"El Observatorio" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

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Bosch no estaba seguro de cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que había visto a la agente especial del FBI Rachel Walling. De lo que sí estaba seguro, al acercarse a la cinta, era de que desde entonces no había pasado un solo día sin pensar en ella. Sin embargo, nunca había imaginado que se encontrarían en plena noche en el escenario de un crimen. Walling llevaba téjanos, una blusa de vestir y una chaqueta de color azul marino. Su cabello oscuro estaba despeinado, pero a Harry seguía pareciéndole hermosa. Obviamente, la habían llamado a su casa, igual que a Bosch. No estaba sonriendo, y eso le recordó a Harry lo mal que habían terminado las cosas la última vez.

– Mira -dijo Bosch-, ya sé que no te he estado haciendo caso, pero no tenías que tomarte la molestia de buscarme en una escena del crimen sólo para…

– No es momento de bromas -dijo ella, cortándole-, si esto es lo que creo que podría ser.

Se habían visto por última vez en el caso de Echo Park. Entonces Bosch había descubierto que Walling trabajaba en una enigmática unidad del FBI llamada Inteligencia Táctica. Walling nunca le había explicado exactamente el cometido de la unidad y Bosch no insistió, porque no era importante para la investigación. Había recurrido a ella por su anterior ocupación de profiler y por su antigua relación personal. El caso de Echo Park se torció, y con él cualquier posibilidad de otro romance. Ahora, al mirar a Rachel, Bosch se dio cuenta de que ella sólo pensaba en el trabajo y tuvo la sensación de que iba a descubrir qué era la Unidad de Inteligencia Táctica.

– ¿Qué crees que podría ser? -preguntó.

– Te lo diré cuando pueda decírtelo. ¿Me dejas ver la escena, por favor?

A regañadientes, Bosch levantó la cinta de plástico y respondió a la actitud distante de Walling con su sarcasmo habitual.

– Adelante, agente Walling -dijo-. Como si estuviera en su casa.

Walling pasó por debajo de la cinta y se detuvo, respetando al menos el derecho de Bosch de conducirla a la escena del crimen.

– De hecho, tal vez pueda ayudarte -dijo ella-. Si veo el cadáver, podría hacer una identificación formal.

Rachel levantó una carpeta que llevaba en la mano.

– Por aquí, entonces -dijo Bosch.

Bosch la condujo hasta el descampado donde la cruda luz fluorescente de las unidades móviles iluminaba a la víctima. El muerto yacía sobre el suelo anaranjado, a un metro y medio del precipicio que se abría al borde del mirador. Más allá del cadáver, la luz de la luna se reflejaba en la presa de debajo. Al otro lado de la presa, la ciudad se desplegaba en un manto de un millón de luces que flotaban como sueños trémulos en el aire frío de la noche.

Bosch extendió el brazo para detener a Walling al borde del círculo de luz. El forense había girado el cadáver, que ahora se hallaba boca arriba. Se apreciaban abrasiones en el rostro y la frente de la víctima, pero Bosch pensó que reconocía al hombre de las fotos de los documentos de identificación de los diversos hospitales que había encontrado en la guantera: era Stanley Kent. Tenía la camisa abierta, exponiendo un pecho sin pelo de piel pálida, y había una marca de incisión en un costado del torso, donde el forense había clavado una sonda para medir la temperatura del hígado.

– Buenas noches, Harry -dijo Joe Felton, el forense-. ¿Quién es tu amiga? Pensaba que te habían puesto con Iggy Ferras.

– Estoy con Perras -respondió Bosch-. Ésta es la agente especial Walling, de la Unidad de Inteligencia Táctica del FBI.

– ¿Inteligencia Táctica? ¿Qué será lo próximo que se les ocurra?

– Creo que es una de esas operaciones estilo Seguridad Nacional. Ya sabes, «no preguntes, no lo cuentes»; ese rollo. Dice que podría confirmarnos la identificación.

Walling dedicó a Bosch una mirada que le recriminaba su comportamiento infantil.

– ¿Te importa que pasemos, doctor? -preguntó Bosch.

– Adelante, Harry ya casi hemos terminado aquí.

Bosch empezó a avanzar, pero Walling se interpuso rápidamente y se colocó delante de él y bajo la fuerte luz. Sin vacilar, la agente se situó al otro lado del cadáver y abrió la carpeta. Sacó un retrato en color de 20x25 centímetros y se agachó, sosteniendo la foto junto al rostro del cadáver. Bosch se acercó a su lado para hacer la comparación por sí mismo.

– Es él -dijo Walling-. Stanley Kent.

Bosch mostró su conformidad con un gesto y le ofreció la mano para que ella pudiera volver a pasar por encima del cadáver. Walling lo ignoró y lo hizo sin ayuda. Bosch miró a Felton, que estaba agachado junto al cadáver.

– Entonces, doctor, ¿quieres decirnos qué tenemos aquí? -preguntó Bosch, acuclillándose al otro lado de la víctima para gozar de una mejor perspectiva.

– Tenemos a un hombre al que trajeron aquí, o vino por alguna razón, y le hicieron ponerse de rodillas. -Felton señaló los pantalones de la víctima. Había manchas de tierra anaranjada en ambas rodillas-. Alguien le disparó dos tiros en la nuca y el hombre cayó de bruces. Las heridas faciales que ves se produjeron cuando tocó el suelo. Entonces ya estaba muerto.

Bosch asintió.

– No hay heridas de salida -añadió Felton-. Probablemente utilizaron un arma pequeña, como una veintidós con efecto rebote dentro del cráneo. Muy eficaz.

Bosch se dio cuenta de que el teniente Gandle había estado hablando en sentido figurado al mencionar que los sesos de la víctima se habían esparcido por la vista del mirador. En el futuro, tendría que recordar la tendencia de Gandle a la hipérbole.

– ¿Hora de la muerte? -le preguntó a Felton.

– Según la temperatura del hígado, diría que hace cuatro o cinco horas -repuso el forense-. A las ocho, más o menos.

Este último detalle inquietó a Bosch. Sabía que a las ocho ya habría oscurecido y ya haría rato que todos los adoradores del anochecer se habrían marchado; aun así, los tiros habrían resonado desde el mirador y en las casas de los riscos cercanos. Sin embargo, nadie había llamado a la policía, y el cuerpo no fue hallado hasta que un coche patrulla pasó casualmente al cabo de tres horas.

– Sé lo que estás pensando -dijo Felton-. ¿Y el sonido? Hay una posible explicación. Chicos, dadle otra vez la vuelta.

Bosch se levantó y se quitó de en medio para que Felton y uno de sus ayudantes dieran la vuelta al cadáver. Bosch miró a Walling y por un momento ambos se sostuvieron la mirada, hasta que ella volvió a examinar el cadáver.

Con el cuerpo boca abajo, quedaron expuestas las heridas de bala en la nuca. El cabello negro de la víctima estaba apelmazado de sangre. La parte de atrás de su camisa blanca estaba salpicada con una fina llovizna de una sustancia marrón que inmediatamente atrajo la atención de Bosch. Había estado en más escenas de crimen de las que era capaz de contar y no creía que fuera sangre lo que manchaba la camisa del muerto.

– Eso no es sangre, ¿no?

– No -dijo Felton-. Creo que en el laboratorio descubriremos que es jarabe de Coca-Cola, el residuo que puede encontrarse en el fondo de una lata o botella vacía.

Walling respondió antes de que Bosch pudiera hacerlo.

– Un silenciador improvisado para amortiguar el sonido de los disparos -dijo-. Enganchas una botella vacía de plástico al cañón del arma y el sonido del disparo se reduce significativamente porque las ondas se proyectan en la botella más que al aire libre. Si la botella tiene un residuo de Coca-Cola, el líquido salpica en el objetivo del disparo.

Felton miró a Bosch y asintió de manera aprobatoria.

– ¿De dónde la has sacado, Harry? Es un buen partido.

Bosch miró a Walling. Él también estaba impresionado.

– Internet -explicó ella.

Bosch asintió, aunque no la creía.

– Y hay una cosa más en la que deberíais fijaros -dijo Felton, atrayendo la atención de ambos hacia la víctima.

Bosch se agachó otra vez, y Felton se estiró para señalar la mano del difunto en el lado de Bosch.

– Lleva uno de éstos en cada mano.

Estaba señalando un anillo de plástico de color rojo en el dedo corazón. Bosch lo miró y se fijó en la otra mano, donde vio un anillo rojo idéntico. Las sortijas tenían una especie de cinta de color blanco en la parte que quedaba en la cara interior de cada mano.

– ¿Qué son? -preguntó Bosch.

– Todavía no lo sé -dijo Felton-› pero creo…

– Yo sí -dijo Walling.

Bosch levantó la mirada hacia ella. Asintió. Por supuesto que ella lo sabía.

– Se llaman anillos DTL -dijo Walling-. Son las siglas de dosimetría termoluminiscente. Es un dispositivo de advertencia previa que mide la exposición a la radiación.

La noticia produjo un silencio inquietante en los reunidos hasta que Walling continuó.

– Y les daré un consejo -dijo-. Cuando están vueltos hacia dentro de esta manera, con la pantalla de DTL en el lado de la palma de la mano, suele significar que el portador manipula directamente materiales radiactivos.

Bosch se levantó.

– Muy bien -ordenó-, que todo el mundo se aparte del cadáver. Hacia atrás.

Los técnicos de la escena del crimen, el equipo del juez de instrucción y Bosch empezaron a retroceder, pero Walling no se movió. La agente del FBI levantó las manos como si estuviera convocando la atención de una congregación en la iglesia.

– Un momento, un momento -dijo-. Nadie ha de retroceder. No pasa nada. No hay peligro.

Todos se detuvieron, pero nadie volvió a sus posiciones originales.

– Si hubiera una amenaza de exposición aquí, las pantallas de DTL de los anillos estarían negras -dijo Walling-. Ésa es la primera advertencia. Pero no se han puesto negras, así que estamos todos a salvo. Además, tengo esto.

Se abrió un poco la chaqueta para mostrar una cajita negra enganchada a su cinturón como si fuera un busca.

– Es un monitor de radiación -explicó-. Si tuviéramos un problema, creedme, este chisme estaría zumbando y yo sería la primera en salir corriendo. Pero no es así. Todo está en orden, ¿vale?

La gente de la escena del crimen empezó vacilantemente a regresar a sus posiciones. Harry Bosch se acercó a Walling y la agarró por el codo.

– ¿Podemos hablar un momento?

Salieron del calvero en dirección a la acera de Mulholland. Bosch sintió que la situación cambiaba, pero trató de no evidenciarlo. Estaba agitado. No quería perder el control de la escena del crimen, y esa clase de información suponía una clara amenaza.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Rachel? -preguntó-. ¿Qué está pasando?

– Igual que tú, yo he recibido una llamada en plena noche. Me han pedido que viniera.

– Eso no me dice nada.

– Te aseguro que he venido para ayudar.

– Entonces empieza por decirme exactamente qué estás haciendo aquí y quién te ha enviado. Eso me ayudaría mucho.

Walling miró a su alrededor y luego volvió a mirar a Bosch. La agente señaló más allá del perímetro de la cinta amarilla.

– ¿Me acompañas?

Bosch extendió la mano para que Walling fuera delante. Pasaron por debajo de la cinta. Cuando Bosch juzgó que estaban fuera del alcance auditivo del resto de los congregados en la escena del crimen, se detuvo y la miró.

– Vale, ya estamos bastante lejos -dijo-. ¿Qué está pasando? ¿Quién te ha hecho venir?

Walling lo miró a los ojos otra vez.

– Escucha, lo que te cuente ha de ser confidencial -dijo ella-. Por ahora.

– Mira, Rachel, no tengo tiempo para…

– Stanley Kent está en una lista. Cuando tú o uno de tus colegas introdujo su nombre en el ordenador esta noche, saltó una alarma en Washington D.C. y yo recibí una llamada en Táctica.

– ¿Qué? ¿Era un terrorista?

– No, era un físico médico. Y, por lo que yo sé, un ciudadano que cumplía con la ley.

– Entonces, ¿qué significan los anillos de radiación y la aparición del FBI en medio de la noche? ¿En qué lista estaba Stanley Kent?

Walling no hizo caso de la pregunta.

– Deja que te pregunte una cosa, Harry. ¿Alguien ha ido a casa de este hombre o a ver a su mujer?

– Todavía no. Estamos trabajando primero en la escena del crimen. Pensaba…

– Entonces creo que hemos de hacerlo ahora mismo -dijo Walling con apremio-. Podrás preguntarme por el camino. Coge las llaves del tipo por si hemos de entrar, y yo iré a buscar mi coche.

Walling empezó a alejarse, pero Bosch la agarró del brazo.

– Conduzco yo -dijo.

Señaló el Mustang y dejó a Walling allí. Bosch se dirigió al coche patrulla, donde las bolsas de pruebas todavía continuaban esparcidas sobre el capó. Por el camino lamentó haber dejado que Edgar se marchara de la escena. Hizo una seña al sargento para que se acercara.

– Escucha, he de ir a la casa de la víctima. No tardaré mucho, y el detective Ferras llegará en cualquier momento. Sólo mantén la escena del crimen hasta que uno de nosotros llegue aquí.

– Entendido.

Bosch sacó el móvil y llamó a su compañero.

– ¿Dónde estás?

– Acabo de salir del Parker Center. Estoy a veinte minutos.

Bosch explicó que iba a abandonar la escena del crimen y pidió a Ferras que se diera prisa. Colgó, agarró del capó del coche la bolsa de pruebas que contenía el llavero y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Al llegar a su coche, vio que Walling ya estaba en el asiento del pasajero. Estaba terminando una llamada y cerrando el teléfono.

– ¿Quién era? -preguntó Bosch-. ¿El presidente?

– Mi compañero -repuso ella-. Le he dicho que se reúna conmigo en la casa. ¿Dónde está el tuyo? -Está en camino.

Bosch arrancó el Mustang. En cuanto estuvieron en marcha empezó a hacer preguntas.

– Si Stanley Kent no era un terrorista, ¿en qué lista estaba?

– Como físico médico, tenía acceso a materiales radiactivos. Eso lo pone en una lista.

Bosch pensó en todas las tarjetas de identificación de hospitales que había encontrado en el Porsche del muerto.

– Acceso, ¿dónde? ¿En los hospitales?

– Exactamente. Allí es donde se guardan. Son materiales que sobre todo se usan en el tratamiento del cáncer.

Bosch asintió. Estaba captando la idea, pero todavía le faltaba información.

– Vale, ¿qué me estoy perdiendo, Rachel? Explícamelo.

– Stanley Kent tenía acceso directo a materiales que a cierta gente le gustaría tener en su poder. Materiales que podrían ser muy valiosos para estas personas, pero no para el tratamiento del cáncer.

– Terroristas.

– Exactamente.

– ¿Estás diciendo que este tipo podía entrar sin más en un hospital y coger ese material? ¿No hay regulación al respecto? Walling asintió con la cabeza.

– Siempre hay regulación, Harry, pero con tenerla no basta. Repetición, rutina, ésas son las fisuras en cualquier sistema de seguridad. Antes no se cerraban con llave las puertas de la cabina del piloto en las líneas comerciales; ahora sí. Hace falta un suceso capaz de alterar la forma de vida para cambiar procedimientos y fortalecer precauciones. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

Pensó en las anotaciones de la parte de atrás de algunas de las tarjetas de identificación que pertenecían a la víctima del Porsche. ¿Era posible que Stanley Kent hubiera sido tan poco estricto con la seguridad de estos materiales como para apuntar las combinaciones en el reverso de su tarjeta de identificación?

El instinto de Bosch le decía que la respuesta era que probablemente sí.

– Entiendo -le dijo a Walling.

– Entonces, si tuvieras que burlar un sistema de seguridad existente, no importa lo fuerte o débil que fuese, ¿a quién acudirías? -preguntó ella.

Bosch asintió.

– A alguien con un conocimiento profundo de ese sistema de seguridad.

– Exactamente.

Bosch giró en Arrowhead Drive y empezó a buscar los números de las direcciones en la acera.

– ¿Me estás diciendo que esto podría ser un suceso capaz de alterar nuestra forma de vida?

– No, no estoy diciendo eso. Todavía no.

– ¿Conocías a Kent?

Bosch miró a Walling mientras preguntaba y ella pareció sorprendida por la pregunta. Era una posibilidad remota, pero Bosch la lanzó para ver la reacción, no necesariamente para obtener una respuesta. Walling le dio la espalda y miró por la ventanilla antes de responder. Ese movimiento la delató. Bosch sabía que a continuación le mentiría.

– No, nunca lo había visto.

Bosch se metió en el siguiente sendero y paró el coche.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella.

– Aquí es. Es la casa de Kent.

Estaban delante de una casa que no tenía luces encendidas dentro ni fuera. No parecía que alguien viviese allí.

– No, no lo es -dijo Walling-. Su casa está a una manzana y…

Se detuvo al darse cuenta de que Bosch la había puesto en evidencia. Bosch la miró un momento en la oscuridad del coche antes de hablar.

– ¿Quieres ser franca conmigo o prefieres bajar del coche?

– Mira, Harry, te lo he dicho. Hay cosas que no puedo…

– Baja del coche, agente Walling. Me ocuparé yo solo.

– Has de compren…

– Es un homicidio: mi caso de homicidio. Baja del coche.

Rachel Walling no se movió.

– Puedo hacer una llamada y te retirarán de esta investigación antes de que vuelvas a la escena del crimen -dijo ella.

– Entonces hazlo. Prefiero que me den una patada ahora que ser un muñeco para los federales. ¿No es este uno de los eslóganes del FBI: «mantener a los locales en la inopia y enterrarlos en mierda de vaca»? Bueno, conmigo no. No esta noche y no en mi propio caso.

Bosch empezó a estirar el brazo por encima del regazo de Rachel para abrirle la puerta del coche. Walling le empujó y levantó las manos en ademán de rendición.

– Muy bien, de acuerdo -dijo-. ¿Qué quieres saber?

– Esta vez quiero la verdad. Toda la verdad.