oficial de guardia y le he dicho que los envíe lo antes posible. Y ahora, ¿puedo ver el brazalete? – Pues no. Bosch sacó un cigarrillo de un paquete que guarda ba en el bolsillo de la cazadora. Sabía lo que Obinna iba a decirle antes de que éste le señalara una de las vitrinas dañadas. – Lo han robado -dijo el prestamista-. Lo he buscado en mi lista: lo tenía en la vitrina porque era una pieza valiosa. Pero ya no está. Ahora los dos somos víctimas del ladrón. Obinna sonrió, satisfecho de compartir su desgracia. Bosch contempló el fulgor del cristal roto en el fondo de la vitrina. – Sí -asintió. – Qué lástima. Ha llegado un día tarde. – ¿Dice que sólo han robado joyas de estas dos vitrinas? – Sí. Entraron, se las llevaron y salieron a escape. -¿Qué hora era? – La policía me llamó a las cuatro y media de la mañana, en cuanto saltó la alarma, y yo vine en seguida. Ellos también vinieron inmediatamente, pero cuando llegaron ya no había nadie. Esperaron a que yo llegara y luego se marcharon. Desde entonces estoy esperando a unos detectives que aún no han aparecido. No puedo limpiar los cristales hasta que ellos vengan a investigar el robo. Bosch estaba pensando en la hora. El cadáver había aparecido a las cuatro de la madrugada, después de la llamada anónima al teléfono de emergencias. La casa de empeños había sido robada más o menos a la misma hora y un brazalete empeñado por el muerto había desaparecido. «Demasiada casualidad», se dijo. – Ha mencionado algo sobre unas fotos. ¿Se refiere a un inventario para la policía? – Sí, para el Departamento de Policía de Los Ángeles. La ley me obliga a pasar listas de todo lo que compro a los detectives encargados de estos asuntos y yo coopero al máximo. Obinna contempló su vitrina rota con cara de lástima. – ¿Y las fotos? – Ah, sí. Las fotos. Los detectives me pidieron que sacara fotos de mis mejores adquisiciones para poder identificar la mercancía robada. En este caso, yo no estaba obligado pero, como siempre he cooperado con la policía, me compré una Polaroid y hago fotos de todo por si quieren venir a mirar. Lo malo es que nunca vienen; es una tomadura de pelo. – ¿Tiene una foto del brazalete? Obinna puso cara de sorpresa; al parecer, no se le había ocurrido aquella posibilidad. – Creo que sí -contestó, y desapareció tras una cortina negra que tapaba una puerta, justo detrás del mostrador. Obinna apareció unos segundos más tarde con una caja de zapatos llena de fotografías y unos recibos de color amarillo enganchados con un clip. Buscó entre las fotos, sacando una de vez en cuando, arqueando las cejas y volviéndola a meter. Finalmente encontró la que quería. – ¡Ah! Aquí está. Bosch la cogió y la examinó. – Oro antiguo con incrustaciones de jade. Precioso -lo describió Obinna-. Ya me acuerdo; de primera calidad. No me extraña que el cabrón que me robó se lo llevara. Es un brazalete mexicano, de los años treinta… Le di al hombre ochocientos dólares, aunque no suelo pagar tanto dinero por una joya. Una vez (me acordaré toda la vida) un tío enorme me trajo el anillo de la Super Bowl de 1983. Era precioso. Le di mil dólares, pero no volvió a buscarlo. Obinna alargó la mano izquierda para mostrarle aquel enorme anillo, que parecía aún más grande en su dedo meñique. – Y al hombre que empeñó el brazalete, ¿lo recuerda? -le preguntó Bosch. Obinna lo miró desconcertado, mientras el detective contemplaba sus cejas, que eran como dos orugas a punto de atacarse. A continuación, Bosch se sacó del bolsillo una de las instantáneas de Meadows y se la entregó al prestamista. Obinna la estudió detenidamente. – Este hombre está muerto -concluyó al cabo de un rato. Las orugas se estremecían de miedo-. O lo parece. – Eso ya lo sé -le dijo Bosch-. Lo que quiero es que me diga si fue él, quien empeñó el brazalete. Obinna le devolvió la foto. -Creo que sí -respondió. – ¿Vino alguna otra vez por aquí, antes o después de empeñar el brazalete? – No, creo que me acordaría -contestó Obinna-. Yo diría que no. – Necesito llevarme esto -le informó Bosch, refiriéndose a la foto del brazalete-. Si la necesita, llámeme. Bosch dejó su tarjeta en la caja registradora. La tarjeta era una de ésas baratas, con el nombre y el teléfono escritos a mano en un espacio en blanco. Mientras pasaba por delante de una hilera de banjos en dirección a la salida, Bosch consultó su reloj. Volviéndose hacia Obinna, que seguía mirando dentro de la caja, le dijo: – ¡Ah! El oficial de guardia me ha pedido que le dijera que si los detectives no llegaban dentro de media hora, que se fuera usted a casa y ellos ya vendrían mañana por la mañana. Obinna lo miró sin decir nada. Las orugas se juntaron. Bosch desvió la mirada y se vio reflejado en un saxofón de bronce que colgaba del techo. Se fijó en que era un tenor. A continuación dio media vuelta, salió de la tienda y puso rumbo al centro de comunicaciones para recoger la cinta. El sargento de guardia en el centro de comunicaciones junto al ayuntamiento le dejó grabar la llamada al número de emergencias, recogida por una de esas enormes grabadoras que nunca dejan de girar y captar los gritos de socorro de la ciudad. La voz de la persona que contestó el teléfono era de mujer y parecía de raza negra. El que llamaba era un varón de raza blanca, un chico. – Emergencias, ¿dígame? – Em… – ¿Dígame? ¿Qué quiere denunciar? – Sí… quiero denunciar que hay un tío muerto en una tubería. – ¿Un cadáver? -Eso. – ¿Qué quiere decir con «una tubería»? -Una tubería al lado de la presa. -¿Qué presa? – Em… La de allá arriba, en las montañas… do está el rótulo de Hollywood. – ¿La presa de Mulholland? ¿En North Hollywood? -Sí, Mulholland. No me acordaba del nombre. -¿Y dónde está el cadáver? -En una tubería vieja que hay allí, donde duerme gente. El muerto está dentro. – ¿Conoce usted a esta persona? -¿Yo? ¡Qué va! -¿No podría estar durmiendo? – No, no. -El chico soltó una risa nerviosa-. Está muerto. – ¿Cómo lo sabe? – Porque lo sé. Si no le interesa… – ¿Me da su nombre, por favor? – ¿Mi nombre? ¿Para qué lo quiere? Yo sólo lo he visto; no he hecho nada. – ¿Y cómo puedo saber que me dice la verdad? -Pues registren la tubería y verán. No sé qué más decirle. ¿Por qué me pide el nombre? – Porque lo necesito para el registro. ¿Me dice cómo se llama? – Em… no. – ¿Le importa esperar donde está hasta que llegue un oficial? – Bueno, yo ya no estoy en la presa, sino en… -Ya lo sé. Está usted en una cabina en Gower, cerca de Hollywood Boulevard. ¿Puede esperar al oficial? – ¿Cómo lo sa…? No importa, me tengo que ir. Compruébenlo ustedes. Les aseguro que hay un tío muerto. – Oiga… La llamada se cortó. Bosch se metió la cinta en el bolsillo y dejó el centro de comunicaciones. Hacia diez meses que Harry Bosch no había estado en el tercer piso de Parker Center. Había trabajado en la División de Robos y Homicidios durante casi diez años, pero no había vuelto desde que le habían suspendido de la Brigada Especial de Homicidios y trasladado al Departamento de Detectives de Hollywood. El día que recibió la noticia, dos idiotas de Asuntos Internos llamados Lewis y Clarke le limpiaron la mesa, llevaron sus cosas al mostrador de Homicidios de la comisaría de Hollywood y le dejaron un mensaje en el contestador diciéndole dónde encontrarlas. Ahora, diez meses más larde, pisaba de nuevo el recinto sagrado donde trabajaba la mejor brigada de detectives del Departamento de Policía de Los Ángeles. Se alegró de que fuera domingo porque así no habría caras conocidas ni motivos para desviar la mirada. La sala 321 estaba vacía a excepción del detective de guardia, a quien Bosch no conocía. Harry le señaló el fondo de la sala y dijo: – Bosch, detective de Hollywood. Necesito el ordenador. El hombre de guardia, un chico joven que llevaba el mismo corte de pelo desde su paso por los Marines, estaba leyendo un catálogo de armas. Primero se volvió para mirar la fila de ordenadores que se extendía junto a la pared, como si quisiera asegurarse de que seguían ahí y luego se dirigió a Bosch. – Se supone que tienes que usar el de tu división -dijo. Bosch se acercó a él. – No tengo tiempo de volver a Hollywood. Me esperan en una autopsia dentro de veinte minutos -le mintió. – Ya he oído hablar de ti, Bosch. Todo el mundo sabe lo del programa de televisión -dijo el chico-. Pero acuérdate de que ahora ya no trabajas aquí. La última frase quedó suspendida como una nube de aire tóxico, pero Bosch intentó olvidarla. Al dirigirse a los terminales, los ojos se le fueron hacia su antigua mesa y se preguntó a quién pertenecería. Bosch se fijó en que estaba repleta de cosas y que las fichas de su agenda rotatoria estaban nuevecitas. En ese instante se volvió miró al hombre de guardia, que seguía observándolo. – ¿Es ésta tu mesa cuando no te toca pringar el domingo? El chico sonrió y asintió con la cabeza. – Sí, claro -se burló Bosch-. Eres perfecto para este trabajo; con ese pelo y esa sonrisa idiota llegarás lejos, ya verás. – ¡Mira quién habla: al que le echaron por ir de Rambo por la vida!… Déjame en paz, Bosch. Estás acabado. Bosch retiró una silla con ruedas de la mesa y se sentó delante de un ordenador, al fondo de la sala. Apretó el botón de encendido y, al cabo de unos segundos, unas letras de color ámbar aparecieron en pantalla: «Red Especial de Documentación Automatizada para la Detección de Asesinos.» Bosch sonrió para sus adentros al comprobar la obsesión del departamento por los acrónimos. Cada unidad, brigada o base de datos habían sido bautizadas con un acrónimo impactante. Para el gran público éstos son sinónimo de acción y dinamismo; es decir, de un gran despliegue de medios con la misión de solucionar problemas de vida o muerte. REDADA, COBRA, CHOQUE, PANTERAS o DESAFÍO eran algunos de los más famosos. Bosch estaba seguro de que en algún lugar del Parker Center alguien se pasaba el día inventándose nombrecitos resultones ya que absolutamente todo, desde los ordenadores hasta algunos conceptos, era conocido por sus acrónimos. Si tu unidad especial no tenía uno, no eras nadie. Una vez dentro del sistema REDADA, y tras cumplimentar un formulario de rutina, solicitó una búsqueda con las siguientes palabras: «Presa de Mulholland.» Medio minuto más tarde, y tras revisar ocho mil casos de homicidio almacenados en el disco duro -el equivalente a unos diez años-, el ordenador sólo encontró seis asesinatos. Bosch los fue examinando uno a uno. Los tres primeros eran las muertes sin resolver de mujeres cuyos cadáveres habían aparecido en la presa a principios de los años ochenta. Todas habían sido estranguladas. Tras repasar la información rápidamente, Bosch pasó a los siguientes casos. El cuarto era un cuerpo que apareció flotando en el embalse cinco años atrás. Se sabía que no se había ahogado, pero no se llegó a descubrir la causa de la muerte. Los dos últimos eran muertes por sobredosis. El primero había ocurrido durante un picnic en el parque situado encima del embalse. A Bosch le pareció bastante claro, así que saltó directamente al último caso: un cadáver encontrado en la tubería hacía catorce meses. La autopsia dio como causa de la muerte paro cardíaco causado por una sobredosis de heroína mexicana. «El difunto solía frecuentar la zona de la presa dormir en la tubería -decía la pantalla-. Carecemos de, más datos.» Aquél era el caso que había mencionado Crowley, el sargento de guardia en Hollywood, por la mañana. Bosch imprimió la información sobre esa muerte, a pesar de que no creía que estuviera relacionada con Meadows. Después de salir del programa y apagar el ordenador, se quedó un rato pensando. Sin levantarse de la silla, la hizo rodar hasta otro ordenador, lo encendió e introdujo su contraseña. Entonces se sacó la foto del bolsillo, observó el brazalete y tecleó su descripción para realizar una búsqueda en el registro de objetos robados. La operación en sí era todo un arte; Bosch tenía que imaginarse; el brazalete tal como lo habrían hecho otros policías, gente acostumbrada a describir todo un inventario de joyas robadas. Primero lo definió como un «brazalete de oro antiguo con incrustación de jade en forma de delfín». Ejecutó la opción BUSCAR, pero treinta segundos más tarde apareció en pantalla la frase «No se encuentra». Bosch lo intentó de nuevo, escribiendo «brazalete de oro y jade». Esa vez aparecieron cuatrocientos treinta y seis objetos: demasiados. Necesitaba acortar la búsqueda, así que escribió «brazalete de oro con pez de jade». Seis objetos; eso ya estaba mejor. El ordenador le informó de que un brazalete de oro con un pez de jade había aparecido en cuatro denuncias y en dos boletines departamentales desde que se creó la base de datos, en 1983. Bosch sabía que, debido a la inmensa repetición de denuncias en cada departamento de policía, las seis entradas podían referirse al mismo brazalete perdido o robado. Al pedir una versión abreviada de las denuncias, Bosch confirmó sus sospechas. Efectivamente, todas ellas procedían de un solo atraco. Éste había tenido lugar en septiembre, en el centro, entre Sixth Avenue y Hill Street, y la víctima era una mujer llamada Harriet Beecham, de setenta y un años, residente en Silver Lake. Bosch trató de situar el lugar mentalmente pero no consiguió recordar qué edificios o comercios había allí. El ordenador no le ofrecía un resumen delito, así que tendría que ir al archivo a sacar una copia de la denuncia. Lo que sí había era una breve descripción del brazalete de oro y jade y de otras joyas que le habían robado a la señora Beecham. El brazalete podía ser tanto el que había empeñado Meadows como otro, ya que la descripción era demasiado vaga. El ordenador daba varios números de denuncias suplementarias, que Bosch anotó en su libreta. Mientras lo hacía, se preguntó por qué las pérdidas de aquella señora habían generado tal cantidad de papeleo. A continuación pidió información sobre los dos boletines. Los dos eran del FBI; el primero había salido dos semanas después de que robaran a Beecham y volvió a publicarse tres meses más tarde, cuando las joyas aún no habían aparecido. Bosch tomó nota del número del boletín y apagó el ordenador. Acto seguido, atravesó la sala para ir a la sección de Atracos y Robos Comerciales. En la pared del fondo había un estante de aluminio con docenas de carpetas negras que contenían los boletines oficiales de los últimos años. Bosch sacó una marcada con la palabra «Septiembre» y comenzó a hojear su contenido, pero en seguida se dio cuenta de que ni los boletines estaban en orden cronológico ni todos correspondían a ese mes, por lo que seguramente le tocaría buscar en todas las carpetas hasta encontrar la que necesitaba. Bosch cogió unas cuantas y se las llevó a la mesa de Robos. Unos instantes más tarde notó que alguien le observaba. – ¿Qué quieres? -preguntó, sin alzar la vista. – ¿Que qué quiero? -respondió el detective de guardia-. Quiero saber qué cono estás haciendo, Bosch. Ya no trabajas aquí; no puedes pasearte por esta oficina como Pedro por su casa. Vuelve a poner esas cosas en el estante y si quieres echarles un vistazo, te pasas mañana y pides permiso. Llevas más de media hora tocándome las narices. Bosch lo miró. Calculó que el chico tendría unos veintiocho, tal vez veintinueve años, incluso más joven que él mismo cuando entró en Robos y Homicidios. O habían bajado el nivel de los requisitos de entrada, o la época dorada del departamento era historia. Bosch decidió que ambas cosas eran ciertas y siguió leyendo el boletín. – ¡Hablo contigo, gilipollas! -gritó el detective. Bosch estiró el pie por debajo de la mesa y le pegó una patada a la silla que tenía delante. La silla salió disparada y el respaldo le dio al chico en la entrepierna. El joven detective se dobló en dos con un gruñido de dolor y se agarró a la silla para no caerse. Bosch sabía que la reputación de que gozaba jugaba a su favor. Tenía fama de trabajar solo, de pelear, de matar. «Venga -decían sus ojos-. Haz algo si tienes cojones.» Pero el chico sólo lo miró, conteniendo su ira y humillación. Era un poli capaz de sacar la pistola, pero seguramente no de apretar el gatillo. En cuanto Bosch comprendió aquello, supo que le dejaría en paz. Efectivamente, el joven policía sacudió la cabeza, agitó las manos como diciendo que ya había tenido bastante y volvió a su mesa. – Denúnciame si quieres, chaval -le dijo Bosch. – Vete a la mierda -replicó débilmente el joven. Bosch sabía que no tenía nada que temer. El Departamento de Asuntos Internos nunca consideraría una bronca entre oficiales sin un testigo o una grabación que corroborara los hechos. La palabra de un poli contra otro era algo intocable en el departamento, porque en el fondo sabían que la palabra de un poli no vale una mierda. Por eso los de Asuntos Internos siempre trabajaban en parejas. Una hora y siete cigarrillos más tarde, Bosch encontró lo que buscaba. En un informe de cincuenta hojas se topó con una fotocopia de otra instantánea del brazalete, así como las descripciones y fotos de los objetos desaparecidos en un robo al WestLand National Bank, un banco situado en la esquina de Sixth Avenue y Hill Street. Finalmente, Bosch fue capaz de recordar el cristal ahumado del edificio. «Un golpe a un banco en el que sólo se llevan joyas -pensó-. Qué raro.» Estudió la lista con detenimiento; era demasiado extensa para que se tratara de un atraco a mano armada. Sólo contando las de Harriet Beecham ya sumaban dieciséis joyas: ocho sortijas antiguas, cuatro brazaletes y cuatro pares de pendientes. Además, todas ellas estaban listadas bajo el epígrafe de robo, no atraco. Bosch miró en el dossier por si había algún resumen del delito, pero sólo encontró el nombre de una persona en el FBI: el agente especial E. D. Wish. En ese momento Bosch se fijó en una esquina de la hoja donde se citaban tres días como fecha del robo; tres días consecutivos de la primera semana de septiembre. Bosch cayó en la cuenta de que se trataba del puente del día del Trabajo, un fin de semana en que los bancos cerraban tres días, por lo que el robo tuvo que ser un asalto a la cámara acorazada. ¿Con túnel incluido? Bosch se echó hacia atrás y reflexionó sobre todo ello. ¿Por qué no lo recordaba? Un golpe como aquél habría sido tema de actualidad durante días, y los de la oficina lo habrían comentado durante más tiempo aún. En ese instante recordó que él se encontraba en México tanto en el día Trabajo, como durante las tres semanas siguientes, golpe al banco había ocurrido durante su suspensión un mes por el caso del Maquillador. Bosch se abalan sobre el teléfono y marcó un número. – Times, ¿dígame? – Hola, Bremmer. Soy Bosch. Qué, ¿aún trabaja los domingos? – Ya ves. Me tienen aquí encerrado de dos a diez, sin libertad condicional. Y tú, ¿qué me cuentas? No sé nada de ti desde… lo del caso del Maquillador. ¿Qué tal por la División de Hollywood? – Soportable…, de momento. -Bosch hablaba en voz baja para que no le oyera el detective de guardia. – No pareces muy entusiasmado -comentó Bremmer-. Bueno, me han dicho que esta mañana encontraste un fiambre en la presa. Joel Bremmer llevaba más tiempo escribiendo para el Times sobre casos policiales que el que la mayoría de policías llevaba en el cuerpo, Bosch incluido. Estaba al tanto de prácticamente todo sobre el departamento, y lo que no sabía, lo podía averiguar sin dificultad con una sola llamada. Hacía un año había telefoneado a Bosch para saber qué opinaba sobre su suspensión de empleo y sueldo de veintidós días; se había enterado antes que el propio Bosch. Normalmente el departamento odiaba al Times, ya que el periódico nunca se quedaba corto en sus críticas a la policía. Sin embargo, Bremmer era respetado y muchos agentes, como Bosch, confiaban en él. – Sí, es mi caso -contestó Bosch-. De momento no está nada claro, pero necesito un favor. Si al final es lo que parece, te aseguro que te interesará. Aunque Bosch sabía que no tenía por qué ofrecerle nada al periodista, quería dejar claro que podría haber algo para él más adelante. – ¿Qué necesitas? -preguntó Bremmer. -Tú ya sabes que, gracias a los de Asuntos Internos estuve de «vacaciones» el día del Trabajo. Pero ese día hubo… – ¿El robo por medio del túnel? ¿No me irás a preguntar por el robo al banco en el que desaparecieron un montón de joyas, bonos, acciones y quizás incluso Bosch notó que el tono del periodista iba subiendo a medida que hablaba. Sus conjeturas eran correctas; había habido un túnel y la historia había dado que hablar. Si Bremmer seguía así de interesado, seguro que era un caso de peso. De todas formas, a Bosch le extrañaba no haber oído nada sobre el asunto después de volver al trabajo en octubre. – Sí, ése -contestó Bosch-. Como no estaba, me lo perdí. ¿Detuvieron a alguien? – No, el caso sigue abierto. Creo que lo lleva el FBI. -Me gustaría ver los recortes de prensa esta misma larde. ¿Podría ser? – Te haré copias. ¿Cuándo te vas a pasar? -Dentro de un rato. – Supongo que tendrá que ver con el fiambre de esta mañana, ¿no? – Eso parece, pero no estoy seguro. Ahora mismo no puedo hablar. Si los federales llevan el caso, iré a verlos mañana. Por eso necesito los recortes esta tarde. – Aquí estaré. Después de colgar, Bosch examinó el brazalete en la fotocopia del FBI. No cabía duda de que se trataba de la misma joya que Meadows había empeñado, la misma que aparecía en la instantánea de Obinna. En la foto del FBI, el brazalete -con tres pececitos grabados sobre una ola de oro- rodeaba la muñeca de una mujer que; a juzgar por su piel manchada, debía de ser bastan mayor. Bosch dedujo que sería la de la propia Harriet Beecham, de setenta y un años, y que la foto la habría tomado para la póliza de seguros. Miró de soslayo detective de guardia, que seguía hojeando el catálogo de armas, y, tal como se lo había visto hacer a Jack Nicholson en una película, tosió ruidosamente a la vez que arrancaba la hoja del boletín. El detective alzó la cabeza, pero en seguida volvió a sus balas y pistolas. Mientras Bosch se guardaba la hoja en el bolsillo, sonó su busca. Bosch marcó el número de la comisaría de Hollywood, pensando que le llamaban para decirle que había otro cadáver para él. El que cogió la llamada era el sargento de guardia Art Crocket, a quien todo el mundo conocía por Davey. – Harry, ¿estás en casa? – No, estoy en el Parker Center. Tenía que hacer una consulta. – Perfecto; así puedes pasarte por el depósito. Ha llamado un forense, un tal Sakai, diciendo que quiere verte. – ¿A mí? – Me ha dicho que te dijera que ha pasado algo y que van a hacer esa autopsia hoy. Bueno, ahora mismo. Bosch tardó cinco minutos en llegar al hospital County-USC y un cuarto de hora en encontrar aparcamiento. La oficina del médico forense estaba situada detrás de uno de los edificios del hospital que habían sido declarados en ruinas tras el terremoto de 1987; era una construcción prefabricada de color amarillo y dos pisos de altura, fea y sin gracia. Al cruzar las puertas de cristal por donde entraban los vivos, Bosch se topó con un detective con quien había trabajado a principios de los ochenta, cuando pertenecía a la brigada de vigilancia nocturna. – Eh, Bernie -le saludó Bosch con una sonrisa. – Vete al carajo, Bosch -le contestó Bernie-. Ni creas que tus fiambres son más importantes que los nuestros. Bosch siguió al detective con la mirada mientras éste salía del edificio. Acto seguido entró en la recepción, torció a la derecha y recorrió por un pasillo pintado de color verde dividido por dos puertas dobles. A medida que avanzaba, el olor se hacía más desagradable; era una combinación de muerte y desinfectante industrial, en el que dominaba la primera. Finalmente, Bosch llegó al vestuario de baldosas amarillas donde se cambiaban los forenses. Larry Sakai ya estaba allí, con la mascarilla y las botas de agua, poniéndose una bata de un solo uso sobre su uniforme de hospital. Bosch sacó otra bata de unas cajas que había sobre un mostrador de acero inoxidable y empezó a endosársela. – ¿Qué mosca le ha picado a Bernie Slaughter? -preguntó-. ¿Qué le habéis hecho para que se haya cabreado tanto? – Querrás decir qué le has hecho tú, Bosch -dijo Sakai sin mirarle a la cara-. Ayer lo avisaron porque un chico de dieciséis años había matado a su mejor amigo, en Lancaster. En principio parece un accidente, pero Bernie está esperando a que comprobemos la trayectoria y el rastro de la bala para poder cerrar el caso. Yo le dije que lo haríamos hoy a última hora, así que lógicamente se ha presentado. Lo que pasa es que no vamos a hacerlo, porque a Sally le ha dado por empezar por el tuyo. No me preguntes por qué. Cuando traje el cadáver le echó un vistazo y dijo que lo haría hoy. Yo le dije que tendríamos que saltarnos un fiambre y él decidió saltarse el de Bernie. Cuando fui a avisarlo, Bernie ya venía para aquí; por eso está cabreado. Ya sabes que vive al otro lado de la ciudad, en Diamond Bar. Se ha pegado todo el viaje para nada. Bosch, con la mascarilla, la bata y las botas, siguió a Sakai por el pasillo embaldosado que conducía a la sala, de autopsias. – Pues que se cabree con Sally, no conmigo -comentó Bosch. Sakai no respondió. Ambos se dirigieron hacia la primera mesa, donde Billy Meadows yacía boca arriba, desnudo, y con la nuca apoyada sobre un taco de madera. En total había seis mesas de acero inoxidable, con canalones en los bordes, desagües en las esquinas y un cadáver en cada una. El doctor Jesús Salazar estaba examinando el pecho de Meadows, de espaldas a Bosch y Sakai. – Buenas tardes, Harry. Te estaba esperando -dijo Salazar, sin darse la vuelta-. Larry, voy a necesitar unas cuantas preparaciones. El forense se incorporó y se volvió hacia ellos. En su mano enguantada sostenía un trozo cuadrado de carne y tejido muscular de color rosado que depositó en una cazuelita de acero como las que se usan para hacer bizcochos. Salazar se la pasó a Sakai. – Hazme tres secciones verticales, una de la punción y una de cada lado para comparar. Sakai cogió la bandeja y salió de la sala con destino al laboratorio. Bosch vio que el cuadrado de carne procedía del pecho de Meadows, unos dos centímetros más arriba del pezón izquierdo. ¿Qué has encontrado? -preguntó Bosch. – Aún no estoy seguro; ya veremos. La cuestión es: ¿qué has encontrado tú? Sakai me ha dicho que le habías pedido una autopsia para hoy. ¿Por qué? – Le dije que lo necesitaba para hoy porque quería que lo hicierais mañana. Pensaba que al final habíamos quedado en eso. – Sí, ya me lo dijo, pero me ha picado la curiosidad, Ya sabes que me encantan los misterios, Harry. ¿Qué te hizo pensar que éste «olía a chamusquina», como decís vosotros los detectives? «Ya no lo decimos -pensó Bosch-. Si la expresión sale en las películas y la oye gente como Salazar, es que ya no la usa nadie.» – En ese momento había algunas cosas que no encajaban -respondió Bosch-. Ahora hay más. Para mí está claro que es un asesinato; de misterio nada. – ¿Qué cosas? Bosch sacó su libreta de notas y comenzó a pasar las páginas mientras explicaba lo que le había llamado la atención cuando encontraron el cadáver: el dedo roto, la ausencia de huellas en la tubería, la camisa que le tapaba la cabeza… – Tenía todo el equipo para chutarse en el bolsillo, y también le encontramos una olla, pero no me convence. Yo creo que se la plantaron para despistar y que el pico que le mató es ése del brazo; las otras cicatrices son viejísimas. Hacía años que no se picaba en los brazos. – En eso tienes razón. Aparte de ése, la zona de la ingle es el único lugar donde los pinchazos son recientes. El interior de los muslos es una zona que se usa para ocultar la adicción. Pero, de todos modos, podría ser la primera vez que volvía a pincharse en los brazos. ¿Qué más tienes? – Estoy casi seguro de que fumaba, pero no había ningún paquete de tabaco junto al cadáver. – ¿No podrían habérselo robado antes de que encontrarais el cuerpo? ¿Un vagabundo, por ejemplo? – Sí, pero ¿por qué iba a. llevarse los cigarrillos y no el equipo? Luego está su apartamento. Alguien lo ha registrado de arriba abajo. – Tal vez lo hizo alguien que lo conocía y buscaba droga. – Sí, podría ser -replicó Bosch mientras pasaba unas cuantas páginas de su libreta-. El equipo que encontramos en el cadáver contenía un algodón con cristales marrón claro. He visto suficiente heroína mexicana como para saber que tiñe el algodón de un marrón oscuro, a veces negro. O sea, que la heroína que se metió era de la buena, probablemente extranjera. Eso no encaja con su estilo de vida; es una droga de ricos. Salazar reflexionó un instante antes de decir: – Son muchas suposiciones, Harry. – Lo último que he encontrado es que estaba metido en un asunto sucio, aunque acabo de empezar a investigarlo. Bosch le hizo un breve resumen de lo que sabía sobre el brazalete y su robo, primero de la cámara acorazada del banco y luego de la casa de empeños. Aunque Salazar era forense, Bosch siempre había confiado en él y sabía que a veces resultaba útil si le proporcionaba otros detalles sobre el caso. Bosch y Salazar se habían conocido en 1974, cuando Bosch era patrullero y Sally el nuevo ayudante del forense. Un día enviaron a Bosch a montar guardia y controlar la muchedumbre en 54 East Street, en South-Central, donde un tiroteo con el Ejército Simbiótico de Liberación había terminado con una casa totalmente arrasada por el fuego y cinco cadáveres entre las ruinas. A Sally le tocó determinar si entre las cenizas quedaba una sexta persona: Patty Hearst. Los dos pasaron allí tres días y, cuando Sally finalmente se rindió, Bosch ganó la apuesta. Bosch había apostado que ella seguía viva en alguna parte. La historia del brazalete pareció aplacar las dudas de Sally sobre la muerte de Billy Meadows. Con energías renovadas, el forense se volvió hacia el carrito donde yacían sus instrumentos quirúrgicos y lo acercó a la mesa de acero a continuación puso en marcha una grabadora, cogió Un bisturí y unas podaderas de jardinero y anunció: -A trabajar. Bosch retrocedió un poco para que Salazar no le salpicara, apoyándose contra un mostrador donde descansaba una bandeja llena de cuchillos, sierras y bisturís. Al hacerlo, se fijó en una nota pegada a la bandeja que decía: «Para afilar.» Salazar examinó el cadáver de Billy Meadows y comenzó a describirlo: – Hombre de raza blanca, bien desarrollado, ciento setenta y cinco centímetros de estatura, setenta y cuatro kilos de peso. Su aspecto general coincide con la edad oficial de cuarenta años. El cuerpo está frío y sin embalsamar y presenta síntomas de rigor mortis y lividez uniforme en la parte posterior. Bosch empezó observando a Salazar pero, al ver la bolsa de plástico con la ropa de Meadows junto a la bandeja del instrumental, se dirigió a ella y la abrió. Al hacerlo, le asaltó un fuerte olor a orina que le transportó momentáneamente a la sala de estar del apartamento de Meadows. Bosch se puso unos guantes de goma mientras Salazar seguía con su examen del cadáver. – El dedo índice izquierdo muestra una clara fractura sin que se observe laceración, petequia o hemorragia. Bosch miró por encima del hombro del forense vio doblando el dedo roto con el extremo romo del bisturí, al tiempo que se dirigía a la grabadora. Salazar terminó la descripción externa del cuerpo con una mención a los pinchazos. – Se observan heridas con hemorragia en forma punzadas de tipo hipodérmico en la parte interior superior de los muslos, así como en la parte anterior del brazo izquierdo. La puntura del brazo rezuma algo de fluido corporal y parece más reciente. No se ha formado costra. Se aprecia otra puntura sobre el pecho izquierdo algo mayor que las causadas por la aguja hipodérmica. Salazar tapó con la mano el micrófono de la grabadora y le dijo a Bosch: – Le he pedido a Sakai que me haga unas preparaciones del pinchazo del pecho. Parece interesante. Bosch asintió con la cabeza, se volvió hacia la mesa y empezó a extender la ropa de Meadows. Detrás de él, Salazar usaba las tijeras de podar para abrir el pecho del cadáver. El detective dio la vuelta a los bolsillos y examinó el forro. Luego volvió los calcetines del revés y estudió cuidadosamente el interior de los pantalones y la camisa, pero no encontró nada. Finalmente cogió un bisturí de la bandeja «para afilar» y cortó la costura del cinturón de Meadows, haciéndolo pedazos. Tampoco había nada. En ese momento oyó que Salazar decía: – El bazo pesa ciento veinte gramos. La cápsula está intacta, ligeramente arrugada y el parénquima es lila oscuro y con trabéculas. Bosch había oído todo aquello cientos de veces. La mayoría de lo que el patólogo le contaba a la grabadora carecía de significado para el detective. Él tan solo esperaba las conclusiones: ¿qué fue lo que mató a la persona que yacía en la fría mesa de acero? ¿Quién y cómo lo hizo? – La pared de la vesícula biliar es muy fina -prosiguió Salazar-. Contiene unos cuantos centímetros cúbicos de bilis verdosa, sin piedras. Bosch volvió a meter la ropa en la bolsa de plástico y la cerró inmediatamente. A continuación sacó los zapatos de trabajo de Meadows de otra bolsa. Bosch reparó en que en su interior había un polvillo rojizo; otra prueba de que el cuerpo había sido arrastrado. Los tacones debían de haber rascado el lodo seco del fondo de la tubería y parte del polvo levantado debió de colarse en los zapatos. – La mucosa de la vejiga está intacta y sólo contiene cincuenta gramos de orina de un tono amarillo pálido -dijo Salazar-. Los órganos genitales externos y la vagina son normales. Bosch se volvió de golpe. Salazar tenía tapado el micrófono de la grabadora. – Perdona, Harry -dijo-. Ha sido una broma de forense. Sólo quería saber si estabas escuchando. ¿Y si te toca testificar sobre el caso y tienes que corroborar mi opinión? – Lo dudo -replicó Bosch-. A nadie le interesa matar de aburrimiento al jurado. Salazar encendió la pequeña sierra mecánica que empleaba para abrir cráneos y que sonaba como una fresa de dentista. Bosch se volvió de nuevo hacia los zapatos y observó que estaban bien embetunados y cuidados. Las suelas de goma parecían bastante nuevas y, clavada en uno de sus surcos, encontró una piedrecita blanca. Cuando Bosch la sacó con el bisturí descubrió que se trataba de un trozo de cemento. En seguida pensó en el polvo blanco que había visto sobre la moqueta del armario de Meadows, y se preguntó si el polvo o el trozo de cemento coincidirían con el de la cámara acorazada del WestLand Bank. Aunque, si los zapatos estaban tan bien cuidados, ¿se habría quedado un trozo de cemento en la suela durante los nueve meses que habían transcurrido desde el robo? No era muy probable. El cemento tal vez estuviera relacionado con la excavación del metro, si es que Meadows había trabajado en ese proyecto. Finalmente, Bosch metió el pedazo de cemento en un sobre de plástico y se lo guardó en el bolsillo junto con los otros objetos que había ido recogiendo durante el día. – El examen de la cabeza y los contenidos del cráneo no revela ningún traumatismo, condiciones patológicas o anomalías congénitas -concluyó Salazar-. Atento, Harry: voy a hacer el dedo. Bosch introdujo los zapatos en la bolsa de plástico y regresó a la mesa de operaciones, justo en el momento en que el forense colocaba una radiografía frente a una ventana. – ¿Ves estos fragmentos? -preguntó, mientras señalaba unos puntitos blancos en el negativo. Había tres de ellos cerca de la articulación fracturada-. Si fuera una fractura antigua, se habrían movido hacia la articulación. En la radiografía no se ven cicatrices, pero voy a echar un vistazo. Salazar se dirigió al cadáver e hizo una incisión en forma de T en la piel que cubría la articulación del dedo. Al levantar la piel, metió el bisturí y palpó la carne rosada. – No…, no…, nada, nada. Esto es post mórtem, Harry -decidió-. ¿Crees que ha sido uno de los míos? – No lo sé -respondió Bosch-. No lo parece. Sakai dice que él y su esbirro fueron con mucho cuidado, y está claro que yo no he sido. Oye, ¿y por qué no está rasgada la piel? – Buena pregunta. No lo sé. El dedo se rompió sin que se dañara la piel, no sé cómo. -Salazar meditó un instante-. Aunque supongo que no es tan difícil; si tienes valor, coges el dedo y le das un tirón seco. Así. Salazar se trasladó al otro lado de la mesa, levantó la mano derecha de Meadows y le dio un tirón hacia atrás. Sin embargo, no logró hacer fuerza suficiente para romper la articulación. – Es más difícil de lo que creía -comentó-. Quizá le golpearon con un objeto romo de algún tipo… Algo que no destrozara la piel. Cuando Sakai llegó con las preparaciones quince minutos más tarde, Salazar había completado la autopsia y estaba cosiendo el pecho de Meadows con un bramante grueso. Luego empleó una manguera que colgaba del techo para limpiar el cuerpo y mojarle el pelo. Con una cuerda, Sakai le ató las piernas y unió los brazos al cuerpo para que no se movieran durante las distintas fases del rigor mortis. Bosch se fijó en que la cuerda atravesaba el tatuaje del brazo de Meadows justo por el cuello de la rata. Salazar cerró los párpados de Meadows con el pulgar y el dedo índice. – Llévatelo al depósito -le ordenó a Sakai. A continuación se dirigió a Bosch-: Veamos esas preparaciones. Lo que me ha llamado la atención es que el agujero era mayor que el que dejaría una hipodérmica. Además la situación, en el pecho, es poco corriente. La puntura es claramente ante mórtem, quizá peri mórtem, porque había muy poca hemorragia. Pero la herida no tiene costra, por lo que tuvo que producirse poco antes o en el mismo momento de la muerte. Tal vez sea la causa que estamos buscando, Harry. Salazar se acercó al microscopio que había en el mostrador al fondo de la sala, y tras fijar el portaobjetos se inclinó sobre los binoculares para examinar la preparación. – Qué interesante -dijo al cabo de medio minuto Después echó un vistazo a las otras muestras y cuando hubo acabado, volvió a colocar la primera en la platina. – Vale. Lo que he hecho ha sido extraer una sección de dos centímetros y medio de la zona del pecho situada alrededor del pinchazo. La sección tiene unos tres centímetros y medio de profundidad. Esta preparación es una disección vertical del recorrido de la perforación. ¿Me sigues? Bosch asintió. – Muy bien. Es un poco como cortar una manzana para mostrar el agujero del gusano. La disección muestra el camino de la perforación y cualquier impacto o daño causado. Mira. Al inclinarse sobre la lente del microscopio, Bosch vio una línea de perforación de unos dos centímetros y medio de profundidad que atravesaba la piel y llegaba al músculo, haciéndose cada vez más estrecha. En el área más profunda, el color rosado del tejido muscular se tornaba de un marrón oscuro. – ¿Y qué significa? -preguntó. – Significa -explicó Salazar- que el pinchazo atravesó la piel, la capa de grasa fibrosa y fue directo al músculo pectoral. ¿Te has fijado en el color oscuro del tejido muscular alrededor de la puntura? – Sí. – Eso es porque está quemado. Bosch dejó de mirar por el microscopio y se volvió hacia Salazar. En ese momento le pareció atisbar una sonrisita tras la mascarilla del patólogo. -¿Quemado? – Con una pistola de dardos tranquilizadores -contestó Salazar-. Una de ésas que dispara electrodos que perforan la piel unos tres o cuatro centímetros. Aunque en este caso es posible que le clavaran el electrodo en el pecho más a fondo de modo manual. Bosch reflexionó un momento: una pistola de ese tipo sería casi imposible de localizar. En ese instante Sakai regresó y se puso a observarlos, apoyado sobre un mostrador junto a la puerta. Salazar sacó del carrito del instrumental dos viales llenos de sangre y otros dos llenos de un líquido amarillento. A su lado también había una pequeña cubeta de metal con un bulto marrón que, gracias a su experiencia en aquella sala, Bosch identificó como el hígado. – Larry, esto es para el análisis de sustancias tóxicas -explicó Salazar. Sakai cogió las muestras y se las llevó al laboratorio. – ¿Me estás hablando de tortura, de descargas eléctricas? -preguntó Bosch. – Eso parece -respondió el forense-. No creo que eso lo matara porque el trauma es demasiado pequeño, pero seguramente fue suficiente para sonsacarle información. Como ya sabrás, una descarga eléctrica puede resultar muy persuasiva. Con el electrodo en el pecho, el sujeto habría notado la electricidad directamente en el corazón, lo cual lo habría paralizado. Después de decirles lo que sabía, seguramente no le restó otra opción que mirar mientras le inyectaban una dosis letal de heroína en el brazo. – ¿Podemos probarlo? Salazar bajó la cabeza, deslizó su dedo por debajo la mascarilla y se rascó el labio. A todo esto, Bosch moría de ganas de fumarse un cigarrillo. Llevaba ya casi dos horas en aquel lugar. – ¿Probarlo? -repitió Salazar-. Médicamente no. Los análisis de sustancias tóxicas estarán listos dentro de una semana. Digamos que salen positivos: sobredosis de heroína. ¿Cómo probamos que fue otra persona quien se la inyectó y no él mismo? Médicamente no posible, aunque sí podemos demostrar que a la hora la muerte, o un poco antes, se produjo un asalto traumático sobre el cuerpo en forma de descarga eléctrica. El sujeto estaba siendo torturado. Después de morir, sufrió una fractura inexplicable del índice izquierdo. -Tras volverse a rascar, Salazar concluyó-: Yo testificaría que fue homicidio. La totalidad de las pruebas médicas apuntan a que se trata de una muerte causada por terceros, pero por el momento no hay pruebas suficientes. Esperaremos al resultado de los análisis y luego ya veremos. Bosch escribió un resumen de lo que Salazar había dicho para usarlo en su informe. – Desde luego -añadió Salazar- una cosa es lo que yo crea y otra muy distinta probarlo ante un jurado más allá de toda duda razonable. Tendrás que encontrar esa pulsera y averiguar por qué alguien iba a torturar y asesinar por ella. Bosch cerró su libreta y empezó a quitarse la bata desechable. El sol del atardecer había teñido el cielo de un rosa y naranja subidos como el equipo de un surfista. «Qué falso», pensó Bosch mientras conducía hacia el norte por la autopista, de camino a casa. Los atardeceres en Los Ángeles siempre eran así; uno se olvidaba de que era la contaminación lo que hacía que los colores brillaran tanto, de que detrás de cada imagen de postal a menudo se liara una historia horrible. El sol flotaba como una bola de cobre al otro lado de la ventanilla del conductor, mientras por la radio sonaba Soul Eyes, de John Coltrane. En el asiento derecho yacía la carpeta con los recortes de periódico que le había dado Bremmer, y encima de ellos, un paquete de seis latas de cerveza. Bosch cogió la salida de Barham y luego enfiló Woodrow Wilson en dirección a las colinas que se alzaban sobre Studio City. Su casa era poco más que una cabaña de madera con una sola habitación, algo más amplia que un garaje de Beverly Hills. La construcción sobresalía de la montaña y se sustentaba por tres pilones de acero en el centro. No era precisamente el mejor lugar donde cobijarse durante un temblor de tierra, ya que parecía retar a la Madre Naturaleza a que lo empujara colina abajo como un trineo. Pero la panorámica valía la pena; desde la terraza trasera se veía más allá de Burbank y Glendale, hacia el noreste. También se divisaba el perfil púrpura intenso de las montañas de Pasadena y Altadena, y a veces incluso se vislumbraban las nubes del humo v el resplandor anaranjado de los frecuentes incendios de monte bajo. Por la noche disminuía el ruido de la autopista que yacía a sus pies y los focos de los estudios Universal barrían el cielo. Al contemplar el valle de San Fernando, a Bosch le invadía una sensación inexplicable de poder. Aquélla había sido una razón, la más importante, por la que había escogido aquella casa y por la que nunca se mudaría de allí. Bosch la había comprado hacía ocho años con una entrada de cincuenta mil dólares, antes del auge inmobiliario. Aquello le había dejado con una hipoteca de mil cuatrocientos dólares al mes, suma que podía permitirse, ya que sus únicos gastos se reducían a comida, alcohol y jazz. El dinero de la entrada procedía de una productora que compró los derechos para usar su nombre en un| miniserie de televisión basada en los asesinatos de unas propietarias de institutos de belleza de Los Ángeles. Bosch y su compañero estaban interpretados por dos actores de televisión de escasa fama. Su compañero cogió sus cincuenta de los grandes y su jubilación y se mudó a Ensenada; Bosch invirtió su dinero en una casa que no sabía si resistiría el siguiente terremoto, pero qua le hacía sentirse el príncipe de la ciudad. A pesar de su decisión de no volver a mudarse, Jerry Edgar, su actual compañero, que también trabajaba como agente inmobiliario, le había informado de: que la casa había triplicado su valor desde que la compró. Siempre que salía el tema de la vivienda, lo cual sucedía a menudo, Edgar le aconsejaba a Bosch que vendiera su casa y se comprara otra mejor. Edgar quería una venta más, pero a Bosch le gustaba quedarse donde estaba. Cuando llegó a la casa sobre la colina, ya era de noche. Bosch se bebió la primera cerveza en la terraza trasera, de pie y con la mirada perdida en las luces de la ciudad. La segunda se la tomó sentado en su butaca de vigilancia, con la carpeta cerrada sobre el regazo. Al no haber comido nada en todo el día, las cervezas le subieron de prisa; se sentía aletargado y nervioso, además de hambriento. Finalmente fue a la cocina y se preparó un bocadillo de pavo. Con el bocadillo y una tercera cerveza en la mano, volvió a la butaca. Después de comer, sacudió las migas que habían caído sobre la carpeta y la abrió. Dentro habían cuatro artículos del Times sobre el asalto al WestLand, que leyó en orden de publicación. El primero era tan sólo una nota breve, en la página 3 de la sección local, que daba la formación recogida el martes en que se descubrió el asalto. En aquel momento, la policía y el FBI no tenían mucho interés en hablar con la prensa o en dar a conocer al público lo que había ocurrido. SE INVESTIGA ASALTO A UN BANCO Durante el largo fin de semana una cantidad desconocida de artículos de valor fue robada del céntrico WestLand National Bank, según informaron fuentes oficiales ayer martes. El robo, que está siendo investigado por el FBI y el Departamento de Policía de Los Ángeles, fue descubierto cuando los directores de la sucursal situada en la esquina de Hill Street y Sixth Avenue entraron a trabajar y vieron que la cámara acorazada había sido desvalijada, tal como nos explicó el agente especial John Rourke. Rourke declaró que todavía no se había estimado el alcance de las pérdidas, pero fuentes cercanas a la investigación apuntan a que los ladrones se llevaron más de un millón de dólares en joyas y otros artículos de valor. Rourke no quiso dar detalles de cómo los asaltantes habían logrado acceder a la cámara, aunque confirmó que el sistema de alarma no había funcionado correctamente. Un portavoz del WestLand se negó el martes a hacer declaraciones sobre el robo. Las autoridades han informado de que por el momento no se han producido detenciones ni existen sospechosos. Bosch tomó nota del nombre de John Rourke pasó al siguiente artículo, que era mucho más extenso había publicado el jueves, en la primera página de misma sección. El artículo estaba encabezado por un gran titular a dos líneas acompañado de una fotografía en la que un hombre y una mujer miraban un enorme agujero, aproximadamente del tamaño de una persona, en el suelo de la cámara acorazada. Detrás de ellos se veían varias filas de cajas fuertes, cuyas puertas estaban casi todas abiertas. El artículo iba firmado por Bremmer, MÁS DE DOS MILLONES ROBADOS GRACIAS A UN TÚNEL EXCAVADO BAJO LA CÁMARA ACORAZADA DURANTE EL FIN DE SEMANA El artículo ampliaba la información de la primera historia, añadiendo el detalle de que los ladrones habían construido un túnel para llegar al banco, excavando unos ciento cincuenta metros desde una alcantarilla que discurría por debajo de Hill Street. La crónica añadía que habían usado un explosivo para atravesar el suelo de la cámara acorazada. Según fuentes del FBI, los ladrones seguramente pasaron los tres días festivos forzando las cajas fuertes. Se creía que el túnel que iba desde la cloaca a la cámara había sido excavado durante las siete u ocho semanas anteriores al golpe. Bosch se apuntó que debía preguntar al FBI cómo habían abierto el túnel. Si habían empleado maquinaria pesada, la alarma tendría que haber saltado, ya que la mayoría de alarmas de bancos no sólo detectan sonido, sino vibraciones en el subsuelo. Además estaba el explosivo: ¿por qué no se había disparado la alarma? Bosch pasó al tercer artículo, publicado al día siguiente del segundo. Éste no lo había escrito Bremmer, aunque también aparecía en la portada de la sección local. Era un reportaje sobre las decenas de personas que habían hecho cola delante del banco para averiguar si sus Cajas fuertes se encontraban entre las que habían sido desvalijadas. El FBI los escoltó hasta la cámara acorazada, donde les tomó declaración. Bosch se leyó el artículo por encima y descubrió que las historias coincidían; la mayoría de gente estaba furiosa, decepcionada o ambas cosas al haber perdido objetos que habían depositado en el banco creyendo que estarían más seguros que en sus casas. Casi al final del artículo se mencionaba a Harriet Beecham, a quien el periodista entrevistó al salir del banco. Beecham se lamentaba de haber perdido su colección de objetos preciosos fruto de toda una vida de viajes alrededor del mundo con su difunto marido, Harry. Al parecer, mientras hablaba, Beecham se enjugaba las lágrimas con un pañuelo de encaje. – He perdido los anillos que me compró en Francia y una pulsera de oro y jade de México -dijo Beecham-. Quien haya hecho esto me ha robado mis recuerdos. «Qué melodramático.» Bosch se preguntó si la última cita se la habría inventado el periodista. El cuarto artículo estaba fechado una semana más tarde. Lo firmaba Bremmer, era breve y lo habían desterrado al final de la sección local, donde metían las noticias sobre la periferia de Los Ángeles. Bremmer explicaba que la investigación del caso WestLand había pasado a ser exclusiva del FBI. El Departamento de Policía de Los Ángeles había proporcionado un apoyo inicial, pero una vez se agotaron las primeras pistas, el caso había pasado a manos de los federales. El artículo volvía a citar al agente especial Rourke, que aseguraba que seguían trabajando intensamente en el caso, pero que aún no se había descubierto nada ni se había identificado a ningún sospechoso. Hasta entonces tampoco había aparecido ninguno de los objetos de valor. Bosch cerró la carpeta. El caso era demasiado importante para que el FBI se desentendiera de él como si tratase de un vulgar atraco. Bosch se preguntó si Rourke decía la verdad sobre la ausencia de sospechosos o habrían barajado el nombre de Meadows. Hacía dos décadas Meadows había luchado y vivido en las galerías excavadas bajo los pueblos del sur de Vietnam. Como todos los soldados especializados en túneles, conocía perfectamente las técnicas de demolición, aunque sólo las usaban para cerrar túneles. ¿Habría aprendido Meadows cómo abrir un boquete en el suelo de cemento y acero de una cámara acorazada? En ese instante Bosch. cayó en la cuenta de que Meadows no tenía por qué saberlo, ya que sin duda el robo al WestLand Bank era obra de más de una persona. Bosch se levantó a buscar otra cerveza de la nevera y, antes de volver a su butaca de vigilancia, se dirigió al dormitorio para sacar un viejo álbum de dentro de un cajón. Ya de vuelta, se bebió la cerveza de un trago y abrió el álbum. Entre sus páginas apareció un montón de fotos sueltas; siempre había querido pegarlas, pero nunca había encontrado el momento. Era un álbum que no hojeaba casi nunca; las páginas amarilleaban y se habían tornado quebradizas como los recuerdos evocados por las fotos. Bosch iba cogiéndolas una por una para examinarlas con atención, y al hacerlo comprendió que aquélla era la razón por la cual no las había pegado. Le gustaba el ritual de acariciarlas entre los dedos. Al igual que la foto que había encontrado en el apartamento de Meadows, éstas habían sido tomadas en Vietnam y eran en blanco y negro por la simple razón que en aquella época en Saigón era lo más barato. Bosch aparecía en algunas imágenes, pero casi todas las había sacado él con la vieja Leica que le había regalado su padre adoptivo antes de embarcarse. Habían discutido porque su padre adoptivo no quería que se alistara. Cuando le regaló la cámara, Harry la aceptó. Sin embargo, Bosch no era de ésos que contaban historias, por lo que las fotos habían quedado olvidadas entre las páginas del álbum, sin pegar y sin apenas ser miradas. El único tema recurrente de aquellas imágenes eran caras sonrientes y los túneles. En casi todas aparecían soldados en poses desafiantes frente a un agujero del que acababan de salir; que acababan de conquistar. A alguien ajeno a aquella guerra subterránea le hubieran parecido extrañas, e incluso fascinantes, pero a Bosch le daban miedo, como esas imágenes de gente atrapada en coches siniestrados esperando a que los saquen los bomberos. Las fotos mostraban las caras de aquéllos que habían sobrevivido al infierno para sonreír a la cámara. «Ir del azul al negro» era cómo llamaban a entrar en el túnel; cada soldado era un eco negro. A pesar de que dentro sólo había muerte, ellos seguían entrando. Al pasar una página rota, Bosch topó con el rostro de Billy Meadows. No había duda de que la foto había sido tomada unos minutos después de la que Bosch había encontrado en el apartamento; era el mismo grupo de soldados, la misma trinchera y el mismo túnel, sector del Eco, distrito de Cu Chi. Bosch no salía en la foto porque era el que la sacaba. La Leica había capturado perfectamente la mirada perdida de Meadows y aquella sonrisa que le quedaba cuando iba colocado. Tenía la piel pálida como la cera, pero tersa. Había capturado al Meadows auténtico, pensó Bosch mientras devolvía la foto a su lugar y pasaba a la siguiente página. En ella había una instantánea de Bosch solo. Al verla, recordó claramente! haber colocado la cámara en una mesa de madera, haber preparado el temporizador y haberse puesto delante del; objetivo. En la foto, Bosch no llevaba camisa y el sol que entraba por la ventana de la cabaña iluminaba el tatuaje sobre su hombro bronceado. Desenfocada detrás de él, en el suelo de paja de la cabaña se vislumbraba la oscura boca de un túnel cuyo contorno, desdibujado y amenazador, era como la boca escalofriante del cuadro del Edvard Munch, El grito. El túnel se hallaba en un pueblo al que llamaron «Timbuk 2», un dato que Bosch sabía con certeza porque había sido su última incursión subterránea. En la foto él tenía unas ojeras enormes y no sonreía. Y al mirarla de nuevo tampoco sonrió; la sostuvo con las dos manos frotando distraídamente los bordes con los pulgares. Estuvo así un buen rato hasta que la fatiga y el alcohol lo hundieron en un estado de semiconsciencia, casi un sueño. Bosch empezó a recordar el último túnel y a Billy Meadows. Entraron tres, pero salieron dos. Habían descubierto el túnel durante un reconoció miento de rutina en un pueblecito del sector E. El pueblo no tenía nombre, así que los soldados lo bautizaron como Timbuk 2. En ese momento el ejército no paraba de descubrir túneles, por lo que no había suficientes ratas para examinarlos. Cuando encontraron aquel agujero en una cabaña, bajo una cesta de arroz, el sargento al mando no quiso esperar a que le enviaran ratas. Quería continuar la ofensiva, pero sabía que antes tenía que examinar el túnel y por esa razón tomó una decisión típica de aquella guerra; mandó a tres de sus propios hombres. Los chicos eran tres novatos, totalmente aterrorizados, que como mucho llevaban tres semanas en el país. El oficial les dijo que no fueran muy lejos, que simplemente bobearan los explosivos y salieran rápidamente, cubriéndose los unos a los otros. Los tres soldaditos obedecieron y entraron en el agujero, pero al cabo de media hora sólo salieron dos. Los dos que lograron salir explicaron que se habían separado al entrar, ya que el túnel se ramificaba en distintas direcciones. Mientras le contaban esto al oficial, se oyó un enorme estruendo y el túnel escupió una gran nube de humo y polvo. Las cargas de C-4 habían detonado. El teniente decidió que no abandonarían la zona sin el hombre que faltaba, así que toda la compañía tuvo que esperar un día entero a que el humo y el polvo se asentaran. Fue entonces cuando llegaron dos ratas verdaderas: Harry Bosch y Billy Meadows. A él le daba igual si el soldado había muerto, les dijo el teniente. Quería que lo sacaran de ahí. No iba a abandonar a uno de sus hombres en aquel agujero. – Sacadlo de ahí para que podamos enterrarlo como Dios manda -ordenó el teniente. – Nosotros tampoco dejaríamos ahí a uno de los nuestros -añadió Meadows. Cuando Bosch y Meadows descendieron por el agujero, descubrieron que éste daba a una cámara llena de testas de arroz y de la que arrancaban otros tres pasadizos. Dos de ellos habían quedado sellados tras la expíoIlion de C-4, pero el tercero seguía abierto. Aquél era el camino que había seguido el soldado perdido, y ésa fue la ruta que ellos tomaron. Los dos hombres gatearon por el túnel, con Meadows a la cabeza, cuidando de utilizar la linterna lo mínimo posible. Al cabo de un rato llegaron a un lugar sin salida. Meadows palpó el suelo de tierra hasta que encontró una trampilla oculta; la levantó con esfuerzo y ambos descendieron al siguiente nivel del laberinto. Sin mediar palabra, Meadows señaló con el dedo y se marchó en una dirección. Bosch sabía que tenía que tomar la dirección opuesta y que a partir de ese instante estarían solos, a no ser que el Vietcong estuviera esperándolos más allá. Bosch avanzó por un pasadizo tortuoso, sofocante y maloliente. Notó el olor del soldado perdido antes de verlo. Estaba sentado en medio de aquel pasadizo con las piernas tiesas y abiertas, y las puntas de los zapatos hacia arriba. Muerto. El cuerpo descansaba sobre una estaca clavada en el suelo, atado a ella con un alambre que le cortaba la piel del cuello. Bosch no lo tocó, temiendo que fuera una trampa. Apuntó el haz de j la linterna a la herida y siguió el rastro de sangre seca que le manchaba el pecho. El hombre llevaba una camiseta verde con su nombre en letras blancas. «Al Crofton», se leía bajo la costra de sangre sobre la que revoloteaban unas moscas. Bosch se preguntó cómo los insectos habrían llegado tan abajo. Siguió examinando el cuerpo con la linterna, y al llegar a la entrepierna descubrió que ésta también tenía el color oscuro de la sangre seca. Los pantalones estaban desgarrados, como si Crofton hubiera sido atacado por un animal salvaje. Bosch sintió que le escocían los ojos por el sudor que resbalaba de su frente y su respiración se tornaba más audible y acelerada de lo que hubiera deseado. Aunque era perfectamente consciente de ello, era incapaz de controlarlo. Entonces se percató de que el brazo izquierdo de Crofton yacía junto a su muslo. Cuando enfocó con la linterna, vio sus testículos ensangrentados en la palma de la mano. Bosch contuvo las arcadas, pero su respiración se aceleró aún más. Se llevó las manos a la boca para intentar recuperar la calma, pero no lo consiguió. Había perdido el control, totalmente presa del pánico. Tenía veinte años y se sentía aterrorizado, atrapado entre unas paredes que se cernían sobre él como tenazas. Se apartó del cuerpo y dejó caer la linterna, todavía enfocada sobre Crofton. Después de pegar unas cuantas patadas a las paredes, se acurrucó adoptando una posición fetal. El sudor de sus ojos se convirtió en un llanto silencioso. Éste dio paso a unos fuertes sollozos que sacudieron todo su cuerpo y probablemente resonaron hasta el lugar donde esperaba el enemigo. Hasta el mismísimo infierno. |
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