"El eco negro" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)QUINTA PARTEHacía mucho tiempo desde la última vez. En el dormitorio de Eleanor, Harry Bosch estuvo torpe, como les suele ocurrir a los hombres demasiado preocupados o faltos de práctica. Al igual que otras primeras veces, la cosa no fue muy bien; ella tuvo que guiarle con dedos y susurros. Después, él quiso disculparse pero no lo hizo. Se abrazaron y se quedaron adormecidos. Bosch se sumergió en el olor de su cabello, el mismo perfume a manzana que había notado en su apartamento la noche anterior. Estaba tan obsesionado con ella que no quería dejar de respirar aquel aroma. Al cabo de un rato, la despertó con besos y volvieron a hacer el amor. Esta vez no necesitó instrucciones y ella no tuvo que guiarlo. Cuando acabaron, Eleanor le susurró: – ¿Crees que alguien puede estar solo en este mundo y no sentirse solo? -Como Harry no le contestó inmediatamente, ella añadió-: ¿Estás solo o te sientes solo? Él pensó en ello un rato mientras ella repasaba el tatuaje de su hombro con el dedo. – No lo sé -respondió finalmente-. Uno se acostumbra a las cosas tal como son. Y yo siempre he estado solo. Supongo que también me he sentido solo… hasta ahora. Sonrieron y se besaron en la oscuridad. Poco después, él oyó la respiración acompasada de ella, ya dormida. Bastante más tarde, Bosch se levantó de la cama, se puso los pantalones y salió a fumar al balcón. Apenas había tráfico en Ocean Park Boulevard, incluso se oía el rumor del mar. No había luz ni en el apartamento de al lado ni en ningún otro, a excepción de la calle. Los Jacarandas que flanqueaban la calzada estaban perdiendo sus flores, y algunas habían caído sobre la acera y los coches aparcados como copos de nieve violeta. Bosch se apoyó en la barandilla y exhaló una bocanada de humo al frío viento de la noche. Cuando iba por su segundo cigarrillo oyó que la puerta se abría detrás de él y notó que Eleanor lo abrazaba, rodeándolo por la cintura. – ¿Qué te pasa, Harry? – Nada, estaba pensando. Ten cuidado: alerta cancerígena. ¿No te acuerdas del informe sobre los instintos secundarios? – Riesgos, Harry, no instintos. ¿En qué estabas pensando? ¿Todas tus noches son así? Bosch se revolvió en sus brazos y la besó en la frente. Ella llevaba una bata corta de seda rosa. Él le frotó la nuca con el pulgar. – Casi ninguna es como ésta. No podía dormir; estaba pensando. – ¿En nosotros? -preguntó ella, dándole un beso en la barbilla. – Sí. – ¿Y? Él acercó la mano al rostro de ella y repasó el contorno de su mentón con los dedos. – Me estaba preguntando cómo te hiciste esta cicatriz tan pequeña. – Ah, esto… Me lo hice cuando era niña. Mi hermano y yo íbamos en bici y yo estaba montada en el manillar. Bajábamos por una colina que se llama Highland Avenue (esto fue cuando vivíamos en Pensilvania) y él perdió el control. La bicicleta empezó a zigzaguear y yo me asusté muchísimo porque sabía que íbamos a estrellarnos. Pero justo cuando perdimos el control del todo y salimos disparados, mi hermano me gritó: «¡Tranquila, Ellie!» Y, como lo dijo, me tranquilicé. Me hice un corte en la barbilla, pero ni lloré ni nada. Siempre me ha parecido genial que, en un momento como ése, me gritara a mí en vez de preocuparse por él. Pero mi hermano era así. Bosch dejó de acariciarla. – También estaba pensando en que lo de esta noche ha sido bonito. – Sí, sobre todo para un par de aves nocturnas. Ven, vuelve a la cama. Los dos entraron en el apartamento. Bosch fue al lavabo, se lavó los dientes con el dedo y finalmente se deslizó bajo la sábana con ella. En la mesilla de noche el reloj digital brillaba con un fulgor azulado. Cuando Bosch cerró los ojos, marcaba las 2.26. Al abrirlos de nuevo, marcaba las 3.46 y un agudo pitido resonaba por la habitación. Bosch tardó un segundo en darse cuenta de que no estaba en su casa, sino en la de Eleanor Wish. Entonces distinguió su silueta, agachada junto a la cama. – ¿Dónde está? -preguntó Eleanor, mientras revolvía la ropa de Bosch-. No lo encuentro. Bosch alargó la mano hasta alcanzar sus pantalones, palpó el cinturón y encontró el busca fácilmente. Lo apagó sin esfuerzo, acostumbrado a hacerlo a oscuras. – Qué ruido tan horrible -comentó ella. Bosch se incorporó un poco, se ató la sábana a la cintura y se quedó sentado en la cama. Bostezó y avisó a Eleanor de que iba a encender la luz. Ella le dijo que adelante. La bombilla deslumbró a Bosch como una explosión de diamantes y, cuando volvió a recuperar la vista, ella estaba de pie ante él, desnuda, mirando el buscapersonas. Bosch finalmente comprobó el número en la pan-tallita digital, pero no lo reconoció. Después de pasarse una mano por la cara y el pelo, cogió el teléfono de la mesilla de noche y se lo puso sobre el regazo. Marcó el número y registró su ropa en busca de un cigarrillo. Cuando lo encontró se lo metió en la boca, pero no lo encendió. Algo incómoda, Eleanor caminó hacia una butaca para ponerse la bata. Después se metió en el baño y cerró la puerta. Bosch oyó que abría un grifo. En ese momento una persona cogió el teléfono. – Harry, ¿dónde estás? -dijo Edgar como todo saludo. – Fuera de casa. ¿Qué sucede? – El chico que estabas buscando, el de la llamada a Emergencias… Lo encontraste, ¿no? – Sí, pero lo estamos buscando otra vez. – ¿Cómo «estamos»? ¿Tú y la federal? Eleanor salió del baño y se sentó junto a Bosch al borde de la cama. – Jerry, ¿por qué llamas? -preguntó Bosch, sintiendo una opresión en los pulmones. – ¿Cómo se llamaba el chico? Bosch estaba aturdido. Hacía meses que no dormía tan profundamente, y ahora le despertaban de golpe… No recordaba el verdadero nombre de Tiburón y no se lo quería preguntar a Eleanor porque Edgar podría oírlo y descubrir que estaban juntos. Cuando Eleanor intentó decir algo, Harry le puso un dedo en los labios y negó con la cabeza. – ¿Edward Niese? -dijo Edgar rompiendo el silencio-. ¿Se llamaba así? La sensación de opresión había desaparecido. En su lugar, Bosch notó un puño invisible que le perforaba las costillas y le golpeaba directo al corazón. – Sí -contestó. – ¿Tú le diste una de tus tarjetas? -Sí. – Pues ya no hace falta que lo busques. -¿Qué ha pasado? – Ven a verlo tú mismo. Estoy en el Bowl. Tiburón está en el paso subterráneo debajo de Cahuenga. Aparca en la zona este; ya verás los coches. A las cuatro y media de la mañana el extremo norte del aparcamiento del Hollywood Bowl suele estar vacío, pero cuando Bosch y Wish llegaron al paso de Cahuenga por Highland Avenue se encontraron con los coches patrulla y furgonetas oficiales que señalan el final violento, o cuando menos inesperado, de una vida. El precinto amarillo que se usa para cercar la escena del crimen formaba un cuadrado frente a la escalera que llevaba al paso subterráneo. Bosch mostró su placa y dio su nombre a un policía de uniforme que iba apuntando en una lista a todos los agentes que entraban. Después de franquear el control, Bosch y Wish se acercaron a la boca del túnel, donde oyeron el eco de un motor. Bosch sabía que el fuerte ruido procedía de un generador que iluminaba el lugar en el que se hallaba el cadáver. Antes de bajar, Bosch se volvió hacia Wish. – ¿Prefieres esperar aquí? -le preguntó-. No hace falta que vayamos los dos. – Soy policía, ¿sabes? -le cortó ella-. No es la primera vez que veo un cadáver. No empezarás a ponerte paternal, ¿no? Si quieres, yo bajo y tú te quedas aquí. Bosch no dijo nada, totalmente sorprendido por aquel repentino cambio de humor. La miró un momento, perplejo, y ambos empezaron a bajar los escalones. Sin embargo, se detuvieron cuando el enorme cuerpo de Edgar asomó por el túnel y comenzó a subir hacia ellos. Edgar vio a Bosch primero y luego a Eleanor Wish. – ¡Hola, Harry! -le saludó-. ¿Éste es tu nuevo compañero? Por lo visto os lleváis muy bien, ¿no? Bosch lo fulminó con la mirada, aunque Eleanor iba unos pasos atrás y probablemente no había oído el comentario. – Perdona, tío -se disculpó Edgar, con una voz apenas audible por culpa del estruendo procedente del túnel-. Es que llevo una nochecita… Si vieras al capullo de compañero que me ha enchufado Noventa y ocho… – Pensaba que ibas a… – Pues, no -contestó-. Pounds me ha puesto con Porter, de Automóviles, un borracho de aquí te espero. – Ya lo conozco. ¿Y cómo has conseguido sacarlo de la cama? – No estaba en casa. Tuve que ir a buscarlo al Parrot, un club privado de North Hollywood. Porter me dio el número cuando nos presentaron y me dijo que iba casi todas las noches. Me contó que se ocupaba de la seguridad, pero se me ocurrió comprobarlo telefoneando al Parker Center y allí no sabían nada. Que yo sepa lo único que hace es beber como un cosaco. Cuando lo llamé debía de estar casi inconsciente porque, según el camarero, no había ni oído el busca. Si le hicieran un test de alcoholemia ahora mismo, me juego algo a que daría 0,2 como mínimo. Bosch asintió, frunció el ceño los tres segundos de rigor y acto seguido apartó de su mente los problemas de Jerry Edgar. Entonces oyó a Eleanor detrás de él y se la presentó a su antiguo compañero. Ambos se dieron la mano e intercambiaron sonrisas. – Bueno, ¿qué tenemos? -preguntó Bosch. – Hemos encontrado esto en el cuerpo -anunció Edgar, mientras les mostraba una bolsita de plástico transparente con unas cuantas fotos. Más imágenes de Tiburón desnudo. El chico no había perdido el tiempo en renovar su oferta. Cuando Edgar le dio la vuelta a la bolsa, Bosch vio su tarjeta de visita. – Parece ser que el chaval era un chapero de Boytown, pero si hablasteis con él supongo que ya lo sabéis. Al ver la tarjeta, me imaginé que podría ser el de la llamada a Emergencias -explicó Edgar-. Si queréis bajar a echar un vistazo, adelante. Nosotros ya hemos tomado nota, así que podéis tocar todo lo queráis. Os aviso que no se oye una mierda. Un idiota (no sabemos si fue el asesino o algún gamberro) se cargó todas las luces del túnel y hemos tenido que traer las nuestras. Como los cables no alcanzaban, tuvimos que meter el generador dentro. El muy cabrón hace un ruido de la hostia. Edgar se volvió de nuevo hacia el túnel, pero Bosch alargó la mano y le tocó el hombro. – Jed, ¿cómo os avisaron de esto? – Con una llamada anónima. No fue al número de Emergencias y por eso no tenemos cinta. Lo único que sabemos es que llamó directamente a la comisaría de Hollywood y era un hombre. Es lo único que fue capaz de decirnos el tonto del culo que cogió la llamada, uno de esos gorditos que no se enteran. Edgar se volvió hacia el subterráneo, seguido de Bosch y Wish. El túnel era un largo pasillo que giraba hacia la derecha. Tenía un suelo de cemento sucio y las paredes con un estucado blanco casi completamente cubierto de pintadas. «No hay nada como una buena dosis de realidad urbana cuando sales de una sinfonía en el Bowl», pensó Bosch. Todo estaba a oscuras salvo la escena del crimen, que estaba bañada por un potente chorro de luz. Desde el lugar en el que se encontraba, Bosch vislumbró una forma humana, la de Tiburón, y a los hombres que trabajaban bajo los focos. Mientras iba palpando la pared con la mano para mantener el equilibrio, Bosch notó un viejo olor a humedad mezclado con el nuevo olor a gasolina y a humo producido por el generador. Su frente y su pecho se perlaron de sudor y su respiración se tornó rápida y entrecortada. Cuando llevaban recorridos unos nueve metros, pasaron por delante del generador. Avanzaron otro tanto y allí, bajo la luz brutal de los focos estroboscopios, yacía Tiburón. La cabeza del chico descansaba apoyada contra la pared del túnel en un ángulo forzado. A Bosch le pareció más pequeño y joven de lo que recordaba. Tenía los ojos entreabiertos y la mirada perdida de un ciego. Llevaba una camiseta negra con las palabras «Guns N' Roses» empapada en su propia sangre y unos téjanos gastados con los bolsillos vueltos del revés. A su lado había un aerosol en una bolsita de plástico y sobre su cabeza una inscripción que rezaba: «RIP Tiburón.» Era obra de una mano inexperta, ya que la pintura negra se había corrido por la pared en chorretones finos que resbalaban hasta la cabeza de Tiburón. Gritando para que le oyera por encima del ruido del generador, Edgar le preguntó a Bosch si quería verla y éste supo que se refería a la herida. Con la cabeza inclinada hacia delante, el corte en el cuello de Tiburón no era visible; sólo se distinguía la sangre. Harry negó con la cabeza. Bosch se fijó en las salpicaduras de sangre en la pared y en el suelo, en un radio de un metro del cuerpo. Porter, el borracho, comparaba las formas de las gotas de sangre con unas fichas que mostraban distintos tipos de salpicaduras, mientras un perito las fotografiaba. Las del suelo eran redondas, mientras que las de la pared eran elípticas. No hacían falta fichas para darse cuenta de que el chico había sido asesinado en el túnel. – Por lo que parece -dijo Porter en voz alta sin dirigirse a nadie en particular-, alguien vino por detrás, le cortó el cuello y lo tiró al suelo. – ¿Cómo iba a venir alguien por detrás en un túnel como éste? El chico iba con alguien y se lo cargaron. No fue un ataque por sorpresa, Porter. Porter se metió las fichas en el bolsillo y dijo: – Perdona, colega. No volvió a abrir la boca. Porter estaba gordo y hecho polvo, como muchos policías que llevan demasiado tiempo en el cuerpo. Llevaba una chaqueta de tweed con los codos gastados y, aunque todavía podía embutirse en un pantalón de la talla 44, su enorme barriga le sobresalía por encima del cinturón. Tenía la cara demacrada y pálida como una tortita de harina, en la que destacaba una narizota de bebedor, deforme y angustiosamente roja. Bosch encendió un cigarrillo y se metió la cerilla quemada en el bolsillo. Luego se agachó junto al cadáver, como un jugador de béisbol, levantó el aerosol de pintura y lo sopesó. Estaba casi lleno, lo cual confirmaba lo que ya sabía o temía: que fue él quien mató a Tiburón. Al menos de forma indirecta. Bosch lo había encontrado y convertido en una persona valiosa o potencialmente valiosa para el caso, cosa que alguien no se podía permitir. Bosch se quedó ahí agachado, con los codos en las rodillas y el cigarrillo en la boca, fumando y observando el cadáver detenidamente para asegurarse de que nunca lo olvidaría. Meadows había formado parte de todo aquello, del círculo de hechos encadenados que lo habían matado. Pero Tiburón no. El chico era un delincuente callejero, cuya muerte seguramente salvaría la de otra persona en el futuro. Pero aún así, no se merecía aquello, porque en aquel círculo era inocente. Las cosas se habían descontrolado; a partir de aquel momento regirían nuevas reglas, tanto en un bando como en el otro. Bosch le indicó al ayudante del forense que retirara el cadáver de la pared. Apoyándose en el suelo con una mano para no perder el equilibrio, miró fijamente el cuello y la garganta destrozadas. No quería olvidar un solo detalle. En un momento dado, la nuca de Tiburón se dobló hacia atrás, dejando al descubierto la enorme herida, Bosch no desvió la mirada. Cuando apartó finalmente la vista del cadáver, Bosch se dio cuenta de que Eleanor ya no se hallaba en el túnel. Se levantó y le hizo una señal a Edgar para que le acompañara afuera, porque no quería tener que gritar por encima del ruido del generador. A la salida, Harry vio que Eleanor estaba sola, sentada en el peldaño superior de las escaleras. Los dos hombres pasaron junto a ella y Harry, al ponerle la mano en el hombro, notó su rigidez. Lejos del ruido, Harry preguntó a su antiguo compañero: – ¿Qué han encontrado los peritos? – Nada -dijo Edgar-. Si fue un asunto de pandillas es lo más limpio que he visto; no dejaron ni una sola huella. El aerosol está totalmente limpio. No tenemos ni el arma, ni testigos ni nada. – Tiburón formaba parte de un grupo que vivía en un motel del Boulevard (al menos hasta hoy), pero no estaba metido en ninguna pandilla -le informó Bosch-. Lo pone en los archivos. Era un delincuente de segunda; vendía fotos, robaba a homosexuales y ese tipo de cosas. – ¿Dices que salía en los archivos de pandillas, pero no formaba parte de ninguna? – Eso es. – Bueno, quizá la persona que lo mató no lo sabía; tal vez creyera que era miembro de una banda -aventuró Edgar. Wish se acercó a ellos, pero no dijo nada. – Está claro que no es un asunto de pandillas, Jed -insistió Bosch. – ¿Ah, sí? – Sí. De lo contrario no habrían dejado un aerosol lleno. Ningún pandillero abandonaría algo así. Además, la persona que pintó la pared no tenía ni idea. Toda la pintura está corrida; es una verdadera chapuza. – Ven un momento -le pidió Edgar. Tras mirar a Eleanor y hacerle un gesto para que no se preocupara, Bosch y Edgar se alejaron unos pasos. Se detuvieron junto a la cinta amarilla. – Bosch, ¿qué cono os contó ese chico? ¿Y por qué lo soltasteis si formaba parte del caso? -le espetó Edgar. Bosch le resumió la historia, explicándole que en aquel momento ignoraban que Tiburón fuera importante para la investigación. Obviamente alguien había creído que lo era o, como mínimo, no había querido correr el riesgo. Mientras hablaba, Bosch contemplaba las colinas en el horizonte, entre las que vislumbró las primeras luces del amanecer perfilando las altas palmeras. Edgar dio un paso atrás y también inclinó la cabeza en esa dirección, aunque él no miraba al cielo. Tenía los ojos cerrados. – Harry, ¿sabes qué fin de semana es éste? -preguntó-. El lunes es el último lunes de mayo, el día de los Caídos. Es el puente más rentable del año porque empieza la temporada de verano. El año pasado vendí cuatro casas. En esos tres días gané casi más que en todo el año como policía. Bosch se sintió confundido ante el repentino giro de la conversación. – ¿De qué hablas? – De que no pienso romperme los cuernos con este caso. No quiero que me joda mi negocio como la semana pasada. Si quieres, le digo a Pounds que, como este caso está relacionado con el vuestro, estáis interesados en llevarlo. Si no, ya te aviso ahora mismo que sólo voy a dedicarme a él en horas de oficina. – Dile lo que quieras, Jed. No me toca a mí decidir. Bosch dio media vuelta, dispuesto a reunirse con Eleanor. – Una cosa -le detuvo Edgar-. ¿Quién sabía que habías encontrado al chico? Bosch se quedó mirando a Eleanor y, sin darse la vuelta, le contestó: – Lo arrestamos en la calle y lo entrevistamos en Wilcox. Los informes fueron al FBI. ¿Qué quieres que te diga, Jed? – Nada -respondió Edgar-. Pero tú y el FBI deberíais haber cuidado mejor a vuestro testigo. De esa manera a lo mejor me habríais ahorrado un poco de tiempo a mí y ese pobre chaval aún estaría vivo. Bosch y Wish regresaron lentamente al coche. Una vez dentro, Bosch le preguntó: – ¿Quién lo sabía? – ¿Qué quieres decir? -inquirió ella. – Lo que me acaba de preguntar Edgar, ¿quién sabía lo de Tiburón? Ella reflexionó un momento. – En el FBI, Rourke recibe los informes diarios y el otro día le envié un memorándum sobre lo de la hipnosis. Los informes van a Archivos donde se hace una copia para nuestro superior, el agente especial Whitcomb. La cinta de la entrevista que me diste está guardada bajo llave en mi mesa. Nadie la ha oído, ni transcrito. Supongo que cualquiera podría haber visto los informes, pero no, ni se te ocurra, Harry. Nadie… No puede ser. – Bueno, sabían que encontramos al chico y que podía ser importante. O sea, que deben de tener a alguien dentro. – Harry, eso es pura especulación. Podrían ser muchísimas cosas. Como le dijiste a Edgar, lo arrestamos en plena calle. Cualquiera podría haberlo visto: sus propios.imigos, esa chica… cualquiera podría haber corrido la voz de que buscábamos a Tiburón. Bosch pensó en Lewis y Clarke; ellos también debían de haberlo visto recogiendo a Tiburón. ¿Cuál era su papel en todo aquello? Bosch no comprendía nada. – Tiburón era un tío duro -dijo Bosch-. ¿Crees que habría entrado con alguien en un túnel por la cara? Yo creo que no tuvo elección; quizá lo obligó alguien con una placa. Wish no arrancó el coche. Los dos se quedaron sentados, pensando, hasta que finalmente Bosch soltó: – Tiburón ha sido una advertencia. – ¿Qué? – Un mensaje para nosotros. ¿No lo ves? Le dejan mi tarjeta en el cuerpo, lo denuncian por una línea que no se puede detectar… y lo matan en un túnel. Quieren que sepamos que lo hicieron, que tienen alguien dentro y que se están riendo de nosotros. Wish puso el motor en marcha. – ¿Adónde vamos? – Al FBI. – Harry, ten cuidado con esta teoría. Si intentas venderla y resulta que no es verdad, podrías dar a tus enemigos la cuerda que necesitan para ahorcarte. «Enemigos -pensó Bosch-. ¿Quiénes son mis enemigos esta vez?» – Yo soy responsable de la muerte de ese chico -dijo Bosch-. Lo mínimo que puedo hacer es averiguar quién lo mató. Mientras Eleanor Wish abría la puerta de acceso a los despachos del FBI, Bosch echó un vistazo al cementerio de veteranos por entre las cortinas de la sala de espera. La niebla continuaba pegada al campo de lápidas, lo cual, visto desde arriba, producía la impresión de que cientos de espíritus estuvieran saliendo de sus ataúdes al mismo tiempo. Bosch reconoció la oscura zanja cavada en la cima de la colina, pero fue incapaz de averiguar de qué se trataba. Parecía casi una fosa común, una larga brecha abierta en la tierra, como una herida brutal. Bosch reparó en que el interior estaba tapizado con una lona de plástico negro. – ¿Quieres un café? -le ofreció Wish. – Sí-respondió al instante. Alejándose de las cortinas, Bosch la siguió por el pasillo. El Buró estaba vacío. Entraron en la cocina de la oficina y él la observó mientras ella vertía un paquete de café en el filtro y encendía la cafetera. Los dos contemplaron en silencio el café que goteaba lentamente en un pote de cristal. Harry encendió un cigarrillo e intentó pensar únicamente en el café que se estaba haciendo. Ella apartó el humo con la mano, pero no le pidió que lo apagara. Cuando el café estuvo listo, Bosch se lo tomó solo. La cafeína tuvo un efecto instantáneo. A continuación se sirvió una segunda taza y se llevó las dos a la oficina de la brigada. Al llegar a la mesa que le habían prestado, encendió un segundo cigarrillo con la colilla del primero. – El último -prometió al advertir la mirada de ella. Eleanor se sirvió un vaso de agua de una botella que sacó del cajón de su mesa. – ¿Nunca se te acaba el agua? -bromeó Bosch. Ella no respondió. – Harry, no podemos culparnos de la muerte de Tiburón. Por esta regla de tres, deberíamos ofrecer protección a todas las personas que interrogamos. Deberíamos ir a casa de su madre y meterla en el programa de protección de testigos. Y a la chica del motel… ¿No ves que es una locura? Tiburón era Tiburón. Si vives en la calle, mueres en la calle. Al principio Bosch se quedó callado, pero luego dijo: – Déjame ver los nombres. Wish buscó los archivos del caso WestLand, los hojeó y sacó un taco de papel continuo plegado en forma de acordeón. – Ahí está la lista de todo el mundo que tenía una caja -dijo ella, plantándosela en la mesa-. Detrás de algunos de los nombres hay unas notas escritas. La mayoría no tienen relación con el caso, sino que se refieren a si estaban engañando a la compañía aseguradora. Cuando Bosch comenzó a desdoblar las hojas descubrió que incluían una lista larga y cinco cortas, marcadas con letras de la A a la E. Al preguntar qué significaban, ella se acercó a su mesa y las miró por encima del hombro de él. Bosch notó el olor a manzana de su cabello. – Bueno, la lista larga es lo que te he dicho; una relación completa de todo el mundo que tenía una caja. Después elaboramos cinco sublistas que marcamos con letras de la A a la E. La primera es la de cajas alquiladas durante los tres meses anteriores al robo. La lista B corresponde a los propietarios que no denunciaron pérdidas y la C es la lista de cabos sueltos: la de propietarios fallecidos o que dieron información falsa cuando la alquilaron. La cuarta y quinta contienen los nombres que coinciden en las primeras tres. En la D están las personas que alquilaron una caja en los tres meses anteriores al robo y no denunciaron pérdidas. En la E tenemos a la gente de la lista de cabos sueltos que coincidía con la de los tres meses. ¿Está claro? Bosch lo había comprendido perfectamente. El FBI supuso que los ladrones habrían investigado el interior de la cámara antes del robo y que la manera más fácil de hacerlo era alquilar una caja. De ese modo obtenían un acceso legal; el hombre que alquilase la caja podría entrar en la cámara en cualquier momento para examinar el interior. Por esa razón, la lista de las personas que habían alquilado una caja durante los tres meses anteriores al asalto tenía todos los números de incluir al espía. En segundo lugar, resultaba probable que este espía no quisiera llamar la atención después del robo, por lo que tal vez declaró que no había perdido nada, cosa que lo pondría en la lista D. Ahora bien, si no había realizado ninguna declaración o había dado información falsa en el contrato de alquiler de la caja, su nombre estaría en la lista E. La lista D contenía solamente siete nombres, mientras que en la E había cinco. Uno de los nombres de la lista E estaba subrayado: Frederic B. Isley, residente en Park La Brea, el hombre que había comprado las tres motos todoterreno Honda en Tustin. Los otros nombres estaban marcados con una cruz. – ¿Te acuerdas? -le preguntó Eleanor-. Ya te dije que ese nombre nos volvería a salir. Harry asintió. – Creemos que Isley era el espía -prosiguió ella-. Sabemos que alquiló la caja nueve semanas antes del robo y, según el banco, realizó un total de cuatro visitas a la cámara acorazada durante las siete semanas siguientes. Después del asalto, no volvió. No prestó declaración y, cuando intentamos ponernos en contacto con él, descubrimos que la dirección era falsa. – ¿Os dieron alguna descripción? – Nada que nos sirviera. Bajito, moreno y guapo fue lo máximo que sacamos de los empleados del banco. De hecho, ya sospechábamos que él era el espía incluso antes de encontrar las motos. Cuando una persona quiere ver su caja, el empleado lo conduce al interior de la cámara acorazada para que la saque y luego lo acompaña a un cuartito para que pueda examinarla en privado. Una vez ha terminado, ambos devuelven la caja a su lugar y el cliente escribe sus iniciales en una ficha, un poco como en una biblioteca. Al ver la ficha de este tío leímos las iniciales FBI. A nosotros, como a ti, Harry, tampoco nos gustan las casualidades. Pensamos que alguien nos estaba tomando el pelo, y lo confirmamos cuando descubrimos lo de la venta de las motos. Harry tomó un sorbo de café. – Aunque no nos sirvió de mucho, porque no lo localizamos -admitió ella-. Después del robo, encontramos la caja de Isley entre todo aquel desorden. Buscamos huellas dactilares, pero nada. También les mostramos unas cuantas fotos de sospechosos a los empleados del banco, pero aunque entre ellas había una de Meadows, no lo identificaron. – Podríamos volver a intentarlo con fotos de Franklin y Delgado, a ver si uno de ellos era el tal Isley. – Muy bien. Ahora vuelvo. Wish se levantó y se marchó, dejando a Bosch tomando café y estudiando la lista. Leyó todos los nombres y direcciones, pero nada le llamó la atención aparte de unos cuantos nombres de famosos, políticos y gente conocida que habían alquilado una caja. Bosch iba por la segunda lectura cuando Eleanor regresó con una hoja de papel. – Vengo del despacho de Rourke -le informó ella, depositando el papel sobre su mesa-. Rourke ya había enviado a Archivos casi todos los papeles que le di, pero el memorándum sobre la hipnosis todavía estaba en su bandeja de entrada, así que no creo que lo haya leído. Lo he cogido porque ahora ya no sirve de nada y seguramente es mejor que no lo vea. Harry echó un vistazo a la hoja, la dobló y se la metió en el bolsillo. – Francamente -opinó ella-, creo que no ha estado a la vista el tiempo suficiente para… Quiero decir, que no me lo puedo imaginar. Y Rourke será un tecnócrata, pero no es un asesino. Como dijeron de ti los psicólogos, no cruzaría esa línea por dinero. Al mirarla, Bosch se descubrió a sí mismo queriendo decir algo para agradarla, para tenerla de nuevo de su parte, pero no se le ocurrió nada. Tampoco alcanzaba a comprender esta nueva frialdad en su actitud hacia él. – Bueno, olvídalo -le dijo finalmente, volviendo su atención a la lista-. ¿Hasta dónde investigasteis a la gente que declaró no haber perdido nada? Wish miró la hoja, en la que Bosch había marcado la lista B. Había diecinueve nombres. – Primero comprobamos si tenían antecedentes penales -comenzó ella-. Después hablamos con ellos por teléfono y luego concertábamos entrevistas en persona; en los casos en que algo no cuadraba, otro agente se volvía a presentar por sorpresa. Yo no participé: teníamos un segundo equipo que se encargó de casi todas las entrevistas de campo. Si te interesa algún nombre puedo buscarte las transcripciones. – ¿Y los apellidos vietnamitas de la lista? Veo que hay treinta y cuatro: cuatro en la lista de sin pérdidas y uno en la de cabos sueltos. – ¿Y qué? Seguro que también hay chinos, coreanos, blancos, negros e hispanos. Los ladrones no discriminan por raza. – No, pero Vietnam ya había salido en la investigación a raíz de Meadows. Ahora que se añaden dos presuntos implicados, Franklin y Delgado, resulta que los tres pertenecieron a la policía militar en Saigón. Sin contar Charlie Company, que también puede estar metida en todo esto. »O sea que, después de encontrar a Meadows y empezar a pedir expedientes militares de las ratas de los túneles, ¿investigasteis más a fondo a los vietnamitas de la lista? -preguntó. – No. Bueno, sí. Pasamos los nombres de extranjeros al Servicio de Inmigración y Naturalización para saber el tiempo que llevaban aquí y si eran inmigrantes ilegales, pero eso es todo. -Wish se quedó un segundo en silencio-. Ya veo por dónde vas; estás insinuando que se nos pasó por alto algo importante en la investigación, pero tienes que tener en cuenta que no empezamos a considerar a Meadows como posible sospechoso hasta al cabo de unas semanas después del robo. Para entonces casi toda esta gente había sido entrevistada. ¿Crees que uno de los vietnamitas podría estar involucrado? – No lo sé; sólo estoy buscando conexiones. Casualidades que no sean casualidades. Bosch sacó una libretita del bolsillo de su chaqueta y empezó a elaborar una lista con los nombres, fechas de nacimiento y direcciones de los vietnamitas que habían alquilado una caja. Colocó primero a los cuatro que habían declarado no haber perdido nada y a la persona de la lista de cabos sueltos. Acababa de cerrar la libreta cuando Rourke entró en la oficina, con el pelo todavía mojado tras su ducha matinal y una taza de café decorada con la palabra «Jefe». Rourke miró a Bosch y Wish, y luego consultó su reloj. – Empezáis temprano. – Han encontrado muerto a nuestro testigo -le informó Wish con rostro inexpresivo. – Joder. ¿Dónde? ¿Han cogido a alguien? Wish negó con la cabeza y le lanzó a Bosch una mirada de advertencia para que no empezara nada. – ¿Está relacionado con nuestro caso? -preguntó Rourke-. ¿Hay pruebas? – Eso creemos -contestó Bosch. – ¡Joder! – Eso ya lo ha dicho antes -se burló Bosch. – ¿Deberíamos pedirle el caso al Departamento de Policía de Los Ángeles e incluirlo en la investigación de Meadows? -preguntó Rourke, mirando directamente a Wish. Claramente Bosch no formaba parte del equipo que tomaba las decisiones. Como Wish no le respondía, añadió-: ¿Deberíamos haberle ofrecido protección? Bosch no se mordió la lengua. – ¿Contra quién? A Rourke se le cayó un mechón de pelo mojado sobre la frente. – ¿Qué cojones significa eso? -inquirió, rojo de rabia. – ¿Cómo sabía usted que la policía de Los Ángeles llevaba el caso?, -¿Qué? – Acaba usted de preguntar si deberíamos pedirle el caso a la policía de Los Ángeles. ¿Cómo sabía que lo tenían ellos? Nosotros no se lo hemos dicho. – Pero me lo he imaginado. Me molesta lo que insinúas y sobre todo me molestas tú, Bosch. ¿Crees que yo o alguien…? Si lo que estás diciendo es que ha habido una filtración, ahora mismo encargo una investigación. Pero te aviso que, si la hubo, no fue a través del FBI. – ¿Pues a través de quién? ¿Qué pasó con los informes que le pasamos a usted? ¿Quién los vio? Rourke negó con la cabeza. – Bosch, no seas ridículo. Comprendo tus sentimientos, pero tranquilicémonos y pensemos un minuto. El testigo fue recogido en la calle, interrogado en la comisaría de Hollywood y enviado a un albergue juvenil. Un montón de gente podía saberlo. -Rourke hizo una pausa-. Eso sin contar al Departamento de Policía, que te está siguiendo. Por lo visto ni tu propia gente se fía de ti. El rostro de Bosch se ensombreció. Se sentía traicionado, ya que Rourke sólo podía haber averiguado que le seguían a través de Wish; ella debía de haber descubierto a Lewis y Clarke. ¿Por qué no se lo había dicho a él en lugar de a su jefe? Bosch la miró, pero ella tenía la vista fija en su mesa. Cuando se volvió hacia Rourke, Bosch vio que su cabeza se balanceaba como un muelle. – Sí, Wish los caló el primer día. -Rourke miró alrededor de la oficina vacía, como si deseara tener más público. Iba trasladando su peso de un pie al otro, igual que un boxeador en su rincón que espera con impaciencia el siguiente asalto para acabar de rematar a su ya débil rival. Wish permaneció en silencio y en ese momento Bosch le pareció que hacía un millón de años desde que habían dormido abrazados. – Quizá deberías mirarte a ti y a tu propio departamento antes de lanzar acusaciones sin fundamento -declaró Rourke. Bosch no dijo nada; simplemente se levantó y se dirigió a la puerta. – Harry, ¿adónde vas? -le llamó Eleanor desde su mesa. Bosch se volvió, la miró un momento y siguió caminando. Lewis y Clarke siguieron al Caprice de Bosch en cuanto salió del garaje del FBI. Esta vez Clarke iba al volante, mientras Lewis anotaba aplicadamente la hora de salida en el diario de vigilancia. – Pégate a él; lleva un petardo en el culo. Bosch había girado al oeste al llegar a Wilshire y se encaminaba hacia la 405. Clarke aumentó la velocidad para no perderlo entre el tráfico que abarrotaba las calles a la hora punta. – Yo también llevaría un petardo en el culo si hubiera perdido a mi único testigo -comentó Clarke-. Sobre todo si hubiera muerto por mi culpa. – ¿Por qué lo dices? – Ya lo viste. Después de dejar al chico en ese albergue, Bosch se fue tan campante. No tengo ni idea de qué sabía el muchacho, pero era lo suficientemente importante para que lo eliminaran. Tendría que haberlo vigilado mejor. Yo lo habría encerrado a cal y canto. Tomaron la 405 hacia el sur. Bosch iba por el carril lento, a unos diez coches de ellos. La autopista era una masa de acero móvil, apestosa y contaminante. – Creo que va a coger la 10 -opinó Clarke-. Va a Santa Mónica; quizá se ha olvidado el cepillo de dientes en casa de ella. O han quedado luego para echarse una siestecita, ya me entiendes. Yo propongo que lo dejemos y vayamos a hablar con Irving. Creo que podemos usar esto del testigo; tal vez lo podamos acusar de incumplimiento del deber. Tenemos suficientes pruebas para conseguir una vista; como mínimo lo echarían de Homicidios y te aseguro que si a Harry Bosch no le dejan trabajar en Homicidios, cogerá y se irá. Eso sería un puntito más para nosotros. Lewis consideró un momento la idea de su compañero. No estaba mal. Podría funcionar, pero no quería dejar la vigilancia sin que Irving les diera el visto bueno. – Sigúelo -dijo Lewis-. En cuanto se pare en algún sitio, le daré un toque a Irving y le preguntaré qué quiere hacer. Cuando me llamó esta mañana para contarme lo del chico, parecía bastante animado, como si las cosas fueran bien. No quiero dejar la vigilancia sin s visto bueno. – Como quieras. Oye, ¿cómo se enteró Irving de que el chico había muerto? – No lo sé. Cuidado: va a coger la 10. Lewis y Clarke siguieron al Caprice gris hasta la autopista de Santa Mónica. A medida que se alejaban de la ciudad, el tráfico se iba haciendo más fluido. Sin embargo, Bosch ya no conducía tan rápido; pasó de largo las salidas de Clover Field y Lincoln, que llevaban a casa de Eleanor Wish, y continuó por la autopista hasta atravesar el túnel y emerger en los acantilados junto a la carretera de la costa. Bosch puso rumbo al norte, con el sol radiante sobre su cabeza y las montañas de Malibú en la distancia, como manchas opacas en el borroso horizonte. – ¿Y ahora qué? – No lo sé. Despégate un poco. Cada vez había menos tráfico, y a Clarke le resultaba difícil mantener un coche de distancia. Lewis continuaba creyendo que la mayoría de policías nunca comprobaban si les seguían, pero pensaba que aquel día podía ser una excepción. El testigo de Bosch acababa de ser asesinado y eso lo habría puesto sobre aviso. – Sí, no te acerques demasiado. Tenemos todo el día. Bosch mantuvo una velocidad constante durante los siguientes seis kilómetros y finalmente se metió en un aparcamiento junto al restaurante Alice's, en el muelle de Malibú. Los detectives de Asuntos Internos pasaron de largo disimuladamente hasta que un kilómetro más allá, Clarke dio la vuelta mediante una maniobra ilegal. Cuando llegaron al aparcamiento, el coche de Bosch estaba allí, pero él no. – ¿Otra vez este restaurante? Le debe de encantar. – Y ni siquiera está abierto. Los dos agentes miraron a su alrededor. Había otros cuatro coches al fondo del aparcamiento y por sus bacas dedujeron que pertenecían a un grupito de surfistas que cabalgaban sobre las olas al sur del muelle. Finalmente Lewis avistó a Bosch y lo señaló con el dedo. Estaba caminando hacia el final del embarcadero, con la cabeza gacha y el pelo alborotado por el viento. Lewis se dispuso a coger la cámara, pero se dio cuenta de que todavía estaba en el maletero. En su lugar, sacó un par de prismáticos de la guantera y los enfocó hacia la figura cada vez más pequeña de Bosch. Lo observó hasta que llegó al final de la plataforma de madera y apoyó los codos sobre la barandilla. – ¿Qué hace? -preguntó Clarke-. Déjame ver. – No. Tú conduces y yo vigilo. Además no hace nada; sólo está apoyado. – Algo hará. – Está pensando, ¿vale?… Ahora está encendiendo un cigarrillo. Qué, ¿contento? Y ahora… Espera. -¿Qué pasa? – Mierda. Deberíamos haber preparado la cámara. -¿Cómo que «deberíamos»? Ése es tu trabajo. Yo conduzco -protestó Clarke-. ¿Qué ha hecho? -Ha tirado algo al agua. A través de las lentes de aumento,. Lewis divisaba el cuerpo de Bosch apoyado sobre la barandilla, contemplando las olas. No parecía haber nadie más en el muelle. – ¿Qué ha tirado? ¿Lo ves? – ¿Cómo quieres que lo sepa? Desde aquí no veo la superficie. ¿Quieres que les pida a los surfistas que nos lo traigan? -se burló Lewis-. Yo qué sé qué cono ha tirado. – Tranquilo, colega; sólo era una pregunta. A ver, ¿de qué color era más o menos? – Parecía blanco, como una pelota, pero medio flotaba. – Pensaba que no podías ver la superficie. -Quiero decir al caer, como un pañuelo o una hoja de papel. – ¿Qué hace ahora? – Está apoyado en la barandilla, mirando el agua. – Son remordimientos de conciencia. Con un poco de suerte saltará y podremos olvidarnos de este maldito asunto. Clarke se rió de su chiste, pero a Lewis no le hizo gracia. – Ya te gustaría. – Pásame los prismáticos y llama a Irving para preguntarle qué quiere que hagamos. Lewis entregó los prismáticos a su compañero y salió del coche. Primero se dirigió al maletero, lo abrió y sacó la Nikon, a la que puso un objetivo de larga distancia; luego se la llevó hacia la ventanilla del conductor y se la pasó a Clarke. – Sácale una foto para que tengamos algo que enseñarle a Irving. A continuación corrió al restaurante a telefonear y volvió al cabo de tres minutos. Bosch seguía apoyado en la barandilla del muelle. – El jefe dice que no dejemos la vigilancia bajo ninguna circunstancia -anunció Lewis-. También me ha dicho que nuestros informes eran una puta mierda. Quiere más detalles y más fotos. ¿Lo entiendes? Clarke estaba demasiado ocupado mirando por el visor de la cámara. Lewis cogió los prismáticos y observó a Bosch que incomprensiblemente seguía inmóvil. ¿Qué hacía? ¿Pensar? ¿Por qué había venido tan lejos para pensar? – Me cago en Irving -respondió Clarke, dejando caer la cámara sobre su regazo y mirando a su colega-. Ya he sacado un par de fotos de Bosch; las suficientes para tenerlo contento. Pero no está haciendo nada. – Ahora sí -anunció Lewis, que seguía espiando por los prismáticos-. Arranca y vamonos. Bosch se alejó del muelle después de arrojar al agua el memorándum sobre la hipnosis. Como una flor tirada a un mar revuelto, el papel flotó unos breves instantes antes de hundirse para siempre. La determinación de Bosch de encontrar al asesino de Meadows era cada vez más fuerte; ahora también buscaba justicia para Tiburón. Mientras caminaba por los viejos tablones del muelle, Bosch vio salir del aparcamiento al Plymouth que le había seguido hasta allí. «Son ellos -pensó-, pero no pasa nada.» Ya no le importaba lo que hubieran visto o dejado de ver. Habían entrado en vigor las nuevas reglas y Bosch tenía planes para Lewis y Clarke. Bosch regresó al centro de la ciudad por la autopista 10. En ningún momento se molestó en buscar el coche negro por el retrovisor, porque sabía que estaría allí. De hecho, quería que estuviese allí. Cuando llegó a Los Ángeles Street, aparcó en zona prohibida frente a un edificio gubernamental. Subió al tercer piso y entró en una de las abarrotadas salas de espera del Servicio de Inmigración y Naturalización. El lugar olía como una cárcel: a sudor, miedo y desesperación. Una mujer con aspecto aburrido estaba haciendo el crucigrama del Times detrás de una ventanilla. En el mostrador había un dispensador de billetes como los que usan en los supermercados para dar el turno. Al cabo de unos instantes, la mujer alzó la vista y vio a Bosch sosteniendo su placa. – ¿Sabe cómo se le llama a un hombre que sufre una tristeza y soledad constantes? Cinco letras -preguntó ella después de abrir la ventanilla corredera y comprobar si se había roto una uña. – Bosch. – ¿Qué? – Detective Harry Bosch. Déjeme entrar. Quiero ver a Héctor. – Primero tengo que preguntar -contestó con un mohín. Después de susurrar algo por teléfono, la mujer repasó el nombre de Bosch con el dedo y colgó. – Dice que entre por detrás -le informó, apretando el botón que abría la puerta-, que ya sabe el camino. Bosch le dio la mano a Héctor Villabona, que estaba sentado en una oficina mucho más pequeña incluso que la de Bosch. – Necesito un favor: que me dejes el ordenador. – Adelante. Eso era lo que a Bosch le gustaba de Héctor; nunca preguntaba qué o por qué antes de decidir. Era un tío que no se iba por las ramas ni participaba en los jueguecitos en los que, según Bosch, estaba metida toda la profesión. Sin levantarse de la silla, Héctor rodó hasta un ordenador situado contra una pared y tecleó su contraseña. – Supongo que querrás que te mire unos nombres. ¿Cuántos son? Bosch tampoco quiso irse por las ramas, de modo que le enseñó la lista de treinta y cuatro nombres. Héctor silbó en voz baja y dijo: – De acuerdo, los miraremos, pero te aviso que si sus casos no han sido tramitados en esta oficina, no los tendremos aquí. Y sólo tengo lo que está en el ordenador: fechas de nacimiento, documentación, nacionalidad… Ya sabes cómo funciona, Harry. Bosch lo sabía, pero también le constaba que el sur de California era el lugar preferido por la mayoría de refugiados vietnamitas después de cruzar el charco. Valiéndose tan sólo de dos dedos, Héctor comenzó a introducir los nombres en el ordenador. Veinte minutos más tarde, Bosch contemplaba una hoja recién salida de la impresora. – ¿Qué buscamos, Harry? -preguntó Héctor mientras los dos estudiaban la lista. -No lo sé. ¿Ves algo raro? Bosch pensó que Héctor le iba a decir que no, dejándole de nuevo en un callejón sin salida. Pero se equivocaba. – Bueno, por ejemplo, éste debía de tener un enchufe. Se llamaba Ngo van Binh. Bosch no sabía nada de él, excepto que procedía de la lista B porque no había denunciado ninguna pérdida después del robo. – ¿Enchufado? – Tenía algún tipo de contacto -explicó Héctor-. Tú lo llamarías un enchufe político. ¿Ves? Su caso lleva el prefijo GL, lo cual significa que los archivos están en nuestra Oficina de Casos Especiales en Washington. Ellos no se encargan de gente normal y corriente, sino de personajes como el sha, la familia Marcos o desertores rusos si son científicos o bailarinas. Gente que nunca pasaría por aquí. Bosch asintió, pero le indicó con el dedo la hoja impresa. – Vale, vale. Luego tenemos las fechas, que están demasiado cerca. Todo ocurrió muy rápido, seguro que le dieron un empujoncito. No tengo ni puta idea de quién era este tío, pero está clarísimo que conocía gente. Fíjate en la fecha de entrada: el 4 de mayo de 1975, cuatro días después de salir de Vietnam. Imaginemos que el primer día lo empleó en llegar a Manila y el último en llegar a EE.UU. Eso le deja sólo dos días en Manila para conseguir el permiso de entrada y obtener el billete. En esa época a la capital filipina llegaban barcos repletos de pasajeros cada día de la semana. Es imposible que consiguiera el permiso sin ayuda en sólo dos días; seguro que conocía a alguien. Tener un enchufe no era tan raro; muchos lo tenían. Cuando empezó el tomate, tuvimos que sacar a mogollón de gente. Unos pertenecían a la élite y otros eran lo suficientemente ricos como para conseguir que se les tratara igual. Bosch se fijó en la fecha en que Binh había salido de Vietnam: el 30 de abril de 1975. El mismo día en que Meadows se había marchado para siempre del país, y el mismo día en que Saigón cayó en manos de las tropas del Norte. – ¿Y esta fecha? -comentó Villabona-. El 14 de mayo es muy poco tiempo para recibir los papeles. Significa que diez días después de su llegada, el tío consigue un visado. Imposible si no eres Fulanito de Tal, o en este caso, Fulanito de Binh. – Entonces, ¿qué opinas? – No sé; el tío podía ser un agente secreto o simple-306 mente tener suficiente dinero para coger un helicóptero. Todavía corren muchos rumores sobre esa época: gente que se enriquecía a costa de los refugiados, asientos en los vehículos militares a cambio de diez de los grandes, visados por un poco más. Pero nada se ha confirmado oficialmente. – ¿Podrías sacarme el archivo de este tío? – Sí, si trabajara en Washington. Bosch se lo quedó mirando. – Todos los GL están ahí, Harry -se disculpó Héctor-. Ahí es donde va la gente con dinero. ¿Me entiendes? -inquirió. Bosch no contestó. – No te enfades, Harry. Veré qué puedo hacer; llamaré a un par de personas. ¿Vas a estar localizable? Bosch le dio el número del FBI, sin decirle que se trataba del Buró, se dieron la mano y Bosch se fue. En el vestíbulo del primer piso, Bosch buscó a Lewis y Clarke a través de las puertas de cristal ahumado. Cuando finalmente divisó el Plymouth negro doblando la esquina después de dar otra vuelta a la manzana, salió del edificio y bajó los escalones de la entrada. Por el rabillo del ojo vio que el coche de Asuntos Internos frenaba y aparcaba junto a la acera, a la espera de que él se metiera en el suyo. Bosch hizo lo que ellos querían, porque eso precisamente era lo que él quería. Woodrow Wilson Drive se curva en dirección contraria a las agujas del reloj en su ascenso por las colinas de Hollywood. Su asfalto, agrietado y parcheado, no es lo bastante ancho para que pasen dos coches sin reducir cautelosamente la velocidad. A la izquierda, las casas descansan perfectamente sobre la ladera. La mayoría son mansiones decoradas con azulejos de estilo colonial y paredes estucadas, pertenecientes a familias de antiguas y sólidas fortunas. Las viviendas de la derecha, sin embargo, son más nuevas y sus estructuras de madera se asoman intrépidas a los barrancos cubiertos de arbustos y margaritas. Los edificios se aguantan con cuatro vigas y grandes dosis de fe, aferrándose tan precariamente al terreno como sus propietarios a sus puestos de trabajo en los estudios cinematográficos situados al pie de la colina. La casa de Bosch era una de éstas; la cuarta de la derecha empezando por el fondo. Al doblar la última curva, Bosch la vio y se quedó contemplando su madera oscura, su aspecto de caja de zapatos en busca de algo, una señal de que había cambiado… como si el exterior del edificio pudiera avisarle de que algo iba mal en el interior. Cuando Bosch se fijó en el retrovisor, atisbo el morro del Plymouth negro asomando por la curva. Acto seguido aparcó en el garaje de su casa y entró en ella sin mirar al vehículo que le seguía. Bosch había ido al puerto para meditar sobre lo que Rourke había dicho y entonces recordó que la noche anterior alguien le había llamado, pero había colgado. En cuanto entró en su casa fue derecho a la cocina para escuchar los mensajes. Primero oyó la llamada anónima, que se produjo el martes, y luego un aviso de Jerry Edgar aquella madrugada instando a Bosch a que acudiera al Hollywood Bowl. Bosch rebobinó la cinta y escuchó de nuevo la primera llamada, reprendiéndose en silencio por no haber comprendido su importancia la primera vez que la había oído. Alguien había telefoneado, escuchado el mensaje de su contestador y colgado después de la señal. La cinta reproducía el ruido de alguien que colgaba. La mayoría de gente, cuando no quería dejar un recado, simplemente colgaba en cuanto oía la voz de Bosch diciendo que no estaba en casa. Si pensaban que estaba, daban su nombre después de la señal. Sin embargo, esta persona había escuchado el mensaje y no había colgado hasta oír el pitido. ¿Por qué? Al principio no se le había ocurrido, pero en ese momento pensó que podía tratarse de una prueba de transmisión. Bosch abrió el armarito del recibidor, del que sacó unos prismáticos, y se dirigió hacia la ventana del comedor. En cuanto miró por una rendija entre las cortinas, divisó el Plymouth negro, a media manzana de su casa. Lewis y Clarke habían pasado de largo, dado media vuelta y aparcado junto a la acera cara abajo, listos para seguir con la vigilancia si Bosch salía de casa. A través de los prismáticos Bosch vislumbró a Lewis detrás del volante, observando la casa. Clarke se había recostado en el cabezal del asiento, con los ojos cerrados. Ninguno de ellos parecía llevar auriculares, pero Harry quería estar seguro. Sin apartar la vista de los prismáticos, alargó la mano hasta el pomo de la puerta de entrada, la abrió unos centímetros y volvió a cerrarla. Los hombres de Asuntos Internos no mostraron ninguna reacción. Los ojos de Clarke permanecieron cerrados y Lewis continuó limpiándose los dientes con una tarjeta de visita. Bosch decidió que si le habían colocado un micrófono, éste estaría transmitiendo a un remoto, ya que así resultaba más seguro. Probablemente se trataba de una minigrabadora escondida en el exterior de la casa. Lewis y Clarke esperarían a que él saliese para saltar del coche y recoger la cinta, cambiándola por una nueva. De ese modo podrían alcanzarle antes de que llegara a la autopista. Bosch se alejó de la ventana con el objeto de realizar una rápida inspección de la sala de estar y la cocina. Examinó los bajos de las mesas y los electrodomésticos, pero no encontró el micrófono, y la verdad es que tampoco esperaba encontrarlo. Sabía que el mejor sitio era el teléfono y por eso se lo había dejado para el final. Además de suministrar una fuente constante de energía; colocar allí el micrófono tenía la doble ventaja de grabar los sonidos del interior de la casa, así como todas las conversaciones telefónicas. Con una pequeña navaja que llevaba en el llavero, Bosch levantó la tapa del auricular, pero no vio nada raro. Luego sacó la otra tapa; ahí estaba. Usando la navaja extrajo cuidadosamente el micrófono, al que iba imantado un transmisor plano y redondo del tamaño de una moneda. Era un dispositivo denominado T-9, que se activaba con el sonido, al que habían conectado dos cables. Uno de ellos había sido trenzado alrededor de un hilo telefónico a fin de obtener electricidad para el micrófono. El otro estaba oculto tras el auricular. Bosch tiró de él con delicadeza y sacó una cajita con una sola pila AA, que servía como fuente de energía de emergencia. El dispositivo se alimentaba de la energía del teléfono, pero si a alguien se le ocurría desenchufarlo de la pared, la pila proporcionaba la electricidad necesaria para unas ocho horas más. Bosch desconectó el T-9 y lo depositó en la mesa, dejando que funcionara con la pila. Mientras planeaba su siguiente movimiento, Bosch lo estudió con detenimiento y observó que el modelo correspondía a los usados por el departamento de policía. Tenía un radio de recepción de cinco a seis metros y estaba diseñado para captar todo lo que se decía en la habitación. El alcance de transmisión no era muy amplio -de unos veinte metros como máximo- y dependía de la cantidad de metal que hubiera en el edificio. Bosch se volvió a la ventana para echar un vistazo a la calle. Lewis y Clarke seguían sin dar muestras de sorpresa o de que el micrófono hubiera sido descubierto; Lewis continuaba con su higiene dental. Bosch encendió la cadena musical y puso un compact de Wayne Shorter. A continuación salió de la casa por una puerta lateral que se hallaba fuera del campo de visión de los de Asuntos Internos. Encontró la grabadora en el primer lugar en que miró: la caja de empalme debajo del contador de la luz, en la pared trasera del garaje. La cinta de cinco centímetros estaba grabando la música de saxofón de Shorter. Al igual que el micrófono, la grabadora, marca Nagra, además de ir conectada a la corriente de la casa, disponía de una pila de repuesto. Bosch la desconectó, se la llevó adentro y la colocó junto al micrófono. Cuando Shorter atacaba los últimos compases de 502 Blues, Bosch se sentó en su butaca de vigilancia y encendió un cigarrillo mientras intentaba trazar un plan. Luego alargó el brazo, rebobinó la cinta y apretó el botón. Lo primero que oyó fue su voz diciendo que no estaba en casa y a continuación el mensaje de Jerry Edgar sobre el cadáver encontrado en el Hollywood Bowl. Los siguientes sonidos eran los de la puerta abriéndose y cerrándose dos veces y luego el saxofón de Wayne Shorter. O sea, que habían cambiado de cinta al menos una vez desde la llamada de prueba. Entonces Bosch cayó en la cuenta de que la visita de Eleanor Wish había quedado grabada. Reflexionó un momento sobre aquello y se preguntó si el dispositivo habría recogido lo que hablaron en la terraza: las historias sobre él y Meadows. Bosch se indignó al pensar en aquella intrusión, aquel momento íntimo robado por los dos hombres del Plymouth negro. Bosch se afeitó, se duchó y se puso ropa limpia: un traje veraniego de color habano, una camisa oxford rosa y una corbata azul. Luego fue a la sala de estar y se guardó el micrófono y la grabadora en los bolsillos de la americana. Una vez más, echó un vistazo con los prismáticos por la rendija entre las cortinas, pero no detectó ningún movimiento en el coche de Asuntos Internos. Entonces volvió a salir por la puerta lateral, descendió sin hacer ruido por la ladera de la montaña hasta una de las vigas de hierro que sustentaban la casa y comenzó a avanzar con cautela por debajo del edificio. Por el camino se fijó en que los arbustos estaban salpicados con papel de aluminio dorado; era la etiqueta de cerveza que había pelado y tirado desde la terraza cuando hablaba con Eleanor. Al llegar al otro lado de su casa, Bosch empezó a avanzar por la colina pasando por debajo de otras tres casas colgantes. A continuación, escaló la ladera hasta llegar a la carretera y se asomó detrás del Plymouth negro. Tras limpiarse los bajos de los pantalones, Bosch echó a andar tranquilamente por la calzada. Bosch llegó inadvertido hasta la puerta del Plymouth. Observó que la ventanilla estaba bajada y, antes de abrirla, incluso creyó oír ronquidos. Clarke tenía la boca abierta y los ojos todavía cerrados cuando Bosch se asomó por la puerta y agarró a ambos hombres por sus corbatas de seda. Apoyándose con el pie en el interior del coche, Bosch tiró a los detectives hacia él. A pesar de que ellos eran dos, Bosch llevaba ventaja: Clarke estaba totalmente desorientado y Lewis tampoco lo tenía mucho más claro. Tirarles de las corbatas significaba que cualquier esfuerzo o resistencia por parte de ellos se traducía en más presión alrededor del cuello y menos aire. Los detectives salieron del coche casi por su propia voluntad, tambaleándose como dos perros atados a una correa y aterrizando junto a una palmera plantada a un metro de la acera. Ambos tenían las caras moradas por la asfixia. Inmediatamente se llevaron las manos al cuello e intentaron desesperadamente deshacer los nudos de sus corbatas para recuperar la respiración. En ese instante Bosch fue directo a sus cinturones y les arrebató las esposas. Mientras los dos detectives de Asuntos Internos intentaban tragar aire por sus gargantas recién liberadas, Bosch esposó la mano izquierda de Lewis a la mano derecha de Clarke y acto seguido le puso otra esposa a la mano derecha de Lewis. Cuando Clarke se dio cuenta de lo que Bosch estaba haciendo, intentó levantarse y liberarse, pero él lo cogió por la corbata y tiró de ella. Clarke se empotró de cara contra el tronco de la palmera y se quedó momentáneamente estupefacto, instante que Bosch aprovechó para colocarle la última esposa en la muñeca. Los dos policías de Asuntos Internos habían acabado en el suelo, sujetos el uno al otro con la palmera en medio. Tras despojarles de sus armas, Bosch retrocedió para recuperar el aliento y arrojar las pistolas de los detectives sobre el asiento delantero de su coche. – Eres hombre muerto -logró mascullar Clarke a pesar de su garganta irritada. Los dos se pusieron de pie con dificultad debido a la palmera que se interponía entre ellos. Parecían dos adultos jugando al corro de la patata. – Dos delitos de asalto a un compañero. Comportamiento inapropiado -le anunció Lewis-. Podemos acusarte de un montón de cosas, Bosch. -Tosió violentamente y salpicó de saliva la americana de Clarke-. Suéltanos y quizá podamos olvidar todo este asunto. – Ni hablar. No vamos a olvidar nada -le dijo Clarke a su compañero-. Le vamos a meter un puro de aquí te espero. Bosch se sacó el micrófono del bolsillo y se lo mostró a los dos detectives. – ¿Quién le va meter un puro a quién? -preguntó. Lewis miró el aparato, vio qué era, y dijo: – Nosotros no hemos sido. – Claro que no -se burló Bosch, mientras sacaba la grabadora del otro bolsillo para enseñársela-. Una Nagra, sensible al sonido; eso es lo que usáis en todos vuestros trabajos. No importa que no sea legal, ¿verdad? El mismo día que la encuentro me doy cuenta de que vosotros me habéis estado siguiendo por la ciudad como dos gilipollas. Me habéis pinchado el teléfono, ¿verdad? Tal como era de esperar, ni Lewis ni Clarke respondieron a su acusación. Bosch se fijó en que una gota de sangre asomaba por la nariz de Clarke. En ese momento un coche subió por Woodrow Wilson y redujo velocidad. Cuando Bosch le mostró su placa, el automóvil pasó de largo. Los dos policías no pidieron ayuda, hecho que Bosch interpretó como una señal de que controlaba la situación. Estaba ganando la partida. En el pasado, la reputación de Asuntos Internos se había deteriorado tanto por realizar escuchas ilegales en casas de policías, políticos e incluso estrellas de cine, que aquellos dos no iban a montarle un número. Salvar su propio pellejo era más importante que despellejar a Bosch. – ¿Tenéis una orden para pincharme el teléfono? – Escucha, Bosch -protestó Lewis-. Ya te lo he dicho, nosotros no… – Ya me lo parecía. Hay que tener pruebas de un delito para obtener una orden, al menos eso es lo que siempre he oído. Pero a Asuntos Internos no le preocupan esas minucias -se burló Bosch-. ¿Sabes qué pasará con los cargos de asalto, Clarke? Mientras vosotros me lleváis al Comité de Derechos y me expulsáis del cuerpo por sacaros del coche y mancharos el culo de hierba, yo voy a llevaros a los dos, a Irving, al jefe de policía y a toda la puta ciudad ante un tribunal federal por violación de la Cuarta Enmienda: registro y detención ilegal. ¡Ah! Y al alcalde también, ¿qué os parece? Clarke escupió sobre el césped, a los pies de Bosch. Una gota de sangre manchó su camisa blanca. – No puedes probarlo porque no es verdad -dijo Clarke. – Bosch, ¿qué cono quieres? -le espetó Lewis con rabia. Estaba más rojo que cuando la corbata le había apretado como una soga. Bosch empezó a caminar lentamente alrededor de ellos, obligándoles a girar constantemente la cabeza o sortear la palmera para verle. – ¿Que qué quiero? Bueno, por mucho que os odie, no tengo demasiadas ganas de arrastraros por el cuello hasta los tribunales. Con traeros aquí ya he tenido de sobras. Lo que quiero… – Bosch, estás loco -soltó Clarke. – Cállate, Clarke -le dijo Lewis. – Cállate tú -le replicó Clarke. – Pues sí -contestó Bosch-. Me hicieron un examen psiquiátrico, pero sigo prefiriendo mi cabeza a la vuestra. Vosotros no necesitáis a un psiquiatra, sino a un proctólogo. Bosch dijo esto acercándose a Clarke. Después se alejó unos pasos y continuó trazando círculos alrededor de los dos detectives. – Os propongo una cosa. Yo estoy dispuesto a olvidarlo si vosotros contestáis unas cuantas preguntas. Entonces estaremos en paz. Al fin y al cabo todos formamos parte de una gran familia, ¿no? – ¿Qué preguntas? -inquirió Lewis-. ¿De qué cono hablas? – ¿Cuándo empezasteis la vigilancia? – El martes por la mañana. Te seguimos cuando saliste del FBI -respondió Lewis. – No se lo digas -le dijo su compañero. – Ya lo sabe. Clarke miró a Lewis y negó con la cabeza como si no lo creyera. – ¿Cuándo me pinchasteis el teléfono? – Nosotros no fuimos -repitió Lewis. – Y una mierda. Pero no importa. Vosotros me visteis entrevistar al chico en Boytown. -Aquello era una afirmación, no una pregunta. Bosch quería que creyesen que lo sabía casi todo y sólo necesitaba rellenar los espacios en blanco. – Sí -dijo Lewis-. Ése fue el primer día de vigilancia. Vale; nos calaste. ¿Qué pasa? Harry vio que Lewis se llevaba la mano al bolsillo de la cazadora y, con un movimiento rápido, lo detuvo. Lewis había intentado sacar un llavero con la llave de las esposas. Bosch lo tiró dentro del coche y, situándose detrás de Lewis, le preguntó: -¿A quién se lo dijisteis? – ¿El qué? -exclamó Lewis-. ¿Lo del chico? A nadie. No se lo dijimos a nadie, Bosch. – Pero lleváis un diario de vigilancia, ¿no? Y sacáis fotos; seguro que hay una cámara en el asiento trasero del coche o en el maletero. – Pues claro. Bosch encendió un cigarrillo y continuó dando vueltas alrededor de los detectives. – ¿Qué hicisteis con la información? Antes de contestar, Bosch vio que Lewis miraba a Clarke. – Entregamos el primer informe y carrete de fotos ayer -confesó finalmente-. Lo dejamos en el despacho del subdirector, como siempre. Ni siquiera sabemos si se lo ha mirado y es el único informe que hemos hecho. Quítanos las esposas, Bosch. Esto es ridículo. La gente nos está viendo. Podemos hablar de todos modos. Bosch caminó entre ellos, soltó una bocanada de humo en el centro y les comunicó que no iba a quitarles las esposas hasta que terminara la conversación. Entonces acercó su cara a la de Clarke y volvió a preguntar: – ¿Quién más lo ha recibido? – ¿El diario de vigilancia? Nadie -le contestó Lewis-. Eso iría en contra de la política del departamento. Bosch soltó una carcajada e hizo un gesto de incredulidad. Sabía que Lewis y Clarke no admitirían ninguna acción ilegal o violación de la política del departamento, así que dio media vuelta y se dispuso a regresar a su casa. – Espera, espera, Bosch -le gritó Lewis-. Le pasamos el informe a tu teniente, ¿vale? ¡Vuelve! Bosch volvió. – Quería que lo mantuviéramos informado; tuvimos que hacerlo -prosiguió Lewis-. Nuestro jefe, Irving, dio el visto bueno. Nosotros sólo cumplíamos órdenes. – ¿Qué decía vuestro informe sobre el chico? – Nada. Sólo que era un chico… Algo así como: «Sujeto entabló diálogo con menor y lo condujo a la comisaría de Hollywood para una entrevista formal.» – ¿ Lo identificasteis? – No. No dimos su nombre porque no lo sabíamos, te lo juro. Te hemos estado siguiendo y ya está. Venga, quítanos las esposas. – ¿Y Home Street Home? Vosotros me visteis llevarlo allí. ¿Lo pusisteis en el informe? – Sí. Bosch volvió a acercarse a ellos. – Ahora viene la gran pregunta. Si el FBI ha retirado su queja, ¿por qué Asuntos Internos me continúa siguiendo? El FBI llamó a Pounds y se retractó. Vosotros hicisteis ver que lo dejabais, pero no era verdad. ¿Por qué? Lewis iba a decir algo, pero Bosch le atajó. – Quiero que me lo diga Clarke. Tú piensas demasiado rápido, Lewis. Clarke no dijo nada. – Clarke, el chico que visteis conmigo ha muerto. Alguien se lo cargó porque habló conmigo. Y las únicas personas que lo sabían sois tú y tu compañero. Aquí está pasando algo y si no consigo las respuestas que necesito voy a denunciarlo y vosotros vais a acabar siendo investigados por Asuntos Internos. Finalmente Clarke pronunció sus primeras palabras en los últimos cinco minutos. – Eres un cabronazo. Lewis intervino. – Ya te lo digo yo. El problema es que el FBI no confía en ti. Nos contaron que te habían metido en el caso, pero que no estaban seguros, que habías entrado a la fuerza y que querían tenerte vigilado por si tramabas algo. Nos pidieron que no nos despegáramos de ti; nosotros lo hicimos y basta, así que suéltanos. Casi no puedo respirar y las muñecas me empiezan a doler por culpa de las esposas. Te has pasado. Bosch se volvió hacia Clarke. – ¿Dónde tienes la llave? – En el bolsillo de delante de la americana -contestó Clarke en tono tranquilo, negándose a mirar a Bosch a la cara. Bosch se colocó detrás de él y lo rodeó por la cintura. Cuando le hubo sacado el llavero del bolsillo, Bosch le susurró: – Si vuelves a entrar en mi casa, te mato. Dicho esto, Bosch le bajó los pantalones y calzoncillos hasta los tobillos y empezó a alejarse, al tiempo que arrojaba el llavero en el coche. – ¡Hijo de puta! -le gritó Clarke-. ¡Antes te mataré yo! Bosch estaba convencido de que mientras conservara el micrófono y la grabadora, Lewis y Clarke no presentarían cargos contra él. Ellos tenían más que perder. Un juicio y un escándalo público serían el fin de sus carreras hacia el sexto piso. Bosch se metió en el coche y regresó al edificio federal. Mientras analizaba la situación, se dio cuenta de que demasiada gente había sabido lo de Tiburón o tenido la ocasión de averiguarlo, lo cual dificultaba mucho la identificación del topo. Lewis y Clarke habían visto al chico y habían pasado la información a Irving, a Pounds ya saber a quién más. Rourke y el encargado de Archivos del FBI también estaban informados. Eso, sin contar a la gente de la calle que podía haber visto a Bosch con Tiburón u oído que él lo estaba buscando. Decidió que tendría que aguardar a ver qué cariz tomaban los acontecimientos. En el edificio federal, la recepcionista pelirroja del FBI le hizo esperar mientras llamaba al Grupo 3. Bosch volvió a contemplar el cementerio a través de las cortinas de gasa y distinguió a varias personas trabajando en la trinchera excavada en la colina. Los operarios estaban cubriendo la zanja con unos bloques de piedra negra con miles de pequeños reflejos blancos. Bosch finalmente comprendió lo que estaban haciendo. De pronto oyó que alguien le abría la puerta y la empujó para entrar. Eran las doce y media y toda la brigada antirrobos estaba fuera almorzando, a excepción de Eleanor Wish, que se hallaba en su mesa comiéndose un bocadillo de huevo con mayonesa, uno de ésos que venden en envases de plástico triangulares en todos los edificios gubernamentales que Bosch conocía. Y, por supuesto, no podían faltar la botella de agua y el vasito de plástico. Bosch y Wish intercambiaron discretos «holas». Harry notó que las cosas entre ellos habían cambiado, pero no sabía hasta qué punto. -¿Llevas aquí toda la mañana? Ella contestó que no, que había ido a mostrar las fotos de Franklin y Delgado a los empleados del WestLand National. Al parecer, una mujer había identificado con toda seguridad a Franklin como Frederic B. Isley, el hombre que alquiló una caja en la cámara acorazada. El espía. – Tenemos suficiente para obtener una orden de arresto, pero Franklin se ha esfumado -explicó ella-. Rourke ha enviado a un par de equipos a las direcciones de él y Delgado que figuraban en el Registro de Vehículos. Han llamado hace un rato para decirnos que, o bien los sospechosos se habían mudado, o nunca vivieron en esos lugares. Parece que se los haya tragado la tierra. – ¿Qué hacemos ahora? – No lo sé. Rourke está pensando en dejarlo un tiempo hasta que los encontremos. Tú seguramente volverás a tu mesa de Homicidios. Cuando cojamos a uno de ellos, te llamaremos para que lo interrogues sobre el asesinato de Meadows. – Y el asesinato de Tiburón. No te olvides. – También. Bosch asintió con la cabeza. Se había terminado; el FBI iba a cerrar la investigación. – Por cierto, tienes un mensaje -añadió Eleanor Wish-. Te ha llamado alguien, un tal Héctor. No ha dicho nada más. Bosch se sentó en la mesa junto a la de ella y marcó el número directo de Héctor Villabona. Éste lo cogió casi inmediatamente. – Aquí Bosch. – Oye, ¿qué estás haciendo en el Buró? -preguntó Héctor-. He llamado al número que me diste y me han dicho que era el FBI. – Sí, ya te contaré. ¿Has encontrado algo? – No mucho, y la verdad es que no creo que lo encuentre porque no puedo conseguir el archivo. Tal como nos habíamos imaginado, este tío, Binh, debe de tener buenos contactos porque su expediente todavía es confidencial. Telefoneé a un amigo que tengo allí y le pedí que me lo mandara. El me llamó al cabo de un rato y me dijo que no podía ser. – ¿Por qué sigue siendo confidencial? – ¿Quién sabe? Por eso es confidencial; para que nadie se entere. – Bueno, gracias. De todos modos ya no parece tan importante. – Si tienes un amigo en Washington, alguien con más poder que yo, puede que tenga más suerte. Yo sólo soy una pieza pequeñita en este enorme engranaje -se burló Héctor-. Pero, oye, a este amigo mío se le escapó una cosa. – ¿El qué? – Bueno, yo le di el nombre de Binh y él me contestó: «Lo siento, el expediente del capitán Binh es confidencial»; así, tal como te lo estoy diciendo. Le llamó capitán, o sea, que el tío debió de ser militar. Por eso tuvieron que sacarlo de allí tan rápido; para salvarle el pellejo. – Sí -contestó Bosch y, después de darle las gracias, colgó. Bosch se volvió hacia Eleanor y le preguntó si tenía algún contacto en el Departamento de Estado. Ella negó con la cabeza. – ¿Inteligencia militar, la CÍA, o algo así? -insistió Bosch-. Alguien con acceso a los archivos. Tras meditar un momento, Eleanor respondió: – Bueno, conozco a alguien en el piso de Estado de mi época en Washington. Pero ¿qué pasa, Harry? – ¿Puedes llamarle y pedirle un favor? – Nunca habla de trabajo por teléfono. Tendremos que bajar un momento. Bosch se levantó y salieron de la oficina. Mientras esperaban el ascensor, le contó a ella lo de Binh, su rango y el hecho de que se hubiera marchado de Vietnam el mismo día que Meadows. Cuando se abrió la puerta, los dos entraron y ella apretó el número 7. Estaban solos. – Tú sabías que me estaban siguiendo -le dijo Bosch-. Los de Asuntos Internos. – Sí, los vi. – Pero lo sabías antes de verlos, ¿no? – ¿Importa mucho? – Pues sí. ¿Por qué no me lo dijiste? – No lo sé -contestó ella-, lo siento. Al principio no lo hice y luego, cuando quise decírtelo, no pude. Pensé que lo estropearía todo. Bueno, supongo que lo ha estropeado igualmente. – ¿Por qué no me lo contaste al principio, Eleanor? ¿No confiabais en mí? – Al principio, no. Con la vista fija en la pared de acero del ascensor, Bosch insistió: – ¿Y después? La puerta se abrió en el séptimo piso. – Todavía estás aquí, ¿no? -contestó Eleanor, saliendo del ascensor. Bosch la siguió, la cogió del brazo y la retuvo un momento. Los dos se quedaron inmóviles mientras dos hombres con trajes casi idénticos se abrían paso hacia la puerta del ascensor. – Sí, pero no me lo dijiste. – Harry, ¿por qué no hablamos de esto más tarde? – La cuestión es que nos vieron con Tiburón. – Sí, ya lo había pensado. – Entonces, ¿por qué no dijiste nada cuando yo mencioné la idea de un posible topo y te pregunté quién podía saber lo del chico? – No lo sé. Bosch bajó la vista. En ese momento se sintió como el único hombre del planeta que no entendía lo que estaba ocurriendo. – Hablé con Lewis y Clarke -le informó Bosch-. Dicen que sólo nos vieron con el chico, pero no investigaron más. Ellos juran que no sabían quién era y que el nombre de Tiburón no apareció en sus informes. – ¿Y tú les crees? – Hasta ahora nunca les he creído, pero no me los imagino involucrados en todo este asunto. No me cuadra. Ellos me están siguiendo y harían cualquier cosa para hundirme, pero no liquidar a un testigo. Eso es una locura. – Quizá, sin saberlo, le están pasando información a alguien que sí está implicado. Bosch volvió a pensar en Irving y Pounds. – Es una posibilidad. Pero la cuestión es que hay un hombre infiltrado; seguro. El topo puede estar en tu lado o en el mío, pero tenemos que ir con mucho cuidado con quién hablamos y con lo que hacemos. Al cabo de un momento, Bosch la miró directamente a los ojos y le preguntó: – ¿Estás de acuerdo? Aunque tardó un buen rato, ella asintió con la cabeza. -No se me ocurre otra explicación a lo que está pasando. Eleanor habló con la recepcionista mientras Bosch esperaba. Unos minutos más tarde, una mujer joven salió de detrás de una puerta cerrada y los guió a través de un par de pasillos hasta un pequeño despacho. Dentro no había nadie; Bosch y Wish se sentaron en dos sillas de cara a una mesa. – ¿Con quién vamos a hablar? -susurró Bosch. – Cuando yo te presente, él ya te dirá lo que quiere que sepas de él -contestó ella. Bosch estaba a punto de preguntarle qué quería decir con aquello cuando la puerta se abrió y un hombre irrumpió en la habitación. Debía de rondar los cincuenta años; tenía el pelo plateado y cuidadosamente peinado y una constitución que se adivinaba fuerte bajo su americana azul. Sus ojos eran grises y apagados como viejos rescoldos. El hombre se sentó sin mirar a Bosch, con la vista fija en Eleanor Wish. – Qué sorpresa, Ellie -dijo-. ¿Cómo estás? Wish le contestó que bien, intercambiaron un par de frases corteses y finalmente ella le presentó a Bosch. El hombre se levantó para darle la mano. – Bob Ernst, director adjunto de Comercio y Desarrollo, encantado de conocerlo. ¿Entonces esto es una visita oficial, no amistosa? – Sí, lo siento, Bob, pero estamos trabajando en un caso y necesitamos tu ayuda. – Haré lo que pueda, Ellie -respondió Ernst. A Bosch ya empezaba a incordiarle y eso que sólo lo conocía desde hacía un minuto. – Bob, necesitamos información sobre alguien para un caso que estamos investigando -le explicó Wish-. Me parece que tú podrías conseguir los detalles sin demasiadas molestias o pérdida de tiempo. – Ése es nuestro problema -añadió Bosch-. Es un caso de homicidio y no tenemos mucho tiempo para seguir los trámites de rutina y esperar a que Washington nos conteste. – ¿Es extranjero? – Vietnamita -contestó Bosch. – ¿Cuándo entró en el país? – El 4 de mayo de 1975. – Ah, justo después de la caída. Ya veo. ¿Qué tipo de homicidio están investigando el FBI y el Departamento de Policía de Los Ángeles para que se remonte a tantos años atrás y a otro país? – Bob -intervino Eleanor-, creo que… – ¡No, no me lo digas! -exclamó Ernst-. Tienes razón. Será mejor que compartimentemos toda la información. Ernst se dedicó a alinear su cartapacio y los objetos que adornaban su mesa, a pesar de que no había nada fuera de sitio. – ¿Para cuándo lo necesitáis? -inquirió finalmente. – Para ahora -contestó Eleanor. – Podemos esperarle aquí -añadió Harry. – ¿Sois conscientes de que tal vez no encuentre nada, especialmente con tan poco tiempo? – Sí, claro -afirmó Eleanor. – Dame el nombre. Ernst le pasó una hojita de papel a Eleanor, en la que ella escribió el nombre de Binh. Cuando se la devolvió, él la miró y se levantó sin siquiera tocar el papel. – Lo intentaré -dijo, y salió del despacho. Bosch miró a Eleanor. – ¿Ellie? – Por favor, no me llames así; no me gusta nada. No dejo que nadie me llame así. Por eso no contesto sus llamadas. – Bueno, hasta ahora. Ahora le deberás un favor. – Si encuentra algo. Y tú también le deberás uno. – Tendré que dejar que me llame Ellie. A ella no le hizo gracia. – ¿De qué lo conoces? Wish no respondió. – Seguramente nos está escuchando en este momento -comentó Bosch. Bosch miró a su alrededor, aunque evidentemente cualquier micrófono estaría escondido. Al ver un cenicero negro, se sacó los cigarrillos del bolsillo. – Por favor, no fumes -le rogó Eleanor. – Sólo medio. – Nos conocimos en Washington; ni siquiera recuerdo dónde. Allí también era no sé qué adjunto del Estado. Nos tomamos unas copas, eso es todo. Después lo trasladaron aquí y, cuando un día nos encontramos en el ascensor, empezó a llamarme. – Es de la CÍA, ¿no? – Más o menos… No lo sé seguro, pero no importa si consigue lo que necesitamos. – No sé qué decirte. En la guerra conocí a varios gilipollas como ése. Por mucho que nos cuente hoy, seguro que hay más. Estos tíos trafican con la información; nunca te cuentan todo. Como él dice, la compartimentan. Serían capaces de matarte antes que explicarte todo. – Dejémoslo, ¿vale? – De acuerdo…, Ellie. Bosch pasó el rato fumando y contemplando las paredes vacías. El tío ni se esforzaba en que pareciera un despacho de verdad. No había ni bandera en la esquina, ni un triste retrato del presidente. Cuando Ernst regresó al cabo de veinte minutos, Bosch ya iba por su segundo medio cigarrillo. Al irrumpir en su despacho con las manos vacías, el director adjunto de Comercio y Desarrollo anunció: – Detective, ¿le importaría no fumar? En una habitación cerrada molesta mucho. Bosch apagó la colilla en un pequeño cuenco negro situado en la esquina de la mesa. – Perdón -se disculpó-. Como vi el cenicero, pensé que… – No es un cenicero, detective -le corrigió Ernst con severidad-. Eso es un cuenco de arroz de más de tres siglos de antigüedad. Me lo traje a casa después de volver de Vietnam. – Ah, ¿allí también trabajaba en Comercio y Desarrollo? – Bob, ¿has encontrado algo?-intervino Eleanor-. ¿Sobre Binh? Ernst tardó algunos segundos en apartar la vista de Bosch. – Muy poco, aunque lo que he encontrado podría ser útil. Este hombre, Binh, fue agente de policía en Saigón. Un capitán… Bosch, ¿es usted un veterano del conflicto? – ¿Quiere decir de la guerra? Sí. – Sí, claro -repitió Ernst-. Entonces, dígame, ¿esta información le dice algo? – No mucho. Yo estuve casi todo el tiempo en el campo. No vi mucho de Saigón excepto los bares y las tiendas de tatuajes. ¿Debería decirme algo el que Binh fuera capitán de la policía? – No creo, así que déjeme explicárselo. Como capitán, Binh estaba a cargo de la brigada antivicio del departamento de policía. – Y debía de ser tan corrupto como todo lo demás en esa guerra -comentó Bosch. – Viniendo del campo, no creo que sepa usted mucho del sistema en Saigón, de la forma en que funcionaban las cosas, ¿no? -preguntó Ernst. – ¿Por qué no nos lo cuenta? Parece que ésa era su especialidad; la mía era intentar mantenerme vivo. Ernst no hizo caso de la puya, ni de Bosch. A partir de ese momento se dirigió únicamente a Eleanor. – Aquello funcionaba de una forma bastante simple. Si traficabas con drogas, carne, juego o cualquier cosa del mercado negro, tenías que pagar una tarifa local, un impuesto de la casa, como si dijéramos. El pago servía para mantener alejada a la policía vietnamita; prácticamente garantizaba que tu negocio no se vería interrumpido… dentro de unos límites. Entonces tu única preocupación era la policía militar estadounidense. Por supuesto, ellos también podían ser sobornados; al menos eso decía la gente. Bueno, este sistema duró años, desde el principio de la guerra, pasando por la retirada estadounidense y hasta, me imagino, el 30 de abril de 1975, el día en que cayó Saigón. Eleanor asintió y esperó a que él continuara. – La intervención estadounidense duró más de una década, y antes de eso estuvieron los franceses. Estamos hablando de años y años de presencia extranjera. – Millones -dijo Bosch. – ¿Cómo dice? – Está hablando de millones de dólares en sobornos. – Sí, sí. Decenas de millones al cabo de los años. – ¿Y dónde entra el capitán Binh? -le preguntó Eleanor. – Verás -dijo Ernst-, según nuestra información de la época, la corrupción dentro de la policía de Saigón estaba dirigida o controlada por un triunvirato llamado el Trío del Diablo. O les pagabas o no hacías negocio; así de sencillo. Por casualidad (bueno, de casualidad nada) en la policía de Saigón había tres capitanes cuyo territorio correspondía, justamente, al del triunvirato. Un capitán encargado de vicio, otro de narcóticos y otro de patrullar. Nuestra información es que esos tres capitanes eran en realidad el Trío del Diablo. – Usted habla de «nuestra información». ¿Es información de Comercio y Desarrollo o de quién? Tras volver a reajustar los objetos encima de su mesa, Ernst fulminó a Bosch con la mirada. – Detective, usted ha venido a pedirme información. Si quiere saber de dónde procede, se ha equivocado de persona. Puede usted creerme o no; a mí me trae sin cuidado. Los dos hombres se miraron fijamente, pero no dijeron nada más. – ¿Qué les pasó? -intervino Eleanor-. A los miembros del triunvirato. La pregunta obligó a Ernst a apartar la vista de Bosch. – Pues que después de que Estados Unidos retirara sus fuerzas en 1973, sus fuentes de ingresos desaparecieron casi por completo. Como cualquier empresa responsable, lo vieron venir e intentaron reemplazarlas. Nuestros informes de la época dicen que cambiaron su postura considerablemente. A principios de los setenta pasaron de dar protección a las transacciones de narcóticos de Saigón a participar directamente en ellas. A través de contactos políticos y militares, y por supuesto policiales, se establecieron como los agentes de toda la heroína que salía de las montañas y pasaba ilegalmente a Estados Unidos. – Pero no duró mucho -adivinó Bosch. – No, claro. Cuando cayó Saigón en abril de 1975, tuvieron que huir. Habían ganado una fortuna: entre quince y dieciocho millones de dólares cada uno. En la nueva Ho Chi Minh no significarían nada y, de todos modos, tampoco les hubieran dejado con vida para disfrutarlo. Tenían que salir a escape si no querían terminar ante los pelotones de ejecución de las tropas del Norte. Y tenían que cargar con el dinero… – ¿Y cómo lo hicieron? -preguntó Bosch. – Era dinero negro, algo que ningún capitán de policía vietnamita podía o debería tener. Supongo que podrían haber hecho una transferencia a un banco de Zúrich, pero hay que recordar que estamos hablando de la cultura vietnamita, nacida de la inestabilidad y la desconfianza, de la guerra. Esa gente ni siquiera confiaba en los bancos de su propio país. Y, además, lo que tenían ya no era dinero. – ¿Cómo? -preguntó Eleanor, perpleja. – Con el paso de los años lo habían ido invirtiendo. ¿Sabes lo que ocupan dieciocho millones de dólares? Probablemente llenarían toda una habitación. Así que encontraron una forma de reducirlos, o al menos eso es lo que creemos. – Piedras preciosas -tanteó Bosch. – Diamantes -concretó Ernst-. Por lo visto dieciocho millones de dólares en buenos diamantes caben fácilmente en dos cajas de zapatos. – Y en una caja de seguridad -opinó Bosch. – Puede ser, pero, por favor, no me diga más de lo que necesito saber. – Binh era uno de los capitanes -resumió Bosch-. ¿Quiénes eran los otros dos? – Uno se llamaba Van Nguyen y dicen que murió; no llegó a abandonar Vietnam. Tal vez lo mataron los otros dos o el Ejército del Norte, pero lo que es seguro es que nunca salió del país. Lo confirmaron nuestros agentes en Ho Chi Minh después de la caída. Los otros dos escaparon y vinieron aquí. Sin duda, gracias a sus contactos y dinero, ambos tenían salvoconductos. Ahí no puedo ayudaros… Uno era Binh, a quien parece que habéis encontrado y el otro Nguyen Tran, que vino con Binh. En cuanto a dónde fueron y lo que hicieron aquí, tampoco puedo ayudaros. Hace más de quince años de todo esto; una vez llegaron aquí ya no eran nuestro problema. – ¿Por qué los dejasteis entrar? – ¿Quién dice que lo hiciéramos? Tiene usted que darse cuenta, detective Bosch, de que gran parte de esta información no se conoció hasta después de los hechos. Ernst se levantó; aquélla era toda la información que pensaba «descompartimentar» ese día. Bosch no quería subir de nuevo al Buró. La información de Ernst le había sentado como una anfetamina. Quería caminar, hablar, estallar. Cuando entraron en el ascensor, apretó el botón de la planta baja y le dijo a Eleanor que iban a salir. El FBI era como una pecera; necesitaba aire. En todas las investigaciones Bosch siempre tenía la impresión de que la información se iba deslizando lentamente, como en un reloj de arena. En un momento dado había más información en la parte inferior que en la superior y, entonces, la arena empezaba a precipitarse por el agujero como una cascada. En aquel caso acababan de llegar a ese punto. Todo empezaba a encajar. Bosch y Eleanor cruzaron el vestíbulo principal y salieron al césped, donde ondeaban ocho banderas iguales de EE.UU. y la bandera del estado de California, todas ellas dispuestas en semicírculo. Ese día no había manifestantes; el aire era cálido y extrañamente húmedo para la época del año. – ¿Por qué aquí? -preguntó Eleanor-. Yo preferiría estar arriba, cerca del teléfono. Y tú podrías tomarte un café. – Me apetece fumar. Los dos caminaron hacia Wilshire Boulevard. – Es 1975. Saigón está a punto de irse al garete. El capitán de policía Binh paga a alguien para que lo saque del país, bueno, a él y sus diamantes. No sabemos a quién soborna, pero sí que lo tratan como un personaje importante durante todo el trayecto. La mayoría de gente viene en barcos, pero él viaja en avión. Durante el trayecto de cuatro días de Saigón a Estados Unidos, lo acompaña un asesor americano para suavizar las cosas; ése es Meadows. El… – Presuntamente -le corrigió ella-. Te has olvidado la palabra «presuntamente». – No estamos ante un tribunal. Lo estoy contando como creo que podría haber ocurrido. Si no te gusta, luego lo dices tú a tu manera. Ella levantó las manos en señal de inocencia y Bosch prosiguió. – Total, que Meadows y Binh se conocen. En 1975 Meadows participa en el plan de protección a refugiados y también tiene que irse. Puede que conociera a Binh debido a su vieja afición: el tráfico de heroína. Es muy probable que incluso trabajase para él. Tal vez no supiera lo que el capitán estaba transportando a Estados Unidos, pero lo más seguro es que tuviera una ligera idea. Bosch se detuvo a ordenar sus ideas y Eleanor continuó la historia, no muy convencida. – Binh se lleva consigo su reticencia o desconfianza cultural en lo que respecta a los bancos. Además tiene otro problema; su fortuna es dinero negro, una suma desconocida e ilegal. No puede declararla ni hacer un ingreso normal porque tendría que dar explicaciones. Así que decide guardar su enorme capital en la mejor alternativa posible: una caja de seguridad en una cámara acorazada. -Wish hizo una pausa-. Oye, ¿adónde vamos? Bosch no respondió porque estaba demasiado inmerso en sus pensamientos. Habían llegado a Wilshire. Cuando el semáforo se puso verde, Bosch y Wish se dejaron arrastrar por la marea de cuerpos que cruzaban la calle. Luego giraron hacia el oeste, caminando junto a los setos que bordeaban el cementerio de veteranos. Bosch retomó el hilo de la historia. – Pues Binh mete su parte en la caja y comienza a vivir el gran sueño americano del inmigrante o, en su caso, del inmigrante rico. Entretanto Meadows, de regreso de la guerra, no consigue ni adaptarse a la vida civil ni dejar su hábito, por lo que empieza a traficar para financiárselo. Pero las cosas no son tan fáciles como en Saigón; lo trincan y pasa un tiempo en chirona. Entra, sale, entra, sale y finalmente lo condenan una buena temporada por un par de robos a bancos. Llegaron a una abertura en el seto que dio paso a un camino enladrillado. Lo siguieron y les condujo a un lugar desde el que se divisaba todo el cementerio, con sus filas de lápidas blancas pulidas por los elementos y recortadas sobre un mar de hierba verde. Gracias al seto, que amortiguaba el ruido de la calle, se respiraba un ambiente de paz y tranquilidad. – Es como un parque -comentó Bosch. – Es un cementerio -susurró ella-. Vámonos. – No hace falta que susurres. Demos una vuelta; se está muy bien. Eleanor dudó, pero lo siguió mientras él se alejaba por el camino enladrillado. El sendero pasaba por debajo de un roble que proyectaba su sombra sobre las tumbas de los veteranos de la primera guerra mundial. Ella lo alcanzó y reanudó la conversación. – Bueno, Meadows llega a Terminal Island, donde oye hablar de Charlie Company. Se entera de que su director es una mezcla de ex soldado y párroco, consigue referencias y logra que lo suelten antes. En Charlie Company entra en contacto con dos de sus antiguos compañeros de batallas: Delgado y Franklin. Excepto que sólo pasan un día juntos. Sólo un día. ¿Me estás diciendo que planearon todo esto en un solo día? – No lo sé -respondió Bosch-. Tal vez, aunque lo dudo. Puede que lo planearan más tarde, después de reunirse en la granja. Lo más importante es que estuvieron juntos, o muy cerca, en 1975, en Saigón. Y de nuevo en Charlie Company. Después de salir de allí, Meadows acepta un par de trabajos hasta que termina su libertad condicional. Luego lo deja y desaparece del mapa. – ¿Hasta? – Hasta el robo del WestLand. Los tíos entran en la cámara y se dedican a abrir las cajas hasta que encuentran la de Binh. O a lo mejor ya sabían cuál era la suya. Debieron de seguirlo para planear el robo y averiguar dónde guardaba lo que quedaba de los diamantes. Tenemos que volver al banco para ver si las visitas de Frederic B. Isley coinciden con las de Binh, pero me apuesto algo a que sí. Nuestro hombre sabía cuál era la caja de Binh porque entró con él en la cámara acorazada. Luego robaron su caja y, para disimular, vaciaron todas las demás. Lo más genial es que sabían que Binh no lo denunciaría, porque legalmente aquello no existía. Era perfecto. Y lo mejor fue que se llevaran todo lo demás para tapar su verdadero objetivo: los diamantes. – El golpe perfecto -opinó ella-. Al menos hasta que Meadows empeñó el brazalete de jade y lo mataron. Eso nos lleva de nuevo a la pregunta de hace unos días: ¿por qué? Y hay otra cosa que no tiene sentido: ¿por qué Meadows vivía en esa mierda de casa? Si era un hombre rico, ¿por qué no actuaba como tal? Bosch caminó un rato en silencio. Aquélla era la pregunta que se había venido haciendo desde la entrevista con Ernst. Pensó en el alquiler de once meses de Meadows, pagado con antelación. Si estuviera vivo, se habría mudado la semana siguiente. Mientras caminaban por aquel jardín de piedras blancas, todo empezó a encajar; ya no quedaba arena en la parte superior del reloj. – Porque el golpe perfecto sólo estaba medio terminado -anunció Bosch-. Al empeñar el brazalete, Meadows lo descubrió demasiado pronto. Por eso tuvieron que cargárselo y recuperar la joya. Ella se detuvo y lo miró. Estaban en un camino de acceso a la sección de la segunda guerra mundial. Bosch se fijó en que las raíces de un viejo roble habían empujado algunas de las viejas lápidas. Parecían dientes a la espera de un odontólogo. – Explícate -le pidió Eleanor. – Los ladrones robaron un montón de cajas para cubrir que lo que realmente querían estaba en la caja de Binh, ¿no? Ella asintió con la cabeza. – Vale. ¿Cuál es el siguiente paso? Quitarse de encima las cosas de las otras cajas para que no vuelvan a aparecer nunca más. No me refiero a venderlas a un perista, sino destruirlas, tirarlas al mar o enterrarlas para siempre en un lugar donde no lo encuentren nunca. Porque en el momento en que aparezca la primera joya, moneda o certificado, la policía tendrá una pista y empezará a investigar. – ¿Entonces crees que a Meadows lo mataron porque empeñó el brazalete? -preguntó Wish. – No del todo. Tiene que haber algo más. ¿Por qué iba Meadows, si poseía una parte de los diamantes de Binh, a molestarse en empeñar un brazalete que sólo valía un par de miles de dólares? ¿Por qué iba a vivir como vivía? No tiene sentido. – Me he perdido, Harry. – Yo también, pero míralo desde este punto de vista. Imaginemos que ellos (Meadows y sus colegas) supieran el paradero de Binh y el otro capitán de la policía, Nguyen Tran, y que supieran dónde guardaba cada uno lo que quedaba de los diamantes que habían traído desde Vietnam. Digamos que había dos bancos y los diamantes estaban en dos cajas de seguridad. Supongamos que van a robar los dos. Primero asaltan el banco de Binh y ahora irán a por el de Tran. Ella hizo un gesto para indicar que le seguía. Bosch notó que la tensión aumentaba. – De acuerdo, planear estas cosas lleva tiempo; hay que elaborar una estrategia, escoger un fin de semana cuando el banco esté cerrado durante tres días seguidos… Necesitan ese tiempo para abrir muchas cajas y que parezca real. Y luego está el tiempo necesario para cavar el túnel. Bosch se había olvidado de fumar, pero en ese momento se dio cuenta y se metió un cigarrillo en la boca. Sin embargo, antes de encenderlo, comenzó a hablar de nuevo. – ¿Me sigues? Ella asintió. Bosch encendió el pitillo. – Vale. Entonces, ¿qué harías tú después de robar el primer banco, pero antes de asaltar el segundo? Evidentemente procurarías pasar inadvertida para no dar ni una sola pista. Destruirías toda la mercancía de la tapadera, los objetos de las otras cajas, sin quedarte nada. Y no tocarías los diamantes de Binh. No podrías empezar a venderlos porque podrían atraer la atención y estropear el segundo golpe. »De hecho, Binh seguramente contrató a tíos para que buscaran los diamantes. Supongo que, después de años de irlos canjeando, debía de estar familiarizado con la red ilegal de piedras preciosas. Así que los ladrones también tenían que ir con cuidado con él. – O sea, que Meadows quebrantó las reglas -resumió ella-. Se quedó algo; el brazalete. Sus compañeros lo descubrieron y se lo cargaron. Después entraron en la tienda de empeños y lo volvieron a robar. -Ella sacudió la cabeza, admirando el plan-. Todo habría sido perfecto si Meadows no hubiera desobedecido. Bosch asintió. Los dos se quedaron inmóviles; primero se miraron el uno al otro y luego a su alrededor, al cementerio. Bosch arrojó la colilla al suelo y la pisó. Cuando ambos alzaron la vista, descubrieron ante sí las paredes negras del monumento a los veteranos del Vietnam. – ¿Qué hace eso ahí? -preguntó ella. – No lo sé. Es una réplica a la mitad de tamaño y en mármol falso. Creo que viaja por todo el país para que lo vea la gente que no puede desplazarse a Washington. De repente Eleanor soltó un gritito y se volvió hacia Bosch. – Harry, ¡este lunes es el día de los Caídos! – Ya lo sé. Los bancos cierran dos días, algunos tres. Tenemos que encontrar a Tran. Ella se volvió para regresar al FBI, mientras él le echaba una última ojeada al monumento. En la ladera de la colina estaba incrustada la larga pared hueca de mármol falso con todos los nombres grabados. Un hombre con un uniforme gris barría el cemento de la base, donde yacía una corona de flores de Jacaranda de color violeta. Harry y Eleanor permanecieron en silencio hasta que salieron del cementerio y comenzaron a caminar por Wilshire en dirección al edificio federal. Finalmente ella le hizo una pregunta que él también se había formulado, pero para la cual no hallaba una respuesta. – ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tanto tiempo? Hace quince años de todo aquello. – No lo sé. Quizá fuera el momento adecuado. De vez en cuando la gente, las circunstancias, ciertas fuerzas invisibles se alían, o al menos eso parece. ¿Quién sabe? Tal vez Meadows se había olvidado de Binh, un día lo vio por la calle y de pronto se le ocurrió la idea: el golpe perfecto. O tal vez fuera el plan de otra persona que tomó forma el día que los tres hombres pasaron juntos en Charlie Company. Los porqués nunca se saben; lo único que podemos averiguar son los cómos y los quiénes. – Harry, ¿te das cuenta de que, si están ahí fuera, o más bien ahí debajo cavando otro túnel, nos quedan menos de dos días para encontrarlos? Tendremos que enviar a un par de equipos para buscarlos. Bosch pensó que mandar un equipo a rastrear por los túneles de la ciudad era confiarse a la suerte. Ella le había dicho que había más de dos mil seiscientos kilómetros de alcantarillas en Los Ángeles; podían buscar en vano durante meses. La clave era Tran. Si localizaban al último capitán de policía, encontrarían el banco. Y a los asesinos de Billy Meadows. Y de Tiburón. – ¿Crees que Binh nos entregaría a Tran? – Si no denunció que le habían robado, dudo mucho que sea la clase de persona que nos vaya a contar lo de Tran. – Tienes razón. Creo que primero debemos intentar encontrarlo nosotros. Dejemos a Binh como último recurso. – Yo empezaré a buscar en el ordenador. – Muy bien. Ni el ordenador del FBI ni las redes informáticas a las que permitía acceder divulgaron el paradero de Ngu-yen Tran. Bosch y Wish no hallaron ninguna mención ni en el Registro de Vehículos, ni en los archivos del Servicio de Inmigración y Naturalización, Hacienda o la Seguridad Social. Tampoco había nada en el registro de nombres ficticios del condado de Los Ángeles, ni en los archivos del Departamento de Aguas y Electricidad o los censos de votantes o contribuyentes. Bosch llamó a Héctor Villabona y confirmó que Tran había entrado en Estados Unidos en la misma fecha que Binh, pero no sacó nada más. Después de tres horas de contemplar las letras ámbar del ordenador, Eleanor lo apagó. – Nada -concluyó-. Está usando otro nombre, pero no lo ha cambiado legalmente, al menos en este condado. No consta en ninguna parte. Se quedaron parados, desanimados y en completo silencio. Bosch se tomó el último trago de café de un vaso de plástico. Eran más de las cinco y la oficina de la brigada antirrobos estaba desierta. Rourke se había ido a casa, tras ser informado de los últimos acontecimientos y decidir no mandar a nadie a los túneles. – ¿Sabéis cuántos kilómetros de túneles hay en Los Ángeles? -había preguntado-. Lo de ahí abajo es como una red de carreteras. Si vuestra teoría es cierta, podrían estar en cualquier parte. Nosotros iríamos dando palos de ciego; ellos jugarían con ventaja y alguno de nosotros podría resultar herido. Bosch y Wish sabían que tenía razón. No discutieron con él, sino que pusieron manos a la obra para encontrar a Tran. Pero al cabo de varias horas habían llegado a la conclusión de que habían fracasado. – No nos queda más remedio que ir a ver a Binh -anunció Bosch cuando terminó su café. – ¿Crees que cooperará? -preguntó ella-. Se dará cuenta de que si queremos a Tran es porque sabemos lo de su pasado. Lo de los diamantes. – No sé qué hará -contestó Bosch-. Iré a verle mañana. ¿Tienes hambre? – Querrás decir que «iremos» a verle mañana -le corrigió ella con una sonrisa-. Y sí, tengo hambre. Vámonos de aquí. Cenaron en un restaurante de Broadway, en Santa Mónica. Eleanor escogió el lugar y, como estaba cerca del apartamento de ella, Bosch se sintió animado y relajado. En un rincón había un trío tocando en un escenario de madera, pero las paredes de ladrillo del local mataban el sonido y lo hacían casi inaudible. Después de cenar, Harry y Eleanor se quedaron un rato en silencio, aferrados a sus cafés. Había una comodidad y calidez entre ellos que Bosch era incapaz de explicarse. Lo cierto era que no conocía a aquella mujer sentada frente a él; le bastaba mirar aquellos duros ojos castaños para confirmarlo. Bosch quería averiguar lo que ocultaban. Habían hecho el amor, pero él quería estar enamorado. Y la deseaba. Como prácticamente siempre, Eleanor pareció leerle el pensamiento. – ¿Vienes a mi casa esta noche? -preguntó. Lewis y Clarke se hallaban en el segundo piso de un aparcamiento situado al otro lado de la calle y a media manzana del Broadway Bar amp; Grill. Agazapado junto a la barandilla de la rampa, Lewis espiaba a través de la cámara. Su objetivo de casi treinta centímetros estaba sujeto a un trípode y enfocado hacia la puerta del restaurante, a unos cien metros de distancia. Esperaba que las luces de la marquesina fueran suficientes. En la cámara tenía un carrete de alta velocidad, pero la luz roja y parpadeante del visor le avisaba de que no presionara el disparador; no había suficiente luz. Lewis decidió que pese a todo lo intentaría. Quería una foto de los dos de la mano. – No lo conseguirás -le dijo Clarke por detrás-. Con esta luz es imposible. – Tú déjame a mí. Si no me sale, no me sale. ¿Qué más da? – Díselo a Irving. – Que se joda Irving. Dice que quiere más pruebas y se las vamos a dar. Sólo estoy intentando hacer lo que él quiere. – Deberíamos acercarnos un poco más al restaurante… Clarke se calló al oír ruido de pasos. Lewis no apartó el ojo del visor, al acecho. Los pasos resultaron ser de un hombre vestido con un uniforme de seguridad azul. – ¿Se puede saber qué hacen aquí? -preguntó el guarda. Clarke le mostró su placa. – Trabajando -contestó. El guarda, un joven de color, se acercó para examinar la placa de Clarke. Al agarrarla para que no temblara, Clarke la retiró de un tirón. – No la toques, colega. Mi placa no se toca. – Ahí pone LAPD. ¿Habéis pedido permiso al Departamento de Policía de Santa Mónica? ¿Saben ellos que estáis aquí? – ¿Y qué importa? Déjanos en paz. Clarke le dio la espalda, pero al ver que el guarda no se iba se encaró con él: – ¿Quieres algo, chaval? – Este aparcamiento es mi territorio, detective Clarke. Yo voy donde quiero. – Tú te vas a la mierda. Yo… Clarke oyó el sonido del disparador y el avance automático del carrete. Cuando se volvió hacia Lewis, éste le miraba sonriente. – Ya la tengo: los dos de la mano -anunció, poniéndose en pie-. Acaban de salir; vámonos. Lewis plegó las patas del trípode y se metió rápidamente en el Caprice gris por el que habían canjeado el Plymouth negro. – Hasta la vista, colega -dijo Clarke, mientras se acomodaba frente al volante. El coche dio marcha atrás, obligando al guarda a dar un salto para esquivarlo. Clarke miró por el retrovisor y sonrió. Mientras conducía hacia la rampa de salida, vio al guarda hablando por una radio portátil. – Ya puedes hablar todo lo que te dé la gana, niñato. Cuando llegaron a la cabina de pago, Clarke le dio el tique y dos dólares al encargado. El hombre lo cogió, pero no levantó el tubo a rayas negras y blancas que hacía de barrera. – Benson me ha dicho que tengo que retenerles -dijo el hombre de la cabina. – ¿Qué? ¿Quién cono es Benson? -le preguntó Clarke. – El guarda. Me ha dicho que esperen un momento. En ese preciso instante los dos agentes de Asuntos Internos vieron a Bosch y Wish pasar por delante del aparcamiento en dirección a Fourth Street. Iban a perderlos. Clarke le mostró su placa al hombre de la cabina. – Estamos trabajando. ¡Suba la puta barrera ahora mismo! – En seguida viene. Yo tengo que hacer lo que dice-Si no, perderé mi trabajo. – ¡Si no nos abre va a perder la barrera, mamón! -gritó Clarke. Clarke pisó a fondo el acelerador para demostrarle que su amenaza iba en serio. – ¿Por qué cree que pusimos una barra de hierro en vez de una valla de madera? Usted pase, pero ya le aviso que se quedará sin parabrisas. Haga lo que quiera. Ah, ahí viene Benson. En el retrovisor Clarke distinguió al guarda de seguridad bajando por la rampa. Estaba a punto de estallar de rabia, cuando notó la mano de Lewis sobre el brazo. – Tranquilo, colega -le dijo Lewis-. Al salir del restaurante iban de la mano. No los perderemos; van a casa de ella. Te apuesto mi turno de conducir a que los alcanzaremos allí. Clarke apartó su mano y soltó un suspiro, tras lo cual su rostro adquirió un aspecto más relajado. – No importa. Todo esto no me gusta nada. Bosch encontró un hueco en Ocean Park Boulevard, en la acera de enfrente del edificio de Eleanor y aparcó, pero no hizo ningún gesto para salir del coche, sino que miró a Eleanor, sintiendo todavía la emoción de unos minutos antes, aunque inseguro sobre adónde iba todo aquello. Ella pareció adivinar sus pensamientos o sentir lo mismo, ya que le puso la mano sobre la suya y se inclinó para besarlo. – Entremos -le susurró. Bosch bajó del Caprice y dio la vuelta para cerrar la puerta de Eleanor, que ya había salido. Los dos se dispusieron a cruzar, pero se detuvieron para dejar pasar un coche. Como llevaba puestas las largas, Bosch apartó la vista y miró a Eleanor. Fue ella quien se dio cuenta de que las luces venían hacia ellos. – ¿Harry? – ¿Qué? – ¡Harry! Bosch se volvió hacia el coche que se acercaba y vio que las luces -que eran en realidad cuatro, procedentes de dos pares de faros cuadrados- los enfocaban a ellos. En esos segundos vitales Bosch concluyó que el coche no se había desviado de modo accidental, sino que venía directamente hacia ellos. Apenas había tiempo, pero éste quedó curiosamente suspendido. A Bosch le dio la impresión de que todo ocurría a cámara lenta; primero se volvió hacia la derecha, hacia Eleanor, y comprobó que ella no necesitaba ayuda. Entonces los dos saltaron sobre el capó del Caprice de Bosch. Él rodó sobre ella y ambos se precipitaron sobre la acera, al tiempo que su coche recibía una violenta sacudida y se oía un chirrido agudo de metal destrozado. Por el rabillo del ojo, Bosch atisbo una ducha de chispas azules antes de aterrizar sobre Eleanor en la estrecha franja de tierra que separaba la calzada y la acera. En ese instante intuyó que estaban a salvo; asustados, pero de momento a salvo. Bosch se incorporó, sacó la pistola y la sostuvo con las dos manos. El automóvil que los había embestido no se había detenido. Se encontraba ya a unos cincuenta metros y se alejaba cada vez a mayor velocidad. Bosch disparó una bala que debió de rebotar en el cristal trasero porque el vehículo estaba demasiado lejos. A su lado, Eleanor disparó dos veces, pero no logró causar ningún daño al coche. Sin decir una palabra, los dos entraron en el Caprice por la puerta de la derecha. Bosch contuvo la respiración mientras giraba la llave de contacto, pero el coche arrancó y se alejó con un chirrido. Harry giró el volante a un lado y a otro mientras ganaba velocidad. La suspensión parecía un poco floja, aunque ignoraba el alcance de los desperfectos. Cuando intentó comprobar el retrovisor lateral, vio que éste había desaparecido. Encendió las luces, pero sólo funcionaba el faro derecho. El vehículo de sus atacantes estaba al menos a cinco manzanas, cerca de la zona en que Ocean Park Boulevard sube una pequeña colina. Las luces del coche se perdieron de vista cuando éste pasó la cima. Bosch dedujo que se dirigía a Bundy Drive, desde donde la autopista 10 estaba a tiro de piedra. Y una vez en ella sería imposible alcanzarlos. Bosch agarró la radio y llamó a centralita, pero no pudo darles una descripción del coche: sólo la dirección de la persecución. – Va hacia la autopista, Harry -gritó Eleanor-. ¿Estás bien? – Sí. ¿Y tú? ¿Has visto la marca? – Estoy bien, sólo un poco asustada. No, no he visto la marca. Creo que era americano… faros cuadrados. No vi el color, pero era oscuro. Si llega a la autopista lo perderemos. Iban hacia el este por Ocean Park, paralelos a la autopista 10, que discurría a unas ocho manzanas al norte. Al acercarse a la cima de la colina, Bosch apagó el faro que funcionaba y cuando llegaron arriba, atisbo la silueta oscura del coche que les había embestido pasando el semáforo del cruce con Lincoln Boulevard. Ya no había duda de que se dirigía a Bundy. Al llegar a Lincoln, Bosch giró a la izquierda, pisó el acelerador y encendió las luces. Al aumentar la velocidad, se oyó un ruido sordo. El neumático delantero izquierdo y la alineación de las ruedas no estaban del todo bien. – ¿Adónde vas? -chilló Eleanor. – Voy a meterme en la autopista. Dicho esto, Bosch vio los rótulos de la autopista y giró a la derecha en dirección a la rampa de entrada. El neumático aguantó mientras se sumaban al tráfico de la 10. – ¿Cómo sabremos quiénes son? -exclamó Eleanor. La vibración del neumático se había convertido en un ruido fuerte y constante. – No lo sé, busca unos faros cuadrados. Al cabo de un minuto llegaron a la entrada de Bundy, pero Bosch no tenía ni idea de si se habrían adelantado al otro coche o si éste ya les llevaba mucha ventaja. De pronto un vehículo apareció por la rampa y entró al carril de aceleración. Era blanco y extranjero. – Ése no es -opinó Eleanor. Bosch pisó a fondo el acelerador y avanzó a toda velocidad. El corazón le latía, acompañando las vibraciones que producía la rueda, en parte por la emoción de la persecución y en parte por la de seguir vivo. Ahora misino podría estar destrozado en el asfalto frente al apartamento de Eleanor. Bosch mantenía el volante firmemente agarrado, como si fueran las riendas de un caballo al galope. Avanzaba entre el escaso tráfico a unos ciento cincuenta kilómetros por hora, mirando el morro frontal de los coches que adelantaba en busca de cuatro faros o un lateral derecho abollado. Medio minuto más tarde, con los nudillos blancos de tanto apretar el volante, llegó hasta un Ford de color burdeos que iba como mínimo a cien por el carril más lento. Bosch pasó por su lado y lo adelantó. Eleanor llevaba la pistola en la mano, pero la sostenía por debajo de la ventanilla para que no se viera desde fuera. El conductor, un hombre de raza blanca, no miró ni dio muestras de haberles visto. Al pasarlo, Eleanor gritó: – ¡Dos pares de faros cuadrados! – ¿Es el coche? -preguntó Bosch con excitación. – No puedo…, no lo sé. No veo si el lado derecho está abollado. Podría ser, pero el tío no ha reaccionado. Ahora le sacaban casi un coche de delantera. Bosch cogió la sirena portátil que guardaba debajo del salpicadero, la sacó por la ventanilla y la colocó en el techo de su coche. Acto seguido encendió la luz giratoria de color azul y lentamente empezó a empujar al Ford hacia el arcén. Eleanor indicó al conductor que se detuviera y éste obedeció. Bosch frenó de repente para dejar que el otro coche pasase al arcén delante de él. Cuando ambos se hubieron detenido junto a la valla de protección, Bosch se dio cuenta de que tenía un problema. Aunque encendió los faros, el único que funcionaba seguía siendo el del lado del pasajero. El coche de delante estaba demasiado cerca de la valla como para que Bosch o Wish vieran si el lateral derecho estaba abollado. Mientras tanto, el conductor permanecía en su asiento, prácticamente a oscuras. – Mierda -exclamó Bosch-. Bueno, tú no salgas hasta que yo te lo diga, ¿de acuerdo? – De acuerdo. Bosch tuvo que cargar todo el peso de su cuerpo contra la puerta para que se abriese. Salió del coche con la pistola en una mano y la linterna en la otra, enfocándola hacia el conductor del otro automóvil. El rugido del tráfico retumbaba en sus oídos. Bosch empezó a gritar, pero una bocina tapó el sonido y una turbulencia causada por un camión lo empujó hacia delante. Volvió a intentarlo; le gritó al hombre que sacara las manos por la ventanilla, donde él pudiera verlas. Nada. Le chilló de nuevo. Bosch esperó apoyado en el parachoques trasero del coche granate hasta que por fin el conductor le hizo caso. Enfocó la linterna sobre el cristal trasero, pero no vio a nadie más en el interior del vehículo. Entonces se acercó corriendo hasta el conductor y le ordenó que saliera lentamente. – ¿Qué es esto? -protestó un hombre bajito, pálido, con el pelo rojizo y un bigote casi transparente. Abrió la puerta del coche y bajó. Llevaba una camisa blanca, pantalones beige y unos tirantes y miró en dirección a los automóviles que pasaban, como clamando por un testigo que presenciara aquella pesadilla. – ¿Puedo ver su placa? -tartamudeó. Bosch se abalanzó sobre él, le dio la vuelta y lo empujó contra el lateral del coche, aplastándole la cabeza y las manos sobre el techo. Mientras lo agarraba por la nuca con una mano y con la otra le ponía una pistola en la oreja, Bosch le gritó a Eleanor que viniera. – Comprueba la parte de delante. El hombre soltó un quejido, como el de un animal asustado, y Bosch notó que estaba temblando. Tenía el cuello pegajoso por el sudor. El detective no dejó de vigilarlo ni para ver dónde estaba Eleanor. De pronto oyó la voz de ella a sus espaldas. – Suéltalo -le dijo-. No es él. No hay ningún desperfecto. Nos hemos equivocado de coche. |
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