"El Observatorio" - читать интересную книгу автора (Connelly Michael)

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Cuando Alicia Kent salió finalmente del dormitorio principal se había cepillado el pelo y lavado la cara, pero todavía llevaba el albornoz blanco. Bosch se dio cuenta de lo atractiva que era. Bajita y morena, con un aspecto en cierto modo exótico. Supuso que adoptar el apellido de su marido había camuflado sus orígenes de algún lugar remoto. Su cabello negro, con una cualidad luminiscente, enmarcaba un rostro de tez aceitunada que era hermoso y afligido al mismo tiempo. La mujer se fijó en Brenner, quien asintió con la cabeza y se presentó a sí mismo. Alicia Kent parecía tan aturdida por lo que estaba ocurriendo que no dio muestras de reconocerlo, aunque antes sí se había acordado de Walling. Brenner la dirigió al sofá y le pidió que se sentara.

– ¿Dónde está mi marido? -preguntó, esta vez con una voz que era más fuerte y más calmada que antes-. Quiero saber qué está pasando.

Rachel se sentó a su lado, preparada para consolarla si era necesario. Brenner ocupó una silla al lado de la chimenea. Bosch permaneció de pie. No le gustaba estar cómodamente sentado cuando tenía que dar esta clase de noticias.

– Señora Kent -dijo Bosch, tomando la delantera en un esfuerzo por mantener el control del caso-, soy detective de homicidios. Estoy aquí porque esta noche hemos encontrado el cadáver de un hombre que creemos que es su marido. Lamento mucho decirle esto.

La cabeza de Alicia Kent cayó hacia delante al recibir la noticia. Inmediatamente levantó las manos para cubrirse la cara. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y se oyó un gemido de impotencia tras sus manos. Entonces rompió a llorar, y los profundos sollozos agitaron tanto sus hombros que tuvo que bajar las manos y agarrarse el albornoz para evitar que se abriera. Rachel se acercó y le puso la mano en la nuca.

Brenner se ofreció a ir a buscar un vaso de agua y ella asintió con la cabeza. Mientras Brenner estuvo ausente, Bosch estudió a la mujer, observando las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Llamaban trabajo sucio a decirle a alguien que su ser querido había muerto. Lo había hecho centenares de veces, pero era algo que nunca se hacía bien y a lo que uno nunca se acostumbraba. También se lo habían hecho a él. Cuando su propia madre fue asesinada hacía más de cuarenta años, un policía le dio la noticia cuando acababa de salir de la piscina del orfanato. Su reacción fue volver a tirarse al agua y tratar de no volver a salir a flote.

Brenner le entregó el vaso y la nueva viuda se bebió la mitad del agua de golpe. Antes de que nadie pudiera plantear una pregunta llamaron a la puerta y Bosch acudió a abrir. Dejó pasar a dos auxiliares médicos que llevaban grandes cajas de material y se apartó mientras ellos se acercaban para hacer un reconocimiento físico de la mujer. Hizo una seña a Walling y Brenner para ir a la cocina y poder hablar en susurros. Se dio cuenta de que deberían haberlo comentado antes.

– Bueno, ¿cómo queréis manejarlo? -preguntó Bosch.

Brenner extendió las manos como si estuviera abierto a propuestas.

– Yo diría que mantengas la voz cantante -dijo el agente-. Intervendremos cuando haga falta. Si no te gusta, podría…

– No, está bien. Yo me encargaré.

Miró a Walling, esperando una objeción; sin embargo, a ella le pareció bien. Bosch se volvió para salir de la cocina, pero Brenner lo detuvo.

– Bosch, quiero ser franco contigo -dijo.

Bosch se volvió.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que he estado indagando. Se cuenta que…

– ¿Qué quiere decir que has estado indagando? ¿Has hecho preguntas sobre mí?

– He de saber con quién trabajamos. Lo único que sabía de ti antes de esto era lo de Echo Park. Quería…

– Si tienes preguntas, puedes hacérmelas a mí.

Brenner levantó las manos con las palmas hacia fuera. Al parecer era su gesto característico.

– Perfecto -dijo.

Bosch salió de la cocina y se quedó en la sala de estar, esperando a que los médicos terminaran con Alicia Kent. Se fijó en que uno de los hombres le estaba poniendo algún tipo de crema en las marcas de las rozaduras de muñecas y tobillos. El otro estaba tomándole la presión. Le habían aplicado vendajes en el cuello y en una muñeca, aparentemente cubriendo heridas que Bosch no había advertido antes.

Su teléfono vibró y volvió a la cocina para responder la llamada. Se fijó en que Walling y Brenner no estaban; presumiblemente se habían ido a alguna otra parte de la casa. Bosch se puso ansioso, porque no sabía qué estaban buscando.

La llamada era de su compañero. Ferras finalmente había llegado a la escena del crimen.

– ¿El cadáver sigue ahí? -preguntó Bosch.

– No, el forense acaba de marcharse -dijo Ferras-. Creo que el resto también están terminando.

Bosch lo puso al día respecto al rumbo que parecía estar tomando el caso, refiriéndose a la implicación federal y los materiales potencialmente peligrosos a los que tenía acceso Stanley Kent. A continuación, le instruyó para que empezara a buscar en las casas vecinas testigos que pudieran haber visto u oído algo relacionado con el asesinato de Kent. Sabía que era una posibilidad remota, porque nadie había llamado al 911, el número de emergencias, después de los disparos.

– ¿Quieres que lo haga ahora, Harry? Es de noche y la gente está durmiendo…

– Sí, Ignacio, has de hacerlo ahora.

A Bosch no le preocupaba despertar a la gente, aunque muy posiblemente el generador que daba potencia a los focos de la escena del crimen ya habría despertado a los vecinos de todos modos. Era preciso peinar el barrio, y siempre era mejor encontrar testigos antes que después.

Cuando Bosch salió de la cocina, el personal médico ya había recogido sus cosas. Se estaban yendo. Le dijeron que Alicia Kent estaba físicamente bien y que únicamente presentaba heridas menores y abrasiones en la piel. También dijeron que le habían dado una píldora para ayudarla a calmarse y un tubo de crema para que continuara aplicándosela sobre las rozaduras en muñecas y tobillos.

Rachel volvía a estar sentada en el sofá al lado de Alicia Kent, y Brenner había vuelto a ocupar su lugar junto a la chimenea.

Bosch se sentó en la silla situada justo enfrente de Alicia Kent, al otro lado de la mesita de café.

– Señora Kent -empezó-, lamentamos mucho su desgracia y el trauma por el que ha de estar pasando, pero es muy urgente que avancemos con rapidez en la investigación. En un mundo perfecto esperaríamos hasta que estuviera preparada para hablar con nosotros, pero éste no es un mundo perfecto y ahora usted lo sabe mejor que nadie. Hemos de hacerle preguntas sobre lo que ha ocurrido aquí esta noche.

La mujer cruzó los brazos sobre el pecho y asintió con la cabeza para manifestar que lo entendía.

– Entonces empecemos -dijo Bosch-. ¿Puede decirnos qué ha ocurrido?

– Dos hombres -respondió entre lágrimas-. No los vi. Me refiero a sus caras, no vi sus caras. Llamaron a la puerta y fui a abrir. No había nadie, pero cuando empecé a cerrar se me echaron encima. Llevaban pasamontañas y capuchas, algo así como una sudadera con capucha. Entraron por la fuerza. Llevaban un cuchillo y uno de ellos me agarró y me puso el cuchillo en la garganta. Me dijo que me cortaría el cuello si no hacía exactamente lo que él me ordenaba.

Se tocó ligeramente el vendaje del cuello.

– ¿Recuerda qué hora era? -preguntó Bosch.

– Eran casi las seis -dijo Alicia Kent-. Hacía un rato que estaba oscuro y ya iba a empezar a cenar. Stanley llega a casa a las siete casi todas las noches, a no ser que esté trabajando en el condado sur o en el desierto.

Recordar los hábitos de su marido provocó una nueva afluencia de lágrimas que se notó también en la voz. Bosch trató de mantenerla concentrada en el caso, pasando a la siguiente pregunta. Pensó que ya había detectado un enlentecimiento en su forma de hablar. La pastilla que le habían dado estaba haciendo efecto.

– ¿Qué hicieron los hombres, señora Kent? -preguntó.

– Me agarraron y me llevaron al dormitorio. Me hicieron sentar en la cama y me ordenaron que me quitara la ropa. Luego ellos… Uno de ellos empezó a hacerme preguntas. Estaba asustada. Supongo que me puse histérica y él me abofeteó y me gritó. Me dijo que me calmara y que respondiera a sus preguntas.

– ¿Qué le preguntó?

– No puedo recordarlo todo. Estaba muy asustada.

– Inténtelo, señora Kent. Es importante. Nos ayudará a encontrar a los asesinos de su marido.

– Me preguntó si tenía una pistola y me preguntó dónde…

– Espere un momento, señora Kent -la interrumpió Bosch-. Vamos paso a paso. Le preguntó si tenía una pistola. ¿Qué le contestó?

– Estaba muy asustada. Le dije que sí, que teníamos una pistola. Él me preguntó dónde estaba y yo le dije que en el cajón de la mesilla del lado de mi marido. Era la pistola que adquirimos después de que usted nos advirtiera de los peligros a los que se enfrentaba Stan en su trabajo.

Alicia Kent dijo esta última parte mirando directamente a Walling.

– ¿No tenía miedo de que la mataran con ella? -preguntó Bosch-. ¿Por qué les dijo dónde estaba la pistola? Alicia Kent se miró las manos.

– Yo estaba allí sentada… desnuda. Ya estaba segura de que iban a violarme y matarme. Supongo que pensé que ya no importaba.

Bosch asintió como si comprendiera.

– ¿Qué más le preguntaron, señora Kent?

– Querían saber dónde estaban las llaves del coche. Se lo dije. Les dije todo lo que querían saber.

– ¿Estaban hablando de su coche?

– Sí, de mi coche, en el garaje. Guardo las llaves en la encimera de la cocina.

– He mirado en el garaje. Está vacío.

– Oí la puerta del garaje después de que se fuesen. Deben de haberse llevado el coche.

Brenner se levantó de repente.

– Hemos de comunicar esto -interrumpió-. ¿Puede decirnos el modelo del coche y el número de matrícula?

– Es un Chrysler 300. No me sé la matrícula. Puedo buscarla en los papeles del seguro.

Brenner levantó las manos para impedir que se levantara.

– No es necesario. Ya la conseguiré. Voy a informar ahora mismo. -Fue a la cocina para hacer la llamada sin interrumpir el interrogatorio.

Bosch continuó.

– ¿Qué más le preguntaron, señora Kent?

– Querían nuestra cámara, la cámara que funciona con el ordenador de mi marido. Les dije que Stanley tenía una cámara y que creía que estaba en su escritorio. Cada vez que respondía una pregunta, un hombre (el que preguntaba) le traducía al otro en algún idioma; éste salió de la habitación. Supongo que fue a buscar la cámara.

Walling se levantó y se dirigió hacia el pasillo que conducía a los dormitorios.

– Rachel, no toques nada -dijo Bosch-. Hay un equipo de escena del crimen en camino.

Walling hizo un gesto con la mano al tiempo que desaparecía por el pasillo. Brenner volvió a entrar en la sala e hizo una señal a Bosch.

– BC emitida -dijo.

Alicia Kent preguntó que era eso de BC.

– Significa «busca y captura» -explicó Bosch-. Estarán buscando su coche. ¿Qué ocurrió a continuación con los dos hombres, señora Kent?

La mujer lloró más al responder.

– Me… Me ataron de esa manera espantosa y me amordazaron con una de las corbatas de mi marido. Luego, después de que volviese con la cámara, el otro me sacó una foto así.

Bosch reparó en la expresión de ardiente humillación en el rostro de la mujer.

– ¿Hizo una fotografía?

– Sí, eso es todo. Los dos salieron de la habitación. El que hablaba inglés se agachó y susurró que mi marido vendría a rescatarme. Luego se fue.

Hubo un prolongado silencio hasta que Bosch continuó.

– Cuando salieron de la habitación, se fueron de la casa inmediatamente -preguntó.

La mujer negó con la cabeza.

– Los oí hablando un rato, luego oí la puerta del garaje, que retumba en la casa como un terremoto. La noté dos veces, al abrirse y al cerrarse. Después de eso, pensé que se habían marchado.

Brenner interrumpió otra vez el interrogatorio.

– Cuando estaba en la cocina me ha parecido oírle decir que uno de los hombres traducía al otro. ¿ Sabe en qué idioma estaban hablando?

– No estoy segura. El que hablaba inglés tenía acento, pero no sé de dónde era. Tal vez de Oriente Próximo. Creo que cuando hablaban entre ellos era en árabe o algo así. Era extraño, muy gutural, pero no conozco los diferentes idiomas.

Brenner asintió como si su respuesta estuviera confirmando alguna cosa.

– ¿Recuerda alguna cosa más sobre lo que los hombres podrían haberle preguntado o dicho en inglés? -preguntó Bosch.

– No, nada más.

– Ha dicho que llevaban pasamontañas. ¿Qué clase de pasa-montañas?

Pensó un momento antes de responder.

– Como los que llevan los atracadores en las películas o la gente que va a esquiar.

– Un pasamontañas de esquí.

Ella asintió.

– Sí, exactamente.

– Vale, ¿eran de los que tienen un agujero para los dos ojos o había un agujero para cada ojo?

– Uno para cada ojo, creo. Sí, dos agujeros.

– ¿Había una abertura en la boca?

– Eh… sí. Recuerdo que miré la boca del hombre cuando hablaban en otro idioma. Estaba tratando de entenderle.

– Eso está bien, señora Kent. Está siendo muy útil. ¿Qué es lo que no le he preguntado?

– No entiendo.

– ¿Qué detalle recuerda que yo no le haya preguntado? Alicia Kent pensó un momento y luego negó con la cabeza.

– No lo sé. Creo que le he dicho todo lo que consigo recordar.

Bosch no estaba convencido. Empezó a repasar la historia con ella otra vez, abordando la misma información desde ángulos nuevos. Era una técnica de interrogatorio clásica para obtener más detalles y no le falló. El elemento de información nueva más interesante que emergió en el segundo relato fue que el hombre que hablaba inglés también le había preguntado cuál era la contraseña de su cuenta de correo de Internet.

– ¿Por qué querría eso? -preguntó Bosch.

– No lo sé -dijo Alicia Kent-. No se lo pregunté. Sólo le dije lo que quería.

Cerca del final del segundo relato de su terrible experiencia llegó el equipo forense y Bosch decidió hacer una pausa en el interrogatorio. Mientras Alicia Kent seguía en el sofá, él condujo al equipo de técnicos hasta el dormitorio principal para que pudieran empezar desde allí. Se quedó en un rincón de la habitación y llamó a su compañero. Ferras le informó de que todavía no había encontrado a nadie que hubiera visto u oído nada en el mirador. Bosch le dijo que cuando quisiera tomarse un descanso podía comprobar la licencia de armas de Stanley Kent. Necesitaban conocer la marca de la pistola y el modelo, pues parecía probable que su propia pistola fuera el arma con la cual le habían asesinado.

Al cerrar el teléfono, Walling lo llamó desde el despacho que había en la vivienda. Harry la encontró a ella y a Brenner de pie detrás del escritorio y mirando una pantalla de ordenador.

– Mira esto -dijo Walling.

– Te he dicho que no deberías tocar nada todavía.

– Ya no disponemos del lujo del tiempo -dijo Brenner-. Mira esto.

Bosch rodeó el escritorio para mirar en el ordenador.

– Su cuenta de correo estaba abierta -dijo Walling-. He ido a sus mensajes enviados. Y éste se envió a la dirección de correo de su marido a las seis y veintiuno de ayer tarde.

Walling hizo clic en un botón y abrió el mensaje de correo que se había enviado desde la cuenta de correo de Alicia Kent a la de su marido. El asunto era:


EMERGENCIA EN CASA: ¡LEE INMEDIATAMENTE!


Incrustado en el cuerpo del mensaje había una fotografía de Alicia Kent desnuda, atada y amordazada en la cama. El impacto de la foto sería obvio para cualquiera, no sólo para un marido.

Debajo de la fotografía había un mensaje:


Tenemos a su esposa. Consiga para nosotros todas las fuentes de cesio que tenga disponibles. Llévelas en contenedor seguro al mirador de Mulholland cerca de su casa a las ocho en punto. Estaríamos vigilando. Si lo dice a alguien o hace una llamada, lo sabríamos. La consecuencia es que su mujer será violada, torturada y dejada en más piezas de las que se pueden contar. Use todas las precauciones al manejar las fuentes. No llega tarde o la mataremos.


Bosch leyó el mensaje dos veces y creyó que sentía el mismo terror que debía haber sentido Stanley Kent.

– Usa mal los verbos, creo que lo ha escrito un extranjero -comento Walling.

Bosch lo vio y supo que ella tenía razón.

– Enviaron el mensaje desde aquí mismo -dijo Brenner-. El marido debió de recibirlo en la oficina o en su PDA, ¿tiene un PDA?

Bosch no era un experto en esas cosas. Vaciló. -Un asistente personal digital -le aclaró Walling-, como un PalmPilot o un teléfono con todos los chirimbolos. Bosch asintió con la cabeza.

– Creo que sí -dijo-. Se ha recuperado un móvil Black-Berry. Parece que tiene un miniteclado.

– Eso es -dijo Brenner-. O sea que, estuviera donde estuviese, recibió el mensaje y probablemente también pudo ver la foto.

Los tres permanecieron en silencio al asimilar el impacto del mensaje de correo. Finalmente, Bosch habló, sintiéndose culpable por haberse guardado información antes.

– Acabo de recordar algo: la víctima llevaba una tarjeta de identificación. De St. Aggy's en el valle de San Fernando.

Brenner registró la información y sus ojos adoptaron una expresión de dureza.

– ¿Acabas de recordar una información clave como ésta? -preguntó enfadado.

– Sí, por…

– Ahora no importa -intervino Walling-. St. Aggy's es una clínica oncológica para mujeres. El cesio se usa casi exclusivamente en el tratamiento del cáncer de cuello uterino.

Bosch asintió.

– Entonces será mejor que nos pongamos en marcha.