"El eco negro" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)SEXTA PARTEWish y Bosch fueron cuestionados por la policía de Santa Mónica, la guardia de tráfico de California, el Departamento de Policía de los Ángeles y el FBI. Una unidad especial se desplazó hasta la jefatura para someter a Bosch a un test de alcoholemia, que pasó. A las dos de la madrugada, sentado en la sala de interrogatorios de una comisaría de la zona oeste de la ciudad, Bosch se sentía totalmente agotado y se preguntaba quiénes serían los próximos, si Hacienda o el Servicio de Guardacostas. A Eleanor y a él los habían separado; Bosch no la había visto desde que llegaron, hacía tres horas. Le preocupaba no poder estar con ella para protegerla de los interrogadores. En ese momento el teniente Harvey Pounds, Noventa y ocho, entró en la sala y le dijo a Bosch que de momento habían terminado. Bosch notó que Noventa y ocho estaba enfadado, y no sólo porque lo habían sacado de la cama a esa hora. – ¿ Cómo es posible que un policía no identifique la marca de un coche que intenta atropellarlo? -le preguntó. Bosch estaba acostumbrado al tono acusatorio de las preguntas, ya que había sido así toda la noche. – Como le he dicho a uno de los agentes, en ese momento estaba un poco ocupado salvando el pellejo. – Y ese tío al que parasteis -le interrumpió Pounds-. Joder, Bosch, lo maltratase en plena autopista… Todos los gilipollas con teléfono móvil han llamado para denunciar secuestro, asesinato y no sé qué más. ¿No podríais haberos asegurado de que era el coche correcto? – Era imposible. Todo está en el informe, teniente. Es la décima vez que lo explico. Pounds se comportaba como si no oyera nada. – Y resulta que el tío es abogado. – ¿Y qué? -dijo Bosch, perdiendo finalmente la paciencia-. Nos disculpamos; fue un error. El coche parecía el mismo. Además, si denuncia a alguien, será al FBI. Ellos están forrados, así que no te preocupes. – No. Nos va a poner un pleito a los dos. Y ya ha amenazado con hacerlo, cono. No es el momento de hacerse el gracioso, Bosch. – Tampoco es el momento de preocuparse sobre lo que hicimos bien o mal. Ninguno de los burócratas que me han interrogado parece preocupado por el hecho de que alguien ha intentado asesinarnos. Sólo quieren saber lo lejos que estaba cuando disparé, si puse en peligro a los viandantes y si tenía suficientes razones para parar al coche. Pues que se jodan. La cuestión es que alguien quiere matarnos a mí y a mi compañera. Perdona si no me importan mucho las molestias que le hemos causado a un picapleitos. Pounds estaba preparado para esa discusión. – Bosch, con las pocas pruebas que tenemos, podría haber sido un borracho. ¿Y qué quieres decir con «compañera»? Sabes perfectamente que estás con el FBI en régimen de préstamo, renovable día a día. Y creo que después de esta noche no lo van a renovar. Lleváis cinco días enteros investigando este caso y, por lo que me ha dicho Rourke, no habéis avanzado nada. – No fue un borracho, Pounds. Nosotros éramos el objetivo. Diga lo que diga Rourke, yo voy a resolver este caso. Y si tú dejas de boicotear nuestros esfuerzos, empiezas a creer en tu propia gente para variar, y me sacas de encima a esos gilipollas de Asuntos Internos, quizá te toque un poco de la gloria cuando lo resolvamos. Las cejas de Pounds se arquearon como montañas rusas. – Sí, ya sé lo de Lewis y Clarke -contestó Bosch-. Y sé que te mantenían informado. Supongo que no te contaron la pequeña charla que tuve con ellos, ¿no? Los pesqué dormidos delante de mi casa. Por la cara que puso Pounds, estaba claro que no se había enterado. Lewis y Clarke no habían dicho nada, lo cual significaba que Bosch no se iba a meter en líos por lo que les había hecho. En ese momento se preguntó dónde estarían los dos detectives cuando los atacaron a Eleanor y a él. Pounds permaneció un buen rato en silencio. Era como un pez nadando alrededor del cebo que Bosch había lanzado, consciente de que había un anzuelo, pero pensando que tal vez existía un modo de llevarse el cebo y salir ileso. Finalmente le pidió a Bosch que le resumiera los resultados de su semana de investigación. Había picado el anzuelo. Bosch le contó los hechos del caso y, aunque Pounds no abrió la boca durante los veinte minutos siguientes, Bosch supo por sus cejas qué cosas no le había mencionado Rourke. Cuando terminó la historia, no hubo más comentarios sobre retirar a Bosch del caso. De todos modos, Harry se sentía muy cansado de todo el asunto. Quería irse a dormir, pero a Pounds aún le quedaba alguna pregunta. – Si el FBI no va a poner a gente en los túneles, ¿deberíamos hacerlo nosotros? Bosch vio que Pounds pensaba en términos de participar en las detenciones. Si enviaba a su gente a los túneles, el FBI no podría dejar de lado al departamento y atribuirse el mérito exclusivo de la operación. Pounds recibiría una palmadita en la espalda del jefe si lograba evitar aquella maniobra. Sin embargo, Bosch había llegado a la conclusión de que Rourke tenía razón. Enviar a un equipo al túnel significaba correr el riesgo de un encuentro fortuito y la posibilidad de que hubiera muertos. – No -le dijo Bosch a Pounds-. Veamos primero si logramos sonsacarle a Tran dónde guarda su dinero. Ni siquiera sabemos si se trata de un banco. Pounds había oído suficiente. Se levantó y le informó a Bosch de que podía irse. No obstante, cuando se disponía a salir de la sala de interrogatorios, añadió: – No creo que tengas problemas con el incidente de esta noche. Por lo que parece, hiciste lo que pudiste. El abogado se puso un poco nervioso, pero ya se le pasará. Bosch no hizo ningún comentario. – Una cosa -prosiguió Pounds-. Me preocupa el hecho de que esto ocurriera delante de la casa de la agente Wish. Da un poco de mala impresión. Sólo la estabas acompañando hasta la puerta, ¿no? – No me importa lo que pareciera, teniente -respondió-. Estaba fuera de servicio. Pounds miró a Bosch un momento, sacudió la cabeza como si éste le hubiera rechazado su mano y salió del cuarto. Bosch halló a Eleanor sola en una sala contigua. Tenía los ojos cerrados, la cabeza sobre las manos, y los codos sobre la superficie rayada de la mesa de madera. Cuando Bosch entró, ella abrió los ojos y sonrió, y él se olvidó al instante de la fatiga, la frustración y la rabia que lo embargaban. Aquélla era una sonrisa de complicidad entre niños que se han salido con la suya con los adultos. – ¿Ya estás? -le preguntó ella. – Sí, ¿y tú? – Hace más de una hora. Sólo te querían empapelar a ti. – Como siempre. ¿Se ha ido Rourke? – Sí. Y quiere que mañana le mantenga informado cada dos horas. Después de lo que ha ocurrido esta noche cree que no ha controlado suficientemente este asunto. – O a ti. – Sí, parece que también hay algo de eso. Me ha preguntado qué hacíamos en mi casa. Yo le he contestado que me habías acompañado hasta la puerta. Bosch se dejó caer en una silla al otro lado de la mesa y metió el dedo en un paquete de tabaco en busca de un cigarrillo. Quedaba uno, que se puso en la boca pero no encendió. – Además de sentirse excitado o celoso por lo que pudiéramos estar haciendo, ¿qué opina Rourke sobre quién intentó arrollarnos? -preguntó Bosch-. ¿Un conductor borracho, como cree mi gente? – Sí, mencionó la teoría del conductor borracho, pero también me preguntó si tenía un ex novio celoso. No parecía muy convencido de que tuviera que ver con nuestro caso. – No se me había ocurrido la idea del ex novio. ¿Y qué le dijiste? – Eres igual de maquiavélico que él -dijo con su preciosa sonrisa-. Le dije que no era de su incumbencia. – Bien hecho. ¿Y de la mía? – La respuesta es no. -Ella le dejó unos segundos colgado de un hilo antes de añadir-: Quiero decir que no tengo ex novios celosos. Y ahora, ¿qué te parece si nos vamos y volvemos a donde estábamos (consultó un momento su reloj) hace unas cuatro horas? Bosch se despertó en la cama de Eleanor Wish bastante antes de que la luz del amanecer se filtrara por las cortinas de la puerta corredera. Incapaz de vencer el insomnio, acabó por levantarse. Después de ducharse en el cuarto de baño del piso de abajo, revolvió los armarios de la cocina y la nevera con la intención de preparar un desayuno de café, huevos y bollos de pasas y canela. No había beicon. Cuando oyó cerrarse el grifo de la ducha del piso de arriba, Bosch subió un vaso de zumo de naranja y se encontró a Eleanor frente al espejo del baño. Estaba desnuda y trenzándose el pelo, que había dividido en tres mechones gruesos. El se quedó hechizado y la observó mientras ella se acababa la trenza. A continuación ella aceptó el zumo y un largo beso de Bosch, se puso su bata corta y los dos bajaron a desayunar. Después del desayuno, Harry abrió la puerta de la cocina y encendió un cigarrillo en el umbral. – ¿Sabes? -dijo-. Estoy contento porque no pasó nada. – ¿Ayer? – Sí. Si te hubiera pasado algo, no sé cómo hubiera reaccionado. Ya sé que acabamos de conocernos, pero… me importas… – Tú a mí también. Aunque Bosch se había dado una ducha, llevaba la ropa más sucia que el cenicero de un coche de segunda mano y al cabo de un rato le dijo a Eleanor que tenía que pasar por casa a cambiarse. Ella decidió ir al Buró a comprobar las consecuencias de la noche anterior y conseguir lo que pudiera sobre Binh. Acordaron reunirse en la comisaría de Hollywood porque estaba más cerca de la tienda de Binh y, además, Bosch tenía que devolver su coche abollado. Ella lo acompañó a la puerta y lo besó como si fuera un contable que se iba a la oficina. Al llegar a casa, Bosch no encontró ningún mensaje en el contestador automático ni rastro de que hubiera entrado alguien. Después de afeitarse y cambiarse de ropa, bajó la colina por Nichols Canyon para coger Wilcox. Una vez en la comisaría, Bosch estuvo trabajando en su mesa, poniendo al día el Informe Cronológico del Oficial Investigador hasta la llegada de Eleanor, a eso de las diez. La oficina estaba llena de detectives que, siendo en su mayoría hombres, interrumpieron lo que estaban haciendo para mirarla. Cuando Eleanor se sentó en la silla de acero junto a la mesa de Homicidios sonreía con incomodidad. – ¿Qué te pasa? – Nada, pero esto es peor que entrar en Biscailuz -dijo ella, haciendo referencia a una de las cárceles de la ciudad. – Ya lo sé. Estos tíos son más guarros que la mayoría de exhibicionistas. ¿Quieres un vaso de agua? -No, gracias. ¿Listo? -Vamos allá. Cogieron el coche nuevo de Bosch, que en realidad tenía un mínimo de tres años y ciento veintitrés mil kilómetros. El encargado de los vehículos de la comisaría era un agente que había estado atado a la mesa desde que perdió cuatro dedos al coger un petardo durante el carnaval. Según él, aquel coche era lo mejor que tenía. Los recortes de presupuesto habían paralizado la renovación de la flota, a pesar de que a la larga el departamento acababa gastándose más en reparaciones. Por lo menos, tal como descubrió Bosch cuando arrancó, el aire acondicionado funcionaba bastante bien. Al parecer venían vientos de Santa Ana y el fin de semana se preveía más caluroso de lo normal para la época del año. Las investigaciones de Eleanor sobre Binh revelaron que tenía una oficina y un negocio en Vermont Avenue, cerca de Wilshire Boulevard. En aquella zona había más tiendas coreanas que vietnamitas, pero ambas comunidades coexistían pacíficamente. Wish había descubierto que Binh controlaba una serie de empresas que importaban de Oriente ropa y productos electrónicos a bajo precio y luego los vendían en el sur de California y México. Muchos de los artículos que los turistas estadounidenses compraban se traían de México, convencidos de haber hecho una buena compra, ya habían pasado por aquí. El negocio parecía rentable sobre el papel, aunque tampoco era un gran imperio. De todos modos, aquello fue suficiente para que Bosch se cuestionara si Binh necesitaba los diamantes. O si realmente los había tenido. Binh era el propietario del edificio donde se encontraba su oficina y el bazar de productos electrónicos, un antiguo concesionario de automóviles de los años treinta que alguien había reconvertido años antes de que Binh llegara al país. Aquel bloque de cemento sin armar con enormes ventanales en la fachada estaba destinado a desmoronarse al primer temblor fuerte. Sin embargo, para alguien que había logrado salir de Vietnam del modo en que Binh lo había hecho, los terremotos, más que un riesgo, debían de parecerle un pequeño inconveniente. Después de encontrar un espacio para aparcar al otro lado de la calle de Ben's Electronics, Bosch le dijo a Eleanor que quería que ella se encargase del interrogatorio, al menos al principio. Bosch opinaba que Binh seguramente se sentiría más proclive a hablar con los federales que con la policía local. Ambos acordaron empezar suave y luego preguntar por Tran. Lo que Bosch no le dijo a Eleanor es que tenía otro plan en mente. – Es un poco raro que un hombre que tiene diamantes en una cámara acorazada trabaje en un sitio así -observó Bosch al salir del coche. – Que tenía diamantes -le corrigió ella-. Y recuerda que no podía ostentar porque tenía que parecer un inmigrante cualquiera, dar la impresión de que vivía al día. Los diamantes, si es que los hubo, debieron de ser su aval para conseguir este lugar, pero todo tenía que parecer como si hubiera empezado de cero. – Espera un momento -le dijo Bosch cuando llegaron al otro lado de la calle. Le contó a Eleanor que se había olvidado de pedirle a Edgar que fuera esa tarde al juzgado en su lugar. Señaló un teléfono en una gasolinera junto al edificio de Binh y corrió hacia allá. Eleanor se quedó atrás, contemplando el escaparate del bazar. Bosch llamó a Edgar pero no le dijo nada sobre el juzgado. – Jed, necesito un favor. Ni siquiera hace falta que te levantes de la silla. Edgar dudó, como Bosch esperaba. – ¿Qué quieres? – No me lo digas así, sino: «Sí, claro, Harry, ¿qué quieres?» – Venga, Harry, los dos sabemos que nos tienen controlados. Tenemos que ir con cuidado. Dime lo que necesitas y yo te diré si puedo hacerlo. – Sólo quiero que me avises por el busca dentro de diez minutos. Tengo que salir de una reunión. Me avisas y cuando yo te llame por teléfono, no digas nada durante un par de minutos. Si no te llamo, vuélveme a avisar dentro de cinco minutos. Ya está. – ¿Ya está? ¿Nada más? – Nada más. Dentro de diez minutos. – Muy bien, Harry -dijo Edgar con voz aliviada-. Oye, me han contado lo que te pasó ayer por la noche. Uf, por los pelos, ¿no? Y por aquí he oído que no fue un borracho. Ten cuidado, colega. – Siempre lo tengo. ¿Qué pasa con Tiburón? – Nada. Fui a ver a su grupito, tal como me dijiste. Dos de ellos me contaron que habían estado con él aquella noche. Yo creo que iban a la caza de maricones. Me dijeron que lo perdieron de vista cuando se metió en un coche. Eso fue un par de horas antes de que se recibiera el aviso de que el chico estaba en el túnel del Bowl. Parece que quienquiera que fuera en ese coche se lo cargó. – ¿Tienes una descripción? – ¿Del coche? No muy buena. Un sedán americano, de color oscuro. Un modelo nuevo. Nada más. -¿Qué tipo de faros? – Bueno, les mostré a los chicos el catálogo de coches y escogieron distintos faros de atrás. Un chico dijo redondos y el otro rectangulares. En cambio en los de delante los dos dijeron que eran… – Cuadrados, dos pares de faros cuadrados. – Pues sí. Harry, ¿estás pensando que este coche es el que os arrolló a ti y a la mujer del FBI? ¡Joder! Tenemos que quedar para hablarlo. – Quizá más tarde. De momento dame un toque dentro de diez minutos. – De acuerdo: diez minutos. Bosch colgó y regresó junto a Eleanor, que estaba mirando los radiocasetes del escaparate. Ambos entraron en la tienda, se libraron de dos vendedores, se quedaron mirando una pila de cámaras de vídeo que valían quinientos dólares cada una y finalmente informaron a la mujer de la caja registradora de que habían venido a ver a Binh. La mujer los miró con cara de no comprender nada hasta que Eleanor le mostró su placa y una tarjeta de identificación del FBI. – Un momento -dijo la mujer, y a continuación desapareció por una puerta situada detrás del mostrador. En la puerta había una ventanita de espejo que a Bosch le recordó la de la sala de interrogatorios de Wilcox. Bosch consultó su reloj. Tenía ocho minutos. El hombre del pelo blanco que emergió de la puerta parecía rondar los sesenta años. Aunque era bajo, Bosch adivinó que había sido fuerte, pero su complexión se había ido suavizado gracias a su nueva vida, más fácil que en su país de origen. Llevaba unas gafas de montura plateada con cristales rosados, pantalones de pinzas y una camisa deportiva, cuyo bolsillo se caía con el peso de una docena de bolígrafos y una pequeña linterna. Ngo van Binh no era ostentoso en ningún sentido. – ¿Señor Binh? Me llamo Eleanor Wish y soy del FBI. Éste es el detective Bosch, del Departamento de Policía de Los Ángeles. Querríamos hacerle unas preguntas. – Sí-dijo, sin alterar la dura expresión de su cara. – Es sobre el robo al banco donde usted tenía una caja. – No denuncié la pérdida. Mi caja sólo contenía objetos de valor sentimental. «Los diamantes tienen un gran valor sentimental», pensó Bosch, pero en cambio dijo: – Señor Binh, ¿podríamos ir a su despacho para hablar en privado? – Sí, pero les repito que no perdí nada. Compruébenlo ustedes; está en los informes. Eleanor extendió la mano para indicarle a Binh que los guiara y ambos lo siguieron a través de la puerta con la ventanita. Ésta daba a una especie de almacén donde cientos de artículos electrónicos se apilaban en unas estanterías de metal que llegaban hasta el techo. Los tres entraron en una habitación más pequeña: un taller de reparación o ensamblaje donde una mujer comía de un bol sentada en un banco. Cuando pasaron no levantó la vista. Al fondo del taller había dos puertas y la comitiva entró en el despacho de Binh. Allí éste se despojaba de su apariencia humilde. El despacho era grande y lujoso, con una mesa y dos sillas a la derecha, y un sofá de piel oscura en forma de L a la izquierda. Junto al sofá se extendía una alfombra oriental con el dibujo de un dragón tricéfalo a punto de atacar. Y enfrente había dos paredes enteras llenas de libros y un equipo de alta fidelidad y de vídeo mucho más sofisticado que los que Bosch había visto en la tienda. «Deberíamos habernos presentado en su casa -pensó Bosch-. Así, habríamos visto cómo vive, no cómo trabaja.» Bosch echó una ojeada rápida a la habitación y vio un teléfono blanco en la mesa. Sería perfecto. El aparato era una pieza de anticuario, de ésos con un disco redondo para marcar y en los que el auricular descansa sobre una horquilla de metal. Binh se disponía a sentarse en su mesa, pero Bosch lo detuvo. – Señor Binh, ¿le importa que nos sentemos aquí en el sofá? Queremos que esto sea lo más informal posible. Y, si quiere que le diga la verdad, estamos hartos de sentarnos en mesas. Binh se encogió de hombros como dándoles a entender que le daba igual, que le importunaban de todas formas. Aquél era un gesto típicamente americano, por lo que Bosch pensó que su dificultad con el idioma no era más que una fachada para aislarse cuando le convenía. Binh se sentó en un extremo del sofá en forma de L, mientras Eleanor y Bosch se sentaban en el otro. – Qué despacho tan bonito -comentó Bosch mirando a su alrededor, al tiempo que se aseguraba de que no hubiera otro teléfono en la habitación. Binh asintió con la cabeza. No les ofreció ni té, ni café ni palabras de cortesía, sino que simplemente dijo: – ¿Qué quieren, por favor? Bosch miró a Eleanor. – Señor Binh, estamos repasando nuestra investigación. Usted no declaró ninguna pérdida económica en el robo a la cámara… -comenzó ella. – Eso es. Ninguna pérdida. – Exactamente. ¿Qué guardaba usted en la caja? – Nada. – ¿Nada? – Papeles y esas cosas, nada de valor. Ya se lo dije a todo el mundo. – Sí, ya lo sabemos. Sentimos mucho molestarle de nuevo, pero el caso sigue abierto y tenemos que volver atrás para ver si nos hemos olvidado de algo. ¿Podría decirme con detalle qué papeles perdió? Eso podría ayudarnos en caso de que recuperemos algún objeto. Eleanor sacó de su bolso una libretita y un bolígrafo. Binh miró a sus dos visitantes con cara de no comprender en qué podía ayudar esa información. – Le sorprendería lo importante que son las pequeñas… -empezó a decir Bosch, pero le interrumpió el pitido del busca. Bosch se sacó el aparato del cinturón y echó un vistazo a la pantalla. A continuación se levantó y miró a su alrededor, como si acabara de fijarse en la habitación por primera vez. Se preguntó si se estaría pasando. – Señor Binh, ¿puedo usar su teléfono? Será una llamada local. Cuando Binh asintió, Bosch caminó hacia la mesa, se inclinó y cogió el auricular. A continuación hizo ver que comprobaba el número de nuevo y luego llamó a Edgar. Mientras esperaba, permaneció de espaldas a Eleanor y a Binh, levantando la vista como para contemplar un tapiz de seda colgado en la pared. En ese momento Binh le contaba a Eleanor que la caja contenía sus documentos de inmigración y ciudadanía. Bosch guardó el busca en el bolsillo de la chaqueta y aprovechó para sacar la navaja de bolsillo, el micrófono y la pequeña pila que había desconectado de su propio teléfono. – Aquí Bosch. ¿Quién me buscaba? -inquirió cuando Edgar cogió el teléfono. Después de que éste colgara, Bosch continuó-: Le espero, pero dile que estoy en medio de una entrevista. ¿Qué es tan urgente? Mientras Binh seguía hablando, Bosch se volvió ligeramente hacia la derecha e inclinó la cabeza como si estuviera aguantando el auricular con la oreja izquierda, donde Binh no pudiera verlo. De hecho, Bosch bajó éste a la altura del estómago, abrió la tapa con la navaja (tosiendo fuerte mientras lo hacía) y tiró del audio receptor. Con una mano conectó el micrófono a su pila, operación que había practicado mientras esperaba a que le dieran un nuevo coche en la comisaría de Wilcox, y luego volvió a introducir el receptor y a poner la tapa, tosiendo una vez más para camuflar cualquier ruido. – De acuerdo -le dijo Bosch al teléfono-. Bueno, dile que le llamaré cuando haya terminado. Gracias. Bosch colgó, se metió la navaja en el bolsillo y volvió al sofá, donde Eleanor estaba apuntando algo en su libreta. Cuando acabó de escribir, miró a Bosch y él supo sin ninguna otra señal que a partir de ese instante la entrevista tomaría otro rumbo. – Señor Binh -dijo ella-. ¿Está seguro de que eso era todo lo que tenía en la caja? – Sí, claro. ¿Por qué me lo pregunta tantas veces? -Señor Binh, sabemos quién es usted y las circunstancias de su llegada a este país. Sabemos que usted era un agente de la policía. – Sí, ¿y qué? ¿Qué quiere decir? -También sabemos otras cosas… -Sabemos -interrumpió Bosch- que usted ganaba mucho dinero en Saigón. Y que a veces cobraba en diamantes. – No entiendo. ¿Qué dice? -preguntó Binh, mirando a Eleanor y señalando a Bosch con la mano. Se servía de la barrera del idioma como táctica de defensa. A medida que avanzaba la entrevista parecía saber menos inglés. – Quiere decir lo que dice -respondió ella-. Sabemos que usted se trajo diamantes desde Vietnam, capitán Binh. También estamos informados de que los guardaba en la cámara acorazada. Creemos que los diamantes fueron la causa del robo al banco. La noticia no pareció sorprenderle, porque seguramente ya se lo había imaginado. – Esto no es verdad -fue su única respuesta. – Señor Binh, tenemos su expediente -continuó Bosch-. Lo sabemos todo sobre usted, que estuvo en Saigón, todo lo que hizo y lo que se trajo cuando vino a Estados Unidos. No sé en qué está metido actualmente; todo parece legal, pero eso no nos importa. Lo que nos importa es quién asaltó ese banco. Y lo asaltaron para robarle a usted; se llevaron el aval de este negocio y del resto de sus bienes. Bueno, no creo que le estemos diciendo nada que usted no se haya imaginado. Quizás incluso haya pensado que su compañero Nguyen Tran estaba detrás de todo esto, dado que él sabía lo de los diamantes y dónde los guardaba. No es una idea descabellada, pero nosotros no creemos que el culpable sea él. De hecho, creemos que él será la próxima víctima. La expresión pétrea de Binh no se resquebrajó lo más mínimo. – Señor Binh, queremos hablar con Tran -concluyó Bosch-. ¿Dónde está? Binh miró a través de la mesa baja que tenía delante a la alfombra con el dragón de tres cabezas. A continuación juntó las manos sobre el regazo, sacudió la cabeza y dijo: – ¿Quién es este Tran? Eleanor lanzó una mirada enojada a Bosch e hizo un último intento de recuperar la relación que había establecido con el hombre antes de que Harry interviniera. – Capitán Binh, no nos interesa presentar cargos contra usted. Solamente queremos evitar el asalto a otra cámara acorazada antes de que ocurra. ¿Puede ayudarnos, por favor? Binh no respondió, sino que bajó la cabeza y se miró las manos. – Mire, Binh, no sé qué le va a usted en todo esto -dijo Bosch-. Puede que incluso tenga a gente intentando encontrar a los ladrones, pero le prometo que no va a sufrir represalias. Así que díganos dónde está Tran. – No conozco a ese hombre. – Nosotros somos su única oportunidad; tenemos que encontrar a Tran. La gente que le robó a usted ha vuelto a los túneles. Si no encontramos a su amigo este fin de semana, ustedes dos se quedarán sin nada. Binh permaneció impasible, tal como Bosch imaginaba. Eleanor se levantó. – Piénselo bien, señor Binh -insistió. – A todos nos queda poco tiempo: a nosotros y a su viejo socio -le recordó Bosch mientras se dirigían a la puerta. Después de salir de la tienda, Bosch miró a ambos lados de la calle y cruzó corriendo Vermont Avenue. Eleanor caminó hasta él visiblemente furiosa. Bosch entró en el coche y deslizó la mano debajo del asiento delantero para coger el Nagra. Lo encendió y puso la velocidad de grabación al máximo. Supuso que no tendrían que esperar mucho y rezó para que los aparatos eléctricos de la tienda no distorsionaran la recepción. Eleanor entró por la otra puerta y comenzó a quejarse: – Fantástico -exclamó-. Ya no podremos sacarle nada. Ahora mismo llamará a Tran y… ¿qué es eso? – Un regalito de los buitres. Me pincharon el teléfono; muy típico de Asuntos Internos. – Y tú lo has colocado en… -Ella señaló la tienda y él asintió-. Bosch, ¿te das cuenta de lo que podría pasarnos, de lo que esto significa? Ahora mismo vuelvo y… Ella abrió la puerta del coche, pero él alargó la mano y la cerró de golpe. – No lo hagas. Esta es nuestra única forma de llegar a Tran. Binh no iba a decírnoslo, por muy bien que hiciéramos la entrevista y, aunque pongas esa cara de odio, en el fondo sabes que es verdad. O esto o nada. Si Binh avisa a Tran, con un poco de suerte descubriremos dónde está o al menos podremos empezar a buscarlo. Lo sabremos muy pronto. Eleanor lo miró a los ojos y sacudió la cabeza. – Bosch, podríamos perder nuestro trabajo. ¿Cómo has podido hacer una cosa así sin consultarme? – Por eso mismo. Yo puedo perder mi trabajo; tú no lo sabías. – Pero no lograría probarlo. Todo parecería una trampa; yo le mantengo ocupado mientras tú interpretas tu pequeño papel por teléfono. – Lo era, pero tú no lo sabías. Además, Binh y Tran no son los objetivos de nuestra investigación. No estamos reuniendo pruebas contra ellos, sino gracias a ellos. Esto nunca entrará en nuestro informe. Y si él encuentra el micrófono no puede probar que yo lo metí. No había número de registro; lo comprobé. Los de Asuntos Internos son tontos, pero no tanto. No pasará nada; no te preocupes. – Harry, eso no es… La luz roja del Nagra se encendió. Alguien estaba usando el teléfono de Binh. Bosch comprobó que la cinta estaba girando. – Eleanor, tú decides -dijo Bosch sosteniendo la grabadora en la palma de la mano-. Apágala si quieres. Ella miró a la grabadora y luego a Bosch. Justo entonces terminaron de marcar el número y el coche se quedó en completo silencio. Un timbre empezó a sonar al otro lado de la línea. Eleanor desvió la mirada. Alguien contestó el teléfono. Hubo un intercambio breve de palabras en vietnamita y después más silencio. Finalmente respondió otra voz, que inició una conversación, también en vietnamita. Bosch sabía que una de las voces pertenecía a Binh. La otra sonaba como la de un hombre de la edad de éste. Eran Binh y Tran, de nuevo juntos. Eleanor soltó una risa forzada. – Genial. Harry, ¿a quién vamos a pedir que nos lo traduzca? No podemos contarle esto a nadie; sería demasiado arriesgado. – No pensaba traducirlo. -Bosch apagó el receptor y rebobinó la cinta-. Saca tu libretita y un bolígrafo. Bosch puso la grabadora a la velocidad más lenta posible y le dio al PLAY. Cuando Binh comenzó a marcar, Bosch empezó a contar el número de clics y le fue recitando los números a Eleanor, que los apuntó en su libreta. El teléfono llevaba el prefijo 714, el del condado de Orange. Bosch encendió la grabadora; la conversación entre Binh y el hombre continuaba. Después de apagarla, Bosch llamó por radio a centralita y pidió el nombre y la dirección correspondientes a aquel número de teléfono. Como iban a tardar unos minutos en comprobarlo, Bosch arrancó y se dirigió al sur, hacia la autopista 10. Ya iba por la 5 en dirección al condado de Orange, cuando le devolvieron la llamada. El número pertenecía a un negocio llamado Tan Phu Pagoda en Westminster. Bosch miró a Eleanor, que desvió la mirada. – Little Saigon -aclaró él. Al cabo de una hora Bosch y Wish llegaron a la Tan Phu Pagoda, un centro comercial en Bolsa Avenue donde ninguno de los rótulos estaba en inglés. La fachada del edificio, de estucado crema, estaba compuesta por media docena de ventanales que daban al aparcamiento. Casi todos los negocios eran pequeños bazares donde se vendían una amplia variedad de artículos, desde productos electrónicos a camisetas. Había dos restaurantes vietnamitas, uno en cada punta, que se disputaban el negocio. Al lado de uno de ellos, una puerta de cristal daba paso a un local sin escaparate. A pesar de que ni Bosch ni Wish sabían descifrar las palabras de la puerta, en seguida dedujeron que se trataba de la oficina del centro comercial. – Tenemos que entrar para confirmar que es el negocio de Tran y comprobar si está ahí y si hay otras salidas -dijo Bosch. – Ni siquiera sabemos qué pinta tiene -le recordó Wish. Bosch pensó un momento. Si Tran no usaba su nombre verdadero, se alarmaría si entraban preguntando por él. – Tengo una idea -anunció Wish-. Busca una cabina. Yo entro en la oficina, tú marcas el número y yo me fijo si suena. Si oigo un teléfono estamos en el sitio correcto. También intentaré ver si está Tran y si hay más salidas. – Podría ser un antro o un garito ilegal, con teléfonos sonando cada diez segundos -objetó Bosch-. ¿Cómo sabrás que soy yo? Ella se calló un instante. – Seguramente no hablan inglés, o al menos no muy bien -dijo ella-. Pides por alguien que lo hable y, cuando se ponga, dices algo que provoque una reacción que yo pueda ver. – Eso si el teléfono está en un sitio a la vista. Ella se encogió de hombros. Su mirada le decía que estaba harta de que él boicoteara todas sus sugerencias. – Es lo único que podemos hacer. Venga, ahí hay una cabina; no tenemos mucho tiempo. Bosch salió del aparcamiento y condujo hasta la cabina, situada media manzana más abajo, delante de una tienda de bebidas alcohólicas. Wish caminó hacia la Tan Phu Pagoda y Bosch esperó a que llegara a la puerta de la oficina para meter una moneda de veinticinco centavos en el teléfono y marcar el número que había anotado en frente de la tienda de Binh. Comunicaban. Bosch miró de reojo hacia la oficina; Wish había desaparecido. Volvió a insertar la moneda y llamar. Seguían comunicando. Bosch repitió la operación dos veces más en rápida sucesión hasta conseguir línea. Estaba considerando la posibilidad de que se hubiera equivocado al marcar cuando finalmente cogieron el teléfono. – Tan Phu -dijo una voz masculina. «Joven, asiático, de unos veinticinco años», pensó Bosch. No era Tran. – ¿Tan Phu? -preguntó Bosch. – Sí, ¿dígame? Bosch no sabía qué hacer, así que se puso a silbar. La reacción fue una ráfaga verbal de la cual Bosch no pudo comprender ni una sola palabra o sonido. Después de que le colgaran de golpe, Bosch regresó al coche y condujo de vuelta al centro comercial. Estaba circulando lentamente por el estrecho aparcamiento cuando vio a Wish al otro lado de la puerta de cristal con un hombre asiático. Al igual que Binh, tenía el pelo gris y un aire especial: un poder y una fuerza silenciosos, sutiles. El hombre le abrió la puerta a Eleanor y asintió con la cabeza mientras ella se despedía. La observó cuando se alejaba y finalmente volvió al interior de la tienda. – Harry -dijo nada más entrar en el coche-, ¿qué le has dicho al chico por teléfono? – Nada. ¿Era su oficina o no? – Sí. Creo que ése que me ha abierto la puerta era nuestro querido señor Tran. Un hombre simpático. – ¿Y qué le has contado para haceros tan amigos? – Que era una agente inmobiliaria. Cuando he entrado, he preguntado por el jefe. Entonces el señor del pelo gris ha salido de un despacho en la parte de atrás. Me ha dicho que se llamaba Jimmie Bok. Le he contado que representaba a unos inversores japoneses y le he preguntado si le interesaba vender su centro comercial. Él me ha respondido que no. En un inglés impecable me ha dicho, textualmente: «Yo compro, no vendo.» Luego me ha acompañado a la puerta, pero creo que era Tran. Tenía un no sé qué… – Sí, ya lo he visto -convino Bosch. Acto seguido, Bosch cogió la radio y pidió a centralita que buscaran el nombre Jimmie Bok en el Ordenador Nacional de Inteligencia Criminal y el Registro de Vehículos. Eleanor describió el interior de la oficina. Había una recepción en el centro, detrás de la cual arrancaba un pasillo con cuatro puertas. La del fondo parecía una salida, a juzgar por la doble cerradura. No había ninguna mujer y sí cuatro hombres como mínimo, sin contar a Bok. Dos de ellos parecían matones, ya que se habían levantado del sofá de la recepción cuando Bok emergió de la puerta central del pasillo. Bosch salió del aparcamiento y dio la vuelta a la manzana, metiéndose en el callejón de la parte de atrás. Bosch se detuvo cuando vio una limusina Mercedes de color dorado aparcada frente a una de las entradas traseras del complejo comercial, en cuya puerta había una cerradura doble. – Ése debe de ser su cochecito -comentó Wish. Ambos decidieron vigilar la limusina. Bosch pasó de largo y aparcó al fondo del callejón, detrás de un contenedor, pero al comprobar que estaba lleno de la basura del restaurante dio marcha atrás para aparcar en la calle lateral, de manera que los dos pudieran ver la parte trasera del Mercedes por la ventanilla del pasajero. Así, Bosch también podía mirar a Eleanor. – Supongo que nos toca esperar. – Eso parece. No podemos saber si hará algo después del aviso de Binh. Quizá ya lo hizo después del robo del año pasado y estamos perdiendo el tiempo. En ese instante Bosch recibió una llamada de centralita: Jimmie Bok no había cometido ninguna infracción, de tráfico, vivía en Beverly Hills y no tenía antecedentes penales. Nada más. – Yo vuelvo a la cabina -anunció Eleanor. Bosch la miró sorprendido-. Tengo que dar el parte a Rourke. Le diré que hemos encontrado a este tío y le pediré que ponga a alguien a llamar a algunos bancos con su nombre. Para comprobar si está en la lista de clientes. También me gustaría que lo pasara por el registro de la propiedad. Él me ha dicho: «Compro, no vendo» y me gustaría averiguar qué compra. – Dispara si me necesitas -dijo Bosch y ella sonrió mientras salía del coche. – ¿Quieres algo de comer? -preguntó ella-. Estoy pensando en pedir alguna cosa en uno de los restaurantes de delante. – Sólo un café -contestó él. No había tomado comida vietnamita en los últimos veinte años. Bosch la observó mientras ella caminaba hacia la parte delantera del centro. Unos diez minutos después de que ella se hubiera ido, mientras vigilaba el Mercedes, Bosch vio pasar un coche al otro lado del callejón. En seguida se dio cuenta de que se trataba de un vehículo de la policía: un Ford LTD blanco con unos tapacubos baratos que apenas cubrían las llantas del coche. Bosch iba alternando una ojeada al Mercedes con otra al retrovisor para ver si el Ford daba la vuelta a la manzana. Pero al cabo de cinco minutos aún no había aparecido. Wish llegó unos diez minutos después de aquello. En la mano llevaba una bolsa grasienta de papel marrón, de la cual sacó un café y dos recipientes de cartón. Ella le ofreció arroz al vapor y boh de cangrejo. Él declinó la invitación y bajó la ventanilla. Tras dar un sorbito al café, Bosch hizo una mueca de asco… – Esto sabe como si hubiera hecho todo el viaje desde Saigón -comentó-. ¿Has encontrado a Rourke? – Sí. Va a pedirle a alguien que investigue a Bok y me avisarán si encuentran algo. Quiere saber, por radio, todo lo que pasa cuando el Mercedes se ponga en marcha. Pasaron dos horas charlando tranquilamente y vigilando el Mercedes dorado. Finalmente Bosch anunció que iba dar una vuelta a la manzana para cambiar un poco de aires. Lo que no le dijo a Wish era que estaba aburrido, se le estaba durmiendo el culo y quería encontrar al Ford blanco. – ¿Crees que deberíamos llamar para ver si sigue allí y colgar si se pone? -preguntó ella. – Si Binh le avisó, una llamada así podría preocuparle y hacerle actuar con más cautela. Bosch condujo hasta la esquina y pasó por delante de las tiendas. No le llamó la atención nada. Dio la vuelta a la manzana y volvió a aparcar en el mismo sitio. No había visto el Ford. En cuanto regresaron a su puesto, sonó el busca de Wish y ella volvió a salir a telefonear. Bosch se concentró en el Mercedes dorado, intentando olvidarse del Ford por el momento. Cuando, al cabo de veinte minutos, Eleanor aún no había regresado, Bosch empezó a ponerse nervioso. Eran algo más de las tres de la tarde y Bok/Tran aún no se había marchado. Algo no iba bien, pero ¿qué? Bosch fijó la vista en la esquina del centro comercial, a la espera de que la figura de Eleanor se recortara contra el estucado. Entonces oyó un ruido, como un impacto sordo. Luego uno o dos más. ¿Serían disparos? Pensó en Eleanor y el corazón le dio un vuelco. ¿Habría sido simplemente el ruido de una puerta? Miró al Mercedes, pero desde aquella posición sólo distinguía el maletero y las luces de atrás. No había nadie junto al coche. Volvió la vista a la esquina, pero no había ni rastro de Eleanor. Entonces miró al Mercedes y vio que las luces de freno se encendían. Bok se iba. Harry arrancó y sus ruedas traseras escupieron grava al pisar el acelerador. Al llegar a la esquina divisó a Eleanor, que caminaba por la acera en dirección a él. Bosch tocó la bocina y le hizo una señal para que se diera prisa. Eleanor echó a correr y entró en el coche justo cuando Harry vio aparecer por el retrovisor al que salía del callejón en dirección a ellos. – Escóndete -ordenó Bosch, agarrando a Eleanor y empujándola hacia abajo. La limusina pasó de largo y giró al llegar a Bolsa Avenue. Bosch le soltó el cuello a Eleanor. – ¿Se puede saber qué haces? -exigió al incorporarse. Bosch señaló al Mercedes, que comenzaba a alejarse. – Venían hacía aquí. Si te hubieran visto otra vez, nos habrían descubierto. ¿Por qué has tardado tanto? – Porque tenían que localizar a Rourke. No estaba en su despacho. Harry arrancó y comenzó a seguir al Mercedes manteniéndose a una distancia de dos manzanas. Al cabo de un rato, Eleanor, cuando se hubo recuperado del susto, le preguntó a Bosch: – ¿Está solo? – No lo sé. No lo he visto entrar en el coche porque estaba vigilando la esquina a ver si aparecías. Me ha parecido oír que se cerraba más de una puerta. – Pero no sabes si Tran era uno de los que entraron. – No. No lo sé seguro, pero se está haciendo tarde. Creo que tiene que ser él. Bosch se dio cuenta de que podía haber caído en la trampa más vieja de la vigilancia. Bok, o Tran, o quienquiera que fuese, podía haber enviado a uno de sus esbirros en el coche de cien mil dólares para despistar a cualquier posible persecutor. – ¿Crees que deberíamos volver? -dijo él. Wish no respondió hasta que él la miró. – No -contestó ella-. Sigamos con lo que tenemos. No te lo pienses tanto; tienes razón con respecto a la hora. Antes de un puente muchos bancos cierran a las cinco. Si Binh lo avisó ya no le queda mucho tiempo. Yo creo que es él. Bosch se sintió mejor. El Mercedes giró al oeste y luego otra vez al norte siguiendo la autopista Golden State hacia el centro de Los Ángeles. Avanzaron lentamente entre el tráfico hasta que el coche dorado se desvió por la autopista de Santa Mónica hacia el oeste. A las 4.40 cogió la salida de Robertson Boulevard, por lo que Bosch dedujo que iba a Beverly Hills. Desde el centro hasta el océano, Wilshire Boulevard estaba repleto de bancos. Cuando el Mercedes dobló a la derecha, Bosch sintió que estaban cerca. «Tran guardaba su tesoro en un banco cerca de su casa», pensó. La apuesta les había salido bien. Bosch se relajó un poco y finalmente le preguntó a Eleanor qué había dicho Rourke cuando ella llamó. – Confirmó que Jimmie Bok es Nguyen Tran a través de los archivos del condado de Orange. En el registro de nombres ficticios consta que Tran se cambió el nombre hace nueve años. Debería haberlo comprobado yo misma; me había olvidado de Little Saigon. -Eleanor hizo una pausa-. Otra cosa: si Tran tenía diamantes cabe la posibilidad que ya se los haya gastado todos. El registro de la propiedad revela que es el propietario de otros dos centros comerciales como ése. En Monterey Park y en Diamond Bar. Bosch opinaba que todavía podía tenerlos. Al igual que en el caso de Binh, los diamantes podían ser sólo el aval de su imperio inmobiliario. Harry mantenía la vista fija en el Mercedes; en ese momento se hallaba tan solo a una manzana de distancia ya que era hora punta y no quería perderlo de vista. Al contemplar las ventanas ahumadas del coche abriéndose paso por aquella próspera calle, se dijo que iba en busca de los diamantes. – Me he guardado lo mejor para el final -anunció Wish-. El señor Bok, también conocido como el señor Tran, controla sus numerosos negocios a través de una sociedad anónima. El nombre de dicha sociedad, según las pesquisas del agente especial Rourke, no es otro que Diamond Holdings Incorporated. Pasaron Rodeo Drive y se encontraron en el corazón del distrito comercial de la ciudad. Los edificios que flanqueaban Wilshire Boulevard empezaban a aparecer más señoriales, como si fueran conscientes de que sus propietarios tenían más dinero y más clase. El tráfico era cada vez más lento, y Bosch se acercó a dos coches de distancia del Mercedes, porque no quería perderlo en un semáforo. Estaban tan cerca de Santa Mónica Boulevard que Bosch se temió que se dirigieran a Century City. Tras consultar su reloj, Bosch descubrió que ya eran las 4.50. – Si este tío va a un banco en Century City no creo que llegue a tiempo. Pero justo entonces el Mercedes giró a la derecha y se metió en un aparcamiento. Bosch redujo la velocidad y, sin mediar palabra, Wish saltó del coche y se dirigió al aparcamiento. Bosch cogió la primera calle a la derecha y dio la vuelta a la manzana. Por todas partes había coches saliendo de aparcamientos y garajes, cortándole el paso una y otra vez. Cuando por fin logró dar la vuelta, Eleanor lo esperaba en el mismo lugar donde se había apeado. Bosch se detuvo y ella metió la cabeza por la ventana. – Aparca -le dijo y señaló al otro lado de la calle, media manzana más abajo. Eleanor apuntaba a una estructura circular que sobresalía de un rascacielos de oficinas. Las paredes del semicírculo eran de cristal y a través de ellas Bosch distinguió la puerta de acero pulido de una cámara acorazada. Fuera, un rótulo decía Beverly Hills Safe amp; Lock. Cuando miró a Eleanor vio que ella sonreía. – ¿Iba Tran en el coche? -preguntó Bosch. – Claro, tú nunca te equivocas -sonrió. Bosch le devolvió la sonrisa. Entonces advirtió que un metro más allá quedaba un espacio libre y aparcó. – Desde que empezamos a pensar que habría un segundo golpe, mi idea siempre había sido un banco -confesó Eleanor-. Quizás una caja de ahorros. Este lugar ni se me había ocurrido, y eso que paso por aquí delante al menos dos veces a la semana. Habían caminado por Wilshire y se hallaban enfrente del Beverly Hills Safe amp;: Lock. Eleanor se ocultaba detrás de Bosch, estudiando el lugar por encima de su hombro. Tran, o Bok, tal como se le conocía ahora, ya la había visto y no podían arriesgarse a que la descubriera en aquel lugar. La acera estaba abarrotada de oficinistas que surgían de las puertas giratorias de los edificios, se dirigían a los aparcamientos y luchaban por adelantarse, aunque sólo fuera cinco minutos, al tráfico del fin de semana. – De todos modos encaja -dijo Bosch-. Bok vino a Estados Unidos, y no se fiaba de los bancos, tal como nos contó tu amigo del edificio federal. Así que buscó una cámara acorazada que no estuviera ligada a un banco y la encontró; es mejor aún. Mientras tengas dinero para pagarles, esta gente ni te pregunta quién eres. No tienen que cumplir la legislación sobre entidades bancarias porque no son un banco. Puedes alquilar una caja e identificarte con una simple letra o un código numérico. A pesar de que el Beverly Hills Safe amp; Lock tenía todo el aspecto de ser un banco, no lo era en absoluto. No había cuentas corrientes ni de ahorro, ni departamento de préstamos o cajeros. Lo que ofrecía era lo que mostraba en su escaparate: una cámara acorazada de acero pulido. Era un negocio que protegía objetos valiosos, no dinero, lo cual, en un sitio como Beverly Hills, era un servicio muy apreciado. Los ricos y famosos guardaban allí sus joyas, sus abrigos de piel, sus contratos prematrimoniales… Y todo a la vista del mundo. Detrás de un cristal. El Beverly Hills Lock amp; Safe se hallaba en la planta baja del edificio J. C. Stock, un bloque de catorce pisos que no tenía nada de especial salvo la estructura semicircular de cristal que sobresalía de la fachada. Al negocio se accedía por una entrada lateral en Rincón Street, donde los porteros mexicanos ataviados con toreras amarillas esperaban para aparcar los coches de los clientes. Después de que Bosch hubiera dejado a Eleanor para dar la vuelta a la manzana, ella había visto a Tran y a dos guardaespaldas salir del Mercedes y caminar hasta la puerta del Beverly Hills Safe amp; Lock. Si pensaban que los seguían no se les notaba, ya que en ningún momento miraron atrás. Uno de los guardaespaldas llevaba un maletín metálico. – Creo que uno de los que le acompañan iba armado. El otro no lo sé; llevaba una chaqueta demasiado amplia. ¿Es ése? Sí, ahí está. Un hombre con un traje de banquero azul marino escoltaba a Tran hasta la cámara acorazada. Un poco más atrás le seguía otro sujeto con el maletín metálico. Bosch se fijó en que el matón vigilaba la acera hasta que Tran y el tío del traje desaparecieron por la puerta de la cámara acorazada. El hombre del maletín esperó. Bosch y Wish también esperaron. Pasaron tres minutos hasta que salió Tran, seguido del hombre con el traje azul marino. Este último llevaba una caja de seguridad metálica del tamaño de una caja de zapatos. El guardaespaldas los siguió y los tres salieron de la sala acristalada y se perdieron de vista. – Servicio personalizado -observó Wish-. Típico de Beverly Hills. Probablemente se lo ha llevado a un salón privado para hacer el cambio. – ¿Podrías llamar a Rourke y pedirle que mande un equipo para seguir a Tran cuando salga? -dijo Bosch-. Puedes usar un teléfono. Tenemos que evitar la radio por si acaso tienen a alguien arriba escuchando nuestra frecuencia. – O sea, que nosotros nos quedamos en la cámara acorazada -inquirió Eleanor y Bosch asintió con la cabeza. Ella reflexionó un momento y dijo-: Voy a llamar. Rourke se pondrá contento cuando le diga que hemos localizado el sitio; así podremos enviar al equipo de túneles. Ella miró a su alrededor, vio una cabina junto a una parada de autobús en la siguiente esquina y se dispuso a irse. Bosch la agarró del brazo. – Yo voy a entrar, para ver qué pasa. Recuerda, ellos te conocen, así que mantente oculta hasta que se vayan. – ¿Y si se largan antes de que lleguen los refuerzos? – Yo me quedo en la cámara; Tran no me interesa. ¿Quieres las llaves? Puedes coger el coche y seguirlo. – No, yo me quedo en la cámara. Contigo. Finalmente Eleanor se dirigió a la cabina. Bosch cruzó Wilshire y entró en el edificio. En la puerta se topó con un guarda de seguridad que sostenía una llave. – Estamos cerrando, señor -le informó el guarda. Sus andares achulados y modales bruscos parecían los de un ex policía. – Sólo será un momento -contestó Bosch sin detenerse. El individuo con el traje de banquero, que había conducido a Tran a la cámara era uno de los tres hombres rubios sentados detrás de unas mesas de anticuario que descansaban sobre la lujosa moqueta gris de la recepción. El hombre levantó la cabeza, examinó a Bosch de arriba abajo y le ordenó al más joven de los otros hombres: – Señor Grant, ¿podría usted atender a este caballero? Aunque su respuesta mental fue no, el tal Grant se levantó y, con la mejor sonrisa falsa de su arsenal, se acercó a Bosch. – ¿Sí, señor? -dijo el hombre-. ¿Está pensando en alquilar una caja? Bosch estaba a punto de hacer una pregunta cuando el hombre le tendió la mano y se presentó: – James Grant, para servirle. Aunque no tenemos mucho tiempo, estábamos a punto de cerrar. Grant se levantó la manga de la chaqueta para verificar en su reloj de pulsera que, efectivamente, era la hora de irse. – Harvey Pounds -le dijo Bosch, tendiéndole la mano-. ¿Cómo sabe que no tengo ya una cuenta con ustedes? – Seguridad, señor Pounds. Nosotros vendemos seguridad. Yo conozco a todos los clientes de vista. Al igual que el señor Avery y el señor Bernard. Grant se volvió ligeramente y señaló con un movimiento de cabeza a los otros dos hombres rubios, que correspondieron al gesto con gran solemnidad. – ¿No abren el fin de semana? -preguntó Bosch, intentando sonar decepcionado. Grant sonrió. – No, señor. Nuestros clientes suelen ser el tipo de personas que llevan un trabajo y una vida social muy planificada. Por eso reservan sus fines de semana para actividades de placer, no para hacer recados. No son como otra gente que uno ve; corriendo a los bancos y a los cajeros automáticos. Nuestros clientes están por encima de esas cosas, señor Pounds. Y nosotros también. Supongo que lo comprende. Dijo esto último con un ligero tono de desprecio. No obstante, Grant tenía razón. El lugar era tan fino como una consultoría jurídica, con el mismo horario y los mismos empleados arrogantes. Bosch echó un vistazo a su alrededor. En un pasillo a la derecha había una fila de ocho puertas y, apostados a cada lado de la tercera, estaban los dos guardaespaldas de Tran. Bosch asintió y sonrió a Grant. – Bueno, ya veo que tienen guardas por todas partes. Ése es el tipo de seguridad que estoy buscando, señor Grant. – Bueno, señor Pounds, esos hombres tan sólo están esperando a un cliente que se halla en uno de los despachos privados. Pero le garantizo que nuestra seguridad es impecable. ¿Está usted interesado en nuestra cámara acorazada? El hombre era más insistente que un predicador evangelista. A Bosch le desagradaban tanto él como su actitud. – Seguridad, señor Grant, quiero seguridad. Me gustaría alquilar una caja, pero antes necesito estar convencido de que está a salvo de problemas externos e internos, ya me entiende. – Por supuesto, señor Pounds, pero ¿tiene usted alguna idea del coste de nuestros servicios? ¿De la seguridad que ofrecemos? – No lo sé ni me importa, señor Grant. El dinero no es obstáculo. La cuestión es estar tranquilo, ¿no? La semana pasada, entraron a robar a mi vecino, tres puertas más abajo de donde vive nuestro ex presidente. La alarma no sirvió de nada y al final se llevaron objetos muy valiosos. Yo no quiero que me pase algo así. Hoy en día nadie está seguro. – Es una verdadera vergüenza, señor Pounds -dijo Grant, con una irreprimible nota de emoción en la voz-. No sabía que las cosas estuvieran tan mal en Bel Air. Sin embargo, estoy totalmente de acuerdo con su plan de acción. Tome asiento y hablemos. ¿Le apetece un café o… tal vez un poco de coñac? ¡Es casi la hora de los cócteles! Éste es uno más de los pequeños servicios que una entidad bancaria no puede ofrecer. Entonces Grant se echó a reír, pero sin hacer ruido, agitando la cabeza arriba y abajo. Cuando Bosch declinó la invitación, el vendedor se sentó y se acercó la silla a la mesa. – Permítame que le explique las reglas básicas de nuestro funcionamiento. Para empezar, no estamos controlados por ninguna agencia gubernamental, algo que seguramente contaría con el apoyo de su vecino. Grant le guiñó el ojo a Bosch. – ¿Mi vecino? -preguntó. – El ex presidente, por supuesto. -Bosch asintió y Grant continuó-. Nosotros le ofrecemos una larga lista de servicios de seguridad, tanto aquí como en su hogar, e incluso una escolta si es necesario. El nuestro es un servicio completo. Somos… – ¿Y la cámara acorazada? -le cortó Bosch. Sabía que Tran estaba a punto de salir de la sala y para entonces quería estar en la cámara acorazada. – Sí, por supuesto, la cámara. Como ve, está a la vista de todo el mundo. El círculo de cristal, como nosotros lo llamamos, es probablemente el mejor invento del mundo. ¿Quién se atrevería a asaltar una cámara que está a la vista las veinticuatro horas del día? En pleno Wilshire Boulevard. Genial, ¿no cree? Grant sonrió con aire triunfal y asintió con la cabeza a fin de provocar algún gesto de conformidad por parte de su público. – ¿Y por debajo? -preguntó Bosch. La boca del hombre se convirtió de nuevo en una línea recta. – Señor Pounds, supongo que no esperará que le describa nuestras estrictas medidas de seguridad, pero quédese tranquilo: nuestra cámara es inexpugnable. Entre usted y yo, le aseguro que no encontrará otra en esta ciudad con más cemento armado en el suelo, en las paredes o en el techo. Por no hablar del sistema electrónico. Uno no puede, y perdone la expresión, tirarse un pedo en la sala circular sin activar los sensores de sonido, movimiento y temperatura. – ¿Puedo verla? – ¿La cámara? – Por supuesto. – Por supuesto. Grant se ajustó la chaqueta y acompañó a Bosch. Una pared de cristal y una doble puerta separaban la sala semicircular donde se hallaba la cámara acorazada del resto del local. Grant señaló el cristal con la mano y dijo: – Esto son dos láminas de cristal templado, en cuyo interior se halla una alarma sensible a las vibraciones, lo cual hace imposible cualquier intrusión. Tenemos lo mismo en las ventanas exteriores. Eso significa que la cámara está rodeada de dos capas de vidrio de casi dos centímetros de grueso cada una. Continuando con su estilo de azafata de concurso, Grant indicó un aparato en forma de caja junto a la doble puerta. Era del tamaño de un surtidor de agua y tenía un círculo de plástico blanco en la parte superior, donde estaba dibujado el contorno negro de una mano con los dedos separados. – Para entrar en la cámara, debemos tener su mano, bueno, la estructura de sus huesos, en nuestro archivo. Permítame. Grant colocó la mano sobre el dibujo. Acto seguido, el aparato comenzó a zumbar y el plástico se iluminó. Una barra de luz, como la de una fotocopiadora, pasó por debajo del dispositivo y la mano de Grant. – Rayos X -explicó Grant-. Son más precisos que las huellas dactilares y el ordenador es capaz de procesar el resultado en seis segundos. Transcurridos los seis segundos la máquina emitió un breve pitido e inmediatamente se abrió el cerrojo electrónico de la primera puerta. – Como puede ver, aquí su mano es su firma, señor Pounds. No hay necesidad de nombres. Le damos un código para su caja y tomamos una radiografía de su estructura ósea para nuestro archivo. Sólo necesitamos seis segundos de su tiempo. Detrás de él, Bosch oyó una voz que reconoció como la del hombre del traje de banquero, al que Grant se había referido como Avery. – Ah, señor Long, ¿ha terminado ya? Bosch se volvió para ver a Tran emerger del pasillo. Ahora era él quien llevaba el maletín y uno de los guardaespaldas sostenía la caja de seguridad. El otro hombre miró a Bosch directamente, que se giró hacia Grant y le preguntó: – ¿Entramos? Bosch siguió a Grant y la primera puerta se cerró tras ellos. Estaban en un sala de cristal y acero blanco aproximadamente dos veces mayor que una cabina telefónica. Al fondo había una segunda puerta, ante la cual hacía guardia un empleado de seguridad. – Éste es sólo un detalle que tomamos de la cárcel del condado de Los Ángeles -dijo Grant-. La segunda puerta no se abre a no ser que la de detrás esté cerrada. Maury, nuestro guarda armado, siempre hace una última comprobación visual antes de abrir la última puerta. Ya ve que combinamos la tecnología con el toque humano, señor Pounds. Grant le hizo una señal a Maury, quien abrió la última puerta y los dejó pasar a la sala donde se hallaba la cámara acorazada. Bosch no se molestó en mencionar que acababa de burlar aquel sofisticado sistema de seguridad aprovechándose de la codicia de Grant e inventándose una historia sobre Bel Air. – Y ahora pasemos a la cámara -anunció Grant con la mano extendida como un anfitrión encantador. La cámara era más grande de lo que Bosch se había imaginado. No era muy ancha, pero se extendía a lo largo de toda la profundidad del edificio J. C. Stock. Había tres filas de cajas de seguridad, una en cada lateral y la tercera en una estructura de acero entre ambas paredes. Mientras caminaban por el pasillo de la izquierda, Grant explicaba que las cajas del centro eran para aquéllos que necesitaran más espacio. Bosch observó que las puertas de éstas eran mucho mayores. Algunas eran lo bastante grandes para que cupiera una persona de pie. – Pieles -dijo Grant con una sonrisa, al ver que Bosch las miraba-. Visones. Tenemos muchas dientas que nos confían abrigos, vestidos y todo lo imaginable. Las señoras de Beverly Hills las guardan aquí fuera de temporada. Se ahorran una fortuna en pólizas de seguros y se quedan mucho más tranquilas. Bosch desconectó del discurso publicitario cuando vio que Tran entraba en la cámara, seguido de Avery. Tran todavía llevaba el maletín y Bosch advirtió que llevaba una banda delgada de acero en la muñeca; se había esposado al maletín. La adrenalina de Bosch se disparó. Avery alargó el brazo hasta una puerta abierta, marcada con el número 237 y deslizó la caja de seguridad. A continuación cerró uno de los cerrojos de la puerta, y luego Tran cerró el otro con su propia llave. Cuando hubo acabado le hizo un gesto a Avery y los dos hombres se marcharon, sin que Tran ni siquiera posara la vista en Bosch. En ese momento Bosch anunció que había visto suficiente y también se dispuso a irse. Mientras caminaba hacia la puerta doble, miró a la calle, donde Tran, flanqueado por sus dos enormes guardas, se abría paso hacia el aparcamiento en que habían dejado el Mercedes. Nadie los siguió. Bosch miró a su alrededor pero no vio a Eleanor. – ¿Pasa algo, señor Pounds? -preguntó Grant detrás de él. – Sí -dijo Bosch. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó su placa, levantándola por encima del hombro para que Grant pudiera verla por detrás-. Más vale que avise al encargado. Y no vuelva a llamarme señor Pounds. Lewis se hallaba en una cabina delante de una cafetería abierta las veinticuatro horas llamada Darling's. Estaba a la vuelta de la esquina, a una manzana del Beverly Hills Safe amp; Lock. Llevaba ya más de un minuto esperando desde que la agente Mary Grosso había respondido a la llamada y le había dicho que iba a avisar al subdirector Irving. Lewis pensaba que si el tío quería informes cada hora -y por teléfono, no por radio- lo mínimo que podía hacer era ponerse rápido. Se cambió el auricular a la otra oreja y metió la mano en el bolsillo de su chaqueta para buscar algo con que limpiarse los dientes. Cuando su muñeca rozó el bolsillo notó que todavía le dolía. Sin embargo, recordar que había sido esposado por Bosch sólo le ponía más furioso, así que decidió concentrarse en la investigación. Aunque no tenía ni idea de qué estaba pasando, de qué tramaban Bosch y la mujer del FBI, estaba seguro de que se trataba de algo sucio. Y Clarke también. Si ése era el caso, Lewis se prometió en la cabina que él se encargaría personalmente de ponerle las esposas a Bosch. Un viejo vagabundo con ojos asustados y pelo blanco arrastró los pies hasta la cabina contigua a la de Lewis y miró en el agujero de devolución de cambio. Estaba vacía. Iba a meter el dedo en el teléfono que estaba usando Lewis, pero el detective de Asuntos Internos lo ahuyentó con un aspaviento. – Lo que hay aquí es mío, colega -le dijo Lewis. Sin cortarse, el vagabundo replicó: – ¿Tiene veinticinco centavos para comprarme un bocadillo? – Vete a la mierda -le contestó Lewis. – ¿Qué? -respondió una voz. – ¿Qué? -dijo Lewis y entonces cayó en que la voz provenía del teléfono. Era Irving-. No, usted no, señor. No me había dado cuenta de que usted estaba… se lo decía a… em… tengo un pequeño problema con alguien… -¿Le habla usted así a un ciudadano? Lewis se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un billete de un dólar. Se lo dio al hombre del pelo blanco y le hizo un gesto para que se fuera. – Detective Lewis, ¿está usted ahí? – Sí, jefe. Lo siento. Ya está resuelto. Quería informarle de que ha ocurrido algo importante. Lewis esperaba que esto último le hiciera olvidar a Irving su anterior indiscreción. – Dígame qué han encontrado. ¿Todavía tienen controlado a Bosch? Lewis exhaló con fuerza, aliviado. – Sí -contestó-. El detective Clarke sigue la vigilancia mientras yo le llamo. – Muy bien, cuénteme. Es viernes por la tarde, detective. Me gustaría llegar a casa a una hora razonable. Lewis pasó los siguientes quince minutos explicando que Bosch había seguido al Mercedes dorado desde el condado de Orange a Wilshire Boulevard. Le contó a Irving que la persecución había terminado en el Beverly Hills Safe amp; Lock, que parecía ser el destino final. – ¿Qué hacen ahora, Bosch y la mujer del Buró? – Siguen ahí dentro. Parece que están entrevistando al director. Algo está pasando. Es como si no hubieran sabido dónde iban pero cuando llegaron aquí, se dieron cuenta de que éste era el lugar. – ¿El lugar de qué? – Ése es el problema. No lo sabemos. Sea lo que fuere, el tío que siguieron hizo un ingreso. Hay una cámara acorazada, enorme, en un escaparate de cristal. – Sí, ya sé dónde es. Irving no habló durante un buen rato y Lewis sabía que lo mejor era no interrumpir. Así que se puso a soñar despierto que esposaba a Bosch y lo escoltaba ante un corrillo de periodistas de televisión. Entonces oyó a Irving carraspear. – No sé cuál es su plan -dijo el subdirector-, pero quiero que sigan con ellos. Si ellos no se acuestan esta noche, ustedes tampoco. ¿Está claro? – Sí, señor. – Si han dejado escapar al Mercedes Benz, es que lo que les interesaba es la cámara acorazada. Seguramente se quedarán a vigilarla. Y ustedes, a su vez, continuarán vigilándolos a ellos. – Sí, jefe -respondió Lewis, aunque seguía perdido. Irving se pasó los siguientes diez minutos dando instrucciones a su detective y exponiendo su teoría sobre lo que estaba ocurriendo en el Beverly Hills Safe amp; Lock. Lewis sacó un bloc y un bolígrafo y tomó unas cuantas notas. Al final del monólogo, Irving le dio a Lewis el número de su casa. – No se muevan sin consultármelo antes -le ordenó-. Pueden llamarme a este número en cualquier momento, día o noche. ¿Entendido? – Sí, señor -respondió Lewis rápidamente. Sin decir una palabra más, Irving colgó el teléfono. Bosch esperó a Wish en la recepción sin explicar a Grant o a los otros hombres lo que estaba ocurriendo. Los tres se quedaron boquiabiertos tras sus preciosas mesas de anticuario. Cuando Eleanor llegó a la puerta, ésta estaba cerrada. Llamó y mostró su placa. El guarda la dejó entrar y ella caminó hasta la recepción. El vendedor llamado Avery estaba a punto de decir algo, cuando Bosch intervino: – Ésta es la agente del FBI, Eleanor Wish, que está trabajando conmigo. Vamos a entrar en uno de los despachos para mantener una conversación en privado. Sólo será un minuto. Si hay un director, nos gustaría hablar con él en cuanto salgamos. Grant, todavía confuso, señaló la segunda puerta del pasillo. Bosch entró en la tercera puerta y Wish lo siguió. Acto seguido cerró con llave ante los ojos atónitos de los tres vendedores. – Entonces, ¿qué tenemos? No sé qué decirles -le susurró Bosch a Eleanor mientras buscaba en la mesa y las dos sillas de la habitación algún trozo de papel o cualquier cosa que Tran pudiera haberse olvidado. Nada. Bosch abrió los cajones de la mesa de caoba y halló bolígrafos, lápices, sobres y papel de carta de buena calidad. Nada más. Había un fax en una mesa contra la pared frente a la puerta, pero no estaba encendido. – Tenemos que esperar y vigilar -dijo ella, hablando muy rápido-. Rourke está organizando un equipo para bajar al túnel. Entrarán y echarán un vistazo. Primero se reunirán con alguien del Departamento de Aguas y Electricidad para ver qué hay exactamente ahí abajo. Así podrán averiguar el mejor lugar para cavar un túnel y empezar desde allí. Harry, ¿crees que están aquí? Bosch asintió. Quería sonreír, pero no lo hizo. La emoción de ella era contagiosa. – ¿Ha logrado Rourke que sigan a Tran? -preguntó-. Por cierto, aquí lo conocen como el señor Long. Alguien llamó a la puerta. – Por favor, abran -dijo una voz. Bosch y Wish no le prestaron atención. – Tran, Bok y ahora Long -repitió Wish-. No sé si han logrado seguirle. Rourke me dijo que lo intentaría. Le di la matrícula y le describí dónde estaba aparcado el Mercedes. Supongo que ya nos enteraremos más adelante. También me ha dicho que nos enviaría a un equipo para ayudarnos con la vigilancia. A las ocho tenemos una reunión en el aparcamiento del otro lado de la calle. ¿Qué te han dicho por aquí? – Aún no les he contado nada. Hubo otro golpe, esta vez más fuerte. – Pues vamos a ver al director. El propietario y director del Beverly Hills Safe amp; Lock resultó ser el padre de Avery, Martin B. Avery III, un hombre de la misma clase que muchos de sus clientes y que quería que éstos lo supieran. Tenía su despacho al fondo del pasillo. Detrás de su mesa había una colección de fotos enmarcadas que atestiguaban que no era una vulgar sanguijuela que se alimentaba de los ricos, sino uno de ellos. Ahí estaba Avery III con un par de presidentes, uno o dos magnates del mundo del cine y la familia real inglesa. Había una foto de Avery y el príncipe de Gales ataviados con toda la parafernalia necesaria para jugar al polo, aunque Avery parecía demasiado mofletudo y rechoncho para ser un gran jinete. En cuanto Bosch y Wish le resumieron la situación, Avery III adoptó una actitud escéptica, ya que, según él, la cámara era inexpugnable. Ellos le rogaron que se guardara la publicidad y les permitiera ver los planos de diseño y de funcionamiento de la cámara. Avery III le dio la vuelta a su cartapacio de sesenta dólares donde, pegado al dorso, había un esquema de la cámara. Estaba claro que Avery III y sus vendedores exageraban con respecto a ella. De fuera a dentro, había una placa de acero de dos centímetros y medio, una capa de cemento armado, seguido de otra placa de dos centímetros y medio de acero. La cámara era más gruesa en el techo y en el fondo, donde había otra capa de sesenta centímetros de cemento. Como en todas las cámaras, lo más espectacular era la puerta de acero, aunque eso era para impresionar. Lo mismo que los rayos X y la puerta doble. Sólo servían para causar sensación. Bosch sabía que si los ladrones estaban realmente allá abajo, no les costaría mucho asomarse a tomar un poco el aire. Avery III les dijo que la alarma había sonado en las últimas dos noches, el jueves dos veces. En las tres ocasiones la policía de Beverly Hills le había llamado a casa y él, a su vez, había avisado a su hijo, Avery IV, para que fuera con los agentes. Los agentes y el heredero habían entrado en el negocio y, al no encontrar nada extraño, habían vuelto a programar la alarma. – No teníamos ni idea de que pudiera haber alguien en las cloacas debajo de nosotros -admitió Avery III. Lo dijo como si la palabra «cloacas» no formara parte de su vocabulario-. Es increíble, es increíble. Bosch hizo más preguntas detalladas sobre el funcionamiento y seguridad de la cámara. Sin darse cuenta de su importancia, Avery III mencionó que, a diferencia de otras cámaras acorazadas convencionales, en ésta cabía la posibilidad de anular el sistema de apertura retardada. Avery poseía un código informático que le permitía abrir la puerta en cualquier momento. – Tenemos que ceder ante las necesidades de nuestros clientes -le explicó-. Si una señora de Beverly Hills nos llama un domingo porque necesita su corona de diamantes para un baile de beneficencia, tenemos que poder sacarla. Como sabe, vendemos un servicio personalizado. – ¿Saben todos sus clientes lo de este servicio de fin de semana? -inquirió Wish. – Desde luego que no -dijo Avery III-. Sólo unos pocos escogidos. Verá, señorita, es un servicio caro. Tenemos que traer a un guarda de seguridad. – ¿Cuánto se tarda en desactivar el sistema y abrir la puerta? -preguntó Bosch. – No mucho. Una vez entras el código en el teclado que hay junto a la puerta de la cámara, el ordenador lo procesa en cuestión de segundos. Después tecleas el código normal, giras la rueda y la puerta se abre por su propio peso. Treinta segundos, un minuto; quizá menos. Era demasiado lento, pensó Bosch. La caja de Tran estaba situada en la parte delantera de la cámara, es decir, que ahí es donde estarían trabajando. Los ladrones podrían ver y seguramente oír cómo se abría la puerta de la caja. No habría factor sorpresa. Al cabo de una hora, Bosch y Wish estaban de vuelta en el coche. Se habían trasladado al segundo piso del aparcamiento al otro lado de Wilshire, y a media manzana del Beverly Hills Safe amp; Lock. Después de dejar a Avery III y haber retomado sus puestos de vigilancia, habían observado a Avery IV y Grant cerrar la enorme puerta de acero de la cámara acorazada. Giraron la rueda, teclearon el código y por último apagaron todas las luces del negocio, excepto las de la sala acristalada donde se hallaba la cámara. Esas siempre permanecían encendidas para mostrar al mundo la seguridad que ofrecían. – ¿Crees que lo harán esta noche? -le preguntó Wish. – No sé. Sin Meadows tienen un hombre menos. Es posible que vayan atrasados. Le habían dicho a Avery III que se fuera a casa, pero que estuviera preparado por si recibía una llamada. El propietario había aceptado, a pesar de que seguía sin creer el panorama que Bosch y Wish le habían pintado. – Vamos a tener que cogerlos desde abajo -dijo Bosch, con las manos agarradas al volante como si estuviera conduciendo-. Es imposible abrir esa puerta con suficiente rapidez. Bosch miró hacia Wilshire distraídamente y vio un Ford blanco junto a la acera, a una manzana de distancia. Estaba aparcado delante de una boca de incendios y dentro había dos figuras. Bosch dedujo que todavía tenía compañía. Bosch y Wish estaban junto a su coche, que habían dejado en el segundo piso del aparcamiento, de cara al muro de contención de la fachada sur. Hacía más de una hora que aquella fea estructura de hormigón estaba prácticamente vacía, pero el aire seguía oliendo a humo de coche y a frenos quemados. Bosch estaba seguro de que el olor a quemado provenía de su vehículo. La persecución desde Little Saigon, con sus constantes paradas y arrancadas, había hecho mella en el coche de repuesto. Desde su posición, Bosch y Wish controlaban Wilshire y, media manzana al oeste, la sala de la cámara acorazada del Beverly Hills Safe amp; Lock. En la distancia, el cielo estaba rosado y el sol de un naranja intenso. Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse y el tráfico empezaba a disminuir. Bosch miró hacia el este y vio el Ford blanco aparcado en la acera de Wilshire, pero los cristales ahumados le impedían distinguir a sus ocupantes. A las ocho, una procesión de tres coches -el último un coche patrulla de la policía de Beverly Hills-, subió por la rampa y se detuvo junto a Bosch y Wish. – Como los ladrones tengan a su vigilante en uno de los rascacielos y haya visto este pequeño desfile, seguro que les dice que se retiren ahora mismo -comentó Bosch. Rourke y otros cuatro hombres salieron de dos coches sin identificativos y Bosch supo por sus trajes que tres de ellos eran agentes federales. El traje del cuarto hombre estaba demasiado gastado y tenía los bolsillos un poco dados, como los de Bosch. Llevaba un tubo de cartón por lo que Harry dedujo que se trataba del experto del Departamento de Aguas y Electricidad al que se había referido Wish. Del coche patrulla de la policía de Beverly Hills salieron tres agentes de uniforme. Uno de ellos, con galones de capitán en el cuello de la camisa, también portaba un papel enrollado. Todos se reunieron alrededor del coche de Bosch y usaron su capó como mesa. Rourke presentó a todo el mundo rápidamente. Los tres del departamento de Beverly Hills estaban allí porque la operación entraba en su jurisdicción. «Cortesía interdepartamental», comentó Rourke. También habían venido porque en su archivo de seguridad comercial guardaban un plano del Beverly Hills Safe amp; Lock. Rourke explicó que solamente participarían en la reunión en calidad de observadores y se les llamaría más tarde si necesitaban refuerzos. Dos de los agentes del FBI, Hanlon y Houck, se repartirían la vigilancia nocturna con Bosch y Wish. Rourke quería controlar el negocio desde al menos dos ángulos. El tercer agente era el coordinador del Equipo de Operaciones Especiales del FBI. Y el último hombre era Ed Gearson, supervisor de las instalaciones subterráneas del Departamento de Aguas y Electricidad. – Vale, preparemos la batalla -anunció Rourke tras las presentaciones. Sin pedir permiso, le cogió el tubo a Gearson y sacó un plano enrollado-. Éste es un esquema de la zona realizado por el Departamento de Aguas. En él figuran todas las alcantarillas, túneles y galerías. Nos dice exactamente lo que hay ahí abajo. Rourke desenrolló sobre el capó el mapa gris con rayas borrosas de color azul. Los tres policías de Beverly Hills aguantaron las otras esquinas con las manos. En e¡ aparcamiento estaba oscureciendo y el hombre del Equipo de Operaciones Especiales, un agente llamado Heller, encendió una linterna de bolsillo que proyectó un haz de luz sorprendentemente amplio y brillante sobre el dibujo. Rourke se sacó un bolígrafo del bolsillo de la camisa y tiró de él hasta que se convirtió en un puntero. – Vale, estamos… a ver… -Antes de que pudiera encontrar el lugar, el brazo de Gearson bloqueó la luz para señalar el mapa con el dedo. Rourke llevó su puntero al sitio indicado por Gearson-. Sí, aquí. -Rourke le lanzó a Gearson una mirada de «no me interrumpas nunca más». El técnico pareció encogerse un poco más bajo aquella chaqueta gastada. Todo el mundo se inclinó para ver el sitio en el plano-El Beverly Hills Safe amp; Lock está aquí -dijo Rourke-. La cámara acorazada está aquí. ¿Podemos ver su plano, capitán Orozco? Orozco era como una pirámide invertida, con las espaldas anchas sobre una cintura delgada. Al desenrollar su plano encima del de Gearson, Bosch y Wish descubrieron que era una copia del dibujo que Avery III les había mostrado antes. – La superficie de la cámara tiene doscientos setenta y ocho metros cuadrados -les informó Orozco, señalando la zona de la cámara con la mano-. Hay cajas ele seguridad en los lados y armarios en el centro. Si estuvieran ahí debajo podrían entrar a través del suelo de estos dos pasillos, así que el radio de entrada sería de unos dieciocho metros. – Capitán, si levanta el plano y volvemos a mirar el esquema del Departamento de Aguas veremos que la zona de entrada está aquí -dijo Rourke mientras delineaba el contorno de la cámara con un rotulador fluorescente amarillo-. Si usamos eso como guía podremos averiguar qué estructuras subterráneas permiten un mejor acceso. ¿Qué opina usted, señor Gearson? Gearson se acercó al capó unos cuantos centímetros más para estudiar el mapa detenidamente. Bosch también se acercó y lo primero que vio fueron unas líneas gruesas que debían de representar las alcantarillas principales de este a oeste: el tipo de conducto que buscarían los ladrones. Bosch se fijó en que correspondían a las calles principales de la superficie: Wilshire, Olympic, Pico… Gearson señaló la línea de Wilshire y les contó que la alcantarilla discurría a nueve metros de profundidad y era lo suficientemente amplia para que transitara un camión. Con el dedo, el hombre del Departamento de Aguas siguió el recorrido de la línea de Wilshire diez manzanas hacia el este hasta llegar a Robertson, una de las alcantarillas principales norte-sur. Desde aquella intersección, explicó, sólo había un kilómetro y medio hasta una cloaca que discurría paralela a la autopista de Santa Mónica. La entrada a la cloaca era tan amplia como la puerta de un garaje y sólo estaba protegida por una verja y un candado. – Ahí es por donde podrían haber entrado -opinó Gearson-. Es como seguir las calles de la superficie. Coges la línea de Robertson hasta Wilshire, giras a la izquierda y prácticamente estás al lado de la línea amarilla, es decir, de la cámara acorazada. Pero no creo que excavaran un túnel en la línea de Wilshire. – ¿No? -preguntó Rourke-. ¿Por qué? – Porque hay demasiada gente -contestó Gearson y, al ver a nueve caras pendientes de él, sintió que era el hombre con las respuestas-. En las alcantarillas principales tenemos a gente del departamento todo el día controlando grietas, embozos o problemas de todo tipo. Y Wilshire es uno de los ejes de este a oeste. Es como arriba. Si alguien hiciera un agujero en la pared del edificio se notaría, ¿no? – ¿Y si pudieran ocultar el agujero? – Supongo que se refiere a ese robo del año pasado. Sí, podría volver a funcionar, pero en otro sitio; en la línea de Wilshire hay demasiadas posibilidades de que lo descubramos. Ahora buscamos ese tipo de cosas y, como ya he dicho, hay mucho tráfico en esa alcantarilla. Hubo un silencio mientras consideraban esta información. Los motores de los coches seguían desprendiendo calor, aumentando la temperatura del ambiente. – ¿Entonces, según usted, dónde cavarían para entrar en la cámara? -preguntó Rourke finalmente. – Hay todo tipo de posibilidades allá abajo. No crea que a nosotros no se nos ocurre de vez en cuando mientras trabajamos; lo del golpe perfecto y todo eso… Incluso yo le he dado vueltas, especialmente cuando leí lo del primer robo en los periódicos. Yo creo que si el objetivo fuera esa cámara que usted dice, los ladrones harían lo que he explicado: subir por Robertson y luego pasar a la línea de Wilshire. Pero entonces creo que se meterían en uno de los túneles de servicio para no ser descubiertos. Estos túneles son unos pasadizos redondos de un metro a un metro y medio de diámetro (espacio de sobras para trabajar y mover maquinaria), y unen los sumideros de la calle y los desagües de los edificios con las alcantarillas principales. Gearson volvió a colocar la mano en el haz de luz para indicar en el mapa del Departamento de Aguas las pequeñas líneas de las que hablaba. – Si hicieron esto bien -concluyó-, los ladrones entraron en coche por la entrada situada junto a la autopista y llevaron la maquinaria hasta Wilshire, a la zona debajo de la cámara. Descargaron sus cosas, las escondieron en uno de los túneles de servicio y se llevaron el vehículo. Luego volvieron andando y se pusieron manos a la obra. Les aseguro que podrían haber trabajado ahí cinco o seis semanas sin que nosotros pasáramos por ese túnel de servicio. A Bosch le seguía pareciendo demasiado fácil. – ¿Y estas otras alcantarillas? -preguntó, indicando Olympic y Pico en el mapa. Una red de túneles de servicio salía de esas líneas y subía hasta la cámara acorazada-. ¿Y si usaron una de éstas y entraron por este lado? Gearson se rascó el labio inferior con un dedo y dijo: – Eso también es posible, pero la cuestión es que esas líneas no le conducen tan cerca de la cámara como las de Wilshire. ¿Lo ve? ¿Por qué iban a cavar un túnel de cien metros cuando podían cavar uno de treinta? A Gearson le gustaba dominar la situación, la idea de saber más que aquellos hombres que lo rodeaban, con sus trajes de seda y uniformes. Al acabar su discurso, se balanceó sobre los talones con cara de satisfacción. Bosch sabía que el hombre probablemente tenía razón en cada detalle. – ¿Y qué me dice de la tierra sobrante? -le preguntó Bosch-. Estos tíos están cavando un túnel a través de barro, roca y cemento. ¿Dónde se deshacen de todo eso? ¿Y cómo? – Bosch, el señor Gearson no es un detective -le recordó Rourke-. Dudo que conozca todos los detalles de… – Muy fácil -contestó Gearson-. En las alcantarillas principales como Wilshire y Robertson, el suelo tiene tres niveles y en el centro siempre hay agua, incluso durante una sequía. Aunque no llueva mucho en la superficie, le sorprendería la cantidad de agua que corre por ahí debajo, sean aguas de escorrentía de los embalses, de consumo comercial o ambas. Si los bomberos reciben una llamada, ¿dónde cree que va a parar el agua cuando han apagado el incendio? Bueno, lo que quiero decir es que, si tienen suficiente agua, pueden usarla para deshacerse de la tierra sobrante o como quiera usted llamarla. – Hablamos de toneladas -intervino Hanlon por primera vez. – Sí, pero no son varias toneladas a la vez. Usted ha dicho que tardaron varios días en cavarlo. Si reparte la tierra entre varios días, las aguas residuales podrían arrastrarla. De todos modos, si los ladrones están en uno de los túneles de servicio tendrán que haber pensado en una forma de hacer que el agua pase por allí y vaya a parar a la alcantarilla principal. Yo miraría las bocas de incendio de la zona. Si alguna ha tenido un escape o la han abierto, seguro que es obra de nuestros hombres. Uno de los policías de uniforme se acercó a Orozco y le susurró algo al oído. Orozco se apoyó en el capó, alzó un dedo sobre el mapa y apuntó a una línea azul. – Tuvimos un incidente con una boca de incendios hace dos noches. – Alguien la abrió -aclaró el policía de uniforme que había informado al capitán-. Usaron unas tenazas para cortar la cadena que sujeta la tapa y se la llevaron. Los bomberos tardaron una hora en conseguir una de repuesto. – Eso es mucha agua -observó Gearson-. Suficiente para deshacerse de parte de su «tierra sobrante». Gearson miró a Bosch y sonrió. Bosch también sonrió; le encantaba que las piezas del rompecabezas comenzaran a encajar. – Antes de eso, el sábado por la noche, hubo un incendio provocado -les informó Orozco-. Fue en una pequeña tienda de ropa detrás del edificio Stock, en una calle perpendicular a Rincón Street. Gearson se fijó en la situación de la tienda de ropa, que Orozco estaba señalando en el plano, y a continuación puso su dedo en la boca de incendios. – El agua de estas dos bocas habría ido a parar a estos tres sumideros, aquí, aquí y aquí -explicó, moviendo expertamente la mano por la hoja de papel gris-. Estos dos desagües van a parar a esta línea y el otro a ésta. Los investigadores fijaron la vista en las dos líneas de alcantarillado. Una discurría paralela a Wilshire, detrás del edificio J. C. Stock, y la otra perpendicular a Wilshire, justo al lado del Beverly Hills Safe amp; Lock. – Desde cualquiera de ellas el túnel sería de unos… ¿treinta metros? -aventuró Wish. – Como mínimo, si es que han podido cavar en línea recta -dijo Gearson-. Podrían haberse topado con instalaciones subterráneas o roca dura y tener que desviarse un poco. Dudo mucho que un túnel en esta zona pueda ser recto. El experto del Equipo de Operaciones Especiales tiró a Rourke del puño de la camisa y los dos se alejaron del grupo para conversar en voz baja. Bosch miró a Wish y le susurró: – No van a entrar. – ¿Qué quieres decir? – Esto no es Vietnam. No pueden obligar a nadie a bajar. Si Franklin, Delgado y alguien más están ahí abajo, es imposible entrar por sorpresa. Ellos tienen todas las ventajas; nos verían venir. Ella lo miró, pero no dijo nada. – Sería una equivocación -dijo Bosch-. Sabemos que van armados y seguramente han instalado bombas trampa. Y sabemos que son unos asesinos. Rourke se reunió de nuevo con la gente alrededor del capó y pidió a Gearson que le esperara en uno aquellos vehículos federales mientras acababa de hablar con los investigadores. El hombre del Departamento de Aguas volvió al coche cabizbajo, decepcionado por dejar de formar parte del plan. – No vamos a bajar a buscarlos -anunció Rourke después de que Gearson cerrara la puerta del automóvil-. Es demasiado peligroso. Ellos tienen armas, explosivos… Y nosotros carecemos de elemento sorpresa, por lo que nos arriesgamos a sufrir bajas. Así que vamos a tenderles una trampa. Vamos a dejar que todo siga su curso y cuando salgan nosotros los estaremos esperando, a salvo. De ese modo tendremos el factor sorpresa a nuestro favor. Esta noche el Equipo de Operaciones Especiales hará un reconocimiento de la línea Wilshire (le pediremos a Gearson uniformes del Departamento de Aguas) y buscaremos el punto de entrada. Después nos instalaremos en la mejor situación, la más segura desde nuestro punto de vista. Hubo un momento de silencio puntuado por una bocina de la calle antes de que Orozco protestara. – Un momento, un momento. -El capitán de policía esperó a que todos le prestaran atención. Todos excepto Rourke, que ni le miró. »No podemos quedarnos con los brazos cruzados y dejar que esa gentuza haga un agujero en la cámara acorazada; que entren, fuercen docenas de cajas y luego se vayan tan panchos -dijo Orozco-. Mi obligación es proteger los bienes de los ciudadanos de Beverly Hills, quienes probablemente constituyen un noventa por ciento de los clientes de esa empresa. Me niego a participar en este plan. Rourke cerró su puntero, se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta y comenzó a hablar, todo ello sin mirar a Orozco. – Orozco, queda constancia de su objeción, pero le recuerdo que no le estamos pidiendo que participe en el plan -dijo Rourke. Bosch se fijó en que, además de no tratar a Orozco según su rango, Rourke había abandonado toda pretensión de amabilidad. »Esto es una operación federal -prosiguió Rourke-. Ustedes están aquí por cortesía profesional. Además, si estoy en lo cierto, los ladrones sólo abrirán una caja esta noche. Cuando la encuentren vacía, cancelarán la operación y se irán. Por la cara que ponía, era evidente que Orozco estaba perdido. Bosch dedujo que no le habrían dado muchos detalles sobre la investigación y sintió lástima por él. Rourke lo había puesto en ridículo. – No tenemos tiempo de explicarlo -dijo Rourke-. La cuestión es que creemos que el objetivo es sólo una caja, la cual, según nuestras investigaciones, está vacía. Cuando los ladrones entren en la cámara y lo descubran, pensamos que se marcharán precipitadamente. Nuestro trabajo es estar preparados para ello. Bosch reflexionó sobre la teoría de Rourke. ¿Se irían los ladrones tan rápidamente? ¿O pensarían que se habían equivocado de caja y abrirían otras en busca de los diamantes de Tran? ¿Se quedarían a desvalijar la cámara para amortizar el golpe? Bosch no lo sabía. Desde luego no estaba tan seguro como Rourke, pero quizás el agente del FBI estaba exagerando para sacarse a Orozco de encima. – ¿Y si no se marchan? -preguntó Bosch-. ¿Y si siguen abriendo cajas? – Entonces tenemos un largo fin de semana a la vista -contestó Rourke-, porque vamos a esperarlos. – Sea como fuere, va usted a hundir ese negocio -dijo Orozco, señalando al edificio Stock-. En cuanto se sepa que alguien hizo un agujero en esa cámara, el público perderá la confianza. Nadie dejará sus objetos de valor ahí dentro. Rourke miró fijamente al capitán. Obviamente no pensaba hacerle caso. – Si pueden capturarlos después del golpe, ¿por qué no antes? -insistió Orozco-. ¿Por qué no abrimos el sitio, hacemos sonar una sirena o cualquier ruido y metemos un coche patrulla delante? Cualquier cosa con tal de que sepan que los hemos descubierto. Eso los asustará antes de entrar. Así los cogemos y salvamos el negocio. Y si sale mal, ya los cogeremos otro día. – Capitán -dijo Rourke, retomando su aire de falsa urbanidad-, si les dejamos saber que estamos aquí, perdemos nuestra única ventaja: el factor sorpresa. Además, los incitamos a comenzar un tiroteo en los túneles y quizás en la calle, en el que a ellos no les importará quién caiga, incluidos ellos mismos o vidas inocentes. ¿Cómo nos justificamos a nosotros o al público que lo hicimos porque queríamos salvar un negocio? Rourke esperó a que Orozco asimilara sus palabras y añadió: – Capitán, no voy a escatimar seguridad en esta operación porque no puedo permitírmelo. Esos hombres de ahí abajo, no amenazan: matan. De momento, que sepamos, ya llevan dos personas, incluido un testigo. Y eso sólo esta semana. Le juro que no vamos a dejarlos escapar. Orozco se inclinó sobre el capó, enrolló su plano y lo ató con una goma elástica. – Sólo les digo una cosa: no la caguen. Si lo hacen, mi departamento y yo divulgaremos todos los detalles de lo que se ha discutido en esta reunión. Buenas noches. Orozco se dio la vuelta y caminó hacia el coche patrulla. Los dos policías de uniforme lo siguieron sin que nadie tuviera que ordenárselo. Todos los demás se quedaron mirando. Cuando el coche patrulla se alejó rampa abajo, Rourke comentó: – Bueno, ya lo habéis oído. No podemos cagarla. ¿Alguien más quiere sugerir algo? – ¿Y si ponemos a gente en la cámara acorazada ahora y esperamos a que suban? -le preguntó Bosch. No lo había considerado antes, pero lo soltó de todos modos. – No -dijo el hombre del Equipo de Operaciones Especiales-. Si mete a gente en esa cámara están acorralados. No hay opciones, ni manera de salir. No podría encontrar voluntarios ni entre mis hombres. – También podrían resultar heridos por la explosión -añadió Rourke-. No hay forma de saber por dónde entrarán los ladrones. Bosch asintió. Tenían razón. – ¿Podemos abrir la cámara y entrar, una vez que sepamos que están dentro? -preguntó uno de los agentes federales. Bosch no recordaba si se trataba de Han-Ion o de Houck. – Sí, hay una forma de anular el sistema de apertura retardada -dijo Wish-. Necesitamos traer a Avery, el propietario. – Pero por lo que dijo Avery, parece demasiado lento -afirmó Bosch-. Avery puede anular la apertura retardada, pero es una puerta de dos toneladas que se abre por su propio peso. Como mínimo, tardará medio minuto en abrirse. Quizá menos, pero ellos seguirían teniendo ventaja. Es el mismo riesgo que venir por detrás desde el túnel. – ¿Y una bomba de humo? -sugirió uno de los agentes-. Podemos abrir la puerta unos centímetros y lanzar una. Luego entramos y los cogemos. Rourke y el hombre del Equipo de Operaciones Especiales negaron con la cabeza. – Por dos razones -explicó el hombre del Equipo de Operaciones Especiales-. Si han puesto bombas trampa en el túnel, tal como imaginamos, la bomba de humo podría detonar las cargas. Wilshire Boulevard se hundiría completamente y no queremos que eso ocurra. Imagínense el papeleo. Al ver que nadie sonreía, el hombre continuó: – En segundo lugar, estamos hablando de una sala de cristal, por lo que nuestra posición es muy vulnerable. Si tienen a alguien vigilando, somos hombres muertos. Pensamos que ellos no usarán la radio cuando pongan los explosivos, pero ¿qué pasa si no es así y su vigilante les avisa de que estamos allí? ¡Puede que ellos acaben lanzándonos algo a nosotros! Rourke añadió sus propias ideas al respecto. – Y aunque no hubiera un vigilante, si metemos un Equipo de Operaciones Especiales en esa sala de cristal, los ladrones podrían verlo por televisión. Tendríamos cámaras de todas las cadenas de Los Ángeles en la acera y una cola de coches hasta Santa Mónica. Sería un circo, así que olvidadlo. El Equipo de Operaciones Especiales hablará con Gearson, harán el reconocimiento y cubriremos las salidas junto a la autopista. Los esperaremos debajo y los cogeremos en nuestro territorio. El hombre del Equipo de Operaciones Especiales asintió y Rourke continuó: – A partir de esta noche, habrá vigilancia las veinticuatro horas. Quiero a Wish y Bosch en el lado de la cámara y a Houck y Hanlon en Rincón Street, delante de la entrada. Si veis u oís algo raro, quiero que me aviséis a mí y yo avisaré al Equipo de Operaciones Especiales para que se prepare. Si es posible, usad el teléfono, porque no sabemos si están captando nuestra frecuencia. Los que vigiláis tendréis que pensar un código para comunicaros por radio. ¿Está claro? – ¿Y si suena la alarma? -preguntó Bosch-. Ya ha saltado tres veces esta semana. Rourke pensó un momento y dijo: – Haced lo que haríais normalmente. Quedad en la puerta con el director que se suele encargar, Avery, o quién sea, volved a programar la alarma y mandadlo a casa. Yo hablaré con Orozco y le pediré que envíe a sus patrullas cuando suenen las alarmas, pero nosotros nos encargaremos de todo. – Avery es el que se encarga de las llamadas -dijo Wish-. Ya sabe lo que creemos que va a pasar. ¿Y si quiere abrir la cámara y echar un vistazo? – Pues no le dejéis. Así de fácil. Es su cámara, pero su vida correría peligro. Rourke miró las caras que lo rodeaban. No había más preguntas. – Pues ya está. Quiero a todo el mundo en sus puestos dentro de noventa minutos. Eso os da a los noctámbulos tiempo de comer, mear y comprar café. Wish, dame el parte, por teléfono, a medianoche y a las seis. ¿ De acuerdo? – De acuerdo. Rourke y el hombre del Equipo de Operaciones Especiales entraron en el coche donde Gearson les estaba esperando y bajaron por la rampa. Bosch, Wish, Hanlon y Houck elaboraron un código para usar por la radio. Decidieron cambiar el nombre de las calles de la zona vigilada por nombres de calles del centro. Si había alguien escuchando la frecuencia de seguridad pública Simplex 5, pensarían que se trataba de informes sobre una vigilancia en Broadway y First Street en el centro, en lugar de Wilshire y Rincón en Beverly Hills. También decidieron referirse a la cámara acorazada como una tienda de empeños. Una vez convenido esto, las dos parejas de investigadores acordaron llamarse al principio de la vigilancia y se separaron. Cuando el coche de Hanlon y Houck desapareció por la rampa, Bosch, a solas con Wish por primera vez desde que se habían hecho los planes, le preguntó qué opinaba. – No lo sé. No me gusta la idea de dejarlos entrar en la cámara y que luego anden sueltos por ahí. Me pregunto si el Equipo de Operaciones Especiales lo puede cubrir todo. – Pronto lo sabremos. De repente un coche subió por la rampa y se dirigió hacia ellos. Las luces deslumbraron a Bosch, quien por un momento pensó que se trataba de sus atacantes de la noche anterior. Pero entonces el vehículo se desvió y se detuvo. Eran Hanlon y Houck. Por la ventanilla del pasajero Houck le tendió un grueso sobre de color marrón. – Entrega en mano, Harry -anunció el agente-. Me había olvidado de que teníamos que darte esto. Alguien de tu oficina lo dejó en el Buró hoy. Me dijo que lo estabas esperando pero, como no habías pasado por Wilcox, no te lo había podido dar. Bosch cogió el sobre sin acercárselo al cuerpo. Houck notó su desconfianza. – El tío se llamaba Edgar, era negro, y me dijo que antes erais compañeros -aclaró Houck-. Al parecer el paquete llevaba dos días en tu casilla y Edgar pensó que podría ser importante. Como iba a enseñar una casa en Westwood, decidió traértelo al pasar por allí. ¿Puede ser? Bosch asintió y los dos agentes se marcharon. El pesado sobre estaba cerrado, pero llevaba remite del archivo de las Fuerzas Armadas en San Luis. Bosch lo abrió por un extremo y echó un vistazo. Dentro había un montón de papeles. – ¿Qué es? -preguntó Wish. – Es el expediente de Meadows; me había olvidado. Lo pedí el lunes, antes de que supiera que vosotros llevabais el caso. Bueno, ahora ya lo he leído. Bosch arrojó el sobre por la ventanilla del coche y éste aterrizó en el asiento de atrás. – ¿Tienes hambre? – No, pero me tomaría un café. – Conozco un buen sitio. Bosch sorbía un café humeante en un vaso de plástico del restaurante, un sitio italiano en Pico Boulevard, detrás de Century City. Estaba dentro del coche, de vuelta en el segundo piso del aparcamiento frente a la cámara acorazada, cuando Wish abrió la puerta. Venía de dar el parte de medianoche a Rourke. – Han encontrado el jeep. – ¿Dónde? – Rourke dice que los del Equipo de Operaciones Especiales hicieron un reconocimiento de la alcantarilla de Wilshire, pero no encontraron rastro de los intrusos o la boca del túnel. »Parece que Gearson tenía razón; están metidos en una de las líneas secundarias. Total, que los chicos del Equipo de Operaciones Especiales se dirigieron a la salida de las alcantarillas junto a la autopista para preparar la emboscada. Estaban desplegándose para cubrir tres posibles salidas cuando toparon con el jeep. Rourke dice que, aparcado en un parque de automóviles al lado de la autopista, hay un todoterreno beige con un remolque cubierto con una lona. Es el de ellos. Las tres motos azules están en el remolque. – ¿Ha pedido una orden de registro? – Sí, tiene a alguien buscando a un juez ahora mismo, así que la conseguirán. Pero no van a intentar acercarse hasta que termine la operación, por si forma parte del plan que alguien salga a buscar las motos. O que alguien de fuera se las lleve a los de dentro. Bosch asintió y se tomó su café. Era lo mejor que podían hacer. Entonces recordó que tenía un cigarrillo encendido en el cenicero y lo tiró por la ventanilla. Como si hubiera adivinado lo que Bosch estaba pensando, Wish agregó: – Rourke dice que no han visto ninguna manta en la parte de atrás, pero que si ése es el jeep en que llevaron a Meadows a la presa, todavía debería haber fibras que podrían analizarse en el laboratorio. – ¿Y el escudo que vio Tiburón? – Rourke dice que no había ningún escudo, pero es posible que lo hubiera habido y que lo sacaran al dejar el jeep allí aparcado. – Sí -dijo Bosch, pero tras unos segundos de reflexión, añadió-. ¿No te preocupa que todo se esté solucionando tan fácilmente? – ¿Por qué? Bosch se encogió de hombros y miró hacia Wilshire. La acera delante de la boca de incendios estaba desierta. Desde que habían vuelto de cenar, Bosch no había visto el Ford blanco, que estaba convencido de que pertenecía a Asuntos Internos. No sabía si Lewis y Clarke estaban por allí o si habían decidido dejarlo por aquel día. – Harry, el premio de una buena investigación es que los casos se solucionan -le dijo Eleanor-. Quiero decir, que todavía no lo tenemos claro ni mucho menos, pero creo que por fin empezamos a controlar la situación. Estamos muchísimo mejor que hace tres días. ¿Por qué preocuparse cuando al final empiezan a encajar algunas cosas? – Hace tres días Tiburón estaba vivo. – Si sigues culpándote de eso, ¿por qué no te culpas por todo el mundo que ha elegido morir? Tú no puedes hacer nada, Harry; no te martirices. – ¿Qué quieres decir con «elegir»? Tiburón no eligió nada. – Sí que eligió. Cuando escogió vivir en la calle sabía que podría morir en la calle. – No estoy de acuerdo. Sólo era un niño. – La vida es así de mierda, Harry. Yo creo que lo mejor que puedes hacer en este trabajo es quedar empatado. A veces ganan unos y a veces otros. Con un poco de suerte, la mitad de veces ganan los buenos. Y esos somos nosotros. Bosch se terminó el café y, permanecieron un rato en silencio. Desde su puesto tenían una perspectiva clara de la cámara, aposentada en la sala de cristal como un trono. Ahí fuera, a la vista de todos, pulida y brillante bajo los focos que la iluminaban, parecía decir: «Tómame.» «Alguien va a hacerlo -pensó Bosch-. Y nosotros vamos a permitirlo.» Wish cogió la radio, pulsó dos veces el botón de transmisión y dijo: – Broadway llamando a First, ¿me recibís? – Sí, aquí First. ¿Hay novedades? -Era la voz de Houck. La recepción no era muy buena, ya que las ondas rebotaban contra los rascacielos de la zona. – No, sólo estábamos probando. ¿Cuál es vuestra posición? – Estamos al sur, delante de la entrada de la tienda de empeños, con una vista perfecta de… nada. – Nosotros estamos al este. Desde aquí divisamos… -Wish apagó el micrófono y miró a Bosch-. Nos hemos olvidado de una palabra en clave para la cámara acorazada. ¿Se te ocurre algo? Bosch negó con la cabeza, pero en seguida añadió: – Saxofón. Siempre hay saxofones colgados del techo en las tiendas de empeños. Montones de instrumentos musicales. Ella encendió el micrófono de nuevo. – Perdón, First Street, teníamos un problema técnico. Estamos al este de la tienda de empeños, con el piano delante. Sin novedad en el interior. – No os durmáis. – Igualmente. Corto y cierro. Bosch sonrió y sacudió la cabeza. – ¿Qué? -preguntó ella-. ¿Qué pasa? – He visto muchos instrumentos musicales en tiendas de empeño, pero un piano… no sé. ¿Quién va a empeñar un piano? Necesitarías un camión para llevarlo hasta la tienda. Hemos pifiado nuestra tapadera. Bosch cogió el micrófono, pero sin apretar el botón de transmisión. – Eh, First Street -dijo-. Rectificamos. No hay un piano en el escaparate, sino un acordeón. Nos hemos equivocado. Ella le pegó en el hombro y le pidió que se olvidara del piano. A continuación, los dos se quedaron tranquilamente en silencio. Los trabajos de vigilancia eran la pesadilla de la mayoría de detectives. En cambio Bosch, en sus quince años de profesión, nunca había odiado una sola operación de vigilancia; incluso las había disfrutado, si tenía buena compañía. Bosch definía la buena compañía no por la conversación, sino por la ausencia de ella. Cuando no había necesidad de hablar para sentirse cómodo; aquello era buena compañía. Bosch pensó en el caso y contempló el tráfico que pasaba por delante de la cámara. Recordó los acontecimientos tal como habían ocurrido, por orden, del principio al final. Revivió las escenas y volvió a escuchar las conversaciones. Este repaso mental solía ayudarle a decidir cuál sería el siguiente movimiento. El tema al que estuvo dando más vueltas -tocándolo con la lengua como un diente a punto de caer- fue el ataque del coche la noche antes. ¿Por qué? ¿Qué sabían entonces para que fueran tan peligrosos? Matar a un policía y a una agente federal parecía estúpido. ¿Por qué lo habrían hecho? Su mente divagó hasta la noche que pasaron juntos después de que les interrogaran. Eleanor estaba muy asustada, más que él. Esa noche, mientras Bosch la acogía en sus brazos, sintió que estaba calmando a un animal aterrorizado. La abrazó y acarició mientras ella respiraba sobre su cuello. No habían hecho el amor, sólo habían dormido cogidos, algo casi más íntimo. – ¿Estás pensando en ayer por la noche? -le preguntó ella en ese momento. – ¿Cómo lo sabes? – Me lo imaginaba. ¿Y qué pensabas? – Bueno, creo que fue muy bonito, que… – Hablo de la gente que intentó matarnos. – Ah, no, ninguna idea. Estaba pensando en después. – Ah… Bueno, no te he dado las gracias, Harry, por ser así conmigo. Sin esperar nada. – Yo soy quien te debería dar las gracias. -Eres un sol. Los dos volvieron a sus pensamientos. Con la cabeza apoyada en la ventanilla lateral, Bosch apenas despegaba la vista de la cámara acorazada. El tráfico en Wilshire era escaso pero constante; la gente iba a las discotecas de Santa Mónica o Rodeo Drive y seguramente habría algún estreno en el cercano Academy Hall. A Bosch le pareció que todas las limusinas de Los Ángeles circularon por Wilshire esa noche. Las vio de todas las marcas y colores, pasando por delante tan majestuosamente que parecían flotar. Con sus ventanas ahumadas eran bellas y misteriosas, como mujeres exóticas con gafas de sol. La limusina era un vehículo hecho a propósito para aquella ciudad, pensó Bosch. – ¿Ya han enterrado a Meadows? La pregunta sorprendió a Bosch. ¿Qué pensamientos habrían llevado a Wish hasta ella? – Aún no -respondió-. El entierro es el lunes, en el cementerio de veteranos. – El día de los Caídos, muy adecuado. ¿Su vida criminal no lo inhabilita para ser enterrado en esa tierra sagrada? – No. Meadows luchó en Vietnam, así que tiene un espacio reservado. Seguramente también tienen uno para mí. ¿Por qué lo preguntas? – No lo sé. Sólo estaba pensando, eso es todo. ¿Tú vas a ir? – Sí, si no estoy vigilando esta cámara. – Es un gesto noble. Sé que significó algo para ti, en algún momento de tu vida. Él no contestó, pero ella insistió: – Harry, háblame del eco negro, eso que dijiste el otro día. ¿Qué querías decir? Por primera vez Bosch desvió la mirada de la cámara acorazada y miró a Eleanor. Su cara estaba en penumbra, pero los faros de un coche que pasaba iluminaron el interior del coche un instante y él vio sus propios ojos reflejados en sus pupilas. Luego volvió su atención a la cámara acorazada. – No hay nada que contar. Es sólo lo que yo llamo uno de los intangibles. – ¿Intangibles? – No tenía nombre, así que nos inventamos uno. Es la oscuridad, la sensación húmeda de vacío que notabas cuando estabas solo ahí abajo, en uno de esos túneles. Era como si estuvieras muerto y enterrado en la oscuridad. Pero estabas vivo. Y asustado. Incluso tu aliento resonaba tan fuerte que podía descubrirte. O eso pensabas, no lo sabías. Es difícil de explicar. Es… el eco negro. Ella se quedó un rato en silencio antes de decir: – Está bien que vayas al funeral. – ¿Pasa algo? – ¿Qué quieres decir? – Que si te pasa algo; hablas de una manera… No parece que estés bien desde ayer por la noche. Como si algo… no sé, olvídalo. – Yo tampoco lo sé, Harry. Después de que la adrenalina bajara, supongo que me asusté. El ataque me hizo pensar en ciertas cosas. Bosch asintió, pero no dijo nada. Al cabo de un rato recordó un momento en el Triángulo cuando una compañía que había sufrido muchas bajas por culpa de francotiradores encontró la entrada a una red de túneles. A Bosch, Meadows y un par de ratas más llamados Jarvis y Hanrahan los fueron a buscar a una zona de aterrizaje cercana y los llevaron al agujero. Lo primero que hicieron fue tirar en el agujero un par de bengalas, una azul y una roja, y dispersar el humo con un ventilador muy potente a fin de encontrar las otras entradas a la red. Muy pronto comenzaron a emerger de la tierra más de veinte volutas de humo en un radio de unos doscientos metros. El humo procedía de los agujeros de araña que los francotiradores usaban como parapetos o para entrar y salir de los túneles. Había tantos que la jungla se tornó púrpura. Meadows, que iba colocado, metió una cinta en un radiocasete que siempre llevaba consigo y puso Purple Haze (Bruma lila) de Jimmi Hendrix a todo volumen. Era uno de los recuerdos más vivos de la guerra, aparte de los sueños, que conservaba Bosch. Después de eso a Bosch dejó de gustarle el rock and roll. El ritmo enérgico de la música le recordaba demasiado a Vietnam. – ¿Has ido a ver el monumento? -le preguntó Eleanor. Ella no tuvo que decir cuál. Sólo había uno, en Washington. Aunque entonces recordó la réplica negra y alargada que había visto instalar en el cementerio junto al edificio federal. – No -contestó al cabo de un rato-. No lo he visto. Después de que se disipara el humo de la jungla y terminara la cinta de Hendrix, los cuatro hombres entraron en el túnel mientras el resto de la compañía esperaba sentada sobre sus mochilas comiendo su ración de rancho. Al cabo de una hora, sólo Bosch y Meadows volvieron. Meadows llevaba con él tres cabelleras de soldados del Vietcong. Las levantó para mostrárselas a las tropas y gritó: – ¡Tenéis delante al tío más sanguinario del eco negro! Y de ahí vino el nombre. Después, encontraron a Jarvis y Hanrahan en los túneles. Habían caído en trampas hechas con cañas de bambú envenenadas y habían muerto. – Yo fui a verlo cuando vivía en Washington -le contó Eleanor-. No me vi con fuerzas de ir al homenaje de 1982, pero un montón de años más tarde finalmente reuní el valor. Quería ver el nombre de mi hermano porque pensaba que quizá me ayudaría a superar lo que le ocurrió. – ¿Y te ayudó? – No. Fue peor. Me puso furiosa. Me dejó con sed de justicia, si es que eso tiene sentido. Quería justicia para mi hermano. Cuando el silencio volvió a invadir el coche, Bosch se sirvió más café. Empezaba a notar los efectos de la cafeína, pero no podía parar; era un adicto. Contempló a un par de borrachos que iban dando tumbos y que se detuvieron frente al escaparate delante de la cámara acorazada. Uno de los hombres extendió los brazos como si intentara medir el tamaño de la enorme puerta; después se alejaron calle abajo. Bosch pensó en la rabia que Eleanor debió de sentir por lo de su hermano. En la impotencia. Y entonces pensó en su propia impotencia. Conocía aquellos sentimientos, quizá no en la misma medida que Eleanor, pero sí desde una perspectiva distinta. Cualquiera que hubiese sido tocado por la guerra conocía esos sentimientos. Nunca había logrado superarlo del todo y no estaba seguro de querer hacerlo. La rabia y la tristeza le daban algo que era mejor que el vacío total. ¿Era eso lo que sentía Meadows?, se preguntó. El vacío. ¿Fue eso lo que lo llevó de empleo en empleo, de aguja a aguja, hasta ser definitivamente eliminado en su última misión? Bosch decidió que iría al funeral de Meadows, que al menos le debía aquello. – ¿Sabes lo que me dijiste el otro día sobre ese tío, el Maquillador? -preguntó Eleanor. – ¿El qué? – ¿Que Asuntos Internos intentó demostrar que tú lo habías ejecutado? – Sí, ya te lo dije, lo intentaron, pero no se salieron con la suya. Sólo lograron suspenderme por violación del reglamento. – Bueno, quería decirte que, aunque hubieran tenido razón, estaban equivocados. Eso, para mí, habría sido justicia. Tú sabías lo que le pasaría a un hombre así. Mira al Merodeador. Nunca irá a la cámara de gas. O tardará veinte años. Bosch se sintió incómodo. Sólo había pensado en sus motivos y cómo había actuado en el caso del Maquillador cuando estaba solo. Nunca hablaba en voz alta sobre el tema e ignoraba adonde quería ir a parar. – Ya sé que si fuera verdad nunca lo admitirías, pero creo que consciente o inconscientemente tomaste una decisión. Querías justicia para todas esas mujeres, para sus víctimas. Quizá también para tu madre. Estupefacto, Bosch se volvió hacia ella y estaba a punto de preguntarle como sabía lo de su madre, y cómo se le había ocurrido relacionarla con el caso del Maquillador, cuando recordó su archivo: debía de ponerlo en uno de los documentos. Al solicitar su ingreso en el departamento, había tenido que contestar en uno de los impresos si él o alguno de sus parientes cercanos habían sido víctima de un homicidio. Bosch escribió que se había quedado huérfano a los once años, cuando su madre fue encontrada estrangulada en un callejón junto a Hollywood Boulevard. No tuvo que escribir a qué se dedicaba ella. El sitio y las circunstancias de su muerte hablaban por sí mismos. Cuando recobró la serenidad, Bosch le preguntó a Eleanor por qué lo decía. – Por nada -dijo ella-. Sólo que… lo respeto. Si hubiese sido yo, creo que me habría gustado hacer lo mismo, haber sido lo suficientemente valiente. El la miró, pero la oscuridad ocultaba los rostros de ambos. Ya era tarde, y no pasó ningún coche para iluminarlos. – Duerme tú primero -dijo él-. Yo he tomado demasiado café. Ella no contestó. El se ofreció a sacar una manta que había puesto en el maletero, pero ella no la quiso. – ¿Sabes lo que J. Edgar Hoover dijo sobre la justicia? -le preguntó. – Seguro que dijo muchas cosas, pero ahora mismo no recuerdo ninguna. – Pues que la justicia es sólo accesoria a la ley y el orden público. Creo que tenía razón. Ella no dijo nada más, y al cabo de un rato Bosch oyó que su respiración se tornaba más profunda y espaciada. Cuando pasaba un coche de vez en cuando, Bosch miraba su rostro bañado por la luz de los faros. Eleanor dormía como una niña, con la cabeza apoyada sobre las manos. Bosch bajó un poco la ventanilla y encendió un cigarrillo. Mientras fumaba, se preguntó si podría enamorarse de ella o ella de él, una idea que le emocionaba y le inquietaba al mismo tiempo. |
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