"El eco negro" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

SEGUNDA PARTE

Lunes, 21 de mayo

Bosch se despertó en su butaca de vigilancia hacia las cuatro de la mañana. Había dejado abierta la puerta corredera de la terraza y el viento de Santa Ana hinchaba las cortinas de forma fantasmal. El sudor causado por el calor y el sueño se había secado, dejando una película salada sobre la piel. Bosch salió a la terraza y se apoyó en la barandilla de madera para contemplar las luces del valle. Hacía un buen rato que los focos de los estudios Universal se habían apagado y el rumor del tráfico había desaparecido. A lo lejos, quizás en Glendale, Bosch detectó el batir de las hélices de un helicóptero. Aguzó la vista y descubrió una luz roja que sobrevolaba la ciudad. No trazaba círculos ni llevaba un foco; que no se trataba de la policía. En ese momento Bosch percibió en el viento rojizo un ligero olor acre, a insecticida.

Bosch volvió adentro y cerró la puerta corredera. Pensó en acostarse, pero sabía que no conseguiría conciliar el sueño. Para él era normal dormir profundamente al principio de la noche, pero no al final. O no dormir Dada hasta que el sol dibujaba suavemente el contorno de las montañas sobre la niebla de la mañana.

Aunque Bosch había ido a la clínica de la Asociación de Veteranos de Sepúlveda, los psicólogos no le habían servido de ayuda. Le dijeron que pasaba por una etapa en la que dormiría profundamente, pero con pesadillas.

A continuación sufriría meses de insomnio, ya que su mente se defendería del terror que le acechaba al dormir. Según el médico, su cerebro había reprimido la angustiosa experiencia vivida en la guerra y si quería descansar de noche, Bosch tenía que enfrentarse a esos sentimientos durante el día. Lo que el doctor no comprendía que lo hecho, hecho está. Era imposible volver atrás para reparar lo que había ocurrido; es inútil poner una tirita sobre un alma herida.

Bosch se duchó y se afeitó. Al mirarse en el espejo, recordó lo dura que había sido la vida con Billy Meadows. Aunque tenía muchas canas, Harry conservaba una cabellera abundante y rizada y, aparte de las ojeras, todavía ofrecía un aspecto joven y atractivo. Después de limpiarse la espuma de afeitar, se puso su traje de verano beige y una camisa azul celeste. En una percha del armario encontró una corbata granate con un estampado de cascos de gladiador que no estaba descolorida ni demasiado arrugada, se la ajustó con el alfiler del 187, se enfundó la pistola en el cinto y se adentró en la oscuridad que precedía al alba.

Bosch condujo hasta el centro para tomarse una tortilla, tostadas y café en el Pantry, un bar de Figueroa Street que permanecía abierto las veinticuatro horas del día. En el interior, un cartel anunciaba con orgullo que el establecimiento nunca había pasado un solo instante sin clientes desde antes de la Depresión. Al darse la vuelta, comprobó que el peso de aquel récord recaía sobre él, ya que estaba completamente solo.

El café y los cigarrillos le ayudaron a despejarse. Luego Bosch enfiló la autopista de vuelta a Hollywood, dejando atrás un mar de coches que iniciaban su lucha para llegar al centro.

La comisaría de Hollywood estaba en Wilcox Street, a un par de manzanas del Boulevard. Bosch aparcó delante de la puerta porque sólo iba a estar un rato y no quería quedarse atrapado en el atasco que se formaba en el aparcamiento durante el cambio de turno. Al entrar en la pequeña recepción, vio una mujer con un ojo morado que lloraba y rellenaba una denuncia en el mostrador principal. En el pasillo de la izquierda donde estaba la oficina de detectives, en cambio, reinaba un silencio absoluto. El detective de guardia debía de estar fuera, de servicio, o arriba en la «suite nupcial» -un cuartucho con dos catres que usaban los primeros que llegaban-. La oficina de detectives parecía anclada en el tiempo; aunque no había nadie, las largas mesas asignadas a Atracos, Automóviles, Menores, Robos y Homicidios estaban completamente inundadas de papeles y objetos. Los detectives entraban y desaparecían, pero el papel no se movía.

Bosch se dirigió al fondo de la oficina para poner la cafetera. Por el camino echó un vistazo a través de una puerta trasera hacia el pasillo donde se hallaban los bancos de detención y las celdas. Allí, esposado a un banco, había un chico blanco con un peinado estilo rasta. «Un menor. Tendrá como mucho diecisiete años», dedujo Bosch. En California era ilegal meterlos en un calabozo con los adultos, lo cual era como decir que era peligroso meter a coyotes y dóbermans en una perrera.

– ¿Tú qué miras, gilipollas? -le gritó el chico.

Por toda respuesta, Bosch vació un sobre de café dentro del filtro. Un policía de uniforme sacó la cabeza del despacho del oficial de guardia situado al fondo del pasillo.

– ¡Te aviso! -le chilló al chico-. La próxima vez te aprieto las esposas. Dentro de media hora no te notarás las manos, y entonces ya me dirás con qué te vas a limpiar el culo.

– Con tu cara, mamón.

El policía de uniforme se precipitó al pasillo, avanzando hacia el chico con pasos agigantados y amenazadores. Bosch metió el filtro en la cafetera y oprimió el botón. Después se alejó de la puerta y volvió a la mesa de Homicidios. No quería ver lo que le pasaba al chico. Arrastró su silla desde su lugar habitual hasta una de las máquinas de escribir de la oficina. Los formularios pertinentes estaban en unos casilleros en la pared, encima de la máquina. Bosch introdujo en el rodillo uno en blanco sobre la escena del crimen, sacó su libreta de notas y la abrió por la primera página.

Al cabo de dos horas de escribir, fumar y beber café malo, una nube azulada flotaba sobre la mesa de Homicidios y Bosch había completado el sinfín de papeles que acompañan a una investigación de asesinato. Cuando se levantó a hacer fotocopias en el pasillo trasero, se fijó en que el chico del pelo rasta ya no estaba. Bosch sacó una carpeta azul nueva del armario de material -tras forzar la puerta con su carné del Departamento de Policía de Los Ángeles- y archivó una copia de los informes. Acto seguido escondió la otra copia en una vieja carpeta azul que guardaba en un cajón de su archivador con el nombre de un antiguo caso sin resolver. Luego releyó su trabajo. A Bosch le gustaba el orden que la burocracia imponía sobre un caso. En ocasiones anteriores había adoptado la costumbre de releer cada mañana el informe del asesinato porque le ayudaba a pensar. En ese momento el olor a plástico de la carpeta nueva le recordó pasadas investigaciones y le animó a seguir; la caza acababa de comenzar. Sin embargo, los informes que había mecanografiado para el archivo no eran del todo completos. En el Informe Cronológico del Oficial Investigador había omitido sus movimientos durante parte de la tarde y la noche del domingo. Tampoco había incluido la conexión entre Meadows y el robo al WestLand Bank ni las visitas a la tienda de empeños y a Bremmer en el Times. Ni siquiera había escrito un resumen de dichas entrevistas. Era lunes, sólo el segundo día de la investigación. Antes de consignar nada, decidió hablar con el FBI y averiguar qué estaba pasando exactamente; una precaución que siempre tomaba. Finalmente, Bosch acabó su trabajo en la oficina antes de que los demás detectives empezaran el día.

A las nueve ya había llegado a Westwood y se encontraba en el decimoséptimo piso del edificio del FBI en Wilshire Boulevard. La sala de espera era espartana, con los clásicos sofás forrados de plástico y mesitas bajas de fórmica rayada sobre las que yacían desperdigados unos cuantos ejemplares del FBI Bulletin. Bosch no se sentó ni se puso a leer, sino que se dirigió a las cortinas de gasa que cubrían las altísimas ventanas y contempló el panorama. La cara norte del edificio le ofrecía una vista espléndida que iba desde el Pacífico hasta el este, pasando por las montañas de Santa Mónica y Hollywood. Las cortinas actuaban como una capa de niebla sobre la contaminación y Bosch, casi rozando el tejido con la nariz, miró abajo, al otro lado de Wilshire, donde se hallaba el cementerio de la Asociación de Veteranos. Sus lápidas blancas se alzaban sobre el césped recortado como filas y filas de dientes de leche. Precisamente en ese momento se desarrollaba un funeral en el que la guardia de honor rendía homenaje al difunto, aunque no había mucha gente. Un poco más allá, en un pequeño montículo sin lápidas, unos trabajadores se dedicaban a extraer tierra con una excavadora. Mientras contemplaba el paisaje,

Bosch iba comprobando sus progresos, pero no acertaba a comprender qué estaban haciendo. El agujero era demasiado largo y ancho para ser una tumba.

A las diez y media el funeral del soldado había concluido, pero los empleados del cementerio seguían trabajando en la colina. Y Bosch seguía esperando junto a la ventana. Finalmente oyó una voz a sus espaldas.

– Todas esas lápidas… Yo prefiero no mirar.

Al volverse, Bosch vio a una mujer alta y esbelta, con el pelo ondulado hasta los hombros, castaño con mechas rubias. Estaba morena e iba poco maquillada. Tenía un aspecto duro y quizá demasiado cansado para esa hora de la mañana, algo bastante habitual entre las mujeres policía y las prostitutas. Llevaba un traje chaqueta marrón y una blusa blanca con un lazo también marrón de estilo vaquero. Bosch se fijó en las curvas asimétricas de sus caderas bajo la chaqueta; debía de llevar algo pequeño en el lado izquierdo, tal vez una Rugar. Le llamó la atención, porque todas las mujeres policía que conocía solían llevar sus armas en el bolso.

– Es el cementerio de veteranos -le dijo ella.

– Ya lo sé.

Bosch sonrió, aunque no por aquel comentario, sino porque había imaginado que el agente especial E. D. Wish sería un hombre. Él sólo lo había supuesto porque la mayoría de agentes federales asignados a robos de bancos eran hombres. Aunque las mujeres eran parte de la nueva imagen del FBI, no era habitual verlas en aquellas brigadas, en las que reinaba una fraternidad compuesta en su mayor parte por dinosaurios y gente que no cuadraba en el nuevo estilo del FBI. Los tiempos del agente federal Melvin Purvis habían pasado a la historia; actualmente el FBI se centraba en casos de fraude a gran escala, espionaje y narcotráfico. Los atracos a bancos ya no eran espectaculares, porque los atracadores no solían ser profesionales, sino yonquis que necesitaban un poco de dinero para pasar la semana. Por supuesto, robar un banco continuaba siendo un delito federal y ése era el único motivo por el que el FBI seguía a cargo de los casos.

– Sí, claro -contestó ella-. ¿En qué puedo ayudarle, detective Bosch? Soy la agente Wish.

Se dieron la mano, pero Wish no hizo ningún gesto hacia la puerta por la que había entrado. De hecho, ésta se había cerrado del todo. Tras dudar un instante, Bosch respondió:

– Bueno… Llevo toda la mañana esperando para poder hablar con usted… Es sobre el robo al banco… Uno de sus casos.

– Sí, eso me ha dicho la recepcionista. Perdone por haberle hecho esperar, pero como no teníamos una cita… Me ha cogido en medio de un asunto muy urgente. Si me hubiera llamado antes…

Bosch asintió con gesto arrepentido, pero la agente seguía sin invitarle a su despacho. «Esto no va bien», pensó.

– ¿Por casualidad no tendría un poco de café? -tanteó.

– Em… Sí, creo que sí. Pero no puedo entretenerme mucho… Estoy trabajando en un caso importante.

«Y quién no», replicó Bosch para sus adentros. Ella usó una tarjeta magnética para abrir la puerta y la aguantó para que pasara él. Una vez dentro lo guió por una pasillo lleno de puertas con sus correspondientes rótulos de plástico. El FBI no era tan aficionado a los acrónimos como el departamento de policía, por lo que los despachos sólo llevaban números: Grupo 1, Grupo 2, etc. Mientras caminaban, Bosch intentaba adivinar la procedencia de la agente. Aunque tenía un acento un poco nasal, decidió que no era de Nueva York, sino de Filadelfia o Nueva Jersey. Desde luego no era del sur de California, por muy morena que estuviera.

– ¿Solo? -preguntó ella.

– Con leche y azúcar, por favor.

La agente se detuvo y entró en una pequeña habitación amueblada a modo de cocina. Había una encimera y armarios, una cafetera con capacidad para cuatro tazas, un microondas y una nevera. A Bosch le recordó los despachos de abogados a los que había acudido a prestar declaración: lugares donde todo era elegante, limpio y caro. La agente le dio un vaso de plástico lleno de café solo y le hizo un gesto para que él mismo se sirviera la leche y el azúcar. Ella no tomó nada. Si aquello era un intento de hacerle sentirse incómodo, había funcionado. Bosch se sintió como un estorbo, no como alguien que trae buenas noticias que pueden contribuir a resolver un caso importante. Después la siguió de nuevo hacia el pasillo y los dos entraron en un despacho donde se alojaba el Grupo 3: la Unidad de Robos a Bancos y Secuestros. La sala era del tamaño de un supermercado. Era la primera vez que Bosch pisaba el despacho de una brigada federal y la comparación con su propia oficina resultaba deprimente. El mobiliario era más nuevo que el de cualquier brigada de la policía de Los Ángeles, tenía moqueta en el suelo y máquina de escribir u ordenador en casi todas las mesas. De las quince mesas dispuestas en tres filas, todas menos una estaban vacías. En la primera de la fila central un hombre con un traje gris sujetaba el auricular de un teléfono y no alzó la vista cuando pasaron Bosch y Wish. De no ser por el zumbido lejano de un escáner situado al fondo de la sala, Bosch hubiera pensado que estaban en la oficina de una inmobiliaria.

Wish cogió la silla de la primera mesa de la izquierda y le indicó a Bosch que agarrara la de al lado. Aquello lo situaba entre ella y Traje Gris. Mientras Bosch depositaba su café sobre la mesa, dedujo que Traje Gris no estaba realmente al teléfono a pesar de que no dejaba de decir «Aja…, aja…» cada cinco segundos. Entonces "Wish abrió un cajón de su mesa, sacó una botella de agua y se sirvió un poco en un vasito de plástico.

– Hemos tenido un 211 en una caja de ahorros de Santa Mónica. Casi todos los demás han ido para allá -explicó ella al tiempo que recorría con la mirada la sala vacía-. Yo lo estaba coordinando desde aquí y por eso le he hecho esperar. Lo siento.

– No importa. ¿Lo han cogido?

– ¿Por qué cree que es un hombre?

Bosch se encogió de hombros.

– Por las estadísticas.

– Pues eran dos; un hombre y una mujer. Y sí, los hemos cogido. Ayer robaron un banco en Reseda. La mujer entró e hizo el trabajo, mientras el hombre esperaba fuera en el coche. Luego huyeron por la carretera nacional 10 hasta la 405, se dirigieron al aeropuerto y dejaron el coche delante de un empleado de la compañía aérea United Airlines. Subieron por las escaleras mecánicas hasta Llegadas, cogieron un autobús a la estación de Van Nuys y luego volvieron a bajar en taxi hasta Venice. A un banco. Un helicóptero de la policía los siguió todo el tiempo, pero ellos ni se enteraron. Cuando ella entró en el segundo banco pensamos que iban a cometer otro 211 así que la arrestamos en la cola del cajero automático. A él lo pillamos en el aparcamiento. Al final resultó que ella sólo iba a ingresar el dinero del primer robo. Ya ve, una transferencia bancaria por las bravas. En esta profesión se ve cada idiota… Bueno, detective Bosch, no le entretengo más.

– Puedes llamarme Harry.

– Ya veo que me vas a pedir algo.

– Sólo un poco de cooperación interdepartamental -explicó Bosch-. Como lo vuestro y nuestro helicóptero esta mañana.

Bosch bebió un trago de café y prosiguió:

– Encontré tu nombre en un boletín que estaba hojeando ayer. En un caso de hace un año que me interesa. Yo trabajo en Homicidios, en la División de Ho…

– Sí, ya lo sé -interrumpió la agente Wish.

– … llywood.

– La recepcionista me dio tu tarjeta. Por cierto, ¿la necesitas?

Aquello fue un golpe bajo. Sobre un inmaculado cartapacio verde descansaba la pobre tarjeta que Bosch había llevado en su cartera durante meses y por tanto tenía todas las esquinas dobladas. Se trataba de una de esas tarjetas genéricas que el departamento daba a todos los detectives. Llevaba el escudo de la policía grabado en una esquina y el teléfono de la División de Hollywood, pero no el nombre. Uno podía comprarse una almohadilla de tinta, encargar un sello y dedicarse a estampar un par de docenas cada semana. O, como hacía Bosch, limitarse a escribir el nombre a mano y procurar no dar demasiadas. Ya no había nada que el departamento pudiera hacer para humillarlo.

– No, quédatela. Ah, ¿me das una tuya?

Con gesto rápido e impaciente, la agente abrió un cajón, cogió una tarjeta de una bandejita y la depositó junto al codo que Bosch tenía apoyado sobre la mesa. Bosch tomó otro sorbo de café mientras la leía. La E era de Eleanor.

– Bueno, ya sabes quién soy y de dónde vengo -empezó-. Y yo también sé un par de cosas de ti. Por ejemplo, sé que investigaste, o sigues investigando, el robo del año pasado al WestLand National. Los ladrones entraron por un túnel. ¿Te acuerdas?

Bosch notó que aquello había capturado la atención de la agente e incluso le pareció que Traje Gris contenía la respiración. Había dado en el blanco.

– Estoy investigando un homicidio que posiblemente está relacionado con tu caso y quería… bueno, como tu nombre sale en los boletines, me gustaría saber qué has encontrado… Podemos hablar de sospechosos, posibles sospechosos… Creo que quizás estemos buscando a la misma gente e incluso es posible que mi hombre sea uno de los ladrones.

Wish se quedó callada un momento, jugando con un lápiz que descansaba sobre el cartapacio. A continuación empezó a empujar la tarjeta de Bosch con la goma del lápiz, mientras Traje Gris seguía haciendo ver que hablaba por teléfono. Bosch le miró de reojo y sus miradas se cruzaron por un instante; Harry hizo un gesto de saludo, pero Traje Gris desvió la mirada. Bosch dedujo que se trataba del hombre cuyos comentarios habían publicado los periódicos, el agente especial John Rourke.

– ¿Me tomas por tonta, Bosch? -dijo Wish-. Entras aquí, me sueltas una frasecita sobre la cooperación y esperas que te entregue nuestros archivos…

La agente dio tres golpecitos sobre la mesa con el lápiz y sacudió la cabeza como si estuviera riñendo a un niño.

– ¿Y si me dieras un nombre? -prosiguió-. ¿O una razón que justifique la conexión entre los dos casos? Normalmente estas peticiones se hacen por unas vías determinadas. Tenemos personas que se encargan de evaluar las solicitudes de otras agencias del orden que desean compartir archivos e información. Ya lo sabes. Creo que sería mejor que…

Bosch sacó del bolsillo el boletín del FBI con la instantánea del brazalete tomada por la empresa aseguradora. Lo dejó abierto sobre el cartapacio y, acto seguido, extrajo la foto del otro bolsillo y la depositó sobre la mesa.

– WestLand National -le dijo, señalando el boletín-. El brazalete lo empeñaron hace seis semanas en una tienda del centro. Mi hombre lo empeñó, y ahora está muerto.

La agente se quedó observando la foto de la casa de empeños y Bosch se percató de que lo reconocía, por lo que dedujo que estaba bastante informada sobre el caso.

– El muerto es William Meadows. Lo encontraron en una tubería ayer por la mañana, en la presa de Mulholland.

Traje Gris dio por terminada su conversación telefónica.

– Gracias por la información… -dijo-. Me tengo que ir. Es que estamos cerrando un 211… Sí… Gracias… Igualmente… Adiós, adiós.

Bosch no lo observó a él, sino a Wish. Le pareció que ella quería mirar a Traje Gris pero aunque sus ojos se desviaron un segundo en esa dirección, volvieron inmediatamente a la fotografía.

Las cosas no iban bien, de modo que Bosch decidió romper el silencio.

– ¿Por qué no nos dejamos de tonterías, agente Wish? Por lo que veo, no habéis recuperado ni un solo bono, moneda, joya o brazalete de oro y jade. No tenéis nada. Así que a la mierda las solicitudes de información. ¿ Es que no lo ves? Mi hombre empeñó el brazalete y lo mataron. ¿Por qué? Tenemos dos investigaciones paralelas, ¿no crees? Si no la misma investigación.

Nada.

– O a mi hombre le dieron el brazalete los ladrones o él se lo robó a ellos. O tal vez era uno de ellos. Fuera como fuese, el brazalete no tenía que haber aparecido porque todavía no ha salido nada más. Pero resulta que mi hombre va, se salta las normas y lo empeña. Los demás lo quitan de en medio, van a la tienda y lo vuelven a robar. Bueno, no lo sé. La cuestión es que estamos buscando a la misma gente y yo necesito que me orientes.

Wish permaneció callada, pero Bosch sabía que estaba a punto de tomar una decisión. Esta vez esperó a que hablara ella.

– Cuéntame lo que sabes sobre ese hombre -dijo finalmente.

Él se lo contó. Le contó lo de la llamada anónima, el cadáver, el registro en el apartamento, el resguardo de la casa de empeños que había encontrado debajo de la foto y el robo del brazalete. No mencionó que conocía a Meadows.

– ¿Se llevaron algo más de la casa de empeños o sólo este brazalete? -le preguntó la agente cuando Bosch hubo terminado su relato.

– Más cosas, claro, pero sólo era una forma de tapar [o que realmente querían. Yo creo que a Meadows lo asesinaron porque buscaban el brazalete. Lo torturaron antes de matarlo para que les dijera dónde estaba. Cuando lo supieron, se lo cargaron y fueron a robarlo. ¿Te Importa que fume?

– Pues sí. ¿Por qué era tan importante ese brazalete? Si pensamos en todo lo que robaron y nunca ha aparecido, el brazalete es sólo la punta del iceberg.

A Bosch ya se le había ocurrido, pero carecía de respuesta.

– No lo sé -respondió.

– Y si lo torturaron, como tú dices, ¿por qué dejaron el resguardo para que lo encontraras? ¿Y por qué tenían que robar en la casa de empeños? ¿Sugieres que tu hombre les dijo dónde estaba el brazalete, pero no les quiso dar el resguardo?

Bosch también lo había pensado.

– No lo sé. A lo mejor sabía que no le dejarían vivir, así que sólo les dio la mitad de lo que necesitaban. Se guardó algo, una pista: el recibo de la casa de empeños.

Bosch intentó imaginarse la situación, que ya había empezado a elaborar mientras releía sus notas y los informes que había escrito esa mañana. Decidió que era el momento de jugárselo toda a una carta.

– Yo conocí a Meadows hace veinte años.

– ¿Qué dices? ¿Qué conocías a la víctima? -La agente levantó la voz en tono acusatorio-. ¿Por qué no lo has dicho antes? ¿Y desde cuándo la policía de Los Ángeles permite que sus detectives investiguen las muertes de sus amigos?

– Yo no he dicho que fuera amigo mío; lo conocí hace veinte años. Y no pedí este caso. Me tocó y punto. Fue pura…

No quiso decir «casualidad».

– Todo esto es muy interesante -comentó Wish-. Y muy irregular. Nosotros… no creo que podamos ayudarte. Creo que…

– Mira, lo conocí en el ejército, en Vietnam, ¿vale? Los dos estábamos allí. Él era lo que llamaban una rata de los túneles. ¿Sabes a qué me refiero?… Yo también era una.

Wish no dijo nada; tenía la vista fija en el brazalete. Bosch se había olvidado por completo de Traje Gris.

– Los vietnamitas construían galerías debajo de sus aldeas -explicó Bosch-. Algunos tenían más de cien años e iban de cabaña en cabaña, de aldea en aldea, de jungla en jungla. Había algunos debajo de nuestros propios campamentos… estaban por todas partes. Nuestro trabajo, el de los soldados de los túneles, era meternos en esos agujeros. En Vietnam hubo toda una guerra bajo tierra.

Bosch se dio cuenta de que, aparte de a un psicólogo y un grupo de terapia en la Asociación de Veteranos de Sepúlveda, nunca le había contado a nadie la verdad sobre los túneles y lo que hizo allí.

– Y Meadows era bueno, te lo aseguro. En cierto modo le gustaba, a pesar del horror de tener que entrar en esa oscuridad sin otra protección que una linterna y una pistola del 45. Bajábamos y nos pasábamos horas allí dentro, a veces días. Meadows, bueno, era la única persona que conozco a la que no le daba miedo bajar. Lo que le asustaba era la vida en la superficie.

Wish no dijo nada. Bosch miró de reojo a Traje Gris, que estaba escribiendo algo ilegible en un bloc amarillo. Bosch oyó por la radio cómo alguien decía que tenía que escoltar a dos prisioneros a la cárcel de Metro.

– Así que veinte años más tarde se produce un golpe con túnel incluido y aparece asesinado un experto en túneles. Lo encontramos en una cañería, lo cual es una especie de túnel, y sabemos que poseía un objeto robado en el mismo golpe. -Bosch se metió las manos en los bolsillos en busca de cigarrillos, pero entonces recordó que ella le había dicho que no fumara-. Tenemos que trabajar juntos en este caso, agente. Ahora mismo.

Por su cara supo que no había funcionado. Bosch se acabó la taza de café y, sin mirar a Wish, se preparó para salir. Oyó que Traje Gris volvía a coger el teléfono y marcaba un número. Mientras tanto se quedó absorto en el azúcar que quedaba en su vaso. Odiaba el café dulce.

– Detective Bosch -empezó Wish-. Siento mucho que hayas tenido que esperar tanto esta mañana y siento mucho que tu compañero del ejército, Meadows, haya muerto. Haga o no haga veinte años, te aseguro que comprendo el dolor de tu amigo y el tuyo propio, y todo lo que debisteis de pasar… Pero me temo que no puedo ayudarte en este momento. Tendré que seguir el reglamento y consultarlo con mi superior. Te llamaré lo antes posible; de momento es todo lo que puedo hacer.

Bosch arrojó el vaso a una papelera situada junto a la mesa y se inclinó para recoger la página del boletín y la foto.

– ¿Podría quedármela? -preguntó la agente Wish-. Querría mostrársela a mi superior.

Bosch no se la entregó, sino que se levantó, se dirigió a la mesa de Traje Gris y se la plantó ante sus narices.

– Ya la ha visto -respondió Bosch mientras salía de la oficina.

En su despacho, al subdirector Irvin Irving le castañeteaban los dientes. Estaba nervioso y, en ese estado, la mandíbula le iba a mil por hora. Es por ello que aquel músculo se había convertido en el rasgo más prominente de su cara. Visto de frente, el maxilar de Irving era incluso más ancho que las orejas, que estaban pegadas a su cráneo afeitado y tenían forma de ala. La suma de las orejas y la mandíbula le daba un aspecto extraño e intimidante.

El efecto de conjunto era el de una boca con alas capaz de perforar el mármol con sus mortíferos molares. Para colmo, el propio Irving hacía todo lo posible por perpetuar esa imagen de mastín de vigilancia siempre dispuesto a arrancar un brazo o una pierna de una dentellada. Aquélla era una imagen que le había ayudado a superar el único obstáculo en su carrera como policía de Los Ángeles -su ridículo nombre- y esperaba que contribuyera de forma decisiva a su ansiado ascenso hasta el despacho del director en el sexto piso. Por todas estas razones, Irving dejaba que sus dientes castañetearan, a pesar de que aquella costumbre le costaba unos dos mil dólares en dentistas cada dieciocho meses.

Irving se ajustó la corbata con fuerza y pasó la mano por su calva sudorosa. Alargó el dedo hasta el interfono, pero en lugar de apretar el botón y gritar sus órdenes, esperó la respuesta de su ayudante. Otra de sus pequeñas costumbres.

– ¿Sí, jefe?

Le encantaba oír esas palabras. Con una sonrisa, se inclinó hacia delante hasta que su enorme mandíbula rozó el interfono. Irving desconfiaba de la eficacia de la tecnología, así que se acercó al micrófono y gritó:

– Mary, tráigame el expediente de Harry Bosch. Estará con los de casos abiertos.

Le deletreó el nombre y el apellido.

– Ahora mismo, jefe.

Irving se arrellanó en su silla y esbozó una sonrisa. Sin embargo, no estaba del todo satisfecho. Con gran habilidad se pasó la lengua por la parte posterior de su molar inferior izquierdo, buscando un defecto en la superficie, una pequeña grieta, algo… nada. A continuación sacó un espejito de un cajón y abrió la boca para examinar sus muelas. Luego devolvió el espejito a su sitio, cogió un bloc de notas adhesivas azules y escribió una recordándose que debía pedir hora al dentista. Al cerrar el cajón, le vino a la cabeza la vez que comió una galletita de la suerte mientras cenaba en un restaurante chino con el concejal de Westside. Al morder la galleta se le astilló una muela, pero el Mastín decidió tragarse los restos del diente antes que mostrar su debilidad ante el concejal, cuyo voto de apoyo esperaba necesitar y conseguir algún día. Durante la cena Irving había informado al concejal de que su sobrino, que trabajaba en el departamento de policía, era homosexual. Irving le dijo que estaba haciendo todo lo posible para protegerlo y evitar que se supiera. El departamento era más antihomosexual que una iglesia de Nebraska, y si se corría la voz entre los hombres, le explicó Irving al concejal, el chico podía despedirse de cualquier esperanza de ascenso y prepararse para ser el centro de ataques verbales por parte del resto del departamento. Irving no tenía por qué mencionarlas posibles consecuencias políticas si el hecho se hacía público. Por muy liberal que fuese la gente del Westside, el escándalo no favorecería las aspiraciones del concejal ce acceder a la alcaldía.

Irving estaba rememorando el incidente con una sonrisa en los labios, cuando la oficial Mary Grosso llamó a la puerta y entró en su despacho. En la mano llevaba una carpeta de un dedo de grosor que depositó en la mesa de cristal de Irving, sobre la que no había absolutamente nada, ni siquiera un teléfono.

– Tenía razón, jefe. Estaba entre los casos abiertos.

El subdirector de la División de Asuntos Internos se abalanzó hacia delante y comentó:

– Sí. Creo que no lo archivé porque me olía que volveríamos a toparnos con el detective Bosch. Déjeme ver… creo que fueron Lewis y Clarke.

Abrió la carpeta y leyó unas notas escritas en el dorso de la tapa.

– Sí. Mary, ¿puede llamar a Lewis y Clarke?

– Los he visto con la brigada preparándose para un CDD. No sé qué caso era.

– Pues el Comité de Derechos tendrá que esperar… y no me hable con abreviaciones, Mary. Soy un policía de movimientos lentos y cautelosos. No me gustan los atajos; ya lo irá descubriendo. Venga, dígales a Lewis y Clarke que quiero que pospongan la reunión y se presenten aquí inmediatamente.

Irving tensó los músculos de la mandíbula y los mantuvo como cuerdas de violín, ante lo cual Grosso se escabulló del despacho. Irving se relajó y revisó la carpeta para volver a familiarizarse con Harry Bosch. Leyó su hoja de servicio y repasó su rápido ascenso en el departamento; en ocho años había pasado de patrullero a detective, y de allí hasta la prestigiosa División de Robos y Homicidios. Después venía la caída; el año anterior había sido trasladado de la central de Robos y Homicidios a Homicidios de Hollywood. «Tendrían que haberlo expulsado», se lamentó Irving mientras estudiaba el curriculum de Bosch.

A continuación leyó el informe de un test psicológico que le habían hecho a Bosch el año anterior para determinar si era apto para volver al servicio después de matar a un hombre desarmado. El psicólogo del departamento había escrito:

Debido a sus experiencias militares y policiales, y muy especialmente al citado tiroteo con resultados mortales, el sujeto muestra una baja sensibilización ante la violencia. La menciona constantemente como si ésta fuera una parte aceptada de su vida cotidiana, y lo fuera a ser para el resto de su vida. Es, pues, poco probable que este episodio actúe como barrera psicológica si el sujeto se ve de nuevo sometido a circunstancias en las que deba actuar de forma violenta para protegerse a sí mismo o a los demás. En otras palabras: será capaz de apretar el gatillo. De hecho, en el transcurso de nuestra conversación, no ha dado muestras de sufrir efectos negativos a raíz del tiroteo, a no ser que se juzgue inapropiada su satisfacción por el resultado del incidente (la muerte del sospechoso).

Irving cerró la carpeta y le dio unos golpecitos con su uña perfectamente recortada. Acto seguido recogió un pelo largo y castaño -seguramente de la oficial Mary Grosso- y lo arrojó a la papelera situada junto a la mesa. Harry Bosch era un problema, pensó. Era un buen policía, un buen detective -a decir verdad, y muy a pesar suyo, Irving admiraba su trayectoria en Homicidios, sobre todo su trabajo con asesinos en serie-, pero el subdirector opinaba que, a largo plazo, los de fuera no encajaban en el sistema. Harry Bosch era un intruso y siempre lo sería; no formaba parte de la «familia» del Departamento de Policía de Los Ángeles. Lo peor era que Bosch no sólo había abandonado a la familia, sino que se había mezclado en actividades que podían dañarla a ella y a su imagen. Irving decidió que tendría que actuar de forma rápida y contundente. Dio una vuelta a su silla giratoria y miró por la ventana hacia el edificio del ayuntamiento, al otro lado de Los Ángeles Street. Luego, siguiendo su costumbre, bajó la vista para admirar la fuente de mármol frente al Parker Center, un pequeño monumento dedicado a los agentes caídos en acto de servicio. Eso era familia, pensó. Eso era honor. Mientras apretaba los dientes con fuerza, triunfante, se abrió la puerta.

Los detectives Pierce Lewis y Don Clarke entraron en el despacho, se presentaron y esperaron en silencio. Por su aspecto podían ser hermanos; ambos llevaban el pelo castaño muy corto, tenían el típico cuerpo musculoso y bíceps enormes de quien hace pesas y lucían trajes formales de seda gris; el de Lewis con rayas gris oscuro y el de Clarke con rayas granates. Los dos hombres eran cortos de estatura y anchos de espalda como hechos expresamente para facilitar el levantar las pesas del suelo. Y los dos caminaban con una ligera inclinación hacia delante, como si se estuvieran metiendo en el mar y hendieran las olas con la cara.

– Caballeros -empezó Irving-. Tenemos un problema, un problema de alta prioridad con un policía que ya ha pasado por nuestras manos. Un policía que ustedes dos investigaron con relativo éxito.

Lewis y Clarke se miraron, y Clarke se permitió una sonrisita rápida. Aunque no sabía de quién hablaban, le gustaba perseguir a reincidentes. Eran tan patéticos, los pobres.

– Harry Bosch -anunció Irving. Tras esperar un segundo para que asimilaran el nombre, prosiguió-: Tendrán que hacer una excursión a la División de Hollywood. Quiero abrirle un 1/81 en seguida. El demandante es el Buró Federal de Investigación.

– ¿El FBI? -preguntó Lewis-. ¿Y qué tiene que ver Bosch con ellos?

Después de corregir a Lewis por emplear las siglas, Irving ordenó a los dos detectives que se sentaran. Durante diez minutos, les describió la llamada que había recibido unos momentos antes.

– Los federales dicen que es demasiada casualidad y yo estoy de acuerdo con ellos -concluyó-. Puede que Bosch no esté limpio, así que lo quieren fuera del caso

Meadows. Como mínimo parece ser que intervino para que el sospechoso, un antiguo camarada suyo del ejército, no ingresara en prisión el año pasado. Dicha acción posiblemente le permitió participar en el robo al banco. No sabemos si Bosch estaba enterado o involucrado en el delito, pero vamos a averiguar qué se trae entre manos.

Irving hizo una pausa para subrayar la última frase con uno de sus movimientos de mandíbula. Lewis y Clarke sabían que no era el momento de interrumpirle.

– Este incidente nos da la oportunidad de hacer lo que no logramos antes: eliminar a Bosch -sentenció Irving-. Quiero que me mantengan informado directamente. Ah, y pasen copia de sus informes al superior de Bosch, un tal teniente Pounds. A mí me darán más que eso; quiero que me telefoneen dos veces al día, mañana y tarde. Quiero estar al corriente de todo.

– Muy bien -le dijo Lewis al tiempo que se ponía en pie.

– Apunten alto, caballeros, pero sean cuidadosos -les aconsejó Irving-. Y, aunque el detective Bosch ya no es el personaje que era, no lo dejen escapar.

La turbación que Bosch sintió tras haber sido expulsado sin miramientos por la agente Wish se convirtió en rabia y frustración. Notaba una angustia física en el pecho que pugnaba por subir, mientras él bajaba en el ascensor. Estaba solo y, cuando oyó el busca, lo dejó sonar los quince segundos que dura el pitido. En ese momento se tragó la rabia y la transformó en pura determinación. Al salir del ascensor consultó la pantallita para ver quién le había llamado; el prefijo era de la zona del valle de San Fernando, 818, pero el número no le sonaba. Inmediatamente se dirigió a una serie de teléfonos públicos situados en el patio frente al edificio federal y marcó el número. «Noventa centavos», le informó una voz electrónica. Por suerte tenía cambio; echó las monedas por la ranura y, casi al instante, contestó Jerry Edgar.

– Harry -empezó Edgar sin decir «hola»-. Todavía estoy en la Asociación de Veteranos y me están mareando. No tienen el expediente de Meadows. Primero me han dicho que tenía que ir a través de Washington o conseguir una orden judicial. Yo les he contestado que sé que tienen un expediente por todo eso que tú me habías contado. Les he dicho: «Mirad, si me obligáis a pedir una orden, ¿podéis aseguraros al menos de qué está el maldito expediente?» O sea, que han empezado a buscarlo y al final han salido y me han dicho que sí, que había uno pero que ya no está. Adivina quién se lo llevó con una orden el año pasado.

– El FBI.

– ¿Cómo lo sabes?

– No he estado precisamente tomando el sol. ¿Te han dicho cuándo o por qué se lo llevó el FBI?

– No lo saben. Sólo recuerdan que vino el FBI y se lo llevó. Eso fue en septiembre del año pasado y todavía no lo han devuelto. No dieron ninguna explicación. Los muy cabrones no tienen por qué darlas.

Bosch reflexionó sobre aquello en silencio. El FBI ya lo sabía. Wish ya estaba al corriente de lo de Meadows y los túneles y todo lo demás que le había contado. Todo había sido una farsa.

– Harry, ¿estás ahí?

– Sí, oye, ¿te han enseñado una copia de los papeles o te han dicho el nombre del agente?

– No, no encontraban el resguardo y nadie recuerda el nombre del agente, excepto que era una mujer.

– Apúntate el número donde estoy. Vuelve al registro y pídeles otro expediente, sólo para saber si está. Pídeles el mío.

Bosch le dio a Edgar el número del teléfono público, su fecha de nacimiento, número de la seguridad social y el nombre completo, deletreando su verdadero nombre de pila.

– ¡Joder! ¿Ése es tu nombre de verdad? -preguntó Edgar-. O sea, que lo de Harry es para los amigos. ¿Cómo se le ocurrió eso a tu madre?

– Por un pintor del siglo XV que le gustaba. Pega con el apellido -explicó Bosch-. Venga, ve a comprobar lo del expediente y vuélveme a llamar. Yo te espero aquí.

– Es que no puedo ni pronunciarlo, tío. -Pues deletréaselo.

– Vale, lo intentaré. Por cierto, ¿dónde estás?

– En un teléfono público, delante del FBI.

Bosch colgó antes de que su compañero le hiciera más preguntas. Encendió un cigarrillo, se apoyó en la cabina y se quedó observando a un grupito de personas que caminaba en círculos frente al edificio federal. Los manifestantes sostenían pancartas caseras en contra de la concesión de nuevas licencias para extraer petróleo de la bahía de Santa Mónica. Bosch leyó varios carteles que decían «No al petróleo», «No más contaminación en la bahía», «Estados Unidos de Exxon», etc.

Distinguió la presencia de un par de equipos de televisión filmando la protesta. Aquello era lo fundamental: la publicidad. Si los medios de comunicación se presentaban y salía en las noticias de las seis de la tarde, la manifestación habría sido todo un éxito. Bosch vio que el cabecilla de la protesta estaba siendo entrevistado ante la cámara por una mujer que Bosch reconoció como presentadora del Canal 4. También le sonaba el portavoz de los manifestantes, pero no estaba seguro de dónde lo había visto. Después de observar la tranquilidad del hombre ante la cámara, Bosch lo reconoció. Era un actor de televisión que interpretaba el papel de un borracho en una comedia bastante conocida que había visto una o dos veces y, aunque el programa ya no se emitía, observó que el lío seguía teniendo pinta de alcohólico.

Apoyado en la cabina, Bosch iba por su segundo cigarrillo y empezaba a acusar el calor del mediodía, cuando vio salir a Eleanor Wish por una de las puertas acristaladas del edificio. La agente caminaba cabizbaja, buscando algo en el bolso, y no se había percatado de su presencia. Bosch se apresuró a ocultarse detrás de los teléfonos. Wish encontró lo que buscaba, unas gafas de sol, se las puso y pasó por delante de los manifestantes sin siquiera mirarlos. Luego caminó por Veteran Avenue en dirección a Wilshire Boulevard. Bosch sabía que el aparcamiento del FBI se hallaba en dirección contraria, por lo que dedujo que no iba lejos. Justo en ese momento sonó el teléfono.

– ¿Harry? El FBI también tiene tu expediente. ¿Qué cono está pasando?

La voz de Edgar denotaba impaciencia y confusión. No le gustaban los líos ni los misterios. El sólo quería hacer su trabajo.

– No lo sé. No me lo han querido decir -respondió Bosch-. Tú vuelve a la oficina; ya hablaremos allí. Si llegas antes que yo, llama a los del metro. Al Departamento de Personal, a ver si tuvieron a un tal Meadows en plantilla. Prueba también con el nombre de Fields. Luego dedícate al informe de la puñalada en televisión, tal como habíamos quedado. Tú cumples tu parte del trato y yo ya me reuniré contigo.

– Harry, tú me dijiste que conocías a este tío, a Meadows. Quizá deberíamos informar a Noventa y ocho de que hay un conflicto de intereses y pasar el caso a la central de Robos y Homicidios o a otra persona de la comisaría.

– Ya lo discutiremos luego, Jed. Mientras tanto no hagas nada ni hables con nadie hasta que yo llegue.

Bosch colgó y se encaminó hacia Wilshire Boulevard. La agente Wish ya había girado hacia el este en dirección a Westwood Village. Bosch acortó la distancia entre ellos, cruzó la calle y la siguió, cuidando de no acercarse demasiado para evitar que ella lo viera reflejado en los escaparates. Cuando Wish llegó a Westwood Boulevard, cruzó la avenida y pasó a la acera de Bosch. Él se metió en un banco unos segundos, y cuando volvió a salir a la calle ella había desaparecido. Después de mirar a derecha e izquierda, Bosch corrió hasta la esquina y vio a la agente a media manzana de Westwood, caminando en dirección al Village.

Wish aflojó la marcha al pasar delante de unos escaparates y se detuvo ante una tienda de artículos deportivos que exhibía unos maniquíes de mujer vestidos con pantalones cortos y camisetas verde lima: la moda del año pasado a precios rebajados. Después de contemplar la ropa unos instantes, Wish reanudó su paseo y no paró hasta llegar a la zona donde se hallaban todos los teatros. Una vez allí entró en el Stratton's.

Bosch, que seguía en la otra acera, pasó sin mirar por delante del restaurante y llegó hasta la esquina. Se detuvo bajo la marquesina del viejo teatro Bruin y miró atrás; ella no había salido. Se preguntó si habría una puerta trasera y consultó su reloj; era un poco temprano para almorzar, pero quizás ella prefería comer antes de que se llenaran los bares. Tal vez prefería comer sola. Bosch cruzó la calle hasta la otra esquina y se apostó delante del teatro Fox. Desde allí divisaba el ventanal del Stratton's, pero no a la agente. A continuación atravesó un aparcamiento al aire libre y llegó a un callejón detrás del restaurante. ¿Lo habría visto la Wish? ¿Habría sido todo un truco para darle el esquinazo? Hacía mucho tiempo que Bosch no seguía a nadie, pero no creía que ella le hubiera descubierto, así que al final entró en el establecimiento por la puerta de atrás.

Eleanor Wish estaba sola en una de las mesas de madera situadas a la derecha del local. Como cualquier policía cuidadoso, se había sentado de cara a la entrada, por lo que no vio a Bosch hasta que éste se sentó en la silla frente a ella y cogió la carta que Wish ya había vuelto a dejar sobre la mesa tras echarle un vistazo.

– Es la primera vez que vengo a este bar. ¿Qué me recomiendas?

– ¿Qué es esto? -dijo ella con cara de sorpresa.

– Nada. He pensado que a lo mejor te apetecía un poco de compañía.

– ¿Me has seguido? -preguntó y al instante se contestó-: Me has seguido.

– Al menos yo no te engaño. ¿Quieres que te diga una cosa? Creo que te equivocaste allá en tu despacho. Fuiste demasiado seca. Imagínate: entro yo con la única pista que has tenido en nueve meses y me empiezas a hablar de vías oficiales y todo el rollo. Me olí que había algo raro, pero no sabía qué. Ahora ya lo sé.

– ¿De qué hablas? No, no me lo digas. Prefiero no saberlo.

Wish hizo un ademán de levantarse, pero Bosch alargó la mano y la agarró de la muñeca. La agente tenía la piel cálida y húmeda tras la caminata hasta el restaurante. Ella se detuvo y sus ojos castaños lo fulminaron con una mirada envenenada.

– Suéltame -le ordenó. Su tono, controlado pero amenazador, sugería que podía perder la paciencia en cualquier momento. Bosch la soltó.

– No te vayas, por favor. -Ella titubeó un instante y Bosch lo aprovechó-. No me importa. Comprendo tus motivos, tu frialdad conmigo en la oficina, todo. La verdad es que lo hiciste bien, de eso no hay duda. No te lo echo en cara.

– Oye, Bosch, no sé de qué me hablas. Creo que…

– Sé que ya estabais al tanto de lo de Meadows, los túneles y todo lo demás. Pedisteis sus expedientes militares, los míos, y probablemente los de todas las ratas que lograron escapar con vida de ese lugar. Debía de haber algo en el robo al WestLand que lo relacionaba con los túneles de Vietnam.

Ella lo miró un buen rato. Estaba a punto de hablar cuando una camarera se acercó con libreta y lápiz.

– De momento un café solo y una botella de Evian -soltó Bosch antes de que Wish o la camarera pudieran hablar. Esta última se alejó tomando nota.

– Creía que eras un policía de leche y azúcar -comentó Wish.

– Sólo cuando la gente intenta adivinar lo que soy.

A Bosch le pareció que los ojos de Wish se dulcificaban un poco, pero sólo un poco.

– Mira, Bosch. No sé cómo sabes lo que crees que sabes pero yo no voy a hablar del caso WestLand. Tal como te dije en la oficina, no puedo. Lo siento mucho, de verdad.

– Supongo que debería estar ofendido, pero no lo estoy. Era un paso lógico en la investigación. Yo habría hecho lo mismo: coger a todos los que encajaban en el perfil (las ratas de los túneles) y comprobar sus coartadas.

– Tú no estás bajo sospecha, ¿vale? Así que déjalo correr.

– Eso ya lo sé -dijo Bosch, soltando una breve carcajada-. Yo estaba en México, suspendido, y puedo probarlo. Aunque eso ya lo sabéis. Lo mío no me preocupa; no quiero ni hablar de ello, pero necesito saber lo que habéis encontrado sobre Meadows. Tú te llevaste el expediente en septiembre, así que lo habrás investigado a fondo, a él (supongo que lo tuvisteis vigilado), a sus amigos y a su pasado. Quizá… bueno, casi seguro que lo interrogasteis. Todo eso lo necesito ahora, no dentro de tres o cuatro semanas cuando un funcionario le dé el visto bueno.

La camarera volvió con el café y el agua. Wish agarró el vaso, pero no bebió.

– Bosch, Meadows ya no es asunto tuyo. Lo siento. No debería decírtelo yo, pero te han retirado del caso. En cuanto vuelvas a tu oficina te lo notificarán. Hicimos una llamada cuando te fuiste.

Bosch sostenía la taza con las dos manos y los codos apoyados sobre la mesa. Al oír aquellas palabras, la depositó en el platito por si empezaban a temblarle las manos.

– ¿Qué dices que hicisteis? -preguntó Bosch.

– Lo siento -se disculpó Eleanor-. Después de que te fueras, Rourke (al que plantaste la foto en las narices) llamó al número que ponía en tu tarjeta y habló con un tal teniente Pounds. Le contó lo de tu visita de hoy y explicó que había un conflicto de intereses, por lo de investigar la muerte de un amigo… Luego le dijo no sé qué más y…

– ¿Qué más?

– Mira Bosch, yo te conozco. Confieso que saqué tus expedientes y te investigué. Aunque no hacía falta; en esa época sólo había que leer los periódicos para enterarse de lo tuyo y el caso del Maquillador. Soy consciente de tus problemas con Asuntos Internos y de que esto no va a ayudarte, pero fue decisión de Rourke. Él…

– ¿Qué más dijo Rourke?

– La verdad. Que tu nombre y el de Meadows habían aparecido en nuestra investigación y que os conocíais. También pidió que te retiraran del caso, pero todo eso no importa.

Bosch desvió la mirada.

– Dime la verdad -dijo-. ¿Sospecháis de mí?

– No. Al menos hasta que entraste en la oficina esta mañana. Estoy intentando serte sincera, Bosch. Tienes que verlo desde nuestro punto de vista; un tío que investigamos el año pasado viene y nos cuenta que está investigando el asesinato de otro tío al que también investigamos a fondo en relación al mismo caso. Y para colmo dice que quiere ver nuestros archivos.

Ella no tenía que contarle todo eso. Bosch lo sabía y también que ella se estaba arriesgando por hablar con él. A pesar de la mierda en la que se encontraba, o en la que le habían metido, a Harry Bosch empezaba a caerle bien la fría y dura agente Eleanor Wish.

– Si no puedes explicarme nada sobre Meadows, al menos cuéntame algo sobre mí. Dices que me investigasteis y luego me descartasteis. ¿Por qué dejé de ser sospechoso? ¿Fuisteis a México?

– Sí, y otras cosas. -Ella le miró un instante antes de proseguir-. Te descartamos bastante pronto. Al principio nos emocionamos, quiero decir, que empezamos a mirar los expedientes de gente que estuvo en los túneles de Vietnam y ahí estaba el famoso Harry Bosch, el detective superestrella del departamento, con un par de libros escritos sobre sus casos, una película y una serie de televisión… Y resulta que es el mismo hombre del que han estado hablando los periódicos, el hombre que cayó en picado tras una suspensión de un mes y el traslado desde la prestigiosa División de Robos y Homicidios a… -Wish dudó un instante.

– «La cloaca.» -Bosch adivinó lo que ella iba a decir.

Ella bajó la mirada hacia su vaso y continuó.

– Total, que Rourke empezó a pensar que tal vez así es cómo habías pasado el tiempo de tu suspensión, cavando un túnel bajo el banco. Habías pasado de héroe a villano y querías vengarte de la sociedad, o una tontería por el estilo. Pero cuando te investigamos y preguntamos por ahí, nos enteramos de que te habías ido a México a pasar el mes. Enviamos a alguien a Ensenada para comprobarlo y quedaste libre de sospecha. Por esa época también recibimos tu expediente médico de la Asociación de Veteranos de Sepúlveda… Ah, es con ellos con quién has hablado esta mañana, ¿no?

Bosch asintió y ella prosiguió.

– Bueno, en el expediente médico estaba el informe del psiquiatra… Lo siento, esto es una invasión de tu intimidad…

– Quiero saberlo.

– Leímos lo de la terapia para tratar el EPT. No es que estés enfermo, pero de vez en cuando sufres estrés postraumático: insomnio, pesadillas y otras cosas, como claustrofobia. Un médico incluso mencionaba que nunca podrías volver a entrar en un túnel como ésos en toda tu vida. Total, que mandamos tu perfil a nuestros laboratorios de ciencias del comportamiento de Quantico. Ellos te descartaron como sospechoso, ya que en su opinión era improbable que volvieras a meterte en un túnel por dinero.

Wish dejó que Bosch asimilara lo que acababa de decir.

– Los archivos de la Asociación de Veteranos están anticuados -replicó Bosch-. Toda esa historia ya es agua pasada. No voy a intentar convencerte de por qué podría ser sospechoso, pero todo lo de la Asociación de Veteranos es viejísimo. Hace más de cinco años que no he ido a un psiquiatra, ni de la Asociación ni de ninguna parte. En cuanto a la mierda esa de la fobia, ayer mismo me metí en un túnel para echarle un vistazo a Meadows. ¿Qué opinarían vuestros psicólogos de Quantico sobre eso? -preguntó.

Bosch notó que enrojecía de vergüenza. Había hablado demasiado. Sin embargo, cuanto más intentaba controlarse y ocultarlo, más rojo se ponía. Justo en ese momento volvió la camarera y le sirvió más café.

– ¿Qué van a comer? -preguntó.

– Nada -le respondió Wish sin apartar la mirada de Bosch-. De momento.

– Perdone, pero ahora vendrá un montón de gente a almorzar y necesitamos la mesa. Nosotros vivimos de los que tienen hambre, no de los están demasiado enfadados para comer.

Y dicho esto se alejó. Bosch concluyó que las camareras eran mejores observadoras de la naturaleza humana que la mayoría de policías.

– Siento mucho todo esto -volvió a disculparse Wish-. Deberías haberme dejado ir cuando me he levantado.

Aunque la vergüenza había desaparecido, la rabia seguía allí. Bosch ya no desviaba la mirada, sino que la clavaba en los ojos de Wish.

– ¿Crees que me conoces sólo por unos papeles en una carpeta? Pues no me conoces. A ver, dime qué sabes de mí.

– No te conozco, pero sé cosas sobre ti -respondió ella, deteniéndose un momento para reflexionar-. Eres un hombre de instituciones, Bosch. Toda tu vida la has pasado en instituciones; orfanatos, padres adoptivos, luego el ejército y finalmente la policía. Nunca has salido del sistema; has ido saltando de una institución imperfecta a otra.

Wish tomó un sorbito de agua, mientras decidía si continuaba o no. Al final lo hizo.

– Hieronymus Bosch… La única cosa que te dio tu madre fue el nombre de un pintor que murió hace quinientos años. Aunque me imagino que, en comparación con las cosas que has visto, las extravagancias que pintó parecerán Disneylandia. Tu madre estaba sola y no podía mantenerte. Creciste con distintas familias adoptivas, en orfanatos de todo tipo… Sobreviviste a eso, sobreviviste a Vietnam y has sobrevivido al departamento de policía, al menos por ahora. Pero tú eras alguien de fuera en un círculo muy cerrado. A pesar de que llegaste a Robos y Homicidios y trabajaste en casos conocidos, seguías siendo un intruso que actuaba a su manera. Y al final te echaron.

Wish vació su vaso, probablemente con el fin de liarle a Bosch la ocasión de detenerla, cosa que él no hizo.

– Sólo fue necesario un error por tu parte -prosiguió ella-. El año pasado mataste a un hombre. A un asesino, pero eso no importa. Según los informes, creíste que él había metido la mano debajo de la almohada para sacar una pistola, cuando resultó que iba a sacar su peluquín. Es casi ridículo, pero Asuntos Internos encontró una testigo que declaró que tú sabías que el sospechoso guardaba su peluquín debajo de la almohada. Siendo una prostituta, su credibilidad se cuestionó. No fue suficiente para ponerte de patitas en la calle, pero te costó el cargo. Ahora trabajas en Hollywood, el lugar al que la mayoría de gente en el departamento llama «la cloaca».

La agente había terminado su discurso. Bosch no dijo nada, por lo que hubo un largo silencio. La camarera pasó por delante de la mesa, pero en seguida vio que no estaban para charlas.

– Cuando vuelvas a la oficina -empezó Bosch-, dile a Rourke que haga una llamada más. El me sacó del caso, así que puede volverme a meter.

– No puedo. No querrá.

– Sí que querrá, y dile que tiene hasta mañana para hacerlo.

– ¿O qué? ¿Qué vas a hacer? Seamos realistas. Con tu reputación, mañana ya te habrán suspendido. En cuanto Pounds terminó de hablar con Rourke seguro que llamó a Asuntos Internos, si es que no lo hizo el propio Rourke.

– No importa. Si mañana por la mañana no habéis dicho algo, avisa a Rourke de que el Times publicará un artículo explicando cómo un sospechoso de un importante golpe, sujeto a vigilancia del FBI, fue asesinado ante las narices del Buró llevándose consigo las respuestas del famoso robo al WestLand National. Puede que todos los datos no sean exactos, pero no estarán muy lejos de la verdad. Lo importante es que la gente querrá leerlo y que la noticia llegará hasta Washington. No sólo será una situación embarazosa, sino un aviso para quienquiera que se cargó a Meadows. Nunca los encontrarán y Rourke pasará a ser conocido como el hombre que dejó escapar a los ladrones del WestLand.

La agente miró a Bosch y sacudió la cabeza como si estuviera por encima de todo aquel desastre.

– No me toca a mí decidir. Tendré que volver y explicárselo a él, aunque yo en su lugar no me tragaría semejante farol. Y eso es lo que pienso decirle.

– No es un farol. Tú me has investigado y sabes que iré a los medios, que ellos me escucharán y les encantará. Sé lista y dile que no es ningún farol. Yo no tengo nada que perder y él tampoco pierde nada por meterme otra vez en el caso.

Bosch hizo ademán de marcharse, pero se detuvo para dejar un par de dólares en la mesa.

– Tenéis mi ficha, así que ya sabéis dónde podéis encontrarme.

– Sí-replicó ella, y añadió-: ¡Eh, Bosch! El se volvió a mirarla.

– ¿Dijo la verdad la prostituta? ¿Sobre la almohada? -¿Acaso no la dicen siempre?

Bosch aparcó detrás de la comisaría de Wilcox Avenue y siguió fumando hasta llegar a la entrada trasera. Después de apagar la colilla en el suelo, entró, dejando atrás el olor a vómito que se colaba por las ventanas enrejadas de los calabozos. Jerry Edgar lo esperaba con impaciencia en el pasillo.

– Harry, Noventa y ocho quiere vernos.

– ¿Para qué?

– No lo sé, pero cada diez minutos saca la cabeza de la pecera y pregunta por ti. Llevas el busca y el móvil desconectados. Ah, y hace un rato han entrado en su despacho un par de tíos de Asuntos Internos.

Bosch asintió, evitando cualquier explicación.

– ¿Qué pasa, tío? -explotó Edgar-. Si tenemos un problema, quiero saberlo antes de hablar con ellos. Tú ya tienes experiencia con esta mierda, pero yo no.

– No sé muy bien qué pasa. Creo que nos van a echar del caso. Al menos a mí -respondió Bosch en tono sosegado.

– Harry, los de Asuntos Internos no vienen por esas cosas. Algo está pasando y, sea lo que sea, espero que no me hayas jodido a mí también.

Edgar en seguida se arrepintió del comentario.

– Perdona, Harry. No lo decía con mala idea.

– Tranquilo. Vamos a ver qué quiere el jefe.

Bosch se dirigió a la oficina de la brigada de detectives. Edgar dijo que él pasaría por el puesto de guardia y entraría por el pasillo de delante para que no pareciera que se habían puesto de acuerdo.

En cuanto Bosch llegó a su mesa, se fijó en que la carpeta azul del caso Meadows había desaparecido. También se percató de que la persona que se lo había llevado se había dejado la cinta con la llamada al número de emergencias. Bosch cogió la cinta y se la metió en el bolsillo, justo cuando la voz de Noventa y ocho empezaba a retumbar por toda la sala. Desde su despacho acristalado, el jefe gritó una sola palabra: «¡¡¡Bosch!!!» Los otros detectives se volvieron hacia Harry, que se levantó lentamente y caminó hacia «la pecera», tal como llamaban al despacho de Noventa y ocho, el teniente Harvey Pounds. A través del cristal se veían las espaldas trajeadas de dos hombres que esperaban sentados. Bosch los reconoció inmediatamente; eran los dos detectives de Asuntos Internos que habían llevado el caso del Maquillados Lewis y Clarke.

Edgar entró en la oficina por la puerta principal, justo cuando Bosch pasaba por delante, así que ambos entraron juntos en «la pecera». Pounds les dirigió una mirada inexpresiva, y los dos hombres de Asuntos Internos ni se inmutaron.

– Primero, nada de fumar, ¿de acuerdo, Bosch? -le dijo Pounds-. Esta mañana la oficina apestaba a tabaco. Ni siquiera voy a preguntar si fuiste tú.

Según las normas municipales y del departamento estaba prohibido fumar en todas las oficinas compartidas, como las de las brigadas. En los despachos se podía fumar, pero sólo si el ocupante daba su permiso. Pounds era de los que había dejado de fumar y no toleraba el tabaco. En cambio, la mayoría de los treinta y dos detectives a sus órdenes fumaban como carreteros y aprovechaban las ausencias de Pounds para fumarse un pitillo rápido en su despacho. Siempre era mejor que salir al aparcamiento donde podían perderse llamadas de teléfono y tenían que soportar el olor a meado y vómito de las celdas para borrachos. Pounds había empezado a cerrar con llave, incluso cuando salía un momento a ver al comandante, al fondo del pasillo. No obstante, cualquiera podía forzar la puerta con un abrecartas en menos de tres segundos, por lo que el teniente continuamente se encontraba su despacho lleno de humo. En aquella habitación de tres metros por tres había nada menos que dos ventiladores y un ambientador en la mesa. Noventa y ocho estaba convencido de que Bosch era el principal culpable, ya que desde su llegada las invasiones habían aumentado considerablemente. Y lo cierto es que tenía toda la razón, aunque hasta entonces nunca lo había cogido con las manos en la masa.

– ¿Para eso me has llamado? -preguntó Bosch-. ¿Para reñirme por fumar en la oficina?

– Siéntate -le cortó Pounds.

Bosch levantó las manos para demostrar que no tenía ningún cigarrillo entre los dedos. Después se volvió hacia los dos hombres de Asuntos Internos.

– Vaya, Jed, parece que Lewis y Clarke han salido de excursión. Hacía tiempo que no veía a estos grandes exploradores; desde que me enviaron a México de vacaciones sin los gastos pagados. Hicieron un trabajo magnífico: con prensa, publicidad y todo lo demás. Son las estrellas de Asuntos Internos.

Los dos policías enrojecieron de ira.

– Esta vez será mejor que te calles -le respondió Clarke-. Te has metido en un buen lío, Bosch. ¿Me entiendes?

– Sí, te entiendo. Gracias por el consejo, pero yo también tengo uno para ti. Vuelve al traje que llevabas antes de convertirte en el felpudo de Irving. Sí, ese amarillo que hacía juego con tus dientes. La fibra te queda mejor que la seda. Por cierto, uno de los hombres de las celdas me ha dicho que el fondillo de ese pantalón está todo brillante; eso te pasa por trabajar tanto sentado.

– Vale ya -intervino Pounds-. Bosch y Edgar, sentaos y callaos un momento. Éste…

– Teniente, yo no he dicho nada -se lamentó Edgar-. Yo…

– ¡Callaos, todos! ¡Maldita sea! -gritó Pounds-. Edgar, para que lo sepas, si es que no lo sabías, estos dos son de Asuntos Internos: los detectives Lewis y Clarke. Esto es un…

– Quiero un abogado -interrumpió Bosch.

– Creo que yo también -añadió Edgar.

– ¡Ya está bien, joder! -exclamó Pounds-. Primero vamos a aclarar unas cuantas cosas sin tener que llamar a los de la Liga de Protección del Policía, ¿de acuerdo? Si queréis un abogado, lo llamáis luego. Ahora mismo os vais a sentar, los dos, y vais a responder a unas cuantas preguntas. Y si no, tú, Edgar, vas a pasar de ese traje de ochocientos dólares a un uniforme de patrulla y tú, Bosch, bueno… tú probablemente saldrás volando de una patada.

Durante unos segundos reinó el silencio en la pequeña habitación, a pesar de que la tensión entre los hombres amenazaba con romper los cristales. Pounds miró hacia la oficina, donde una docena de detectives hacían ver que trabajaban, al tiempo que seguían atentamente lo que estaba ocurriendo. Algunos habían intentado leer los labios del teniente a través del cristal, por lo que éste se levantó y bajó las persianas, algo que todos interpretaron como una prueba de que la cosa era grave. Incluso Edgar mostró su preocupación mediante un gran suspiro. Pounds volvió a sentarse, y empezó a repicar con una uña larga sobre la carpeta de plástico azul que yacía cerrada sobre su mesa.

– Vale. Vayamos al grano -empezó-. Para empezar, estáis fuera del caso Meadows. Y nada de preguntas; habéis terminado vuestro trabajo y basta. Ahora quiero que nos lo contéis todo.

En ese momento, Lewis sacó una grabadora de su maletín, la encendió y la puso sobre la mesa impoluta de Pounds.

Bosch sólo llevaba ocho meses con Edgar como compañero e ignoraba cómo reaccionaría ante ese tipo de presión ni si sería capaz de plantar cara a aquellos cabrones. Pero Edgar le caía bien y no quería meterlo en un lío; su único pecado había sido querer disponer del domingo libre para vender casas.

– Por ahí no paso -dijo Bosch, señalando a la grabadora.

– Quite eso -le ordenó Pounds a Lewis, aunque la grabadora se hallaba más cerca de él que del detective de Asuntos Internos. Éste se levantó para coger el aparato, lo apagó, rebobinó y volvió a depositarlo sobre la mesa.

Una vez Lewis se hubo sentado, Pounds empezó a hablar:

– Maldita sea, Bosch, el FBI me llama esta mañana y me dice que eras sospechoso de un maldito golpe a un banco. Me dicen que también sospechaban de ese tío, Meadows, y que ahora sospechan de ti por asesinato., Con este panorama, ¿cómo quieres que no te hagamos preguntas?

Edgar exhaló aún más fuerte. Todo aquello le venía de nuevo.

– Hablaremos si no encienden la grabadora -contestó Bosch.

Pounds lo consideró un instante y dijo:

– De acuerdo. Habla.

– Para empezar, Edgar no sabe nada de todo esto. Ayer hicimos un trato; yo me ocupaba del caso Meadows y él se iba a casa. A él le tocaba terminar el caso Spivey, el tío de la tele que apuñalaron la otra noche. De lo del FBI y el robo al banco no tiene ni puta idea, así que déjalo ir.

Pounds no quiso mirar a Lewis, a Clarke ni a Edgar; iba a tomar la decisión él solo.

En ese momento Bosch sintió un cierto respeto por él; lo vio como una llamita en medio de un huracán de incompetencia. Pounds abrió el cajón de su mesa y sacó una regla de madera. Jugueteó con ella un momento y finalmente miró a Edgar.

– ¿Es verdad lo que ha dicho Bosch?

Edgar asintió.

– ¿Eres consciente de que eso le perjudica, que parece como si él quisiera quedarse el caso y ocultarte información?

– Él me dijo que conocía a Meadows; no me lo, ocultó en ningún momento. Era domingo y no íbamos a encontrar a nadie que viniera a relevarnos sólo porque Bosch hubiera conocido a la víctima hace veinte años. Al fin y al cabo, la policía conoce a casi toda la gente que aparece muerta en Hollywood. El asunto del banco debió de descubrirlo cuando yo me marché. Es la primera noticia que tengo.

– De acuerdo -dijo Pounds-. ¿Tienes algún informe sobre este caso?

Edgar negó con la cabeza.

– Vale, acaba lo que tengas sobre… ¿cómo se llama?… sí, el caso Spivey. Te voy a asignar un nuevo compañero. No sé quién, pero ya te lo diré. Venga, vete.

Edgar soltó otra fuerte exhalación y se puso en pie.

Harvey Pounds dejó que las cosas se calmaran un poco después de que Edgar se hubiera ido. Bosch ansiaba desesperadamente fumarse un cigarrillo, o como mínimo tenerlo en los labios; pero no iba a mostrarles semejante señal de debilidad.

– De acuerdo, Bosch -repitió Pounds-. ¿Tienes algo que decir sobre todo esto?

– Sí, que todo es mentira.

Clarke sonrió con suficiencia, pero Bosch no le prestó atención. En cambio, Pounds dirigió una mirada de reprobación al de Asuntos Internos que aumentó aún más el respeto que Bosch sentía por el teniente.

– El FBI me ha confirmado esta mañana que no es-my bajo sospecha -explicó Bosch-. Me investigaron hace nueve meses, lo mismo que al resto de soldados de los túneles. Debieron de encontrar algo que conectaba el lobo con Vietnam. Fue un trabajo a fondo; tenían que mirar a todo dios, así que me investigaron y luego me dieron el visto bueno. ¿No ves que yo estaba en México cuando ocurrió el robo? Cortesía de estos dos payasos, por cierto.

– Supuestamente -intervino Clarke.

– Vete a la mierda, Clarke. Tú lo que quieres es tomarte unas vacaciones en México a costa del contribuyente. Si quieres verificarlo, llama al FBI y nos ahorrarás el dinero.

Dicho esto, Bosch se volvió de nuevo hacia Pounds y giró la silla para darle la espalda a los detectives del Departamento de Asuntos Internos. Cuando comenzó a hablar lo hizo en voz baja, dejando claro que se dirigía a Pounds, no a ellos.

– El FBI no me quiere en el caso porque, primero, les entró el pánico cuando me presenté allí hoy para preguntar sobre el robo al banco. Yo era un nombre del pasado, se pusieron nerviosos y te llamaron inmediatamente. Y segundo, me quieren fuera porque seguramente la cagaron al soltar a Meadows el año pasado. Dejaron escapar la única pista que han tenido y no les hace ninguna gracia que otro departamento entre y resuelva lo que ellos no lograron resolver en nueve meses.

– Eso sí que es mentira -corrigió Pounds-. Esta mañana recibí una petición formal del agente especial a cargo de la brigada de bancos, un tal…

– Rourke.

– Veo que lo conoces. Bueno, él me pidió…

– Que me sacaras del caso Meadows inmediatamente. Te dijo que yo conocía a Meadows, el principal sospechoso del robo al banco. A él lo matan y yo llevo la investigación… ¿casualidad? Él no lo cree y, francamente, yo tampoco estoy muy seguro.

– Sí, eso me dijo, así que empecemos por ahí. Explícanos todo lo que sabes sobre Meadows, cómo y cuándo lo conociste; con pelos y señales.

Bosch pasó la siguiente hora contándole a Pounds lodo lo que sabía sobre Meadows; le habló de los túneles y de la vez que Meadows le llamó después de veinte años y él lo ayudó a entrar en el programa para veteranos de Sepúlveda, sin verlo siquiera, sólo a través de llamadas. Durante la conversación, Bosch no se dirigió a los detectives ni una sola vez, como si ellos no estuvieran en el despacho.

– Yo no oculté que lo conocía -concluyó-. Se lo dije a Edgar. Fui al FBI y se lo conté directamente. ¿Crees que yo habría hecho eso si hubiera matado a Meadows? Ni siquiera Lewis y Clarke son tan tontos.

– Entonces, ¿por qué cono no me lo dijiste? -gritó Pounds-. ¿Por qué no está en los informes? ¿Por qué tengo que enterarme por el FBI? ¿Por qué Asuntos Internos tiene que enterarse por el FBI?

Así que Pounds no había llamado a Asuntos Internos; había sido Rourke. Bosch se preguntó si Eleanor Wish lo sabía, o si Rourke había llamado a esos idiotas cuando se quedó solo. Casi no la conocía -bueno, no lo conocía de nada-, pero deseó que no le hubiera mentido.

– Empecé a escribir los informes esta mañana -explicó Bosch-. Iba a ponerlos al día después de pasar por el FBI, pero obviamente no he tenido ocasión.

– Bueno, te voy ahorrar el trabajo -dijo Pounds-. El caso pasa al FBI.

– ¿Qué? -exclamó Bosch-. Esto no entra en la jurisdicción del FBI. Es un caso de asesinato.

– Rourke me dijo que la muerte está directamente relacionada con el robo al banco y que quieren incluirlo en su investigación. Ellos llevarán el caso y nosotros nombraremos a nuestro propio oficial para mantener la relación interdepartamental. Si llega el momento de acusar a alguien de homicidio, el oficial encargado lo entregará al fiscal del distrito para que presente los cargos.

– Joder, Pounds, aquí pasa algo. ¿Es que no lo ves?

Pounds devolvió la regla a su sitio y cerró el cajón.

– Sí, pasa algo, pero yo no lo veo como tú -respondió Pounds-. Se ha acabado, Bosch. Es una orden. Primero vas a hablar con estos dos hombres y luego vas a quedarte atado a una mesa hasta que Asuntos Internos? acabe su investigación.

Pounds hizo una pequeña pausa antes de proseguir en tono solemne. Estaba claro que no le hacía ninguna gracia lo que tenía que decir.

– ¿Sabes qué? Cuando te enviaron aquí el año pasado yo te podría haber metido en cualquier parte. Podría haberte colocado en Robos, haberte enterrado bajo una pila de papeles… Sin embargo, no lo hice. Vi que tenías talento y te puse en Homicidios, tal como creía que querías. El año pasado me dijeron que eras bueno, pero que no seguías las normas. Ahora veo que tenían razón. No sé si esto me afectará, pero ya no me importa tu futuro; hables o no hables con estos hombres, tú y yo hemos terminado. Si al final sobrevives a esto, ya puedes pedir un traslado porque a mi equipo de Homicidios no vas a volver.

Pounds recogió la carpeta azul de la mesa y se puso en pie. Al salir del despacho añadió:

– Tengo que enviar esto al FBI. Ustedes pueden usar el despacho el tiempo que deseen.

Pounds salió y cerró la puerta. Después de reflexionar un instante, Bosch decidió que no podía culpar a Pounds por lo que había dicho o hecho, así que sacó un cigarrillo y lo encendió.

– Eh, nada de fumar. Ya lo has oído -le ordenó Lewis.

– Vete a la mierda -replicó Bosch.

– Bosch, eres hombre muerto -anunció Clarke-. Esta vez te vamos a joder de verdad. Ya no eres el héroe que eras; ahora no habrá problemas de relaciones públicas porque a nadie le va a importar un pito lo que te pase.

Clarke se levantó y encendió la grabadora. A continuación recitó la fecha, los nombres de los tres hombres presentes y el número asignado a la investigación por el Departamento de Asuntos Internos. Bosch se fijó en que la cifra era setecientos números más alta que la de la investigación que acabó enviándolo a Hollywood nueve meses atrás. Sólo nueve meses y otros setecientos policías habían pasado por aquella mierda de interrogatorio. Dentro de poco ya no quedaría nadie para cumplir lo que proclamaban todos los coches patrulla: «Servir y proteger.»

– Detective Bosch. -Lewis tomó la palabra con voz suave y tranquila-. Nos gustaría hacerle unas preguntas sobre la investigación de la muerte de William Meadows. ¿Podría contarnos su relación con el fallecido?

– Me niego a responder a cualquier pregunta sin la presencia de un abogado -contestó Bosch-. Me remito a mi derecho a representación legal establecido en el Código de Derechos del Policía del Estado de California.

– Detective Bosch, la administración del departamento no reconoce ese aspecto del Código de Derechos del Oficial de Policía. Se le ordena que responda a estas preguntas. Si no lo hace, estará sujeto a suspensión o posible expulsión del cuerpo. Usted…

– ¿Podría aflojarme las esposas, por favor? -interrumpió Bosch.

– ¿Qué? -exclamó Lewis, perdiendo su tono tranquilo y confiado.

Clarke se levantó, se dirigió hacia la grabadora y se inclinó sobre ella.

– El detective Bosch no está esposado y aquí hay dos personas que pueden atestiguarlo.

– Las dos que me han esposado. Y abofeteado -añadió Bosch-. Esta es una clara violación de mis derechos civiles. Antes de continuar, solicito que esté presente un representante del sindicato y mi abogado.

Clarke rebobinó la cinta y apagó la grabadora. La metió en el maletín de su compañero, con la cara casi morada de rabia. Pasaron unos instantes antes de que cualquiera de los dos pudiera articular una sola palabra.

– Va a ser un placer destruirte, Bosch -amenazó Clarke-. Hoy mismo tendremos listos los papeles de la expulsión para enseñárselos al jefe. Te mandarán a hacer trámites a Asuntos Internos para que te podamos vigilar. Empezaremos por conducta inapropiada en un oficial e iremos subiendo; puede que incluso hasta asesinato. Sea como sea, estás acabado.

Cuando Bosch se levantó, los dos detectives de Asuntos Internos hicieron lo propio. Entonces Bosch dio una última calada a su cigarrillo, lo tiró al suelo y lo aplastó sobre el linóleo pulido. Sabía que los detectives lo limpiarían para evitar que Pounds descubriera que no habían controlado ni la entrevista ni al entrevistado. Al abrirse paso entre los dos hombres, Bosch soltó una bocanada de humo y abandonó el despacho sin decir una sola palabra. Una vez fuera oyó la voz frenética de Clarke:

– ¡Ni se te ocurra continuar con el caso, Bosch!

Rehuyendo las miradas de sus compañeros, Bosch atravesó la oficina de la brigada y se dejó caer en su silla junto a la mesa de Homicidios. Entonces miró a Edgar, que estaba sentado al otro lado de la mesa.

– Tranquilo -dijo Bosch-. No te pasará nada. -¿Y a ti?

– A mí me han echado del caso y esos dos cabrones me van a denunciar. Sólo me queda esta tarde; mañana seguramente me llegará la suspensión.

– Joder.

El subdirector de Asuntos Internos a cargo del caso tenía que firmar todas las órdenes de suspensión definitivas o temporales. Cualquier penalización superior debía ser aprobada por un subcomité de la comisión policial. Lewis y Clarke optarían por una suspensión temporal por conducta inapropiada en un oficial. A partir de ahí buscarían algo más grave para presentarlo ante la comisión. Si el subdirector firmaba una orden de suspensión contra Bosch, éste tendría que ser notificado según lo establecía el sindicato, es decir, en persona o mediante conversación telefónica grabada. Una vez notificado, Bosch podía ser enviado a su casa o a una mesa de Asuntos Internos en el Parker Center hasta que terminara la investigación. Pero tal como habían prometido, Lewis y Clarke pedirían que lo asignaran a su departamento para exhibirlo como un trofeo.

– ¿Necesitas algo para el caso Spivey? -le preguntó a Edgar.

– No, lo tengo todo. Voy a empezar a pasarlo… si es que encuentro una máquina de escribir.

– ¿Averiguaste lo que te pedí sobre el trabajo de Meadows en la construcción del metro?

– Harry… -Edgar se arrepintió de lo que iba a decir-. Sí, lo averigüé. Me dijeron que no había nadie llamado Meadows. Hay un tal Fields, pero es negro y hoy estaba en su puesto. No creo que Meadows trabajara allí bajo otro nombre porque no hay turno de noche. Aunque parezca increíble, dicen que el proyecto va adelantado. -En ese momento Edgar gritó-: ¡Me pido la Selectric!

– Ni hablar -respondió un detective de Automóviles llamado Minkly-. Me toca a mí.

Edgar registró la oficina con la mirada en busca d otra candidata. A última hora del día, las máquinas de escribir valían su peso en oro. Había una docena de ellas para treinta y dos detectives; eso si se contaban las manuales y las eléctricas con tics nerviosos como márgenes movedizos y teclas caprichosas.

– De acuerdo -volvió a gritar Edgar-. Pero me la pido detrás de ti, Mink. -Edgar se giró hacia Bosch y bajó la voz-: ¿Con quién crees que me pondrá?

– ¿Pounds? No lo sé. -Aquello era como adivinar con quién se iba a casar tu mujer después de que la abandonaras. A Bosch no le interesaba demasiado quién sería el próximo compañero de Edgar-. Perdona, tengo que hacer un par de cosas -dijo.

– Sí, claro. ¿Necesitas que te ayude en algo?

Bosch negó con la cabeza y descolgó el teléfono. Primero llamó a su abogado y dejó un mensaje. Siempre tardaba tres mensajes en devolverle las llamadas, así que se recordó a sí mismo que debía llamarlo otra vez. Luego se volvió hacia su agenda, copió un número y telefoneó al Archivo de las Fuerzas Armadas en San Luis. Allí pidió hablar con quien se encargara de relaciones con la policía y le pasaron a una mujer llamada Jessie St. John. Bosch solicitó que le enviaran urgentemente copias de todas las hojas de servicio de Meadows. Tardarían tres días, le dijo St. John. Bosch pensó que nunca llegaría a ver los documentos; cuando los recibiera, él ya no estaría en la oficina, ni en la mesa ni en el caso. A continuación llamó a Donovan, de la policía científica, quien le informó de que no habían aparecido huellas dactilares en el equipo que encontraron en el bolsillo de la camisa de Meadows y sólo rastros en el aerosol. Los cristales de color marrón claro que habían hallado en el algodón resultaron ser heroína de una pureza de un cincuenta y cinco por ciento, mezclada en Asia. Bosch sabía que la mayor parte de la heroína que se vendía en la calle y que se inyectaban los yonquis era de una pureza del quince por ciento y casi toda procedía de México. Eso significaba que alguien le había metido a Meadows una inyección letal. En opinión de Harry, aquello convertía los resultados de los análisis en una mera formalidad. Meadows había sido asesinado.

El resto de información sobre la escena del crimen no le fue muy útil, excepto que la cerilla encontrada en la cañería no correspondía a la caja que apareció con el equipo. Bosch le dio a Donovan la dirección del apartamento de Meadows para que enviara un equipo a tomar huellas. Le dijo que compararan las cerillas del cenicero con las que encontraron en la tubería. Cuando colgó, Bosch se preguntó si Donovan enviaría a alguien antes de que se corriera la voz de que él ya no llevaba el caso.

La última llamada fue a la oficina del forense. Sakai le informó de que ya había notificado a los familiares más cercanos. La madre de Meadows aún vivía y, cuando la localizaron en New Iberia, Luisiana, les comunicó que no tenía dinero para trasladar o enterrar a su hijo, a quien no había visto en dieciocho años. Así pues, Billy Meadows no iba a volver a casa; el entierro tendría que correr a cargo del condado de Los Ángeles.

– ¿Y la Asociación de Veteranos? -le preguntó Bosch-. El era un veterano.

– Me informaré -prometió Sakai antes de colgar.

Bosch se levantó y sacó una grabadora de bolsillo de su archivador, que estaba contra la pared, detrás de la mesa de Homicidios. Bosch se metió la grabadora en la cazadora, con la cinta de la llamada a Emergencias y salió de la oficina de la brigada por el pasillo trasero. Pasó por delante de los bancos de detención y las celdas hasta llegar a la oficina del CRAC. Aquel cuartito diminuto estaba más lleno de gente que la sala de detectives; las mesas y archivadores de cinco hombres y una mujer se apilaban en una habitación minúscula, más pequeña que un dormitorio en el barrio de Venice. En una de las paredes había una fila de archivadores de cuatro cajones, mientras que en la pared opuesta estaban el ordenador y el teletipo. Entre ambas había tres pares de mesas colocadas una junto a otra y, en la pared del fondo, el típico plano de la ciudad con las dieciocho divisiones policiales marcadas con líneas negras. Encima se veían las caras de los diez más buscados: diez fotos en color de los peores elementos en la División de Hollywood. Bosch se fijó en que una de ellas estaba tomada en el depósito de cadáveres; el tío estaba muerto, pero seguía en la lista. «Menudo elemento», pensó Bosch. Y sobre las fotos, en letras negras plastificadas, se leía «Centro de Recursos Anticrimen» (CRAC).

En la oficina sólo estaba Thelia King, sentada delante del ordenador. Justo lo que Bosch quería. Thelia King -también conocida como El Rey, apodo que ella odiaba, o Elvis, que no le molestaba- era la operadora del ordenador CRAC. Si uno quería averiguar el origen y las relaciones de una banda callejera o localizar a un menor que merodeaba por Hollywood, Elvis era la persona indicada. A Bosch le sorprendió mucho el hecho de que estuviera sola. Consultó su reloj; eran poco más de las dos, demasiado temprano para que las patrullas que controlaban las bandas hubieran salido a la calle.

– ¿Dónde está todo el mundo?

– Hola, Bosch -le saludó ella, desviando la vista de!«pantalla-. Han ido de entierro. Coinciden los funerales de dos chicos de bandas rivales en el mismo cementerio, en el valle de San Fernando. Están todos allí, para controlar que aquello no se desmadre.

– ¿Y tú?, ¿cómo es que no te has ido con los chicos?

– Acabo de llegar de los tribunales. Bueno, Bosch, Hiles de contarme qué te trae por aquí, por qué no me explicas qué ha pasado antes en el despacho de Noventa y ocho.

Bosch sonrió. Los rumores corrían más rápido en la comisaría que en la calle. Le hizo un resumen de lo que había sucedido y de la batalla que se le venía encima con los de Asuntos Internos.

– Bosch, te lo tomas todo demasiado en serio -dijo ella-. ¿Por qué no te buscas un trabajito extra?, algo que no te agobie. Como tu compañero. Es una pena que el mamón esté casado. Vendiendo casas en las horas libres, se saca el triple de lo que nosotros ganamos partiéndonos los cuernos todo el día. A mí me hace falta un chollo así.

Bosch asintió. Pensó que el problema era precisamente que nadie se agobiaba por nada, pero se calló, listaba convencido de que él se tomaba las cosas como había que tomárselas y que eran los otros los que no se las tomaban lo suficientemente en serio. Aquél era el problema, que todo el mundo se buscaba un chollo fuera del departamento.

– ¿Qué quieres? -dijo ella-. Será mejor que te ayude ahora, antes de que te suspendan oficialmente y no puedas asomar la cara por aquí.

– No te muevas -le dijo Bosch. Acto seguido, acercó una silla y le contó lo que necesitaba.

El ordenador CRAC tenía un programa llamado

PACA, un acrónimo dentro de otro. PACA agrupa toda la información sobre Pandillas Callejeras: incluí los datos de más de 55.000 miembros de bandas y delincuentes juveniles de la ciudad y estaba conectado a la base de datos del Departamento del Sheriff, que disponía de 30.000 nombres más. Una parte fundamental del programa era el archivo de alias, que partiendo de los apodos permitía obtener nombres verdaderos, fechas de nacimiento, direcciones, etc. Todos los apodos que la policía averiguaba a través de detenciones o identificaciones se entraban en este archivo, que contaba con más de 90.000 motes. Para acceder a ellos sólo había que saber qué teclas pulsar. Y Elvis sabía.

Bosch le dio las dos letras que había encontrado.

– No sé si es el nombre completo, pero no lo parece -le explicó.

Ella abrió el programa, tecleó las letras T e I, y apretó INTRO. La información tardó trece segundos en aparecer.

– Trescientos cuarenta y tres nombres -anunció, frunciendo el ceño-. Vas a tener que quedarte a dormir, cariño.

Bosch le pidió que eliminase a negros e hispanos. La voz le había sonado como la de un chico blanco. Ella pulsó varias teclas y las letras ámbar de la pantalla recompusieron la lista.

– Eso está mejor. Diecinueve nombres.

Había cinco Tiñosos, cuatro Tirados, dos Tísicos, dos Tiburones, dos Tibus, un Tiburoncito, un Tibetano, un Tintorero y un Tití. Bosch recordó la pintada que había visto en la tubería; la T serrada, como una boca abierta. ¿Podría ser la de un tiburón?

– Dame las variaciones de «Tiburón» -dijo él.

King pulsó un par de teclas y esta vez las letras ámbar sólo cubrieron una tercera parte de la pantalla. Según el archivo, Tiburoncito era un chico de la zona del valle de San Fernando, cuyo único contacto con la policía, se había saldado con el pago de una multa y varias jornadas de limpiar pintadas por haber ensuciado las paradas de autobús de Ventura Boulevard, a la altura de Tarzana. Tenía quince años, por lo que Bosch dedujo que difícilmente estaría rondando por la presa a las tres de la mañana de un domingo. King pidió los datos del primer Tibu, pero éste resultó estar en un campamento para delincuentes juveniles de Malibú. El segundo Tibu había muerto en 1989, en una guerra de tribus entre el KGB (Kolectivo de Guerreros del Boulevard) y los Niños de las Viñas. La policía todavía no había eliminado su nombre de la base de datos.

Cuando King pidió la información sobre el primer Tiburón, la pantalla se llenó y, en la parte inferior, apareció la palabra «Más».

– Éste es un delincuente habitual -comentó King.

El informe del ordenador describió a Edward Niele, un varón de raza blanca, de diecisiete años de edad, que solía conducir una moto amarilla matrícula JVN138 y del que se desconocía su afiliación a una banda, pero que firmaba sus pintadas con el seudónimo Tiburón. El ordenador decía que se había fugado en repetidas ocasiones de casa de su madre en Chatsworth y su ficha policial ocupaba dos pantallas enteras. Bosch dedujo por la localización de las detenciones e interrogatorios que, cuando se fugaba, el tal Tiburón frecuentaba las zonas de Hollywood y West Hollywood.

Al ojear la segunda pantalla, Bosch advirtió que lo habían arrestado hacía tres meses por vagabundear en la presa de Mulholland.

– Ése es -dijo Bosch-. Olvídate del último chico. ¿ Me imprimes una copia?

Tras teclear las órdenes, King señaló la pared don estaban los archivadores. Bosch se levantó y abrió el cajón de la letra N, del cual extrajo la carpeta de Edward Niese. Dentro había una foto en color tomada por la policía, en la que se veía a un chico bajito y rubio, con esa mirada entre dolida y desafiante tan común entre los jóvenes actuales. La cara le resultó familiar, pero no consiguió situarla. Al darle la vuelta a la foto, Bosch se fijó en que llevaba fecha de dos años antes. A continuación, King le entregó la información que había impreso y Bosch se sentó a estudiarla en una de las mesas vacías de la oficina.

Los delitos más graves que había cometido Tiburón -o por los que había sido arrestado- eran pequeños hurtos en tiendas, actos de vandalismo, vagabundeo y posesión de marihuana y anfetaminas. En una ocasión lo habían retenido durante veinte días en el reformatorio de Sylmar tras uno de los arrestos por posesión de droga, pero al final lo habían soltado y puesto bajo custodia familiar. Todas las otras veces se lo habían entregado directamente a su madre. A pesar de ello, Tiburón seguía fugándose de casa.

El archivo manual sólo agregaba algunos detalles sobre las detenciones. Bosch rebuscó entre los papeles hasta que encontró el informe sobre el arresto por vagabundear cerca del lago. El caso no pasó de la vista preliminar, ya que Tiburón aceptó regresar a casa de su madre. Sin embargo, aquello no debió de durar demasiado porque dos semanas más tarde su madre comunicó su desaparición al oficial encargado de su custodia. Según aquellos documentos, Tiburón aún no había aparecido.

Bosch leyó el resumen del arresto por vagabundea escrito por el oficial investigador (OI):

El OI entrevistó a Donald Smiley, encargado de la presa de Mulholland, quien declaró que a las 7.00 horas del día señalado entró a limpiar la tubería sita junto al camino de acceso al lago. Smiley encontró al chico durmiendo sobre un lecho de papel de periódico. Cuando lo despertó, el chico estaba sucio y daba muestras de incoherencia, por lo que dedujo que se hallaba bajo los efectos de un narcótico. A continuación Smiley llamó a la policía y el OI acudió a la presa. El sujeto le explicó al OI que estaba durmiendo allí porque su madre no lo quería en casa. El OI descubrió que el chico se había fugado en anteriores ocasiones y lo arrestó por vagabundear.

Tiburón era un animal de costumbres, pensó Bosch. Lo habían detenido en la presa hacía tres meses, pero había vuelto a dormir allí el domingo por la noche. Bosch revisó el resto de papeles del expediente en busca de otras costumbres que pudieran ayudarle a encontrarlo. En una ficha de siete por doce leyó que en el mes de enero Tiburón había sido parado e interrogado, pero no detenido en Santa Mónica Boulevard, cerca de West Hollywood. Tiburón se estaba abrochando unas Reebok nuevas cuando un agente, creyendo que quizá las había robado, le pidió el recibo, que el chico sacó de un estuche de piel. Eso habría sido todo si el agente no se hubiera fijado en que dentro del estuche había una bolsita de plástico que resultó contener diez fotografías de Tiburón. En todas ellas aparecía desnudo y en diferentes poses; en algunas se estaba tocando y en otras mostraba una erección. El agente las destruyó, pero apuntó en la ficha que pensaba advertir a la oficina del sheriff de West Hollywood de que Tiburón estaba vendiendo fotos a homosexuales en Santa Mónica Boulevard.

No había nada más. Bosch cerró la carpeta y se quedó la foto de Tiburón. Después de darle las gracias a Thelia King, se levantó y salió de la minúscula oficina. Al caminar por el pasillo trasero de la comisaría, pasó por delante de los bancos de detención y entonces recordó el rostro de la fotografía. Ahora llevaba el pelo más largo y su mirada era más desafiante que dolida, pero a Bosch no le cupo duda de que el chico que había visto esposado al banco aquella mañana era Tiburón. Todavía no habrían pasado los datos del arresto al ordenador. Bosch entró en el despacho del comandante de guardia, le pidió la hoja de detenciones que buscaba y lo siguió hasta una caja marcada con la etiqueta «Turno de noche». Entre la pila de informes, Bosch encontró los papeles correspondientes a Edward Niese.

Según la hoja, a Tiburón lo habían detenido a las cuatro de la mañana cuando merodeaba por un quiosco de Vine Street. Un oficial de patrulla creyó que estaba haciendo la calle y lo paró. Al comprobar sus datos en el ordenador, vio que se había fugado de casa. El chico fue retenido hasta las nueve, hora en que vino a recogerlo el oficial encargado de su custodia. Bosch llamó al oficial del reformatorio de Salymar, pero descubrió que Tiburón ya había comparecido ante un tribunal de menores y había sido entregado a su madre.

– Y ése es su problema -comentó el oficial-. Esta noche se escapará otra vez y volverá a la calle, se lo garantizo. Yo ya se lo dije al juez, pero no, él no iba a encerrar al chico sólo por estar en la calle y porque su madre sea una puta telefónica.

– ¿Una qué? -preguntó Bosch.

– ¿No está en su ficha? Pues sí, mientras Tiburón está en la calle, su querida mamá se pasa el día al teléfono contándole a alguien que se le va a mear en la boca y le va a poner una goma en la polla. Se anuncia en revistas porno y cobra cuarenta dólares por quince minutos. Los clientes pagan con Mastercard o Visa y ella los hace esperar mientras comprueba por otra línea que la tarjeta es válida. Llevará haciéndolo unos cinco años, o sea que Edward ha pasado su adolescencia escuchando esa mierda. No es de extrañar que el chico se fugue de casa y se meta en líos, ¿no?

– ¿Cuánto rato hace que se marcharon?

– Serían las doce. Si quieres encontrarlo en casa más vale que vayas ahora. ¿Tienes la dirección?

– Sí.

– Ah, y Bosch; no te esperes a la típica puta. La tía no se parece en nada al papel que interpreta por teléfono, ya me entiendes. Puede que su voz sea sexy pero tiene una pinta que tiraría a un ciego de espaldas.

Bosch le agradeció la advertencia y colgó. Entró en la carretera 101 en dirección al valle de San Fernando, luego tomó la 405 hacia el norte hasta la118 y desde allí se dirigió al oeste. Al llegar a Chatsworth salió de la carretera principal y condujo por entre las montañas que se alzaban al norte del valle. Finalmente divisó unos edificios de apartamentos situados en un rancho que antiguamente había sido usado en el rodaje de películas. Por lo visto el rancho también había sido uno de los escondites preferidos de Charles Manson y sus secuaces, y según se contaba, los restos del cadáver de uno de ellos seguían enterrados allí mismo. Cuando llegó Bosch, empezaba a caer la noche y la gente regresaba a casa del trabajo. Después de esperar en el denso tráfico que discurría por aquellas estrechas carreteras, después de muchas puertas cerradas y repetidas llamadas a casa de la madre de Tiburón, Bosch descubrió que llegaba demasiado tarde.

– No tengo tiempo para hablar con más polis -le dijo Verónica Niese cuando finalmente abrió la puerta y vio la placa de Bosch-. En cuanto entramos en casa él sale a escape. Yo no sé dónde va, dígamelo usted; es su trabajo. Yo tengo que irme. Tengo tres llamadas esperándome y una es conferencia.

Verónica Niese rondaba los cincuenta y estaba gorda y arrugada. Resultaba evidente que llevaba peluca y la dilatación de sus pupilas no era normal; Bosch reconoció en seguida el olor a calcetín sucio de los adictos al speed. Valía más que sus clientes se quedaran con sus fantasías, con una voz sobre la que construir cuerpo y cara.

– Señora Niese, no estoy buscando a su hijo por algo que ha hecho, sino para hablar con él sobre algo que vio. Podría estar en peligro.

– Y una mierda. Esa frasecita ya me la conozco.

Dicho esto, Verónica Niese le cerró la puerta en las narices. Bosch se quedó allí parado y al cabo de un momento la oyó hablar por teléfono. Le pareció que adoptaba un acento francés, aunque no estaba seguro, pero las pocas frases que pudo distinguir le hicieron ruborizarse. Bosch pensó en Tiburón y comprendió que no era un fugitivo, porque no tenía nada ni nadie de que huir.

Cuando Bosch volvió a su coche, decidió dar la jornada por concluida. Además, se le había acabado el tiempo; Lewis y Clarke ya habrían hecho todo el papeleo necesario para que al día siguiente lo asignaran a una mesa del Departamento de Asuntos Internos. Bosch regresó a la comisaría para fichar. Todo el mundo se había ido y no había ningún mensaje en su mesa, ni siquiera de su abogado. De camino a casa se detuvo en Lucky y compró cuatro botellas de cerveza: dos mexicanas, una Oíd Nick inglesa y una Henry.

Al llegar a casa esperaba encontrar un mensaje de |Lewis y Clarke en el contestador. Y así fue, pero el contenido no era el que imaginaba.

– Sé que estás ahí, así que escucha -dijo una voz que Bosch reconoció inmediatamente como la de Clarke-. Ellos pueden cambiar de opinión, pero nosotros lio. Volveremos a vernos.

No había más mensajes. Bosch escuchó el de Clarke tres veces. Algo les había salido mal; les habían parado los pies. ¿Habría surtido efecto su burda amenaza de «visar a los medios de comunicación? Lo dudaba muchísimo. Entonces, ¿qué había ocurrido? Se sentó en su butaca de vigilancia y comenzó a beberse las cervezas, empezando por las mexicanas, mientras hojeaba el álbum de fotos que había olvidado guardar. Al abrirlo el domingo por la noche, las fotos habían despertado recuerdos desagradables, pero ahora se sintió atraído por ellas. El tiempo se había llevado su amenaza junto con su nitidez.

Ya había anochecido cuando sonó el teléfono, que Bosch cogió antes de que saltara el contestador.

– Bueno -dijo el teniente Harvey Pounds-, parece que ahora el FBI cree que han sido demasiado duros contigo. Han reconsiderado su postura y quieren que vuelvas al caso para ayudarles en todo lo que necesiten. Son órdenes directas de la central.

La voz de Pounds revelaba asombro ante el cambio de actitud del FBI.

– ¿Y Asuntos Internos? -preguntó Bosch.

– No han presentado ninguna denuncia. Ya te he dicho que el FBI se ha echado atrás, así que Asuntos Internos también. De momento.

– O sea, que vuelvo al caso.

– Sí, aunque en contra de mi voluntad. Para que lo sepas, han tenido que saltar por encima de mí porque yo les mandé a todos a tomar por culo. Hay algo que apesta en todo esto, pero supongo que tendré que esperar a averiguarlo. Hasta nueva orden trabajarás con ellos en este caso.

– ¿Y Edgar?

– No te preocupes por él; ya no es asunto tuyo.

– Siempre hablas como si me hubieras hecho un gran favor al ponerme en la mesa de Homicidios cuando me echaron del Parker Center, pero entérate de que el favor te lo hice yo a ti, así, que si esperas una disculpa mía lo tienes claro.

– Yo no espero nada de ti, Bosch. Tú mismo te has hundido; lo único que me preocupa es que me arrastres contigo. Si de mí dependiera, te pondría a repasar las listas de objetos empeñados.

– Pero no depende de ti, ¿verdad?

Bosch colgó antes de que Pounds pudiera responderle.

Se quedó un rato meditando y, aún tenía la mano sobre el aparato, cuando éste volvió a sonar. -¿Qué pasa?

– Vaya, qué mal humor… -comentó Eleanor Wish.

– Pensaba que eras otra persona.

– Bueno, supongo que ya te has enterado.

– Pues sí.

– Ahora trabajarás conmigo.

– ¿Por qué habéis parado la ejecución?

– Porque queríamos mantener alejada a la prensa.

– Tiene que haber algo más.

Ella no dijo nada, pero siguió al aparato. Finalmente a Bosch se le ocurrió algo que añadir. -¿Qué hago mañana?

– Ven a verme a primera hora y ya decidiremos.

Cuando Bosch colgó estuvo un rato pensando en ella y en que no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Aunque no le hacía ninguna gracia, no podía hacer nada. Finalmente se dirigió a la cocina y sacó la botella de Oíd Nick de la nevera.

Mientras telefoneaba, Lewis permanecía de espaldas al tráfico, usando su enorme cuerpo para bloquear el ruido.

– Empieza mañana con el FBI…, quiero decir el Buró -explicó Lewis-. ¿Qué quiere que hagamos?

De momento Irving se quedó callado y Lewis se lo imaginó al otro extremo del teléfono con la mandíbula apretada. «Cara de Popeye», pensó Lewis con una sonrisa. En ese momento Clarke se acercó y le susurró:

– ¿De qué te ríes? ¿Qué te ha dicho?

– ¿Quién era ése? -inquirió Irving.

– Clarke, señor. Sólo quería saber nuestras órdenes.

– ¿Ha hablado el teniente Pounds con el sujeto?

– Sí, señor -respondió Lewis, mientras se preguntaba si Irving estaría grabando la llamada-. El teniente dijo que… bueno… el sujeto va a trabajar con el FB… el Buró. Van a unificar la investigación del banco y la del asesinato. Bosch trabajará con la agente especial Eleanor Wish.

– ¿Qué estará tramando ese cabrón? -preguntó Irving, sin esperar respuesta alguna. Hubo un largo silencio; Lewis sabía perfectamente que era mejor no interrumpir los pensamientos de su jefe. Cuando vio que Clarke volvía a acercarse le hizo un gesto con la mano para que se fuera y sacudió la cabeza como si estuviera tratando con un niño caprichoso.

Llamaba desde un teléfono público sin puertas situado al final de Woodrow Wilson Drive, al lado del cruce de Barham Boulevard y la autopista de Hollywood. Lewis oyó el estruendo de un camión que pasaba y notó la correspondiente ráfaga de aire cálido. Cuando alzó la vista hacia las luces de la colina, intentó distinguir cuál procedía de la casa colgante donde vivía Bosch. Era imposible saberlo; la colina parecía un gigantesco árbol de Navidad repleto de lucecitas.

– Debe de tener algún tipo de influencia sobre ellos -decidió finalmente Irving-. Se habrá metido a la fuerza. Las órdenes son proseguir con la vigilancia. Sin que él lo sepa, claro. Está tramando algo y quiero que averigüen de qué se trata. Mientras tanto vayan recogiendo datos para el 1/81. Puede que el Buró Federal de Investigación haya retirado su denuncia, pero nosotros no nos rendiremos.

– ¿Y qué pasa con Pounds? ¿Quiere que sigamos informándole?

– Querrá decir el teniente Pounds, detective Lewis. Sí, envíenle cada día una copia de su informe. Con eso será suficiente.

Irving colgó sin decir otra palabra.

– Desde luego, señor -añadió Lewis de todos modos. No quería que Clarke supiera que el subdirector le había colgado-. Seguiremos con el caso. Gracias, señor. Buenas noches.

Entonces Lewis colgó también, secretamente avergonzado de que su jefe no hubiera considerado necesario despedirse de él.

Clarke se acercó rápidamente.

– ¿Qué?

– Que mañana continuamos con Bosch. Tráete el orinal.

– ¿Y ya está? ¿Sólo tenemos que vigilarlo?

– De momento sí.

– Mierda, y yo que quería registrar la casa de ese cerdo… romperle algo. Seguramente tiene todo el botín allá arriba.

– Si estuviera implicado, dudo que fuera tan idiota. De momento tenemos que esperar. Si no está limpio, ya veremos.

– Seguro que no está limpio.

– Ya veremos.

Tiburón estaba sentado en la tapia de un aparcamiento de Santa Mónica Boulevard, observando con atención la fachada iluminada de un 7-Eleven al otro lado de la calle. Se fijaba en quién entraba y salía. Hasta entonces casi todo eran turistas y parejas; todavía no había entrado ningún soltero, nadie adecuado. El chico a quien llamaban Pirómano se acercó lentamente.

– Esto no funciona, tío -opinó.

Pirómano llevaba el pelo teñido de rojo y de punta, téjanos negros y una camiseta negra bastante sucia. En ese momento estaba fumándose un Salem y no iba colocado, pero tenía hambre. Tiburón lo miró a él y luego al tercer chico, Mojo, que estaba sentado en el suelo, cerca de las motos. Mojo era más achaparrado; llevaba el pelo engominado recogido en una coleta y tenía la piel marcada por el acné, lo cual le daba un aire de tristeza permanente.

– Esperemos un par de minutos más -dijo Tiburón. -Yo quiero papear, tío -replicó Pirómano. -¿Y crees que yo no? Todos tenemos hambre. -¿Y si vamos a ver a Bettijane? -sugirió Mojo-. Seguro que ella habrá sacado suficiente para todos. Tiburón lo miró y le dijo:

– Id vosotros si queréis. Yo me quedo aquí hasta que ligue. No pienso irme sin comer.

Mientras decía esto, Tiburón vio que un Jaguar XJ6 de color burdeos se detenía delante de la tienda.

– ¿Y el fiambre de la tubería? -preguntó Pirómano-. ¿Crees que lo habrán encontrado? Podríamos subir a ver si tiene pasta. Todavía no entiendo por qué no tuviste huevos de hacerlo ayer noche, tío.

– Pues sube tú sólo -contestó Tiburón-. Entonces ya veremos quién tiene huevos.

Tiburón no les había contado que había llamado a Emergencias para denunciar lo del cadáver. Aquello sería más difícil de perdonar que su miedo a entrar en la tubería.

Un hombre bajó del Jaguar; tendría cerca de cuarenta años y llevaba el pelo corto, pantalones blancos de pinzas, una camisa y un jersey anudado sobre los hombros.

Tiburón no vio a nadie esperando en el coche.

– ¡Eh, un Jaguar! -exclamó. Los otros dos se volvieron hacia la tienda-. Allá voy. -Nosotros estaremos aquí.

Tiburón bajó de la tapia de un salto y cruzó la calle a paso ligero. A través del escaparate de la tienda observó al propietario del Jaguar, que hojeaba unas revistas con un helado en la mano. A juzgar por las miradas que echaba a los otros hombres de la tienda, el tío entendía. Al ver que se dirigía al mostrador para pagar el helado, Tiburón se animó y se agachó delante de la tienda, a un metro del Jaguar.

Cuando el hombre salió, Tiburón esperó a que sus miradas se cruzaran y el hombre le sonriera.

– Oiga, señor -le dijo mientras se levantaba-. ¿Le importaría hacerme un favor?

El hombre miró a su alrededor antes de responder. -No, claro. ¿Qué quieres?

– ¿Podría entrar y pedirme una cerveza? Yo le doy el dinero; sólo quiero una. Para relajarme un poco. El hombre vaciló.

– No sé… Es ilegal. Tú no tienes veintiún años y yo podría meterme en un lío.

– Bueno… -contestó el muchacho con una sonrisa-. Y en su casa, ¿tiene cerveza? Así no tendría que comprarla; que yo sepa no es delito dársela a alguien.

– Em…

– No me quedaré mucho rato, aunque si quiere podríamos relajarnos un poco.

El hombre lanzó otra mirada a su alrededor y comprobó que no había nadie observando. Tiburón supo que lo tenía en el bote.

– De acuerdo -contestó-. Si quieres luego te traigo aquí.

– Guay -dijo el chico.

Se dirigieron hacia el este por Santa Mónica Boulevard y torcieron por Flores Street hasta llegar a un bloque de apartamentos de lujo. Tiburón no se dio la vuelta ni miró por el retrovisor porque sabía que sus colegas lo seguían. Delante del edificio había una verja de seguridad que el hombre abrió y cerró con su llave. Una vez en su casa, el hombre dijo:

– Me llamo Jack. ¿Qué quieres tomar?

– Yo Phil. ¿Tienes algo de comer? Tengo un poco de hambre. -Tiburón miró a su alrededor en busca del interfono y el botón para abrir la verja. El apartamento estaba decorado con muebles de tonos claros y una suave moqueta cruda-. Qué casa tan bonita.

– Gracias. Voy a ver qué tengo. Si quieres, puedo lavarte la ropa mientras estés aquí. No hago esto muy a menudo, pero cuando puedo, siempre intento ayudar.

Tiburón lo siguió hasta la cocina. En la pared, junto al teléfono, estaba el interfono. En cuanto Jack abrió la nevera y se agachó para ver qué había, Tiburón apretó el botón que abría la verja de fuera; Jack no se dio cuenta.

– Tengo atún. Puedo hacerte una ensalada… ¿Cuánto tiempo llevas en la calle?… No voy a llamarte Phil. Si no quieres decirme tu verdadero nombre no pasa nada.

– ¿Ensalada? Chachi. No mucho tiempo.

– ¿Estás sano?

– Sí, claro.

– Tomaremos precauciones.

Había llegado el momento. Tiburón retrocedió en dirección al pasillo. Cuando Jack alzó la vista de la nevera con un bol de plástico en la mano y la boca semiabierta, a Tiburón le pareció que lo miraba como si presintiera algo; como si supiera lo que iba a ocurrir. Tiburón corrió el pestillo, abrió la puerta y dejó pasar a Pirómano y a Mojo.

– ¡Eh! ¿Qué es esto? -exclamó Jack, con voz temblorosa. Se abalanzó hacia el pasillo y Pirómano, el más corpulento de los tres, le pegó un puñetazo en la nariz. Se oyó un ruido como el de un lápiz al romperse, el bol de plástico cayó al suelo, y la moqueta cruda se tiñó de rojo.