"El eco negro" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)TERCERA PARTEEleanor Wish llamó de nuevo el martes por la mañana, mientras Harry Bosch intentaba anudarse la corbata frente al espejo del lavabo. Wish propuso quedar en un café de Westwood Boulevard antes de llevarlo al FBI. Bosch aceptó, a pesar de que ya se había tomado dos lazas de café. Colgó el teléfono, se abrochó el cuello de su camisa blanca y se ajustó la corbata. Hacía mucho tiempo que no prestaba tanta atención a su aspecto. Cuando Bosch llegó al café, Wish estaba sentada en una de las mesas junto a la ventana con un vaso de agua entre las manos; parecía de buen humor. A un lado había un plato con el papel de una magdalena. Cuando Bosch se sentó, ella le dedicó una sonrisa fugaz y alzó la mano para llamar a la camarera. – Sólo café -dijo Bosch. – ¿Ya has desayunado? -preguntó Wish cuando la camarera se alejó. – No, pero no tengo hambre. – Ya veo que no comes mucho. Lo dijo más como una madre que como un detective. – Bueno, ¿quién me va a explicar el caso? ¿Tú o Rourke? – Yo. La camarera le trajo a Bosch su café. Mientras tomaba un sorbito, Bosch oyó que en la mesa de al lado cuatro vendedores discutían sobre la cuenta. – Quiero que el FBI me ponga por escrito su solicitud de ayuda y la firme el agente especial al mando de la oficina de Los Ángeles. Wish dudó un instante, dejó su vaso sobre la mesa y lo miró por primera vez a los ojos. Los de ella eran tan oscuros que no revelaban ningún secreto. Bosch advirtió que en el rabillo asomaban unas leves arrugas sobre la piel bronceada y que en la barbilla tenía una pequeña cicatriz blanca en forma de luna menguante, muy antigua y apenas visible. Se preguntó si la cicatriz y las patas de gallo le preocuparían. A él le pareció que su rostro ocultaba una cierta tristeza, un misterio que pugnaba por salir a la superficie. «Quizá sea cansancio», pensó. No obstante, la agente Wish era una mujer atractiva; Bosch calculó que tendría unos treinta y pocos años. – Creo que no habrá problema -contestó ella-. ¿Tienes alguna exigencia más antes de empezar a trabajar? El sonrió y negó con la cabeza. – Bueno, ayer leí tu informe del asesinato y la verdad es que, teniendo en cuenta los pocos datos con que contabas y que lo hiciste en un solo día, me pareció muy bueno. La mayoría de detectives todavía estarían esperando la autopsia y pensando que fue una sobredosis accidental. Bosch no dijo nada. – ¿Por dónde empezamos hoy? -inquirió ella. – Hay varias cosas que todavía no figuran en el informe. ¿Por qué no me hablas antes del robo? Necesito saber lo que pasó; lo único que tengo es lo que el FBI dio a los periódicos y lo de los boletines. Si tú me pones al día, yo continuaré la historia a partir de Meadows. La camarera vino y volvió a llenar la taza de café y el vaso de agua. A continuación Eleanor Wish le contó la historia del golpe al banco. A Bosch se le iban ocurriendo preguntas, pero intentó recordarlas para hacérselas más tarde. La agente parecía maravillada con la historia, el plan y la ejecución de todo el asunto. Los ladrones, quienesquiera que fueran, gozaban de su respeto. Bosch casi se sintió celoso. – Bajo las calles de Los Ángeles -explicó ella-, hay más de seiscientos kilómetros de alcantarillas suficientemente amplias para que pase un coche, además de dos mil kilómetros por donde se puede caminar, o al menos pasar a gatas. Eso significa que cualquiera puede meterse y acercarse a cualquier edificio de la ciudad si sabe el camino. Averiguarlo no es difícil; los planos de toda la red están a disposición del público en los archivos del condado. Total, que los ladrones emplearon el sistema de alcantarillado para llegar al WestLand National. Bosch ya se lo había imaginado, pero no dijo nada. Por lo visto el FBI creía que había cuatro hombres implicados: tres bajo tierra y uno en la superficie, vigilando coordinando la operación. El de arriba probablemente se comunicaba con ellos por radio, excepto al final, para evitar que las ondas detonasen los explosivos. Los hombres de abajo se abrieron paso por las alcantarillas en motos todoterreno de la marca Honda. Había una entrada en la cuenca del río Los Ángeles, al noreste del centro por la que pasaría un camión. Los ladrones entraron por allí, seguramente al amparo de la oscuridad. Siguiendo los mapas del archivo recorrieron unos tres kilómetros por la red de túneles hasta llegar a un punto a unos diez metros de profundidad bajo Wilshire Boulevard, a ciento cincuenta metros de distancia del WestLand National. Emplearon un taladro industrial y una broca redonda de sesenta centímetros de diámetro, probablemente con punta de diamante. El taladro funcionaba gracias a un generador conectado a una de las motos y lo usaron para abrir un boquete en la pared de cemento de la alcantarilla, que tenía un grosor de unos quince centímetros. Una vez hecho esto, los hombres empezaron a cavar. – El asalto a la cámara acorazada ocurrió durante el 1 puente del día del Trabajo -prosiguió Wish-. Creemos que empezaron el túnel unas tres o cuatro semanas antes. Sólo trabajaban por la noche; entraban, cavaban y terminaban al amanecer. Durante el día, empleados del Departamento de Aguas y Electricidad examinan las alcantarillas en busca de grietas y otros problemas, así que suponemos que los atracadores no quisieron arriesgarse. – ¿Y el agujero que hicieron en la pared? ¿No lo vio nadie? -intervino Bosch, que inmediatamente se arrepintió de hacer una pregunta antes de que ella hubiera terminado. – No -respondió ella-. Los tíos pensaron en todo. Después del robo encontramos una tabla redonda de conglomerado de sesenta centímetros de diámetro recubierta de cemento. Creemos que, cuando se marchaban cada mañana, los ladrones tapaban el agujero con la tabla y la enmasillaban un poco. Por fuera parecía un antiguo conducto de la alcantarilla al que habían puesto un parche. Es bastante común ahí abajo; yo he estado y se ven muchos. Sesenta centímetros es un tamaño estándar, así que no habría llamado la atención. Cuando volvían a la noche siguiente, sólo tenían que sacar la tapa y seguir cavando. Wish explicó que la galería había sido excavada con herramientas de mano: picos, palas y taladros enchufa-dos al generador de uno de los vehículos. Al parecer los ladrones, además de linternas, usaron velas, porque el FBI encontró algunas que seguían encendidas en unas pequeñas incisiones hechas en la pared del túnel. – ¿Te recuerda algo? -preguntó Wish. Bosch asintió. – Calculamos que avanzaban de tres a seis metros por noche -continuó ella-. En el túnel también hallamos dos carretillas que los ladrones habían cortado por la mitad y desmontado para que pasaran por el orificio de sesenta centímetros. Luego las engancharon de nuevo para usarlas durante la excavación. Uno o dos de ellos debían de estar encargados de sacar las carretillas llenas de tierra y vaciarlas en la alcantarilla principal, en la que fluía suficiente agua para arrastrar la tierra hasta el cauce del río. Creemos que algunas noches su compinche en la superficie abría las bocas de incendios en Hill Street para que corriera más agua allá abajo. – O sea que ellos tenían agua a pesar de la sequía. – Pues sí. Cuando los ladrones finalmente llegaron debajo del banco, se sirvieron de su electricidad. Wish recordó a Bosch que, como el centro está muerto los fines de semana, los bancos cierran el sábado. Ese viernes, después de horas de oficina, consiguieron desactivar la alarma. Uno de ellos debía de ser un experto en alarmas. Meadows no, porque lo suyo eran los explosivos. – Lo más curioso es que al final no les habría hecho falta un experto en alarmas -continuó ella-. Te explico: el sensor de la cámara acorazada llevaba toda la semana sonando, porque los tipos, con sus palas y taladros, habían disparado las alarmas. La policía y el director de la sucursal tuvieron que ir al banco cuatro noches seguidas; un día, tres veces en una noche. Como no encontraban nada raro, empezaron a pensar que se trataba de un defecto del sistema, que el detector de sonido y movimiento se habría estropeado. El director llamó a los fabricantes de la alarma y ellos le dijeron que no podían enviar a nadie hasta después del puente. Entonces el director… – Desconectó la alarma -terminó Bosch. – Sí señor. Decidió que no iba a pasarse el fin de semana yendo y viniendo al banco. Había planeado marcharse a su chalé de Palm Springs y jugar al golf, así que el tío desconectó la alarma. Ni que decir tiene, que ya no trabaja en el WestLand National. Nuestros hombres emplearon un taladro atornillado al suelo de la cámara acorazada para abrir un agujero de cinco kilómetros de diámetro que perforase el metro y medio de cemento armado. Los peritos del FBI estiman que la operación debió de durar un mínimo de cinco horas. Los ladrones lograron que no se recalentara la broca manteniéndola fresca con el agua de una cañería subterránea: agua del banco. – En cuanto tuvieron el agujero, lo rellenaron con C-4 -siguió la agente-. Pusieron una mecha larga hasta la alcantarilla principal, desde donde lo hicieron explotar. Wish comentó que el registro de llamadas de urgencia del Departamento de Policía de Los Ángeles mostraba que a las 9.14 horas del sábado saltaron las alarmas de un banco frente al WestLand National y de una joyería a una manzana de distancia. – Creemos que se trata de la hora de la detonación -dijo Wish-. La policía envió una patrulla; los agentes miraron y no vieron nada, decidieron que las alarmas se habían disparado por culpa de un temblor de tierra y se marcharon. A nadie se le ocurrió comprobar el WestLand National porque su alarma ni siquiera había sonado y nadie sabía que estaba desconectada. Una vez en el interior de la cámara, los atracadores ya no salieron hasta el final. Trabajaron durante todo el fin de semana, descerrajando las cajas fuertes, sacándolas y vaciándolas. – Dentro encontramos latas de comida vacías, bolsas de patatas fritas, paquetes de alimentos liofilizados; es decir, lo necesario para sobrevivir unos cuantos días -explicó Wish-. Todo apunta a que pasaron las noches allí, seguramente turnándose para dormir. En el túnel había una parte más ancha, como un pequeño cuarto. Lo debieron de usar como dormitorio porque encontramos las huellas de un saco de dormir en el suelo de tierra, así como las de varias culatas de M-16. Llevaban armas automáticas, lo cual indica que no planeaban rendirse si las cosas se torcían. Wish dejó que Bosch digiriera la información antes de reanudar su relato. – Calculamos que estuvieron en la cámara unas sesenta horas como mínimo, durante las cuales desvalijaron cuatrocientas sesenta y cuatro cajas de un total de setecientas cincuenta. Suponiendo que efectivamente fueran tres, tocaban a unas ciento cincuenta y cinco por cabeza. Si restamos quince horas para descansar y comer durante los tres días que pasaron allí, tenemos que cada hombre desvalijó unas tres o cuatro cajas por hora. La agente Wish opinaba que se habían marcado una hora límite para salir; quizá las tres de la madrugada del martes. Si salieron a esa hora, tuvieron tiempo de sobras para recoger sus cosas e irse. Agarraron el botín y las herramientas y se marcharon. El director del banco, con su flamante bronceado de Palm Springs, descubrió el golpe cuando abrió la cámara acorazada el martes por la mañana. – En resumidas cuentas, eso es todo -dijo ella-. Es lo mejor que he visto u oído desde que me dedico a esto. Cometieron tan pocos errores que, aunque hemos descubierto muchas cosas sobre cómo lo hicieron, n, sabemos casi nada de quién lo hizo. Meadows fue lo más cerca que llegamos y ahora está muerto. La foto que me enseñaste ayer, la del brazalete… Tenías razón, es la primera cosa que ha salido a la luz. -Y ahora ha desaparecido. Bosch esperó a que ella dijera algo, pero no lo hizo. – ¿Cómo escogieron las cajas que desvalijaron? – Creemos que al azar. Ya te enseñaré un vídeo que tengo en la oficina, pero parece que hubieran dicho: «Tú dedícate a esa pared, que yo me encargo de ésta.» Dejaron intactas algunas cajas al lado de las que descerrajaron. No sé por qué, aunque no parecía algo premeditado. De todos modos el noventa por ciento de las cajas que abrieron contenían objetos de valor imposibles de localizar. Escogieron bien. – ¿Por qué dedujisteis que eran tres? – Calculamos que tendría que haber al menos tres personas para forzar tantas cajas. Además, había tres motos todoterreno. Ella sonrió y él hizo la pregunta que esperaba. -Está bien, cuéntame cómo descubristeis lo de las motos. – Encontramos huellas de neumáticos en el suelo de la alcantarilla y pintura de color azul en una de las paredes. Uno de ellos debió de patinar en el barro y rozar la pared. Nuestro laboratorio en Quantico analizó la pintura y logramos identificar el modelo y la marca. Investigamos todos los concesionarios Honda del sur de California hasta que encontramos una compra de tres motos todoterreno azules en el concesionario de Tustin, cuatro semanas antes del día del Trabajo. El tío había pagado en metálico y se las había llevado en un camión; la dirección y el nombre eran falsos. -¿Cuál era el nombre? – Frederic B. Isley. Luego nos volvió a salir y, si te fijas, las siglas coinciden con las del FBI. Le enseñamos al vendedor unas fotos que incluían la de Meadows, la tuya y la de otra gente, pero no identificó a nadie. Ella se limpió la boca con una servilleta, que depositó sobre la mesa. Bosch se fijó en que no había dejado mancha de pintalabios. – Bueno -dijo ella-. Ya no puedo beber más agua. Vayamos al despacho y repasemos lo que cada uno ha encontrado sobre Meadows. Rourke cree que es la mejor línea de acción. Ya hemos agotado todas las pistas relacionadas con el robo al banco; llevamos un tiempo dándonos de cabeza contra las paredes. Quizá Meadows nos proporcione la clave que necesitamos. Wish pagó la cuenta y Bosch puso la propina. Bosch y Wish fueron al edificio federal en sus respectivos coches. Mientras conducía, Bosch no pensaba en el caso, sino en ella. Quería preguntarle cómo se había hecho esa pequeña cicatriz y no cómo había relacionado a los ladrones con las ratas del Vietnam. Quería saber qué ocultaba esa mirada tan dulce y triste. Bosch la siguió hasta Wilshire Boulevard, pasando por una zona de apartamentos para estudiantes junto a la Universidad de California. Finalmente ambos se encontraron en el ascensor del aparcamiento del FBI. – Creo que será mejor si tratas sólo conmigo -dijo ella mientras subían-. Rourke…, bueno, tú y Rourke no habéis empezado con buen pie y… – No hemos empezado y punto -aclaró Bosch. – Bueno, si lo conocieras verías que es un buen hombre. Hizo lo que creyó justo en ese momento. Cuando las puertas del ascensor se abrieron en el decimoséptimo piso, allí estaba Rourke. – Ah, por fin os encuentro -dijo, tendiéndole la mano a Bosch, quien le dio la suya sin mucha convicción. Después de presentarse, Rourke añadió-: Bajaba a tomarme un café y un bocadillo. ¿Os venís? – Es que… acabamos de tomarnos uno -se excusó Wish-. Te esperamos aquí arriba. Bosch y Wish salieron del ascensor para dejar paso a Rourke. El agente especial asintió con la cabeza y la puerta se cerró tras él. Bosch y Wish se dirigieron hacia la oficina. – La verdad es que no sois tan distintos. Él también estuvo en la guerra -le dijo ella-. Dale una oportunidad. Será difícil trabajar si no pones un poco de tu parte. Bosch no dijo nada y ambos caminaron por el pasillo hasta llegar a la oficina del Grupo 3, donde Wish le señaló la mesa de detrás de la suya. Le explicó que estaba vacía porque su ocupante había sido trasladado al Grupo 2, la brigada antipornográfica. Bosch puso su maletín sobre la mesa, se sentó y miró a su alrededor. La oficina estaba mucho más llena que el día anterior; había media docena de agentes sentados en sus mesas y tres más de pie, al fondo de la sala, alrededor de un archivador en el que descansaba una caja de donuts. Bosch reparó en un televisor y un vídeo que no estaban allí en su anterior visita. – Antes has mencionado una cinta de vídeo -le dijo a Wish. – Sí. Lo preparo y te lo miras mientras yo contesto un par de llamadas. Wish sacó un vídeo del cajón de su mesa y los dos caminaron hacia al fondo de la sala. Los tres agentes se retiraron en silencio con sus donuts, sorprendidos por la presencia de un intruso. Ella preparó la cinta y lo dejó solo. El vídeo, rodado por un aficionado con una cámara manual, hacía un recorrido del camino seguido por los ladrones. Empezaba en lo que parecía la alcantarilla: un túnel cuadrado que se perdía en la oscuridad, allá donde no llegaba la luz estroboscópica. Tal como había dicho Wish, la alcantarilla era lo suficientemente grande para que pasara un camión y por ella discurría un reguero de agua. El moho y las algas cubrían el suelo de cemento y la parte inferior de las paredes, y Bosch casi podía oler la humedad. La cámara enfocó el fondo verde grisáceo y las marcas de neumático sobre el lodo. La siguiente escena mostraba la boca del túnel excavado por los ladrones, un agujero bien definido en la pared de la cloaca. En la pantalla aparecieron un par de manos que retiraban el círculo de conglomerado que servía para cubrir el orificio durante el día. Las manos se fueron alejando y entonces apareció una cabeza; la de Rourke. Rourke, que llevaba un mono oscuro con las letras blancas del FBI en la espalda, colocó la tabla sobre el agujero; encajaba a la perfección. En ese momento el vídeo saltaba al interior del túnel. A Bosch le resultó angustioso porque le trajo recuerdos de las galerías excavadas a mano en Vietnam. El túnel se curvaba a la derecha bajo la luz algo surrealista de las velas que habían clavado en la pared cada seis metros. Al cabo de unos veinte metros, el pasadizo giraba bruscamente a la izquierda y continuaba en línea recta durante unos treinta metros, en los que todavía había velas encendidas. Finalmente, la cámara llegaba a un punto sin salida lleno de escombros: cemento, barras retorcidas y armazones de acero. La siguiente escena era un primer plano del boquete que perforaron en el techo del conducto subterráneo, por el que se veía la cámara acorazada. Rourke, todavía con su mono del FBI, miró a la cámara, se pasó un dedo por el cuello y entonces hubo otro corte. Esta vez se ofrecía un plano general de toda la sala desde dentro. Tal como Bosch había visto en la foto del periódico, cientos de cajas fuertes abiertas y vacías yacían apiladas en el suelo. Mientras dos peritos empolvaban las puertas en busca de huellas dactilares, Eleanor Wish y otro agente examinaban las cajas y tomaban notas en sus libretas. Finalmente la cámara enfocó al suelo, al agujero que daba al túnel, y la pantalla se tornó negra; Bosch rebobinó la cinta y se la devolvió a la agente Wish. – Interesante -comentó-. He notado algunas semejanzas con los túneles de allí, pero nada me habría hecho relacionar esto con las ratas de Vietnam. ¿Cuál fue la pista que os llevó a Meadows y gente como yo? – Primero fue el C-4 -dijo ella-. El Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego (ATF) envió un equipo a que examinara el cemento armado tras la explosión. Ellos encontraron restos de un explosivo, lo analizaron y descubrieron que era C-4. Seguro que lo conoces. Lo usaban en Vietnam, especialmente las ratas de los túneles. Pero ahora existen explosivos mucho mejores, con un área de impacto más comprimida, más sencillos de manipular y detonar. Son menos peligrosos y más fáciles de conseguir; incluso más baratos. Por eso supusimos, bueno, lo supuso el del ATF, que quien lo empleó lo hizo porque estaba acostumbrado a usarlo, se sentía cómodo con él. Así que en seguida pensamos que podría tratarse de un veterano de Vietnam. Otra pista que apuntaba en esa dirección fueron las bombas trampa. Creemos que antes de entrar en la cámara acorazada para desvalijar las cajas, los ladrones plantaron unas cuantas bombas a fin de protegerse por la retaguardia. »Para asegurarnos de que no había más C-4, enviamos un perro del ATF. El detector que llevaba el animal registró la existencia de explosivos en dos puntos del túnel, en medio y en la entrada. Sin embargo, apenas quedaba nada; los ladrones se lo habían llevado todo consigo. Lo único que encontramos en esos lugares fueron varios agujeritos en el suelo y unos cables rotos, como si hubieran sido cortados con unos alicates. – Cables trampa -dijo Bosch. – Exactamente. Dedujimos que habían dispuesto varias trampas contra los posibles intrusos. Si alguien hubiera entrado por detrás para detenerlos, el túnel habría explotado y los habría sepultado bajo Hill Street. Por suerte los ladrones se llevaron los explosivos cuando se fueron; si no, todos podríamos haber saltado por los aires. – Pero una explosión de esa magnitud los habría matado a ellos también -comentó Bosch. – Sí. Los tíos iban a por todas; estaban armados hasta los dientes y dispuestos a morir. O todo o nada… -comentó Wish-. Bueno, la verdad es que no empezamos a pensar en algo tan específico como las ratas de los túneles hasta que examinamos las huellas de neumáticos en la alcantarilla. Había huellas por todas partes, aunque no un rastro completo, por lo que tardamos un par de días en llegar desde la boca del túnel a la entrada en el cauce del río. Entonces comprendimos que no era una ruta fácil; aquello es un laberinto y tenías que saberte el camino. Por eso dedujimos que los ladrones no se habrían pasado las noches buscando con un mapa y una linterna. – ¿Qué hicieron? ¿Dejar unas miguitas como Hansel y Gretel? – Más o menos. Allá abajo las paredes están totalmente cubiertas de pintadas: hay señales del Departamento de Aguas para saber dónde están, para indicar qué tramo lleva adonde, fechas de inspección, etc. Vamos, que están más pintarrajeadas que un barrio latino del este de Los Ángeles. Supusimos que los ladrones habrían marcado el camino y empezamos a buscar señales que se repitieran. Únicamente hallamos una: una especie de símbolo de la paz, pero sin el círculo. Sólo tres trazos rápidos. Bosch lo conocía porque él mismo lo había usado hacía veinte años. Tres trazos hechos en la pared del túnel con una navaja. Aquél era el símbolo que empleaban los soldados para marcar el camino y volver a encontrar la salida. – Uno de los agentes de la policía de Los Ángeles que estaban allí aquel día, antes de que nos pasaran el caso a nosotros, dijo que lo había visto en Vietnam. Él no era una rata de los túneles, pero nos habló de ellos y así lo relacionamos. Entonces nos dirigimos al Departamento de Defensa y la Asociación de Veteranos, quienes nos proporcionaron una lista de nombres. Entre ellos estaban Meadows, tú y más gente. – ¿Cuántos más? Ella le pasó una pila de carpetas. – Están todos ahí. Si quieres puedes echarles un vistazo. En ese momento apareció Rourke. – La agente Wish me ha dicho que ha solicitado usted una carta -dijo Rourke-. No hay ningún problema. Yo ya he escrito algo e intentaré que nuestro superior, el agente especial Whitcomb, me lo firme hoy. Como Bosch no hizo ningún comentario, Rourke siguió hablando. – Es posible que ayer nos pasáramos un poco con usted, pero espero haberlo solucionado con su teniente y la gente de Asuntos Internos. -Rourke le ofreció una sonrisa que habría sido la envidia de cualquier político-. Ah, por cierto, quería decirle que admiro su hoja de servicio; la militar. Yo estuve allí bastante tiempo; nunca entré en esos túneles angustiosos, pero me quedé hasta el final. Fue una pena. – ¿Qué fue una pena? ¿Que terminara? Rourke lo miró fijamente; Bosch observó que el agente iba enrojeciendo a medida que su cejas se juntaban. Rourke tenía la piel muy pálida y una cara tan huesuda que parecía estar constantemente chupando un pirulí. Era unos años mayor que Bosch y más o menos de la misma estatura, aunque más corpulento. Al tradicional uniforme del FBI, chaqueta azul marino y camisa azul clara, Rourke había añadido el toque de color de una corbata roja. – Mire, detective Bosch, no tengo por qué caerle bien; eso no importa -le respondió Rourke finalmente-.Pero le ruego que trabaje conmigo en este caso porque los dos estamos buscando lo mismo. Bosch cedió, de momento. – ¿Qué quiere que haga? Dígamelo claramente: ¿me ha cogido para hacer bonito o quiere que trabaje en serio? – Bosch, dicen que usted que es un detective de primera clase. Demuéstrelo: siga con el caso. Como dijo usted ayer, encuentre a quien mató a Meadows y nosotros encontraremos a quien robó el WestLand. Claro que queremos que trabaje en serio. Haga lo que haría normalmente, pero con la agente Wish como compañera. Dicho esto, Rourke salió de la oficina. Bosch supuso que tendría su propio despacho en el silencioso pasillo. Entonces se volvió hacia Wish, recogió la pila de archivos y anunció: – Está bien. Vámonos. Pidieron un coche en el garaje del Buró y Wish s puso al volante mientras Bosch hojeaba los expedientes militares que descansaban sobre su regazo. Aparte del suyo, tan sólo reconoció el nombre de Meadows. – ¿Adónde vamos? -preguntó Wish al enfilar Veteran Avenue en dirección a Wilshire. – A Hollywood -respondió-. ¿Siempre es así de seco? Ella giró hacia el este y sonrió de una manera que le hizo preguntarse si ella y Rourke estarían liados. – ¿Rourke? Cuando quiere -contestó ella-. Pero es un buen organizador; dirige la brigada muy bien. Supongo que tiene madera de jefe. Creo que me dijo que en el ejército había estado al mando de una unidad; en Saigón. Bosch concluyó que no estaban liados. Uno no defiende a su amante diciendo que es un buen organizador. Estaba claro que no había nada entre ellos. – Pues si le interesa la administración se ha equivocado de trabajo -observó Bosch-. Sube hacia Hollywood Boulevard, a la altura del Teatro Chino. Tardaron quince minutos en llegar. Bosch abrió la carpeta de encima (la suya) y comenzó a hojear los papeles. Entre los informes de su examen psiquiátrico encontró una foto en blanco y negro, casi como la de una ficha policial. La foto mostraba a un hombre joven, de uniforme, con el rostro limpio de arrugas o experiencias. – Te quedaba bien el pelo rapado -dijo Wish interrumpiendo sus pensamientos-. Cuando vi la foto, me recordaste a mi hermano. Bosch la miró sin decir nada. Puso la foto en su sitio y siguió repasando los papeles del archivo, leyendo retazos de información sobre aquel desconocido que resultaba ser él mismo. – Encontramos a nueve hombres que estuvieron en los túneles de Vietnam y vivían en el sur de California en el momento del golpe -le informó Wish-. Los investigamos a todos, pero Meadows era el único que pasó a la categoría de sospechoso. Era un yonqui con antecedentes; además, había trabajado en túneles incluso después de volver de la guerra. -Tras conducir en silencio unos minutos, Wish añadió-: Lo vigilamos durante todo un mes, después del robo. – ¿Y qué hacía? – Que nosotros supiéramos, nada. Quizás estuviera traficando un poco, aunque no estamos seguros. Cada tres días bajaba a Venice a comprar papelinas de heroína, pero parecía para consumo personal. Si estaba vendiendo, no vino ningún cliente. Tampoco tuvo otras visitas. Si hubiéramos logrado probar que estaba vendiendo lo habríamos arrestado. Así habríamos tenido algo decente para poder interrogarlo sobre el robo. Ella permaneció un rato más en silencio. – No estaba vendiendo -concluyó Wish. A Bosch le pareció que lo decía más por convencerse a sí misma que por otra cosa. – Te creo -le dijo Bosch. – ¿Vas a decirme qué buscamos en Hollywood? -inquirió ella. – Buscamos a un posible testigo. ¿Cómo vivía Meadows durante el mes en que lo vigilasteis? Quiero decir, de qué vivía. ¿De dónde sacaba el dinero para ir a Venice? – Por lo que sabemos, estaba cobrando el paro y una pensión de invalidez de la Asociación de Veteranos. Eso es todo. – ¿Por qué dejasteis de vigilarlo al cabo de un mes? – Porque no habíamos descubierto nada y ni siquiera estábamos seguros de que tuviera algo que ver con el robo. No… – ¿Quién tomó la decisión? – Rourke. No podía… – El gran organizador. – Déjame acabar. Rourke no podía justificar el coste de una vigilancia continua si no había resultados. En aquel entonces sólo teníamos un presentimiento, nada más. Tú lo ves muy claro ahora, pero entonces habían transcurrido más de dos meses desde el robo y nada apuntaba hacia Meadows. Al cabo de un tiempo incluso dejamos de creer que hubiera sido él. Pensamos que los ladrones ya estarían en Mónaco o Argentina, no pillando papelinas de heroína barata en Venice Beach y viviendo en un apartamento cutre del valle de San Fernando. En ese momento, Meadows no tenía sentido, así que Rourke canceló la vigilancia y yo estuve de acuerdo. -Wish hizo una pausa-. Está bien; la cagamos. ¿Satisfecho? Bosch no respondió. Sabía que Rourke había tenido razón en anular la vigilancia y que no hay ningún otro trabajo en el que las cosas se vean tan distintas cuando se miran con perspectiva, así que cambió de tema. – ¿Por qué ese banco y no otro? ¿No os lo planteasteis? ¿Por qué no asaltaron una cámara acorazada más importante o un banco de Beverly Hills? Probablemente allá arriba hay más dinero y, según tú, las alcantarillas llevan a todas partes. – Sí. La verdad es que no lo sé. Tal vez escogieron un banco del centro porque querían disponer de tres días para abrir cajas y sabían que esos bancos cierran el sábado. Quizá no lo sepamos nunca. -Entonces Wish insistió-: Oye, ¿qué buscamos exactamente en este barrio? En tus informes no había nada sobre un posible testigo. ¿Testigo de qué? Habían llegado a su destino. La calle estaba salpicada de moteles viejos que ya ofrecían un aspecto deprimente el día que acabaron de construirlos. Bosch señaló uno de ellos, el Blue Chateau, y le pidió a Wish que aparcara delante. Éste era tan deprimente como los demás: un bloque de cemento al estilo de los años cincuenta y pintado de color azul cielo con un friso azul oscuro que se estaba pelando. El edificio tenía dos pisos y de casi todas las ventanas colgaban toallas y ropa. Bosch supuso que sería tan desagradable por dentro como por fuera. En cada habitación vivían hacinados de ocho a diez fugados; el más fuerte se quedaba la cama mientras los demás dormían en el suelo o la bañera. Había varios lugares así cerca del Boulevard; siempre los había habido y siempre los habría. Mientras contemplaban el motel desde el coche, Bosch le contó a Wish lo de la pintada inacabada que había visto en la tubería y la llamada anónima a Emergencias. Le explicó que la voz seguramente pertenecía al artista: Edward Niese, alias Tiburón. – Estos chicos, los que se fugan, forman grupitos callejeros -dijo Bosch mientras bajaba del coche-. No son bandas que controlan un territorio, sólo se unen para protegerse y hacer sus negocios. Según la base de datos CRAC, el grupito de Tiburón lleva un par de meses en el Blue Chateau. Cuando Bosch cerró la puerta de su coche, se fijó en que otro automóvil aparcaba a media manzana de ellos. Le echó un vistazo rápido pero no reconoció el vehículo. Aunque distinguió dos siluetas en el interior, éstas estaban demasiado lejos para concluir que eran las de Lewis y Clarke. Bosch caminó por un sendero de losas hasta llegar a la recepción del motel bajo un rótulo de neón roto. Sentado tras una ventanilla, un viejo leía el diario de Santa Anita. No levantó la vista hasta que Bosch y Wish se detuvieron ante la ventanilla. – ¿En qué puedo ayudarles, agentes? El viejo era un hombre desgastado cuyos ojos habían dejado de ver otra cosa que no fueran las apuestas de caballos. Era capaz de calar a un policía antes de que le mostrara su placa y sabía qué darle para ahorrarse líos. – Buscamos a un chico al que llaman Tiburón -dijo Bosch-. ¿Qué habitación es? – La siete, pero creo que no está. Normalmente deja su moto ahí, en el pasillo. Habrá salido. – Bueno, ¿hay alguien más en la siete? – Sí, claro. Siempre hay alguien. – ¿Primer piso? – Sí. – ¿Ventana o puerta de atrás? – Las dos cosas. La puerta de detrás es corredera. Vayan con cuidado que el vidrio es caro. El viejo alargó la mano y descolgó de un clavo una llave marcada con el número 7, que deslizó por el agujero de la ventanilla. El detective Pierce Lewis encontró en su cartera un recibo del cajero automático, que usó como mondadientes. Notaba un sabor en la boca como si todavía le quedase un trozo enorme de la salchicha que había desayunado. Fue rascando entre los dientes con la tarjetita de cartón hasta que estuvieron limpios. A continuación dio un chasquido de insatisfacción con la lengua. – ¿Qué pasa? -preguntó el detective Clarke. Conocía las costumbres de su compañero; cuando se limpiaba los dientes y chasqueaba la lengua era que algo le preocupaba. – Nada, que creo que nos ha calado -respondió Lewis después de tirar la tarjeta por la ventanilla-. Esa miradita que nos ha echado al salir del coche… Ha sido muy rápida, pero creo que nos ha descubierto. – No nos ha visto. Si no, hubiera venido hacia aquí para montarnos un numerito. Es lo que hacen siempre: te montan un número y luego te ponen una denuncia. Si nos hubiera visto, nos habría mandado a la Liga de Protección del Policía. Por suerte, los policías son los últimos en enterarse de que los siguen. – Puede ser -dijo Lewis. Lo dejó correr por el momento, pero seguía preocupado. Lewis no quería volver a pifiarla; cuando había tenido a Bosch cogido por los huevos la cosa se había ido a pique porque Irving, la mandíbula volante, había dado marcha atrás. Pero esta vez no, se prometió Lewis en silencio; esta vez se lo cargarían. – ¿Estás tomando notas? -le preguntó Lewis a su compañero-. ¿Qué crees que estarán haciendo en ese antro? – Buscando algo. – No me jodas, ¿de verdad? – Oye, ¿te has levantado con el pie izquierdo? Lewis dejó de observar el Blue Chateau para mirar a Clarke, que tenía las manos sobre el regazo y el asiento echado hacia atrás, en un ángulo de sesenta grados. Con sus gafas de espejo resultaba imposible saber si estaba despierto o no. – ¿Vas a tomar notas o qué? -insistió Lewis. -¿Por qué no las tomas tú? – Porque yo conduzco. Ya sabes que ése es el trato. Si no quieres conducir, tienes que escribir y sacar fotos. Venga, apunta algo que le podamos enseñar a Irving. Si no, el 181 nos caerá a nosotros, no a Bosch. – Querrás decir el 1/81. Nada de abreviaciones, ¿recuerdas? – Vete a la mierda. Riéndose por lo bajo, Clarke sacó una libreta del bolsillo interior de su chaqueta y una pluma Cross del de su camisa. Cuando Lewis comprobó que estaba tomando notas y volvió a mirar al motel, vio a un chico rubio con el pelo a lo rasta dando vueltas en una motocicleta amarilla. El chico se detuvo junto al coche del que habían bajado Bosch y la mujer del FBI y miró a través de la ventanilla. – Eh, ¿qué es esto? -exclamó Lewis. – Un chico -contestó Clarke al alzar la vista-. Estará buscando la radio del coche para mangarla. Oye, ¿qué hacemos si lo intenta? ¿Joder la vigilancia para salvar la radio de un gilipollas? – No vamos a hacer nada, ni él tampoco. Ha visto el micrófono y se ha dado cuenta de que es un coche de la policía. Está retrocediendo. El chico le dio al gas y trazó dos círculos con la moto, con la vista fija en la puerta del motel. Después cruzó el aparcamiento trasero, volvió a la calzada y finalmente se detuvo detrás de una camioneta Volkswagen aparcada junto a la acera. Tapado por aquel cacharro, el chico espiaba la entrada del Blue Chateau, sin advertir la presencia de los dos hombres de Asuntos Internos en un coche aparcado a media manzana de él. – Venga, niño, lárgate -dijo Clarke-. No quiero tener que llamar a la patrulla por culpa de un capullo. – Sácale una fotografía con la Nikon -le aconsejó Lewis-. Nunca se sabe. Puede que pase algo y la necesitemos. Y ya que estás en ello, apúntate el número de teléfono que pone en el neón. A lo mejor tenemos que llamar más tarde para averiguar que hacían Bosch y la tía del FBI. A Lewis no le hubiera costado nada coger la cámara del asiento y sacar las fotos, pero aquello habría sentado un precedente peligroso. Podría romper el delicado equilibrio de las normas de vigilancia: el conductor conduce, y el pasajero hace todo lo demás. Clarke obedeció y tomó las fotos del chico de la motocicleta con el teleobjetivo. – Saca una de la matrícula de la moto -le pidió Lewis. – No hace falta que me lo digas -replicó Clarke mientras dejaba la cámara sobre el asiento. – ¿Has apuntado el teléfono para llamar luego? – Ya lo tengo. Lo estoy escribiendo en la libreta, ¿lo ves? -se burló Clarke-. ¿Para qué tanta tontería? A lo mejor Bosch se está tirando a la tía ésa, a la agente federal. Cuando llamemos quizá nos digan que han alquilado una habitación. Lewis se aseguró de que Clarke apuntaba el número en el cuaderno de vigilancia. – Y quizá no -contestó Lewis-. Se acaban de conocer y, además, dudo que Bosch sea tan idiota. Habrán entrado a buscar a alguien; tal vez a un testigo. – El informe del asesinato no mencionaba ningún testigo. – Porque Bosch no lo puso. Él trabaja así. Esa vez Clarke no replicó, pero cuando Lewis volvió a mirar hacia el motel, el chico había desaparecido y no había rastro de la motocicleta. Bosch esperó un minuto para dar tiempo a Eleanor Wish a llegar al otro lado del Blue Chateau y cubrir la salida trasera de la habitación número siete. Al acercar la oreja a la puerta, Bosch creyó oír un murmullo y alguna palabra entrecortada. Había alguien dentro. Pasado el minuto, llamó a la puerta con fuerza. Hubo movimiento -pasos rápidos en la moqueta-, pero nadie contestó. Volvió a llamar y esperó. – ¿ Quién es? -inquirió finalmente una voz de chica. – Policía -anunció Bosch-. Queremos hablar con Tiburón. – No está aquí. – Entonces queremos hablar contigo. – No sé dónde está. – Abre la puerta, por favor. Bosch oyó más ruido, como el de alguien chocando contra los muebles, pero la puerta no se abrió. Entonces oyó el ruido de la puerta corredera. Metió la llave en la cerradura y abrió a tiempo para distinguir la figura de un hombre que salía por la puerta trasera y saltaba del porche al suelo. No era Tiburón. La voz de Wish ordenó al hombre que se detuviera. Bosch hizo un inventario mental de la habitación: un recibidor con un armario a la izquierda, un cuarto de baño a la derecha (ambos vacíos a excepción de unas prendas de ropa tiradas por el suelo), dos camas de matrimonio, una en cada pared, un tocador con espejo y una moqueta pardusca especialmente gastada alrededor de las camas y en el camino al baño. La chica, rubia y menuda, tenía unos diecisiete años y estaba sentada en el borde de una de las camas envuelta en una sábana. Bosch vio el relieve de un pezón que se marcaba contra la sucia sábana blanca. La habitación olía a sudor y perfume barato. – Bosch, ¿estás bien? -preguntó Wish desde fuera. Él no la veía porque la tapaba una sábana colgada a modo de cortina sobre la puerta corredera. – Sí. ¿Y tú? – También. ¿Qué hacemos? Bosch se dirigió hacia la puerta corredera y se asomó al exterior. Wish estaba detrás de un hombre con los brazos en alto y las manos sobre la pared trasera del motel. Tendría unos treinta años y la palidez propia de alguien que ha pasado un mes a la sombra. Llevaba la bragueta abierta y una camisa a cuadros mal abotonada y tenía la vista fija en el suelo con cara de no tener una explicación y necesitarla urgentemente. A Bosch le sorprendió la decisión del hombre de abrocharse la camisa antes que los pantalones. – Está desarmado -dijo ella-. Aunque parece un poco nervioso. – Si quieres perder el tiempo puedes detenerlo por abuso de menores. Si no, suéltalo. Bosch se volvió hacia la chica. – ¿Cuántos años tienes y cuánto te ha pagado? Dime la verdad; no voy a trincarte. Ella lo pensó un momento, mientras Bosch la miraba fijamente. – Casi diecisiete -respondió con voz monótona-. No me ha pagado nada; dijo que sí, pero aún no lo había hecho. – ¿Quién es el líder de vuestro grupo? ¿Tiburón? ¿No te dijo que primero cogieras el dinero? – Tiburón viene y va. ¿Cómo saben su nombre? – Lo he oído por ahí. ¿Dónde está hoy? – Ya se lo he dicho; no lo sé. El hombre de la camisa a cuadros entró en la habitación por la puerta principal seguido de Wish. Llevaba las manos esposadas a la espalda. – Voy a llevarlo a comisaría -anunció Wish-. Esto es asqueroso. Ella no tendrá más de… – Me dijo que tenía dieciocho años -protestó el hombre. Bosch se acercó a él y le desabrochó la camisa de un tirón. Aquello reveló un tatuaje de un águila azul con las alas extendidas y un puñal y una cruz gamada en las garras. Debajo decía «Una nación» y Bosch sabía que se refería a la Nación Aria, la banda carcelaria que defendía la supremacía de la raza blanca. – ¿Cuánto tiempo hace que has salido? -preguntó, dejando caer la camisa. – Anda, tío, suéltame -le rogó el hombre-. Esto es un montaje. Fue ella quien se me acercó en la calle. Al menos deja que me suba la bragueta. Te juro que todo es un montaje. – ¡Dame mi dinero, cabrón! -exclamó la chica, al tiempo que saltaba de la cama. La sábana cayó al suelo y ella se abalanzó desnuda sobre su cliente para registrarle los bolsillos del pantalón. – ¡Quítenmela de encima! ¡Quítenmela de encima! -gritó el hombre mientras se retorcía para evitar que ella lo tocara-. ¡Miren! ¡Miren! Es ella a quien tendrían que arrestar, no a mí. Bosch intervino para separarlos. Primero empujó a la chica hacia la cama y a continuación se colocó detrás del hombre y le dijo a Wish: – Dame la llave. Como ella no obedecía, Bosch se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó su propia llave. Las de las esposas son todas iguales. Después de liberar al hombre de la camisa a cuadros, lo acompañó a la puerta principal, la abrió y le pegó un empujón. En el pasillo el hombre se detuvo a subirse la bragueta, momento que Bosch aprovechó para propinarle una patada en el trasero. – Sal de aquí y no vuelvas -le ordenó, mientras el hombre se tambaleaba por el pasillo-. Hoy es tu día de suerte, mamón. Cuando Bosch volvió al cuarto, la chica estaba otra vez envuelta en la sábana sucia. Al mirar a Wish notó que ella lo observaba con rabia, y no sólo por lo del hombre de la camisa a cuadros. Bosch se volvió hacia la chica. – Coge tu ropa, entra en el baño y vístete. -Como la chica no se movía, Bosch se vio obligado a gritar-: ¡Venga! La chica recogió su ropa, que yacía en el suelo junto a la cama, y se dirigió al baño dejando caer la sábana. Bosch miró a Wish. – Tenemos demasiado trabajo -le explicó-. Te habrías pasado el resto de la tarde tomando declaración a la chica y denunciando al tío. Bueno, ahora que lo pienso no es un delito federal, así que me habría tocado a mí. Además no tenía futuro; era un caso dudoso entre delito y falta. Y sólo con ver a la chica el fiscal del distrito habría pedido falta como mucho. No valía la pena; así es la vida por aquí, agente Wish. Ella le clavó la misma mirada furiosa que le había lanzado cuando él la cogió de la muñeca para que no se fuera del restaurante. – Bosch, yo había decidido que valía la pena. No vuelvas a hacerme algo así. Los dos se miraron con dureza, a ver quién aguantaba más, hasta que la chica salió del cuarto de baño. Vestía unos téjanos gastados con agujeros en las rodillas y una camiseta negra. Iba descalza y Bosch se fijó en que llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo. La muchacha se sentó en la cama sin decir nada. – Tenemos que encontrar a Tiburón. – ¿Por qué? ¿Tienen tabaco? Bosch sacó un paquete y lo sacudió para ofrecerle un cigarrillo. Luego le dio una cerilla. – ¿Por qué? -repitió la chica, encendiendo el pitillo. – Por algo que ocurrió el sábado por la noche -respondió Wish con sequedad-. No queremos arrestarle, ni meterle en líos. Sólo queremos hacerle unas cuantas preguntas. – ¿Y a mí? – ¿A ti qué? – ¿Van a meterme en líos? – ¿Quieres decir si vamos a entregarte a la División de Servicios Juveniles? -Bosch miró a Wish para interpretar su reacción, pero no pudo-. No. Si nos ayudas no llamaremos a la DSJ. ¿Cuál es tu verdadero nombre? – Bettijane Felker. – Muy bien, Bettijane. ¿Estás segura de que no sabes dónde está Tiburón? Sólo queremos hablar con él. -Sólo sé que está currando. -¿Cómo? ¿Dónde? – En Boytown. Seguramente está haciendo algún negocio con Pirómano y Mojo. -¿Los otros chicos del grupo? -Sí. – ¿Dónde dijeron que iban exactamente? -No me lo dijeron. Donde haya maricones, supongo. La chica no fue o no quiso ser más concreta. A Bosch no le importaba; las direcciones salían en las fichas y estaba seguro de que encontraría a Tiburón en algún lugar de Santa Mónica Boulevard. – Gracias -le dijo a la chica y se dirigió hacia la puerta. Estaba ya en el pasillo cuando Wish salió de la habitación y echó a andar con paso rápido y decidido. Antes de que ella pudiera decirle nada, él se detuvo frente a un teléfono de monedas al lado de la recepción. Sacó una agenda que siempre llevaba encima, buscó el número de la DSJ y lo marcó. Tuvo que esperar dos minutos hasta que una operadora le pasó con un contestador en el que dejó la fecha, la hora y el paradero de Bettijane Felker, posible fugada. Cuando colgó, se preguntó cuántos días tardarían en recibir el mensaje y en llegar hasta Bettijane. Estaban ya en pleno barrio de West Hollywood, avanzando en coche por Santa Mónica Boulevard, y ella seguía rabiosa. Aunque al principio había intentado defenderse, Bosch había llegado a la conclusión de que lo mejor sería escuchar en silencio. – Sólo es una cuestión de simple confianza -le dijo Wish-. No me importa lo mucho o poco que trabajemos juntos. Si vas a seguir con esa actitud de Rambo, nunca tendremos la confianza necesaria para resolver el caso. Bosch tenía la vista fija en el espejo lateral, que había ajustado para vigilar el coche que había aparcado cerca del Blue Chateau y que les había seguido al salir. Ahora estaba seguro de que se trataba de Lewis y Clarke. Había reconocido el enorme cuello y el pelo rapado de Lewis detrás del volante tres vehículos más atrás cuando el coche se detuvo en un semáforo. Bosch no le mencionó a Wish que los seguían y si ella se había dado cuenta, tampoco se lo dijo. Estaba demasiado preocupada por otras cosas. Bosch continuó vigilando el coche y escuchando las quejas de ella sobre lo mal que había llevado el asunto. – A Meadows lo encontraron el domingo. Hoy es martes -dijo Bosch finalmente-. Está comprobado que las posibilidades de resolver un homicidio se reducen de forma drástica a medida que pasan los días. Lo siento, pero no me pareció buena idea desperdiciar todo un día arrestando a un gilipollas por irse con una puta de diecisiete años que le engañó sobre su edad. Tampoco creí que valiese la pena esperar a que la DSJ recogiera a la chica porque me apuesto el sueldo a que saben quién es y dónde encontrarla. Lo único que pretendo es hacer mi trabajo y dejar que otra gente haga el suyo, y por eso hice lo que hice. -Bosch cambió de tema-. Cuando lleguemos a Ragtime, aminora; es uno de los lugares que ponía en las fichas. – Los dos queremos resolver el caso, Bosch, así que no me hables con esa superioridad; como si tú tuvieras una gran misión y yo estuviera aquí para acompañarte. No olvides que los dos estamos metidos en esto. Wish redujo la velocidad al pasar delante de una terraza en la que varias parejas de hombres tomaban té helado en copas decoradas con rodajas de naranja. Sentados en sillas blancas de hierro forjado junto a mesas de cristal, los hombres echaban una ojeada a Bosch y en seguida apartaban la vista sin mostrar interés. Bosch buscó a Tiburón pero no lo vio. Volvieron a pasar a escasa velocidad y él miró en el callejón lateral, pero los dos hombres que había allí eran demasiado mayores para ser Tiburón. Bosch y Wish dedicaron los siguientes veinte minutos a recorrer sin éxito los bares y restaurantes gays de la zona de Santa Mónica Boulevard. Al mismo tiempo Bosch seguía controlando a los de Asuntos Internos, que nunca se alejaban más de una manzana de ellos. Wish no dijo nada al respecto, pero Bosch tenía entendido que los federales casi siempre eran los últimos en darse cuenta de que los seguían. Estaban acostumbrados a ser los cazadores, no la presa. Se preguntaba qué cono hacían Lewis y Clarke. ¿Esperaban que él quebrantara la ley o el reglamento delante de un agente del FBI? Empezaba a plantearse si los dos detectives estarían actuando por cuenta propia. Tal vez querían que él los viera; era una especie de presión psicológica. Bosch le pidió a Wish que aparcara un momento delante de Barnie's Beanery y saltó del coche para usar un teléfono situado junto a la puerta del viejo bar. Acto seguido marcó el número directo de Asuntos Internos, que se sabía de memoria porque había tenido que llamar dos veces diarias el año anterior, a raíz de su suspensión. – ¿Están Lewis o Clarke? – No, lo siento. ¿Quiere que les dé algún recado? -dijo una voz femenina. – No, gracias. Em… Soy el teniente Pounds del Departamento de Detectives de Hollywood. ¿Sabe si volverán pronto? Tengo que consultarles un asunto. – Me parece que están en código 7 hasta el turno de tarde. Bosch colgó. Estaban fuera de servicio hasta las cuatro. O tramaban algo o Bosch les había jodido demasiado y habían decidido ir a por él en sus horas libres. Cuando volvió al coche, le dijo a Wish que había llamado a su oficina para saber si tenía algún mensaje. Hasta que Wish arrancó, Bosch no vio la motocicleta amarilla a media manzana de Barnie's. Estaba encadenada a un parquímetro delante de un restaurante de tortitas. – Ahí está -dijo Bosch, señalando con el dedo-. Pasa por delante, voy a comprobar la matrícula. Si es ésa, tendremos que esperar. Efectivamente, era la motocicleta de Tiburón. Bosch cotejó el número y éste coincidía con los apuntes que había tomado del archivo CRAC. Del muchacho, sin embargo, no había ni rastro. Tras dar la vuelta a la manzana, Wish aparcó en el mismo lugar de donde acababan de salir. – O sea, que tenemos que esperar a este chico -dijo ella-. Porque puede ser un testigo. – Sí, eso creo. Pero no hace falta que los dos perdamos el tiempo. Puedes dejarme aquí; yo entro en Barnie's, me pido una jarra de cerveza y un plato de chili y lo vigilo desde la ventana. – No, no importa. Me quedo. Bosch se puso cómodo. Sacó un paquete de tabaco, pero ella lo detuvo antes de que cogiera un cigarrillo. – ¿Has oído hablar del informe sobre los riesgos secundarios? -preguntó. – ¿El qué? – Este mes ha salido un informe del Departamento de Sanidad que confirma que el humo es cancerígeno. Cada año se diagnostica cáncer de pulmón a tres mil fumadores pasivos. Si fumas te estás matando a ti y a mí, así que, por favor, no lo hagas. Bosch se guardó los cigarrillos en el bolsillo de la chaqueta y los dos observaron en silencio la moto del chico. De vez en cuando, Bosch echaba una ojeada al retrovisor lateral, pero no vio el coche de Lewis y Clarke. También miraba a Wish de reojo, cuando le parecía que ella no lo veía. Mientras tanto, Santa Mónica Boulevard se iba llenando de coches a medida que se acercaba la hora punta. Wish mantuvo la ventanilla subida para evitar el monóxido de carbono, lo cual aumentó considerablemente la temperatura del interior del coche. – ¿Por qué me miras? -le preguntó ella al cabo de una hora de vigilancia. – ¿Mirarte? No te miro. – Sí que me miras. ¿Habías tenido alguna vez un compañero que fuera mujer? – No, pero no te miraría por eso. Si es que te estaba mirando. – ¿Pues por qué? Si es que me mirabas. – Estaría intentado descubrir quién eras y por qué estás haciendo esto. Siempre he pensado, al menos me habían dicho, que la brigada de bancos del FBI era para vejestorios y colgados, los agentes que eran demasiado viejos o demasiado tontos para usar un ordenador o calcular los bienes de un estafador. Y de pronto apareces tú, en la brigada más anticuada. No eres un vejestorio y tampoco eres una colgada. Algo me dice que eres un buen fichaje. Ella permaneció callada un instante y a Bosch le pareció ver una ligera sonrisa en sus labios que se esfumó inmediatamente, como si nunca hubiera estado allí. – Supongo que eso es un cumplido -dijo al fin-. Si lo es, gracias. Tengo mis razones para trabajar en esta unidad y la verdad es que puedo elegir. En cuanto a los otros de la brigada, yo no los definiría como tú. Creo que esa actitud que, por cierto, parecéis compartir muchos de tus compañeros… – Ahí está Tiburón -la interrumpió Bosch. Un chico rubio con el pelo a lo rasta había salido de un callejón lateral entre el restaurante de tortitas y una pequeña galería comercial. Junto a él había un hombre mayor que él que lucía una camiseta con el lema «¡Los noventa son supergays!». Bosch y Wish los observaban desde el coche. Tras intercambiar unas cuantas palabras, Tiburón se sacó algo del bolsillo y se lo pasó al hombre. Este examinó lo que parecía una baraja de cartas, escogió un par y le devolvió el resto. A continuación le dio a Tiburón un billete de color verde. – ¿Qué hace? -preguntó Wish. – Comprar fotos de bebés. – ¿Qué? – Es un pedófilo. Mientras el hombre se alejaba calle abajo, Tiburón se dirigió a su motocicleta para quitar la cadena. -Vamos -dijo Bosch y salió del coche. «Ya está bien por hoy», pensó Tiburón. Era hora de pirarse. Encendió un pitillo y se agachó para abrir el candado de la moto. Su pelo rizado le tapaba los ojos y olía a esa cosa de coco que se había puesto la noche anterior, en casa del marica del Jaguar. Eso fue después de que Pirómano le rompiese la napia y saltara sangre por todas partes. Tiburón se levantó y, estaba a punto de colocarse la cadena en la cintura, cuando los vio venir. «Polis.» Estaban demasiado cerca para echar a correr. Disimuló mientras hacía un repaso mental de lo que llevaba en los bolsillos. Ya no tenía las tarjetas de crédito; las había vendido. El dinero podía venir de cualquier parte. No pasaba nada. A no ser que el marica lo señalara en una rueda de identificación. A Tiburón le sorprendió que el tío hubiera presentado una denuncia. Hasta entonces, nadie lo había hecho. Tiburón sonrió a los dos polis que se acercaban y entonces vio que el tío sacaba una grabadora. ¿Una grabadora? ¿De qué iban? El poli apretó el botón de encendido y, al cabo de unos segundos, Tiburón reconoció su propia voz. «Esto no tiene nada que ver con el marica del Jaguar, sino con el muerto de la tubería.» – ¿Qué queréis? -preguntó Tiburón. – Queremos que nos hables de esto -dijo el poli. – Oíd, tíos, que yo no tuve nada que ver. No me iréis a cargar con el… -El chico se calló un momento-. ¡Eh! Tú eres el de la comisaría. Te vi el otro día. Si esperáis que os diga que yo lo maté… – Tranquilo -dijo el poli-. Sabemos que tú no lo hiciste. Sólo queremos saber lo que viste, eso es todo. Ponle el candado a la moto. Luego ya te traeremos en coche. El poli dijo su nombre y el de la tía: Bosch y Wish. Entonces explicó que ella era del FBI, algo bastante raro. El chico dudó un instante y luego se agachó a cerrar el candado. – Sólo queremos llevarte a la comisaría de Wilcox para que contestes a unas preguntas y tal vez nos hagas un dibujo -continuó Bosch. – ¿De qué? -preguntó Tiburón. Bosch no respondió, se limitó a hacer un gesto con la mano para que lo siguiera y entonces señaló un poco más allá a un Caprice de color gris. Era el mismo coche que Tiburón había visto delante del Blue Chateau. Mientras caminaban, Bosch tenía la mano sobre el hombro de Tiburón. El chico aún no era tan alto como el detective, pero los dos eran igualmente delgados y musculosos. El chaval llevaba una camiseta teñida de color lila y amarillo y unas gafas de sol negras colgadas del cuello con un cordón naranja, que se puso al llegar al Caprice. – Bueno, Tiburón -dijo Bosch al llegar al coche-. Ya conoces el reglamento. Vamos a registrarte antes de que subas al coche para no tener que esposarte durante el trayecto. Pon todo lo que tengas sobre el capó. – ¡Pero si me acabas de decir que no estoy bajo sospecha! -protestó Tiburón-. No tengo por qué hacer todo esto. – Ya te lo he dicho. Son las reglas; luego te lo devolveremos todo. Excepto las fotos, claro. Tiburón miró a Bosch y luego a Wish. Entonces se metió las manos en los bolsillos de sus téjanos gastados. – Sí, sabemos lo de las fotos -le confirmó Bosch. El chico puso sobre el capó 46,55 dólares, un paquete de tabaco, una caja de cerillas, un llavero con una pequeña navaja y las fotos. En ellas se veía a Tiburón y los otros miembros del grupo, desnudos, y en distintas fases de excitación sexual. Mientras Bosch ojeaba las fotos, Wish les echó un vistazo por encima del hombro de su compañero, pero en seguida desvió la mirada. A continuación cogió el paquete de tabaco y descubrió un porro entre los cigarrillos. – Creo que también tendremos que quedarnos con esto -dijo Bosch. Los tres se dirigieron hacia la comisaría de policía en Wilcox Street; era hora punta y habrían tardado una hora en llegar al edificio federal en Westwood Avenue. Cuando llegaron a la oficina de detectives eran ya más de las seis y todo el mundo se había ido a casa. Bosch llevó a Tiburón a una de las salas de interrogatorio, una habitación de tres metros por tres, con una pequeña mesa cubierta de quemaduras de cigarrillo y tres sillas. En una de las paredes un cartel escrito a mano rezaba: «¡Prohibido lloriquear!» Bosch sentó al chico en el tobogán, una silla de madera con el asiento muy barnizado y con las patas de delante medio centímetro más cortas que las de detrás. La inclinación no era suficiente para notarse, pero impedía que la gente se sintiera cómoda. Casi todos se echaban hacia atrás, pero acababan resbalando lentamente hacia delante, frente a la cara del interrogador. Bosch le dijo al chico que no se moviera y salió al pasillo a planear una estrategia con Wish. En cuanto cerró la puerta, ella la abrió. – Es ilegal dejar a un menor solo en una sala cerrada -explicó Wish. Bosch la cerró de nuevo. – Él no se ha quejado -replicó Bosch-. Tenemos que hablar. ¿Qué quieres que haga? ¿Lo quieres tú o lo cojo yo? – No sé -contestó ella. Estaba claro; aquello quería decir que no. Una primera entrevista con un testigo, sobre todo con uno reticente, requería una hábil combinación de estrategia, argucias y encerronas. Si Wish no lo sabía, era mejor que no lo hiciera. – Según tu expediente, tú eres el experto en interrogatorios -se burló ella-. No sé si usas la maña o la fuerza, pero me gustaría verlo. Bosch asintió, sin hacer caso a la pequeña puya. Se metió la mano en el bolsillo y sacó el tabaco y las cerillas del chico. – Entra y dale esto. Mientras tanto voy a mi mesa a recoger mis mensajes y preparar una cinta. -Cuando Bosch vio la cara de Wish al coger los cigarrillos, añadió-: Regla número uno de un interrogatorio; haz que el sujeto se sienta cómodo. Dale el tabaco, y si no te gusta, aguanta la respiración. Bosch empezó a alejarse, pero ella le detuvo. – Bosch, ¿qué hacía Tiburón con esas fotos? «Conque eso era lo que la preocupaba», pensó Bosch. – Mira, hace cinco años un chico como él se habría ido con ese tío a hacer quién sabe qué. Ahora, en cambio, le vende una foto suya y punto. Hoy en día hay tantas trampas mortales (personas y enfermedades) que los chicos se han vuelto listos. Es más fácil vender fotos que el propio cuerpo. Wish abrió la puerta de la sala de interrogatorios y entró. Mientras tanto Bosch atravesó la oficina y comprobó si había algún recado en el punzón de hierro de su mesa. Habían llamado su abogado y Bremmer del Times, aunque este último lo había hecho con un seudónimo, tal como habían acordado previamente. Harry no quería que un fisgón descubriera que le había telefoneado un periodista. Bosch dejó los mensajes clavados en el punzón, sacó su carné y abrió con él el candado del armario de material. A continuación cogió una cinta virgen de noventa minutos y la introdujo en la grabadora que había en el estante inferior del armario. Primero la encendió para asegurarse de que funcionaba; luego apretó el botón de grabado y comprobó que los dos cabezales giraban. Finalmente atravesó el pasillo hasta el mostrador principal y le dijo a un gordito novato que estaba ahí sentado que le pidiera una pizza. Le dio al chico un billete de diez y le dijo que, cuando llegara, se la llevase a la sala de interrogatorios junto con tres Coca-Colas. – ¿Qué quieres en la pizza? -preguntó el chico. – ¿Qué te gusta a ti? – Salchicha y pepperoni. Odio las anchoas. -Pues que sea de anchoas. Bosch volvió a la oficina de detectives. Cuando entró en la sala de interrogatorios, Wish y Tiburón estaban en silencio y Bosch tuvo la sensación de que no habían hablado mucho. Wish no conectaba con el chico. Ella se sentó a la derecha de Tiburón, mientras Bosch se acomodaba a la izquierda del chico. La única ventana de la sala era un pequeño cuadrado de espejo en la puerta que permitía ver desde fuera, pero no desde dentro. Bosch decidió ser sincero con Tiburón desde el principio. Aunque era sólo un niño, probablemente era más astuto que la mayoría de hombres que se habían sentado en el tobogán antes que él. Si el chico notaba que le estaban engañando, empezaría a contestar con monosílabos. – Tiburón, vamos a grabar esto porque puede resultarnos útil más adelante -explicó Bosch-. Como te dije, no estás bajo sospecha así que no debe preocuparte lo que digas, a no ser que nos vayas a decir que lo hiciste tú. – ¿Lo ves? -protestó el chico-. Ya me parecía a mí que ibais a sacarme la maldita grabadora. Oye, que no es la primera vez que entro en uno de estos búnkers… – Por eso no vamos a mentirte. Para que conste en la cinta, vamos a presentarnos: yo soy Harry Bosch, del Departamento de Policía de los Ángeles, ella es Eleanor Wish, del FBI y tú eres Edward Niese, alias Tiburón. Quiero empezar por… – ¿Qué cono hace aquí el FBI? ¿Quién era el fiambre? ¿El presidente? – Tranquilo -le cortó Bosch-. Esto es sólo un programa de intercambio. Como cuando ibas al colegio y venían niños de Francia o de otro país extranjero. Imagínate que ella es francesa y ha venido a aprender de los profesionales. -Bosch sonrió y le guiñó el ojo a Wish. Tiburón la miró y también esbozó una sonrisa-. Primero contéstame a esta pregunta para que podamos pasar a cosas más interesantes. ¿Mataste tú al tío de la tubería? -Qué va. Yo sólo vi… – Espera, espera -interrumpió Wish y, mirando a Bosch, preguntó-: ¿Podemos salir un segundo? Bosch se levantó y salió, seguido de Wish. Esta vez fue ella quien cerró la puerta. – ¿Qué estás haciendo? -preguntó él. – ¿Qué estás haciendo tú? ¿Vas a leerle sus derechos o quieres empezar la entrevista de manera ilegal? – ¿Qué dices? Él no ha sido; no es un sospechoso. Sólo trato de interrogarle. – No estamos totalmente seguros de que no sea el asesino. Creo que deberíamos leerle sus derechos. – Si le leemos sus derechos va a pensar que sospechamos de él; que no es un testigo. Y si piensa eso, ya podemos entrar y hablar con las paredes; no se va a acordar de nada. Wish volvió a la sala de interrogatorios sin decir ni una palabra. Bosch la siguió y continuó donde lo había dejado, sin mencionar los derechos de nadie. – ¿Tú mataste al hombre de la tubería, Tiburón? – Que no, tío. Yo lo vi y punto. Ya estaba muerto. Al decir esto, miró a Wish, a su derecha, e intentó acomodarse en la silla. – De acuerdo -dijo Bosch- Tiburón, dime cuántos años tienes, de dónde eres… Háblame un poco de ti. – Casi dieciocho; me falta poco para ser libre -respondió el chico con la vista fija en Bosch-. Mi vieja vive en Chatsworth, pero yo paso de vivir con… Pero ¿por qué quieres que te lo cuente? Ya lo debes de saber, por mi ficha… – ¿Eres maricón? – No -negó Tiburón, con una mirada seria-. Yo les vendo fotos, sí, ¿qué pasa? Pero no soy uno de ellos. – Pero haces más que venderles fotos, ¿no? A veces les pegas unas cuantas hostias, los desplumas y a ver quién es el guapo que te denuncia. Tiburón se volvió hacia Wish, levantando una mano en señal de inocencia. – No sé de qué vas. Pensaba que íbamos a hablar del muerto. – A eso vamos -le contestó Bosch-. Sólo quería saber con quién estábamos tratando, nada más. Bueno, cuéntanos todo lo que sepas; toda la historia. He pedido una pizza y hay más tabaco, así que tenemos tiempo. – No hará falta. Yo no vi nada aparte del cuerpo dentro de la tubería. Espero que no lleve anchoas. Dijo esto mirando a Wish, mientras intentaba enderezarse en la silla. Se había establecido una constante: cuando decía la verdad miraba a Bosch, y a Wish cuando ocultaba algo o estaba mintiendo. «Los timadores siempre escogen a las mujeres», pensó Bosch. – Tiburón, si quieres podemos llevarte a Sylmar y que ellos te retengan hasta mañana -le amenazó Bosch-. Podemos volver a empezar por la mañana, cuando tengas la memoria más… – Es que estoy preocupado por la moto. ¿Y si me la mangan? – Olvídate de la moto -insistió Bosch, invadiendo el espacio del chico-. No vamos a soltarte porque aún no nos has dicho nada. Cuéntanos la historia y entonces ya hablaremos de la moto. – Vale, vale. Os diré lo que sé. El chico alargó la mano para alcanzar los cigarrillos, pero Bosch se echó hacia atrás y le dio uno de los suyos. La técnica de inclinarse hacia delante y hacia atrás era algo que había perfeccionado durante las horas y horas que había pasado en aquellas salas. Se inclinaba hacia delante para invadir ese medio metro perteneciente al interrogado o que éste consideraba su propio espacio. Se echaba hacia atrás cuando obtenía lo que quería; era una técnica subliminal. Lo más importante de un interrogatorio policial tiene muy poco que ver con lo que se dice. Es una cuestión de interpretación, de matiz. Y a veces de lo que no se dice. Bosch encendió primero el cigarrillo de Tiburón. Wish se retiró un poco cuando exhalaron el humo azulado. – ¿Quiere un cigarrillo, agente Wish? -preguntó Bosch. Ella negó con la cabeza. Bosch miró al chico, y ambos intercambiaron una mirada de complicidad. Algo así como: «Somos colegas.» El muchacho sonrió. Bosch le indicó con la cabeza que empezara su historia… Y menuda historia se inventó. – A veces subo allí a sobar -comenzó Tiburón-. Bueno, cuando no encuentro a alguien que me ayude a pagar el motel. A veces el cuarto de mis socios está a tope y tengo que abrirme. Entonces subo allá y me pongo a sobar en la tubería. Se está caliente casi toda la noche; no está mal. Bueno, una de esas noches subí… – ¿A qué hora? -preguntó Wish. Bosch la miró como diciendo: «Calma. Haz las preguntas después de la historia. Hasta ahora el chico iba bastante bien.» – Pues bastante tarde -respondió Tiburón-. Las tres o las cuatro de la mañana; no llevo reloj. Total, que subí, me metí en la tubería y vi al tío ahí tirado, muerto. Entonces salí y me piré. No iba a quedarme allí con un fiambre. Cuando bajé, os llamé a vosotros, al teléfono de emergencias, y ya está. Tiburón miró a Wish y luego a Bosch. – Ya está -concluyó-. ¿Me lleváis a la moto o qué? Nadie contestó, así que Tiburón encendió otro cigarrillo y volvió a incorporarse en la silla. – Es una historia muy bonita, Edward, pero necesitamos saberlo todo -dijo Bosch-. Y necesitamos que sea verdad. – ¿Qué quieres decir? – Quiero decir que parece inventada por un subnormal, eso quiero decir. Por ejemplo, ¿cómo cono viste el cuerpo si era de noche? – Con una linterna -le explicó a Wish. – No señor. Llevabas cerillas porque encontramos una. -Bosch se inclinó hacia Tiburón hasta quedar a sólo treinta centímetros de su cara-. Oye, ¿cómo crees que supimos que eras tú el que había llamado? ¿Crees que la operadora reconoció tu voz y pensó: «¡Ah, ése es Tiburón. Qué chico tan majo!»? Piensa, hombre. Escribiste tu nombre o al menos parte de tu nombre, en la tubería. Tenemos tus huellas dactilares en un aerosol. Y sabemos que sólo llegaste hasta la mitad de la tubería porque te acojonaste; tenemos las huellas. Tiburón miraba fijamente frente a él, hacia la ventana de espejo de la puerta. – Sabías que el cuerpo estaba allí antes de entrar. Viste a alguien arrastrándolo hacia la tubería. Venga, Tiburón. Mírame y dime la verdad. – No vi ninguna cara. Estaba demasiado oscuro -le dijo el chico a Bosch. Cuando Eleanor soltó un suspiro, a Bosch le entraron ganas de decirle que se marchara si creía que el chico era una pérdida de tiempo. – Me escondí porque pensaba que venían a por mí -explicó Tiburón-, pero yo no tuve nada que ver, te lo juro. ¿Por qué cono la has tomado conmigo? – Han asesinado a un hombre y tenemos que descubrir por qué. No nos importan las caras. Simplemente cuéntanos lo que viste y te soltaremos. – ¿Seguro? – Seguro. Bosch se echó hacia atrás y encendió su segundo cigarrillo. – Bueno, pues sí, subí a la presa y, como no tenía sueño, me puse a mi rollo, a pintar. Entonces oí un coche y me acojoné. Lo más raro es que lo oí antes de verlo, porque el tío no llevaba las luces puestas. Me escondí a toda leche entre los arbustos de la colina; ahí, al lado de la tubería…, donde dejo la moto cuando duermo. El chico se estaba animando, gesticulando con las manos y la cabeza, y mirando casi exclusivamente a Bosch. – Joder, pensaba que venían a por mí, que alguien había avisado a la pasma por lo de las pintadas. Por eso me escondí. Cuando llegaron a la tubería un tío le dijo al otro que olía a pintura, pero ni siquiera me habían visto. Se habían parado allí para dejar al muerto. Además, no era un coche, sino un todoterreno. – ¿Tienes el número de matrícula? -le preguntó Wish. – Déjale que siga -dijo Bosch, sin siquiera mirarla. – No. ¿Cómo voy a saber la matrícula si llevaban las luces apagadas y estaba más negro que la hostia? -protestó Tiburón-. Bueno, había tres tíos, contando al muerto. Uno de ellos, el que conducía el jeep, salió y sacó el cuerpo de detrás, de debajo de una manta o no sé qué mierda. Abrió esa puertecita de atrás que tienen los todoterrenos y lo dejó caer. Fue horrible, tío. Me di cuenta de que estaba muerto de verdad por la forma de caer al suelo… como un cadáver. Hizo un ruido seco, no como en la tele, sino real, en cuanto lo vi pensé «Joder, está muerto». Entonces el tío lo arrastró hasta la tubería. Su colega no lo ayudó; se quedó en el jeep, así que el primer tío lo hizo todo solo. Tras darle una última calada a su cigarrillo, Tiburón lo apagó en el cenicero lleno de colillas y ceniza. Exhaló el humo por la nariz y miró a Bosch, quien le hizo un gesto para que continuara. El chico volvió a incorporarse. – Em… Yo me quedé allí y el tío salió de la tubería al cabo de un minuto… no más de un minuto. Al salir, miró a su alrededor, pero no me vio. Entonces se fue hacia un arbusto cerca de donde yo estaba y arrancó una rama. Volvió a entrar a la cañería, y lo oí barrer o hacer no sé qué con la rama. Luego salió y se metieron en el coche. Ah, pero cuando empezó a dar marcha atrás, claro, las luces traseras se encendieron. El tío se paró de golpe. Oí que decía que no podían retroceder por culpa de la luz, que los podrían ver. Así que arrancaron hacia delante, sin encender los faros. Bajaron por la carretera, atravesaron la presa y llegaron al otro lado del lago. Cuando pasaron por delante de esa caseta que hay en la presa supongo que se cargaron la bombilla, porque se apagó de repente. Yo me quedé escondido hasta que dejé de oír el ruido del motor. Tiburón hizo una pausa que Wish aprovechó para preguntar: – Lo siento, pero ¿podemos abrir la puerta para que salga el humo? Bosch alargó la mano y abrió la puerta de un empujón, sin intentar ocultar su enfado. – Adelante, Tiburón -fue lo único que dijo. – Pues, nada, cuando se largaron me fui hacia la tubería y me puse a gritarle al tío: «¡Eh, tú! ¿Estás bien?» Pero no me contestó, así que decidí entrar. Primero apoyé la moto en el suelo para dar un poco de luz y también encendí una cerilla, como tú has dicho. Entonces lo vi y, bueno, creí que estaba muerto. Iba a comprobarlo, pero me dio grima y salí a toda leche. Bajé la colina, llamé a la poli y ya está. No hice nada más, te lo juro. Bosch dedujo que el chico había querido robarle la cartera, pero se había asustado. No importaba, podía guardar su secreto. Entonces pensó en la rama que el hombre había usado para borrar las pisadas tras haber arrastrado el cadáver. Se preguntó por qué los policías de uniforme no habían encontrado ni la rama ni el arbusto roto durante el registro de la escena del crimen. Pero no le dio muchas vueltas porque sabía la respuesta: descuido, pereza. No era la primera vez que pasaban algo por alto; ni la última. – Vamos a ver si ha llegado ya la pizza -anunció Bosch, levantándose-. En seguida volvemos. Fuera de la sala de interrogatorios Bosch controló su enfado y tan sólo dijo: – Mea culpa. Tendríamos que haber decidido cómo queríamos hacerlo antes de que empezara su historia. A mí me gusta escuchar primero y luego hacer preguntas. Ha sido culpa mía. – No te preocupes -le respondió Wish en tono seco-. De todas formas no creo que nos sea muy útil. – No lo sé. -Bosch reflexionó un instante-. Pensaba volver a entrar y seguir hablando un rato; quizá sacarle un retrato robot. Y si no recuerda nada más, podemos intentar hipnotizarlo. Bosch no tenía ni idea de cómo reaccionaría Wish a su última sugerencia. La había dejado caer de forma casual, con la esperanza de que pasara inadvertida. Los tribunales de California habían dictaminado que hipnotizar a un testigo invalidaba su testimonio en un juicio. Si hipnotizaban a Tiburón, no podría ser usado como testigo en ningún proceso relacionado con la muerte de Meadows. Wish frunció el ceño. – Ya sé -concedió Bosch-. Lo perderíamos como testigo, pero a este paso no llegaremos a los tribunales. Tú misma has dicho que no era tan útil. – Ya, pero no sé si deberíamos cerrarnos una puerta tan pronto. Bosch se dirigió hacia la sala de interrogatorios y vio a través de la ventanita que Tiburón se estaba fumando otro cigarrillo. De pronto el chico apagó el pitillo y se levantó. Miró hacia la ventanita de la puerta, pero Bosch sabía que no podía ver nada. Con un movimiento rápido y silencioso, el chico cambió su silla por la que había estado usando Wish. Bosch sonrió y dijo: – Es un chico listo. Puede que sepa más, y no se lo sacaremos si no lo hipnotizamos. Creo que vale la pena arriesgarse. – No tenía idea de que supieras hipnotizar. Debió de escapárseme cuando leí tu expediente. – Seguro que se te escaparon muchas cosas -le contestó Bosch. Al cabo de un rato añadió-: Supongo que soy uno de los últimos que quedan. Después de que el Tribunal Supremo se lo cargara, el departamento dejó de entrenar a la gente. Sólo hubo una hornada de policías que aprendió a hacerlo. Yo era uno de los más jóvenes; los demás ya se habrán retirado. – De todos modos, creo que debemos esperar -opinó ella-. Preferiría hablar un poquito más con él y dejar que pasaran un par de días antes de desecharlo como testigo. – Muy bien, pero ¿sabes dónde estará un chico como Tiburón en un par de días? – Confío en ti. Ya lo has encontrado una vez y podrás volver a hacerlo. – Bueno. ¿Quieres preguntar tú? – No, tú lo estás haciendo muy bien. Mientras pueda interrumpirte de vez en cuando, cuando se me ocurra algo… Los dos sonrieron. Al volver a la sala de interrogatorios, les asaltó el olor a sudor y humo. Sin que Wish tuviera que pedírselo, Bosch dejó la puerta abierta para que se aireara. – ¿Y la comida? -preguntó Tiburón. – Aún no ha llegado -contestó Bosch. Bosch y Wish pidieron a Tiburón que recontara la historia dos veces más, durante las cuales le interrumpieron para hacer preguntas. Esta vez trabajaron en equipo, como auténticos compañeros; intercambiaron miradas de complicidad, gestos sutiles e incluso sonrisas. Bosch se fijó en que Wish resbalaba en la silla un par de veces y le pareció que una ligera sonrisa asomaba en el rostro infantil de Tiburón. Cuando llegó la comida, el chico protestó por las anchoas, pero acabó zampándose tres cuartas partes de la pizza y bebiéndose dos de las Coca-Colas. Bosch y Wish pasaron de comer. Tiburón les contó que el todoterreno era de color crudo o beige y que llevaba un escudo en la puerta lateral, aunque no supo describirlo. Quizá se trataba de hacerlo pasar por un vehículo del Departamento de Aguas, pensó Bosch. O tal vez era un vehículo del Departamento de Aguas. Bosch se convenció de que lo mejor sería hipnotizar al chico, pero prefirió no volver a sacar el tema. Esperaría a que Wish cambiara de opinión y se diera cuenta de que era necesario. Tiburón también les contó que el hombre que se quedó en el jeep no dijo una sola palabra durante todo el rato que él estuvo observando. Era más pequeño que el conductor; bajo la pálida luz de la luna el chico sólo había vislumbrado la silueta de alguien más menudo recortada contra el espeso bosque de pinos que rodeaba el lago. – ¿Y qué hizo ese otro hombre? -preguntó Wish. – Vigilar, supongo. Estaría montando guardia porque ni siquiera conducía. Igual era el jefe o algo parecido. Al conductor lo había visto mejor, pero no lo suficiente como para describirlo o componer un retrato robot con el identikit que Bosch había traído. El conductor era blanco, con el pelo moreno. Tiburón no podía, o no quería, ser más preciso en su descripción. Tan sólo especificó que llevaba una camisa y pantalones oscuros a juego, tal vez un mono, con una especie de delantal de carpintero de esos que llevan herramientas. Los grandes bolsillos estaban vacíos y ondeaban al viento. A Bosch le pareció curioso, pero a pesar de interrogar al chico desde varios ángulos distintos, no consiguió una descripción más detallada. Al cabo de una hora habían terminado. Wish y Bosch dejaron a Tiburón en la sala llena de humo mientras ellos salían de nuevo a deliberar. – Lo único que tenemos que hacer ahora es encontrar un todoterreno con una manta, hacer un microanálisis y comparar los cabellos -bromeó Wish-. Sólo debe de haber un millón de jeeps blancos o beige en el estado. ¿Quieres que yo dé la orden de búsqueda o prefieres encargarte tú mismo? – Mira, hace dos horas no teníamos nada y ahora tenemos mucho. Déjame hipnotizar al chico. Quién sabe, a lo mejor conseguimos la matrícula, una descripción más clara del conductor, del escudo de la puerta o que recuerde algún nombre. Bosch le mostró las manos con las palmas hacia arriba. Ya le había hecho aquella oferta antes y ella la había rechazado, cosa que hizo por segunda vez. – Todavía no, Bosch. Déjame hablar con Rourke; quizá mañana. No quiero precipitarme y que nos salga el tiro por la culata, ¿de acuerdo? Él asintió, dejando caer los brazos. – ¿Y ahora qué? -preguntó ella. – Bueno, el niño ya ha comido. ¿Por qué no nos encargamos de él y luego nos vamos a cenar algo? Conozco un sitio… – No puedo -le cortó ella. – … en Overland. – Esta noche ya he quedado, lo siento. Otro día. – Sí, claro. -Bosch se dirigió hacia la sala de interrogatorios para mirar por la ventanita. Con tal de que ella no le viera la cara… Se sentía tonto por haber intentado algo tan pronto-: Si tienes que irte, vete. Yo lo llevaré a un refugio para pasar la noche. No tenemos por qué perder el tiempo los dos. – ¿Estás seguro? – Sí, yo me ocuparé de él. Pediré que nos lleve una patrulla y recogeremos la moto por el camino. Luego me pueden acompañar a mi coche. – Qué detalle. Quiero decir, lo de recoger su moto y ocuparte de él. – Hicimos un trato, ¿no? – Sí, pero tú te preocupas por él. He visto cómo lo tratabas. ¿Puede ser que te recuerde un poco a ti mismo? Bosch apartó la vista de la ventana y se volvió hacia ella. – No -respondió él-. Sólo es otro testigo que tenemos que entrevistar. Si crees que es un capullo ahora, espera un poco más, a que tenga diecinueve o veinte años, si es que dura tanto. Entonces será un monstruo que se alimenta de la gente. No es la última vez que va a sentarse en esa sala; se pasará la vida entrando y saliendo hasta que mate a alguien o alguien lo mate a él. Como dijo Darwin, es la ley del más fuerte, y él es lo bastante fuerte como para sobrevivir. O sea que no, no me preocupo por él. Lo voy a meter en un refugio porque quiero saber dónde está cuando lo volvamos a necesitar. Eso es todo. – Es muy bonito, pero no me lo creo. Te conozco, Bosch, y estoy segura de que te preocupa. La forma en que le diste de comer y le preguntaste… – Mira, me importa un bledo las veces que hayas leído mi expediente… No digas que me conoces, porque es mentira. Bosch se había acercado a ella hasta quedar a sólo unos centímetros de su cara. Wish bajó la vista y miró su libreta, como si hubiera algo escrito en ella que tuviera que ver con lo que él estaba diciendo. – Mira -dijo Bosch-, podemos trabajar en esto juntos. Con un golpe de suerte como el de hoy, quizás incluso averigüemos quién mató a Meadows. Pero nunca seremos compañeros ni llegaremos a conocernos, así que tal vez deberíamos dejar de actuar como si lo fuéramos. No me cuentes que tu hermano pequeño se parece a mí porque tú no sabes cómo era yo. Un par de papeles y fotos en un archivo no quieren decir nada. Tras cerrar su libreta y metérsela en el bolso, Wish finalmente alzó la vista. De pronto hubo un ruido procedente de la sala de interrogatorios. Era Tiburón, que se estaba mirando en el espejo de la puerta, pero ninguno de los dos le hizo caso. Wish taladró a Bosch con la mirada. – ¿Siempre te pones así cuando una mujer te dice que no? -preguntó con calma. – Eso no tiene nada que ver y tú lo sabes. – Ya. -Wish empezó a alejarse, pero añadió-: ¿Quedamos a las nueve en el FBI? Él no contestó, por lo que ella continuó caminando en dirección a la oficina de detectives. Tiburón volvió a llamar a la puerta y Bosch vio que el chico se estaba reventando un grano frente al espejo. Antes de irse, Wish se volvió una vez más. – No hablaba de mi hermano pequeño, sino de mi hermano mayor -aclaró-. De hace mucho tiempo, cuando yo era pequeña y él se marchó a Vietnam. Bosch no la miró. No se atrevía, porque presentía lo que ella iba a decir. – Recuerdo cómo era entonces -explicó ella- porque fue la última vez que lo vi y esas cosas se te quedan grabadas. Mi hermano fue uno de los que no volvieron. -Dicho esto, salió. Harry se comió el último trozo de pizza. Estaba fría y odiaba las anchoas, pero sintió que se lo merecía. Igual que la Coca-Cola caliente. Cuando hubo acabado se sentó en la mesa de Homicidios y se puso a hacer llamadas hasta que encontró una cama, o más bien un espacio, en Home Street Home, uno de los refugios donde no hacen preguntas, cerca del Boulevard. Allí no intentaban devolver a los fugados al lugar de donde venían, porque sabían que en la mayoría de los casos el hogar era una pesadilla peor que las calles. Se limitaban a proporcionar a los chicos un lugar seguro donde dormir y luego intentaban que se marcharan a cualquier sitio fuera de Hollywood. Bosch sacó un coche sin identificativos del garaje de la comisaría y llevó a Tiburón hasta el lugar donde estaba su motocicleta. Como ésta no cabía en el maletero, Bosch hizo un trato con el chico: Tiburón iría en moto, mientras él lo seguiría en el coche. Cuando llegara al refugio, Bosch le devolvería el dinero, la cartera y el tabaco, pero no las fotos ni el porro, que fueron directos a la, basura. A Tiburón no le hizo gracia, pero obedeció. Bosch le ordenó que se quedara unos días en el refugio, aunque sabía que el chico seguramente se largaría a primera hora de la mañana. – Te he encontrado una vez. Si te necesito, puedo volver a hacerlo -le advirtió mientras el muchacho ponía el candado a su moto. – Ya lo sé -contestó Tiburón. Era una falsa amenaza. Bosch sabía que había encontrado al chico cuando éste no era consciente de que le buscaban. Si intentaba ocultarse, la cosa sería muy distinta. Bosch le dio una de sus tarjetas baratas y le pidió que le llamara si recordaba algo más que pudiera resultar útil. – ¿Útil para quién? -preguntó Tiburón. Bosch no respondió. Subió al coche y regresó a Wilcox, mientras vigilaba por el retrovisor si le seguían. Parecía que no. Después de devolver el vehículo, se dirigió a su mesa y recogió los archivos sobre las ratas de los túneles. Luego pasó por la oficina de guardia, donde un teniente jovencito llamó a una de sus patrullas para que acompañaran a Bosch al edificio federal. El oficial de patrulla era un policía joven, asiático, con el pelo al uno. Bosch había oído que en la comisaría lo llamaban Fu-manchú. Los dos viajaron en completo silencio los veinte minutos que los separaban del edificio federal. Harry llegó a casa a las nueve. A pesar de que la luz roja de su contestador automático parpadeaba, no había ningún mensaje; sólo el ruido de alguien que colgaba. Harry encendió la radio para escuchar el partido de los Dodgers, pero luego la apagó; estaba cansado de oír a gente. En su lugar, puso varios compacts de Sonny Rollins, Frank Morgan y Branford Marsalis: música de saxo. Luego extendió las carpetas en la mesa del comedor y destapó una botella de cerveza. «Alcohol y jazz -pensó mientras bebía-. Duermes con la ropa puesta. Eres un poli tópico, Bosch. Un libro abierto, como todos los demás idiotas que deben de intentar ligar con ella cada día. Venga, concéntrate en lo que tienes delante.» Bosch abrió el expediente de Meadows y lo leyó detenidamente; antes, en el coche con Wish, sólo lo había ojeado por encima. Meadows era un enigma para Bosch. Un heroinómano y adicto a las pastillas, pero también un soldado que había solicitado permanecer en Vietnam. Se quedó incluso cuando lo sacaron de los túneles. En 1970, después de dos años bajo tierra, lo asignaron a una unidad de la policía militar adscrita a la embajada estadounidense en Saigón. No volvió a entrar en acción nunca más, pero se quedó hasta el final de la guerra. Después del tratado y la retirada de las tropas americanas en el año 1973, le dieron de baja del ejército, pero permaneció en la embajada como asesor civil. Todo el mundo volvía a casa, menos Meadows. No regresó hasta el 30 de abril de 1975, el día de la caída de Saigón. Meadows volvió en un helicóptero y luego en un avión que trasladaba refugiados a Estados Unidos. Aquélla fue su última misión gubernamental: supervisar el transporte masivo de refugiados a Filipinas y Estados Unidos. Según esos papeles, tras su regreso, Meadows se había instalado en el sur de California. Sin embargo, su curriculum era muy breve: policía militar, destructor de túneles y traficante de droga. En el archivo había una solicitud para entrar en el Departamento de Policía de Los Ángeles que había sido rechazada por dar positivo en los análisis de drogadicción. El siguiente documento del archivo era una hoja del Ordenador Nacional de Inteligencia Criminal que mostraba los antecedentes penales de Meadows. Su primera detención, por posesión de heroína, se remontaba a 1978. Le dieron libertad condicional. Al año siguiente lo volvieron a arrestar, esta vez por posesión con intención de venta. Meadows alegó simple posesión y lo sentenciaron a dieciocho meses en Wayside Honor Rancho. Cumplió diez. En los dos años siguientes hubo varias detenciones por consumo de droga, ya que las marcas de pinchazos recientes se castigan con hasta sesenta días en una celda del condado. Meadows estuvo saliendo de la cárcel por una puerta y entrando por otra hasta 1981. Ese año lo encerraron una buena temporada por intento de robo, un delito federal. La hoja de antecedentes no especificaba si el robo fue a un banco, pero Bosch supuso que lo sería para que entrara en la jurisdicción del FBI. Meadows fue condenado a cuatro años en Lompoc y cumplió dos. Sólo llevaba libre unos cuantos meses cuando lo volvieron a detener por robar un banco. Debieron de pescarlo con las manos en la masa porque Meadows se declaró culpable y pasó cinco años en Lompoc. Habría salido al cabo de tres, pero lo pillaron en un intento de fuga. Tras sentenciarlo a cinco años más, lo trasladaron a Terminal Island. «Tantos años en chirona… -pensó Bosch-. Yo no sabía nada de todo aquello. Pero ¿qué habría hecho de haberlo sabido?» Bosch imaginó que la cárcel debió de cambiar a Meadows más que la guerra. En 1988 Meadows salió de la prisión federal de Terminal Island y lo enviaron a un centro de reinserción para veteranos del Vietnam, en libertad condicional. El lugar se llamaba Charlie Company y estaba en una granja al norte de Ventura, a unos sesenta y cinco kilómetros de Los Ángeles. Meadows pasó allí casi un año. Después de aquello no había nada más. El delito de consumo de drogas que le había empujado a llamar a Bosch un año antes nunca fue procesado porque no constaba en sus antecedentes. No había ningún otro contacto con la policía desde que salió de la cárcel. El expediente contenía otro papel, escrito a mano, y Bosch adivinó que se trataba de la letra limpia y clara de Wish. Era un historial de los empleos y domicilios de Meadows. La información, recogida en los archivos de la Seguridad Social y el Registro de Vehículos, estaba listada en una columna a la izquierda del papel. Sin embargo, había espacios en blanco; períodos en los que se ignoraba su ocupación. Cuando volvió de Vietnam, Meadows había trabajado para el Distrito de Aguas del Sur de California. Fue inspector de cañerías, pero al cabo de cuatro meses perdió el puesto por retrasos y ausencias injustificadas. A partir de entonces debió de intentar ganarse la vida vendiendo heroína, porque su próximo empleo legal no fue hasta que salió de Wayside en 1979. Meadows entró a trabajar en el Departamento de Aguas y Electricidad como inspector subterráneo, en la división de alcantarillas. Perdió el trabajo al cabo de seis meses por las mismas razones que en la anterior ocasión. Hubo otros empleos esporádicos y después de que saliera de Charlie Company estuvo unos meses trabajando en una mina de oro en el valle de Santa Clarita. Nada más. La lista contenía casi una docena de domicilios. La mayoría eran apartamentos en el barrio de Hollywood, pero también constaba una casa en San Pedro, anterior a la detención de 1979. Si en esa época había traficado, Bosch dedujo que Meadows conseguiría la droga del puerto de Long Beach, por lo que la casa de San Pedro habría sido ideal. Bosch también averiguó que Meadows había residido en el apartamento de Sepúlveda desde que abandonó Charlie Company. En el expediente no había nada sobre el centro de reinserción ni lo que Meadows hizo allí, pero Bosch encontró el nombre del oficial encargado de su libertad condicional en las copias de sus informes semestrales. Se llamaba Daryl Slater y trabajaba en Van Nuys. Bosch tomó nota de su nombre y de la dirección de Charlie Company. Luego colocó ante él la hoja de arrestos, el historial de empleos y domicilios y los informes de libertad condicional, y comenzó a escribir una cronología, empezando con el traslado de Meadows a la prisión federal en 1981. Cuando hubo terminado, muchos de los espacios en blanco se habían llenado. Meadows había pasado un total de seis años y medio en la penitenciaría federal. En 1988 le concedieron la libertad condicional, patrocinado por el programa de reinserción de Charlie Company, donde pasó diez meses antes de mudarse al apartamento de Sepúlveda. Los informes de ese período revelaban que había conseguido un puesto como operador de un taladro industrial en una mina de oro del valle de Santa Clarita. En 1989 obtuvo la libertad absoluta y al día siguiente dejó el trabajo. Desde entonces no se le conocía ningún empleo, según la Seguridad Social. Hacienda también corroboraba el hecho, ya que Meadows no había presentado la declaración desde 1988. Bosch se fue a la cocina, cogió una cerveza y se preparó un bocadillo de jamón y queso, que se comió de pie, al lado del fregadero, mientras intentaba ordenar mentalmente todos los datos del caso. En su opinión, Meadows había estado tramando el golpe desde el momento en que salió de Terminal Island, o al menos de Charlie Company. Resultaba claro que tenía un plan. Estuvo trabajando legalmente hasta que cumplió el período de libertad condicional y entonces lo dejó para poner en marcha su proyecto. Bosch estaba seguro de ello. Eso significaba que, bien en la cárcel o bien en el centro de reinserción, Meadows conoció a los hombres que habían robado el banco con él. Y que luego lo habían matado. Sonó el timbre. Bosch consultó su reloj; eran las once de la noche. Cuando llegó hasta la puerta y se acercó a la mirilla, vio a Eleanor Wish. Dando un paso atrás, echó un vistazo al espejo del recibidor y descubrió a un hombre que le miraba con ojos oscuros y cansados. Finalmente se pasó la mano por el pelo y abrió la puerta. – Hola -dijo ella-. ¿Firmamos una tregua? – Vale. ¿Cómo sabes dónde…? No importa, entra. Wish llevaba el mismo traje que antes, así que aún no había pasado por casa. Bosch notó que se fijaba en los papeles desparramados sobre la mesa. – Ya ves, sigo trabajando -explicó Bosch-. Estaba repasando algunos detalles del expediente de Meadows. – Muy bien. Bueno, pasaba por aquí y sólo venía a decirte que… Ha sido una semana bastante dura para los dos. Quizá podamos volver a empezar a partir de mañana. – Sí -dijo Bosch-. Y oye, siento lo que te he dicho antes… y lo de tu hermano. Tú sólo querías ser amable y yo… ¿Puedes quedarte unos minutos? ¿Quieres una cerveza? Bosch fue a la cocina a buscar dos botellas frías. Le pasó una a ella y la condujo hasta la terraza. Fuera hacía fresco, pero de vez en cuando soplaba un viento cálido procedente del cañón. Eleanor contempló las luces del valle. Los focos de los estudios Universal barrían el cielo a intervalos regulares. – Qué bonito -comentó ella-. Nunca había estado en uno de estos sitios. Las llaman casas colgantes, ¿no? – Sí. – Deben de dar miedo durante un terremoto. – Y cuando pasa el camión de la basura. – ¿Cómo viniste a un lugar así? – Unos tíos, esos de los focos de allá abajo, me dieron un montón de dinero por usar mi nombre y mi «asesoramiento profesional» en un programa de televisión. Como no tenía nada más en qué gastarlo, me compré esto. Cuando era pequeño y vivía en el valle de San Fernando siempre me preguntaba qué se sentiría viviendo en una de estas casas. Se la compré a un guionista de cine; aquí es donde trabajaba. Es bastante pequeña; sólo tiene una habitación, pero no creo que nunca vaya a necesitar más. Ella se apoyó en la barandilla para mirar pendiente abajo y, siendo de noche, apenas distinguió el perfil del robledal. Él también se apoyó y, distraídamente, empezó a rasgar la etiqueta de cerveza y a tirar los trozos por el balcón. El papel dorado revoloteaba y brillaba en la oscuridad hasta desaparecer. – Tengo unas cuantas preguntas -dijo Bosch-. Quiero ir a Ventura. – ¿Podemos hablar de eso mañana? No he venido aquí para comentar los archivos. Llevo dándoles vueltas casi un año. Bosch asintió y se calló. Era mejor que ella explicara lo que la había traído hasta allí. Después de un largo silencio, Wish dijo: – Debes de estar muy enfadado por lo que te hicimos, por lo de la investigación y todo lo que pasó ayer. Lo siento. Wish tomó un sorbito de cerveza y Bosch se dio cuenta de que no le había ofrecido un vaso. Dejó que las palabras de ella flotaran en el aire unos instantes. – No -respondió finalmente-, no estoy enfadado. La verdad es que no sé cómo estoy. Ella se volvió hacia él y lo miró a los ojos. – Pensábamos que abandonarías cuando Rourke te causó problemas con tu jefe. Ya sé que conocías a Meadows, pero de eso hace mucho tiempo. No lo entiendo. Para ti éste no es un caso cualquiera, pero ¿por qué? Tiene que haber algo. ¿Pasó alguna cosa en Vietnam? ¿Por qué significa tanto? – Supongo que tengo mis razones; razones que no tienen nada que ver con el caso. – Te creo, pero eso no importa. Necesito saber qué pasa. – ¿Qué tal la cerveza? – Bien. Por favor, di algo, detective Bosch. Él miró abajo, siguiendo el vuelo de un trocito de papel dorado. – No lo sé -le respondió-. Sí y no. Supongo que todo tiene que ver con los túneles, la experiencia compartida. No es que Meadows me salvara la vida o yo la suya, pero siento como si le debiera algo. No importa lo que hiciera luego o que se convirtiera en un desgraciado. Quizá si yo hubiera hecho algo más que unas cuantas llamadas para ayudarlo el año pasado… No lo sé. – No seas absurdo -dijo ella-. Cuando te llamó el año pasado ya estaba metido en este asunto. Por aquel entonces ya te estaba utilizando, tal como te está utilizando ahora; a pesar de estar muerto. Bosch se había quedado sin etiqueta que pelar. Se volvió y apoyó la espalda contra la barandilla. Con una mano sacó un cigarrillo del bolsillo y se lo metió en la boca, pero no lo encendió. – Meadows -dijo, sacudiendo la cabeza al recordarlo-, Meadows era diferente… En esa época todos éramos unos críos; la oscuridad nos asustaba y aquellas galerías estaban más negras que la pez. Meadows, en cambio, no tenía miedo. Se presentaba voluntario una y otra vez. «Ir del azul al negro»; así describía una misión en el túnel. Nosotros lo llamábamos el «eco negro». Era como bajar al infierno; cuando estabas allí podías oler tu propio miedo, era como si estuvieses muerto. Poco a poco, los dos se habían ido volviendo hasta quedar de cara. Cuando él la miró, le pareció detectar comprensión, pero no sabía si era eso lo que necesitaba. Hacía tiempo que no buscaba comprensión, aunque lo cierto es que no sabía lo que buscaba. – Así que todos esos críos asustados hicimos una solemne promesa, que repetíamos cada vez que alguien bajaba a uno de aquellos túneles. La promesa era que, pasara lo que pasase, nunca dejaríamos a nadie allá abajo. Aunque te murieras; no ibas a quedarte allí, porque te hacían cosas, ¿sabes? Como esos psicópatas con los que nos encontramos. Y la promesa funcionaba porque nadie quería quedarse en aquellos agujeros, ni vivo ni muerto. Una vez leí en un libro que no importa que te entierren bajo una tumba de mármol o en el fondo de un pozo de petróleo; cuando estás muerto estás muerto. Pero quienquiera que escribió eso no estuvo en Vietnam. Cuando ves la muerte de cerca se te ocurren esas ideas. Y entonces sí importa… Por eso hicimos la promesa. Bosch sabía que no había logrado aclarar nada. Le dijo a Wish que iba a buscar otra cerveza y ella respondió que no quería más. Cuando volvió, ella le sonrió sin decir nada. – Déjame que te cuente una historia sobre Meadows -dijo él-. En Vietnam asignaban a dos o tres de nosotros a una compañía. Cuando ellos encontraban un túnel, nosotros lo sellábamos, lo reconocíamos, lo dinamitábamos o lo que fuera. Bosch bebió un buen trago de cerveza. – Una vez, creo que fue en 1970, Meadows y yo íbamos con una patrulla, en una zona controlada por el Vietcong, plagada de aquellos malditos túneles. Total, que a unos cinco kilómetros de un pueblo llamado Nhuan Luc perdimos a un hombre. Lo habían… Lo siento, seguramente no quieres oír todo esto. Con lo de tu hermano y… – Quiero oírlo. Por favor, sigue. – Bueno, a este chico le disparó un zapador desde un agujero de araña, que es como llamaban a las pequeñas entradas al entramado de galerías. Alguien mató al zapador y Meadows y yo entramos en el túnel para inspeccionarlo. En cuanto bajamos vimos que formaba parte de una red inmensa y tuvimos que separarnos. Yo seguí un tramo hacia un lado y él hacia el otro. Quedamos en avanzar quince minutos, poner los explosivos con un efecto retardado de veinte minutos y luego volver dejando unos cuantos explosivos más por el camino. -Bosch hizo una pausa-. Recuerdo que encontré todo un hospital allá abajo: cuatro esteras vacías, un botiquín con medicamentos… todo en medio de aquel puto túnel. Me acuerdo que pensé: «Joder, ¿qué más puede haber? ¿Un cine?» Lo que quiero decir es que aquella gente se había enterrado viva. También había un pequeño altar con incienso todavía ardiendo. Todavía. Entonces supe que el Vietcong aún rondaba por allí, y me asusté. Puse una carga, escondida detrás del altar, y salí de allí a toda pastilla. Por el camino coloqué un par de cargas más, calculando para que explotaran todas al mismo tiempo. Cuando llegué al punto de encuentro, al agujero de araña por el que habíamos entrado, Meadows no estaba allí. Esperé un par de minutos, pero se estaba haciendo tarde y cuando explota el C-4 hay que estar lejos; algunas de aquellas galerías subterráneas tienen más de cien años. No podía hacer nada allí abajo, así que salí; pero Meadows tampoco estaba fuera. Bosch se detuvo para beber y pensar en la historia. Ella lo miraba atentamente, en silencio. – Al cabo de unos minutos, mis cargas explotaron y el túnel, o al menos la parte en la que yo había estado, se hundió. Todo aquel que estuviese allí habría muerto sepultado. Esperamos un par de horas a que se disiparan el humo y el polvo. Metimos un ventilador superpotente en la boca del túnel y, al encenderlo, todos los respiraderos y agujeros de la jungla escupieron humo. «Cuando se despejó, otro tío y yo bajamos a buscar a Meadows. Aunque pensábamos que estaba muerto, habíamos hecho una promesa; pasara lo que pasase, teníamos que encontrarlo para poder enviarlo a casa. Pero no lo encontramos. Nos pasamos el resto del día allá abajo, rastreando, pero lo único que hallamos fueron vietnamitas muertos. A la mayoría les habían disparado, a otros les habían cortado el pescuezo; a todos ellos les faltaba alguna oreja. Cuando llegamos, nuestro superior nos dijo que no podíamos esperar más y tuvimos que abandonar la búsqueda. Habíamos roto la promesa. Bosch tenía la mirada perdida en la oscuridad y la mente fija en la historia que estaba contando. – Dos días más tarde llegó al pueblo de Nhuan Luc otra compañía y uno de sus soldados descubrió la boca de un túnel en una cabaña. La compañía envió a sus ratas a registrarlo y, al cabo de cinco minutos, toparon con Meadows, sentado como un buda en una de las galerías, sin municiones y delirando. A pesar de todo, estaba bien. Sin embargo, cuando intentaron sacarlo de allí, no quiso. Al final tuvieron que atarlo con una cuerda y que toda la patrulla tirara de él. Al salir a la superficie vieron que, con sus placas, Meadows llevaba un collar de orejas humanas. Bosch se terminó la cerveza y entró en la casa. Ella lo siguió hasta la nevera, de donde él sacó otra botella. Eleanor dejó la suya, medio acabada, en la encimera de la cocina. – Bueno, ésa es mi historia. Ése era Meadows. Se fue a Saigón a descansar, pero regresó porque no podía vivir fuera de los túneles. De todos modos, después de aquella experiencia, no volvió a ser el mismo. A mí me contó que se había perdido y que siguió avanzando, matando a todo lo que se le ponía por delante. Dicen que había treinta y tres orejas en el collar. Al ser un número impar, alguien me preguntó un día por qué Meadows le había perdonado una oreja a uno del Vietcong. Yo le contesté que Meadows les había dejado a todos una oreja. Ella negó con la cabeza, incrédula, pero él asintió. – Ojalá lo hubiera encontrado cuando bajé a buscarlo; le fallé. Los dos se quedaron un rato de pie, con la vista fija en el suelo de la cocina. Luego Bosch vertió el resto de su cerveza por el fregadero. – Una pregunta sobre el expediente de Meadows y no hablaré más de trabajo -dijo Bosch-. En Lompoc lo pescaron en un intento de fuga y lo enviaron a Terminal Island. ¿Sabes algo de todo eso? – Sí, y fue un túnel. Meadows era un preso de confianza y trabajaba en la lavandería. Las secadoras tenían unos conductos de ventilación subterráneos que daban al exterior del edificio. Meadows estuvo excavando debajo de uno de ellos, no más de una hora al día. Dicen que llevaba como mínimo seis meses cavando cuando fue descubierto. Los aspersores que usan en el verano para regar el campo de fútbol ablandaron el terreno y se produjo un hundimiento. Bosch asintió con la cabeza. Ya se había imaginado que habría algún túnel de por medio. – Los otros dos hombres que participaron en la fuga eran un camello y un ladrón de bancos -añadió ella-. Siguen en la cárcel, o sea que no tienen nada que ver con el caso. Él asintió de nuevo. – Creo que es hora de irme -anunció Wish-. Mañana tenemos mucho que hacer. – Sí. Tengo más preguntas. – Intentaré contestarlas -respondió Wish. Al salir al pasillo por el pequeño espacio entre la nevera y la encimera, ella tuvo que pasar tan cerca de él que Bosch notó el olor de su cabello. «A manzana», pensó. Entonces vio que ella se paraba a contemplar un cuadro en el recibidor, en la pared opuesta al espejo. Era una reproducción de El jardín de las delicias, un tríptico de un famoso pintor holandés del siglo XV. – Hieronymus Bosch -comentó ella mientras estudiaba aquel paisaje macabro-. Cuando vi que ése era tu nombre completo pensé que… – No hay ninguna relación -terminó él-. A mi madre le gustaban sus cuadros, supongo que por lo del apellido. Ella fue quien me envió esa reproducción con una nota que decía que le recordaba a Los Ángeles, por la cantidad de gente loca que hay. A mis padres adoptivos, bueno, no les hizo mucha gracia, pero yo lo he guardado todos estos años. Lo colgué aquí en cuanto me compré la casa. – Pero tú prefieres que te llamen Harry. – Sí, Harry me gusta. – Bueno, buenas noches, Harry. Gracias por la cerveza. – Buenas noches, Eleanor… Gracias por la compañía. |
||
|