"El Observatorio" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)3Bosch se volvió en su asiento para mirar directamente a Walling. No iba a mover el coche hasta que ella empezara a hablar. – Obviamente sabías quién era Stanley Kent y dónde vivía -dijo-. Me has mentido. Ahora dime, ¿era un terrorista o no? – Te he dicho que no, y es la verdad. Era un ciudadano. Era físico. Estaba en una lista vigilada porque manejaba fuentes radiactivas que podrían usarse para causar daños a la población si cayeran en malas manos. – ¿De qué estás hablando? ¿Cómo ocurriría eso? – Por medio de la exposición, que puede ser de muchas formas. Por ejemplo, la agresión individual, ¿recuerdas ese ruso al que el pasado día de Acción de Gracias le dieron una dosis de polonio en Londres? Eso fue un atentado a un objetivo específico, pero también hubo víctimas colaterales. El material al que tenía acceso Kent podría usarse también a escala mayor: en un centro comercial, un metro o donde sea. Todo depende de la cantidad y del dispositivo de dispersión. – ¿Dispositivo de dispersión? ¿Estás hablando de una bomba? ¿Alguien podría fabricar una bomba sucia con el material que él manejaba? – Es una posible aplicación, sí. – Pensaba que era una leyenda urbana, que no existen realmente las bombas sucias. – La designación oficial es DEI dispositivo explosivo improvisado. Y, si quieres expresarlo de esta manera, es una leyenda urbana hasta el preciso momento en que se detona la primera. Bosch asintió y volvió al tema. Hizo un gesto hacia la casa que tenían delante. – ¿Cómo sabes que ésta no es la casa de Kent? Walling se frotó la frente como si estuviera cansada y le doliera la cabeza de oír las fastidiosas preguntas de Bosch. – Porque he estado en su casa, ¿vale? A finales del año pasado, mi compañero y yo fuimos a casa de Kent y advertimos a él y a su esposa de los potenciales riesgos de su profesión. Hicimos una evaluación de seguridad en su casa y les dijimos que tomaran precauciones. Nos lo había pedido el Departamento de Seguridad Nacional, ¿vale? – Sí, de acuerdo. ¿Y fue una medida rutinaria de la Unidad de Inteligencia Táctica y el Departamento de Seguridad Nacional o fue porque se había producido una amenaza contra él? – No, no hubo una amenaza dirigida específicamente a él. Mira, estamos perdiendo… – ¿Entonces a quién? ¿Una amenaza a quién? Walling ajustó su posición en la silla y dio un bufido con exasperación. – No era una amenaza contra nadie en concreto; simplemente tomamos precauciones. Hace dieciséis meses alguien entró en una clínica contra el cáncer en Greensboro, Carolina del Norte. Burlaron las minuciosas medidas de seguridad y se llevaron unos pequeños tubos de un radioisótopo llamado cesio 137 que, en aquel entorno, se usaba legítimamente en el tratamiento médico del cáncer de útero. No sabemos quién entró allí o por qué, pero se llevaron el material. Cuando se conoció la noticia del robo, alguien en el operativo antiterrorista aquí en Los Ángeles pensó que sería buena idea incrementar la seguridad de estas sustancias en los hospitales locales y advertir a quienes tienen acceso a ellas y las manipulan de que tomaran precauciones y estuvieran alerta. ¿Podemos ir ahora? – Y ésa eras tú. – Sí. Exacto. Tuvimos que poner en práctica la teoría federal del «goteo». Nos tocó a mí y a mi compañero ir a hablar con gente como Stanley Kent y su esposa. Fuimos a verlos a su casa para poder llevar a cabo una evaluación de seguridad de su domicilio, a la vez que les avisábamos de que debían cubrirse las espaldas. Por esa misma razón, he sido yo la que ha recibido la llamada cuando ha surgido su nombre. Bosch puso marcha atrás y salió rápidamente del sendero de acceso. – ¿Por qué no me lo dijiste de entrada? En la calle, el coche saltó hacia adelante cuando Bosch metió la marcha. – Porque en Greensboro no mataron a nadie -respondió Walling desafiante-. Todo este asunto podría ser algo diferente. Me pidieron que me acercara con cautela y discreción; siento haberte mentido. – Es un poco tarde para eso, Rachel. ¿ Recuperasteis el cesio en Greensboro? Walling no respondió. – ¿Lo recuperasteis? – No, todavía no. Creen que se vendió en el mercado negro. El material en sí es muy valioso desde el punto de vista monetario, incluso si se utiliza en el contexto médico adecuado. Por eso no estamos seguros de lo que tenemos aquí. Y por eso me enviaron. Al cabo de otros diez segundos estaban en la manzana correcta de Arrowhead Drive y Bosch empezó a buscar otra vez la dirección, pero Walling lo orientó. – Creo que es ésa de la izquierda, la de los postigos negros. Es difícil saberlo por la noche. Bosch metió el coche y puso la transmisión automática en la opción aparcar antes de que el coche se detuviera. Bajó de un salto y se dirigió a la puerta. La casa estaba a oscuras, ni siquiera la luz de encima del portal estaba encendida. Sin embargo, al acercarse vio que la puerta de la calle estaba entornada. – Está abierto -dijo. Bosch y Walling desenfundaron sus armas. Bosch colocó la mano en la puerta y lentamente la empujó para abrirla. Con las pistolas en alto, entraron en la oscura y silenciosa casa y Bosch, rápidamente, hizo un movimiento de barrido con la mano hasta que encontró un interruptor. Las luces se encendieron, iluminando una sala de estar ordenada y vacía, sin ninguna señal de problemas. – ¿Señora Kent? -Walling llamó en voz alta. Luego le dijo a Bosch en voz más baja-: Tiene esposa, sin hijos. Walling llamó una vez más, pero la casa permaneció en silencio. Había un pasillo a la derecha y Bosch avanzó hacia él. Encontró un interruptor e iluminó un corredor con cuatro puertas cerradas y una estancia sin puerta. Se trataba de una oficina doméstica en cuya ventana Bosch advirtió un reflejo azul procedente de la pantalla de un ordenador. Pasaron junto a la oficina y avanzaron puerta por puerta, descartando lo que parecía un dormitorio de invitados y un gimnasio privado con máquinas de cardio y colchonetas de ejercicios colgadas de las paredes. La tercera puerta daba a un lavabo de cortesía que estaba vacío y la cuarta, al dormitorio principal. Entraron en el dormitorio y Bosch una vez más encendió un interruptor. Encontraron a la señora Kent. Estaba en la cama, desnuda, amordazada y con las manos atadas a la espalda. Tenía los ojos cerrados. Walling corrió hacia ella para ver si estaba viva mientras Bosch cruzaba el dormitorio para asegurarse de que no había peligro en el cuarto de baño ni en el vestidor. No había nadie. Al volver junto a la cama vio que Walling había usado una navaja para cortar las bridas de plástico que habían usado para atar las muñecas y tobillos de la mujer. Rachel tapó a la mujer con la colcha. Había un inconfundible olor a orina en la habitación. – ¿Está viva? -preguntó Bosch. – Está viva. Sólo se ha desmayado. La han dejado aquí así. Walling empezó a frotar las muñecas y las manos de la mujer, que se habían oscurecido y amoratado por la falta de circulación sanguínea. – Pide ayuda -ordenó. Bosch, enfadado consigo mismo por no haber reaccionado hasta que se lo ordenaron, sacó el teléfono y salió al pasillo para llamar al centro de comunicaciones y solicitar una ambulancia. – Diez minutos -dijo después de colgar y volver al dormitorio. Bosch sintió que le recorría una oleada de excitación. Tenían una testigo viva. La mujer de la cama podría contarles al menos algo de lo que había ocurrido. Sabía que era de vital importancia conseguir que hablara lo antes posible. Se oyó un quejido cuando la mujer recuperó la conciencia. – Señora Kent, tranquila -dijo Walling-. Está bien. Ahora está a salvo. La mujer se tensó y sus ojos se abrieron al ver a dos desconocidos delante de ella. Walling mostró sus credenciales. – FBI, señora Kent. ¿Se acuerda de mí? – ¿Qué? ¿Qué ha…? ¿Dónde está mi marido? Empezó a levantarse, pero se dio cuenta de que estaba desnuda bajo la colcha y trató de arroparse más. Al parecer, aún tenía los dedos entumecidos y no conseguía agarrar el tejido. Walling la ayudó con la colcha. – ¿Dónde está Stanley? Walling se arrodilló a los pies de la cama para situarse a su misma altura. Miró a Bosch en busca de una pista respecto a cómo manejar la pregunta de la mujer. – Señora Kent, su marido no está aquí -dijo Bosch-. Soy el detective Bosch, del Departamento de Policía de Los Ángeles, y ella es la agente Walling, del FBI. Estamos tratando de descubrir lo que le ha ocurrido a su marido. La mujer miró a Bosch y luego a Walling y su atención se posó en la agente federal. – La recuerdo -dijo-. Vino a casa para advertirnos. ¿Es eso lo que está pasando? ¿Los hombres que estuvieron aquí tienen a Stanley? Rachel se inclinó hacia ella y le habló con voz calmada. – Señora Kent, nosotros… Se llama Alicia, ¿verdad? Alicia, necesitamos que se calme un poco para que podamos hablar y posiblemente ayudarla. ¿Quiere vestirse? Alicia Kent asintió con la cabeza. – Vale, le dejaremos intimidad -dijo Walling-. Vístase y la esperaremos en la sala de estar. Primero déjeme preguntarle si la han herido de algún modo. La mujer negó con la cabeza. – ¿Está segura…? Walling no terminó, como si estuviera avergonzada por su propia pregunta. Bosch no lo estaba. Necesitaba saber con precisión lo que había ocurrido allí. – Señora Kent, ¿la han agredido sexualmente? La mujer negó otra vez con la cabeza. – Me obligaron a desnudarme. Es lo único que hicieron. Bosch examinó los ojos de Alicia Kent, esperando interpretar su mirada y ser capaz de determinar si estaba diciendo la verdad. – Vale -dijo Walling, interrumpiendo el momento-. Dejaremos que se vista. De todos modos, cuando llegue la ambulancia tendrán que examinar si tiene heridas. – Estoy bien -dijo Alicia Kent-. ¿Qué le ha pasado a mi marido? – No estamos seguros de lo que ha ocurrido -dijo Bosch-. Vístase y venga a la sala de estar, entonces le contaremos lo que sabemos. Agarrando la colcha en torno a su cuerpo, la mujer se levantó a tientas de la cama. Bosch vio la mancha en el colchón y supo que Alicia Kent o bien había estado tan asustada durante la terrible experiencia que se había orinado o la espera del rescate había sido demasiado larga. La mujer dio un paso hacia el armario y pareció desvanecerse. Bosch se acercó y la agarró antes de que cayera. – ¿Está bien? – Estoy bien. Creo que sólo estoy un poco mareada. ¿Qué hora es? Bosch miró el reloj digital que se hallaba en la mesilla de la derecha, pero la pantalla estaba en blanco. Estaba apagado o desenchufado. Giró la muñeca derecha sin soltarla y miró su propio reloj. – Es casi la una de la mañana. Bosch notó que el cuerpo de Alicia Kent se tensaba. – Oh, Dios mío -gritó-. Han pasado horas, ¿dónde está Stanley? Bosch colocó las manos en los hombros de ella y la ayudó a ponerse erguida. – Vístase y hablaremos -dijo. La mujer caminó vacilantemente hasta el armario y abrió la puerta. Había un espejo de cuerpo entero en el lado exterior de la puerta. Cuando ella la abrió, Bosch se encontró con su propio reflejo. En ese momento pensó que percibía algo nuevo en sus ojos, algo que no estaba ahí cuando se miró en el espejo antes de salir de casa. Una expresión de incomodidad, quizá incluso miedo a lo desconocido. Decidió que era comprensible. Había investigado un millar de casos de homicidio en su carrera, pero nunca uno que tomara la dirección en la que ahora se estaba adentrando. Quizá el temor era razonable. Alicia Kent descolgó un albornoz blanco y se lo llevó al cuarto de baño. Dejó abierta la puerta del armario y Bosch tuvo que apartar la mirada de su propio reflejo. Walling salió de la habitación y Bosch la siguió. – ¿Qué opinas? -preguntó ella al recorrer el pasillo. – Opino que tenemos suerte de tener una testigo -repuso Bosch-. Podría contarnos lo que ocurrió. -Ojalá. Bosch decidió llevar a cabo una nueva revisión de la casa mientras esperaban a Alicia Kent. Esta vez registró el patio de atrás y el garaje, y otra vez todas las habitaciones. No vio nada fuera de lugar, aunque se fijó en que el garaje de dos plazas estaba vacío. Si los Kent tenían otro coche además del Porsche, no estaba en la propiedad. Harry se quedó en el patio de atrás, mirando el cartel de Hollywood, y llamó otra vez a la central de comunicaciones para pedir que enviaran un segundo equipo forense para procesar la casa de Kent. También consultó el tiempo estimado de llegada de la ambulancia que venía a examinar a Alicia Kent y le dijeron que aún estaba a cinco minutos. Y habían pasado los diez minutos que era el tiempo estimado de llegada. A continuación llamó al teniente Gandle a su casa. Lo despertó. Su supervisor escuchó con atención mientras Bosch lo ponía al corriente. La intervención federal y la creciente posibilidad de que estuvieran ante un acto de terrorismo le dio que pensar a Gandle. – Bueno… -dijo, cuando Bosch hubo terminado-. Parece que voy a tener que despertar a alguna gente. Se refería a que iba a tener que dar noticias del caso y de las dimensiones que estaba tomando a sus superiores en el departamento. La última cosa que quería o necesitaba un teniente de Robos y Homicidios era que lo llamaran a la oficina del jefe de policía por la mañana y le preguntaran por qué no había alertado inmediatamente del caso y sus crecientes implicaciones a sus superiores. Bosch sabía que Gandle actuaría para protegerse, así como para buscar instrucciones de arriba. A Bosch le parecía bien y lo esperaba, pero también le dio que pensar. El Departamento de Policía de Los Ángeles contaba con su propia Oficina de Seguridad Nacional, dirigida por un hombre al que la mayoría de sus compañeros veía como un elemento peligroso, poco cualificado e inadecuado para el trabajo. – ¿Uno de los que se van a despertar será el capitán Hadley? -preguntó Bosch. El capitán Don Hadley era el hermano gemelo de James Hadley, que resultaba ser miembro de la Comisión de Policía, el consejo designado políticamente que supervisaba al departamento y contaba con autoridad para nombrar al jefe de policía o mantenerlo en el cargo. Menos de un año después de que James Hadley fuera asignado a la comisión tras el nombramiento del alcalde y la aprobación del ayuntamiento, su hermano gemelo ascendió de segundo al mando de la División de Tráfico del valle de San Fernando a jefe de la recién formada Oficina de Seguridad Nacional. En su momento se vio como una maniobra política del entonces jefe de policía, que estaba tratando desesperadamente de mantener el puesto. No funcionó. Lo despidieron y nombraron a un nuevo jefe, pero en la transición Hadley conservó su puesto de mando de la OSN. El cometido de la OSN consistía en interactuar con las agencias federales y mantener un flujo de datos de inteligencia. En los últimos seis años, Los Ángeles había sido objetivo de terroristas en al menos dos ocasiones conocidas. En ambos incidentes, el departamento de policía descubrió la amenaza después de que hubiera sido frustrada por los federales, con el consecuente bochorno para aquél. La OSN se formó para que el departamento pudiera hacer avances en materia de inteligencia y en última instancia conocer lo que el gobierno federal sabía de su propia casa. El problema era que, en la práctica, había fundadas sospechas de que los federales no informaban debidamente al departamento. Para ocultar este fracaso y justificar su posición y su unidad, el capitán Hadley se había aficionado a las conferencias de prensa apoteósicas y a presentarse con sus hombres de negro de la OSN en cualquier escena del crimen donde hubiera una posibilidad, aunque fuera remota, de implicación terrorista. Un camión cisterna volcado en la autovía de Hollywood provocó que la OSN acudiera en pleno, hasta que se determinó que el camión transportaba leche. Un tiroteo en un templo rabínico de Westwood causó la misma respuesta, hasta que quedó claro que el incidente había sido producto de un triángulo amoroso. Y así sucesivamente. Después del cuarto tiro por la culata, el jefe de la OSN fue bautizado con un nuevo nombre entre la tropa: Don Hadley pasó a ser conocido como el capitán Done Badly.[ Aun así, permaneció en el puesto gracias al fino velo de política que pendía sobre su nombramiento. Lo último que había oído Bosch sobre Hadley en la radio macuto del departamento era que había vuelto a meter a toda su brigada en la academia para formarla en tácticas de asalto urbano. – No sé si avisarán a Hadley -dijo Gandle en respuesta a Bosch-. Probablemente sí. Yo empezaré por mi capitán y él hará las llamadas que considere convenientes. Pero no es asunto tuyo, Harry. Tú haz tu trabajo y no te preocupes por Hadley. La gente de la que te has de cuidar son los federales. – Entendido. – Recuerda: siempre hay que preocuparse de los federales cuando empiezan a contarte justo lo que quieres oír. Bosch asintió con la cabeza. El consejo era fiel a una tradición de desconfianza hacia el FBI largo tiempo honrada en el departamento. Y, por supuesto, era una práctica inveterada del FBI desconfiar del departamento en respuesta. Por esa razón nació la OSN. Cuando volvió a la casa, Bosch encontró a Walling hablando por el móvil y a un hombre al que nunca había visto, de pie en la sala de estar. Era alto, de unos cuarenta y cinco años, y exudaba esa seguridad innegable propia del FBI que Bosch había visto muchas veces antes. El hombre le tendió la mano. – Tú debes de ser el detective Bosch -dijo-. Jack Brenner. Soy el compañero de Rachel. Bosch le tendió la mano. Era un detalle, pero la forma en que dijo que Rachel era su compañera le aclaró mucho a Bosch. Había algo de amo y señor en ello. Brenner le estaba diciendo que el compañero veterano estaba ahora en el caso, tanto si éste era el punto de vista de Rachel como si no. – Bueno, ya os habéis presentado. Bosch se volvió. Walling había colgado el teléfono. – Lo siento -dijo-. Estaba informando al agente especial al mando. Ha decidido dedicar todo el equipo de Táctica al caso. Va a mandar a tres unidades a los hospitales para ver si Kent ha estado hoy en laboratorios de radiología. – ¿Es ahí donde guardan el material radiactivo? -preguntó Bosch. – Sí. Kent tenía acceso a través de seguridad a casi todos los del condado. Hemos de averiguar si ha estado en alguno de ellos hoy. Bosch sabía que probablemente podía estrechar la búsqueda a un solo centro médico: la clínica para mujeres Saint Agatha. Kent llevaba una tarjeta de identificación de ese hospital cuando fue asesinado. Walling y Brenner no lo sabían, pero Bosch decidió no contárselo todavía. Sentía que la investigación se le estaba escapando de las manos y quería aferrarse a lo que podría ser el único elemento de información privilegiada con el cual todavía contaba. – ¿Y el departamento? -preguntó. – ¿La policía de Los Ángeles? -dijo Brenner, saltando a la pregunta antes que Walling-. ¿Quieres saber qué pasa contigo, Bosch? ¿Es lo que estás preguntando? – Sí, exacto. ¿Dónde estoy yo en esto? Brenner abrió los brazos en un gesto de apertura. – No te preocupes, estás dentro. Estás con nosotros hasta el final. El agente federal asintió con la cabeza como si ésa fuera una promesa inquebrantable. – Bien -dijo Bosch-. Eso es lo que quería oír. Miró a Rachel en busca de confirmación de la promesa de su compañero. Pero ella apartó la mirada. |
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