"Luna Funesta" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

Capítulo 4

Cassie sintió que le quitaban un peso de encima al salir de las oficinas de la condicional. No sólo porque el suplicio mensual había pasado, sino también porque allí dentro había comenzado a conocer algo de sí misma. En su lucha en pos de una explicación de sus sentimientos a Kibble, había llegado a una conclusión esencial. Estaba esperando una oportunidad, y podía hacerlo a la manera de ellos o a la suya. La visita a la casa de Laurel Canyon no había sido la causa de esto, sino un simple revulsivo: gasolina para un fuego ya encendido. Había tomado una decisión clara y en esa claridad cabían sentimientos de alivio y miedo. El fuego estaba ardiendo con fuerza y en su interior empezaba a sentir que corrían hilitos de agua que se fundía del lago helado que durante mucho tiempo había sido su corazón.

Caminó entre los juzgados municipal y del condado y atravesó la plaza que quedaba frente a la comisaría del Departamento de Policía de Los Angeles en Van Nuys. Allí había una fila de teléfonos públicos, junto a las escaleras que conducían a la entrada de la comisaría en el segundo piso. Levantó el auricular de uno de ellos, echó una moneda de veinticinco centavos y una de diez y marcó un número que había memorizado hacía más de un año, cuando aún estaba en High Desert. Le había llegado en una nota escondida en un tampón.

Un hombre contestó al tercer timbrazo.

– ¿Sí?

Hacía más de seis años que Cassie no oía aquella voz, pero le sonó auténtica y familiar. Contuvo la respiración.

– ¿Sí?

– ¿Eh?, sí, ¿está…?, ¿está el señor Reilly?

– No, se equivoca.

– ¿Es la perrera Reilly? Estaba llamando al… -Leyó el número del teléfono en el que se hallaba.

– ¿Qué clase de estupidez es ésa? Esto no es ninguna perrera, tiene el número equivocado.

El hombre colgó, y Cassie hizo lo mismo. Entonces ella se volvió y caminó hasta un banco de la plaza situado a cinco metros de los teléfonos. Lo compartió con un hombre despeinado, quien leía un periódico tan amarillento que sin duda era de hacía meses.

Cassie esperó casi cuarenta minutos. Cuando el teléfono por fin empezó a sonar, se hallaba en medio de una conversación a una sola banda con el tipo despeinado acerca de la calidad del servicio de comidas en la prisión de Van Nuys. Se levantó y se apresuró a contestar, mientras el tipo le gritaba una última queja.

– Las hamburguesas eran tan duras que jugábamos a hockey con ellas.

Ella levantó el auricular al sexto timbrazo.

– ¿Leo?

Una pausa.

– No uses mi nombre. ¿Cómo estás, cielo?

– Estoy bien, ¿cómo estás…?

– Llevas cosa de un año fuera, ¿no?

– Oh, en realidad…

– Y no me has dicho ni hola. Pensaba que tendría noticias tuyas antes. Tienes suerte de que aún me acuerde de ese numerito de la perrera.

– Diez meses, llevo diez meses en la calle.

– ¿Y qué tal te va?

– Supongo que bien. De hecho, muy bien.

– No si me estás llamando.

– Ya sé.

Se produjo un largo silencio. Cassie oyó ruido de tráfico al otro lado de la línea. Supuso que Leo había salido de casa y había buscado un teléfono público en algún lugar de Ventura Boulevard, probablemente cerca de su restaurante habitual.

– Bueno, así que me has llamado tú primera -apuntó Leo.

– Eso es, sí. Estaba pensando… -Hizo una pausa y repensó todo una vez más-. Sí, necesito trabajo, Leo.

– No utilices mi nombre.

– Perdón. -Pero sonrió: el viejo Leo de siempre.

– Ya sabes que soy un paranoico clásico.

– En eso estaba pensando.

– Muy bien, así que estás buscando algo. Dame alguna pista, ¿de qué estamos hablando?

– Efectivo. Sólo un trabajo.

– ¿Un solo trabajo? -Sonaba sorprendido, decepcionado incluso-. ¿Cómo de gordo?

– Lo bastante gordo para desaparecer. Para tener un buen punto de partida.

– No debe irte muy bien, entonces.

– Lo que pasa es que están sucediendo cosas. No puedo… -Negó con la cabeza y no terminó la frase.

– ¿Seguro que estás bien?

– Sí. De hecho, me siento genial ahora que lo sé.

– Sé a qué te refieres. Recuerdo cuando me decidí de una vez por todas, cuando dije, qué cojones, esto es lo que hago. Y, joder, entonces sólo me llevaba los airbags de los Chryslers. He recorrido un camino largo, y tú también.

Cassie se volvió y miró al viejo del banco. Continuaba con su conversación. En realidad, Cassie no le hacía ninguna falta.

– Sabes que con esos parámetros, probablemente estés hablando de Las Vegas. Quiero decir que podría enviarte a Hollywood Park o a una de las salas indias, pero allí no verías mucho efectivo. Estamos hablando de quince o veinte el golpe allí. Pero si me das un poco de tiempo para preparar algo en Las Vegas puedo subir los ingresos.

Cassie pensó un momento. Cuando el autobús a High Desert salió de Las Vegas seis años antes habría jurado que no volvería a pisar aquel lugar, pero sabía que lo que Leo decía era exacto. El dinero estaba en Las Vegas.

– Las Vegas está bien -dijo abruptamente-, pero no tardes demasiado.

– ¿Quién está hablando detrás de ti?

– Un viejo, tomó demasiado aguardiente en el trullo.

– ¿Dónde estás?

– Acabo de salir de la oficina de la condicional.

Leo rió.

– No hay nada como mear en un vaso para que uno vea las posibilidades de la vida. ¿Sabes qué te digo?, voy a estar atento, tengo en cartera algo para la próxima semana o así. Tú serías perfecta. Te avisaré si se concreta. ¿Dónde puedo localizarte?

Cassie le dio el número del concesionario, el general, no la línea directa ni el número de su móvil. No quería que le encontraran con esos números en su posesión si lo detenían.

– Una cosa más -dijo ella-. ¿Todavía puedes conseguir pasaportes?

– Puedo. Dame dos o tres semanas porque los pido fuera, pero puedo conseguirte uno. Será de puta madre. Un pasaporte te costará uno de los grandes, el juego completo dos quinientos. Viene con Visa y American Express. Con kilometraje gratis con Delta en la Amex.

– Bueno. Querré el completo para mí y un segundo pasaporte.

– ¿Qué es eso de dos? Te digo que el primero será perfecto. No necesitarás otro con…

– No son los dos para mí. Necesito el segundo para otra persona. ¿Quieres que te mande las fotos a casa o tienes un apartado de correos?

Leo le pidió que mandara las fotos a una dirección postal en Burbank, luego le preguntó para quién era el segundo pasaporte y qué nombres quería utilizar en los documentos falsos. Ella había anticipado las preguntas y ya había elegido los nombres. Ofreció enviar el dinero junto con las fotos, pero Leo le dijo que de momento podía asumir el gasto. Argumentó que se trataba de un acto de buena voluntad, en vista de que iban a volver a trabajar juntos.

– Bueno -dijo Leo, volviendo al principal asunto que les ocupaba-. ¿Vas a estar lista para esto? Ha pasado mucho tiempo. La gente se acartona. Ya sabes que me la juego, mandándote ahí.

– Ya lo sé. No tienes que preocuparte, estaré preparada.

– Muy bien, pues. Te llamaré.

– Gracias, nos vemos.

– Ah, encanto.

– ¿Qué?

– Me alegro de que hayas vuelto. Será otra vez como en los viejos tiempos.

– No, Leo. Sin Max nunca volverá a ser lo mismo.

Esta vez Leo no protestó porque ella utilizara su nombre. Ambos colgaron y Cassie se alejó de los teléfonos. El hombre del banco le gritó algo, pero ella no lo entendió.


Cassie tuvo que caminar hasta Victory Boulevard para llegar al Boxster. No había encontrado aparcamiento más cerca del complejo de justicia penal. Por el camino pensó en Max Freeling. Recordó sus últimos momentos juntos: la barra del Cleo, la espuma de cerveza en su bigote, la pequeña cicatriz en su barbilla donde no le crecían los pelos.

Max había hecho un brindis y Cassie lo repitió ahora en silencio.

«Hasta el final, hasta el lugar donde el desierto es océano.»

Pensar en lo que ocurrió después la deprimió y la enfadó, incluso al cabo de tantos años. Decidió que antes de ir al concesionario pasaría por la escuela primaria Wonderland a la hora de la pausa para comer: era la mejor manera que conocía de sacudirse la tristeza.

Al llegar al Boxster vio que le habían puesto una multa porque habían transcurrido más de dos horas de parquímetro. Sacó la multa del limpiaparabrisas y la arrojó al asiento de la derecha. El coche seguía a nombre del aprovechado del cual se había recuperado la posesión. Así que si no pagaba, la reclamación municipal le llegaría a él. Seguro que sabría manejarlo.

Cassie se metió en el coche y tomó Van Nuys Boulevard en dirección sur, hacia la 101. El bulevar estaba lleno de concesionarios de coches nuevos. Cassie a veces pensaba en el valle de San Fernando como un gran aparcamiento.

Intentó escuchar a Lucinda Williams, pero el compacto no paraba de saltar y tuvo que conformarse con la radio. Sonaba una vieja canción de Roseanne Cash, que hablaba de un dolor de siete años.

Sí, pensó Cassie. Roseanne sabía de lo que hablaba. Siete años. Pero la canción no decía nada de lo que había pasado después de aquellos siete años. ¿Desaparecería entonces el dolor? Cassie creía que no desaparecería nunca.