"Luna Funesta" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)Capítulo 3 Las oficinas del Departamento de Libertad Condicional y Servicios a la Comunidad de California se hallaban embutidas en un edificio gris de una sola planta de hormigón prefundido que se alzaba a la sombra del Tribunal Municipal, en Van Nuys. El anodino aspecto exterior parecía en sintonía con su propósito: la pausada reintegración en la sociedad de los reclusos. El interior del inmueble seguía el ejemplo de los parques de atracciones en cuanto a control de la multitud; aunque en este caso los que esperaban no siempre estaban tan ansiosos por llegar al final de la fila. Los ex presidiarios se acumulaban como ganado en un laberinto de filas acordonadas que se doblaban una y otra vez llenando pasillos y salas. Había filas de convictos esperando para sellar, filas de espera para las pruebas de orina, filas de espera para entrevistas con los agentes de la condicional: filas en los cuatro cuadrantes del edificio. Para Cassie Black la oficina de la condicional era más deprimente de lo que había sido la cárcel. En High Desert había permanecido en una suerte de éxtasis, como esos personajes de las películas de ciencia ficción que se sumen en una especie de hibernación después de un largo viaje de regreso a la Tierra. Así lo veía Cassie. En prisión respiraba, pero no vivía, se limitaba a sobrevivir con la esperanza de que el final de su condena llegaría más pronto que tarde. Ésa ilusión en el futuro y el fervor de su constante sueño de libertad le permitieron superar cualquier depresión. Pero la oficina de la condicional era ese futuro. Era la cruda realidad de haber salido, una realidad sórdida, masificada, inhumana. Olía a desesperación e ilusiones perdidas, a ausencia de futuro. La mayoría de los que la rodeaban no lo conseguirían. Uno a uno irían volviendo de nuevo a la cárcel. Era un hecho de la vida que habían elegido. Pocos lo conseguían, pocos salían con vida. Y para Cassie, que se había prometido a sí misma que sería una de las elegidas, la zambullida mensual en este mundo siempre la deprimía profundamente. A las diez en punto del martes por la mañana, ya había sellado y se acercaba al final de la cola del pipí. Llevaba en la mano el recipiente de plástico sobre el que debería acuclillarse y llenar de orina mientras una oficial novata, apodada la bruja por la naturaleza de su misión de vigilancia, observaba para asegurarse de que era su propia orina lo que caía en el recipiente. Cassie no miraba a nadie ni hablaba con nadie durante la espera. Cuando la fila se movía y la empujaban, ella se limitaba a dejarse arrastrar por la corriente. Pensaba en el tiempo pasado en High Desert, en cómo podía callarse cuando lo necesitaba y conducir aquella nave de regreso a la Tierra en piloto automático. Era la única manera de sobrevivir en la cárcel. Y también en aquella oficina. Cassie se metió en el cubículo que su agente de la condicional, Thelma Kibble, llamaba despacho. Respiraba con menos dificultad, porque se aproximaba al final. Kibble era la última parada de la jornada. – Aquí está ella… -dijo Kibble-. ¿Cómo te va ahí fuera, Cassie Black? – Bien, Thelma. ¿Y tú qué tal? Kibble era una negra obesa, cuya edad Cassie nunca había tratado de determinar. Su amplio rostro siempre mostraba una expresión agradable, y a Cassie le caía bien a pesar de las circunstancias. Kibble no era fácil, pero era legal. Cassie sabía que había tenido suerte de ser asignada a Kibble desde Nevada. – No me puedo quejar -dijo Kibble-. No me puedo quejar en absoluto. Cassie se sentó en la silla que había junto al escritorio, el cual estaba lleno de pilas de expedientes, algunos de ellos de dos dedos de grosor. En el lado izquierdo del escritorio había un archivador vertical con una etiqueta que ponía DAP y que siempre atraía la atención de Cassie. DAP significaba «devuelto a prisión» y los archivos allí guardados correspondían a los perdedores, los que volvían. El archivador vertical siempre parecía lleno y su presencia constituía un elemento disuasorio tan poderoso como cualquier otro del proceso de la condicional. Kibble tenía delante el expediente de Cassie y estaba cumplimentando el informe mensual. Este breve cara a cara antes de que Kibble abordara las preguntas del cuestionario formaba parte del ritual. – ¿Qué te has hecho en el pelo? -preguntó Kibble sin levantar la mirada de los papeles. – Me apetecía un cambio y me lo corté. – ¿Un cambio? Acaso estás tan aburrida que tienes que hacer cambios de repente. – No, es sólo que… Se encogió de hombros con la esperanza de cambiar de tema. Debería haber sabido que la palabra cambio pondría en alerta a una agente de la condicional. Kibble giró levemente la muñeca para consultar su reloj. Era hora de seguir. – ¿Va a haber algún problema con el pipí? – No. – Bien, ¿hay algo de lo que quieras hablar? – No. – ¿Cómo va el trabajo? – Es un trabajo, supongo que va como van los trabajos. Kibble enarcó las cejas y Cassie lamentó no haber seguido con los monosílabos. Había hecho saltar la segunda alarma. – Te dedicas a conducir unos coches impresionantes -dijo Kibble-. La mayoría de los que entran aquí los lavan y no se quejan. – Yo no me estoy quejando. – ¿Entonces qué? – Entonces nada. Sí, conduzco coches de lujo, pero no son míos. Los vendo. No es lo mismo. Kibble levantó la mirada del expediente y se fijó un momento en Cassie. De las filas de cubículos surgía una algarabía de voces. – Muy bien, ¿qué te preocupa, niña? No tengo tiempo para tonterías. Tengo mis casos difíciles y mis casos sencillos y me voy a cabrear si tengo que pasarte a los CE. No tengo tiempo para eso. Kibble agarró una pila de gruesas carpetas para recalcar sus palabras. Cassie sabía que CE significaba «control estricto». Ella estaba en observación mínima. Pasar a CE suponía más visitas a la oficina de la condicional, controles telefónicos diarios y más visitas de Kibble a su casa. La condicional se convertiría en una extensión de su móvil y Cassie sabía que no podría soportarlo. Se apresuró a levantar las manos para pedir calma. – Lo siento, lo siento. No pasa nada, ¿vale? Es sólo que tengo… Estoy pasando una mala racha, ¿sabes? – No, no lo sé. De qué racha estás hablando. Cuéntame. – No puedo. No sé expresarlo con palabras. Siento que…, que cada día es como el anterior. No hay futuro porque todo es lo mismo. – Oye, recuerda lo que te dije la primera vez que entraste aquí. Te dije que ocurriría esto. La repetición alimenta la rutina, y la rutina es aburrida pero te evita pensar y te mantiene alejada de los problemas. No quieres tener problemas, ¿verdad? – Claro que no, Thelma. Pero es como si hubiera salido de la cárcel, pero siguiera en la cárcel. No es… – ¿No es qué? – No lo sé. No es justo. En uno de los cubículos, un convicto perdió los estribos y empezó a protestar en voz alta. Kibble se levantó para mirar por encima de las mamparas. Cassie no se movió, no le importaba porque sabía de qué se trataba: alguien iba a ir al calabozo mientras se decidía la revocación de su condicional. Cada día pasaba una o dos veces. Nadie se resignaba pacíficamente. Cassie había dejado de mirar esas escenas tiempo atrás, porque en ese lugar no podía preocuparse de nadie que no fuera ella misma. Kibble no tardó en sentarse y centrar de nuevo su atención en Cassie, quien tenía la esperanza de que la interrupción hubiera logrado que la agente de la condicional olvidara de qué estaban hablando. No tuvo esa suerte. – ¿Has visto eso? -preguntó Kibble. – Lo he oído. Con eso basta. – Eso espero, porque a la mínima que la cagues podrías ser tú. Lo entiendes, ¿verdad? – Perfectamente, Thelma. Sé lo que ocurre. – Bien, porque no se trata de ser justo, por usar tus palabras. La justicia no tiene nada que ver aquí. Estás bajo el peso de la ley, encanto, y estás controlada. Me estás asustando, niña, y deberías asustarte a ti misma. Sólo llevas diez meses de una condicional de dos años, y no es buena señal que te pongas ansiosa a los diez meses. – Lo sé, lo siento. – Joder, hay gente aquí con condicionales de cuatro, cinco y seis años. Algunos incluso más largas. Cassie asintió. – Ya sé, ya sé, tengo suerte. Lo que pasa es que no puedo dejar de pensar en cosas, ¿sabes? – No, no lo sé. Kibble plegó sus gruesos brazos ante el pecho y se recostó en la silla. Cassie temió que ésta no aguantara el peso, pero era resistente. La agente la miró con severidad. Cassie sabía que había cometido un error al tratar de sincerarse con ella. En efecto, estaba invitando a Kibble a meterse en su vida más todavía, pero decidió que, ya que se había pasado de la raya, ya no importaba seguir hasta el final. – Thelma, ¿puedo preguntarte algo? – Para eso estoy aquí. – ¿Sabes si hay algún…, algún tratado internacional o acuerdos para transferencias de condicionales? Kibble cerró los ojos. – ¿De qué coño estás hablando? – De si podría vivir en Londres o en París. Kibble abrió los ojos, negó con la cabeza y la miró estupefacta. Volcó el peso hacia adelante y la silla cayó ruidosamente. – ¿Tiene esto aspecto de agencia de viajes? Eres una convicta, niña. ¿Lo entiendes? No puedes decidir que no te gusta estar aquí y decir: «Bueno, ahora probaré París». ¿Estás escuchando lo que dices? Esto no es un Club Méditerranée. – Vale, sólo… – Conseguiste la transferencia de Nevada, y fue porque tuviste la suerte de tener ese amigo en el concesionario. Pero eso es todo. Estás clavada aquí, niña. Durante al menos catorce meses, o puede que más si sigues por este camino. – Vale. Sólo pensé que… – Fin de la historia. – Vale, se acabó. Kibble se inclinó para anotar algo en el expediente de Cassie. – No sé qué hacer contigo -dijo mientras escribía-. Debería ponerte un treinta cincuenta y seis, y ver si en un par de días te olvidabas de tanta tontería, pero… – No tienes que hacerlo, Thelma. Yo… – … están las celdas llenas. Un 3056 era una suspensión de la condicional, una orden que ponía al sujeto bajo custodia hasta que se celebrara la vista para revocar la condicional. El agente podía retirar los cargos en el último momento y el preso quedaba en libertad. Entre tanto, la visita a los calabozos servía de advertencia. Se trataba de la amenaza más dura de que disponía Kibble y mencionarla bastó para asustar a Cassie. – Estoy bien, Thelma, de verdad. Sólo estaba desahogándome un poco, ¿vale? Por favor, no me hagas eso. -Esperaba haber puesto un buen tono de súplica en su voz. Kibble negó con la cabeza. – Lo único que sé es que te tenía en la lista A, niña. Ahora, no sé. Creo que al menos voy a tener que pasar a hacerte una visita un día de éstos para ver de qué vas. Te lo advierto, Cassie Black, será mejor que tengas cuidado conmigo. No soy la Thelma gorda y vieja que en cualquier momento se va a caer de la silla. No soy alguien de quien te puedas reír, y si crees eso acabarás con estos chicos. -Pasó el extremo del bolígrafo por los bordes de los expedientes DAP que tenía a su izquierda-. Ellos te dirán que no soy alguien con quien se pueda jugar. Cassie se limitó a asentir. Se fijó en la gruesa mujer durante un rato. Necesitaba distender el ambiente y que el rostro de Kibble recobrara la sonrisa, o como mínimo que desapareciera el ceño fruncido. – Si vienes, Thelma, yo creo que te veré antes de que tú me veas. Kibble la miró de inmediato, pero Cassie notó que su rostro se relajaba. La apuesta le salió bien, porque Kibble se tomó el comentario con buen humor, e incluso empezó a reírse entre dientes, lo cual provocó que sus anchos hombros y luego el escritorio se sacudieran. – Bueno, ya veremos -dijo Kibble-. Te sorprenderías. |
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