"Luna Funesta" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)Capítulo 1 La casa de Lookout Mountain Road estaba apartada de la calle, acurrucada contra el empinado terraplén del cañón. Eso le permitía disponer de una considerable extensión plana de césped desde el amplio porche hasta la cerca blanca que lindaba con la acera. No era habitual en Laurel Canyon contar con un jardín tan inmenso, y menos tan plano, ni por delante ni por detrás. Ese terreno de césped sería el argumento clave en la venta de la finca. La casa, según se había anunciado en la sección inmobiliaria del Times, iba a mostrarse desde las dos hasta las cinco de la tarde. Cassie Black aparcó junto al bordillo diez minutos antes de las dos y no vio ningún coche en el sendero de entrada, ni señales de actividad en la vivienda. El Volvo blanco familiar que pertenecía a los propietarios, y que solía verse aparcado fuera, no estaba. No sabía nada del otro coche, el BMW negro, porque el pequeño garaje de una plaza contiguo a la casa permanecía cerrado. En cualquier caso, interpretó la ausencia del Volvo como una prueba de que los propietarios iban a pasar el día fuera y no estarían presentes cuando enseñaran la casa. Eso estaba bien. Cassie lo prefería, porque no sabía cómo reaccionaría si al entrar se encontraba con la familia. Cassie se quedó en el Boxster hasta las dos, y a partir de entonces empezó a preocuparse. Llegó a la conclusión de que había anotado mal la hora o, peor aún, que la casa ya había sido vendida y las visitas canceladas. Abrió la sección inmobiliaria en el asiento de la derecha y comprobó la lista una vez más. No se había equivocado. Miró entonces el cartel de «En venta», clavado en el césped de la entrada, y verificó que el nombre de la agente coincidía con el del anuncio. Sacó el móvil de la mochila y llamó a la oficina de la inmobiliaria, pero no logró comunicarse. Esto no la sorprendió. Estaba en Laurel Canyon, y las comunicaciones por teléfono móvil casi nunca eran claras en los barrios de las colinas de Los Angeles. Sin nada mejor que hacer que esperar y dominar sus miedos, contempló la casa que se alzaba tras el letrero de «En venta». Según el anuncio era un búngalo California Craftsman construido en 1931. No sólo estaba apartada de la calle y pegada a la colina, sino que, a diferencia de los inmuebles más nuevos edificados a ambos lados, también hacía gala de una acusada personalidad. Era más pequeña que la mayoría de las viviendas vecinas; los arquitectos obviamente priorizaron el jardín grande y el carácter abierto de la propiedad. Las casas nuevas del barrio habían sido construidas hasta el límite de la superficie edificable, siguiendo la filosofía de que lo principal es el espacio interior. El viejo búngalo tenía un gran tejado gris inclinado, al cual asomaban las ventanas de dos dormitorios. Cassie supuso que uno lo compartía la pareja y el otro pertenecía a la niña. Los laterales estaban pintados de un marrón rojizo y un gran porche ocupaba la fachada, cuya puerta de entrada era una cristalera con una sola luz. La familia acostumbraba a bajar las persianas sobre la puerta de cristal, pero ese día se hallaban subidas, tanto ésas como las del ventanal, y nada impedía a Cassie la visión de la sala de estar. Habían dejado una luz encendida. El jardín delantero era, sin lugar a dudas, la zona de juego. El césped siempre se mantenía bien recortado y sobre el límite izquierdo del terreno había un columpio de madera y una estructura de barras. Cassie sabía que la niña que allí vivía prefería columpiarse de espaldas a la casa, mirando a la calle. Había meditado sobre esto a menudo, preguntándose si algo en esa costumbre podía interpretarse como una pista psicológica. El columpio vacío no se movía ni un ápice. Cassie vio una pelota y un camión rojo en la hierba, también a la espera de recibir la atención de la niña. Pensó que la zona de juegos podía ser uno de los motivos por los que la familia se mudaba. A pesar de que en Los Angeles todo era relativo, Laurel Canyon constituía un remanso de razonable sosiego en una ciudad de crecimiento descontrolado. Aun así, en ningún barrio era recomendable que los niños jugaran en el jardín delantero, tan cerca de la calle, el lugar donde el peligro acechaba, donde podían resultar lastimados. El anuncio, claro está, no mencionaba este problema potencial. Cassie bajó la mirada y lo leyó otra vez: SE ESTUDIAN TODAS LAS OFERTAS California Craftsman Clásico de 1931 2 habitaciones y 2 salones espaciosos ¡Urge venta! ¡Precio rebajado! Cassie se había fijado en el letrero de «En venta» tres semanas antes, en uno de sus paseos de rutina. Este hecho había sembrado su vida de desconcierto, un desconcierto que se traducía en insomnio y falta de atención en el trabajo. No había vendido ni un solo automóvil en las tres semanas, un hecho insólito. Por lo que sabía, se trataba del primer día de visita, así que el texto del anuncio le resultó curioso. Se preguntó por qué los propietarios estarían tan ansiosos por vender, hasta el punto de haber rebajado el precio después de sólo tres semanas en el mercado. Le extrañaba. Tres minutos después de la hora señalada para el inicio de las visitas, un coche que Cassie no reconoció, un sedán granate marca Volvo aparcó en la entrada de la casa. Una mujer delgada y rubia, de cuarenta y tantos años, salió del vehículo. Iba bien vestida, aunque de modo informal. Abrió el maletero y sacó un letrero que cargó hasta la acera: «Día de visita». Cassie se miró el peinado en el retrovisor y se ajustó la peluca. Salió del Porsche y se aproximó a la mujer mientras ésta enderezaba el cartel. – ¿Es usted Laura LeValley? -preguntó Cassie, leyendo el nombre del cartel de «En venta». – La misma. ¿Ha venido a ver la casa? – Sí, me gustaría. – Bueno, déjeme abrir y empezamos. Bonito coche, ¿es nuevo? La mujer señaló la placa en blanco del concesionario en la parte delantera del Porsche. Cassie había quitado las matrículas en el garaje de su casa antes de salir como medida de precaución. No sabía si los vendedores de casas anotaban las matrículas como forma de seguir la pista o pedir informes de potenciales compradores. Ella no quería que le siguieran la pista. Por ese mismo motivo llevaba peluca. – Ah, sí-dijo-. Me lo acabo de comprar, pero tiene un año. – Es muy bonito. El Boxster tenía un aspecto prístino por fuera, pero en realidad había sido recuperado por el concesionario por falta de pago. Ya había superado los cincuenta mil kilómetros, entraba agua por el techo descapotable y los cedés saltaban en el equipo a la primera que el conductor pillaba el menor bache de la carretera. El jefe de Cassie, Ray Morales, le dejaba usarlo hasta final de mes, mientras vencía el plazo que había dado al propietario para que cancelase la deuda, antes de ponerlo en venta definitivamente. Cassie suponía que nunca verían ni un centavo del tipo. Era un aprovechado de tomo y lomo. Ella había leído en el expediente que el comprador se había retrasado en el pago de las seis primeras cuotas y luego se había saltado las seis siguientes. Ray había cometido el error de financiarle él mismo el coche después de que el individuo no obtuviera un préstamo. Eso ya era un claro indicio. Sin embargo, el tipo había convencido a Ray para que le financiara y le diera las llaves. Luego Ray se había sentido tan molesto por haberse dejado engañar que salió personalmente con la grúa cuando localizaron el Boxster en la puerta de la casa del aprovechado, en la colina que daba a Sunset Plaza. La mujer de la inmobiliaria fue a buscar un maletín a su coche y acompañó a Cassie por el sendero de piedra que conducía al porche. – ¿Están en casa los propietarios? -preguntó Cassie. – No, es mejor que no haya nadie, así la gente mira lo que quiere y dice lo que le parece sin que nadie se sienta ofendido. Ya sabe que sobre gustos no hay nada escrito. Una persona piensa que algo es precioso y a otra le parece espantoso. Cassie sonrió por educación. Llegaron a la puerta de entrada y LeValley sacó un sobrecito blanco del maletín y extrajo una llave. Mientras abría la puerta continuó con la charla. – ¿Tiene un agente inmobiliario? – No, de momento sólo estoy mirando. – Bueno, ayuda saber qué hay en el mercado. ¿Es propietaria actualmente? – ¿Perdón? – Si es propietaria, si va a vender algo. – Ah, no. Yo alquilo, pero tengo intención de comprar algo pequeño, como esto. – ¿Tiene hijos? – Vivo sola. LeValley abrió la puerta y gritó un hola para asegurarse de que la casa estaba vacía. Al no recibir respuesta invitó a Cassie a entrar. – Entonces, esta casa es ideal. Sólo tiene dos dormitorios, pero las salas de estar son grandes y muy abiertas. A mí me parece encantadora, ya verá. Entraron en la casa. LeValley dejó el maletín, extendió la mano y se presentó. – Karen Palty -mintió Cassie al saludar a la agente inmobiliaria. LeValley llevó a cabo una breve descripción de las características y virtudes de la casa. Sacó del maletín una pila de folletos con información de la propiedad y le dio uno a Cassie sin dejar de hablar. Cassie asintió varias veces, aunque apenas prestaba atención a las explicaciones. Se concentraba en la cuidadosa observación de los muebles y otras pertenencias de la familia que habitaba la casa. Echó varias miradas furtivas a las fotos de las paredes, los arcones y las mesas. LeValley la invitó a continuar sola mientras ella preparaba la hoja de visita en la mesa del comedor. La casa estaba muy bien cuidada, y Cassie se preguntó hasta qué punto se debía al hecho de que iba a ser mostrada a potenciales compradores. Entró en una salita y luego subió la escalera que conducía al piso superior, ocupado por los dos dormitorios y el baño. Se adentró en la habitación de matrimonio y echó un vistazo. El cuarto tenía una ventana en saliente con vistas a la escarpada colina de la parte de atrás de la casa. LeValley habló desde abajo, creyendo adivinar lo que Cassie miraba y pensaba. – No tema por los corrimientos de tierra. La colina es de granito de extrusión. Probablemente está ahí desde hace diez mil años y, créame, no se va a ir a ninguna parte. Aunque si de verdad le interesa la casa, le sugiero que pida un informe geológico. Si compra le ayudará a dormir mejor por la noche. – Buena idea -gritó Cassie. Cassie ya había visto bastante. Salió de la habitación y cruzó el pasillo hasta el dormitorio de la niña. También estaba ordenado, pero lleno de animales de peluche, muñecas Barbie y otros juguetes. En una esquina había un caballete de pintor con un dibujo hecho con lápices de colores de un autobús escolar con muchas figuras de palotes pegadas a las ventanillas. El autobús se había detenido junto a un edificio donde un camión rojo estaba estacionado en el garaje: un parque de bomberos. La niña dibujaba bien. Cassie salió al pasillo para asegurarse de que LeVa-lley aún no había subido y se acercó al caballete. Hojeó algunos dibujos anteriores. Uno de ellos mostraba una casa con un gran jardín delantero. Había un letrero de «En venta» al frente y, junto a él, la figura de palotes de una niña. Un bocadillo que salía de los labios de la niña decía: «¡Búa!». Cassie examinó un buen rato el dibujo antes de dejarlo y mirar el resto de la habitación. En la pared de la izquierda había un cartel enmarcado de la película La sirenita y unas letras grandes de madera, cada una pintada de un color diferente del arco iris, que formaban el nombre de la niña: «Jodie Shaw». Cassie, de pie y en silencio en medio de la habitación, trató de aprehender todos los detalles. Una foto enmarcada, en el escritorio blanco de la pequeña, captó su atención. Mostraba a una niña sonriente junto a Mickey Mouse en medio de una muchedumbre en Disneylandia. – Es la habitación de la niña. Cassie casi dio un brinco al oír la voz tras ella. Se volvió. Laura LeValley estaba de pie en el umbral. Cassie no había oído sus pasos y se preguntó si la agente inmobiliaria había sospechado de ella y, deliberadamente, había subido la escalera con sigilo para atraparla robando o haciendo algo malo. – Una niña muy guapa -comentó LeValley, sin mostrar señal alguna de sospecha-. La vi cuando me hice cargo de la venta. Creó que tiene seis o siete años. – Cinco, casi seis. – ¿Perdón? Cassie señaló rápidamente la foto del escritorio. – Supongo, si esa foto es reciente. -Se volvió y levantó una mano como para abarcar la habitación-. Tengo una sobrina de cinco años y ésta podría ser su habitación. Ella esperó, pero LeValley no hizo más preguntas. Cassie bendijo su suerte por salir bien librada de semejante resbalón. – Bueno -dijo LeValley-. Me gustaría que llenara la ficha para que tuviéramos su nombre y su número. ¿Alguna pregunta? Incluso tengo un formulario de ofertas por si quiere hacer una. Sonrió al decir la última frase y Cassie le devolvió la sonrisa. – Todavía no -dijo ella-. Pero la casa me gusta. LeValley se encaminó a la escalera y bajó. Cassie se acercó a la puerta para seguirla. Al salir al pasillo se volvió a mirar la colección de animales de peluche de la estantería que colgaba sobre la cama. La niña mostraba una preferencia por los perros. Cassie observó una vez más el dibujo del caballete. Abajo, en la sala de estar, LeValley le ofreció una tablilla portapapeles con una ficha. Cassie escribió el nombre de Karen Palty, una vieja amiga de cuando repartía cartas en las mesas de blackjack, e inventó un número de teléfono con el código de área de Hollywood y una dirección de Nichols Canyon Road. LeValley leyó el formulario cuando ella se lo devolvió. – Karen, ¿sabe?, si esta casa no es lo que está buscando hay muchas otras en el cañón que le enseñaría con mucho gusto. – Bueno, eso estaría bien. Pero deje que antes piense en ésta. – Ah, claro. Avíseme cuando quiera. Tome una tarjeta. LeValley le ofreció su tarjeta y Cassie se la guardó. Por la ventana de la sala vio que un coche aparcaba detrás del Boxster: otro potencial comprador. Decidió que era su oportunidad de hacer preguntas. – El anuncio del periódico decía que a los Shaw les urgía vender. ¿Le importa que le pregunte cómo es eso? Quiero decir, ¿hay algún problema con la casa? A media pregunta, Cassie cayó en la cuenta de que había utilizado el nombre de los propietarios. Entonces recordó las letras de madera en la pared de la habitación de la niña: una protección en el caso de que LeValley reparara en su patinazo. – Oh, no, no tiene nada que ver con la casa -dijo LeValley-. A él lo han enviado a otro sitio y están ansiosos por mudarse e instalarse en su nuevo destino. Si venden pronto podrán mudarse juntos y él no tendrá que andar yendo y viniendo. Es un viaje muy largo. Cassie sintió que necesitaba sentarse, pero permaneció de pie. Una terrible amenaza ensombreció su corazón. Trató de mantenerse en pie, apoyándose en el hogar de piedra, pero supo que no había ocultado el impacto de las palabras que acababa de escuchar. «Es un viaje muy largo.» – ¿Está bien? -preguntó LeValley. – Sí, es que estuve con gripe la semana pasada y… – Ya sé. Yo la pasé hace unas semanas. Fue horrible. Cassie volvió la cara y actuó como si estuviera examinando el enladrillado de la chimenea. – ¿Y se van muy lejos? -preguntó con la máxima indiferencia que pudo, teniendo en cuenta los miedos que manaban en su interior. Cerró los ojos y esperó, convencida de que LeValley ya sabía que no había venido a ver la casa. – A París. El trabaja en una empresa importadora de ropa y quieren que se instale allí durante un tiempo. Pensaron en conservar la casa, en alquilarla. Pero creo que se dieron cuenta de que es probable que no vuelvan. Es París, nada menos. ¿A quién no le gustaría vivir allí? Cassie abrió los ojos y asintió. – París… LeValley continuó en un tono casi de conspiración. – Por ese motivo están muy interesados en cualquier tipo de oferta. La empresa de él le cubre si vende por debajo del precio de tasación, dentro de unos límites razonables, claro. Así que puede que acepten una oferta rápida, aunque sea baja. Quieren trasladarse para que la niña empiece un curso de francés este verano, para que aprenda el idioma y pueda integrarse al inicio del curso. Cassie no estaba escuchando el discursito comercial. Tenía la mirada fija en la oscuridad de la chimenea. En ella habían ardido mil fuegos que habían calentado la casa, pero en ese momento los ladrillos estaban negros y fríos, y Cassie sintió que contemplaba su propia alma. En ese momento comprendió que todo estaba cambiando en su vida. Durante mucho tiempo había vivido día a día, evitando cuidadosamente pensar en el desesperado plan que flotaba en el horizonte como un sueño. De pronto, supo que había llegado la hora de poner rumbo al horizonte. |
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