"Luna Funesta" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)
Michael Connelly Luna Funesta
2000
A Linda, por los primeros quince.
Alrededor de ellos la algarabía de la codicia continuaba en sus más extremos y gloriosos excesos. Pero no podía mellar siquiera su mundo.
Ella interrumpió el contacto visual sólo el tiempo preciso para buscar su vaso y luego levantarlo de la mesa. Estaba vacío, salvo por el hielo y la guinda, pero eso no importaba. El respondió alzando el suyo, en el que quizá no quedaba más que un trago de cerveza y espuma.
– Hasta el final -dijo ella.
El sonrió y asintió. El la amaba y ella lo sabía.
– Hasta el final-repitió él y, tras una pausa, añadió-: Hasta el lugar donde el desierto es océano.
Ella le devolvió la sonrisa cuando entrechocaron las copas. Se acercó la suya a los labios y la guinda rodó hasta su boca. Lo miró de un modo insinuante mientras él se limpiaba la cerveza del bigote. Ella lo amaba. Eran los dos contra todo el puto mundo, pero no le parecía un combate desigual.
Entonces pensó en que lo había hecho todo mal y su sonrisa se esfumó. Debería haber previsto su reacción, debería haber imaginado que no la dejaría subir. Tendría que haber esperado a que todo concluyera para contárselo.
– Max -dijo ella-, déjame hacerlo. Lo digo en serio. Sólo una vez más.
– Ni hablar. Subiré yo.
Se produjo un ruido en la planta del casino, y fue lo suficientemente alto para romper la barrera que los envolvía. Ella se fijó en un tejano con sombrero vaquero que bailaba en el extremo de una de las mesas de crap, justo debajo del pulpito que asomaba a la planta del casino. El tejano tenía una acompañante de pago a su lado, una mujer con melena que ya frecuentaba los casinos cuando Cassie empezó a trabajar de crupier en el Trop.
Cassie volvió a mirar a Max.
– Me muero de ganas de que nos vayamos de aquí para siempre. Déjame al menos que lo echemos a suertes.
Max negó lentamente con la cabeza.
– Ni lo sueñes. Lo haré yo.
Max se levantó y ella lo miró. Era guapo y moreno. A Cassie le gustaba la pequeña cicatriz que tenía bajo la barbilla, donde nunca le crecían los pelos.
– Creo que ya es hora -dijo Max.
El echó un vistazo al casino, pero su mirada no se detuvo en nada hasta que llegó al pulpito. Los ojos de Cassie siguieron a los de Max. Había un hombre allí, vestido de oscuro y mirando hacia abajo como un párroco mira a sus feligreses.
Ella trató de sonreír, pero los labios no le respondieron. Algo iba mal. Era el cambio de planes. Se dio cuenta de hasta qué punto deseaba subir y de cuánto iba a echar de menos la inyección de adrenalina. Entonces comprendió que se trataba de ella, no de Max. No estaba siendo protectora con él, estaba siendo egoísta. Deseaba esa sensación euforizante una vez más.
– Si pasa algo -dijo Max-, ya nos veremos.
Esta vez ella frunció el ceño con claridad. Un adiós así, una actitud negativa semejante, nunca había formado parte del ritual.
– ¿Qué pasa, Max? ¿Por qué estás tan nervioso?
Max la miró y se encogió de hombros.
– Supongo que porque es el final.
Max trató de sonreír, le acarició la cara y se inclinó hacia ella. La besó en la mejilla y enseguida movió sus labios hasta los de la joven. Pasó la mano por debajo de la mesa, donde nadie podía verle, y subió un dedo por el muslo de ella, siguiendo la costura de los tejanos. Entonces, sin que mediara palabra, se volvió y salió del salón. Empezó a caminar por el casino hacia los ascensores, y ella lo vio desaparecer. El no miró atrás. No mirar atrás formaba parte del ritual.